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CÁDIZ, POBLACIÓN INDÍGENA Y JUSTICIA LOCAL.
TENANGO DEL VALLE, 1812-1824.1
Claudia Guarisco
El Colegio Mexiquense, A.C.
Estas líneas tratan sobre la administración de justicia criminal en primera instancia a principios
del siglo XIX, en un escenario compuesto por tres pueblos de indios del partido de Tenango del
Valle, entonces comprendido en la Intendencia de México: Capuluac, Ocoyoacac y Calimaya. Se
trataba de asentamientos rurales situados al sur de la actual ciudad de Toluca,
predominantemente habitados por indios y donde el índice de analfabetismo parece haber sido
alto, a juzgar por la información que los actores legales proporcionan al respecto. Los procesos
que sirven de referente empírico datan de los años 1822, 23 y 24, y forman parte del acervo del
Archivo Histórico Judicial del Estado de México. Se busca, en concreto, analizar la
determinación de la verdad de los hechos delictivos y sus penas en el contexto de los cambios
que el constitucionalismo gaditano (1812-14 y 1820-21) trajo consigo en materia de justicia, y
que fueron expresamente mantenidos a lo largo el Primer Imperio mexicano.2
Durante la Colonia, los procesos criminales fueron ventilados en el Juzgado General de
Indios, donde llegaban por transferencia de los tribunales locales o planteados directamente por
petición privada de los agraviados.3
En la Nueva España, ese tribunal fue creado en 1592, gracias
a la diligente labor de los virreyes Antonio de Mendoza (1535-1550) y Luis de Velasco II (1590-
1595). A lo largo de su existencia funcionó como una jurisdicción especial para asuntos
indígenas, donde la autoridad máxima era el virrey. Esa institución se caracterizó por el empleo
de procedimientos simplificados y por contar con su propio personal, cuyos salarios pagaban los
indios a través del medio real de ministros inserto en los Reales Tributos. Básicamente se trataba
2
de un procurador general que actuaba como abogado defensor y de un asesor que servía de
consejero en las visitas judiciales. La importancia de este último era central, ya que los virreyes
generalmente carecían de formación jurídica.4
Los procesos criminales constaban de tres partes: sumaria, plenario y sentencia. La
sumaria fue añadida al derecho castellano a mediados del siglo XVII. Hasta entonces, y según
prescribían las Siete Partidas, aquellos consistían solamente en plenario y sentencia. La adición
significó que la carga acusativa del segundo se viera limitada por la naturaleza inquisitorial de la
primera.5
Las sumarias podían comenzar por acusación o querella de parte, por denuncia o de
oficio. Los jueces les daban inicio con la “cabeza de proceso”, en la que informaban sobre el
hecho delictivo y primeras averiguaciones. Si habían heridas, se procedía a su reconocimiento.
Posteriormente, se recogían los testimonios de los testigos. La sumaria concluía con la confesión
del culpado. El plenario involucraba el nombramiento de curadores, la ratificación de la
confesión del reo, las declaraciones de los testigos tomadas por segunda vez o; si era necesario,
su tacha, la defensa del acusado por parte de su curador, protector o procurador, y un careo.
Finalmente, las sentencias se dictaban haciendo uso de una gran dosis discrecionalidad (arbitrio
judicial), la cual, como es sabido, ocupaba entonces un lugar legítimo en el derecho.6
Establecida la Monarquía constitucional, el Juzgado General de Indios de la Nueva
España llegó a su fin.7
Entonces las causas criminales en primera instancia que durante dos
siglos habían sido atendidas por ese tribunal, pasaron a ser competencia de los jueces letrados.8
Estos se configuraron en piezas básicas de la administración de justicia.9
Debían dictar sentencia
en los partidos que a las diputaciones provinciales se les encargó distribuir. Las audiencias
nacionales se concibieron entonces como foros de apelación en segunda y tercera instancia.10
Ciertamente, su establecimiento no podía ser inmediato en medio de las dificultades que el
3
Imperio enfrentaba. Por esa razón los constitucionalistas dispusieron que, en Ultramar, los
subdelegados siguieran encargándose de la función de justicia en sus viejas jurisdicciones.11
A pesar de que el modelo letrado gaditano, con su énfasis en la profesionalización de los
jueces, representó una tendencia del incipiente Estado hacia la dominación del territorio se dio,
al mismo tiempo, cabida a formas alternas de justicia. Por ejemplo: aquella administrada por los
alcaldes constitucionales.12
La Constitución Política de la Monarquía española otorgó facultades
de conciliación a estos representantes vecinales, desde el supuesto de que no había mejor juez de
paz que el que contaba con la confianza general de la cual el sufragio lo investía.13
Además, el
Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia de 1812 sancionó que, más allá de
las tareas de conciliación en causas civiles de menor cuantía (menos de 100 pesos) y criminales
sobre injurias y faltas livianas, a ser resueltas de manera oral, los alcaldes intervinieran, por
escrito, en la evacuación de las primeras diligencias en casos de heridas graves y muerte. Esto;
de oficio o a instancia de la parte afectada, y cuya sustanciación y sentencia competía a los
jueces de partido.14
Sin embargo, durante el segundo bienio constitucional esa participación se
vio recortada, por lo menos en teoría. El decreto del 11 de octubre de 1820 dispuso que los
jueces de letras prescindieran, si así lo deseaban, de los alcaldes constitucionales en las primeras
diligencias de las causas criminales.15
Hacia 1824 los jueces de partido en México seguían siendo en su mayoría subdelegados
sin formación en derecho, aunque la Diputación Provincial se había encargado de irlos
reemplazando, en algunos casos, por abogados. En 1821, por ejemplo, el licenciado José Luis
Solórzano y Guerrero fue el sucesor de don José Ignacio de la Vega, en el juzgado del partido de
Tenango del Valle. Esos jueces se ocupaban de las causas criminales entre los indios, y los
alcaldes constituciones resultaban imprescindibles en la preparación de las sumarias. Estos
últimos, además de elaborar las cabezas de proceso y de encargarse de dar fe de los delitos
4
cometidos en sus pueblos, tomaban las declaraciones de las víctimas y de los testigos, sobre las
que sus superiores ahondaban con el fin de dictar sentencia.
En la tradición judicial de Occidente, la construcción del hecho legal se realiza a través
de un proceso en el que se describen los eventos y se determinan sus causas y consecuencias.16
En lo que sigue, voy a ilustrar estas afirmaciones a través de la narración de tres casos de
heridas graves y dos de homicidio, en los que participaron los indios de Capuluac, Ocoyoacac y
Calimaya.
Consistente con aquella, los jueces de Tenango del Valle interrogaban sobre la hora, el lugar y el
cómo de los delitos presenciados, independientemente de la edad, el grupo social y el género. El
procedimiento, sin embargo, se veía dificultado por el hecho de que los testigos estaban ligados
entre sí y a las partes por relaciones de parentesco real o putativo (compadrazgo), étnicas,
políticas (representantes indígenas en los ayuntamientos constitucionales) y espaciales
(vecindad). Esas solidaridades se sobreponían a la obligación religiosa de decir la verdad sobre
lo visto que traía consigo el juramento que abría la declaración, haciendo inexpugnable lo
acontecido. Adicionalmente, y a pesar de que el fin del Juzgado General supuso la pérdida de la
condición legal de miserables entre los indios, estos siguieron siendo tratados como menores de
edad que requerían protección. En este caso: curadores ad lítem. Todos estos factores hicieron de
la formación de las sumarias una tarea difícil, impidiendo, muchas veces, finiquitar los procesos.
De ahí que los jueces de partido optaran por llevar los procedimientos de conciliación, propios
de los ámbitos extra-judicial y de la oralidad, hacia aquellos de la criminalidad y la escritura.
***
5
El primer caso se trata del homicidio de Francisco, arriero de Tianguistenco, de veintitrés años
de edad. Este murió en 1822 luego de un día de agonía a causa de una herida en el vientre que le
fue inferida con un cuchillo por el albañil Pascual González, vecino de Capuluac.17
Después de que Francisco falleciera, el alcalde de Capuluac, Lucas de Meza, envió al
juez del partido de Tenango del Valle un documento describiendo la tragedia y adjuntó el
certificado del cirujano que asistió a la víctima, el del regidor que recibió su declaración y el del
párroco que lo sepultó. Acto seguido, el juez ordenó al alcalde que formara las primeras
diligencias de la sumaria. Este procedió entonces a poner al reo en la prisión y a citar a tres
albañiles, “socios” de aquél, quienes habían estado presentes en el lugar del pleito. Se trataba de
vecinos de Capuluac, a quienes el alcalde conocía personalmente. Todos eran analfabetos y de
treinta y ocho, cincuenta y sesenta años de edad, respectivamente. Luego de haber sido “puesta
la señal de la cruz” y habiendo ofrecido “decir verdad”, cada uno de ellos presentó versiones de
los hechos idénticas a la de la víctima, salvo en un detalle: ninguno había visto cuando Francisco
fue apuñalado. Sin haber podido probar que Pascual González era, efectivamente, un asesino, el
alcalde comunicó los resultados de sus pesquisas a su superior en los siguientes términos:
El alcalde de
Tianguistenco, Victoriano González del Pliego, inmediatamente después de ser informado sobre
el hecho, dio inicio de oficio al auto cabeza de proceso con la declaración del moribundo. La
víctima contó entonces que, mientras arreaba diez burros en el puente del pueblo, uno de los
albañiles que trabajaban en la iglesia cercana al mismo se burló de él, capeando, cual torero, a
sus bestias.
“No habiendo resultado de las declaraciones de estos cría alguna que
deberse evacuar por no haber otros testigos que depongan […], no
6
obstante las diligencias hechas por este juzgado en seguimiento del auto
por mí prevenido, se da cuenta por esta, con esta sumaria, al juez letrado
del partido para su sacada, dirigiéndose al mismo al reo Pascual
González con la custodia necesaria. Y por este auto así lo proveo y firmo
con los testigos de asistencia.”
Después de recibir la documentación, el juez letrado ordenó se “proced[ier]a todo lo que
h[ubier]a lugar por derecho.” El expediente, sin embargo, termina en ese preciso momento. No
contiene la confesión del reo con la cual, según la normativa entonces vigente, debía terminar la
sumaria.18
Tampoco contiene sentencia alguna ni el plenario que había de precederla. Ese vacío
probablemente se debió no sólo al obstáculo impuesto por las solidaridades vecinales que
hicieron que los testigos “no vieran” a Pascual González atacando con una navaja a Francisco, a
pesar de su proximidad. También se debió a que el reo formaba parte de la compañía local del
ejército nacional acuartelada, precisamente, en Capuluac. Como miembro del cuerpo nacional, el
asesino tenía acceso al fuero militar, lo cual lo situaba fuera de la jurisdicción de los jueces de
partido y municipio.19
Tampoco existe sentencia para el segundo caso de homicidio aquí analizado. A diferencia
del anterior, donde la víctima era un outsider, que no contaba con alianzas familiares y
espaciales en el lugar en el que sufrió la herida que le costó la vida, en este expediente de 1824
emergen parientes y vecinos clamando venganza por la muerte de uno de los suyos. Además, en
lo referente a los reos, se despliegan solidaridades étnicas y políticas que, a más de la condición
de incapacidad relativa de la población indígena, hicieron doblemente difícil la determinación de
los hechos, tanto para el alcalde constitucional como para el juez del partido. Ese año, Tomás
Antonio, casado con María Rufina, y Juan, casado con Bernardina María; naturales, analfabetos
7
y vecinos todos de Capuluac, se dirigieron al juez letrado de Tenango del Valle para solicitarle la
decapitación de quienes consideraban habían asesinado a su parienta María Hilaria; natural y
vecina del mismo pueblo. Desde su punto de vista, los responsables eran Tomás y Dominga
Terrazas, también indios residentes en ese asentamiento. Las partes fundamentaban la acusación
en el rumor de que, tiempo atrás, y “como e[ra] público y notorio”, Tomás había matado
impunemente a su suegra. El juez ordenó entonces al alcalde de Capuluac que diera inicio a las
primeras diligencias de la sumaria.
En la cabeza de proceso que el alcalde don Pablo Albino Izquierdo envió al juzgado del
partido afirmaba que tuvo noticia del asesinato al día siguiente de ocurrido, gracias a la
información que le suministró uno de los regidores del ayuntamiento: el natural Tomás Antonio.
Inmediatamente, y conforme a lo que el alcalde llamaba la “vindicta pública”, procedió a hacerse
presente en el paraje donde se hallaba el cadáver, constatando que el deceso había sido causado
por heridas realizadas con un cuchillo. Después de ello, dispuso su entierro y citó a los testigos
para, previo juramento, tomarles sus declaraciones. Estos fueron: Doña Ana Alarcón, analfabeta,
vecina del lugar, y en cuya casa había estado depositada María Hilaria hasta formar estado de
matrimonio; Polito, hermano de la difunta y de trece años de edad, así como los presuntos
asesinos Dominga y Tomás Terrazas. Doña Ana Alarcón sostuvo que el día de la tragedia los
Terrazas se presentaron en su casa con el fin de hablar con María Hilaria, pero que ella no dio
licencia. Ante la negativa, optaron por rodear el edificio e introducirse en el corral, donde
lograron conversar brevemente con la difunta y, al parecer, pagarle dos reales que le debían.
Polito añadió que ese día, después de la oración de la tarde, llevó a María Hilaria a casa de los
Terrazas, porque, según le había dicho su hermana, pasaría la noche con ellos. Tomás Terrazas
afirmó que no se acordaba de nada, pues ese día había bebido mucho y su esposa; Dominga,
acusó al vinatero José Cristóbal de asesino y al sombrerero Salvador de ser su cómplice. Ambos
8
eran naturales y vecinos de Capuluac. Según Dominga Terrazas, el día de la tragedia ella, su
marido y la víctima fueron a tomar pulque a la puerta de la vinatería de José Cristóbal y, de
regreso a su morada, “le pareció” ver al pulquero embozado en una sábana parda, quien “asió a
María Hilaria de los pulmones” y se la llevó. Sin embargo, no supo decir cuándo, cómo ni dónde
se había llevado a cabo el crimen.
Tras haber oído las acusaciones de Dominga Terrazas, el alcalde mandó aprender al
vinatero y al sombrerero, confrontándolos con aquella. Además, volvió a escuchar los
testimonios de los testigos. El desarrollo de ese plenario, sin embargo, no lo ayudó a ir más lejos
en la determinación de la verdad, por lo que envió a los acusados a la cárcel de la cabecera del
partido junto con el expediente respectivo, al que dio inicio de la siguiente manera:
“En el susodicho pueblo, a 14 de agosto de este año, yo: el mismo juez,
en atención a no haberse podido averiguar […] quién ha sido el
[responsable] de la muerte acaecida en María Hilaria […] [hago envío de
estas diligencias] para que de […] [ellas] se pueda sacar […] el
verdadero delincuente. Y por este auto así lo mandé y firmé con los de mi
asistencia. Doy fe, Pablo Albino Izquierdo, alcalde.”
En la “purificación de la verdad” llevada a cabo por el juez del partido, tampoco fue posible
determinar con exactitud la responsabilidad de los inculpados en el deceso de María Hilaria.
Esto, a pesar de los intentos por obtener la confesión de los acusados y la verificación a la que
sus afirmaciones fueron sometidas. La esposa de José Cristóbal testificó que el día del asesinato
el acusado no había abandonado la vinatería. Lo mismo dijo su suegro: Jacinto Hipólito,
añadiendo, además, que no por ser padre político del reo alteraba la verdad. En lo que respecta al
9
sombrero; su padre; Francisco Valeriano, testificó a su favor, afirmando que el día del asesinato
habían estado juntos todo el tiempo, primero trabajando, luego en casa de un pariente y, más
tarde, en la suya propia. En virtud de tales coartadas, los reos fueron puestos en libertad después
de que cada uno de ellos presentara un ocurso solicitándola. Además, dos regidores analfabetos,
naturales y vecinos de Capuluac presentaron las respectivas escrituras de fianza.20
El tercer expediente trata sobre las heridas graves que en 1823 el comerciante Bonifacio
León, al parecer mestizo, vecino de Lerma y de veinte años de edad, ocasionó al natural Andrés
Asencio, de treinta años y de la vecindad de Ocoyoacac, en el pueblo de este último. El proceso,
en este caso, también quedó inconcluso, a pesar de que hubo una testigo ocular de los hechos que
los denunció ante el alcalde.
Al mismo
tiempo, el juez de partido dispuso que, por su calidad, ambos debían “… nombrar sus curadores
ad lítem para que, aceptando los cargos, jur[ara]n y se les disce[rnier]a en forma, procediendo,
después a tomárseles sus confesiones con los cargos que de la expresada result[as]en”. El caso,
sin embargo, concluye con la sola enunciación de todo aquello.
21
Luego de terminar con la declaración de Andrés Asencio, el alcalde ordenó al facultativo
que diera fe de la gravedad de sus heridas. Además, dejó constancia escrita de que había sido
atacado con un “instrumento de dos filos” que, inclusive, dibujó. Concluida y remitida la cabeza
En su declaración, el herido sostuvo que al salir de casa de María
Antonia vio que “uno de Lerma” buscaba pleito a José María “Colorado”. Sin embargo, no llegó
a producirse enfrentamiento alguno, ya que la propia María Antonia; su comadre, lo “jaló” hacia
su casa. Entonces “el de Lerma” se dirigió hacia Andrés Asencio y lo atacó sin motivo. También
dijo que estuvieron presentes en el acto su esposa; Toribia Trinidad; los mencionados José María
“Colorado” y su cuñada María Antonia, Salvador Felipe y su esposa Margarita Martina, así
como Martina Dolores. Todos eran naturales, analfabetos, mayores de veinticinco años y vecinos
de Ocoyoacac, aunque residían en diferentes barrios.
10
de proceso al juez del partido junto con los reos, el alcalde procedió a tomar declaración a los
testigos mencionados por la víctima. Todos ellos suscribieron su historia, añadiendo solamente
detalles que sugieren que los hechos se llevaron a cabo mientras se celebraba el próximo enlace
de Tomasa Flores; viuda que vivía “de hospicio” en casa de María Antonia. Asimismo, que
Bonifacio León actuó acompañado de su compadre Pascual Barrera, quien persiguió con su
caballo a los invitados y robó una lía de cuero. También que, después de terminado “el baile”,
doña Tomasa Flores salió a encaminar a unos parientes hacia su pueblo. En el preciso momento
que los invitados advertían su ausencia llegaron León y Barrera, siendo acusados en medio de
gritos de haberla raptado. Finalmente, Tomasa Flores sugirió que si bien ese no había sido
precisamente el caso, “el hechor t[enía] desde días pasados odio con ella, amenazándola de
muerte”. Así justificaba el comportamiento de sus allegados.
Luego de “evacuadas en la sumaria cuantas citas resultaron en ellas”, el alcalde
constitucional de Ocoyoacac envió al juez del partido nueve fojas útiles para la “secuela” de la
causa criminal de oficio seguido a Bonifacio León y Pascual Barrera. En sus confesiones, los
acusados no negaron la herida que el primero había causado a Andrés Asencio, pero afirmaron
que fue en defensa propia. El día de tragedia, habían llegado a casa de María Antonia,
preguntando por unos conocidos de Lerma. En ese momento, se sorprendieron de ver a un grupo
de naturales que los llenaban de acusaciones que no entendían y que se aproximaban hacia ellos
en actitud amenazante. Fue entonces cuando León sacó un cuchillo e hirió a Andrés Asencio.
Poco después apareció una comadre suya, que le dijo: “… compadre, compadrito, venga usted
para acá en casa, déjelos que hablen estos indios…”, alejándose conjuntamente con Pascual
Barrera sin “meter[se] con alma viviente ya ni tratando […] de fugar[se] para ninguna parte,
siendo al contrario, pues allí [se] estuvi[eron] […] y no quisi[eron] ir[se].” Finalmente, León y
11
Barrera afirmaron que nada sabían del rapto y que las lías se las había vendido José Ayala,
vecino de Lerma.
Después de haber oído a los reos, el juez del partido mandó nombrar a los curadores de
los mismos, en razón de ser ambos menores de veintiún años de edad. También ordenó que se
ratificaran en sus confesiones. Sin embargo, el expediente no da cuenta de esas partes del
proceso, lo cual indica que se trató de otro caso no finiquitado. Probablemente el juez del partido
consideró que los motivos por los cuales se suscitó el altercado eran lo suficientemente
imaginarios como para rebajar la responsabilidad de los reos y sumársela a la víctima. En
realidad no habían sido raptos ni robos los que arrancaron la ira de los naturales de Ocoyoacac,
sino la presencia de elementos ajenos a sus espacios de residencia, parentela y grupo étnico que,
repentinamente, irrumpían en la privacidad de su celebración.
El cuarto caso, aunque muy semejante al anterior, tiene la particularidad de que contiene
sentencia y le precede un procedimiento de conciliación.22
El 24 de marzo de 1823, “año tercero
de la independencia, ante […] José de Ayala, alcalde de es[]e ayuntamiento constitucional de
[Calimaya], a horas que serían las cinco de la mañana, en la casa de [su] morada compareció
José Dionisio Cruz alias Calixto, diciendo que a su hijo político, José María Doroteo, ambos de
es[]a vecindad, le había herido gravemente en la casa de vinatería de Luis Albarrán, y para
averiguar la verdad de es[]e hecho y castigar sus reos y cómplices mand[ó] abrir es[]e auto
cabeza de proceso para que a su tenor [fuera]n examinados los testigos que pu[diera]n ser
habidos…” El alcalde, juntamente con el facultativo Don Rafael Cevallos, fueron a casa de José
María Doroteo con el fin de reconocer sus heridas y tomar su declaración. Se le recibió
juramento que hizo “en forma y conforme a derecho por Dios nuestro señor y la señal de la Santa
Cruz, so cuyo cargo prometió decir verdad en lo que supiere y fuere interrogado y siéndolo por
su nombre, edad, estado, oficio, vecindad, quién lo hirió, adónde, a qué hora, con qué
12
instrumento y por qué causa…”, dijo llamarse como ya se mencionó, que era carpintero, de
treinta años de edad, “ciudadano” de la vecindad y, además, analfabeto. También expresó que
Lorenzo Serrano, vecino y comerciante del mismo pueblo -probablemente mestizo- lo había
herido después de que llegara a beber algo de pulque en compañía de su compadre, el albañil
Felipe Morales, e Ignacio Jardón, residentes también en Calimaya e igualmente analfabetos. De
acuerdo con José María Doroteo, el conflicto estalló cuando Morales impidió que Jardón jugara
albures con Serrano. La prohibición irritó tanto a este último que, junto con sus tres compañeros
de juego, dio inicio a una retahíla de insultos y burlas ante las cuales su opositor reaccionó
amenazándolo con darle de balazos aunque, en realidad, careciera de armas. A los intercambios
de palabras siguieron los empellones y persecuciones de los que resultó apuñalado, cuando
trataba de defender a su compadre. Terminada la declaración y habiéndosela leído el alcalde,
José María Doroteo no sólo se afirmó y ratificó en todo lo que había dicho, sino que agregó que
“… para que Dios le perdon[ara] sus pecados [él] le[s] perdona[ba] a sus enemigos…”
Posteriormente, el alcalde tomó las declaraciones de Ignacio Jardón y Felipe Morales.
Estas coincidieron con la de José María Doroteo en lo esencial, añadiendo solamente algunos
detalles. Acto seguido dio orden verbal al alguacil mayor del ayuntamiento, don José Gervasio
López, para que aprendiera a Serrano y sus cómplices y los enviara ante el “subdelegado letrado
de la jurisdicción residente en la cabecera de Tenango…”, para mayor seguridad y por no haber
cárcel en el pueblo. También dispuso que, junto con los detenidos, se le hicieran llegar al
magistrado las diligencias realizadas, a las que anexó el certificado del cirujano. Al llegar al
pueblo, Serrano logró liberarse de sus custodios, tomando asilo en la iglesia parroquial. A
solicitud del subdelegado, el doctor don Francisco de Paula Alonso y Ruiz, cura y juez
eclesiástico del partido de Tenango del Valle, conforme “a lo dispuesto por cédula general de 15
de marzo de 1787, publicada por bando de 6 de setiembre de 1795 y por edicto del 25 de octubre
13
del mismo año, le hi[zo] la protesta necesaria.” Habiendo jurado por “Dios nuestro señor y la
señal de la Santa Cruz […] guardar a dicho Serrano sin permitírsele cause daño ni que se le
ofenda con pena de vida o miembros […] se le dio la libertad de extracción de dicho reo…” De
regreso en el juzgado del partido, el licenciado José Luis Solórzano y Guerrero dispuso que se
tomasen las declaraciones preparatorias de los implicados en el atentado contra José María
Doroteo; es decir, Lorenzo Serrano y sus cómplices: los tejedores Antonio Millán y José María
Rojas, y el jornalero Andrés Pío Quinto. Los dos últimos eran analfabetos, todos vivían en
Calimaya y ninguno negó los hechos. Adjudicada la verdad de los mismos, el subdelegado
procedió a dictar sentencia, basándose en el perdón que la víctima había otorgado a sus
victimarios y que el alcalde de ese pueblo había obtenido con anterioridad. La sentencia dictada
por el licenciado Solórzano consistió en doce pesos y tres reales que el padre del acusado entregó
al herido.
Finalmente, el quinto caso, aunque no implica directamente a la población indígena de
Tenango del Valle como víctimas o victimarios, en cambio, da cuenta de la recurrencia en el uso
de la conciliación en la administración de justicia en primera instancia y en casos criminales
durante el período que nos ocupa. En 1823, Mateo Rojas, presuntamente mestizo, le cortó el
rostro a Vicente Cruz, al parecer español, en la vinatería del pueblo de Calimaya, que era, al
mismo tiempo, casa del alcalde constitucional, don Vicente Ayala. El ataque se realizó en
venganza de los golpes que recibió el indio Tiburcio por haber insultado al alcalde, según la
confesión del propio acusado. En esta ocasión, el juez letrado, tras concluir las sumarias, notificó
al agresor y el agredido sobre la necesidad de guardar la paz y la armonía y olvidar todo lo
sucedido. Además, Vicente Cruz consintió en que el reo fuera puesto en libertad, a condición de
que pagara las costas y curaciones.23
***
14
A modo de conclusión, creo que los ejemplos acabados de ver no solamente demuestran que,
mientras estuvieron vigentes las instituciones gaditanas en la Nueva España, la conciliación fue
una manera de reparar el tejido social que los atentados contra la vida habían erosionado, en
medio de las dificultades que las solidaridades locales imponían a la adjudicación de verdad.
También complementan la tesis ampliamente aceptada en la historiografía mexicanista, según la
cual los alcaldes constitucionales se encargaron de la función judicial en primera instancia, tanto
en lo civil como en lo penal, en lugar de los jueces de letras. Esa es la afirmación, por ejemplo,
de Linda Arnold. Su trabajo, no obstante, se circunscribe a la Ciudad de México.24
La importancia de los subdelegados, si bien decreció en los aspectos gubernativos y de
policía durante la crisis monárquica, se incrementó, por el contrario, en materia judicial, después
de que el Juzgado General de Indios dejara de funcionar. Desde entonces debieron ocuparse de
los criminales nativos de sus jurisdicciones, además de aquellos españoles y mestizos.
Asimismo, ahí donde los jueces de partido tuvieron éxito en la emisión de sus sentencias, el
hecho dependió de la cabida que dieron a los procedimientos de conciliación propios del ámbito
extra-judicial y de la cooperación desplegada por los alcaldes constitucionales. En los casos aquí
analizados, estos fueron, probablemente, mestizos o españoles que el voto indígena había llevado
a esas posiciones. Aun cuando en ocasiones tuvieron un protagonismo incluso mayor que el de
los jueces de partido, no hay indicios de que se sintieran llamados a asumir sus posiciones.
En los
pueblos de indios, jueces letrados y, sobre todo, subdelegados, conjuntamente con alcaldes
constitucionales, fueron los encargados de llevar a cabo esas funciones entre 1812 y 1824.
25
Eso
es lo que muestran las conductas del alcalde de Capuluac en 1824, Pablo Albino Izquierdo, y de
José de Ayala; alcalde de Calimaya, en 1823. Cómo obtuvieron las destrezas necesarias para
contribuir, legítimamente, en la reparación del daño es algo que todavía queda por elucidar. Aquí
solamente es posible plantear la hipótesis de que fueron los subdelegados y jueces de letras los
15
encargados de inculcar entre los alcaldes constitucionales una vieja cultura oral de la
conciliación adaptada a las nuevas situaciones criminales y a los procesos escritos. Es probable,
también, que los mismos alcaldes hubieran sido, en el pasado, subdelegados o tenientes de
subdelegados, familiarizados con ella. En el valle de México, por ejemplo, ese fue el caso del
español de Cádiz Ezequiel Lizarza, quien ocupó en 1820 la alcaldía del ayuntamiento
constitucional de Tacuba. Contribuyó a que accediera legítimamente a esa posición la “recta”
justicia que había impartido en el pasado.26
A mediados de 1812, y antes de que se cumpliera el primer quinquenio de Lizarza como
subdelegado de Tacuba, los vecinos de la jurisdicción solicitaron su permanencia en el oficio por
otros cinco años. Estos fueron, en primer lugar, los gobernadores y repúblicas de indios a los
que, luego, se unieron párrocos, labradores y comerciantes tanto mestizos como españoles.27
Más
tarde, en 1814, los alcaldes y regidores de los ayuntamientos constitucionales formados por los
naturales del partido siguieron apoyando su permanencia en la subdelegación. Los de Xilotzingo;
pueblo del curato de Tlanepantla, por ejemplo, sostenían que la justa conducta del subdelegado
“... concilia[ba] el afecto, la ternura y la gratitud de los que se ve[ían] gobernados por tan
apreciables caudillos y cuando lo p[erdían], entregados a la pena y al dolor, llora[ban]
inconsolablemente la falta de un juez recto, la de un padre benéfico y desea[ban] por instantes la
restitución de tan benemérito jefe, como que echa[ban] de menos las dulzuras de su padre al
modo que un hijo ausente suspira en el seno de su casa.”28
Experiencias como las de Tacuba, Capuluac y Calimaya ilustran en buena medida el
gobierno representativo de la justicia; categoría que Carlos Garriga ha acuñado para dar cuenta
de la realidad municipal modelada por las instituciones gaditanas en la Nueva España. Estas, en
esencia, introducían “… una novedosa lógica representativa en el tradicional gobierno de la
justicia”.29
Novedad, sobre todo, en el sentido de que indios y no indios ejercieron una
16
ciudadanía que, en lugar de integrarlos, los articulaba dentro de una misma dinámica de
participación en el gobierno. Falta determinar, todavía, si el término aplica no solamente en
aquellos ayuntamientos establecidos sobre vecindades indígenas, donde españoles y mestizos
alfabetos y poseedores de una cultura judicial de la conciliación adquirida en los juzgados de
partido asumieron los roles de alcaldes. Algo diferente debe haber sucedido ahí donde los oficios
de ayuntamiento quedaron en manos de indios que no sabían leer ni escribir, cuyos saberes en
materia de justicia se habían circunscrito hasta entonces, fundamentalmente, al ámbito policíaco.
Aún así, es posible avanzar la tesis según la cual los alcaldes constitucionales de lo que, tras la
caída del Imperio de Iturbide, sería el Estado de México pasaron a ocupar esas posiciones
desprovistos de la vigorosa tradición contenciosa y gubernativa de los viejos alcaldes ordinarios
de la Península. Eso es lo que habría hecho posible que, del otro lado del Atlántico, las funciones
de los juzgados de letras recayeran masivamente en las nuevas instancias de autogobierno
local.30
***
17
1
Texto publicado en el libro Los indígenas en la Independencia y en la Revolución mexicana,
coordinado por Alicia Mayer y Miguel León Portilla. México, Instituto de Investigaciones
Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Nacional de Antropología e
Historia y Fideicomiso Teixidor, 2010, 584 p.
2
En 1822 Lucas de Meza, alcalde constitucional de Capuluac, pueblo del partido de Tenango del
Valle, acató la orden del juez letrado y procedió a poner en prisión a un reo por homicidio. Al
hacerlo ofreció como justificación de sus actos el “artículo 8, capítulo 3 del decreto de las Cortes
españolas generales y extraordinarias del Reino sobre arreglo de tribunales y sus atribuciones, su
fecha en Cádiz a 9 de octubre del año de 1812, cuyas resoluciones est[aba]n [entonces]
mandadas observar en es[]e imperio independiente.” Archivo Histórico del Poder Judicial del
Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de
primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 9, páginas sin
numerar.
3
Woodrow Borah, El Juzgado General de Indios en la Nueva España. México, Fondo de
Cultura Económica, 1996, 118, 225.
4
Ibídem, 107, 118, 131.
5
Charles R. Cutter, The Legal Culture of Northern New Spain, 1700-1800. Albuquerque, New
Mexico Press, 2001, 107-109.
6
Ibídem, 113-115, 125-118, 130.
7
La abolición formal fue, según W. Borah, en 1820. Borah, El Juzgado General, 131.
18
8
Fernando Martínez Pérez, Entre confianza y responsabilidad. La justicia del primer
constitucionalismo español (1810-1823). Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 1999, 425, 434-436.
9
Ibídem, 472.
10
Arts. I, III, XVIII y XX, cap. II, De los jueces letrados de partido; art. XIII, 1ª, cap. I, De las
Audiencias, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812, Reglamento de las audiencias y juzgados de
primera instancia. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y
Extraordinarias desde 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813, tomo III. Cádiz,
Imprenta Nacional, 1813.
11
Art. I, cap. IV, De la administración de justicia en primera instancia hasta que se formen los
partidos, Colección de los decretos y órdenes…
12
Martínez Pérez, Entre confianza, 422.
13
Ibídem, 492
14
Ibídem, 435-436. Art. XVII, cap. II, De los jueces letrados de partido, art. VIII, cap. III, De los
alcaldes constitucionales de los ayuntamientos, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812,
Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y
órdenes…
15
Martínez Pérez, Entre confianza, 464-465.
16
Clifford Geertz, Local Knowledge. Further Essays in Interpretive Anthropology. New York,
Basic Books Publishers, 1983, 175.
17
Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito
judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja
núm. 5, expediente núm. 5, páginas sin numerar.
19
18
Art. XVI, cap. II, De los jueces letrados de partido, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812,
Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y
órdenes…
19
Art. X, cap. II, Ibídem. Las instituciones gaditanas abolieron los juzgados privativos, a
excepción de los eclesiásticos y militares.
20
Capuluac parece responder al modelo “mixto” de ayuntamiento constitucional. Este, junto con
el “indígena” fueron, en general, las dos formas que, en la Nueva España, adoptaron los órganos
de gestión local durante la vigencia de las instituciones gaditanas. En el primer caso, los no
indios tendieron a ocupar las alcaldías y los indios; las regidurías. En el segundo, los oficios
quedaron totalmente en manos de los naturales. El ayuntamiento mixto resultó del encuentro
entre las nuevas instituciones de participación y una cultura política indígena afín, en lo que a
sistema electoral se refiere, y que, además, sancionaba la cooperación entre indios y no indios en
asuntos de interés común. Eso hizo posible la participación conjunta de los diferentes
componentes sociales en los mismos procesos electorales –corporativos y clientelares– de los
cuales resultaron españoles y mestizos en las alcaldías e indios en las regidurías. Asimismo, la
población nativa contó con un poderoso estímulo para sumarse a la tarea de reorganización del
espacio político local: el mantenimiento del ser colectivo. Este valor se hallaba estrechamente
vinculado a las tierras del común. El producto de estas servía para la realización de las fiestas a
través de las cuales se conmemoraba la identidad de los conquistados. En la medida que la
Constitución depositó la responsabilidad del manejo de esas tierras en los ayuntamientos
constitucionales, los indios estuvieron dispuestos a ceder sus votos a los españoles y mestizos
que deseaban ocupar las posiciones de alcaldes. En reciprocidad, los aspirantes no indios a esos
oficios convinieron en tolerar las viejas autonomías territoriales de sus repúblicas. Estas últimas,
20
aunque formalmente abolidas, siguieron no sólo vigentes sino articuladas a los nuevos órganos
de gestión local a través de sus regidores y en representación de los pueblos sobre los cuales
ejercían su jurisdicción. Para una exposición más detallada del tema véase: Claudia Guarisco,
Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835.
México, El Colegio Mexiquense, A.C., 2003.
21
Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito
judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja
núm. 5, expediente núm. 15, páginas sin numerar.
22
Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito
judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja
núm. 5, expediente núm. 22, páginas sin numerar.
23
Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito
judicial Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, Años 1821-1825, caja
núm. 5, expediente núm. 18, páginas sin numerar.
24
Linda Arnold, “La Audiencia de México durante la fase gaditana, 1812-1815 y 1820-1821”, en
Memoria del II congreso de historia del derecho mexicano. México, Universidad Nacional
Autónoma de México, 1981, 361-375.
25
Tampoco las actas de la diputación provincial de Nueva España y, más tarde de México,
relativas a áreas distintas de las que aquí se trata comunican la idea de que los alcaldes se
consideraran autorizados para asumir las funciones de los jueces de partido. Lo que aquellas
reportan actas son, fundamentalmente, problemas entre alcaldes y subdelegados relacionados con
la invasión de funciones causada por el desconocimiento de la ley y se circunscriben,
básicamente, a las cabeceras de partido donde coexistían, precisamente, jueces y alcaldes.
21
También tienen que ver con los ingresos de los subdelegados quienes, una vez abolidos los
Reales Tributos, quedaron desprovistos de ellos. En la sesión 40 del 7 de diciembre de 1821,
primero de la Independencia del Imperio, los diputados provinciales de México discutieron sobre
un escrito enviado por varios jueces de letras foráneos (también llamados subdelegados o jueces
de letras). En él se quejaban sobre los desórdenes en que estaban incurriendo los ayuntamientos
y sus alcaldes constitucionales, mezclándose en asuntos que no les competían y desobedeciendo
a sus jueces. También pedían que se les pagaran sus sueldos. En respuesta, los diputados
recomendaron que usaran “de su derecho como les conv[inier]a y de su autoridad en lo que
h[ubier]a lugar con arreglo a las leyes; que en cuanto a sueldos esper[ara]n la resolución general
del expediente de contribuciones y bienes de comunidad, de que est[aban] tratando con
actividad, con cuyo resultado se consultar[ría] oportunamente a la Soberana Junta Gubernativa
para que se dign[ara] resolver decisivamente lo que estim[ara] de justicia, y en cuanto a los
demás puntos de discordia entre ayuntamientos y subdelegados que se presenta[ba]n por mayor y
sin justificación particular (bien la que ofrec[ía]n los suplicantes) atendiendo a que esos daños
p[odía]n remediarse por medio de una orden circular, se acordó también que con arreglo al
artículo 19, del capítulo 1, de la Instrucción para el gobierno económico político de las
provincias, se p[usier]a oficio a los alcaldes primeros constitucionales de los ayuntamientos
cabezas de partido para que la circul[ara]n a los demás de su territorio y [fu]e[r]a para que de
orden expresa de es[]a superioridad se abst[uviera]n en delante de toda etiqueta, rivalidad o
cualquier otro motivo de disputa y competencia con los subdelegados, con quienes deb[ía]n
guardar la más perfecta armonía, limitándose los ayuntamientos a sus facultades político
económicas y dejando expeditas la de administración de justicia civil y criminal a los jueces de
primera instancia, [fu]e[r]an o no letrados, respetándolos y haciendo que el pueblo los respet[ara]
22
como en quienes resid[ía] la autoridad judicial, digna de la primera atención y acatamiento; bien
entendidos de que cualquier individuo que perturbare (lo que no se espera[ba]) las atribuciones
del otro, además del desagrado que causar[ía] a es[]a diputación y aún a la soberanía del Imperio,
se har[ía] merecedor de que se tom[as]en contra él muy serias providencias, y en atención a que
una de las causas de las desavenencias de los subdelegados y de los ayuntamientos prov[enía],
según ha[bía] hecho ver la experiencia, de la ignorancia en que est[aba]n éstos de sus propias y
de las ajenas obligaciones, por no tener ejemplares de la Constitución, del Arreglo de tribunales
y de la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias, se les prev[endría]
que, ante todas cosas, procur[ase]n tener tales documentos impresos, que los enseñ[are]n e
ilustr[ase]n, ocurriendo por ellos a su costa a las oficinas o imprentas de es[]a corte, donde se
expend[ía]n, y el oficio se comunicar[ía] a los jueces suplicantes para su inteligencia,
insertándose a mayor abundamiento en los periódicos de es[]a corte”. La Diputación provincial
de México, Actas de sesiones 1821-1823. Estudio introductorio Cecilia Noriega Elío. México,
Instituto Mora, El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo II, 88.
Énfasis añadido. Similarmente, El ayuntamiento de Cadereyta propuso reemplazar al
subdelegado de letras antes del término de su quinquenio en 1821. Sin embargo, los diputados de
la Nueva España contestaron que eso no era posible, “sin calificar antes la ineptitud del que
actualmente ejerce este cargo en aquella villa…” Además, corrigieron el equívoco de sus
miembros, quienes suponían que el subdelegado estaba a cargo del ayuntamiento. Los diputados
les hicieron ver que no correspondía “… a los jueces de letras la dirección de los ayuntamientos,
sino sólo el conocimiento de las causas civiles y criminales en primera instancia…” Sesión núm.
70, 17 de marzo de 1821, La Diputación provincial de Nueva España. Actas de sesiones, 1820-
23
1821. Prólogo, estudio introductorio y sumario Carlos Herrejón Peredo. México, Instituto Mora,
El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo I, 278.
26
Solicitud de Ezequiel Lizarza, sobre el cargo de subdelegado de Tacuba, ¿1816? Archivo
General de la Nación, México (AGN), Subdelegados, v. 25, exp. 43, f. 182.
27
Expediente sobre la subdelegación de Tacuba, 1814. AGN, Subdelegados, v. 25, exp. 23, f. 98.
28
Ibídem, f. 107v.
29
Carlos Garriga, “Justicia y política entre Nueva España y México: de gobierno de la justicia a
gobierno representativo”. El Colegio de Michoacán, A.C., en prensa.
30
Martínez Pérez, Entre confianza, 431.

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CADIZ POBLACIÓN_JUSTICIA C GUARISCO

  • 1. CÁDIZ, POBLACIÓN INDÍGENA Y JUSTICIA LOCAL. TENANGO DEL VALLE, 1812-1824.1 Claudia Guarisco El Colegio Mexiquense, A.C. Estas líneas tratan sobre la administración de justicia criminal en primera instancia a principios del siglo XIX, en un escenario compuesto por tres pueblos de indios del partido de Tenango del Valle, entonces comprendido en la Intendencia de México: Capuluac, Ocoyoacac y Calimaya. Se trataba de asentamientos rurales situados al sur de la actual ciudad de Toluca, predominantemente habitados por indios y donde el índice de analfabetismo parece haber sido alto, a juzgar por la información que los actores legales proporcionan al respecto. Los procesos que sirven de referente empírico datan de los años 1822, 23 y 24, y forman parte del acervo del Archivo Histórico Judicial del Estado de México. Se busca, en concreto, analizar la determinación de la verdad de los hechos delictivos y sus penas en el contexto de los cambios que el constitucionalismo gaditano (1812-14 y 1820-21) trajo consigo en materia de justicia, y que fueron expresamente mantenidos a lo largo el Primer Imperio mexicano.2 Durante la Colonia, los procesos criminales fueron ventilados en el Juzgado General de Indios, donde llegaban por transferencia de los tribunales locales o planteados directamente por petición privada de los agraviados.3 En la Nueva España, ese tribunal fue creado en 1592, gracias a la diligente labor de los virreyes Antonio de Mendoza (1535-1550) y Luis de Velasco II (1590- 1595). A lo largo de su existencia funcionó como una jurisdicción especial para asuntos indígenas, donde la autoridad máxima era el virrey. Esa institución se caracterizó por el empleo de procedimientos simplificados y por contar con su propio personal, cuyos salarios pagaban los indios a través del medio real de ministros inserto en los Reales Tributos. Básicamente se trataba
  • 2. 2 de un procurador general que actuaba como abogado defensor y de un asesor que servía de consejero en las visitas judiciales. La importancia de este último era central, ya que los virreyes generalmente carecían de formación jurídica.4 Los procesos criminales constaban de tres partes: sumaria, plenario y sentencia. La sumaria fue añadida al derecho castellano a mediados del siglo XVII. Hasta entonces, y según prescribían las Siete Partidas, aquellos consistían solamente en plenario y sentencia. La adición significó que la carga acusativa del segundo se viera limitada por la naturaleza inquisitorial de la primera.5 Las sumarias podían comenzar por acusación o querella de parte, por denuncia o de oficio. Los jueces les daban inicio con la “cabeza de proceso”, en la que informaban sobre el hecho delictivo y primeras averiguaciones. Si habían heridas, se procedía a su reconocimiento. Posteriormente, se recogían los testimonios de los testigos. La sumaria concluía con la confesión del culpado. El plenario involucraba el nombramiento de curadores, la ratificación de la confesión del reo, las declaraciones de los testigos tomadas por segunda vez o; si era necesario, su tacha, la defensa del acusado por parte de su curador, protector o procurador, y un careo. Finalmente, las sentencias se dictaban haciendo uso de una gran dosis discrecionalidad (arbitrio judicial), la cual, como es sabido, ocupaba entonces un lugar legítimo en el derecho.6 Establecida la Monarquía constitucional, el Juzgado General de Indios de la Nueva España llegó a su fin.7 Entonces las causas criminales en primera instancia que durante dos siglos habían sido atendidas por ese tribunal, pasaron a ser competencia de los jueces letrados.8 Estos se configuraron en piezas básicas de la administración de justicia.9 Debían dictar sentencia en los partidos que a las diputaciones provinciales se les encargó distribuir. Las audiencias nacionales se concibieron entonces como foros de apelación en segunda y tercera instancia.10 Ciertamente, su establecimiento no podía ser inmediato en medio de las dificultades que el
  • 3. 3 Imperio enfrentaba. Por esa razón los constitucionalistas dispusieron que, en Ultramar, los subdelegados siguieran encargándose de la función de justicia en sus viejas jurisdicciones.11 A pesar de que el modelo letrado gaditano, con su énfasis en la profesionalización de los jueces, representó una tendencia del incipiente Estado hacia la dominación del territorio se dio, al mismo tiempo, cabida a formas alternas de justicia. Por ejemplo: aquella administrada por los alcaldes constitucionales.12 La Constitución Política de la Monarquía española otorgó facultades de conciliación a estos representantes vecinales, desde el supuesto de que no había mejor juez de paz que el que contaba con la confianza general de la cual el sufragio lo investía.13 Además, el Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia de 1812 sancionó que, más allá de las tareas de conciliación en causas civiles de menor cuantía (menos de 100 pesos) y criminales sobre injurias y faltas livianas, a ser resueltas de manera oral, los alcaldes intervinieran, por escrito, en la evacuación de las primeras diligencias en casos de heridas graves y muerte. Esto; de oficio o a instancia de la parte afectada, y cuya sustanciación y sentencia competía a los jueces de partido.14 Sin embargo, durante el segundo bienio constitucional esa participación se vio recortada, por lo menos en teoría. El decreto del 11 de octubre de 1820 dispuso que los jueces de letras prescindieran, si así lo deseaban, de los alcaldes constitucionales en las primeras diligencias de las causas criminales.15 Hacia 1824 los jueces de partido en México seguían siendo en su mayoría subdelegados sin formación en derecho, aunque la Diputación Provincial se había encargado de irlos reemplazando, en algunos casos, por abogados. En 1821, por ejemplo, el licenciado José Luis Solórzano y Guerrero fue el sucesor de don José Ignacio de la Vega, en el juzgado del partido de Tenango del Valle. Esos jueces se ocupaban de las causas criminales entre los indios, y los alcaldes constituciones resultaban imprescindibles en la preparación de las sumarias. Estos últimos, además de elaborar las cabezas de proceso y de encargarse de dar fe de los delitos
  • 4. 4 cometidos en sus pueblos, tomaban las declaraciones de las víctimas y de los testigos, sobre las que sus superiores ahondaban con el fin de dictar sentencia. En la tradición judicial de Occidente, la construcción del hecho legal se realiza a través de un proceso en el que se describen los eventos y se determinan sus causas y consecuencias.16 En lo que sigue, voy a ilustrar estas afirmaciones a través de la narración de tres casos de heridas graves y dos de homicidio, en los que participaron los indios de Capuluac, Ocoyoacac y Calimaya. Consistente con aquella, los jueces de Tenango del Valle interrogaban sobre la hora, el lugar y el cómo de los delitos presenciados, independientemente de la edad, el grupo social y el género. El procedimiento, sin embargo, se veía dificultado por el hecho de que los testigos estaban ligados entre sí y a las partes por relaciones de parentesco real o putativo (compadrazgo), étnicas, políticas (representantes indígenas en los ayuntamientos constitucionales) y espaciales (vecindad). Esas solidaridades se sobreponían a la obligación religiosa de decir la verdad sobre lo visto que traía consigo el juramento que abría la declaración, haciendo inexpugnable lo acontecido. Adicionalmente, y a pesar de que el fin del Juzgado General supuso la pérdida de la condición legal de miserables entre los indios, estos siguieron siendo tratados como menores de edad que requerían protección. En este caso: curadores ad lítem. Todos estos factores hicieron de la formación de las sumarias una tarea difícil, impidiendo, muchas veces, finiquitar los procesos. De ahí que los jueces de partido optaran por llevar los procedimientos de conciliación, propios de los ámbitos extra-judicial y de la oralidad, hacia aquellos de la criminalidad y la escritura. ***
  • 5. 5 El primer caso se trata del homicidio de Francisco, arriero de Tianguistenco, de veintitrés años de edad. Este murió en 1822 luego de un día de agonía a causa de una herida en el vientre que le fue inferida con un cuchillo por el albañil Pascual González, vecino de Capuluac.17 Después de que Francisco falleciera, el alcalde de Capuluac, Lucas de Meza, envió al juez del partido de Tenango del Valle un documento describiendo la tragedia y adjuntó el certificado del cirujano que asistió a la víctima, el del regidor que recibió su declaración y el del párroco que lo sepultó. Acto seguido, el juez ordenó al alcalde que formara las primeras diligencias de la sumaria. Este procedió entonces a poner al reo en la prisión y a citar a tres albañiles, “socios” de aquél, quienes habían estado presentes en el lugar del pleito. Se trataba de vecinos de Capuluac, a quienes el alcalde conocía personalmente. Todos eran analfabetos y de treinta y ocho, cincuenta y sesenta años de edad, respectivamente. Luego de haber sido “puesta la señal de la cruz” y habiendo ofrecido “decir verdad”, cada uno de ellos presentó versiones de los hechos idénticas a la de la víctima, salvo en un detalle: ninguno había visto cuando Francisco fue apuñalado. Sin haber podido probar que Pascual González era, efectivamente, un asesino, el alcalde comunicó los resultados de sus pesquisas a su superior en los siguientes términos: El alcalde de Tianguistenco, Victoriano González del Pliego, inmediatamente después de ser informado sobre el hecho, dio inicio de oficio al auto cabeza de proceso con la declaración del moribundo. La víctima contó entonces que, mientras arreaba diez burros en el puente del pueblo, uno de los albañiles que trabajaban en la iglesia cercana al mismo se burló de él, capeando, cual torero, a sus bestias. “No habiendo resultado de las declaraciones de estos cría alguna que deberse evacuar por no haber otros testigos que depongan […], no
  • 6. 6 obstante las diligencias hechas por este juzgado en seguimiento del auto por mí prevenido, se da cuenta por esta, con esta sumaria, al juez letrado del partido para su sacada, dirigiéndose al mismo al reo Pascual González con la custodia necesaria. Y por este auto así lo proveo y firmo con los testigos de asistencia.” Después de recibir la documentación, el juez letrado ordenó se “proced[ier]a todo lo que h[ubier]a lugar por derecho.” El expediente, sin embargo, termina en ese preciso momento. No contiene la confesión del reo con la cual, según la normativa entonces vigente, debía terminar la sumaria.18 Tampoco contiene sentencia alguna ni el plenario que había de precederla. Ese vacío probablemente se debió no sólo al obstáculo impuesto por las solidaridades vecinales que hicieron que los testigos “no vieran” a Pascual González atacando con una navaja a Francisco, a pesar de su proximidad. También se debió a que el reo formaba parte de la compañía local del ejército nacional acuartelada, precisamente, en Capuluac. Como miembro del cuerpo nacional, el asesino tenía acceso al fuero militar, lo cual lo situaba fuera de la jurisdicción de los jueces de partido y municipio.19 Tampoco existe sentencia para el segundo caso de homicidio aquí analizado. A diferencia del anterior, donde la víctima era un outsider, que no contaba con alianzas familiares y espaciales en el lugar en el que sufrió la herida que le costó la vida, en este expediente de 1824 emergen parientes y vecinos clamando venganza por la muerte de uno de los suyos. Además, en lo referente a los reos, se despliegan solidaridades étnicas y políticas que, a más de la condición de incapacidad relativa de la población indígena, hicieron doblemente difícil la determinación de los hechos, tanto para el alcalde constitucional como para el juez del partido. Ese año, Tomás Antonio, casado con María Rufina, y Juan, casado con Bernardina María; naturales, analfabetos
  • 7. 7 y vecinos todos de Capuluac, se dirigieron al juez letrado de Tenango del Valle para solicitarle la decapitación de quienes consideraban habían asesinado a su parienta María Hilaria; natural y vecina del mismo pueblo. Desde su punto de vista, los responsables eran Tomás y Dominga Terrazas, también indios residentes en ese asentamiento. Las partes fundamentaban la acusación en el rumor de que, tiempo atrás, y “como e[ra] público y notorio”, Tomás había matado impunemente a su suegra. El juez ordenó entonces al alcalde de Capuluac que diera inicio a las primeras diligencias de la sumaria. En la cabeza de proceso que el alcalde don Pablo Albino Izquierdo envió al juzgado del partido afirmaba que tuvo noticia del asesinato al día siguiente de ocurrido, gracias a la información que le suministró uno de los regidores del ayuntamiento: el natural Tomás Antonio. Inmediatamente, y conforme a lo que el alcalde llamaba la “vindicta pública”, procedió a hacerse presente en el paraje donde se hallaba el cadáver, constatando que el deceso había sido causado por heridas realizadas con un cuchillo. Después de ello, dispuso su entierro y citó a los testigos para, previo juramento, tomarles sus declaraciones. Estos fueron: Doña Ana Alarcón, analfabeta, vecina del lugar, y en cuya casa había estado depositada María Hilaria hasta formar estado de matrimonio; Polito, hermano de la difunta y de trece años de edad, así como los presuntos asesinos Dominga y Tomás Terrazas. Doña Ana Alarcón sostuvo que el día de la tragedia los Terrazas se presentaron en su casa con el fin de hablar con María Hilaria, pero que ella no dio licencia. Ante la negativa, optaron por rodear el edificio e introducirse en el corral, donde lograron conversar brevemente con la difunta y, al parecer, pagarle dos reales que le debían. Polito añadió que ese día, después de la oración de la tarde, llevó a María Hilaria a casa de los Terrazas, porque, según le había dicho su hermana, pasaría la noche con ellos. Tomás Terrazas afirmó que no se acordaba de nada, pues ese día había bebido mucho y su esposa; Dominga, acusó al vinatero José Cristóbal de asesino y al sombrerero Salvador de ser su cómplice. Ambos
  • 8. 8 eran naturales y vecinos de Capuluac. Según Dominga Terrazas, el día de la tragedia ella, su marido y la víctima fueron a tomar pulque a la puerta de la vinatería de José Cristóbal y, de regreso a su morada, “le pareció” ver al pulquero embozado en una sábana parda, quien “asió a María Hilaria de los pulmones” y se la llevó. Sin embargo, no supo decir cuándo, cómo ni dónde se había llevado a cabo el crimen. Tras haber oído las acusaciones de Dominga Terrazas, el alcalde mandó aprender al vinatero y al sombrerero, confrontándolos con aquella. Además, volvió a escuchar los testimonios de los testigos. El desarrollo de ese plenario, sin embargo, no lo ayudó a ir más lejos en la determinación de la verdad, por lo que envió a los acusados a la cárcel de la cabecera del partido junto con el expediente respectivo, al que dio inicio de la siguiente manera: “En el susodicho pueblo, a 14 de agosto de este año, yo: el mismo juez, en atención a no haberse podido averiguar […] quién ha sido el [responsable] de la muerte acaecida en María Hilaria […] [hago envío de estas diligencias] para que de […] [ellas] se pueda sacar […] el verdadero delincuente. Y por este auto así lo mandé y firmé con los de mi asistencia. Doy fe, Pablo Albino Izquierdo, alcalde.” En la “purificación de la verdad” llevada a cabo por el juez del partido, tampoco fue posible determinar con exactitud la responsabilidad de los inculpados en el deceso de María Hilaria. Esto, a pesar de los intentos por obtener la confesión de los acusados y la verificación a la que sus afirmaciones fueron sometidas. La esposa de José Cristóbal testificó que el día del asesinato el acusado no había abandonado la vinatería. Lo mismo dijo su suegro: Jacinto Hipólito, añadiendo, además, que no por ser padre político del reo alteraba la verdad. En lo que respecta al
  • 9. 9 sombrero; su padre; Francisco Valeriano, testificó a su favor, afirmando que el día del asesinato habían estado juntos todo el tiempo, primero trabajando, luego en casa de un pariente y, más tarde, en la suya propia. En virtud de tales coartadas, los reos fueron puestos en libertad después de que cada uno de ellos presentara un ocurso solicitándola. Además, dos regidores analfabetos, naturales y vecinos de Capuluac presentaron las respectivas escrituras de fianza.20 El tercer expediente trata sobre las heridas graves que en 1823 el comerciante Bonifacio León, al parecer mestizo, vecino de Lerma y de veinte años de edad, ocasionó al natural Andrés Asencio, de treinta años y de la vecindad de Ocoyoacac, en el pueblo de este último. El proceso, en este caso, también quedó inconcluso, a pesar de que hubo una testigo ocular de los hechos que los denunció ante el alcalde. Al mismo tiempo, el juez de partido dispuso que, por su calidad, ambos debían “… nombrar sus curadores ad lítem para que, aceptando los cargos, jur[ara]n y se les disce[rnier]a en forma, procediendo, después a tomárseles sus confesiones con los cargos que de la expresada result[as]en”. El caso, sin embargo, concluye con la sola enunciación de todo aquello. 21 Luego de terminar con la declaración de Andrés Asencio, el alcalde ordenó al facultativo que diera fe de la gravedad de sus heridas. Además, dejó constancia escrita de que había sido atacado con un “instrumento de dos filos” que, inclusive, dibujó. Concluida y remitida la cabeza En su declaración, el herido sostuvo que al salir de casa de María Antonia vio que “uno de Lerma” buscaba pleito a José María “Colorado”. Sin embargo, no llegó a producirse enfrentamiento alguno, ya que la propia María Antonia; su comadre, lo “jaló” hacia su casa. Entonces “el de Lerma” se dirigió hacia Andrés Asencio y lo atacó sin motivo. También dijo que estuvieron presentes en el acto su esposa; Toribia Trinidad; los mencionados José María “Colorado” y su cuñada María Antonia, Salvador Felipe y su esposa Margarita Martina, así como Martina Dolores. Todos eran naturales, analfabetos, mayores de veinticinco años y vecinos de Ocoyoacac, aunque residían en diferentes barrios.
  • 10. 10 de proceso al juez del partido junto con los reos, el alcalde procedió a tomar declaración a los testigos mencionados por la víctima. Todos ellos suscribieron su historia, añadiendo solamente detalles que sugieren que los hechos se llevaron a cabo mientras se celebraba el próximo enlace de Tomasa Flores; viuda que vivía “de hospicio” en casa de María Antonia. Asimismo, que Bonifacio León actuó acompañado de su compadre Pascual Barrera, quien persiguió con su caballo a los invitados y robó una lía de cuero. También que, después de terminado “el baile”, doña Tomasa Flores salió a encaminar a unos parientes hacia su pueblo. En el preciso momento que los invitados advertían su ausencia llegaron León y Barrera, siendo acusados en medio de gritos de haberla raptado. Finalmente, Tomasa Flores sugirió que si bien ese no había sido precisamente el caso, “el hechor t[enía] desde días pasados odio con ella, amenazándola de muerte”. Así justificaba el comportamiento de sus allegados. Luego de “evacuadas en la sumaria cuantas citas resultaron en ellas”, el alcalde constitucional de Ocoyoacac envió al juez del partido nueve fojas útiles para la “secuela” de la causa criminal de oficio seguido a Bonifacio León y Pascual Barrera. En sus confesiones, los acusados no negaron la herida que el primero había causado a Andrés Asencio, pero afirmaron que fue en defensa propia. El día de tragedia, habían llegado a casa de María Antonia, preguntando por unos conocidos de Lerma. En ese momento, se sorprendieron de ver a un grupo de naturales que los llenaban de acusaciones que no entendían y que se aproximaban hacia ellos en actitud amenazante. Fue entonces cuando León sacó un cuchillo e hirió a Andrés Asencio. Poco después apareció una comadre suya, que le dijo: “… compadre, compadrito, venga usted para acá en casa, déjelos que hablen estos indios…”, alejándose conjuntamente con Pascual Barrera sin “meter[se] con alma viviente ya ni tratando […] de fugar[se] para ninguna parte, siendo al contrario, pues allí [se] estuvi[eron] […] y no quisi[eron] ir[se].” Finalmente, León y
  • 11. 11 Barrera afirmaron que nada sabían del rapto y que las lías se las había vendido José Ayala, vecino de Lerma. Después de haber oído a los reos, el juez del partido mandó nombrar a los curadores de los mismos, en razón de ser ambos menores de veintiún años de edad. También ordenó que se ratificaran en sus confesiones. Sin embargo, el expediente no da cuenta de esas partes del proceso, lo cual indica que se trató de otro caso no finiquitado. Probablemente el juez del partido consideró que los motivos por los cuales se suscitó el altercado eran lo suficientemente imaginarios como para rebajar la responsabilidad de los reos y sumársela a la víctima. En realidad no habían sido raptos ni robos los que arrancaron la ira de los naturales de Ocoyoacac, sino la presencia de elementos ajenos a sus espacios de residencia, parentela y grupo étnico que, repentinamente, irrumpían en la privacidad de su celebración. El cuarto caso, aunque muy semejante al anterior, tiene la particularidad de que contiene sentencia y le precede un procedimiento de conciliación.22 El 24 de marzo de 1823, “año tercero de la independencia, ante […] José de Ayala, alcalde de es[]e ayuntamiento constitucional de [Calimaya], a horas que serían las cinco de la mañana, en la casa de [su] morada compareció José Dionisio Cruz alias Calixto, diciendo que a su hijo político, José María Doroteo, ambos de es[]a vecindad, le había herido gravemente en la casa de vinatería de Luis Albarrán, y para averiguar la verdad de es[]e hecho y castigar sus reos y cómplices mand[ó] abrir es[]e auto cabeza de proceso para que a su tenor [fuera]n examinados los testigos que pu[diera]n ser habidos…” El alcalde, juntamente con el facultativo Don Rafael Cevallos, fueron a casa de José María Doroteo con el fin de reconocer sus heridas y tomar su declaración. Se le recibió juramento que hizo “en forma y conforme a derecho por Dios nuestro señor y la señal de la Santa Cruz, so cuyo cargo prometió decir verdad en lo que supiere y fuere interrogado y siéndolo por su nombre, edad, estado, oficio, vecindad, quién lo hirió, adónde, a qué hora, con qué
  • 12. 12 instrumento y por qué causa…”, dijo llamarse como ya se mencionó, que era carpintero, de treinta años de edad, “ciudadano” de la vecindad y, además, analfabeto. También expresó que Lorenzo Serrano, vecino y comerciante del mismo pueblo -probablemente mestizo- lo había herido después de que llegara a beber algo de pulque en compañía de su compadre, el albañil Felipe Morales, e Ignacio Jardón, residentes también en Calimaya e igualmente analfabetos. De acuerdo con José María Doroteo, el conflicto estalló cuando Morales impidió que Jardón jugara albures con Serrano. La prohibición irritó tanto a este último que, junto con sus tres compañeros de juego, dio inicio a una retahíla de insultos y burlas ante las cuales su opositor reaccionó amenazándolo con darle de balazos aunque, en realidad, careciera de armas. A los intercambios de palabras siguieron los empellones y persecuciones de los que resultó apuñalado, cuando trataba de defender a su compadre. Terminada la declaración y habiéndosela leído el alcalde, José María Doroteo no sólo se afirmó y ratificó en todo lo que había dicho, sino que agregó que “… para que Dios le perdon[ara] sus pecados [él] le[s] perdona[ba] a sus enemigos…” Posteriormente, el alcalde tomó las declaraciones de Ignacio Jardón y Felipe Morales. Estas coincidieron con la de José María Doroteo en lo esencial, añadiendo solamente algunos detalles. Acto seguido dio orden verbal al alguacil mayor del ayuntamiento, don José Gervasio López, para que aprendiera a Serrano y sus cómplices y los enviara ante el “subdelegado letrado de la jurisdicción residente en la cabecera de Tenango…”, para mayor seguridad y por no haber cárcel en el pueblo. También dispuso que, junto con los detenidos, se le hicieran llegar al magistrado las diligencias realizadas, a las que anexó el certificado del cirujano. Al llegar al pueblo, Serrano logró liberarse de sus custodios, tomando asilo en la iglesia parroquial. A solicitud del subdelegado, el doctor don Francisco de Paula Alonso y Ruiz, cura y juez eclesiástico del partido de Tenango del Valle, conforme “a lo dispuesto por cédula general de 15 de marzo de 1787, publicada por bando de 6 de setiembre de 1795 y por edicto del 25 de octubre
  • 13. 13 del mismo año, le hi[zo] la protesta necesaria.” Habiendo jurado por “Dios nuestro señor y la señal de la Santa Cruz […] guardar a dicho Serrano sin permitírsele cause daño ni que se le ofenda con pena de vida o miembros […] se le dio la libertad de extracción de dicho reo…” De regreso en el juzgado del partido, el licenciado José Luis Solórzano y Guerrero dispuso que se tomasen las declaraciones preparatorias de los implicados en el atentado contra José María Doroteo; es decir, Lorenzo Serrano y sus cómplices: los tejedores Antonio Millán y José María Rojas, y el jornalero Andrés Pío Quinto. Los dos últimos eran analfabetos, todos vivían en Calimaya y ninguno negó los hechos. Adjudicada la verdad de los mismos, el subdelegado procedió a dictar sentencia, basándose en el perdón que la víctima había otorgado a sus victimarios y que el alcalde de ese pueblo había obtenido con anterioridad. La sentencia dictada por el licenciado Solórzano consistió en doce pesos y tres reales que el padre del acusado entregó al herido. Finalmente, el quinto caso, aunque no implica directamente a la población indígena de Tenango del Valle como víctimas o victimarios, en cambio, da cuenta de la recurrencia en el uso de la conciliación en la administración de justicia en primera instancia y en casos criminales durante el período que nos ocupa. En 1823, Mateo Rojas, presuntamente mestizo, le cortó el rostro a Vicente Cruz, al parecer español, en la vinatería del pueblo de Calimaya, que era, al mismo tiempo, casa del alcalde constitucional, don Vicente Ayala. El ataque se realizó en venganza de los golpes que recibió el indio Tiburcio por haber insultado al alcalde, según la confesión del propio acusado. En esta ocasión, el juez letrado, tras concluir las sumarias, notificó al agresor y el agredido sobre la necesidad de guardar la paz y la armonía y olvidar todo lo sucedido. Además, Vicente Cruz consintió en que el reo fuera puesto en libertad, a condición de que pagara las costas y curaciones.23 ***
  • 14. 14 A modo de conclusión, creo que los ejemplos acabados de ver no solamente demuestran que, mientras estuvieron vigentes las instituciones gaditanas en la Nueva España, la conciliación fue una manera de reparar el tejido social que los atentados contra la vida habían erosionado, en medio de las dificultades que las solidaridades locales imponían a la adjudicación de verdad. También complementan la tesis ampliamente aceptada en la historiografía mexicanista, según la cual los alcaldes constitucionales se encargaron de la función judicial en primera instancia, tanto en lo civil como en lo penal, en lugar de los jueces de letras. Esa es la afirmación, por ejemplo, de Linda Arnold. Su trabajo, no obstante, se circunscribe a la Ciudad de México.24 La importancia de los subdelegados, si bien decreció en los aspectos gubernativos y de policía durante la crisis monárquica, se incrementó, por el contrario, en materia judicial, después de que el Juzgado General de Indios dejara de funcionar. Desde entonces debieron ocuparse de los criminales nativos de sus jurisdicciones, además de aquellos españoles y mestizos. Asimismo, ahí donde los jueces de partido tuvieron éxito en la emisión de sus sentencias, el hecho dependió de la cabida que dieron a los procedimientos de conciliación propios del ámbito extra-judicial y de la cooperación desplegada por los alcaldes constitucionales. En los casos aquí analizados, estos fueron, probablemente, mestizos o españoles que el voto indígena había llevado a esas posiciones. Aun cuando en ocasiones tuvieron un protagonismo incluso mayor que el de los jueces de partido, no hay indicios de que se sintieran llamados a asumir sus posiciones. En los pueblos de indios, jueces letrados y, sobre todo, subdelegados, conjuntamente con alcaldes constitucionales, fueron los encargados de llevar a cabo esas funciones entre 1812 y 1824. 25 Eso es lo que muestran las conductas del alcalde de Capuluac en 1824, Pablo Albino Izquierdo, y de José de Ayala; alcalde de Calimaya, en 1823. Cómo obtuvieron las destrezas necesarias para contribuir, legítimamente, en la reparación del daño es algo que todavía queda por elucidar. Aquí solamente es posible plantear la hipótesis de que fueron los subdelegados y jueces de letras los
  • 15. 15 encargados de inculcar entre los alcaldes constitucionales una vieja cultura oral de la conciliación adaptada a las nuevas situaciones criminales y a los procesos escritos. Es probable, también, que los mismos alcaldes hubieran sido, en el pasado, subdelegados o tenientes de subdelegados, familiarizados con ella. En el valle de México, por ejemplo, ese fue el caso del español de Cádiz Ezequiel Lizarza, quien ocupó en 1820 la alcaldía del ayuntamiento constitucional de Tacuba. Contribuyó a que accediera legítimamente a esa posición la “recta” justicia que había impartido en el pasado.26 A mediados de 1812, y antes de que se cumpliera el primer quinquenio de Lizarza como subdelegado de Tacuba, los vecinos de la jurisdicción solicitaron su permanencia en el oficio por otros cinco años. Estos fueron, en primer lugar, los gobernadores y repúblicas de indios a los que, luego, se unieron párrocos, labradores y comerciantes tanto mestizos como españoles.27 Más tarde, en 1814, los alcaldes y regidores de los ayuntamientos constitucionales formados por los naturales del partido siguieron apoyando su permanencia en la subdelegación. Los de Xilotzingo; pueblo del curato de Tlanepantla, por ejemplo, sostenían que la justa conducta del subdelegado “... concilia[ba] el afecto, la ternura y la gratitud de los que se ve[ían] gobernados por tan apreciables caudillos y cuando lo p[erdían], entregados a la pena y al dolor, llora[ban] inconsolablemente la falta de un juez recto, la de un padre benéfico y desea[ban] por instantes la restitución de tan benemérito jefe, como que echa[ban] de menos las dulzuras de su padre al modo que un hijo ausente suspira en el seno de su casa.”28 Experiencias como las de Tacuba, Capuluac y Calimaya ilustran en buena medida el gobierno representativo de la justicia; categoría que Carlos Garriga ha acuñado para dar cuenta de la realidad municipal modelada por las instituciones gaditanas en la Nueva España. Estas, en esencia, introducían “… una novedosa lógica representativa en el tradicional gobierno de la justicia”.29 Novedad, sobre todo, en el sentido de que indios y no indios ejercieron una
  • 16. 16 ciudadanía que, en lugar de integrarlos, los articulaba dentro de una misma dinámica de participación en el gobierno. Falta determinar, todavía, si el término aplica no solamente en aquellos ayuntamientos establecidos sobre vecindades indígenas, donde españoles y mestizos alfabetos y poseedores de una cultura judicial de la conciliación adquirida en los juzgados de partido asumieron los roles de alcaldes. Algo diferente debe haber sucedido ahí donde los oficios de ayuntamiento quedaron en manos de indios que no sabían leer ni escribir, cuyos saberes en materia de justicia se habían circunscrito hasta entonces, fundamentalmente, al ámbito policíaco. Aún así, es posible avanzar la tesis según la cual los alcaldes constitucionales de lo que, tras la caída del Imperio de Iturbide, sería el Estado de México pasaron a ocupar esas posiciones desprovistos de la vigorosa tradición contenciosa y gubernativa de los viejos alcaldes ordinarios de la Península. Eso es lo que habría hecho posible que, del otro lado del Atlántico, las funciones de los juzgados de letras recayeran masivamente en las nuevas instancias de autogobierno local.30 ***
  • 17. 17 1 Texto publicado en el libro Los indígenas en la Independencia y en la Revolución mexicana, coordinado por Alicia Mayer y Miguel León Portilla. México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Nacional de Antropología e Historia y Fideicomiso Teixidor, 2010, 584 p. 2 En 1822 Lucas de Meza, alcalde constitucional de Capuluac, pueblo del partido de Tenango del Valle, acató la orden del juez letrado y procedió a poner en prisión a un reo por homicidio. Al hacerlo ofreció como justificación de sus actos el “artículo 8, capítulo 3 del decreto de las Cortes españolas generales y extraordinarias del Reino sobre arreglo de tribunales y sus atribuciones, su fecha en Cádiz a 9 de octubre del año de 1812, cuyas resoluciones est[aba]n [entonces] mandadas observar en es[]e imperio independiente.” Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 9, páginas sin numerar. 3 Woodrow Borah, El Juzgado General de Indios en la Nueva España. México, Fondo de Cultura Económica, 1996, 118, 225. 4 Ibídem, 107, 118, 131. 5 Charles R. Cutter, The Legal Culture of Northern New Spain, 1700-1800. Albuquerque, New Mexico Press, 2001, 107-109. 6 Ibídem, 113-115, 125-118, 130. 7 La abolición formal fue, según W. Borah, en 1820. Borah, El Juzgado General, 131.
  • 18. 18 8 Fernando Martínez Pérez, Entre confianza y responsabilidad. La justicia del primer constitucionalismo español (1810-1823). Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999, 425, 434-436. 9 Ibídem, 472. 10 Arts. I, III, XVIII y XX, cap. II, De los jueces letrados de partido; art. XIII, 1ª, cap. I, De las Audiencias, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812, Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordinarias desde 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813, tomo III. Cádiz, Imprenta Nacional, 1813. 11 Art. I, cap. IV, De la administración de justicia en primera instancia hasta que se formen los partidos, Colección de los decretos y órdenes… 12 Martínez Pérez, Entre confianza, 422. 13 Ibídem, 492 14 Ibídem, 435-436. Art. XVII, cap. II, De los jueces letrados de partido, art. VIII, cap. III, De los alcaldes constitucionales de los ayuntamientos, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812, Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y órdenes… 15 Martínez Pérez, Entre confianza, 464-465. 16 Clifford Geertz, Local Knowledge. Further Essays in Interpretive Anthropology. New York, Basic Books Publishers, 1983, 175. 17 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 5, páginas sin numerar.
  • 19. 19 18 Art. XVI, cap. II, De los jueces letrados de partido, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812, Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y órdenes… 19 Art. X, cap. II, Ibídem. Las instituciones gaditanas abolieron los juzgados privativos, a excepción de los eclesiásticos y militares. 20 Capuluac parece responder al modelo “mixto” de ayuntamiento constitucional. Este, junto con el “indígena” fueron, en general, las dos formas que, en la Nueva España, adoptaron los órganos de gestión local durante la vigencia de las instituciones gaditanas. En el primer caso, los no indios tendieron a ocupar las alcaldías y los indios; las regidurías. En el segundo, los oficios quedaron totalmente en manos de los naturales. El ayuntamiento mixto resultó del encuentro entre las nuevas instituciones de participación y una cultura política indígena afín, en lo que a sistema electoral se refiere, y que, además, sancionaba la cooperación entre indios y no indios en asuntos de interés común. Eso hizo posible la participación conjunta de los diferentes componentes sociales en los mismos procesos electorales –corporativos y clientelares– de los cuales resultaron españoles y mestizos en las alcaldías e indios en las regidurías. Asimismo, la población nativa contó con un poderoso estímulo para sumarse a la tarea de reorganización del espacio político local: el mantenimiento del ser colectivo. Este valor se hallaba estrechamente vinculado a las tierras del común. El producto de estas servía para la realización de las fiestas a través de las cuales se conmemoraba la identidad de los conquistados. En la medida que la Constitución depositó la responsabilidad del manejo de esas tierras en los ayuntamientos constitucionales, los indios estuvieron dispuestos a ceder sus votos a los españoles y mestizos que deseaban ocupar las posiciones de alcaldes. En reciprocidad, los aspirantes no indios a esos oficios convinieron en tolerar las viejas autonomías territoriales de sus repúblicas. Estas últimas,
  • 20. 20 aunque formalmente abolidas, siguieron no sólo vigentes sino articuladas a los nuevos órganos de gestión local a través de sus regidores y en representación de los pueblos sobre los cuales ejercían su jurisdicción. Para una exposición más detallada del tema véase: Claudia Guarisco, Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835. México, El Colegio Mexiquense, A.C., 2003. 21 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 15, páginas sin numerar. 22 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 22, páginas sin numerar. 23 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, Años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 18, páginas sin numerar. 24 Linda Arnold, “La Audiencia de México durante la fase gaditana, 1812-1815 y 1820-1821”, en Memoria del II congreso de historia del derecho mexicano. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1981, 361-375. 25 Tampoco las actas de la diputación provincial de Nueva España y, más tarde de México, relativas a áreas distintas de las que aquí se trata comunican la idea de que los alcaldes se consideraran autorizados para asumir las funciones de los jueces de partido. Lo que aquellas reportan actas son, fundamentalmente, problemas entre alcaldes y subdelegados relacionados con la invasión de funciones causada por el desconocimiento de la ley y se circunscriben, básicamente, a las cabeceras de partido donde coexistían, precisamente, jueces y alcaldes.
  • 21. 21 También tienen que ver con los ingresos de los subdelegados quienes, una vez abolidos los Reales Tributos, quedaron desprovistos de ellos. En la sesión 40 del 7 de diciembre de 1821, primero de la Independencia del Imperio, los diputados provinciales de México discutieron sobre un escrito enviado por varios jueces de letras foráneos (también llamados subdelegados o jueces de letras). En él se quejaban sobre los desórdenes en que estaban incurriendo los ayuntamientos y sus alcaldes constitucionales, mezclándose en asuntos que no les competían y desobedeciendo a sus jueces. También pedían que se les pagaran sus sueldos. En respuesta, los diputados recomendaron que usaran “de su derecho como les conv[inier]a y de su autoridad en lo que h[ubier]a lugar con arreglo a las leyes; que en cuanto a sueldos esper[ara]n la resolución general del expediente de contribuciones y bienes de comunidad, de que est[aban] tratando con actividad, con cuyo resultado se consultar[ría] oportunamente a la Soberana Junta Gubernativa para que se dign[ara] resolver decisivamente lo que estim[ara] de justicia, y en cuanto a los demás puntos de discordia entre ayuntamientos y subdelegados que se presenta[ba]n por mayor y sin justificación particular (bien la que ofrec[ía]n los suplicantes) atendiendo a que esos daños p[odía]n remediarse por medio de una orden circular, se acordó también que con arreglo al artículo 19, del capítulo 1, de la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias, se p[usier]a oficio a los alcaldes primeros constitucionales de los ayuntamientos cabezas de partido para que la circul[ara]n a los demás de su territorio y [fu]e[r]a para que de orden expresa de es[]a superioridad se abst[uviera]n en delante de toda etiqueta, rivalidad o cualquier otro motivo de disputa y competencia con los subdelegados, con quienes deb[ía]n guardar la más perfecta armonía, limitándose los ayuntamientos a sus facultades político económicas y dejando expeditas la de administración de justicia civil y criminal a los jueces de primera instancia, [fu]e[r]an o no letrados, respetándolos y haciendo que el pueblo los respet[ara]
  • 22. 22 como en quienes resid[ía] la autoridad judicial, digna de la primera atención y acatamiento; bien entendidos de que cualquier individuo que perturbare (lo que no se espera[ba]) las atribuciones del otro, además del desagrado que causar[ía] a es[]a diputación y aún a la soberanía del Imperio, se har[ía] merecedor de que se tom[as]en contra él muy serias providencias, y en atención a que una de las causas de las desavenencias de los subdelegados y de los ayuntamientos prov[enía], según ha[bía] hecho ver la experiencia, de la ignorancia en que est[aba]n éstos de sus propias y de las ajenas obligaciones, por no tener ejemplares de la Constitución, del Arreglo de tribunales y de la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias, se les prev[endría] que, ante todas cosas, procur[ase]n tener tales documentos impresos, que los enseñ[are]n e ilustr[ase]n, ocurriendo por ellos a su costa a las oficinas o imprentas de es[]a corte, donde se expend[ía]n, y el oficio se comunicar[ía] a los jueces suplicantes para su inteligencia, insertándose a mayor abundamiento en los periódicos de es[]a corte”. La Diputación provincial de México, Actas de sesiones 1821-1823. Estudio introductorio Cecilia Noriega Elío. México, Instituto Mora, El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo II, 88. Énfasis añadido. Similarmente, El ayuntamiento de Cadereyta propuso reemplazar al subdelegado de letras antes del término de su quinquenio en 1821. Sin embargo, los diputados de la Nueva España contestaron que eso no era posible, “sin calificar antes la ineptitud del que actualmente ejerce este cargo en aquella villa…” Además, corrigieron el equívoco de sus miembros, quienes suponían que el subdelegado estaba a cargo del ayuntamiento. Los diputados les hicieron ver que no correspondía “… a los jueces de letras la dirección de los ayuntamientos, sino sólo el conocimiento de las causas civiles y criminales en primera instancia…” Sesión núm. 70, 17 de marzo de 1821, La Diputación provincial de Nueva España. Actas de sesiones, 1820-
  • 23. 23 1821. Prólogo, estudio introductorio y sumario Carlos Herrejón Peredo. México, Instituto Mora, El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo I, 278. 26 Solicitud de Ezequiel Lizarza, sobre el cargo de subdelegado de Tacuba, ¿1816? Archivo General de la Nación, México (AGN), Subdelegados, v. 25, exp. 43, f. 182. 27 Expediente sobre la subdelegación de Tacuba, 1814. AGN, Subdelegados, v. 25, exp. 23, f. 98. 28 Ibídem, f. 107v. 29 Carlos Garriga, “Justicia y política entre Nueva España y México: de gobierno de la justicia a gobierno representativo”. El Colegio de Michoacán, A.C., en prensa. 30 Martínez Pérez, Entre confianza, 431.