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Jaime no sabe decir «no»
No sabía decir muy bien lo que le pasaba, pero Jaime no se encontraba bien después
de que sus amigos se marcharan.
Aquella tarde, Manu y David le habían preguntado si podían ir a su casa a jugar en el
ordenador. El les había dicho que sí.
Sus amigos se presentaron temprano en su casa y comenzaron a jugar y solo se
acordaban de Jaime para pedirle que les trajera refrescos y para preguntarle por más juegos.
—¿Es que no tienes más? Pues di a tus padres que te compren más, acaban de salir
unos buenísimos.
—Bueno, no sé si me los podrán comprar ahora. Si por lo menos fuera mi cumpleaños
se los podría pedir, pero todavía faltan dos meses.
Jaime quería complacerles, eran los chicos más populares de la clase y para él era muy
importante tener su amistad.
—Oye, Jaime, ¿nos dejas unos tebeos? -le preguntaron al ver unos cuantos encima de
su mesilla.
A él le gustaba leer un rato antes de acostarse. Para su sorpresa, cogieron todos y se
los metieron en su mochila sin esperar su respuesta.
Jaime estaba furioso y con razón. No comprendía por qué no le habían dejado jugar si
era su ordenador y sus juegos, y menos aún por qué se habían llevado sus tebeos, cuando
todavía no había terminado de leerlos. Sentía una rabia por dentro que no sabía expresar. Sus
padres le habían dicho que se debían compartir las cosas que uno tiene con los amigos, pero
después de hacerlo no estaba contento.
Por la noche, su madre le notó un poco raro, pero no le dijo nada hasta que al ir a darle
su beso de buenas noches le preguntó:
—¿Te pasa algo, Jaime? Te noto un poco raro. En la cena no has dicho una sola palabra
y ahora no te quedas leyendo tus tebeos. Por cierto, ¿dónde están ? " —Se los he dejado a
Manu y a David.
—Ah bueno, si te los han pedido..., está muy bien compartir con los amigos. Por cierto,
los he visto muy contentos esta tarde cuando se iban, ¿lo habéis pasado bien?
—Ellos lo han pasado muy bien pero a mí no me han dejado jugar -contestó Jaime.
—¿Cómo? ¿Que no te han dejado jugar? ¿Por qué? -su madre no entendía nada.
—No lo sé, mamá. Ellos me preguntaron si podían venir y les dije que sí, pero yo
esperaba jugar con ellos.
—Está muy mal lo que han hecho. Creo que tienes que hablar con ellos.
—Encima se han llevado mis tebeos sin mi permiso.
—¡Pero bueno! ¡Es el colmo! ¿Y esos son amigos? Ahora duerme, hijo, mañana ya
hablaremos de esto.
Su madre le dio las buenas noches pero él no se podía dormir y empezó a recordar
otros momentos en los que se había sentido muy enfadado.
Cuando era pequeño y estaba en la escuela todos decían que era un niño muy bueno.
Si otro niño quería el juguete que él tenía, se lo daba y nunca se peleaba. Era un niño bueno.
Pero reconoció la rabia que sintió aquel día que consiguió subirse al caballito de madera y otro
niño le empujó para subirse él. No lloró ni le pegó, pero por dentro estaba furioso.
También recordó su quinto cumpleaños. Cuando repartieron la tarta le dieron el trozo
más pequeño. No protestó porque él era un niño bueno.
No entendía nada: le habían dicho que ser bueno era algo maravilloso y, sin embargo,
Jaime se sentía mal, muy mal. Por un momento deseó ser malo, muy malo, y casi sin darse
cuenta se durmió.
Esa noche tuvo un sueño muy extraño que recordó al día siguiente:
Vio una bonita casa con un jardín lleno de flores y con un huerto donde había árboles
cargados de fruta, tomates, lechugas, habas y otras verduras y hortalizas. Unas vacas estaban
pastando cerca y observó cómo se acercaban poco a poco al huerto. Allí comenzaron a comer
todo lo que encontraban y con sus patas aplastaban todo lo que estaba plantado.
Jaime contemplaba aquella escena indignado intentando espantar a las vacas, pero,
para su disgusto, no se podía mover ni gritar, solo observaba cómo las vacas lo destrozaban
todo. Incluso el jardín quedó hecho una pena.
Este había sido un sueño muy raro que le hizo pensar a Jaime que quizá los dueños de
la casa tenían que haber puesto una valla para que las vacas no pasaran y proteger el huerto y
el precioso jardín que tanto había costado conseguir.
Durante el desayuno, su madre, sin saber nada del sueño de Jaime pero recordando la
conversación de la noche anterior, le dijo:
—Hijo, en la vida a veces hay que decir «no», hay que poner como una especie de valla
para proteger lo que es tuyo. Algo que diga a los demás «por aquí no se pasa» o «esto es mío y
debes respetarlo». Cuando te encuentres a Manu y a David deberías pedirles que te devuelvan
los tebeos y hablar seriamente con ellos. Me parece que no se han portado como verdaderos
amigos, pero tú verás lo que les dices.
Su madre tenía razón y, sin saberlo, le había ayudado a entender su sueño.
De todas formas era él quien tenía que poner la valla, era él quien tenía que aprender
a decir «no». Si se enfadaban por ello no merecían ser sus amigos.
Jaime aprendió que ser bueno no significa decir siempre que sí y, a partir de ese día,
encontró amigos de verdad que jugaban con él, le pedían las cosas por favor y no se enfadaban
con él si alguna vez les decía que no.
Begoña Ibarrola
Cuentos para sentir: Educar las emociones
Madrid, SM, 2003

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  • 2. —Encima se han llevado mis tebeos sin mi permiso. —¡Pero bueno! ¡Es el colmo! ¿Y esos son amigos? Ahora duerme, hijo, mañana ya hablaremos de esto. Su madre le dio las buenas noches pero él no se podía dormir y empezó a recordar otros momentos en los que se había sentido muy enfadado. Cuando era pequeño y estaba en la escuela todos decían que era un niño muy bueno. Si otro niño quería el juguete que él tenía, se lo daba y nunca se peleaba. Era un niño bueno. Pero reconoció la rabia que sintió aquel día que consiguió subirse al caballito de madera y otro niño le empujó para subirse él. No lloró ni le pegó, pero por dentro estaba furioso. También recordó su quinto cumpleaños. Cuando repartieron la tarta le dieron el trozo más pequeño. No protestó porque él era un niño bueno. No entendía nada: le habían dicho que ser bueno era algo maravilloso y, sin embargo, Jaime se sentía mal, muy mal. Por un momento deseó ser malo, muy malo, y casi sin darse cuenta se durmió. Esa noche tuvo un sueño muy extraño que recordó al día siguiente: Vio una bonita casa con un jardín lleno de flores y con un huerto donde había árboles cargados de fruta, tomates, lechugas, habas y otras verduras y hortalizas. Unas vacas estaban pastando cerca y observó cómo se acercaban poco a poco al huerto. Allí comenzaron a comer todo lo que encontraban y con sus patas aplastaban todo lo que estaba plantado. Jaime contemplaba aquella escena indignado intentando espantar a las vacas, pero, para su disgusto, no se podía mover ni gritar, solo observaba cómo las vacas lo destrozaban todo. Incluso el jardín quedó hecho una pena. Este había sido un sueño muy raro que le hizo pensar a Jaime que quizá los dueños de la casa tenían que haber puesto una valla para que las vacas no pasaran y proteger el huerto y el precioso jardín que tanto había costado conseguir. Durante el desayuno, su madre, sin saber nada del sueño de Jaime pero recordando la conversación de la noche anterior, le dijo: —Hijo, en la vida a veces hay que decir «no», hay que poner como una especie de valla para proteger lo que es tuyo. Algo que diga a los demás «por aquí no se pasa» o «esto es mío y debes respetarlo». Cuando te encuentres a Manu y a David deberías pedirles que te devuelvan los tebeos y hablar seriamente con ellos. Me parece que no se han portado como verdaderos amigos, pero tú verás lo que les dices. Su madre tenía razón y, sin saberlo, le había ayudado a entender su sueño. De todas formas era él quien tenía que poner la valla, era él quien tenía que aprender a decir «no». Si se enfadaban por ello no merecían ser sus amigos. Jaime aprendió que ser bueno no significa decir siempre que sí y, a partir de ese día, encontró amigos de verdad que jugaban con él, le pedían las cosas por favor y no se enfadaban con él si alguna vez les decía que no. Begoña Ibarrola Cuentos para sentir: Educar las emociones Madrid, SM, 2003