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TEMA 4. LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA
El Tratado de Fusión de las instituciones comunitarias, aplicado en 1967, abrió paso a
una nueva etapa de la historia de la integración europea, que se extendería hasta la
creación de la Unión Europea mediante el Tratado de Maastricht, de 1992. Durante la
década anterior, desde los Tratados de Roma, se habían ido produciendo el avance hacia
la unión aduanera, que culminaría en 1968, hacia la armonización de las políticas
comerciales y la puesta a punto de las instituciones comunitarias. Eran progresos
considerables, que permitían una cierta euforia sobre una futura Europa unida. Pero se
circunscribían al terreno funcional de la economía y apenas existían avances en otros
campos fundamentales, como la representación política supranacional, la defensa
colectiva o la admisión de nuevos miembros en la Pequeña Europa de los Seis. Ello
quedó patente en el fracaso de dos iniciativas de la Asamblea Parlamentaria,
denominada desde marzo de 1962 Parlamento Europeo. En mayo de 1960, aprobó una
resolución para que, en adelante, sus diputados fueran elegidos directamente por los
ciudadanos. Y en junio de 1963 aprobó otra dotándose de capacidad legislativa. Sólo los
gobiernos de Italia y Holanda se mostraron favorables a apoyar las resoluciones
parlamentarias, con lo que dos reformas políticas de tanto calado quedaron a la espera
de mejores tiempos.
1. EL ARRANQUE DE LA PAC
La cuestión agraria era una auténtica prueba de fuego para la CEE. El 1957, el Tratado
de Roma estableció un mecanismo progresivo para alcanzar la Política Agrícola
Común (PAC), que convertiría a la Comunidad en una zona de librecambio de
productos agrarios para un mercado único de más de 200 millones de consumidores,
europeos Sus objetivos se referían al ajuste de la oferta y la demanda, la estabilización
de los precios, la mejora de la producción hasta alcanzar el autoabastecimiento
alimentario, la regulación de los mercados interiores para garantizar el acceso de toda la
población a los productos básicos, el fomento de las exportaciones, etc. Ello implicaba
que la Comisión Europea tendría capacidad para decidir los precios y el volumen y la
composición de la producción agrícola de los Seis.
En julio de 1958, los ministros de Agricultura y representantes de las organizaciones
1
agrarias, reunidos en la Conferencia de Stressa, encomendaron al vicepresidente y
comisario para asuntos agrícolas de la Comisión, el holandés Sicco Mansholt, la misión
de planificar la PAC. La Conferencia acordó reformar la agricultura europea
facilitando su modernización y especialización, pero sin alterar su principal
dimensión social —la Europa de los granjeros, o de las explotaciones familiares— y
unificar los precios en un nivel suficientemente alto para garantizar beneficios a los
agricultores, lo que implicaba establecer un sistema de protección aduanera frente a
los precios más bajos del mercado mundial. En estos años del cambio de década, todos
los países miembros veían ventajas en implantar rápidamente la política agrícola común.
Pero destacaba el apoyo del Benelux y, sobre todo, de Francia, cuya agricultura, que
empleaba a casi la cuarta parte de la población y contaba con un activo sector
exportador, podía compensar la apertura de su mercado interno a los productos
industriales de sus socios, especialmente de la Alemania federal, a su vez importadora
nata de alimentos.
Mansholt presentó sus conclusiones al Consejo de Ministros el 30 de junio de 1960. La
propuesta establecía tres principios básicos en la acción agrícola común:
− La unidad de mercado agrario. Su óptima realización requería de la libre
circulación de productos, de precios mínimos comunes en toda la Comunidad, de
legislaciones armonizadas sobre reglas de competencia comercial o controles
sanitarios y del mantenimiento de la estabilidad en las monedas de los países
miembros.
− La preferencia comunitaria. Los países comunitarios tenían que priorizar las
compras a otros miembros de la Comunidad. Era un mecanismo de protección para
evitar las importaciones de terceros países con precios demasiados bajos y
garantizar el nivel de los precios internos frente a las fluctuaciones de los mercados
internacionales.
− La solidaridad financiera. Se garantizaría mediante el establecimiento de un
Presupuesto comunitario para financiar la PAC, aportado por los países miembros,
para subvencionar mejoras técnicas y reconversiones de cultivos en la agricultura.
Para desarrollar estos principios, actuarían fundamentalmente seis mecanismos:
2
a). Precios mínimos de garantía, que fijarían los ministros de Agricultura a fin de
evitar bajadas ruinosas para los agricultores.
b). Tasas de importación, para asegurar con su cobro que los productos agrarios
exteriores no competirían a precios más bajos que los comunitarios y financiar al
tiempo los fondos de protección agrícola de la PAC.
c). Intervenciones sobre las cosechas, a fin de darles una salida ordenada hacia los
mercados.
d). Almacenamiento de los excedentes bajo control comunitario.
e). Subvenciones comunitarias a la exportación.
f). Control de la producción, mediante políticas de cuotas por países y de
reconversión de cultivos y explotaciones ganaderas.
Abiertamente proteccionista, el Informe Mansholt preconizaba el establecimiento de
dieciséis «mercados» agrícolas, las Organizaciones Comunes de Mercado (OCM)
constituidas por grupos de productos, con libre circulación en la Comunidad y un
precio orientativo común en origen, fijado anualmente. A partir de las OCM, la PAC
habilitaría a la Comisión Europea para actuar con tres niveles de intervención sobre la
producción y la importación agrícola, en aras de la preferencia comunitaria. En la
mayoría de los productos, sobre todo en los cereales, el aceite y el vacuno, se daría un
alto nivel de subvenciones y de protección aduanera para dificultar las importaciones,
pero también de control de la producción, a fin de evitar la acumulación de stocks e
imponer los precios únicos en origen. En torno al 20 por ciento de los productos —
lácteos, huevos, porcino, vino, hortalizas y frutas— tendrían unos aranceles de
importación menores y un nivel de intervención similar al primer grupo. Y para el 5 por
ciento restante, cultivos como el cáñamo, el lino, el girasol o el tabaco, el nivel de
intervención sería mínimo y consistiría básicamente en subvenciones comunitarias a la
producción.
Cuando, el 31 de diciembre de 1961, debía culminar la primera fase de la unión
aduanera de la CEE, las propuestas de Mansholt, estaban lejos de ser aceptadas. Habían
surgido graves diferencias entre los Seis sobre precios agrarios, ritmos de liberalización,
comercialización de productos alimentarios, política de subsidios, etc. Enfrentados a un
fracaso, los negociadores decidieron el ingenioso sistema de «parar el reloj», por lo que
en el seno de la Comisión siguió siendo oficialmente 31 de diciembre durante quince
3
días de frenéticas negociaciones. El impulso francés fue fundamental para que, el 14 de
enero de 1962, pocos días antes de que se presentara el Plan Fouchet II, el Consejo de
Ministros, en lo que fue calificado de «maratón agrícola», aceptara un acuerdo total
sobre la primera etapa de la PAC.
2. LA CRISIS DE LA SILLA VACÍA Y EL COMPROMISO DE LUXEMBURGO
El acuerdo del 14 de enero de 1962 establecía las Organizaciones Comunes de Mercado
y formalizaba las competencias de intervención sobre ellas de la Comisión Europea,
conforme al Plan Mansholt. Se puso entonces en marcha el Fondo Europeo de
Orientación y Garantía Agrícola (FEOGA), destinado a financiar la política de
organizaciones de mercado, el desenrollo de las regiones agrícolas y las subvenciones a
los agricultores en función de las prioridades establecidas por la Comisión Europea.
Las condiciones de activación de la Política Agraria Común no gustaron a todos. En
Francia, con una agricultura fuertemente subvencionada por el Estado, las
organizaciones campesinas se oponían a la pérdida de las ayudas estatales en
beneficio de las comunitarias, sometidas al control de un organismo supranacional. El
Gobierno de París, aunque había sido el primer impulsor de la PAC, era especialmente
sensible a estas demandas, ya que tampoco quería ver su agricultura intervenida por los
funcionarios de la Comisión Europea.
Pero los restantes socios comunitarios sí eran partidarios de la intervención. En
diciembre de 1964, el Consejo de Ministros de la CEE aprobó la propuesta del
presidente de la Comisión Europea, Walter Hallstein, de establecer una tarifa única
para el comercio interior de cereales y derivados, que entraría en vigor el 1 de julio
de 1967, inaugurando así la unión aduanera agrícola y la primera de las OCM.
Tras la aprobación de la «tarifa del trigo», Hallstein, dio un paso más ambicioso. El 31
de marzo de 1965 presentó a la Asamblea Parlamentaria un proyecto para cambiar la
financiación de la Política Agraria y nutrir de fondos el FEOGA, una vez que se
cerrara el período transitorio final de la unión aduanera. A partir de ese momento, la
PAC no funcionaría mediante aportaciones específicas de los gobiernos canalizadas a
través del Consejo de Ministros, sino que contaría con «recursos propios», salidos del
4
Presupuesto general comunitario, cuyo reglamento financiero sería controlado por el
Parlamento Europeo. A financiar la PAC se destinarían parte de los ingresos aduaneros
de importación de los productos industriales y de la fiscalidad agraria de los países
miembros. Ello suponía una copiosa financiación, que escaparía al control de los
estados y que en unos años supondría en torno al 50 por ciento del Presupuesto total de
las Comunidades. Implicaba, además, incrementar la capacidad de intervención de la
Comisión Europea sobre la regulación de los mercados, el nivel de los precios y el
control de las importaciones y exportaciones de las agriculturas nacionales, cuyos
ingresos fiscales irían a parar a las arcas comunitarias. La medida, que recibió el activo
respaldo de los federalistas Movimiento Europeo y Comité Monnet, fue aprobada por el
Parlamento, en uso de sus muy limitadas atribuciones de control presupuestario.
Con el establecimiento de un reglamento financiero para la PAC, con recursos propios
comunitarios, se sentaba el principio supranacional en los temas agrarios —y en la
autonomía presupuestaria de las Comunidades— lo que abría una vía que el Gobierno
francés estimó muy peligrosa. Sobre todo porque la propuesta de autofinanciación de
Hallstein eliminaba la utilización del veto por los gobiernos en el Consejo de
Ministros, que aunque no estaba contemplado en el Tratado de Roma, se venía
admitiendo en asuntos de especial relevancia. Las discordias estallaron en la sesión del
Consejo celebrada el 30 de junio de 1965. Franceses e italianos, en minoría, mostraron
su desagrado porque el proyecto del Presupuesto agrícola recortaba los derechos de
control del Consejo en beneficio de la Comisión y del Parlamento. Inopinadamente, el
ministro francés Maurice Couve de Murville, que presidía el Consejo, cerró la sesión y
anunció que no retornaría a la mesa. Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores,
Alain Peyrefitte oficializó la medida al asegurar que su Gobierno procedería a realizar
los estudios necesarios para asumir las consecuencias del fracaso.
Durante los seis meses siguientes, la «crisis de la silla vacía» afectó muy seriamente a
las instituciones comunitarias. El Consejo y el COREPER, sin la asistencia de
representantes franceses, vieron paralizada su actividad, mientras que la ausencia de los
funcionarios galos en la Comisión dificultaba su funcionamiento y la proyección
exterior de las Comunidades —significadamente las conversaciones del GATT— sufría
las consecuencias del boicot de uno de sus principales miembros. Conscientes de que
era preciso romper aquella inercia suicida, el 26 de octubre los cinco gobiernos enviaron
5
al Ejecutivo francés un comunicado pidiendo negociaciones, aunque reivindicando la
vigencia de los Tratados comunitarios. Mientras tanto, la prohibición del veto en las
votaciones del Consejo, prevista para el 1 de enero de 1966, quedaría en suspenso,
conforme al sistema de «parar el reloj».
Couve de Murville, que entonces presidía el Gobierno francés, se tomó su tiempo para
responder. Finalmente, el 16 de enero de 1966 se reunió con sus cinco colegas en
Luxemburgo y planteó las exigencias francesas: mantenimiento del voto por
unanimidad en el Consejo de Ministros —es decir, del derecho de veto— y recorte
de los poderes ejecutivos de la Comisión en beneficio del Consejo.
Frente a ello, el presidente de la Comisión, Hallstein, expuso la doctrina que
predominaba entre los funcionarios comunitarios: La Comisión es el órgano
comunitario por excelencia. Sus nueve miembros son designados de común acuerdo por
los seis gobiernos, pero no están sometidos a ninguna instrucción de sus gobiernos. Sólo
el Parlamento Europeo, ante el que únicamente son responsables, puede, mediante una
moción de censura por mayoría cualificada, obligarles a dimitir. La tarea de la Comisión
es la salvaguardia de los intereses de la Comunidad, siendo el mediador entre el interés
de la Comunidad y el interés particular de los estados miembros.
Los Seis volvieron a reunirse en la capital del gran ducado los días 28 y 29 y adoptaron
una solución, el llamado Compromiso de Luxemburgo. Se confirmaba el sistema de
voto mayoritario como el reglamentario en el Consejo de Ministros, pero se admitiría
que los gobiernos pudieran vetar aquellas decisiones especialmente importantes
que afectaran a «intereses nacionales vitales», incluido el ingreso de nuevos
miembros (cláusula de unanimidad). Aunque la Comisión veía incrementada su
capacidad de gestión a través del Presupuesto comunitario, debería mantener un flujo
continuo de información al COREPER y al Consejo, a fin de que los gobiernos pudieran
controlar su actuación. Y las propuestas de que el Parlamento Europeo ampliase su
capacidad de control y fuera elegido por sufragio universal quedaron relegadas, lo que
originó una merma de su ya escaso prestigio. A cambio, Francia cedería en algunos
asuntos que afectaban a la agricultura, como el manejo de los recursos propios en el
Presupuesto comunitario, la creación del mercado único de frutas y hortalizas o la
fijación de precios comunes en origen para algunos productos, como el aceite de oliva,
6
la carne de bovino o la leche.
El Compromiso de Luxemburgo no era un consenso positivo, sino una cesión forzada
por las circunstancias, que no tuvo impronta legal alguna. Pero funcionó, aseguró la
vigencia de los Tratados de Roma, facilitó la ejecución de la PAC y permitió seguir
avanzando en la fusión de los organismos y en el desarrollo de los programas
sectoriales, sobre todo en la última fase de la unión aduanera, que arrancó entonces.
Representó, por otra parte, un evidente retroceso en el proceso «político» de
integración al fortalecer el papel individual de los gobiernos en la toma de
decisiones a través del Consejo de Ministros y de las Cumbres comunitarias, en
perjuicio de la capacidad de iniciativa de la Comisión y del Parlamento de la CEE. Y
reforzó el eje franco-alemán en detrimento de las posiciones de los otros cuatro socios.
Prueba de ello fue que, cuando el 1 de julio de 1967 se produjo la fusión institucional de
las tres Comunidades, el Gobierno alemán aceptó que la presidencia de la Comisión
Europea unificada recayese en el belga Jean Rey y la vicepresidencia económica en el
gaullista francés Raymond Barre, eliminando así del cuadro de dirigentes comunitarios
al hasta entonces presidente de la Comisión de la CEE, Hallstein, que desde el primer
Plan Fouchet se había opuesto reiteradamente a la política comunitaria de El Eliseo.
3. LA CRISIS FRANCESA EN LA OTAN
La crisis del Mercado Común de comienzos de los años sesenta no sólo tenía un
trasfondo económico, vinculado al fundamental tema de la agricultura. Pesaba, quizás
más, la cuestión del equilibrio político entre los gobiernos nacionales y las
instituciones comunitarias. También el asunto de la admisión de nuevos socios y de
las condiciones de la asociación de los países extraeuropeos y de los europeos que no
cumplían los parámetros políticos y económicos fijados para el ingreso en las
Comunidades. Y, planeaban, sobre todo ello, los puntos de vista de la derecha
nacionalista francesa, que encarnaba con su personalísima forma de gobernar el general
Charles De Gaulle.
El gaullismo había traído un cambio sustancial en la política europea con respecto a la
IV República, cuyos gobiernos habían dado pasos muy importantes hacia el
7
federalismo, pero habían tropezado demasiadas veces con un Parlamento fragmentado y
hostil, como demostraron los fracasos de la unión aduanera franco-italiana, la CED o la
CPE. Es tópico afirmar que el principal motor ideológico de De Gaulle era la
restauración de «la grandeur», la grandeza de Francia con la recuperación de su rango
de gran potencia mundial. Ello no era incompatible con el europeísmo siempre que,
como el general y sus colaboradores repetían, se respetase la soberanía de los Estados y
fueran estos quienes coordinasen sus actuaciones en un marco confederal europeo.
Donde la Francia de la V República mostraba mayores distancias con respecto a sus
socios no era en el Mercado Común, donde podía imponer fácilmente sus intereses el
eje franco-alemán, reforzado con el tratado bilateral de cooperación de enero de 1963,
sino en la «comunidad atlántica» vertebrada por la OTAN. Consideraban los
gaullistas que el mundo desorganizado de la posguerra había evolucionado rápidamente
hacia un sistema bilateral en el que dos imperios extraeuropeos, los Estados Unidos y
la Unión Soviética dominaban el Planeta en detrimento de una Europa cuyos pequeños
estados se habían convertido, en asuntos de la defensa, en meros protectorados de las
dos superpotencias. Los gobernantes franceses no dejaban de reconocer esta realidad
bipolar y su propio alineamiento geopolítico en uno de los campos de la guerra fría.
Pero rechazaban la subordinación estratégica a Washington que suponía para los países
de la Europa occidental su pertenencia al Pacto Atlántico.
En un primer momento, De Gaulle propugnó, en el marco de la OTAN, el incremento
del papel de la Unión Europea Occidental (UEO), nombre que había adoptado la
Organización del Tratado de Bruselas tras el fracaso de la CED y cuya primera potencia
militar era Francia. Así lo expresó en el memorándum de 17 de septiembre de 1958
enviado al presidente Dwight Eisenhower y al premier Harold Macmillan. Pedía en él
la revisión del Tratado de Washington a fin de que la política del bloque occidental
fuera regida por un directorio tripartito, norteamericano, británico y francés. Quería,
por lo tanto, que dejase de funcionar la entente anglosajona en el gobierno de la OTAN,
dando un mayor peso en él a la UEO liderada por Francia, y que su cobertura
estratégica de la Alianza se extendiera a todo el planeta, de manera que pudiese
actuar en el Pacífico y en África, sobre todo en Argelia, donde Francia libraba una
costosa guerra colonial. Pero Washington y Londres rechazaron las propuestas del
memorándum.
8
Tras este fracaso —que probablemente esperaba— el presidente francés inició un
progresivo distanciamiento de la estructura militar de la Alianza. Así, en marzo de
1959 la flota francesa del Mediterráneo dejó de estar bajo el Mando Conjunto y en junio
quedó prohibida la instalación de armamento nuclear extranjero en suelo francés. Cuatro
años después, junto con un segundo veto al ingreso del Reino Unido en la CEE, De
Gaulle rechazó el «Gran Diseño Democrático» del presidente norteamericano John F.
Kennedy, una Comunidad Atlántica que reforzara los vínculos políticos, económicos y
culturales entre la Europa occidental y los Estados Unidos y que contaba con un
entusiasta respaldo británico. El estadista francés insistía en que la Europa de los Seis se
constituyera como una «tercera fuerza» internacional que sirviera de puente al diálogo
entre las dos superpotencias. A pesar de ello, Francia siguió actuando como un
disciplinado miembro de la OTAN en coyunturas delicadas de enfrentamiento con la
URSS, como la crisis de Berlín, de 1961, o la de los misiles cubanos, del año siguiente.
Pero para entonces se había desarrollado un sordo enfrentamiento entre París y
Washington por la cuestión del armamento nuclear. El monopolio norteamericano fue
roto en 1953 por los soviéticos, lo que había supuesto un inmenso salto cualitativo en la
perspectiva de un holocausto planetario causado por una tercera guerra mundial. Por su
parte, los británicos, prevalidos de su «relación especial», obtuvieron la colaboración
norteamericana para desarrollar su propio armamento nuclear, cuya primera prueba se
realizó en el paraje australiano de las islas Monte Bello, en octubre de 1952. El
Gobierno francés había comenzado a interesarse en el armamento atómico antes de la
llegada al poder de De Gaulle, con la creación de una Comisión de estudio de las
aplicaciones militares de la energía nuclear en 1954. Pero con la instauración de la V
República se acrecentó la voluntad de poseer tecnología que equiparara la capacidad
disuasoria de las Fuerza Armadas galas con las británicas y reforzara el liderazgo
político de París en la Europa comunitaria. En 1959 se inició la fabricación de la
«bomba A», que se probó en febrero de 1960, en el desierto argelino y tres años más
tarde se decidió la construcción de un sistema de misiles desde silos terrestres y
submarinos nucleares.
En los inicios de su carrera atómica, París no deseaba someterla al arbitrio de
Washington y Londres, que ya habían pactado la limitación de sus ensayos nucleares y
9
exigían lo mismo de los franceses. El armamento nuclear británico estaba sometido,
además, al sistema de la «doble llave», que ponía su utilización en manos del mando
estadounidense de la OTAN, y París no quería someterse a este control. Finalmente, en
1964 —el año en que China ingresó en el «club atómico»— Francia dispuso de su
propia fuerza de disuasión (forcé de frappe) nuclear. Modernizada con regularidad
gracias a las pruebas en el atolón polinésico de Mururoa, le otorgó la deseada autonomía
estratégica con respecto a los Estados Unidos y supuso, a la vez, una importante
aportación a la defensa de la Europa occidental frente al Pacto de Varsovia.
El rechazo norteamericano a la solicitud de cooperación tecnológica con el programa
atómico francés, manifestada en la negativa de Washington a venderle ojivas nucleares
para los misiles, tuvo serias consecuencias políticas. De Gaulle abrió su propia línea
de diálogo con los países del Pacto de Varsovia. Una östpolitik aún más activa que la
que luego desarrollaría en la RFA el canciller Willy Brandt y que le llevó a incrementar
los contactos económicos y culturales con los países comunistas mediante una
diplomacia en la línea de la «tercera fuerza», que el general desarrolló de forma muy
personal. Así, en enero de 1964, París reconoció diplomáticamente a la República
Popular China, en oposición a los restantes miembros de la Alianza Atlántica. Y el
desafio culminó con la visita oficial de De Gaulle a Moscú, en junio de 1966, en la que
defendió una política de coexistencia pacífica entre los bloques geoestratégicos, que
permitiera reforzar los lazos de cooperación entre los países de una Europa que se
extendía «del Atlántico a los Urales», incluyendo, por lo tanto, a la URSS.
Pero un giro aún más radical tuvo lugar en el seno de la OTAN. En junio de 1963, la
Armada francesa dejó de actuar dentro de la Alianza en el Atlántico y en el Canal de la
Mancha. El 21 de febrero de 1966, De Gaulle aprovechó una de sus habituales ruedas de
prensa para anunciar que Francia recuperaba el pleno control de sus espacios terrestre,
aéreo y naval y que las fuerzas militares extranjeras en su país debían subordinase al
Alto Mando francés. Y el 7 de marzo, comunicó por carta al presidente norteamericano,
Lyndon B. Johnson, que Francia se retiraba en julio del aparato militar de la OTAN, con
lo que se mantendría dentro de la organización atlántica en un plano político, pero sin
que ello afectara a la autonomía de la política exterior y de defensa de su país. La
consecuencia de ello fue que, en abril del año siguiente, tuvieron que cerrar once bases
aéreas norteamericanas y una canadiense establecidas en suelo francés y que la Alianza
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trasladó su Comando Supremo de Fontainebleau a Bruselas. La crisis, sin embargo,
sirvió para afianzar los vínculos establecidos en el seno de la OTAN entre los restantes
socios europeos y los Estados Unidos. Francia, por su parte, desarrolló en solitario su
programa nuclear y una industria de armamento de alta tecnología que, con productos
como la serie de aviones de caza Mirage, pronto estuvo en condiciones de disputar
mercados internacionales a los fabricantes estadounidenses.
4. EL VETO FRANCÉS AL REINO UNIDO
El enfrentamiento del gaullismo con la Administración norteamericana confirmó su
convicción de que Londres actuaba como un agente al servicio de Washington en
Europa, por lo que su ingreso en el Mercado Común era una amenaza para la
construcción europea. Pesaban, también, los desencuentros en la cuestión del
armamento nuclear y la convicción de que, con Londres dentro de la CEE, el eje franco-
alemán perdería su abrumadora capacidad de liderazgo en la Comunidad y que esta
tendría que cargar con una economía nacional como la británica que, en esa época,
atravesaba por serias dificultades.
La historia de la adhesión británica a la CEE fue larga y complicada. Tras su negativa
inicial, el Gobierno conservador de Harold Macmillan, rápidamente desencantado de
la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), comenzó a preparar el terreno
para plantear su candidatura. En la primavera de 1961 el premier visitó las capitales de
los Seis y obtuvo un caluroso apoyo del presidente norteamericano Kennedy. Tras
lograr la aprobación de la Cámara de los Comunes —los laboristas se abstuvieron— el
Gabinete solicitó formalmente el ingreso en las Comunidades el 31 de julio, e igual
hicieron otros tres miembros de la AELC —Irlanda (31-7-1961), Dinamarca (10-8-
1961) y Noruega (30-4-1962)—. Se mostraron a favor de la petición británica Holanda
y Bélgica, y el ministro Edward Heath inició unas difíciles negociaciones en Bruselas,
centradas en la exigencia comunitaria de renuncia a la «preferencia imperial» que
vinculaba el comercio británico al circuito privilegiado la Commonwealth. Londres
parecía dispuesto a admitirlo, pero exigiendo como contrapartida tal cantidad de
excepciones que desanimaba a sus partidarios entre los Seis.
Pero el tiro de gracia a la adhesión británica lo dio el general De Gaulle. En noviembre
11
de 1961 y en junio del año siguiente se entrevistó con Macmillan. Pese al tono cordial
de las relaciones anglo-francesas, existían demasiadas diferencias en los puntos de vista
de París y de Londres. De Gaulle llegó a reprochar al premier su negativa a ingresar en
«un sistema preferencial que ya existe dentro de la Commonwealth». El Gobierno
británico rechazaba entrar en la PAC, y los laboristas, próximos a llegar al Poder,
manifestaron que se negarían a adherirse a las políticas sociales y económicas
comunitarias, de orientación básicamente derechista, y que no renunciarían al acuerdo
comercial con la AELC. Pero la gota que colmó el vaso fue la entrevista que Macmillan
mantuvo con Kennedy en Nassau (Bahamas) en diciembre de 1962. Allí quedó claro
que Londres se oponía a la autonomía del armamento nuclear francés y apoyaba
incondicionalmente los términos políticos y económicos del «Gran Diseño
Democrático» kennediano. Ello fortaleció en De Gaulle, opuesto frontalmente a este
proyecto de Comunidad Atlántica, la idea de que los británicos actuarían como caballo
de Troya de los intereses norteamericanos en el seno de la CEE. Por lo tanto, el 14 de
enero de 1963, el presidente francés anunció en rueda de prensa que vetaría en el
Consejo de Ministros la adhesión británica.
El veto gaullista sembró el desaliento entre los federalistas y, especialmente, entre los
europeístas británicos, que libraban un duro combate contra los euroescépticos de su
país. Sin embargo, París, fortalecido por su reciente alianza con Bonn, sí estaba en
condiciones de vetar. Un mes después de la rueda de prensa del general, las
conversaciones para la ampliación de las Comuidades quedaron suspendidas.
A partir de este humillante rechazo, algunos sectores euroescépticos de la opinión
pública británica y, sobre todo, los círculos económicos y el partido laborista, fueron
asumiendo el interés nacional en el ingreso en el Mercado Común. La pérdida del
imperio colonial, con la consiguiente disminución del valor del circuito comercial de la
Commonwealth para la metrópoli, el fracaso de la AELC, la creciente caída de la
competitividad de la industria y de la minería británicas, en gran parte obsoletas, la
depreciación de la libra esterlina como moneda de reserva, un preocupante nivel de paro
y un abultado déficit en la balanza de pagos, preludiaban una grave crisis económica y
monetaria que señalaba las dolorosas diferencias con la pujante Pequeña Europa
comunitaria.
12
En octubre de 1964, ganaron las elecciones los laboristas y formó Gobierno Harold
Wilson, que era decidido partidario de volver a plantear la adhesión. Wilson situó al
europeísta George Brown al frente del Foreing Office y anunció un plan de reducción
del déficit público que tenía como finalidad principal sanear las cuentas con vistas al
ingreso en la CEE. Sus esfuerzos se vieron reforzados por la llegada de Edward Heath
a la jefatura del opositor Partido Conservador, en julio de 1965, lo que garantizó un
apoyo parlamentario de los dos grandes partidos a la apuesta europeísta. El 2 de mayo
de 1967, Wilson anunció en la Cámara de los Comunes la renovación de la solicitud de
adhesión a las Comunidades, aunque manifestó que ello no implicaría cambios en la
autonomía de la política exterior y de defensa del Reino Unido. Obtuvo 488 votos a
favor y 62 en contra. El día 11, el Gobierno británico reactivó su candidatura en
Bruselas. Irlanda, Dinamarca y Noruega volvieron a presentar también las suyas.
Cinco días después, De Gaulle recurrió a su habitual sistema de explicar las grandes
decisiones en una rueda de prensa, en la que manifestó su segundo veto a la iniciativa.
No había disminuido su temor de que, de la mano de los británicos, desembarcaran en la
CEE los miembros de la AELC en grupo y de que Washington lograra interferir las
políticas comunitarias en su propio beneficio. Recordó que mientras la CEE se
organizaba, Inglaterra se negó a formar parte de la misma adoptando hacia ella una
actitud hostil. Si se admitía al Reino Unido, advirtió, el Mercado Común sería sustituido
por «una suerte de Zona de librecambio de la Europa occidental, en marcha hacia una
Zona atlántica que restaría a nuestro Continente toda su personalidad». El rechazo a la
Comunidad Atlántica de Kennedy volvía a ser patente. Proponía por lo tanto, que los
británicos se sometieran a un periodo de «asociación», como ya hacían griegos y turcos,
hasta que acometieran las transformaciones estructurales requeridas, sobre todo el
equilibrio en su balanza de pagos y la devaluación de la libra esterlina, y probasen la
voluntad política de armonización legislativa que requería el ingreso en las
Comunidades.
Como los otros cinco socios comunitarios no eran, en principio, contrarios a la admisión
del Reino Unido, el Gobierno francés exigió que los Seis se pusieran de acuerdo sobre
las condiciones antes de que abrieran las negociaciones. Siguieron meses de difíciles
contactos, durante los que Londres devaluó la libra. Hasta que, el 27 de noviembre de
1967, el jefe del Estado francés anunció en rueda de prensa que no encontraba la actitud
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adecuada en las islas. Era un veto en toda regla y, conforme al Compromiso de
Luxemburgo, los ministros de Asuntos Exteriores, reunidos en sesión del Consejo el 18
de diciembre, denegaron la solicitud de adhesión alegando que no se daban las
condiciones económicas y financieras requeridas. Londres rechazó entonces la
propuesta de un estatuto de asociación y manifestó que mantenía la petición de ingreso,
a la espera de que la larga sombra del gaullismo aflojara su presión.
5. LA CUMBRE DE LA HAYA Y EL RELANZAMIENTO DE LAS
COMUNIDADES
A comienzos de 1969, Charles De Gaulle, que había salido indemne del huracán
político provocado por el «Mayo del 68», la masiva protesta estudiantil y obrera contra
el Gobierno Pompidou, cumplió su promesa de convocar un referéndum sobre la
regionalización político-administrativa y la reforma del Senado. La consulta del 27 de
abril se saldó con un 52,4 por ciento de votos negativos a las propuestas del jefe del
Estado. Al día siguiente, el general renunció al cargo presidencial y se retiró a la vida
privada.
Un gaullismo sin De Gaulle ya no sería lo mismo. Su delfín, Georges Pompidou ganó
la Presidencia en las elecciones de junio de 1969 con el apoyo de los democristianos de
René Pleven, los liberales de Valery Giscard d'Estaing y otras fuerzas centristas. Y ello
iba a cambiar muchas cosas en el proceso de integración europea.
Aunque doctrinalmente identificado con la «Europa de las Patrias», y por lo tanto
funcionalista y confederal, Pompidou era partidario de flexibilizar la postura francesa
para alcanzar nuevas metas en la unificación continental. Ya durante su campaña
electoral, de elevado tono europeísta, lanzó la idea de reunir una Cumbre comunitaria
que abriese paso a una nueva etapa en la historia de la CEE. Esta era una demanda
generalizada en la Europa de los Seis. Alcanzada la unión aduanera, unificadas las
instituciones comunitarias, la multifacética crisis de 1965-67 había generado una
parálisis que impedía atisbar nuevos objetivos si no se realizaba un esfuerzo de
consenso positivo similar al que, en su momento, había supuesto la Declaración de
Bonn.
14
La formación del Gobierno Chaban-Delmas dio la medida del nuevo europeísmo
francés. Incluía a cuatro miembros del Comité de Acción para los Estados Unidos de
Europa (Comité Monnet) y el ministro de Asuntos Exteriores era Maurice Schuman,
que se puso en seguida a trabajar para restablecer el consenso comunitario. El 10 de
julio de 1969, Pompidou oficializó la propuesta de la Cumbre en una rueda de prensa en
la que señaló tres objetivos «acabar, profundizar, ampliar». Acabar la fusión de las
Comunidades con su financiación a través de un Presupuesto único. Profundizar, desde
una perspectiva confederal, la integración económica y monetaria. Ampliar, abriendo el
Mercado Común a los cuatro países que solicitaron la admisión en 1961.
El momento era especialmente adecuado. En la RFA había llegado a la Cancillería el
socialdemócrata Willy Brant, un europeísta ferviente, y también lo era el liberal
Walter Scheel, su ministro de Exteriores. El último día de 1969 terminaba el período
transitorio de la CEE previsto en el Tratado de Roma y no era cosa de volver a «parar el
reloj» para realizar los ajustes pendientes.
Existían diversos temas en los que las Comunidades no habían cubierto las expectativas
creadas por su espectacular arranque: la unión política y la elección del Parlamento por
sufragio universal, la ausencia de un verdadero mercado interno de capitales, la política
común de transportes, la armonización de las legislaciones nacionales, la política
energética común y la financiación de la Euratom… Pero, pese a las crisis, se habían
realizado avances considerables: la unión aduanera había mejorado las previsiones de
sus planificadores, se había logrado la libre circulación de trabajadores, existía un
consenso generalizado sobre los ritmos de la PAC, el comercio en el interior del
Mercado Común se había quintuplicado... Era el momento de reemprender la marcha
aprovechando las sinergias creadas por la fusión comunitaria.
El primer ministro holandés, el democristiano Piet de Jong, que presidía entonces el
Consejo de Ministros de las Comunidades, recogió inmediatamente la iniciativa de El
Eliseo e invitó a los socios comunitarios a una Cumbre de jefes de Estado y de
Gobierno en La Haya. Se celebró durante los dos primeros días de diciembre de 1969
y fue invitado a participar Jean Rey presidente de la Comisión Europea. La Cumbre
alcanzó importantes acuerdos en torno a los tres objetivos propuestos por Pompidou, el
llamado Tríptico de La Haya:
15
a). En primer lugar, la manifestación de una recuperación de la solidaridad y el
consenso entre los seis gobiernos para «acabar» el proceso de integración
continental a través de la Comunidad Europea.
En lo tocante al Presupuesto comunitario, se acordó la progresiva desaparición de
las aportaciones funcionales de los estados, sustituidas por los recursos propios
de la Comunidad, especialmente en la PAC. Estos recursos, que debían contar con
un reglamento financiero antes de que acabara el año 1970 —se estableció en abril
— procederían básicamente de un porcentaje del Impuesto sobre el Valor Añadido
(IVA) una tasa que gravaba directamente el consumo en los países comunitarios. La
Comisión había buscado armonizarlo para todos los miembros mediante dos
directivas, en abril de 1967, que tardaron largo tiempo en aplicarse, a pesar de lo
cual, el porcentaje del IVA derivado por los estados a las arcas de la Comunidad,
sólo el uno por ciento en la primera etapa, llegó a ser la base de su Presupuesto. La
Cumbre acordó dotar al Parlamento Europeo de mayores poderes de control
presupuestario y avanzar hacia su elección por sufragio universal.
b). La «profundización» de las políticas de la CE fue tratada en La Haya en una doble
vertiente. Superada la fase de la unión aduanera, se abrían las agendas de la unión
económica y de la monetaria. Para ponerlas en marcha se crearía, poco después,
una Comisión presidida por Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo, a la
que se otorgó un año de plazo para presentar una propuesta. Y, a solicitud de la
delegación alemana, se acordó reglamentar la acción política exterior de la CEE,
otorgando capacidad decisoria a las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno y
estableciendo un mecanismo intergubernamental de consulta, la Cooperación
Política Europea, cuyo estudio se encomendó a un Comité dirigido por el
diplomático belga Étienne Davignon.
c). En cuanto a la «ampliación», Francia retiraría su veto, ejercido dos veces, al
ingreso del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, aunque sería precisa una
etapa negociadora de duración imprevisible.
6. EL PLAN WERNER Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
En la Cumbre de la Haya quedó patente que la consecución de la unión económica, la
nueva prioridad en el proceso de integración europea tras culminar la unión aduanera,
requería de una rigurosa política monetaria de los estados, que redujera las
16
fluctuaciones del mercado interior y dotase a la CEE de solvencia financiera
internacional. La economía mundial experimentaba entonces dramáticas convulsiones
monetarias provocadas por la crisis del dólar, preludio del abandono del sistema de
Bretton Woods, que había regulado las relaciones monetarias en el mundo capitalista
desde 1944, en favor de la libre convertibilidad.
El Tratado de Roma había garantizado la autonomía de las políticas monetarias de los
países miembros frente a una posible regulación que pudiera acometer la Comisión
Europea. Sin embargo, la grave crisis de la lira italiana, en 1964, obligó al Consejo de
Ministros de la CEE a adoptar algunas medidas de coordinación y solidaridad, que no
pasaron de crear tres comisiones: de política presupuestaria, de gobernadores de
bancos centrales y de política económica a medio plazo. En el momento de la
Cumbre de La Haya, la evidencia de que la Unión Económica, el mercado único,
precisaría no sólo de un sistema monetario regulado, sino incluso de una moneda única,
hacía plantearse en paralelo una Unión Monetaria cuyo objetivo final sería la
consecución de esa moneda común europea. Pero antes había que armonizar los
sistemas nacionales existentes, regulando los flujos monetarios.
A fin de que los gobernantes reunidos en La Haya, y luego los miembros de la
Comisión Werner, tuviesen una visión de conjunto sobre el problema, la Comisión
Europea encargó un estudio preparatorio a su vicepresidente y comisario de asuntos
económicos y financieros, el francés Raymond Barre. El memorándum sobre La
coordinación de la Política Económica y de la Política Monetaria en la Comunidad,
conocido como Primer Plan Barre estuvo listo en febrero de 1969. Proponía «una
concertación de las orientaciones nacionales» y de «las políticas económicas», a fin de
que las divisas comunitarias reforzaran su posición internacional y pudieran protegerse
de las tensiones monetarias, provocadas en cierto modo por la tendencia de la economía
de la CEE a desenvolver sus finanzas exteriores en moneda norteamericana, los
llamados «eurodólares».
Entre las medidas propuestas por Barre se encontraban:
a). La coordinación de la planificación económica mediante consultas entre los
gobiernos.
17
b). El acuerdo sobre la armonización de las futuras tasas de crecimiento de sus
economías.
c). Las facilidades de crédito a medio plazo a los estados con dificultades persistentes
en la balanza de pagos.
d). La creación de un fondo comunitario para conceder créditos incondicionales a
corto plazo a Estados con dificultades puntuales en la balanza de pagos.
El Plan sólo tuvo desarrollo en estos dos últimos puntos, cuando en febrero de 1970 la
Comisión de Coordinación de los gobernadores de los bancos centrales decidió crear el
Fondo Europeo de Cooperación Monetaria (FECOM), con 2.000 millones de
dólares para otorgar créditos a los estados miembros, la mitad a corto y la mitad a medio
plazo.
En el seno de la CEE habían surgido dos posturas contrapuestas sobre la unión
monetaria. Por un lado, estaban los monetaristas, que defendían el rápido
establecimiento de cambios fijos dentro de la CEE, en la creencia de que ello facilitaría
la planificación financiera, desarmaría la especulación en los mercados y aceleraría el
proceso de unión económica de la Comunidad, posibilitando la autorregulación de
precios y salarios y la moneda única. Frente a ellos, los economistas criticaban el
continuo intervencionismo gubernamental sobre bienes y capitales que supondría el
mantenimiento de unos tipos de cambio fijos y proponían la equiparación de precios y
salarios y la armonización de las políticas económicas y fiscales antes de proceder a la
convergencia monetaria.
En la segunda mitad de 1969, la economía europea sufrió duras tensiones especulativas,
fruto de la inestabilidad del dólar y del auge de la economía alemana. En agosto, el
franco francés se devaluó el 11,1 por ciento, tras un año de amagos. Y en octubre el
marco alemán se revaluó un 9,3. Ambas medidas, entre otras cosas, tuvieron inmediata
repercusión en los precios agrarios y en la estabilidad de la PAC. Se estableció entonces
el mecanismo de los Montantes Compensatorios Monetarios, destinado a compensar
a los países miembros perjudicados por el efecto de las fluctuaciones de las monedas
nacionales sobre los precios comunes.
El problema monetario fue, por lo tanto, uno de los temas estrella de la Cumbre de La
18
Haya, en diciembre de 1969. Tras ella, economistas y monetaristas pusieron en marcha
sendos proyectos con los que convencer al Consejo de Ministros.
a). Entre los primeros, el Gobierno federal alemán lanzó el Plan para la cooperación
económica, monetaria y financiera, preparado por su ministro de Economía y
Finanzas, Karl Schiller, miembro del ala derecha de la socialdemocracia y
discípulo del «padre del milagro económico alemán», el democristiano Ludwig
Erhard. El Plan Schiller pretendía una rápida y rigurosa estabilización económica y
una lenta unión monetaria en cuatro etapas: una primera dedicada a coordinar las
políticas económicas de los estados por objetivos; la segunda basada en la
coordinación de las políticas monetarias de los bancos centrales y la creación de un
sistema de ayuda monetaria a medio plazo; vendría luego un incremento de la
coordinación económica, ya en manos de las instituciones comunitarias, la
limitación de las fluctuaciones monetarias y la creación de un Fondo de Reserva
Europeo, al que las Haciendas nacionales transferirían sus reservas monetarias; y en
la cuarta etapa, los estados perderían casi toda capacidad individual de decisión en
cuestiones financieras y se alcanzaría la moneda única.
b). Los monetaristas de la Comisión Europea elaboraron el memorándum conocido
como Segundo Plan Barre, que fue presentado en Bruselas durante la reunión del
Consejo comunitario, el 4 de marzo de 1970. Barre planteaba un completo sistema
de unificación de las políticas económicas estatales a través de tres vías
complementarias: una unión monetaria, que suponía una rápida concertación de las
tasa de cambio hasta llegar a la moneda única; una unión fiscal, aunque sólo
centrada en la armonización de los sistemas impositivos y en la creación de una tasa
«europea» basada en el IVA; y una política presupuestaria y social común, que
prevaleciese sobre las particulares de los estados.
El Consejo de Ministros aceptó el plan Barre, aunque en el entendimiento de que se
trataba de una propuesta de máximos y que debería transcurrir un largo período antes de
que se implementaran sus medidas. Conforme a los acuerdos de La Haya, el Consejo
encomendó la confección de una hoja de ruta a la Comisión Werner, que presentó su
Informe el 8 de octubre de 1970. El Plan Werner de una «Unión Económica y
Monetaria por etapas», buscaba conciliar las posturas monetarista y economista.
Defendía la conveniencia de ir decididamente a la moneda única. Pero la consideraba
19
difícil de implantar a corto o medio plazo y la vinculaba a la realización en paralelo de
la Unión Económica. Por lo tanto, planteaba un modelo alternativo, un «cesto de
monedas» dentro del que las divisas nacionales tuviesen una ilimitada convertibilidad
exterior y, a la vez, una paridad fija entre ellas. Para ello era preciso establecer la libre
circulación de capitales en la Comunidad, eliminando las barreas aduaneras y legales,
y situar el tipo de cambio interior de las monedas en una escala automática e invariable.
La Comisión Werner preveía una fase transitoria dividida en tres etapas: hasta 1973,
se limitarían las fluctuaciones del tipo de cambio, a fin de impedir sobresaltos como
el dado por el franco y el marco en 1969; luego, hasta 1980, se establecería un tipo de
cambio fijo y se garantizaría la total libertad de pagos, transferencias y capitales;
finalmente, se crearía un Banco Central Europeo para gestionar el conjunto del
sistema monetario y entraría en vigor la moneda única europea. El Plan preveía la
creación del Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, un mecanismo
compensatorio de los flujos de capital para las economías más desfavorecidas, y
otorgaba poderes al Parlamento Europeo para fiscalizar a los bancos centrales de la
CEE, cuyos gobernadores se habían integrado en 1964 en un Comité de Coordinación.
El Plan Werner, adoptado por el Consejo de Ministros el 22 de marzo de 1971, no se
pudo llevar a cabo. La crisis monetaria de esa primavera, la libre convertibilidad del
dólar decidida por la Administración Nixon en marzo de 1972 y, sobre todo, las
perturbaciones causadas en la economía internacional por la «crisis del petróleo»
iniciada en octubre de 1973, que afectó gravemente a una Comunidad Europea casi
carente de recursos petrolíferos, impidieron aplicar la planificación prevista. Para evitar
fluctuaciones incontroladas, el Comité de Coordinación de los bancos centrales acordó
medidas. El 18 de diciembre de 1971 mediante el Acuerdo del Instituto
Smithsoniano, en Washington, se fijó una nueva paridad entre el dólar y las monedas
europeas que ampliaba los márgenes de flotación de estas, en una banda tan ancha que
ponían en peligro su estabilidad. Por ello, el 21 de marzo de 1972, se estableció una
disciplina de cambios que fue definida como «la serpiente monetaria en el túnel
internacional», a fin de mantener la estabilidad en las cotizaciones cruzadas de las
monedas europeas. La serpiente monetaria —nombre que se le daba por las oscilaciones
que provocaban en los gráficos los cambios de las nueve monedas— fijaba un margen
de fluctuación de ± 2,25 por ciento respecto al dólar y del 4,50 al 2,50 entre las monedas
20
participantes. Parecía una solución y el Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega,
candidatos al ingreso en la CEE, fueron incluidos en el sistema mediante el Acuerdo de
Basilea, de 27 de abril.
Pero la serpiente monetaria no funcionó, ni siquiera a corto plazo. Dos meses después
de su adhesión, en junio de 1972, la libra esterlina tuvo que abandonarla al no poder
sostener sus límites de estabilidad. A comienzos de 1973, la libra irlandesa siguió el
mismo camino. Ese año hubo que rehacerla, dotándola de mejores mecanismos de
protección, una serpiente de la que también desaparecieron las monedas noruega e
italiana y se incorporó el franco suizo. Se puso en marcha el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, que disponía del 20 por ciento de los fondos bancarios de la
CEE en oro y dólares para la compensación multilateral de los créditos a corto plazo.
Pero poco después, tras una nueva devaluación del dólar, se eliminaron los controles de
fluctuación con respecto a la divisa estadounidense. Ello lanzó a las monedas europeas a
una vorágine de devaluaciones y revaluaciones que, hasta que se estabilizó la economía
mundial a finales de la década, causaron graves perturbaciones a la del Mercado
Común, confirmaron al marco alemán como la moneda más sólida del sistema, y lo
convirtieron en la referencia interna de la CEE y en la futura base de una Unión
Monetaria que, por el momento, se haría esperar.
7. LA COOPERACIÓN POLÍTICA EUROPEA
Conforme a los acuerdos de la Cumbre de La Haya, al tiempo que iniciaban el estudio
de la unión económica y monetaria, los gobiernos de los Seis procedieron a revisar sus
mecanismos de cooperación política que, tras los reiterados fracasos de las iniciativas de
federalistas y confederales, quedaban reducidos a las muy limitadas relaciones
internacionales de la CEE. El estudio de este tema le fue encomendado a un Comité de
Altos Funcionarios presidido por el vizconde Etienne Davignon, director de Asuntos
Políticos del ministerio de Asuntos Exteriores belga. El Primer Informe Davignon, o
Informe de Luxemburgo, aprobado por el Consejo de Ministros el 23 de octubre de
1970 —pocos días después de la aprobación del Plan Werner— admitía el principio de
dar forma a la voluntad de acción política. Para eso, Europa debía contar con una sola
voz en el exterior, que se alcanzaría tras su desarrollo en etapas sucesivas. Por ello
«debe prepararse a ejercer las responsabilidades que el aumento de su cohesión y su
21
papel creciente en el Mundo le imponen como un deber que asumir, al mismo tiempo
que como una necesidad».
El llamado Método Davignon para la Cooperación Política Europea (CPE),
establecía los fundamentos de coordinación de la política exterior de los países
comunitarios a través de dos tipos de medidas:
− Asegurar, mediante informaciones y consultas regulares, una mejor comprensión
mutua de los grandes problemas de política internacional.
− Reforzar su solidaridad, favoreciendo una armonización de los puntos de vista, la
concertación de las actitudes y, cuando esto parezca posible y deseable, acciones
comunes.
Para ello fijaba cuatro mecanismos de coordinación:
a). Una reunión semestral de los seis ministros de Asuntos Exteriores, cuando no
hubiese Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, que la sustituiría. La primera
reunión semestral sobre la CPE se celebró en Munich, el 19 de noviembre de 1970.
b). Un Comité Político vinculado al Consejo de Ministros, integrado por los directores
de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores, con reuniones trimestrales y
capacidad para crear grupos de trabajo sectoriales.
c). Un Comité de Altos Funcionarios de las Comunidades, para llevar el día a día de
las relaciones políticas en sus aspectos supranacionales bajo la supervisión del
Comité Político.
d). La Comisión Política del Parlamento Europeo, que valoraría un informe anual del
presidente del Consejo de Ministros sobre la Acción Política de las Comunidades.
El Método Davignon era muy tímido en sus planteamientos, ya que ni siquiera
establecía la obligatoriedad de las consultas entre gobiernos. Pero eso era por puro
realismo. Resultaba evidente que ni Francia, ni menos aún el Reino Unido, que estaba
próximo a ingresar en las Comunidades, delegarían las líneas maestras de sus políticas
exteriores en los altos funcionarios comunitarios, ni las someterían a las directrices de la
Eurocámara. Básicamente se trataba, pues, de que los gobiernos dialogaran sobre tomas
de postura común ante las crisis internacionales y de coordinar aquellos aspectos de las
22
políticas estatales que afectaban a la proyección exterior de las Comunidades. La
Cumbre comunitaria de París, en octubre de 1972, avaló esta prudencia al incrementar a
cuatrimestral la frecuencia de las reuniones de ministros y jefes de Gobierno sobre la
política exterior común y establecer un procedimiento de urgencia en las consultas ante
situaciones de crisis. Y ello facilitó la aprobación del Segundo Informe Davignon, o
Informe de Copenhague, en julio de 1973, en el que se oficializó el Método al
establecer que cada Estado se comprometerá a no fijar definitivamente su propia
posición sin haber consultado a los demás en el marco de la cooperación política.
Esta cooperación era cada vez más necesaria. La CEE era una potencia económica de
creciente peso en el mundo, pero carecía de unidad política y ni siquiera tenía una
única voz en cuestiones internacionales que le afectaban, como la distensión Este-
Oeste, el desarme nuclear, o el conflicto de Oriente Medio, donde la guerra del Yom
Kippur, en octubre de 1973, desató una crisis energética que tuvo dramática repercusión
en la economía de la Comunidad. Una coyuntura especialmente complicada fue la
Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), con la
participación de las dos superpotencias planetarias y de todos los países europeos, con
excepción de Albania. Tras una fase preparatoria en Ginebra, la CSCE celebró su sesión
plenaria en Helsinki, entre el 3 de julio y el 1 de agosto de 1973. Durante los dos años
siguientes, la Conferencia tuvo varias sesiones para cerrar el documento final, o Acta de
Helsinki, el 1 de agosto de 1975. En principio, la CSCE era un triunfo del espíritu de
la Comunidad en cuanto suponía la adopción, en un nivel continental, de su
sistema de Cooperación Política y una apuesta por la democracia, los derechos
humanos y la resolución pacífica de conflictos. Pero la Europa comunitaria careció
de una voz propia y no pudo evitar que los Estados Unidos se alineasen con la Unión
Soviética en la garantía expresa de la no injerencia en los asuntos internos de los países
del continente, perpetuando así la división entre Este y Oeste y entre dictaduras de
partido y democracias parlamentarias.
8. LA CONCRECIÓN DE LA PAC: EL PLAN MANSHOLT
A lo largo de los años sesenta, la Política Agraria Común hizo mucho a favor de la
revitalización y la modernización de la agricultura de la Europa occidental. Pero la
elaboración de su estructura normativa y los ritmos de su aplicación fueron un
23
verdadero quebradero de cabeza para la Comisión Europea. Ello se había
comprobado en el proceso de unión aduanera, cuando el desarme arancelario de la
agricultura fue siempre por detrás del de la industria, manteniendo, además, diferencias
significativas entre familias de productos. Francia, impulsora decidida de la PAC, se
había convertido luego en un azote para su desarrollo, cuando advirtió que la política de
precios y de subvenciones podía no ser tan favorable para su agricultura. Y el Reino
Unido tuvo en ello uno de los principales problemas para la adhesión, ya que su modelo
agrario, con una producción modesta y grandes importaciones de Estados Unidos y los
países de la Commonwealth, encajaba mal en el comunitario. Durante los años sesenta y
setenta fue relativamente frecuente, en los países miembros, la guerra de las naranjas,
el espectáculo de camiones cargados con productos agrícolas de importación saqueados
por piquetes de agricultores que protestaban contra una política comercial —sobre todo
las compras a los países asociados y con acuerdos preferenciales del área mediterránea
— que perjudicaba su nivel de protección en el mercado nacional.
En marzo de 1972, el presidente de la Comisión Europea, Franco María Malfatti
(1970-72), cedió el puesto al vicepresidente Sicco Mansholt, quien había sido el
cerebro organizador de la PAC y que desempeñó la presidencia durante el resto del
período previsto, unos diez meses. En tan corto plazo se produjo la primera
ampliación de miembros de las Comunidades y la adopción del Sistema Monetario
Europeo. Pero también hubo un importante avance en la unificación de la
agricultura europea. En 1968, la Comisión había encomendado al entonces comisario
Mansholt el estudio de una nueva etapa de la PAC, una vez culminada la unión
aduanera. Su informe, el Programa Agrícola 80, llamado Plan Mansholt, o Informe
del Grupo de Gaichel, fue aprobado por el Consejo de Ministros. Contemplaba el
avance en la modernización del sector agrario hasta 1980, a través de dos
mecanismos fundamentales.
a). Por un lado, la política de precios, estabilizándolos por sectores mediante la
culminación de las Organizaciones Comunes de Mercado y del mecanismo del
Montante de Precios Compensatorios, así como desenrollando un sistema
comunitario de intervención para evitar caídas de precios, mediante la adquisición a
los agricultores de los grandes stocks a un precio fijado de antemano.
b). Por otro, definía el llamado Plan de modernización de la agricultura y de ayuda
24
a los agricultores mayores, que dio origen a tres directrices comunitarias, las
llamadas directrices socioestructurales:
− Modernización de las explotaciones agropecuarias, concentración del
minifundio y reducción de la superficie cultivada a fin de limitar los excedentes,
mediante el juego de la política de subvenciones, en los sectores con
sobreproducción.
− Mejora, a través de políticas educativas, en la formación técnica y económica
de los agricultores.
− Reducción del número de pequeños agricultores en unos cinco millones,
mediante la financiación una generosa política de jubilaciones anticipadas,
ayudas para el establecimiento en el medio rural de otros tipos de actividades
empresariales y el incremento de los empleos del sector terciario en las áreas
agrícolas.
El Plan Mansholt, apoyado económicamente en el FEOGA, revolucionó
profundamente la agricultura de la Comunidad Europea, racionalizando y
modernizando sus estructuras y liberando un gran número de trabajadores hacia la
industria y los servicios en el medio rural. Pero su planteamiento sembró la alarma
entre los sectores más tradicionales del campesinado, obligados a una reconversión
en ocasiones traumática. A comienzos de los años setenta se produjeron fuertes
protestas de las organizaciones agrarias, con acciones como el incremento de la
guerra de las naranjas contra el transporte de productos agrícolas extracomunitarios, o la
multitudinaria manifestación de agricultores europeos contra la PAC, celebrada en
Bruselas en 1971.
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Tema 4. las crisis de los años sesenta

  • 1. TEMA 4. LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA El Tratado de Fusión de las instituciones comunitarias, aplicado en 1967, abrió paso a una nueva etapa de la historia de la integración europea, que se extendería hasta la creación de la Unión Europea mediante el Tratado de Maastricht, de 1992. Durante la década anterior, desde los Tratados de Roma, se habían ido produciendo el avance hacia la unión aduanera, que culminaría en 1968, hacia la armonización de las políticas comerciales y la puesta a punto de las instituciones comunitarias. Eran progresos considerables, que permitían una cierta euforia sobre una futura Europa unida. Pero se circunscribían al terreno funcional de la economía y apenas existían avances en otros campos fundamentales, como la representación política supranacional, la defensa colectiva o la admisión de nuevos miembros en la Pequeña Europa de los Seis. Ello quedó patente en el fracaso de dos iniciativas de la Asamblea Parlamentaria, denominada desde marzo de 1962 Parlamento Europeo. En mayo de 1960, aprobó una resolución para que, en adelante, sus diputados fueran elegidos directamente por los ciudadanos. Y en junio de 1963 aprobó otra dotándose de capacidad legislativa. Sólo los gobiernos de Italia y Holanda se mostraron favorables a apoyar las resoluciones parlamentarias, con lo que dos reformas políticas de tanto calado quedaron a la espera de mejores tiempos. 1. EL ARRANQUE DE LA PAC La cuestión agraria era una auténtica prueba de fuego para la CEE. El 1957, el Tratado de Roma estableció un mecanismo progresivo para alcanzar la Política Agrícola Común (PAC), que convertiría a la Comunidad en una zona de librecambio de productos agrarios para un mercado único de más de 200 millones de consumidores, europeos Sus objetivos se referían al ajuste de la oferta y la demanda, la estabilización de los precios, la mejora de la producción hasta alcanzar el autoabastecimiento alimentario, la regulación de los mercados interiores para garantizar el acceso de toda la población a los productos básicos, el fomento de las exportaciones, etc. Ello implicaba que la Comisión Europea tendría capacidad para decidir los precios y el volumen y la composición de la producción agrícola de los Seis. En julio de 1958, los ministros de Agricultura y representantes de las organizaciones 1
  • 2. agrarias, reunidos en la Conferencia de Stressa, encomendaron al vicepresidente y comisario para asuntos agrícolas de la Comisión, el holandés Sicco Mansholt, la misión de planificar la PAC. La Conferencia acordó reformar la agricultura europea facilitando su modernización y especialización, pero sin alterar su principal dimensión social —la Europa de los granjeros, o de las explotaciones familiares— y unificar los precios en un nivel suficientemente alto para garantizar beneficios a los agricultores, lo que implicaba establecer un sistema de protección aduanera frente a los precios más bajos del mercado mundial. En estos años del cambio de década, todos los países miembros veían ventajas en implantar rápidamente la política agrícola común. Pero destacaba el apoyo del Benelux y, sobre todo, de Francia, cuya agricultura, que empleaba a casi la cuarta parte de la población y contaba con un activo sector exportador, podía compensar la apertura de su mercado interno a los productos industriales de sus socios, especialmente de la Alemania federal, a su vez importadora nata de alimentos. Mansholt presentó sus conclusiones al Consejo de Ministros el 30 de junio de 1960. La propuesta establecía tres principios básicos en la acción agrícola común: − La unidad de mercado agrario. Su óptima realización requería de la libre circulación de productos, de precios mínimos comunes en toda la Comunidad, de legislaciones armonizadas sobre reglas de competencia comercial o controles sanitarios y del mantenimiento de la estabilidad en las monedas de los países miembros. − La preferencia comunitaria. Los países comunitarios tenían que priorizar las compras a otros miembros de la Comunidad. Era un mecanismo de protección para evitar las importaciones de terceros países con precios demasiados bajos y garantizar el nivel de los precios internos frente a las fluctuaciones de los mercados internacionales. − La solidaridad financiera. Se garantizaría mediante el establecimiento de un Presupuesto comunitario para financiar la PAC, aportado por los países miembros, para subvencionar mejoras técnicas y reconversiones de cultivos en la agricultura. Para desarrollar estos principios, actuarían fundamentalmente seis mecanismos: 2
  • 3. a). Precios mínimos de garantía, que fijarían los ministros de Agricultura a fin de evitar bajadas ruinosas para los agricultores. b). Tasas de importación, para asegurar con su cobro que los productos agrarios exteriores no competirían a precios más bajos que los comunitarios y financiar al tiempo los fondos de protección agrícola de la PAC. c). Intervenciones sobre las cosechas, a fin de darles una salida ordenada hacia los mercados. d). Almacenamiento de los excedentes bajo control comunitario. e). Subvenciones comunitarias a la exportación. f). Control de la producción, mediante políticas de cuotas por países y de reconversión de cultivos y explotaciones ganaderas. Abiertamente proteccionista, el Informe Mansholt preconizaba el establecimiento de dieciséis «mercados» agrícolas, las Organizaciones Comunes de Mercado (OCM) constituidas por grupos de productos, con libre circulación en la Comunidad y un precio orientativo común en origen, fijado anualmente. A partir de las OCM, la PAC habilitaría a la Comisión Europea para actuar con tres niveles de intervención sobre la producción y la importación agrícola, en aras de la preferencia comunitaria. En la mayoría de los productos, sobre todo en los cereales, el aceite y el vacuno, se daría un alto nivel de subvenciones y de protección aduanera para dificultar las importaciones, pero también de control de la producción, a fin de evitar la acumulación de stocks e imponer los precios únicos en origen. En torno al 20 por ciento de los productos — lácteos, huevos, porcino, vino, hortalizas y frutas— tendrían unos aranceles de importación menores y un nivel de intervención similar al primer grupo. Y para el 5 por ciento restante, cultivos como el cáñamo, el lino, el girasol o el tabaco, el nivel de intervención sería mínimo y consistiría básicamente en subvenciones comunitarias a la producción. Cuando, el 31 de diciembre de 1961, debía culminar la primera fase de la unión aduanera de la CEE, las propuestas de Mansholt, estaban lejos de ser aceptadas. Habían surgido graves diferencias entre los Seis sobre precios agrarios, ritmos de liberalización, comercialización de productos alimentarios, política de subsidios, etc. Enfrentados a un fracaso, los negociadores decidieron el ingenioso sistema de «parar el reloj», por lo que en el seno de la Comisión siguió siendo oficialmente 31 de diciembre durante quince 3
  • 4. días de frenéticas negociaciones. El impulso francés fue fundamental para que, el 14 de enero de 1962, pocos días antes de que se presentara el Plan Fouchet II, el Consejo de Ministros, en lo que fue calificado de «maratón agrícola», aceptara un acuerdo total sobre la primera etapa de la PAC. 2. LA CRISIS DE LA SILLA VACÍA Y EL COMPROMISO DE LUXEMBURGO El acuerdo del 14 de enero de 1962 establecía las Organizaciones Comunes de Mercado y formalizaba las competencias de intervención sobre ellas de la Comisión Europea, conforme al Plan Mansholt. Se puso entonces en marcha el Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola (FEOGA), destinado a financiar la política de organizaciones de mercado, el desenrollo de las regiones agrícolas y las subvenciones a los agricultores en función de las prioridades establecidas por la Comisión Europea. Las condiciones de activación de la Política Agraria Común no gustaron a todos. En Francia, con una agricultura fuertemente subvencionada por el Estado, las organizaciones campesinas se oponían a la pérdida de las ayudas estatales en beneficio de las comunitarias, sometidas al control de un organismo supranacional. El Gobierno de París, aunque había sido el primer impulsor de la PAC, era especialmente sensible a estas demandas, ya que tampoco quería ver su agricultura intervenida por los funcionarios de la Comisión Europea. Pero los restantes socios comunitarios sí eran partidarios de la intervención. En diciembre de 1964, el Consejo de Ministros de la CEE aprobó la propuesta del presidente de la Comisión Europea, Walter Hallstein, de establecer una tarifa única para el comercio interior de cereales y derivados, que entraría en vigor el 1 de julio de 1967, inaugurando así la unión aduanera agrícola y la primera de las OCM. Tras la aprobación de la «tarifa del trigo», Hallstein, dio un paso más ambicioso. El 31 de marzo de 1965 presentó a la Asamblea Parlamentaria un proyecto para cambiar la financiación de la Política Agraria y nutrir de fondos el FEOGA, una vez que se cerrara el período transitorio final de la unión aduanera. A partir de ese momento, la PAC no funcionaría mediante aportaciones específicas de los gobiernos canalizadas a través del Consejo de Ministros, sino que contaría con «recursos propios», salidos del 4
  • 5. Presupuesto general comunitario, cuyo reglamento financiero sería controlado por el Parlamento Europeo. A financiar la PAC se destinarían parte de los ingresos aduaneros de importación de los productos industriales y de la fiscalidad agraria de los países miembros. Ello suponía una copiosa financiación, que escaparía al control de los estados y que en unos años supondría en torno al 50 por ciento del Presupuesto total de las Comunidades. Implicaba, además, incrementar la capacidad de intervención de la Comisión Europea sobre la regulación de los mercados, el nivel de los precios y el control de las importaciones y exportaciones de las agriculturas nacionales, cuyos ingresos fiscales irían a parar a las arcas comunitarias. La medida, que recibió el activo respaldo de los federalistas Movimiento Europeo y Comité Monnet, fue aprobada por el Parlamento, en uso de sus muy limitadas atribuciones de control presupuestario. Con el establecimiento de un reglamento financiero para la PAC, con recursos propios comunitarios, se sentaba el principio supranacional en los temas agrarios —y en la autonomía presupuestaria de las Comunidades— lo que abría una vía que el Gobierno francés estimó muy peligrosa. Sobre todo porque la propuesta de autofinanciación de Hallstein eliminaba la utilización del veto por los gobiernos en el Consejo de Ministros, que aunque no estaba contemplado en el Tratado de Roma, se venía admitiendo en asuntos de especial relevancia. Las discordias estallaron en la sesión del Consejo celebrada el 30 de junio de 1965. Franceses e italianos, en minoría, mostraron su desagrado porque el proyecto del Presupuesto agrícola recortaba los derechos de control del Consejo en beneficio de la Comisión y del Parlamento. Inopinadamente, el ministro francés Maurice Couve de Murville, que presidía el Consejo, cerró la sesión y anunció que no retornaría a la mesa. Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores, Alain Peyrefitte oficializó la medida al asegurar que su Gobierno procedería a realizar los estudios necesarios para asumir las consecuencias del fracaso. Durante los seis meses siguientes, la «crisis de la silla vacía» afectó muy seriamente a las instituciones comunitarias. El Consejo y el COREPER, sin la asistencia de representantes franceses, vieron paralizada su actividad, mientras que la ausencia de los funcionarios galos en la Comisión dificultaba su funcionamiento y la proyección exterior de las Comunidades —significadamente las conversaciones del GATT— sufría las consecuencias del boicot de uno de sus principales miembros. Conscientes de que era preciso romper aquella inercia suicida, el 26 de octubre los cinco gobiernos enviaron 5
  • 6. al Ejecutivo francés un comunicado pidiendo negociaciones, aunque reivindicando la vigencia de los Tratados comunitarios. Mientras tanto, la prohibición del veto en las votaciones del Consejo, prevista para el 1 de enero de 1966, quedaría en suspenso, conforme al sistema de «parar el reloj». Couve de Murville, que entonces presidía el Gobierno francés, se tomó su tiempo para responder. Finalmente, el 16 de enero de 1966 se reunió con sus cinco colegas en Luxemburgo y planteó las exigencias francesas: mantenimiento del voto por unanimidad en el Consejo de Ministros —es decir, del derecho de veto— y recorte de los poderes ejecutivos de la Comisión en beneficio del Consejo. Frente a ello, el presidente de la Comisión, Hallstein, expuso la doctrina que predominaba entre los funcionarios comunitarios: La Comisión es el órgano comunitario por excelencia. Sus nueve miembros son designados de común acuerdo por los seis gobiernos, pero no están sometidos a ninguna instrucción de sus gobiernos. Sólo el Parlamento Europeo, ante el que únicamente son responsables, puede, mediante una moción de censura por mayoría cualificada, obligarles a dimitir. La tarea de la Comisión es la salvaguardia de los intereses de la Comunidad, siendo el mediador entre el interés de la Comunidad y el interés particular de los estados miembros. Los Seis volvieron a reunirse en la capital del gran ducado los días 28 y 29 y adoptaron una solución, el llamado Compromiso de Luxemburgo. Se confirmaba el sistema de voto mayoritario como el reglamentario en el Consejo de Ministros, pero se admitiría que los gobiernos pudieran vetar aquellas decisiones especialmente importantes que afectaran a «intereses nacionales vitales», incluido el ingreso de nuevos miembros (cláusula de unanimidad). Aunque la Comisión veía incrementada su capacidad de gestión a través del Presupuesto comunitario, debería mantener un flujo continuo de información al COREPER y al Consejo, a fin de que los gobiernos pudieran controlar su actuación. Y las propuestas de que el Parlamento Europeo ampliase su capacidad de control y fuera elegido por sufragio universal quedaron relegadas, lo que originó una merma de su ya escaso prestigio. A cambio, Francia cedería en algunos asuntos que afectaban a la agricultura, como el manejo de los recursos propios en el Presupuesto comunitario, la creación del mercado único de frutas y hortalizas o la fijación de precios comunes en origen para algunos productos, como el aceite de oliva, 6
  • 7. la carne de bovino o la leche. El Compromiso de Luxemburgo no era un consenso positivo, sino una cesión forzada por las circunstancias, que no tuvo impronta legal alguna. Pero funcionó, aseguró la vigencia de los Tratados de Roma, facilitó la ejecución de la PAC y permitió seguir avanzando en la fusión de los organismos y en el desarrollo de los programas sectoriales, sobre todo en la última fase de la unión aduanera, que arrancó entonces. Representó, por otra parte, un evidente retroceso en el proceso «político» de integración al fortalecer el papel individual de los gobiernos en la toma de decisiones a través del Consejo de Ministros y de las Cumbres comunitarias, en perjuicio de la capacidad de iniciativa de la Comisión y del Parlamento de la CEE. Y reforzó el eje franco-alemán en detrimento de las posiciones de los otros cuatro socios. Prueba de ello fue que, cuando el 1 de julio de 1967 se produjo la fusión institucional de las tres Comunidades, el Gobierno alemán aceptó que la presidencia de la Comisión Europea unificada recayese en el belga Jean Rey y la vicepresidencia económica en el gaullista francés Raymond Barre, eliminando así del cuadro de dirigentes comunitarios al hasta entonces presidente de la Comisión de la CEE, Hallstein, que desde el primer Plan Fouchet se había opuesto reiteradamente a la política comunitaria de El Eliseo. 3. LA CRISIS FRANCESA EN LA OTAN La crisis del Mercado Común de comienzos de los años sesenta no sólo tenía un trasfondo económico, vinculado al fundamental tema de la agricultura. Pesaba, quizás más, la cuestión del equilibrio político entre los gobiernos nacionales y las instituciones comunitarias. También el asunto de la admisión de nuevos socios y de las condiciones de la asociación de los países extraeuropeos y de los europeos que no cumplían los parámetros políticos y económicos fijados para el ingreso en las Comunidades. Y, planeaban, sobre todo ello, los puntos de vista de la derecha nacionalista francesa, que encarnaba con su personalísima forma de gobernar el general Charles De Gaulle. El gaullismo había traído un cambio sustancial en la política europea con respecto a la IV República, cuyos gobiernos habían dado pasos muy importantes hacia el 7
  • 8. federalismo, pero habían tropezado demasiadas veces con un Parlamento fragmentado y hostil, como demostraron los fracasos de la unión aduanera franco-italiana, la CED o la CPE. Es tópico afirmar que el principal motor ideológico de De Gaulle era la restauración de «la grandeur», la grandeza de Francia con la recuperación de su rango de gran potencia mundial. Ello no era incompatible con el europeísmo siempre que, como el general y sus colaboradores repetían, se respetase la soberanía de los Estados y fueran estos quienes coordinasen sus actuaciones en un marco confederal europeo. Donde la Francia de la V República mostraba mayores distancias con respecto a sus socios no era en el Mercado Común, donde podía imponer fácilmente sus intereses el eje franco-alemán, reforzado con el tratado bilateral de cooperación de enero de 1963, sino en la «comunidad atlántica» vertebrada por la OTAN. Consideraban los gaullistas que el mundo desorganizado de la posguerra había evolucionado rápidamente hacia un sistema bilateral en el que dos imperios extraeuropeos, los Estados Unidos y la Unión Soviética dominaban el Planeta en detrimento de una Europa cuyos pequeños estados se habían convertido, en asuntos de la defensa, en meros protectorados de las dos superpotencias. Los gobernantes franceses no dejaban de reconocer esta realidad bipolar y su propio alineamiento geopolítico en uno de los campos de la guerra fría. Pero rechazaban la subordinación estratégica a Washington que suponía para los países de la Europa occidental su pertenencia al Pacto Atlántico. En un primer momento, De Gaulle propugnó, en el marco de la OTAN, el incremento del papel de la Unión Europea Occidental (UEO), nombre que había adoptado la Organización del Tratado de Bruselas tras el fracaso de la CED y cuya primera potencia militar era Francia. Así lo expresó en el memorándum de 17 de septiembre de 1958 enviado al presidente Dwight Eisenhower y al premier Harold Macmillan. Pedía en él la revisión del Tratado de Washington a fin de que la política del bloque occidental fuera regida por un directorio tripartito, norteamericano, británico y francés. Quería, por lo tanto, que dejase de funcionar la entente anglosajona en el gobierno de la OTAN, dando un mayor peso en él a la UEO liderada por Francia, y que su cobertura estratégica de la Alianza se extendiera a todo el planeta, de manera que pudiese actuar en el Pacífico y en África, sobre todo en Argelia, donde Francia libraba una costosa guerra colonial. Pero Washington y Londres rechazaron las propuestas del memorándum. 8
  • 9. Tras este fracaso —que probablemente esperaba— el presidente francés inició un progresivo distanciamiento de la estructura militar de la Alianza. Así, en marzo de 1959 la flota francesa del Mediterráneo dejó de estar bajo el Mando Conjunto y en junio quedó prohibida la instalación de armamento nuclear extranjero en suelo francés. Cuatro años después, junto con un segundo veto al ingreso del Reino Unido en la CEE, De Gaulle rechazó el «Gran Diseño Democrático» del presidente norteamericano John F. Kennedy, una Comunidad Atlántica que reforzara los vínculos políticos, económicos y culturales entre la Europa occidental y los Estados Unidos y que contaba con un entusiasta respaldo británico. El estadista francés insistía en que la Europa de los Seis se constituyera como una «tercera fuerza» internacional que sirviera de puente al diálogo entre las dos superpotencias. A pesar de ello, Francia siguió actuando como un disciplinado miembro de la OTAN en coyunturas delicadas de enfrentamiento con la URSS, como la crisis de Berlín, de 1961, o la de los misiles cubanos, del año siguiente. Pero para entonces se había desarrollado un sordo enfrentamiento entre París y Washington por la cuestión del armamento nuclear. El monopolio norteamericano fue roto en 1953 por los soviéticos, lo que había supuesto un inmenso salto cualitativo en la perspectiva de un holocausto planetario causado por una tercera guerra mundial. Por su parte, los británicos, prevalidos de su «relación especial», obtuvieron la colaboración norteamericana para desarrollar su propio armamento nuclear, cuya primera prueba se realizó en el paraje australiano de las islas Monte Bello, en octubre de 1952. El Gobierno francés había comenzado a interesarse en el armamento atómico antes de la llegada al poder de De Gaulle, con la creación de una Comisión de estudio de las aplicaciones militares de la energía nuclear en 1954. Pero con la instauración de la V República se acrecentó la voluntad de poseer tecnología que equiparara la capacidad disuasoria de las Fuerza Armadas galas con las británicas y reforzara el liderazgo político de París en la Europa comunitaria. En 1959 se inició la fabricación de la «bomba A», que se probó en febrero de 1960, en el desierto argelino y tres años más tarde se decidió la construcción de un sistema de misiles desde silos terrestres y submarinos nucleares. En los inicios de su carrera atómica, París no deseaba someterla al arbitrio de Washington y Londres, que ya habían pactado la limitación de sus ensayos nucleares y 9
  • 10. exigían lo mismo de los franceses. El armamento nuclear británico estaba sometido, además, al sistema de la «doble llave», que ponía su utilización en manos del mando estadounidense de la OTAN, y París no quería someterse a este control. Finalmente, en 1964 —el año en que China ingresó en el «club atómico»— Francia dispuso de su propia fuerza de disuasión (forcé de frappe) nuclear. Modernizada con regularidad gracias a las pruebas en el atolón polinésico de Mururoa, le otorgó la deseada autonomía estratégica con respecto a los Estados Unidos y supuso, a la vez, una importante aportación a la defensa de la Europa occidental frente al Pacto de Varsovia. El rechazo norteamericano a la solicitud de cooperación tecnológica con el programa atómico francés, manifestada en la negativa de Washington a venderle ojivas nucleares para los misiles, tuvo serias consecuencias políticas. De Gaulle abrió su propia línea de diálogo con los países del Pacto de Varsovia. Una östpolitik aún más activa que la que luego desarrollaría en la RFA el canciller Willy Brandt y que le llevó a incrementar los contactos económicos y culturales con los países comunistas mediante una diplomacia en la línea de la «tercera fuerza», que el general desarrolló de forma muy personal. Así, en enero de 1964, París reconoció diplomáticamente a la República Popular China, en oposición a los restantes miembros de la Alianza Atlántica. Y el desafio culminó con la visita oficial de De Gaulle a Moscú, en junio de 1966, en la que defendió una política de coexistencia pacífica entre los bloques geoestratégicos, que permitiera reforzar los lazos de cooperación entre los países de una Europa que se extendía «del Atlántico a los Urales», incluyendo, por lo tanto, a la URSS. Pero un giro aún más radical tuvo lugar en el seno de la OTAN. En junio de 1963, la Armada francesa dejó de actuar dentro de la Alianza en el Atlántico y en el Canal de la Mancha. El 21 de febrero de 1966, De Gaulle aprovechó una de sus habituales ruedas de prensa para anunciar que Francia recuperaba el pleno control de sus espacios terrestre, aéreo y naval y que las fuerzas militares extranjeras en su país debían subordinase al Alto Mando francés. Y el 7 de marzo, comunicó por carta al presidente norteamericano, Lyndon B. Johnson, que Francia se retiraba en julio del aparato militar de la OTAN, con lo que se mantendría dentro de la organización atlántica en un plano político, pero sin que ello afectara a la autonomía de la política exterior y de defensa de su país. La consecuencia de ello fue que, en abril del año siguiente, tuvieron que cerrar once bases aéreas norteamericanas y una canadiense establecidas en suelo francés y que la Alianza 10
  • 11. trasladó su Comando Supremo de Fontainebleau a Bruselas. La crisis, sin embargo, sirvió para afianzar los vínculos establecidos en el seno de la OTAN entre los restantes socios europeos y los Estados Unidos. Francia, por su parte, desarrolló en solitario su programa nuclear y una industria de armamento de alta tecnología que, con productos como la serie de aviones de caza Mirage, pronto estuvo en condiciones de disputar mercados internacionales a los fabricantes estadounidenses. 4. EL VETO FRANCÉS AL REINO UNIDO El enfrentamiento del gaullismo con la Administración norteamericana confirmó su convicción de que Londres actuaba como un agente al servicio de Washington en Europa, por lo que su ingreso en el Mercado Común era una amenaza para la construcción europea. Pesaban, también, los desencuentros en la cuestión del armamento nuclear y la convicción de que, con Londres dentro de la CEE, el eje franco- alemán perdería su abrumadora capacidad de liderazgo en la Comunidad y que esta tendría que cargar con una economía nacional como la británica que, en esa época, atravesaba por serias dificultades. La historia de la adhesión británica a la CEE fue larga y complicada. Tras su negativa inicial, el Gobierno conservador de Harold Macmillan, rápidamente desencantado de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), comenzó a preparar el terreno para plantear su candidatura. En la primavera de 1961 el premier visitó las capitales de los Seis y obtuvo un caluroso apoyo del presidente norteamericano Kennedy. Tras lograr la aprobación de la Cámara de los Comunes —los laboristas se abstuvieron— el Gabinete solicitó formalmente el ingreso en las Comunidades el 31 de julio, e igual hicieron otros tres miembros de la AELC —Irlanda (31-7-1961), Dinamarca (10-8- 1961) y Noruega (30-4-1962)—. Se mostraron a favor de la petición británica Holanda y Bélgica, y el ministro Edward Heath inició unas difíciles negociaciones en Bruselas, centradas en la exigencia comunitaria de renuncia a la «preferencia imperial» que vinculaba el comercio británico al circuito privilegiado la Commonwealth. Londres parecía dispuesto a admitirlo, pero exigiendo como contrapartida tal cantidad de excepciones que desanimaba a sus partidarios entre los Seis. Pero el tiro de gracia a la adhesión británica lo dio el general De Gaulle. En noviembre 11
  • 12. de 1961 y en junio del año siguiente se entrevistó con Macmillan. Pese al tono cordial de las relaciones anglo-francesas, existían demasiadas diferencias en los puntos de vista de París y de Londres. De Gaulle llegó a reprochar al premier su negativa a ingresar en «un sistema preferencial que ya existe dentro de la Commonwealth». El Gobierno británico rechazaba entrar en la PAC, y los laboristas, próximos a llegar al Poder, manifestaron que se negarían a adherirse a las políticas sociales y económicas comunitarias, de orientación básicamente derechista, y que no renunciarían al acuerdo comercial con la AELC. Pero la gota que colmó el vaso fue la entrevista que Macmillan mantuvo con Kennedy en Nassau (Bahamas) en diciembre de 1962. Allí quedó claro que Londres se oponía a la autonomía del armamento nuclear francés y apoyaba incondicionalmente los términos políticos y económicos del «Gran Diseño Democrático» kennediano. Ello fortaleció en De Gaulle, opuesto frontalmente a este proyecto de Comunidad Atlántica, la idea de que los británicos actuarían como caballo de Troya de los intereses norteamericanos en el seno de la CEE. Por lo tanto, el 14 de enero de 1963, el presidente francés anunció en rueda de prensa que vetaría en el Consejo de Ministros la adhesión británica. El veto gaullista sembró el desaliento entre los federalistas y, especialmente, entre los europeístas británicos, que libraban un duro combate contra los euroescépticos de su país. Sin embargo, París, fortalecido por su reciente alianza con Bonn, sí estaba en condiciones de vetar. Un mes después de la rueda de prensa del general, las conversaciones para la ampliación de las Comuidades quedaron suspendidas. A partir de este humillante rechazo, algunos sectores euroescépticos de la opinión pública británica y, sobre todo, los círculos económicos y el partido laborista, fueron asumiendo el interés nacional en el ingreso en el Mercado Común. La pérdida del imperio colonial, con la consiguiente disminución del valor del circuito comercial de la Commonwealth para la metrópoli, el fracaso de la AELC, la creciente caída de la competitividad de la industria y de la minería británicas, en gran parte obsoletas, la depreciación de la libra esterlina como moneda de reserva, un preocupante nivel de paro y un abultado déficit en la balanza de pagos, preludiaban una grave crisis económica y monetaria que señalaba las dolorosas diferencias con la pujante Pequeña Europa comunitaria. 12
  • 13. En octubre de 1964, ganaron las elecciones los laboristas y formó Gobierno Harold Wilson, que era decidido partidario de volver a plantear la adhesión. Wilson situó al europeísta George Brown al frente del Foreing Office y anunció un plan de reducción del déficit público que tenía como finalidad principal sanear las cuentas con vistas al ingreso en la CEE. Sus esfuerzos se vieron reforzados por la llegada de Edward Heath a la jefatura del opositor Partido Conservador, en julio de 1965, lo que garantizó un apoyo parlamentario de los dos grandes partidos a la apuesta europeísta. El 2 de mayo de 1967, Wilson anunció en la Cámara de los Comunes la renovación de la solicitud de adhesión a las Comunidades, aunque manifestó que ello no implicaría cambios en la autonomía de la política exterior y de defensa del Reino Unido. Obtuvo 488 votos a favor y 62 en contra. El día 11, el Gobierno británico reactivó su candidatura en Bruselas. Irlanda, Dinamarca y Noruega volvieron a presentar también las suyas. Cinco días después, De Gaulle recurrió a su habitual sistema de explicar las grandes decisiones en una rueda de prensa, en la que manifestó su segundo veto a la iniciativa. No había disminuido su temor de que, de la mano de los británicos, desembarcaran en la CEE los miembros de la AELC en grupo y de que Washington lograra interferir las políticas comunitarias en su propio beneficio. Recordó que mientras la CEE se organizaba, Inglaterra se negó a formar parte de la misma adoptando hacia ella una actitud hostil. Si se admitía al Reino Unido, advirtió, el Mercado Común sería sustituido por «una suerte de Zona de librecambio de la Europa occidental, en marcha hacia una Zona atlántica que restaría a nuestro Continente toda su personalidad». El rechazo a la Comunidad Atlántica de Kennedy volvía a ser patente. Proponía por lo tanto, que los británicos se sometieran a un periodo de «asociación», como ya hacían griegos y turcos, hasta que acometieran las transformaciones estructurales requeridas, sobre todo el equilibrio en su balanza de pagos y la devaluación de la libra esterlina, y probasen la voluntad política de armonización legislativa que requería el ingreso en las Comunidades. Como los otros cinco socios comunitarios no eran, en principio, contrarios a la admisión del Reino Unido, el Gobierno francés exigió que los Seis se pusieran de acuerdo sobre las condiciones antes de que abrieran las negociaciones. Siguieron meses de difíciles contactos, durante los que Londres devaluó la libra. Hasta que, el 27 de noviembre de 1967, el jefe del Estado francés anunció en rueda de prensa que no encontraba la actitud 13
  • 14. adecuada en las islas. Era un veto en toda regla y, conforme al Compromiso de Luxemburgo, los ministros de Asuntos Exteriores, reunidos en sesión del Consejo el 18 de diciembre, denegaron la solicitud de adhesión alegando que no se daban las condiciones económicas y financieras requeridas. Londres rechazó entonces la propuesta de un estatuto de asociación y manifestó que mantenía la petición de ingreso, a la espera de que la larga sombra del gaullismo aflojara su presión. 5. LA CUMBRE DE LA HAYA Y EL RELANZAMIENTO DE LAS COMUNIDADES A comienzos de 1969, Charles De Gaulle, que había salido indemne del huracán político provocado por el «Mayo del 68», la masiva protesta estudiantil y obrera contra el Gobierno Pompidou, cumplió su promesa de convocar un referéndum sobre la regionalización político-administrativa y la reforma del Senado. La consulta del 27 de abril se saldó con un 52,4 por ciento de votos negativos a las propuestas del jefe del Estado. Al día siguiente, el general renunció al cargo presidencial y se retiró a la vida privada. Un gaullismo sin De Gaulle ya no sería lo mismo. Su delfín, Georges Pompidou ganó la Presidencia en las elecciones de junio de 1969 con el apoyo de los democristianos de René Pleven, los liberales de Valery Giscard d'Estaing y otras fuerzas centristas. Y ello iba a cambiar muchas cosas en el proceso de integración europea. Aunque doctrinalmente identificado con la «Europa de las Patrias», y por lo tanto funcionalista y confederal, Pompidou era partidario de flexibilizar la postura francesa para alcanzar nuevas metas en la unificación continental. Ya durante su campaña electoral, de elevado tono europeísta, lanzó la idea de reunir una Cumbre comunitaria que abriese paso a una nueva etapa en la historia de la CEE. Esta era una demanda generalizada en la Europa de los Seis. Alcanzada la unión aduanera, unificadas las instituciones comunitarias, la multifacética crisis de 1965-67 había generado una parálisis que impedía atisbar nuevos objetivos si no se realizaba un esfuerzo de consenso positivo similar al que, en su momento, había supuesto la Declaración de Bonn. 14
  • 15. La formación del Gobierno Chaban-Delmas dio la medida del nuevo europeísmo francés. Incluía a cuatro miembros del Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa (Comité Monnet) y el ministro de Asuntos Exteriores era Maurice Schuman, que se puso en seguida a trabajar para restablecer el consenso comunitario. El 10 de julio de 1969, Pompidou oficializó la propuesta de la Cumbre en una rueda de prensa en la que señaló tres objetivos «acabar, profundizar, ampliar». Acabar la fusión de las Comunidades con su financiación a través de un Presupuesto único. Profundizar, desde una perspectiva confederal, la integración económica y monetaria. Ampliar, abriendo el Mercado Común a los cuatro países que solicitaron la admisión en 1961. El momento era especialmente adecuado. En la RFA había llegado a la Cancillería el socialdemócrata Willy Brant, un europeísta ferviente, y también lo era el liberal Walter Scheel, su ministro de Exteriores. El último día de 1969 terminaba el período transitorio de la CEE previsto en el Tratado de Roma y no era cosa de volver a «parar el reloj» para realizar los ajustes pendientes. Existían diversos temas en los que las Comunidades no habían cubierto las expectativas creadas por su espectacular arranque: la unión política y la elección del Parlamento por sufragio universal, la ausencia de un verdadero mercado interno de capitales, la política común de transportes, la armonización de las legislaciones nacionales, la política energética común y la financiación de la Euratom… Pero, pese a las crisis, se habían realizado avances considerables: la unión aduanera había mejorado las previsiones de sus planificadores, se había logrado la libre circulación de trabajadores, existía un consenso generalizado sobre los ritmos de la PAC, el comercio en el interior del Mercado Común se había quintuplicado... Era el momento de reemprender la marcha aprovechando las sinergias creadas por la fusión comunitaria. El primer ministro holandés, el democristiano Piet de Jong, que presidía entonces el Consejo de Ministros de las Comunidades, recogió inmediatamente la iniciativa de El Eliseo e invitó a los socios comunitarios a una Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno en La Haya. Se celebró durante los dos primeros días de diciembre de 1969 y fue invitado a participar Jean Rey presidente de la Comisión Europea. La Cumbre alcanzó importantes acuerdos en torno a los tres objetivos propuestos por Pompidou, el llamado Tríptico de La Haya: 15
  • 16. a). En primer lugar, la manifestación de una recuperación de la solidaridad y el consenso entre los seis gobiernos para «acabar» el proceso de integración continental a través de la Comunidad Europea. En lo tocante al Presupuesto comunitario, se acordó la progresiva desaparición de las aportaciones funcionales de los estados, sustituidas por los recursos propios de la Comunidad, especialmente en la PAC. Estos recursos, que debían contar con un reglamento financiero antes de que acabara el año 1970 —se estableció en abril — procederían básicamente de un porcentaje del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) una tasa que gravaba directamente el consumo en los países comunitarios. La Comisión había buscado armonizarlo para todos los miembros mediante dos directivas, en abril de 1967, que tardaron largo tiempo en aplicarse, a pesar de lo cual, el porcentaje del IVA derivado por los estados a las arcas de la Comunidad, sólo el uno por ciento en la primera etapa, llegó a ser la base de su Presupuesto. La Cumbre acordó dotar al Parlamento Europeo de mayores poderes de control presupuestario y avanzar hacia su elección por sufragio universal. b). La «profundización» de las políticas de la CE fue tratada en La Haya en una doble vertiente. Superada la fase de la unión aduanera, se abrían las agendas de la unión económica y de la monetaria. Para ponerlas en marcha se crearía, poco después, una Comisión presidida por Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo, a la que se otorgó un año de plazo para presentar una propuesta. Y, a solicitud de la delegación alemana, se acordó reglamentar la acción política exterior de la CEE, otorgando capacidad decisoria a las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno y estableciendo un mecanismo intergubernamental de consulta, la Cooperación Política Europea, cuyo estudio se encomendó a un Comité dirigido por el diplomático belga Étienne Davignon. c). En cuanto a la «ampliación», Francia retiraría su veto, ejercido dos veces, al ingreso del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, aunque sería precisa una etapa negociadora de duración imprevisible. 6. EL PLAN WERNER Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA En la Cumbre de la Haya quedó patente que la consecución de la unión económica, la nueva prioridad en el proceso de integración europea tras culminar la unión aduanera, requería de una rigurosa política monetaria de los estados, que redujera las 16
  • 17. fluctuaciones del mercado interior y dotase a la CEE de solvencia financiera internacional. La economía mundial experimentaba entonces dramáticas convulsiones monetarias provocadas por la crisis del dólar, preludio del abandono del sistema de Bretton Woods, que había regulado las relaciones monetarias en el mundo capitalista desde 1944, en favor de la libre convertibilidad. El Tratado de Roma había garantizado la autonomía de las políticas monetarias de los países miembros frente a una posible regulación que pudiera acometer la Comisión Europea. Sin embargo, la grave crisis de la lira italiana, en 1964, obligó al Consejo de Ministros de la CEE a adoptar algunas medidas de coordinación y solidaridad, que no pasaron de crear tres comisiones: de política presupuestaria, de gobernadores de bancos centrales y de política económica a medio plazo. En el momento de la Cumbre de La Haya, la evidencia de que la Unión Económica, el mercado único, precisaría no sólo de un sistema monetario regulado, sino incluso de una moneda única, hacía plantearse en paralelo una Unión Monetaria cuyo objetivo final sería la consecución de esa moneda común europea. Pero antes había que armonizar los sistemas nacionales existentes, regulando los flujos monetarios. A fin de que los gobernantes reunidos en La Haya, y luego los miembros de la Comisión Werner, tuviesen una visión de conjunto sobre el problema, la Comisión Europea encargó un estudio preparatorio a su vicepresidente y comisario de asuntos económicos y financieros, el francés Raymond Barre. El memorándum sobre La coordinación de la Política Económica y de la Política Monetaria en la Comunidad, conocido como Primer Plan Barre estuvo listo en febrero de 1969. Proponía «una concertación de las orientaciones nacionales» y de «las políticas económicas», a fin de que las divisas comunitarias reforzaran su posición internacional y pudieran protegerse de las tensiones monetarias, provocadas en cierto modo por la tendencia de la economía de la CEE a desenvolver sus finanzas exteriores en moneda norteamericana, los llamados «eurodólares». Entre las medidas propuestas por Barre se encontraban: a). La coordinación de la planificación económica mediante consultas entre los gobiernos. 17
  • 18. b). El acuerdo sobre la armonización de las futuras tasas de crecimiento de sus economías. c). Las facilidades de crédito a medio plazo a los estados con dificultades persistentes en la balanza de pagos. d). La creación de un fondo comunitario para conceder créditos incondicionales a corto plazo a Estados con dificultades puntuales en la balanza de pagos. El Plan sólo tuvo desarrollo en estos dos últimos puntos, cuando en febrero de 1970 la Comisión de Coordinación de los gobernadores de los bancos centrales decidió crear el Fondo Europeo de Cooperación Monetaria (FECOM), con 2.000 millones de dólares para otorgar créditos a los estados miembros, la mitad a corto y la mitad a medio plazo. En el seno de la CEE habían surgido dos posturas contrapuestas sobre la unión monetaria. Por un lado, estaban los monetaristas, que defendían el rápido establecimiento de cambios fijos dentro de la CEE, en la creencia de que ello facilitaría la planificación financiera, desarmaría la especulación en los mercados y aceleraría el proceso de unión económica de la Comunidad, posibilitando la autorregulación de precios y salarios y la moneda única. Frente a ellos, los economistas criticaban el continuo intervencionismo gubernamental sobre bienes y capitales que supondría el mantenimiento de unos tipos de cambio fijos y proponían la equiparación de precios y salarios y la armonización de las políticas económicas y fiscales antes de proceder a la convergencia monetaria. En la segunda mitad de 1969, la economía europea sufrió duras tensiones especulativas, fruto de la inestabilidad del dólar y del auge de la economía alemana. En agosto, el franco francés se devaluó el 11,1 por ciento, tras un año de amagos. Y en octubre el marco alemán se revaluó un 9,3. Ambas medidas, entre otras cosas, tuvieron inmediata repercusión en los precios agrarios y en la estabilidad de la PAC. Se estableció entonces el mecanismo de los Montantes Compensatorios Monetarios, destinado a compensar a los países miembros perjudicados por el efecto de las fluctuaciones de las monedas nacionales sobre los precios comunes. El problema monetario fue, por lo tanto, uno de los temas estrella de la Cumbre de La 18
  • 19. Haya, en diciembre de 1969. Tras ella, economistas y monetaristas pusieron en marcha sendos proyectos con los que convencer al Consejo de Ministros. a). Entre los primeros, el Gobierno federal alemán lanzó el Plan para la cooperación económica, monetaria y financiera, preparado por su ministro de Economía y Finanzas, Karl Schiller, miembro del ala derecha de la socialdemocracia y discípulo del «padre del milagro económico alemán», el democristiano Ludwig Erhard. El Plan Schiller pretendía una rápida y rigurosa estabilización económica y una lenta unión monetaria en cuatro etapas: una primera dedicada a coordinar las políticas económicas de los estados por objetivos; la segunda basada en la coordinación de las políticas monetarias de los bancos centrales y la creación de un sistema de ayuda monetaria a medio plazo; vendría luego un incremento de la coordinación económica, ya en manos de las instituciones comunitarias, la limitación de las fluctuaciones monetarias y la creación de un Fondo de Reserva Europeo, al que las Haciendas nacionales transferirían sus reservas monetarias; y en la cuarta etapa, los estados perderían casi toda capacidad individual de decisión en cuestiones financieras y se alcanzaría la moneda única. b). Los monetaristas de la Comisión Europea elaboraron el memorándum conocido como Segundo Plan Barre, que fue presentado en Bruselas durante la reunión del Consejo comunitario, el 4 de marzo de 1970. Barre planteaba un completo sistema de unificación de las políticas económicas estatales a través de tres vías complementarias: una unión monetaria, que suponía una rápida concertación de las tasa de cambio hasta llegar a la moneda única; una unión fiscal, aunque sólo centrada en la armonización de los sistemas impositivos y en la creación de una tasa «europea» basada en el IVA; y una política presupuestaria y social común, que prevaleciese sobre las particulares de los estados. El Consejo de Ministros aceptó el plan Barre, aunque en el entendimiento de que se trataba de una propuesta de máximos y que debería transcurrir un largo período antes de que se implementaran sus medidas. Conforme a los acuerdos de La Haya, el Consejo encomendó la confección de una hoja de ruta a la Comisión Werner, que presentó su Informe el 8 de octubre de 1970. El Plan Werner de una «Unión Económica y Monetaria por etapas», buscaba conciliar las posturas monetarista y economista. Defendía la conveniencia de ir decididamente a la moneda única. Pero la consideraba 19
  • 20. difícil de implantar a corto o medio plazo y la vinculaba a la realización en paralelo de la Unión Económica. Por lo tanto, planteaba un modelo alternativo, un «cesto de monedas» dentro del que las divisas nacionales tuviesen una ilimitada convertibilidad exterior y, a la vez, una paridad fija entre ellas. Para ello era preciso establecer la libre circulación de capitales en la Comunidad, eliminando las barreas aduaneras y legales, y situar el tipo de cambio interior de las monedas en una escala automática e invariable. La Comisión Werner preveía una fase transitoria dividida en tres etapas: hasta 1973, se limitarían las fluctuaciones del tipo de cambio, a fin de impedir sobresaltos como el dado por el franco y el marco en 1969; luego, hasta 1980, se establecería un tipo de cambio fijo y se garantizaría la total libertad de pagos, transferencias y capitales; finalmente, se crearía un Banco Central Europeo para gestionar el conjunto del sistema monetario y entraría en vigor la moneda única europea. El Plan preveía la creación del Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, un mecanismo compensatorio de los flujos de capital para las economías más desfavorecidas, y otorgaba poderes al Parlamento Europeo para fiscalizar a los bancos centrales de la CEE, cuyos gobernadores se habían integrado en 1964 en un Comité de Coordinación. El Plan Werner, adoptado por el Consejo de Ministros el 22 de marzo de 1971, no se pudo llevar a cabo. La crisis monetaria de esa primavera, la libre convertibilidad del dólar decidida por la Administración Nixon en marzo de 1972 y, sobre todo, las perturbaciones causadas en la economía internacional por la «crisis del petróleo» iniciada en octubre de 1973, que afectó gravemente a una Comunidad Europea casi carente de recursos petrolíferos, impidieron aplicar la planificación prevista. Para evitar fluctuaciones incontroladas, el Comité de Coordinación de los bancos centrales acordó medidas. El 18 de diciembre de 1971 mediante el Acuerdo del Instituto Smithsoniano, en Washington, se fijó una nueva paridad entre el dólar y las monedas europeas que ampliaba los márgenes de flotación de estas, en una banda tan ancha que ponían en peligro su estabilidad. Por ello, el 21 de marzo de 1972, se estableció una disciplina de cambios que fue definida como «la serpiente monetaria en el túnel internacional», a fin de mantener la estabilidad en las cotizaciones cruzadas de las monedas europeas. La serpiente monetaria —nombre que se le daba por las oscilaciones que provocaban en los gráficos los cambios de las nueve monedas— fijaba un margen de fluctuación de ± 2,25 por ciento respecto al dólar y del 4,50 al 2,50 entre las monedas 20
  • 21. participantes. Parecía una solución y el Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, candidatos al ingreso en la CEE, fueron incluidos en el sistema mediante el Acuerdo de Basilea, de 27 de abril. Pero la serpiente monetaria no funcionó, ni siquiera a corto plazo. Dos meses después de su adhesión, en junio de 1972, la libra esterlina tuvo que abandonarla al no poder sostener sus límites de estabilidad. A comienzos de 1973, la libra irlandesa siguió el mismo camino. Ese año hubo que rehacerla, dotándola de mejores mecanismos de protección, una serpiente de la que también desaparecieron las monedas noruega e italiana y se incorporó el franco suizo. Se puso en marcha el Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, que disponía del 20 por ciento de los fondos bancarios de la CEE en oro y dólares para la compensación multilateral de los créditos a corto plazo. Pero poco después, tras una nueva devaluación del dólar, se eliminaron los controles de fluctuación con respecto a la divisa estadounidense. Ello lanzó a las monedas europeas a una vorágine de devaluaciones y revaluaciones que, hasta que se estabilizó la economía mundial a finales de la década, causaron graves perturbaciones a la del Mercado Común, confirmaron al marco alemán como la moneda más sólida del sistema, y lo convirtieron en la referencia interna de la CEE y en la futura base de una Unión Monetaria que, por el momento, se haría esperar. 7. LA COOPERACIÓN POLÍTICA EUROPEA Conforme a los acuerdos de la Cumbre de La Haya, al tiempo que iniciaban el estudio de la unión económica y monetaria, los gobiernos de los Seis procedieron a revisar sus mecanismos de cooperación política que, tras los reiterados fracasos de las iniciativas de federalistas y confederales, quedaban reducidos a las muy limitadas relaciones internacionales de la CEE. El estudio de este tema le fue encomendado a un Comité de Altos Funcionarios presidido por el vizconde Etienne Davignon, director de Asuntos Políticos del ministerio de Asuntos Exteriores belga. El Primer Informe Davignon, o Informe de Luxemburgo, aprobado por el Consejo de Ministros el 23 de octubre de 1970 —pocos días después de la aprobación del Plan Werner— admitía el principio de dar forma a la voluntad de acción política. Para eso, Europa debía contar con una sola voz en el exterior, que se alcanzaría tras su desarrollo en etapas sucesivas. Por ello «debe prepararse a ejercer las responsabilidades que el aumento de su cohesión y su 21
  • 22. papel creciente en el Mundo le imponen como un deber que asumir, al mismo tiempo que como una necesidad». El llamado Método Davignon para la Cooperación Política Europea (CPE), establecía los fundamentos de coordinación de la política exterior de los países comunitarios a través de dos tipos de medidas: − Asegurar, mediante informaciones y consultas regulares, una mejor comprensión mutua de los grandes problemas de política internacional. − Reforzar su solidaridad, favoreciendo una armonización de los puntos de vista, la concertación de las actitudes y, cuando esto parezca posible y deseable, acciones comunes. Para ello fijaba cuatro mecanismos de coordinación: a). Una reunión semestral de los seis ministros de Asuntos Exteriores, cuando no hubiese Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, que la sustituiría. La primera reunión semestral sobre la CPE se celebró en Munich, el 19 de noviembre de 1970. b). Un Comité Político vinculado al Consejo de Ministros, integrado por los directores de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores, con reuniones trimestrales y capacidad para crear grupos de trabajo sectoriales. c). Un Comité de Altos Funcionarios de las Comunidades, para llevar el día a día de las relaciones políticas en sus aspectos supranacionales bajo la supervisión del Comité Político. d). La Comisión Política del Parlamento Europeo, que valoraría un informe anual del presidente del Consejo de Ministros sobre la Acción Política de las Comunidades. El Método Davignon era muy tímido en sus planteamientos, ya que ni siquiera establecía la obligatoriedad de las consultas entre gobiernos. Pero eso era por puro realismo. Resultaba evidente que ni Francia, ni menos aún el Reino Unido, que estaba próximo a ingresar en las Comunidades, delegarían las líneas maestras de sus políticas exteriores en los altos funcionarios comunitarios, ni las someterían a las directrices de la Eurocámara. Básicamente se trataba, pues, de que los gobiernos dialogaran sobre tomas de postura común ante las crisis internacionales y de coordinar aquellos aspectos de las 22
  • 23. políticas estatales que afectaban a la proyección exterior de las Comunidades. La Cumbre comunitaria de París, en octubre de 1972, avaló esta prudencia al incrementar a cuatrimestral la frecuencia de las reuniones de ministros y jefes de Gobierno sobre la política exterior común y establecer un procedimiento de urgencia en las consultas ante situaciones de crisis. Y ello facilitó la aprobación del Segundo Informe Davignon, o Informe de Copenhague, en julio de 1973, en el que se oficializó el Método al establecer que cada Estado se comprometerá a no fijar definitivamente su propia posición sin haber consultado a los demás en el marco de la cooperación política. Esta cooperación era cada vez más necesaria. La CEE era una potencia económica de creciente peso en el mundo, pero carecía de unidad política y ni siquiera tenía una única voz en cuestiones internacionales que le afectaban, como la distensión Este- Oeste, el desarme nuclear, o el conflicto de Oriente Medio, donde la guerra del Yom Kippur, en octubre de 1973, desató una crisis energética que tuvo dramática repercusión en la economía de la Comunidad. Una coyuntura especialmente complicada fue la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), con la participación de las dos superpotencias planetarias y de todos los países europeos, con excepción de Albania. Tras una fase preparatoria en Ginebra, la CSCE celebró su sesión plenaria en Helsinki, entre el 3 de julio y el 1 de agosto de 1973. Durante los dos años siguientes, la Conferencia tuvo varias sesiones para cerrar el documento final, o Acta de Helsinki, el 1 de agosto de 1975. En principio, la CSCE era un triunfo del espíritu de la Comunidad en cuanto suponía la adopción, en un nivel continental, de su sistema de Cooperación Política y una apuesta por la democracia, los derechos humanos y la resolución pacífica de conflictos. Pero la Europa comunitaria careció de una voz propia y no pudo evitar que los Estados Unidos se alineasen con la Unión Soviética en la garantía expresa de la no injerencia en los asuntos internos de los países del continente, perpetuando así la división entre Este y Oeste y entre dictaduras de partido y democracias parlamentarias. 8. LA CONCRECIÓN DE LA PAC: EL PLAN MANSHOLT A lo largo de los años sesenta, la Política Agraria Común hizo mucho a favor de la revitalización y la modernización de la agricultura de la Europa occidental. Pero la elaboración de su estructura normativa y los ritmos de su aplicación fueron un 23
  • 24. verdadero quebradero de cabeza para la Comisión Europea. Ello se había comprobado en el proceso de unión aduanera, cuando el desarme arancelario de la agricultura fue siempre por detrás del de la industria, manteniendo, además, diferencias significativas entre familias de productos. Francia, impulsora decidida de la PAC, se había convertido luego en un azote para su desarrollo, cuando advirtió que la política de precios y de subvenciones podía no ser tan favorable para su agricultura. Y el Reino Unido tuvo en ello uno de los principales problemas para la adhesión, ya que su modelo agrario, con una producción modesta y grandes importaciones de Estados Unidos y los países de la Commonwealth, encajaba mal en el comunitario. Durante los años sesenta y setenta fue relativamente frecuente, en los países miembros, la guerra de las naranjas, el espectáculo de camiones cargados con productos agrícolas de importación saqueados por piquetes de agricultores que protestaban contra una política comercial —sobre todo las compras a los países asociados y con acuerdos preferenciales del área mediterránea — que perjudicaba su nivel de protección en el mercado nacional. En marzo de 1972, el presidente de la Comisión Europea, Franco María Malfatti (1970-72), cedió el puesto al vicepresidente Sicco Mansholt, quien había sido el cerebro organizador de la PAC y que desempeñó la presidencia durante el resto del período previsto, unos diez meses. En tan corto plazo se produjo la primera ampliación de miembros de las Comunidades y la adopción del Sistema Monetario Europeo. Pero también hubo un importante avance en la unificación de la agricultura europea. En 1968, la Comisión había encomendado al entonces comisario Mansholt el estudio de una nueva etapa de la PAC, una vez culminada la unión aduanera. Su informe, el Programa Agrícola 80, llamado Plan Mansholt, o Informe del Grupo de Gaichel, fue aprobado por el Consejo de Ministros. Contemplaba el avance en la modernización del sector agrario hasta 1980, a través de dos mecanismos fundamentales. a). Por un lado, la política de precios, estabilizándolos por sectores mediante la culminación de las Organizaciones Comunes de Mercado y del mecanismo del Montante de Precios Compensatorios, así como desenrollando un sistema comunitario de intervención para evitar caídas de precios, mediante la adquisición a los agricultores de los grandes stocks a un precio fijado de antemano. b). Por otro, definía el llamado Plan de modernización de la agricultura y de ayuda 24
  • 25. a los agricultores mayores, que dio origen a tres directrices comunitarias, las llamadas directrices socioestructurales: − Modernización de las explotaciones agropecuarias, concentración del minifundio y reducción de la superficie cultivada a fin de limitar los excedentes, mediante el juego de la política de subvenciones, en los sectores con sobreproducción. − Mejora, a través de políticas educativas, en la formación técnica y económica de los agricultores. − Reducción del número de pequeños agricultores en unos cinco millones, mediante la financiación una generosa política de jubilaciones anticipadas, ayudas para el establecimiento en el medio rural de otros tipos de actividades empresariales y el incremento de los empleos del sector terciario en las áreas agrícolas. El Plan Mansholt, apoyado económicamente en el FEOGA, revolucionó profundamente la agricultura de la Comunidad Europea, racionalizando y modernizando sus estructuras y liberando un gran número de trabajadores hacia la industria y los servicios en el medio rural. Pero su planteamiento sembró la alarma entre los sectores más tradicionales del campesinado, obligados a una reconversión en ocasiones traumática. A comienzos de los años setenta se produjeron fuertes protestas de las organizaciones agrarias, con acciones como el incremento de la guerra de las naranjas contra el transporte de productos agrícolas extracomunitarios, o la multitudinaria manifestación de agricultores europeos contra la PAC, celebrada en Bruselas en 1971. 25