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EL
SANTUARIO

 SANTIAGO CABANES
     GABARDA
EL SANTUARIO.


Ucerbas volvió a paladear aquel vino, sabiamente rebajado con agua. Era uno
de sus mejores negocios, los edetanos, sus compatriotas, no eran muy
aficionados a esta bebida, preferían la tradicional cerveza, pero él que tenía
tratos con las gentes del mar, se había acostumbrado a su áspero sabor. Ahora
poseía más de doscientas ánforas en sus bodegas, listas para ser vendidas, y
esto ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Algún día, la nuestra será
una tierra de vinos, profetizaba.




Y la ocasión bien merecía los mejores caldos, pues iba a sellar uno de los
acuerdos comerciales más importantes de su vida. En la habitación contigua se
encontraba Ahirom, un fenicio de barba apuntada y gorro frigio. Vestía las
más lujosas sedas orientales, rara vez vistas en tierras de los edetanos, y
portaba numerosos amuletos de oro macizo. Había venido acompañado de
varios soldados y ayudantes. Todo indicaba que, pese a su avanzada edad, era
un hombre con una gran fortuna. Y había accedido a casarse con su hija

                                     2
menor, llamada Nisunin. Esto era sumamente beneficioso para el comercio de
Ucerbas, pues sellaría una alianza permanente que le permitiría enriquecerse y
tratar como iguales a los aristócratas y los comerciantes más ricos de su
ciudad. El pecho se le henchía de orgullo ante esta perspectiva, y una euforia
ambiciosa recorría sus venas.


Ya estaba todo acordado, las copas habían brindado, se había sellado el
acuerdo matrimonial y había mandado a un sirviente a buscar a su hija. Le
enorgullecía haberla concebido, con aquella belleza inusual, con aquel porte
esbelto y ojos azulados más propios de los celtas, con aquellos cabellos
arrebujados en rizos enloquecedores... Era normal que aquel fenicio hubiera
perdido la cabeza por ella, y que hubiera accedido a aquel acuerdo
matrimonial tan favorable para los intereses de Ucerbas. Con aquella alianza
todos sus rivales comerciales quedarían desplazados...


Pero el sirviente regresó solo y con el semblante lívido... Evitaba alzar su
mirada del suelo, le temblaban las manos y casi tartamudeó al pronunciar lo
siguiente:
      -Vuestra hija no está, mi señor, se ha escapado...
Las siguientes horas fueron atronadoras, toda la casa parecía revuelta...
Ahirom, el fenicio, se marchó enojado y airado, y humilló a su anfitrión al
decir que era incapaz de someter y controlar a su hija. Los sirvientes y los
guardianes no descansaban, registraban todos los rincones, preguntaban a los
viandantes. Finalmente descubrieron que faltaba un caballo en las cuadras, y
que Antorbanen, un liberto, también se había fugado. Entonces Ucerbas lo
entendió todo. Últimamente su hija se había mostrado extraña. Suspiraba,
lloraba a escondidas, incluso se apartaba de las cenas animadas y se consolaba
en la terraza contemplando las estrellas. Además, siempre había tratado a
aquel sirviente con demasiada condescendencia, con complicidad... Aquellas

                                      3
miradas significaban algo... El corazón de Ucerbas dio un vuelco, en una
sensación intensa y dolorosa parecida a los celos de un enamorado… Y ahora
ese miserable, un mentecato liberto, había robado a su hija...


No cabía otra solución entre los hombres respetables. Debía encontrar a
ambos y matarlos. Conclusión que hoy puede parecernos salvaje y
despiadada... Pero debemos entender que para un antiguo el honor actuaba
como una carta de presentación, la gente le respetaba en función de si
pertenecía a una familia o una institución honorable. Una persona podía no
obtener un trabajo, o ser rechazada de la vida pública, si carecía de honor. En
este aspecto, actuaba como una suerte de currículum vitae… Y si esto era así
para el común de las personas, mucho más para un comerciante que podía ver
cuestionada su palabra y su credibilidad, negados los préstamos, engañado en
el cambio de monedas... Además, estaba el desprecio, los cuchicheos en el
mercado, las miradas de desprecio y reprobación… Y una hija díscola e
irrespetuosa, podía mancillar el honor de toda una familia.


Y esto cegaba a Ucerbas, que subió presto a su caballo. La edad y una vida
fácil y regalada habían hecho mella en su cuerpo, pero aún conservaba buena
parte del vigor de su juventud. Se hizo acompañar de sus mejores hombres:
cuatro aguerridos soldados, temidos por su manejo de la falcata, y dos
expertos honderos. Entre ellos se encontraba su fiel amigo y consejero,
Nersiadin, un contestano que lucía un llamativo parche en el ojo, numerosas
cicatrices y varios tatuajes de origen celta.


La comitiva partió presurosa. A Ucerbas le poseía la ira… Siquiera se
planteaba cómo sería el horrible momento en que ordenaría a sus hombres
asesinar a su propia hija… Tan sólo pensaba en la humillación sufrida ante un
extranjero, en la rabia por ver truncados sus planes, en la desobediencia

                                       4
absurda de su hija, en que odiaba con todas sus fuerzas a aquel mísero liberto
al que efectivamente deseaba lo peor. Siquiera escuchaba los lamentos de su
hija mayor, que había acudido con su esposo al conocer la noticia, y quien con
los ojos empañados suplicaba desde la puerta:
      -Padre, pensad en lo que hacéis… Es vuestra hija y la amáis…
Pronto dejaron atrás la ciudad de Edeta. Por varias personas sabían que los
fugitivos habían huido hacia el oeste. Atravesaban ahora fértiles campos
cultivados con esmero, y en menos de media hora Ucerbas reconoció la villa
donde vivía un aristócrata amigo suyo, en lo que hoy en día se llama el
Castellet de Bernabé. Recordaba aquel lugar en el que había realizado algunas
transacciones. Su muro sólido, su puerta imponente que anclaba el hierro de
los goznes sobre la piedra tallada, su única calle a la que se accedía después de
una cuesta empinada. Pero no era la ocasión de detenerse allí y disfrutar de la
hospitalidad de los vecinos, ni de rendir pleitesía al noble local. Prosiguieron
su trote enloquecido.


Ascendían ahora las empinadas montañas al oeste de la ciudad. Conforme lo
hacían se introducían en una espesura formada por carrascas y robles. Los
bosques que en aquella época cubrían buena parte del continente europeo,
tenían poco que ver con las superficies forestales actuales. Densos e
impenetrables, apenas existían en ellos caminos y senderos, y en muchas
ocasiones era preciso abrirse paso entre la maleza con la ayuda de una espada,
o seguir la trocha creada por algún animal. Los troncos eran amplios y
rugosos, las ramas se agitaban susurrantes, en ocasiones algún pájaro o alguna
alimaña hacían estremecerse la espesura. Las copas frondosas de los árboles
impedían que se colara entre ellas la luz solar, y el ambiente se poblaba de
sombras y humedades. No era infrecuente tropezar allí con algún bandido. Y
por primera vez en todo el día, Ucerbas se preocupó por su hija, a la que había
cuidado con esmero desde que era una niña. Pero apartó pronto aquellos

                                      5
pensamientos de debilidad… Le había humillado, robado y desobedecido…
Pero sobre todo la odiaba por haberle arrastrado hasta aquella situación, por
haberle desgarrado el corazón, por haberle obligado a tomar aquella espantosa
decisión… No merecía el perdón.
En lo alto de aquellas montañas descubrieron una vista maravillosa, a cuya
belleza cedieron incluso los rudos guerreros… Nersiadin comentó admirado
que desde allí se contemplaba la propia Edeta… Y también se apreciaba el
llano en el que un día se fundaría la ciudad de Valencia. En aquella época no
era más que un cenagal insalubre, donde sólo vivían algunos miserables
campesinos expuestos a las enfermedades y a los ataques de los piratas… A
los íberos no les gustaban las zonas de costa, probablemente más inseguras, y
por eso su capital y asentamientos se situaban en el interior.


También encontraron una pequeña hondonada en la que siglos después se
fundaría la villa de Alcublas. En aquella época ya estaba cultivada, y existían
algunos caseríos dispersos, en especial en lo que hoy se denomina el cerro de
los molinos. En algunas montañas cercanas los edetanos habían construido
atalayas y fortificaciones, que se comunicaban entre sí mediante señales de
humo, y defendían su territorio de las tribus agrestes y bárbaras del interior de
la península. Sin embargo, la mayoría de los lugareños vivían hacia el oeste,
en el barranco que hoy conocemos como las Torrecillas. Allí había dos
pequeños poblados, y hacia allí dirigieron sus monturas los jinetes.


Atravesaron nuevamente algunos de los bosques y campos de cultivo de
aquellos parajes, y llegaron al anochecer a una de esas poblaciones. En ellas
había algunos soldados que afirmaban haber visto llegar a una pareja de
jóvenes fugitivos, pero nadie sabía dónde se habían escondido. Así que
Ucerbas y sus guerreros buscaron alojamiento, y regaron su descanso con
cerveza. Sin embargo, el comerciante no pudo pegar ojo. La única vez que

                                      6
logró conciliar el sueño contempló ríos de sangre y rayos atronadores de
tormenta, un mal presagio… El resto del tiempo, cuando entornaba sus
párpados, no podía evitar recordar el rostro de su hija… Sumido en la zozobra
abandonó su habitación y decidió pasear en el silencio arrollador de la noche...


Como el resto de poblados íberos, aquel se situaba sobre una colina, al
resguardo de los bandidos. Ucerbas trabó amistad con los guardas de la
muralla, y se asomó a ella… Incluso en la penumbra, la luna llena permitía
atisbar la hermosa profundidad de los densos bosques cercanos, su penetrante
olor a ozono, e imaginar su verdor… El verde en un paisaje es como el dulce
en el paladar, una golosina para los ojos. Sólo eso podía tranquilizar su mente
excitada y sus pensamientos precipitados… Y así esperó el amanecer.
Entonces descendió de la muralla, y tropezó con un extraño joven
encapuchado, que arrastraba tras de sí un caballo. No tardó en reconocerle, era
Antorbanen, el liberto que había raptado a su hija. Profirió un grito, y el
muchacho brincó sobre su montura y emprendió la huida aterrado. Ucerbas
ordenó a los vigilantes que le detuvieran, pero el fugitivo ya había atravesado
la muralla. Allí, en los campos cercanos, el mercader encontró el campamento
improvisado donde aquella noche habían descansado él y su hija… Y se
detuvo unos segundos a contemplar la hoguera extinta, los parcos restos de
comida… E imaginó a su hija durmiendo a la intemperie, y fue la primera vez
que sintió ternura o compasión hacia ella, sentimiento que le arrastró al
recuerdo de su esposa muerta unos años atrás… Realmente su hija se parecía
físicamente a su madre, y también compartían numerosos gestos y
expresiones... Pero no se dejó dominar por la nostalgia mucho tiempo… Con
un grito llamó a sus guerreros, y se dispusieron a seguir las huellas. Ya sólo
era cuestión de tiempo que atraparan a los fugitivos.
Al cabo de unas horas, descubrieron que la pareja se había adentrado por un
barranco, por el que en aquella época del año discurría un pequeño torrente.

                                      7
Seguramente se sentían acosados y desesperados, y habían pensado que el
agua borraría sus huellas. Pero no fue así, pues los hombres de Ucerbas eran
cazadores experimentados, y con el leve susurro de un suspiro eran capaces de
encontrar a la presa. No tardaron en dar con los jóvenes y, cuando el mercader
llegó, los tenían arrodillados y maniatados. Ya sólo esperaban la espantosa
orden de eliminarlos.


La hija de Ucerbas lloraba desconsolada… “Le amo, padre, piedad, le amo”,
sollozaba… Pero el comerciante también observaba la mirada expectante de
sus guerreros, y entendía que no podía echarse atrás o su honor quedaría
mancillado para siempre, y perdería el respeto de sus propios hombres.
Cuando alzó la mano para dar la fatídica orden, se produjo un silencio
abismal… Y quizá este hecho permitió que se escucharan unos cánticos
religiosos que provenían de una de las montañas que conformaban aquel
barranco.




Entonces todos alzaron su cabeza, y dirigieron su vista hacia la loma. Era
especial, pues una de sus caras parecía cortada a cuchillo en escarpados
precipicios. Altiva, orgullosa, mostraba sus entrañas descarnadas, ese corazón
de piedra cuyo lento palpitar es posible percibir las noches más apacibles y

                                     8
silenciosas. En su cima, los soldados habían construido una atalaya, desde la
que se podía observar toda la comarca. Y a sus faldas, las gentes del lugar se
reunían espontáneamente y realizaban ofrendas y oraciones, pues en aquella
época se pensaba que todos los seres de la naturaleza, vivos o inertes, poseían
un alma a la que había que rendir cuentas. En aquellas religiones primitivas,
que en muchas ocasiones no precisaban ni templos ni sacerdotes, era necesario
ganarse aquella fuerza, que en ocasiones personificaban como hadas, faunos,
elfos, ninfas y otras criaturas mágicas que merecían el máximo respeto. Y
también aquella montaña poseía vida, una energía poderosa. Ucerbas y los
suyos entendieron entonces que se encontraban en un santuario… Y años
después interpretó como un augurio acertado, el que los dioses hubieran
conducido hasta allí a los fugitivos.
      -¡Deteneos, insensatos! Es impío derramar sangre en un lugar
sagrado… -Bramó el mercader a sus soldados.
Y rompió a llorar, quizá conmovido por las fuertes emociones que había
vivido, por el recuerdo de su esposa fallecida, por el temor a los dioses, o por
el poderoso espíritu que imperaba en aquel lugar… Y se agachó sollozando, y
abrazó a la pareja y bendijo su unión.


Varios siglos después, las gentes del lugar denominaron a aquella montaña la
Peña Ramiro.




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El santuario

  • 2. EL SANTUARIO. Ucerbas volvió a paladear aquel vino, sabiamente rebajado con agua. Era uno de sus mejores negocios, los edetanos, sus compatriotas, no eran muy aficionados a esta bebida, preferían la tradicional cerveza, pero él que tenía tratos con las gentes del mar, se había acostumbrado a su áspero sabor. Ahora poseía más de doscientas ánforas en sus bodegas, listas para ser vendidas, y esto ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Algún día, la nuestra será una tierra de vinos, profetizaba. Y la ocasión bien merecía los mejores caldos, pues iba a sellar uno de los acuerdos comerciales más importantes de su vida. En la habitación contigua se encontraba Ahirom, un fenicio de barba apuntada y gorro frigio. Vestía las más lujosas sedas orientales, rara vez vistas en tierras de los edetanos, y portaba numerosos amuletos de oro macizo. Había venido acompañado de varios soldados y ayudantes. Todo indicaba que, pese a su avanzada edad, era un hombre con una gran fortuna. Y había accedido a casarse con su hija 2
  • 3. menor, llamada Nisunin. Esto era sumamente beneficioso para el comercio de Ucerbas, pues sellaría una alianza permanente que le permitiría enriquecerse y tratar como iguales a los aristócratas y los comerciantes más ricos de su ciudad. El pecho se le henchía de orgullo ante esta perspectiva, y una euforia ambiciosa recorría sus venas. Ya estaba todo acordado, las copas habían brindado, se había sellado el acuerdo matrimonial y había mandado a un sirviente a buscar a su hija. Le enorgullecía haberla concebido, con aquella belleza inusual, con aquel porte esbelto y ojos azulados más propios de los celtas, con aquellos cabellos arrebujados en rizos enloquecedores... Era normal que aquel fenicio hubiera perdido la cabeza por ella, y que hubiera accedido a aquel acuerdo matrimonial tan favorable para los intereses de Ucerbas. Con aquella alianza todos sus rivales comerciales quedarían desplazados... Pero el sirviente regresó solo y con el semblante lívido... Evitaba alzar su mirada del suelo, le temblaban las manos y casi tartamudeó al pronunciar lo siguiente: -Vuestra hija no está, mi señor, se ha escapado... Las siguientes horas fueron atronadoras, toda la casa parecía revuelta... Ahirom, el fenicio, se marchó enojado y airado, y humilló a su anfitrión al decir que era incapaz de someter y controlar a su hija. Los sirvientes y los guardianes no descansaban, registraban todos los rincones, preguntaban a los viandantes. Finalmente descubrieron que faltaba un caballo en las cuadras, y que Antorbanen, un liberto, también se había fugado. Entonces Ucerbas lo entendió todo. Últimamente su hija se había mostrado extraña. Suspiraba, lloraba a escondidas, incluso se apartaba de las cenas animadas y se consolaba en la terraza contemplando las estrellas. Además, siempre había tratado a aquel sirviente con demasiada condescendencia, con complicidad... Aquellas 3
  • 4. miradas significaban algo... El corazón de Ucerbas dio un vuelco, en una sensación intensa y dolorosa parecida a los celos de un enamorado… Y ahora ese miserable, un mentecato liberto, había robado a su hija... No cabía otra solución entre los hombres respetables. Debía encontrar a ambos y matarlos. Conclusión que hoy puede parecernos salvaje y despiadada... Pero debemos entender que para un antiguo el honor actuaba como una carta de presentación, la gente le respetaba en función de si pertenecía a una familia o una institución honorable. Una persona podía no obtener un trabajo, o ser rechazada de la vida pública, si carecía de honor. En este aspecto, actuaba como una suerte de currículum vitae… Y si esto era así para el común de las personas, mucho más para un comerciante que podía ver cuestionada su palabra y su credibilidad, negados los préstamos, engañado en el cambio de monedas... Además, estaba el desprecio, los cuchicheos en el mercado, las miradas de desprecio y reprobación… Y una hija díscola e irrespetuosa, podía mancillar el honor de toda una familia. Y esto cegaba a Ucerbas, que subió presto a su caballo. La edad y una vida fácil y regalada habían hecho mella en su cuerpo, pero aún conservaba buena parte del vigor de su juventud. Se hizo acompañar de sus mejores hombres: cuatro aguerridos soldados, temidos por su manejo de la falcata, y dos expertos honderos. Entre ellos se encontraba su fiel amigo y consejero, Nersiadin, un contestano que lucía un llamativo parche en el ojo, numerosas cicatrices y varios tatuajes de origen celta. La comitiva partió presurosa. A Ucerbas le poseía la ira… Siquiera se planteaba cómo sería el horrible momento en que ordenaría a sus hombres asesinar a su propia hija… Tan sólo pensaba en la humillación sufrida ante un extranjero, en la rabia por ver truncados sus planes, en la desobediencia 4
  • 5. absurda de su hija, en que odiaba con todas sus fuerzas a aquel mísero liberto al que efectivamente deseaba lo peor. Siquiera escuchaba los lamentos de su hija mayor, que había acudido con su esposo al conocer la noticia, y quien con los ojos empañados suplicaba desde la puerta: -Padre, pensad en lo que hacéis… Es vuestra hija y la amáis… Pronto dejaron atrás la ciudad de Edeta. Por varias personas sabían que los fugitivos habían huido hacia el oeste. Atravesaban ahora fértiles campos cultivados con esmero, y en menos de media hora Ucerbas reconoció la villa donde vivía un aristócrata amigo suyo, en lo que hoy en día se llama el Castellet de Bernabé. Recordaba aquel lugar en el que había realizado algunas transacciones. Su muro sólido, su puerta imponente que anclaba el hierro de los goznes sobre la piedra tallada, su única calle a la que se accedía después de una cuesta empinada. Pero no era la ocasión de detenerse allí y disfrutar de la hospitalidad de los vecinos, ni de rendir pleitesía al noble local. Prosiguieron su trote enloquecido. Ascendían ahora las empinadas montañas al oeste de la ciudad. Conforme lo hacían se introducían en una espesura formada por carrascas y robles. Los bosques que en aquella época cubrían buena parte del continente europeo, tenían poco que ver con las superficies forestales actuales. Densos e impenetrables, apenas existían en ellos caminos y senderos, y en muchas ocasiones era preciso abrirse paso entre la maleza con la ayuda de una espada, o seguir la trocha creada por algún animal. Los troncos eran amplios y rugosos, las ramas se agitaban susurrantes, en ocasiones algún pájaro o alguna alimaña hacían estremecerse la espesura. Las copas frondosas de los árboles impedían que se colara entre ellas la luz solar, y el ambiente se poblaba de sombras y humedades. No era infrecuente tropezar allí con algún bandido. Y por primera vez en todo el día, Ucerbas se preocupó por su hija, a la que había cuidado con esmero desde que era una niña. Pero apartó pronto aquellos 5
  • 6. pensamientos de debilidad… Le había humillado, robado y desobedecido… Pero sobre todo la odiaba por haberle arrastrado hasta aquella situación, por haberle desgarrado el corazón, por haberle obligado a tomar aquella espantosa decisión… No merecía el perdón. En lo alto de aquellas montañas descubrieron una vista maravillosa, a cuya belleza cedieron incluso los rudos guerreros… Nersiadin comentó admirado que desde allí se contemplaba la propia Edeta… Y también se apreciaba el llano en el que un día se fundaría la ciudad de Valencia. En aquella época no era más que un cenagal insalubre, donde sólo vivían algunos miserables campesinos expuestos a las enfermedades y a los ataques de los piratas… A los íberos no les gustaban las zonas de costa, probablemente más inseguras, y por eso su capital y asentamientos se situaban en el interior. También encontraron una pequeña hondonada en la que siglos después se fundaría la villa de Alcublas. En aquella época ya estaba cultivada, y existían algunos caseríos dispersos, en especial en lo que hoy se denomina el cerro de los molinos. En algunas montañas cercanas los edetanos habían construido atalayas y fortificaciones, que se comunicaban entre sí mediante señales de humo, y defendían su territorio de las tribus agrestes y bárbaras del interior de la península. Sin embargo, la mayoría de los lugareños vivían hacia el oeste, en el barranco que hoy conocemos como las Torrecillas. Allí había dos pequeños poblados, y hacia allí dirigieron sus monturas los jinetes. Atravesaron nuevamente algunos de los bosques y campos de cultivo de aquellos parajes, y llegaron al anochecer a una de esas poblaciones. En ellas había algunos soldados que afirmaban haber visto llegar a una pareja de jóvenes fugitivos, pero nadie sabía dónde se habían escondido. Así que Ucerbas y sus guerreros buscaron alojamiento, y regaron su descanso con cerveza. Sin embargo, el comerciante no pudo pegar ojo. La única vez que 6
  • 7. logró conciliar el sueño contempló ríos de sangre y rayos atronadores de tormenta, un mal presagio… El resto del tiempo, cuando entornaba sus párpados, no podía evitar recordar el rostro de su hija… Sumido en la zozobra abandonó su habitación y decidió pasear en el silencio arrollador de la noche... Como el resto de poblados íberos, aquel se situaba sobre una colina, al resguardo de los bandidos. Ucerbas trabó amistad con los guardas de la muralla, y se asomó a ella… Incluso en la penumbra, la luna llena permitía atisbar la hermosa profundidad de los densos bosques cercanos, su penetrante olor a ozono, e imaginar su verdor… El verde en un paisaje es como el dulce en el paladar, una golosina para los ojos. Sólo eso podía tranquilizar su mente excitada y sus pensamientos precipitados… Y así esperó el amanecer. Entonces descendió de la muralla, y tropezó con un extraño joven encapuchado, que arrastraba tras de sí un caballo. No tardó en reconocerle, era Antorbanen, el liberto que había raptado a su hija. Profirió un grito, y el muchacho brincó sobre su montura y emprendió la huida aterrado. Ucerbas ordenó a los vigilantes que le detuvieran, pero el fugitivo ya había atravesado la muralla. Allí, en los campos cercanos, el mercader encontró el campamento improvisado donde aquella noche habían descansado él y su hija… Y se detuvo unos segundos a contemplar la hoguera extinta, los parcos restos de comida… E imaginó a su hija durmiendo a la intemperie, y fue la primera vez que sintió ternura o compasión hacia ella, sentimiento que le arrastró al recuerdo de su esposa muerta unos años atrás… Realmente su hija se parecía físicamente a su madre, y también compartían numerosos gestos y expresiones... Pero no se dejó dominar por la nostalgia mucho tiempo… Con un grito llamó a sus guerreros, y se dispusieron a seguir las huellas. Ya sólo era cuestión de tiempo que atraparan a los fugitivos. Al cabo de unas horas, descubrieron que la pareja se había adentrado por un barranco, por el que en aquella época del año discurría un pequeño torrente. 7
  • 8. Seguramente se sentían acosados y desesperados, y habían pensado que el agua borraría sus huellas. Pero no fue así, pues los hombres de Ucerbas eran cazadores experimentados, y con el leve susurro de un suspiro eran capaces de encontrar a la presa. No tardaron en dar con los jóvenes y, cuando el mercader llegó, los tenían arrodillados y maniatados. Ya sólo esperaban la espantosa orden de eliminarlos. La hija de Ucerbas lloraba desconsolada… “Le amo, padre, piedad, le amo”, sollozaba… Pero el comerciante también observaba la mirada expectante de sus guerreros, y entendía que no podía echarse atrás o su honor quedaría mancillado para siempre, y perdería el respeto de sus propios hombres. Cuando alzó la mano para dar la fatídica orden, se produjo un silencio abismal… Y quizá este hecho permitió que se escucharan unos cánticos religiosos que provenían de una de las montañas que conformaban aquel barranco. Entonces todos alzaron su cabeza, y dirigieron su vista hacia la loma. Era especial, pues una de sus caras parecía cortada a cuchillo en escarpados precipicios. Altiva, orgullosa, mostraba sus entrañas descarnadas, ese corazón de piedra cuyo lento palpitar es posible percibir las noches más apacibles y 8
  • 9. silenciosas. En su cima, los soldados habían construido una atalaya, desde la que se podía observar toda la comarca. Y a sus faldas, las gentes del lugar se reunían espontáneamente y realizaban ofrendas y oraciones, pues en aquella época se pensaba que todos los seres de la naturaleza, vivos o inertes, poseían un alma a la que había que rendir cuentas. En aquellas religiones primitivas, que en muchas ocasiones no precisaban ni templos ni sacerdotes, era necesario ganarse aquella fuerza, que en ocasiones personificaban como hadas, faunos, elfos, ninfas y otras criaturas mágicas que merecían el máximo respeto. Y también aquella montaña poseía vida, una energía poderosa. Ucerbas y los suyos entendieron entonces que se encontraban en un santuario… Y años después interpretó como un augurio acertado, el que los dioses hubieran conducido hasta allí a los fugitivos. -¡Deteneos, insensatos! Es impío derramar sangre en un lugar sagrado… -Bramó el mercader a sus soldados. Y rompió a llorar, quizá conmovido por las fuertes emociones que había vivido, por el recuerdo de su esposa fallecida, por el temor a los dioses, o por el poderoso espíritu que imperaba en aquel lugar… Y se agachó sollozando, y abrazó a la pareja y bendijo su unión. Varios siglos después, las gentes del lugar denominaron a aquella montaña la Peña Ramiro. 9