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Santiago Ydáñez: Nihil Obstat                          1



                                             I
Es curioso saber que entre los grandes pintores del barroco español, la mayoría
andaluces, es poco común el ejercicio del autorretrato. Esta tradición tan extendida en
los países flamencos (no hay más que recordar a Rembrandt) no tuvo calado entre los
artistas de nuestro territorio, que se entregaban con pasión a las representaciones
exegéticas de la Biblia y el santoral convencidos de que la dimensión de su trabajo era
de suficiente altura como para testar sobre su inmortalidad. El único que dejó dos
autorretratos excepcionales fue Murillo, uno de juventud, con apenas treinta años -obra
que hoy se conserva en una colección privada americana- y otro muy conocido2, pintado
hacia 1670 y que se encuentra en la National Gallery de Londres, realizado en plena
madurez a petición de sus hijos. Son dos cuadros muy parecidos que condensan en el
semblante del artista los visos de su temperamento: sereno, seguro y amable en el
primero; grave y contenido en el segundo. Ambos lienzos recurren al trampantojo para
crear un borde ovalado que encierra a la figura, haciendo creer al espectador que se trata
de una pintura dentro de una pintura, ilusión que se hace patente al descubrir con
sorpresa el observador la mano derecha del pintor apoyada con delicadeza sobre el
marco.


Si la expresión de Murillo al representarse a sí mismo es mesurada y apacible, las
representaciones que hace Santiago Ydáñez (Puente de Génave, Jaén, 1969) de su
propia cara son contundentes y acaparadoras. Si el pintor sevillano es almibarado y
dulce en el desarrollo de la técnica, el artista jienense es violento y entregado. Murillo
se nos presenta exquisitamente desapasionado, indolente, distante. La factura de sus
pinceladas es maravillosa, impoluta, irreprochable. Ydáñez para dibujarse a sí mismo
recurre a la entrega, a la implicación, al desparpajo. No hay pinceladas, hay brochazos
hirientes, descompasados. Murillo es el menos barroco de los pintores españoles del
siglo XVII y quizás el más actual, en él no encontramos nada morboso, sus
representaciones de las gentes de la calle lo acercan exageradamente a los pintores de
hoy.


Ydáñez es de pensamiento, por su truculencia, un pintor del Siglo de Oro. Cuando viaja
no le interesan los entretenimientos de los centros de arte contemporáneo, prefiere los


                                                                                             1
museos de Bellas Artes o los templos religiosos, lugares donde se detiene con especial
provecho en el estudio de la imaginería religiosa. Para muestra, tres ejemplos: la
Dormición de la Virgen de la Capilla del Tránsito en la granadina Iglesia de Santo
Domingo le embelesa, en sus paseos por el Realejo siempre que puede se acerca a verla.
Durante el tiempo que estuvo en Oporto trabajando para su última exposición con
Fernando Santos, descubrió un Cristo yacente con pelo natural en la Iglesia de San
Antonio que le conmovió profundamente. Y en su visita a Sevilla se emocionó más con
los pliegues de Zurbarán y con la Maternidad de Torrigiano que con cualquier otra obra
actual. Es más, prefirió ir a ver con calma y tranquilidad los Jeroglíficos de las
Postrimerías que pintara Valdés Leal en el Hospital de la Caridad, antes que acercarse
al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.


Los poderosos autorretratos de Santiago Ydáñez fueron lo primero que despertó la
atención de galeristas, críticos y público en general hace ya más de una década. Eran
cuadros de grandes dimensiones que encandilaban por su mímica, acrílicos inmensos
que apoyados en miradas perdidas cohibían por la indiferencia con la que trataban al
espectador. Obras intensas en blanco y negro que se derretían sobre el cuadro,
brochadas derramadas que potenciaban la expresividad del gesto -histriónico y
sobreactuado a partes iguales-, trazos violentos que no dejaban margen ni escapatoria.
Como remarca el crítico Bernardo Palomo en el prólogo de una de sus exposiciones “la
pintura de Santiago Ydáñez es distinta, extrema, apasionada y plantea escenografías de
una humanidad que expresa, de forma vehemente, sus infinitas desvirtuaciones. Sus
excesos representativos no son sino novedosos asuntos de una plástica que deja a un
lado sus posiciones menos atrevidas para desarrollar nuevas ofertas de absoluta
contundencia.3”


La plástica personal de este artista andaluz desborda los parámetros del expresionismo
para caminar por los senderos del ímpetu de ánimo. Ya no es simplemente la
representación de un rostro, es la exaltación de un ego henchido que necesita explorarse
-descubrirse y redescubrirse, plantearse y replantearse-, para en cada nuevo cuadro
abordarse él mismo de diferentes maneras. Esta intervención actoral por la que
representa su yo como si fuera el de otro, le ayuda a conocerse mejor como ayudaba a
los espectadores de las tragedias griegas la catarsis ante las representaciones teatrales,
público que entendía que esa liberación del espíritu les servía de purificación ante


                                                                                             2
muchas emociones indescriptibles, especialmente si se trataba de compasiones, temores
u horrores. En el fondo el contenido del arte actual puede ser interpretado como una
dicotomía que oscila sin punto medio entre dos versiones irreconciliables. De un
extremo tendríamos estas obras expurgatorias al modo de las pinturas de Santiago
Ydáñez -auténticas, sólidas- y del otro lado las creaciones tautológicas -vacuas,
perecederas- que pervierten los significados hasta desvirtuarlos al no subyacer nada
interesante tras ellas, piezas sin fondo que viven del desbarajuste o la permisividad que
hemos alcanzado con la libertad absoluta de expresión. El gran inconveniente al que nos
enfrentamos en nuestro tiempo es que en el modo de presentación no somos capaces de
distinguir unas de otras, su esencia se desentiende de los formatos establecidos o de las
destrezas técnicas –anclajes férreos que otrora impedían zozobras y descarrilamientos-,
para centrarse ahora exclusivamente en el planteamiento o en la idea, etéreo
conceptualismo de imposible delimitación.


“Su técnica varía, pero también la materia prima de su iconografía, la sustancia de sus
sueños. En su exposición portuguesa de octubre de 2006, en la Galería Fernando Santos,
los rostros usuales compartían espacio con animales, santos, calaveras y bebés. El tema
que los englobaba era el Barroco, y esta denominación no es, en su caso, baladí. Ydáñez
está poseído por el Barroco, por sus santos y sus imágenes religiosas, por las vanitas y,
sobre todo, por su naturaleza teatral4” afirma Juan José Santos en un artículo publicado
en la revista Lápiz al referirse a los nuevos derroteros que está tomando su trabajo. Y es
cierto, está evolucionando de manera inmejorable, está expandiendo la viveza de su
expresión desde la auto-referencia, punto de salida necesariamente agotable, hasta las
infinitas posibilidades del mundo animal, incontenible universo de expresiones y gestos
parangonables con los del ser humano. Sus maneras perduran sin desmerecerse -no hay
más que ver la impulsividad de sus trazos y la persistencia en el uso de grandes
tamaños-, arramblando con esa intensidad inherente pasividades y neutralidades. El arte
de Santiago Ydáñez puede gustar o no, pero no deja indiferente, no pasa desapercibido.
Han crecido sus aptitudes, ha ampliado su registro con nuevas contingencias que le
sirven para atreverse a experimentar en desconocidos campos antes intransitados.


Las nuevas efigies que está realizando, con un tratamiento bien alejado de los
convencionalismos, se centran en personajes afectados por desgracias físicas o morales
(de algún modo a Santiago le ocurre como a Diane Arbus, le atrae la degradación


                                                                                            3
humana, los detritus sociales, los grupos de desfavorecidos) y en santos cargados de
misticismo cuya sacralidad impulsa a una rara deferencia. Estas figuras ausentes, piezas
extemporáneas y descontextualizadas que han mantenido incólume su poder religioso,
su respeto reverencial, son esculturas desposeídas de vida que infunden veneración y
que preservan muchos valores de nuestra tierra (en los ojos de las vírgenes más
dolorosas se esconden muchos de los misterios de Castilla y Andalucía), tallas
totémicas, con una familiaridad extraña, que se asemejan de un modo macabro a los
animales de taxidermia, maderas sagradas capaces de iluminar pasiones y de censurar
pecados5. Precisamente algunas de sus últimas piezas que han podido verse en
diferentes exposiciones han sido ciervos disecados colocados en posturas imposibles
sobre los que ha intervenido con pintura, un giro inesperado que tiene que ver con la
vuelta a la Naturaleza que ha dado su arte, con esa mirada a los orígenes más instintivos
del hombre que, de algún modo, también lo acerca a sus propios orígenes (tengamos en
cuenta que Santiago Ydáñez nació y se crió en un pueblecito de la Sierra de Segura, en
pleno campo, circunstancia que le afecta y le sirve a la hora de enfrentarse al paisaje o a
la fauna.)


Si su primera etapa está copada por retratos, en estos momentos está encarando con
insolencia la representación de Naturalezas Muertas. Imágenes agresivas de seres
descuartizados, violentos destripamientos que meten el dedo en la llaga y encienden las
conciencias sobre la insensibilidad ciudadana ante la crueldad del mundo que vemos en
los Medios de Comunicación. Aparecen también en este último periodo de su obra
momias y calaveras que no son más que vanitas contemporáneas, admoniciones que
avisan de la invalidez de acumular posesiones terrenales, advertencias sobre la
fugacidad de la vida. Vanidad de vanidades y todo es vanidad, palabras bíblicas que el
profesor D. Enrique Valdivieso utiliza para explicar el origen de las vanitas como un
tipo de pintura muy requerida durante el Siglo de Oro en el Viejo Continente: “Vanitas
vanitatum et omnia vanitas. Así comienzan los versículos del Eclesiastés (1,2) en el
Antiguo Testamento, configurando una de las frases más definitivas a la hora de señalar
el origen de la mentalidad que propició una modalidad pictórica en el ámbito de la
pintura barroca europea6.” Subgénero derivado del bodegón de gran profundidad
filosófica y existencial cuya moraleja nos enseña que el acaudalar bienes no sirve de
nada ante el poder omnímodo de la Muerte.



                                                                                          4
II
En mayo de 1816, la pareja formada por Percy y Mary Shelley viaja hasta el lago
Léman en Ginebra para veranear junto al conocido y polémico poeta Lord Byron.
Obligados a permanecer durante mucho tiempo en la casa campestre por las adversas
condiciones climáticas, el grupo de jóvenes intelectuales, reunidos en torno al fuego,
van ideando entretenimientos para pasar las largas horas de enclaustramiento. “Cada
uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo de modo efusivo Byron y
todos asintieron entusiasmados. A Mary Shelley se le compungió el corazón y se le
bloqueó la mente, no supo qué decir y mientras los demás se entregaban con celeridad a
trazar las notas para empezar a desarrollar sus tenebrosos cuentos, ella permanecía
callada y desazonada. “¿Has pensado ya una historia?”, le preguntaban cada mañana; y
cada mañana se veía forzada a replicar con la misma mortificante negativa.


La invención debe admitirse humildemente, no consiste en crear desde el vacío, sino
desde el caos. La invención es la capacidad que se tenga para atrapar las posibilidades
de un tema y poder moldear con acierto las ideas que van sugiriendo… Pensaba
mientras reposaba al tiempo que iba de un lado al otro de la cama dándole vueltas al
asunto. Cansada, casi sin darse cuenta, se quedó dormida. Profundamente. Y en sueños
surgen en su mente imágenes de gran intensidad. Contempla, con los ojos cerrados pero
a través de una aguda visión mental, un pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado
al lado de un engendro, ve un horrendo fantasma, un ente grande, casi gigante, que da
señales de vida y que se agita con torpes movimientos. Es un ser espantoso, inexpresivo,
turbador. De repente se despierta de la pesadilla, sudando, fría, la idea había tomado
posesión de su mente de tal manera que el miedo recorría todo su cuerpo como un
escalofrío. Al día siguiente, temprano, anuncia a los presentes que ya ha pensado su
historia7.


En la primavera de 1817, con apenas veinte años, Mary Shelley termina de escribir
‘Frankenstein’. Se publica en 1818 con un éxito asombroso. De todas las historias que
se fraguaron en la cabaña suiza, la suya fue la única que trascendió de manera universal,
convirtiendo su cuento en una obra maestra conocida en los cinco continentes. La pena
es que la profundidad moral y filosófica de la historia se ve mermada por el estereotipo
simplón que crea Boris Karloff en la película que dirige James Whale en 1931, icono


                                                                                           5
hollywoodiense que ha hecho mucho daño a la fábula ideada por Shelley, difundiendo
una imagen anecdótica, plana y superficial que nada tiene que ver con el verdadero
significado de la narración original, una penetrante reflexión sobre el poder de la
creación y la existencia humana.


Las acciones de ‘Frankenstein’ se desarrollan en hermosos paisajes donde la
Naturaleza se convierte en un protagonista más para evidenciar la pequeñez del ser
humano. Los grandes parajes boscosos centroeuropeos serán los lugares en los
transcurran los episodios de la historia. Riscos nevados, montañas y riachuelos, lagos,
escenarios que parecen pintados por la mano de Caspar David Friedrich.


En los paisajes de Caspar David Friedrich el hombre se ve reducido a la insignificancia,
la Naturaleza se asocia con los estados de ánimo para desarrollarse con plenitud y
poder. Es la metafísica de la soledad, de los terrenos extensos e infinitos, de la tundra
espiritual y física que construye Mary Shelley con su ‘Frankenstein’, un conflicto moral
entre el creador y el ser creado (entre Dios mismo y el hombre, entre el Olimpo y
Prometeo) que se puede entrever a través del silencio blanco e inmaculado de los
paisajes de Santiago Ydáñez. Sus extensiones nevadas, hermosísimas, son las planicies
sobre las que el engendro busca a Víctor Frankenstein, infinitos espacios deshabitados
que no acaban nunca, superficies apenas trazadas donde es imposible entrar o salir,
laberintos borgianos sin paredes ni pasillos que no son más que nuestras conciencias
persiguiéndonos a lo largo y ancho del Polo Norte. Vacíos y errores de los que no
podemos librarnos por muy lejos que huyamos o por muy rápido que vayamos.


El mito de Frankenstein extracta el sentido del movimiento Romántico y es uno de los
surcos por los que ha transitado el último trabajo de Ydáñez. No en vano la editorial
Ahora, especialista en impresiones de bibliofilia, acaba de publicar una edición singular
del libro de Mary Shelley que ha presentado en ARCO 2007. Este ejemplar incluye
veinticuatro serigrafías firmadas por el artista jienense y prologadas con un texto del
filósofo Félix Duque. “Esbozo, proyecto apiadado, de un miembro que no llega siquiera
a ser de animal. Menos de hombre. Y sin embargo, transido de nostalgia por ser, por fin,
algo preciso. Y más, alguien con nombre8”, reseña el pensador al referirse al monstruo
en sus palabras preliminares.



                                                                                            6
Las emociones del pintor romántico son turbulentas y apasionadas en contraposición al
racionalismo del siglo XVIII. Artistas como Goya, Constable, Turner, Blake o Géricault
cabalgan entre dos siglos, entre dos modos de enfrentarse a la realidad. Aprenden a ser
comedidos y tradicionalistas amparados por las luces de la Ilustración y terminan
derrotando fantasmas interiores, convirtiendo sus cuadros en luchas contra ellos
mismos, en batallas contra sentimientos incontrolados que salen desbocados. Con el
Romanticismo el artista comienza a sentir, a vivir lo que hace, a entregarse hasta la
extenuación, a sufrir los desmayos de sus pulsiones más viscerales, a implicarse hasta
terminar victorioso o derrotado. En la primera mitad del siglo XIX empieza a
considerarse la originalidad como un valor diferencial frente a la previsibilidad de la
tradición grecolatina, la creatividad le gana la partida a la imitación neoclásica y las
obras imperfectas, inacabadas y sugerentes, se anteponen a las obras perfectas,
concluidas y cerradas.


Al trabajo artístico de Santiago Ydáñez se le pueden aplicar muchos de estos adjetivos
sin que resulten descabellados, sus pinceladas son entregadas, padecidas, vividas. Da
igual si hace un rostro, un animal o un paisaje, entra en estado extático para pintar
compulsivamente. Su espíritu es barroco (enrevesado, truculento, complejo, rebuscado,
agitado, teatral), pero su sentir es romántico (rebelde, subjetivo, individual, sórdido.)
Ydáñez mezcla con inconsciente vehemencia las esencias del Barroco y del
Romanticismo para desarrollar con plenitud una obra extremadamente personal. Tanto,
que es capaz de desestabilizar al espectador más pusilánime por su elevada capacidad de
seducción y su innegable poder de convicción.




                                                                                            7
1: Locución latina que significa literalmente Nada se opone. Aprobación de la censura eclesiástica
católica del contenido doctrinal y moral de un escrito o de una obra de arte.


2: Este autorretrato es el que extendió la imagen de Murillo por toda Europa. Su amigo Nicolás Omazur
lo envió a Amberes en 1682, año de su muerte, para que lo grabara Richard Collin y así pudiera
conocerse el rostro y la expresión del admirado artista español.


3: Palomo, Bernardo. “Los gestos marginales de la expresión”. Catálogo exposición SANTIAGO
YDÁÑEZ en la Sala RIVADAVIA de la Diputación de Cádiz. CÁDIZ, octubre/diciembre 2003.


4: Santos, Juan José. “Magia negra”. Revista Lápiz número 229, página 48. Enero 2007.


5: Estos pensamientos y comentarios comparativos han sido realizados por el propio Santiago Ydáñez y
son recogidos por Juan José Santos en su artículo “Magia negra” que publica en la revista Lápiz número
229, página 48. Enero 2007.


6: Valdivieso, Enrique. “Vanidades y desengaños en la pintura española del Siglo de Oro”, página 19.
Edición: Fundación de apoyo a la Historia del Arte Hispánico. MADRID 2002.


7: Esta recreación está sacada del propio diario de Mary Shelley, frases que comentó la propia autora en
la introducción de una edición de Frankenstein del año 1831, extractos que se recogen en una de sus
mejores biografías (Spark, Muriel. Mary Shelley. Editorial Lumen. Barcelona. 1997.)


8: Duque, Félix. “Falkenstein”, del prólogo a Frankenstein de Mary Shelley editado por Ahora y que
incluye 24 serigrafías firmadas por Santiago Ydáñez. MADRID 2007.




                                                                                                           8

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Nihil obstat (Sema D'Acosta)

  • 1. Santiago Ydáñez: Nihil Obstat 1 I Es curioso saber que entre los grandes pintores del barroco español, la mayoría andaluces, es poco común el ejercicio del autorretrato. Esta tradición tan extendida en los países flamencos (no hay más que recordar a Rembrandt) no tuvo calado entre los artistas de nuestro territorio, que se entregaban con pasión a las representaciones exegéticas de la Biblia y el santoral convencidos de que la dimensión de su trabajo era de suficiente altura como para testar sobre su inmortalidad. El único que dejó dos autorretratos excepcionales fue Murillo, uno de juventud, con apenas treinta años -obra que hoy se conserva en una colección privada americana- y otro muy conocido2, pintado hacia 1670 y que se encuentra en la National Gallery de Londres, realizado en plena madurez a petición de sus hijos. Son dos cuadros muy parecidos que condensan en el semblante del artista los visos de su temperamento: sereno, seguro y amable en el primero; grave y contenido en el segundo. Ambos lienzos recurren al trampantojo para crear un borde ovalado que encierra a la figura, haciendo creer al espectador que se trata de una pintura dentro de una pintura, ilusión que se hace patente al descubrir con sorpresa el observador la mano derecha del pintor apoyada con delicadeza sobre el marco. Si la expresión de Murillo al representarse a sí mismo es mesurada y apacible, las representaciones que hace Santiago Ydáñez (Puente de Génave, Jaén, 1969) de su propia cara son contundentes y acaparadoras. Si el pintor sevillano es almibarado y dulce en el desarrollo de la técnica, el artista jienense es violento y entregado. Murillo se nos presenta exquisitamente desapasionado, indolente, distante. La factura de sus pinceladas es maravillosa, impoluta, irreprochable. Ydáñez para dibujarse a sí mismo recurre a la entrega, a la implicación, al desparpajo. No hay pinceladas, hay brochazos hirientes, descompasados. Murillo es el menos barroco de los pintores españoles del siglo XVII y quizás el más actual, en él no encontramos nada morboso, sus representaciones de las gentes de la calle lo acercan exageradamente a los pintores de hoy. Ydáñez es de pensamiento, por su truculencia, un pintor del Siglo de Oro. Cuando viaja no le interesan los entretenimientos de los centros de arte contemporáneo, prefiere los 1
  • 2. museos de Bellas Artes o los templos religiosos, lugares donde se detiene con especial provecho en el estudio de la imaginería religiosa. Para muestra, tres ejemplos: la Dormición de la Virgen de la Capilla del Tránsito en la granadina Iglesia de Santo Domingo le embelesa, en sus paseos por el Realejo siempre que puede se acerca a verla. Durante el tiempo que estuvo en Oporto trabajando para su última exposición con Fernando Santos, descubrió un Cristo yacente con pelo natural en la Iglesia de San Antonio que le conmovió profundamente. Y en su visita a Sevilla se emocionó más con los pliegues de Zurbarán y con la Maternidad de Torrigiano que con cualquier otra obra actual. Es más, prefirió ir a ver con calma y tranquilidad los Jeroglíficos de las Postrimerías que pintara Valdés Leal en el Hospital de la Caridad, antes que acercarse al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Los poderosos autorretratos de Santiago Ydáñez fueron lo primero que despertó la atención de galeristas, críticos y público en general hace ya más de una década. Eran cuadros de grandes dimensiones que encandilaban por su mímica, acrílicos inmensos que apoyados en miradas perdidas cohibían por la indiferencia con la que trataban al espectador. Obras intensas en blanco y negro que se derretían sobre el cuadro, brochadas derramadas que potenciaban la expresividad del gesto -histriónico y sobreactuado a partes iguales-, trazos violentos que no dejaban margen ni escapatoria. Como remarca el crítico Bernardo Palomo en el prólogo de una de sus exposiciones “la pintura de Santiago Ydáñez es distinta, extrema, apasionada y plantea escenografías de una humanidad que expresa, de forma vehemente, sus infinitas desvirtuaciones. Sus excesos representativos no son sino novedosos asuntos de una plástica que deja a un lado sus posiciones menos atrevidas para desarrollar nuevas ofertas de absoluta contundencia.3” La plástica personal de este artista andaluz desborda los parámetros del expresionismo para caminar por los senderos del ímpetu de ánimo. Ya no es simplemente la representación de un rostro, es la exaltación de un ego henchido que necesita explorarse -descubrirse y redescubrirse, plantearse y replantearse-, para en cada nuevo cuadro abordarse él mismo de diferentes maneras. Esta intervención actoral por la que representa su yo como si fuera el de otro, le ayuda a conocerse mejor como ayudaba a los espectadores de las tragedias griegas la catarsis ante las representaciones teatrales, público que entendía que esa liberación del espíritu les servía de purificación ante 2
  • 3. muchas emociones indescriptibles, especialmente si se trataba de compasiones, temores u horrores. En el fondo el contenido del arte actual puede ser interpretado como una dicotomía que oscila sin punto medio entre dos versiones irreconciliables. De un extremo tendríamos estas obras expurgatorias al modo de las pinturas de Santiago Ydáñez -auténticas, sólidas- y del otro lado las creaciones tautológicas -vacuas, perecederas- que pervierten los significados hasta desvirtuarlos al no subyacer nada interesante tras ellas, piezas sin fondo que viven del desbarajuste o la permisividad que hemos alcanzado con la libertad absoluta de expresión. El gran inconveniente al que nos enfrentamos en nuestro tiempo es que en el modo de presentación no somos capaces de distinguir unas de otras, su esencia se desentiende de los formatos establecidos o de las destrezas técnicas –anclajes férreos que otrora impedían zozobras y descarrilamientos-, para centrarse ahora exclusivamente en el planteamiento o en la idea, etéreo conceptualismo de imposible delimitación. “Su técnica varía, pero también la materia prima de su iconografía, la sustancia de sus sueños. En su exposición portuguesa de octubre de 2006, en la Galería Fernando Santos, los rostros usuales compartían espacio con animales, santos, calaveras y bebés. El tema que los englobaba era el Barroco, y esta denominación no es, en su caso, baladí. Ydáñez está poseído por el Barroco, por sus santos y sus imágenes religiosas, por las vanitas y, sobre todo, por su naturaleza teatral4” afirma Juan José Santos en un artículo publicado en la revista Lápiz al referirse a los nuevos derroteros que está tomando su trabajo. Y es cierto, está evolucionando de manera inmejorable, está expandiendo la viveza de su expresión desde la auto-referencia, punto de salida necesariamente agotable, hasta las infinitas posibilidades del mundo animal, incontenible universo de expresiones y gestos parangonables con los del ser humano. Sus maneras perduran sin desmerecerse -no hay más que ver la impulsividad de sus trazos y la persistencia en el uso de grandes tamaños-, arramblando con esa intensidad inherente pasividades y neutralidades. El arte de Santiago Ydáñez puede gustar o no, pero no deja indiferente, no pasa desapercibido. Han crecido sus aptitudes, ha ampliado su registro con nuevas contingencias que le sirven para atreverse a experimentar en desconocidos campos antes intransitados. Las nuevas efigies que está realizando, con un tratamiento bien alejado de los convencionalismos, se centran en personajes afectados por desgracias físicas o morales (de algún modo a Santiago le ocurre como a Diane Arbus, le atrae la degradación 3
  • 4. humana, los detritus sociales, los grupos de desfavorecidos) y en santos cargados de misticismo cuya sacralidad impulsa a una rara deferencia. Estas figuras ausentes, piezas extemporáneas y descontextualizadas que han mantenido incólume su poder religioso, su respeto reverencial, son esculturas desposeídas de vida que infunden veneración y que preservan muchos valores de nuestra tierra (en los ojos de las vírgenes más dolorosas se esconden muchos de los misterios de Castilla y Andalucía), tallas totémicas, con una familiaridad extraña, que se asemejan de un modo macabro a los animales de taxidermia, maderas sagradas capaces de iluminar pasiones y de censurar pecados5. Precisamente algunas de sus últimas piezas que han podido verse en diferentes exposiciones han sido ciervos disecados colocados en posturas imposibles sobre los que ha intervenido con pintura, un giro inesperado que tiene que ver con la vuelta a la Naturaleza que ha dado su arte, con esa mirada a los orígenes más instintivos del hombre que, de algún modo, también lo acerca a sus propios orígenes (tengamos en cuenta que Santiago Ydáñez nació y se crió en un pueblecito de la Sierra de Segura, en pleno campo, circunstancia que le afecta y le sirve a la hora de enfrentarse al paisaje o a la fauna.) Si su primera etapa está copada por retratos, en estos momentos está encarando con insolencia la representación de Naturalezas Muertas. Imágenes agresivas de seres descuartizados, violentos destripamientos que meten el dedo en la llaga y encienden las conciencias sobre la insensibilidad ciudadana ante la crueldad del mundo que vemos en los Medios de Comunicación. Aparecen también en este último periodo de su obra momias y calaveras que no son más que vanitas contemporáneas, admoniciones que avisan de la invalidez de acumular posesiones terrenales, advertencias sobre la fugacidad de la vida. Vanidad de vanidades y todo es vanidad, palabras bíblicas que el profesor D. Enrique Valdivieso utiliza para explicar el origen de las vanitas como un tipo de pintura muy requerida durante el Siglo de Oro en el Viejo Continente: “Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Así comienzan los versículos del Eclesiastés (1,2) en el Antiguo Testamento, configurando una de las frases más definitivas a la hora de señalar el origen de la mentalidad que propició una modalidad pictórica en el ámbito de la pintura barroca europea6.” Subgénero derivado del bodegón de gran profundidad filosófica y existencial cuya moraleja nos enseña que el acaudalar bienes no sirve de nada ante el poder omnímodo de la Muerte. 4
  • 5. II En mayo de 1816, la pareja formada por Percy y Mary Shelley viaja hasta el lago Léman en Ginebra para veranear junto al conocido y polémico poeta Lord Byron. Obligados a permanecer durante mucho tiempo en la casa campestre por las adversas condiciones climáticas, el grupo de jóvenes intelectuales, reunidos en torno al fuego, van ideando entretenimientos para pasar las largas horas de enclaustramiento. “Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo de modo efusivo Byron y todos asintieron entusiasmados. A Mary Shelley se le compungió el corazón y se le bloqueó la mente, no supo qué decir y mientras los demás se entregaban con celeridad a trazar las notas para empezar a desarrollar sus tenebrosos cuentos, ella permanecía callada y desazonada. “¿Has pensado ya una historia?”, le preguntaban cada mañana; y cada mañana se veía forzada a replicar con la misma mortificante negativa. La invención debe admitirse humildemente, no consiste en crear desde el vacío, sino desde el caos. La invención es la capacidad que se tenga para atrapar las posibilidades de un tema y poder moldear con acierto las ideas que van sugiriendo… Pensaba mientras reposaba al tiempo que iba de un lado al otro de la cama dándole vueltas al asunto. Cansada, casi sin darse cuenta, se quedó dormida. Profundamente. Y en sueños surgen en su mente imágenes de gran intensidad. Contempla, con los ojos cerrados pero a través de una aguda visión mental, un pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado al lado de un engendro, ve un horrendo fantasma, un ente grande, casi gigante, que da señales de vida y que se agita con torpes movimientos. Es un ser espantoso, inexpresivo, turbador. De repente se despierta de la pesadilla, sudando, fría, la idea había tomado posesión de su mente de tal manera que el miedo recorría todo su cuerpo como un escalofrío. Al día siguiente, temprano, anuncia a los presentes que ya ha pensado su historia7. En la primavera de 1817, con apenas veinte años, Mary Shelley termina de escribir ‘Frankenstein’. Se publica en 1818 con un éxito asombroso. De todas las historias que se fraguaron en la cabaña suiza, la suya fue la única que trascendió de manera universal, convirtiendo su cuento en una obra maestra conocida en los cinco continentes. La pena es que la profundidad moral y filosófica de la historia se ve mermada por el estereotipo simplón que crea Boris Karloff en la película que dirige James Whale en 1931, icono 5
  • 6. hollywoodiense que ha hecho mucho daño a la fábula ideada por Shelley, difundiendo una imagen anecdótica, plana y superficial que nada tiene que ver con el verdadero significado de la narración original, una penetrante reflexión sobre el poder de la creación y la existencia humana. Las acciones de ‘Frankenstein’ se desarrollan en hermosos paisajes donde la Naturaleza se convierte en un protagonista más para evidenciar la pequeñez del ser humano. Los grandes parajes boscosos centroeuropeos serán los lugares en los transcurran los episodios de la historia. Riscos nevados, montañas y riachuelos, lagos, escenarios que parecen pintados por la mano de Caspar David Friedrich. En los paisajes de Caspar David Friedrich el hombre se ve reducido a la insignificancia, la Naturaleza se asocia con los estados de ánimo para desarrollarse con plenitud y poder. Es la metafísica de la soledad, de los terrenos extensos e infinitos, de la tundra espiritual y física que construye Mary Shelley con su ‘Frankenstein’, un conflicto moral entre el creador y el ser creado (entre Dios mismo y el hombre, entre el Olimpo y Prometeo) que se puede entrever a través del silencio blanco e inmaculado de los paisajes de Santiago Ydáñez. Sus extensiones nevadas, hermosísimas, son las planicies sobre las que el engendro busca a Víctor Frankenstein, infinitos espacios deshabitados que no acaban nunca, superficies apenas trazadas donde es imposible entrar o salir, laberintos borgianos sin paredes ni pasillos que no son más que nuestras conciencias persiguiéndonos a lo largo y ancho del Polo Norte. Vacíos y errores de los que no podemos librarnos por muy lejos que huyamos o por muy rápido que vayamos. El mito de Frankenstein extracta el sentido del movimiento Romántico y es uno de los surcos por los que ha transitado el último trabajo de Ydáñez. No en vano la editorial Ahora, especialista en impresiones de bibliofilia, acaba de publicar una edición singular del libro de Mary Shelley que ha presentado en ARCO 2007. Este ejemplar incluye veinticuatro serigrafías firmadas por el artista jienense y prologadas con un texto del filósofo Félix Duque. “Esbozo, proyecto apiadado, de un miembro que no llega siquiera a ser de animal. Menos de hombre. Y sin embargo, transido de nostalgia por ser, por fin, algo preciso. Y más, alguien con nombre8”, reseña el pensador al referirse al monstruo en sus palabras preliminares. 6
  • 7. Las emociones del pintor romántico son turbulentas y apasionadas en contraposición al racionalismo del siglo XVIII. Artistas como Goya, Constable, Turner, Blake o Géricault cabalgan entre dos siglos, entre dos modos de enfrentarse a la realidad. Aprenden a ser comedidos y tradicionalistas amparados por las luces de la Ilustración y terminan derrotando fantasmas interiores, convirtiendo sus cuadros en luchas contra ellos mismos, en batallas contra sentimientos incontrolados que salen desbocados. Con el Romanticismo el artista comienza a sentir, a vivir lo que hace, a entregarse hasta la extenuación, a sufrir los desmayos de sus pulsiones más viscerales, a implicarse hasta terminar victorioso o derrotado. En la primera mitad del siglo XIX empieza a considerarse la originalidad como un valor diferencial frente a la previsibilidad de la tradición grecolatina, la creatividad le gana la partida a la imitación neoclásica y las obras imperfectas, inacabadas y sugerentes, se anteponen a las obras perfectas, concluidas y cerradas. Al trabajo artístico de Santiago Ydáñez se le pueden aplicar muchos de estos adjetivos sin que resulten descabellados, sus pinceladas son entregadas, padecidas, vividas. Da igual si hace un rostro, un animal o un paisaje, entra en estado extático para pintar compulsivamente. Su espíritu es barroco (enrevesado, truculento, complejo, rebuscado, agitado, teatral), pero su sentir es romántico (rebelde, subjetivo, individual, sórdido.) Ydáñez mezcla con inconsciente vehemencia las esencias del Barroco y del Romanticismo para desarrollar con plenitud una obra extremadamente personal. Tanto, que es capaz de desestabilizar al espectador más pusilánime por su elevada capacidad de seducción y su innegable poder de convicción. 7
  • 8. 1: Locución latina que significa literalmente Nada se opone. Aprobación de la censura eclesiástica católica del contenido doctrinal y moral de un escrito o de una obra de arte. 2: Este autorretrato es el que extendió la imagen de Murillo por toda Europa. Su amigo Nicolás Omazur lo envió a Amberes en 1682, año de su muerte, para que lo grabara Richard Collin y así pudiera conocerse el rostro y la expresión del admirado artista español. 3: Palomo, Bernardo. “Los gestos marginales de la expresión”. Catálogo exposición SANTIAGO YDÁÑEZ en la Sala RIVADAVIA de la Diputación de Cádiz. CÁDIZ, octubre/diciembre 2003. 4: Santos, Juan José. “Magia negra”. Revista Lápiz número 229, página 48. Enero 2007. 5: Estos pensamientos y comentarios comparativos han sido realizados por el propio Santiago Ydáñez y son recogidos por Juan José Santos en su artículo “Magia negra” que publica en la revista Lápiz número 229, página 48. Enero 2007. 6: Valdivieso, Enrique. “Vanidades y desengaños en la pintura española del Siglo de Oro”, página 19. Edición: Fundación de apoyo a la Historia del Arte Hispánico. MADRID 2002. 7: Esta recreación está sacada del propio diario de Mary Shelley, frases que comentó la propia autora en la introducción de una edición de Frankenstein del año 1831, extractos que se recogen en una de sus mejores biografías (Spark, Muriel. Mary Shelley. Editorial Lumen. Barcelona. 1997.) 8: Duque, Félix. “Falkenstein”, del prólogo a Frankenstein de Mary Shelley editado por Ahora y que incluye 24 serigrafías firmadas por Santiago Ydáñez. MADRID 2007. 8