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La tecnología educativa no nace con el uso de la computadora en el
aula. Una mirada nostálgica al uso del pizarrón y la tiza nos permite
reencontrar la trascendencia de la tarea docente y la convicción de que
no hay recurso, por eficiente que sea, que reemplace la mirada, la voz
y los sueños de los maestros.
Siempre vieron mi fondo negro. Alguien sugirió que si me pintaban de verde, la
vista de los alumnos estaría más descansada. Tal vez. Las tizas me recorrieron
siempre hasta lo que la altura de los docentes lo permitía.
De tantos cálculos combinados y análisis sintácticos escritos en mi piel rugosa
queda sólo el polvo blanco que el borrador dejaba caer en cada cambio de hora.
El maestro que se atrevía a dibujarme un paisaje, con todos los detalles y las tizas
de color de que disponía, encendía siempre los ojos de los más chicos.
Ecuaciones, abecedarios y reglas ortográficas. Poesías, oraciones unimembres y
cuadros sinópticos. La tabla del 7, las regiones geográficas y los problemas de
regla de tres simple. Cada hora un tatuaje distinto sobre mi piel rugosa. Fecha y
fechas. Números de ejercicios y "Hoy es un día nublado" con la cara aburrida de
un sol casi tapado por un nubarrón gordo.
Siempre listo y en silencio. ¿Quién más que yo supo la intimidad de cada clase?
Alumnos preferidos y denigrados. Preguntas curiosas. Gestos casi heroicos en el
ejercicio de la docencia. Pero también vi alumnos humillados y muchos llantos en
un rincón escondido del aula. Risas. Promesas de un año lectivo intenso y
aprovechado al máximo. Objetivos perfectamente logrados. Otros años vi los
mismos ejercicios del año anterior copiados de la misma carpeta didáctica con la
misma cara de aburrimiento. Muchachas jóvenes ensayaron sus letras de maestra
con pulso tembloroso y animado a la vez. Buscaban la caligrafía que sólo les daba
mi amplia superficie. "¿Por qué todos los maestros tienen la misma letra en los
pizarrones?", preguntó alguna vez un petiso de flequillo rebelde sin lograr una
respuesta convincente de su maestra. Yo tampoco la tenía.
¿Debo decir que mi nombre proviene de una familia de prosapia relacionada con
la geología? ¿La geología? Sí, señor. Algunos dicen que la palabra pizarra
proviene del latín fissus: hendido, abierto y otros comentan que viene del vasco
(pizarri).
Atribuyen la primera etimología al hecho de que las pizarras suelen encontrarse en
suelos trastornados donde forman capas que alternan, en general, con lechos de
gres. Encierran con frecuencia gran cantidad de restos orgánicos fósiles. Resisten
al aplastamiento, a los agentes atmosféricos, al fuego de los humos ácidos, al aire
marino.
A fines del siglo pasado el Diccionario Enciclopédico Hispano Americano de
Literatura, Artes y ciencias, editado en Barcelona en 1894, decía que la pizarra,
entre otras varias acepciones era un "trozo de este tipo de roca oscura algo
pulimentado, de forma rectangular y ordinariamente con marco de madera, en que
se escribe o dibuja con yeso o lápiz blanco". El pizarrín, por otra parte, era una
barrita de lápiz o de pizarra que se usaba para escribir o dibujar en las pizarras de
piedra. Su prima hermana, la tiza, mi socia inquebrantable, era ya en el siglo
pasado sinónimo de escritura y magisterio: en las academias y escuelas se le
daba la función de "lapicero", es decir, el de elemento de escritura sobre
superficies más amplias que el de la hoja del estudiante. Se le solía llamar
también "Clarión".
Las condiciones que se exigían a la tiza o clarión, que en aquella época se
elaboraban con procedimientos cuasi artesanales, eran "que se borre fácilmente y
que a pesar de esto tenga la suficiente consistencia para poder escribir con ella,
que señale bien sin hacer esfuerzo alguno y sin arañar el encerado... " (¿Pasarán
muchas tizas de hoy en día estas pruebas de calidad?) Para conseguir estas
propiedades debía estar "exenta de arenilla y caliches". Se preparaba el polvo con
tierra arcillosa blanca, mezclada con distintos minerales de los que no podía faltar
el yeso. Una vez preparada se podía ya amasar con agua hasta formar un barro
espeso con el que se hacían las barritas. Lo mío es menos erudito y mucho menos
geológico. Me llaman pizarrón, por lo general, en las Antillas, en Argentina,
Uruguay y Venezuela.
Me dicen también "encerado" y soy a menudo un cuadro encerado (aunque no lo
crean, en algunas partes soy de hule o lienzo barnizado de negro) y, la más de las
veces, soy de madera pintada. A comienzos de este siglo muchas aulas estaban
rodeadas por hermanos míos. Es decir, no ocupaba solamente el lugar de
privilegio al frente de la clase, sino que también ocupábamos las paredes laterales
del aula. ¿Para qué tantos pizarrones? Los nuevos tiempos exigían bastante
trabajo de los chicos y mayor actividad del alumno. Para eso yo era una
herramienta fundamental, y tenerlos ocupados en prácticas de cuentas o dictados
a muchos alumnos a la vez, era una costumbre muy frecuente, ya que en los
laterales de las aulas podían ubicarse muchos chicos que practicaran dictados,
multiplicaciones o divisiones por tres cifras. Lo que fuera...
Y aquí me ven, todavía disfruto de buena salud. ¿Que la tecnología me puede
desplazar? No lo creo. Ahí tienen, para botón de muestra, a mis sobrinos
electrónicos. A mis primos de fórmica, para que las tizas descansen un poco y
para que trabajen los pulmones. Allí andan dando vueltas otros que permiten tener
copia en papel de lo que se ha escrito sobre ellos.
¿Tizas digitales? ¿Encerados de vidrio? Quién sabe. Hacia allá vamos. Nosotros
somos lo de menos porque... ojo... lo que es irremplazable es quien escribe sobre
nosotros. Aquí no pueden faltar alumnos. Y... por más que algún tecnólogo quiera
reemplazarlos, no pueden faltar los docentes. De ellos, 0 por ellos y para ellos es
todo nuestro trabajo. Nosotros somos testigos mudos de lo que ellos hacen. No
tenemos palabras ni ideas. No somos el centro de sus universos. Lo son ellos. Por
más chips y pantallas de cristal líquido que nos instalen. Lo más importante
seguirá siendo el color de sus sueños sobre cualquiera de nosotros. Y esos
sueños brillan tanto sobre una pizarra descascarada como sobre un monitor de
última generación.
No habrá corazón digital que lo reemplace.

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  • 2. pulimentado, de forma rectangular y ordinariamente con marco de madera, en que se escribe o dibuja con yeso o lápiz blanco". El pizarrín, por otra parte, era una barrita de lápiz o de pizarra que se usaba para escribir o dibujar en las pizarras de piedra. Su prima hermana, la tiza, mi socia inquebrantable, era ya en el siglo pasado sinónimo de escritura y magisterio: en las academias y escuelas se le daba la función de "lapicero", es decir, el de elemento de escritura sobre superficies más amplias que el de la hoja del estudiante. Se le solía llamar también "Clarión". Las condiciones que se exigían a la tiza o clarión, que en aquella época se elaboraban con procedimientos cuasi artesanales, eran "que se borre fácilmente y que a pesar de esto tenga la suficiente consistencia para poder escribir con ella, que señale bien sin hacer esfuerzo alguno y sin arañar el encerado... " (¿Pasarán muchas tizas de hoy en día estas pruebas de calidad?) Para conseguir estas propiedades debía estar "exenta de arenilla y caliches". Se preparaba el polvo con tierra arcillosa blanca, mezclada con distintos minerales de los que no podía faltar el yeso. Una vez preparada se podía ya amasar con agua hasta formar un barro espeso con el que se hacían las barritas. Lo mío es menos erudito y mucho menos geológico. Me llaman pizarrón, por lo general, en las Antillas, en Argentina, Uruguay y Venezuela. Me dicen también "encerado" y soy a menudo un cuadro encerado (aunque no lo crean, en algunas partes soy de hule o lienzo barnizado de negro) y, la más de las veces, soy de madera pintada. A comienzos de este siglo muchas aulas estaban rodeadas por hermanos míos. Es decir, no ocupaba solamente el lugar de privilegio al frente de la clase, sino que también ocupábamos las paredes laterales del aula. ¿Para qué tantos pizarrones? Los nuevos tiempos exigían bastante trabajo de los chicos y mayor actividad del alumno. Para eso yo era una herramienta fundamental, y tenerlos ocupados en prácticas de cuentas o dictados a muchos alumnos a la vez, era una costumbre muy frecuente, ya que en los laterales de las aulas podían ubicarse muchos chicos que practicaran dictados, multiplicaciones o divisiones por tres cifras. Lo que fuera... Y aquí me ven, todavía disfruto de buena salud. ¿Que la tecnología me puede desplazar? No lo creo. Ahí tienen, para botón de muestra, a mis sobrinos electrónicos. A mis primos de fórmica, para que las tizas descansen un poco y para que trabajen los pulmones. Allí andan dando vueltas otros que permiten tener copia en papel de lo que se ha escrito sobre ellos. ¿Tizas digitales? ¿Encerados de vidrio? Quién sabe. Hacia allá vamos. Nosotros somos lo de menos porque... ojo... lo que es irremplazable es quien escribe sobre nosotros. Aquí no pueden faltar alumnos. Y... por más que algún tecnólogo quiera reemplazarlos, no pueden faltar los docentes. De ellos, 0 por ellos y para ellos es todo nuestro trabajo. Nosotros somos testigos mudos de lo que ellos hacen. No tenemos palabras ni ideas. No somos el centro de sus universos. Lo son ellos. Por más chips y pantallas de cristal líquido que nos instalen. Lo más importante seguirá siendo el color de sus sueños sobre cualquiera de nosotros. Y esos
  • 3. sueños brillan tanto sobre una pizarra descascarada como sobre un monitor de última generación. No habrá corazón digital que lo reemplace.