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LA OVEJA ROJA
(1951-1974)
Margarita Aguirre
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
INTROITO
La mejor manera de ser invisible es ser la sombra de un artista o crítico de
prestigio, tu nombre quedará relegado a las notas a pie de página de la historia de
la literatura. Le pasó a la genial Eulalia Galvarriato (“Cinco sombras”) con el
putañero y misógino Dámaso Alonso, su esposo, y le pasó a la genial Margarita
Aguirre (1925-2003) con el violador y misógino Pablo Neruda, del que era su
agente, su secretaria personal (sin remunerar), su biógrafa, la primera (“Genio y
figura de Pablo Neruda” (1964), ampliada en “Las vidas de Pablo Neruda”
(1967)), su correctora y su editora (“La barcarola”). La hija de don Sócrates,
cónsul en Buenos Aires, tuvo la desgracia de conocerle en 1933 a la edad de 8
años, él tenía 29, y a partir de ahí se unieron sus destinos. Aunque siendo más
concretos ella ligó el suyo al de él, al menos hasta que murió su marido, 1969, y
tuvo que buscar otro empleo para mantener a su familia, el suyo al de ella no, ni
tan siquiera leía sus escritos, ni el de ninguna mujer. No es lo único que tienen en
común Galvarriato y Aguirre, también el dominio de la prosa poética, aquella que
va mucho más allá de la mera descripción, del naturalismo aséptico. Cada frase
es un verso con autonomía, cada párrafo un poema. Los textos de ambas están
llenos de imágenes, de fogonazos del lenguaje. Sus personajes son
hipersensibles, inadaptados, autistas, que construyen su propio mundo, un mundo
pequeño, enclaustrado, en el que sentirse seguros, felices. Se aferran a un
determinado número de palabras con el que iluminan su triste presente, son
creadores, aunque los demás solo vean a enfermos solitarios. Niños locos, tontos,
raros, que solo encajan en su imaginación. El suyo es un existencialismo (“en
aquel tiempo mis lecturas favoritas eran sobre todo el existencialismo, yo creo
que todos lo leíamos para aplaudirlo o denostarlo”), fatalismo, inocente,
infantil, nada que ver con el extrañamiento agresivo, victimista, de Camus, Cela
o Sartre. En una época en la que primaba la literatura social, la literatura de
superficie, Galvarriato y Aguirre ponen el foco en el individuo, en sus
sensaciones, sueños.
4
Característica que hermana a la Generación chilena-argentina de los 50, y a la
española de Los niños de la Guerra, también liderada por mujeres, Laforet, Gaite,
Matute, etc. Chilena-argentina porque Margarita Aguirre se crió, y desarrolló el
grueso de su carrera, en la Argentina (solo volvió a Chile cuando murieron su
marido, el argentino Rodolfo Aráoz, y sus dos hijos), otra razón más por la que su
nombre, su obra, en la actualidad está olvidada, salvo alguna reivindicación
aislada de la aliteraria crítica feminista, para los argentinos era considerada una
escritora chilena, y para los chilenos una escritora argentina. El boom de la
literatura hispanoamericana en todo el mundo no le pilló ni de refilón, ninguno de
sus cinco libros llegó a España, salvo las biografías de Neruda, en general el de
ninguna escritora. El boom, además de misógino (incluidos los cuentistas, ¿por
qué a todo el mundo le suenan Cortázar y Borges, y a nadie Amparo Dávila y
Guadalupe Dueñas?), solo primó el faulknerismo, el exotismo, dejando de lado al
existencialismo, demasiado europeo, universal, como para ser vendido como algo
diferente, nuevo, se ve que calcar a los americanos era una vaga novedad, más
original.
5
Volvamos a Margarita Aguirre, “una morena olivácea, delgadísima, de
movimientos lánguidos, cuyos ojos muy negros, penetrantes y pensativos, a
menudo vueltos hacia adentro, crecían a la sombra de una chasquilla francesa
(nos parecía francesa, tal vez por alguna imagen del cine o por alguna fotografía
de Colette) que usó la mayor parte de su vida” (José Miguel Varas). Nació en
Santiago de Chile el 30 de diciembre de 1925, vivió su infancia y adolescencia en
la Argentina, su padre era cónsul en Buenos Aires, en los 40 estudió Pedagogía
del Castellano en Chile, en 1954 se casó con el argentino Rodolfo Aráoz, con
quien tuvo dos hijos, Gregorio y Susana, Neruda era el padrino del primero.
Escribe su primer cuento, o novela corta, “Cuaderno de una muchacha muda”,
publicado en 1951, colabora con artículos y cuentos en revistas como “Pro Arte”.
Sus cuentos “El nieto” y “Los muertos de la plaza” (1954) son incluidos en las
recopilaciones “Antología del nuevo cuento chileno” (1954) y “Cuentos de la
generación del 50 (1959), de Enrique Lafourcade, inventor de la denominación
Generación del 50. En 1958 gana el Premio Emecé, la editorial más prestigiosa
de Argentina, el equivalente al Planeta en España, por “El huésped”, en 1964
publica “La culpa”, en 1967 “El residente”, continuación de “El huésped”, y
finalmente “La oveja roja” en 1974, una recopilación de sus cuentos, que incluye
los primeros (“Cuadernos de una muchacha muda”), capítulos sueltos de sus
novelas, y últimos trabajos. Ninguno de ellos reeditados. A lo que hay que sumar
en 1964 la biografía de Neruda, “Genio y figura de Pablo Neruda”, ampliada en
“Las vidas de Pablo Neruda” (1967), la edición y prólogo de “La cueca larga y
otros poemas” (antología de Nicanor Parra), “Neruda, Pablo. 1904-1973” (1980),
“Pablo Neruda Héctor Eandi, correspondencia” (1980), y “Monjas y Conventos”
(1994). Como son difíciles de conseguir, y a precios desorbitados, procedo a su
reedición amateur, con la utópica esperanza de que Margarita Aguirre pueda
llegar al fin al lector español.
Julio Tamayo
“Puedo imaginar cualquier cosa; los recuerdos que nunca han existido son los
mejores. Puedo recordar cosas muy bonitas, y no vienen de ninguna parte.”
Margarita Aguirre
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Cuaderno de una muchacha muda
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Anoche estuve pensando en pequeñas cosas de mi infancia.
Comencé por recordar cuántas baldosas rotas tenía el primer patio de
la casa. Estoy segura de que eran diecisiete, completamente segura.
Las conté un día en que me habían comprado zapatos nuevos y en el
que había decidido pisar sólo las que estuvieran enteras. A pesar de ser
algo tan pueril, nunca podré olvidarme de que eran diecisiete las
baldosas trizadas en el primer patio de la casa.
En cambio, hay otras cosas realmente importantes que no puedo
recordar por muchos esfuerzos que haga. Jamás he tenido una idea
clara de por qué decidieron mandarme a la ciudad. Apenas recuerdo
alguna que otra conversación aislada en la que se evitaba hablar
abiertamente de mi próxima partida. Pero cómo me dieron la noticia,
es algo que no puedo recordar. Nunca he sospechado qué razón
tuvieron para hacerlo y francamente creo que no me la dieron. Aunque
no podría asegurarlo.
Mis voces tienen color. Son rojas, oscuras, como la sangre muerta,
como la costra de las heridas y los rasguños. Palabras estancadas que
se ahogaron en lo azul y rojo de mis venas. Heridas de sangre muerta
en la quietud de mi garganta. Lamentos desesperados que estremecen
la punta de mis dedos. Mis voces. ¡Pobres voces destempladas! ¡Cómo
asustan, conmueven y tiñen de rojo oscuro mi vida!
Se me figura que dentro de mí existe una ciudad. Una ciudad toda
blanca y de torres delgadas, Sobre ella cae una luz incierta, misteriosa.
El sol no brilla nunca, ni se conocen las flores. Es una ciudad de calles
siempre iguales y quietas. En los pequeños balcones de sus casas
jamás hay una figura. Nunca sucede nada. Es una ciudad de juguete
con la que nadie ha jugado.
10
El hermanito Juan tiene los ojos fijos como los ojos de las muñecas
y casi tan brillantes como ellos. Si la señorita Ana nos hubiera dejado
solos, los habría tocado, porque estoy segura de que ni así se habrían
movido. Por la boca le chorrea un hilillo de baba azul lleno de espuma
blanca. El hermanito Juan ya no quiere nada. Creo que está pensando
en cosas que nosotros no podemos comprender. Por eso no habla, ni
mira, ni oye. Está por encima de todo. Cuando se puede prescindir de
estas cosas es cuando uno se ha llenado completamente de sí mismo.
Entonces se adquiere lo que la señorita Ana llama “estado comatoso”
y que me parece que no es otra cosa que una libertad absoluta de lo
que nos rodea.
Me miré las manos, así, de golpe, y sorprendí en ellas una inquieta
niebla. Querían decirme algo. Lo advertí en la aguda trasparencia de
las venas y en un ligero temblor a lo largo de los dedos. Y supe
comprenderlas. Porque he aprendido a observar que las palabras que
no nacen, mueren dolorosamente en las marros.
Las palabras que en mí nunca podrán ser atormentan mis manos.
¡Y da pena sentirlas morir en la punta de los dedos —casi a flor de
piel—, nublando apenas la trasparencia de las venas!
He visto unos maravillosos dibujos en colores. Habría querido
comerlos. Hacerlos míos para siempre. Metérmelos por los ojos
adentro. Los miré mucho porque sabía que iba a pasar esto: tenía que
perderlos, olvidarlos. Siempre es lo mismo. Cuando más quiero
aferrarme a algo, ese algo se me escapa.
Hoy he sentido nuevamente ganas de comer flores. Bajé al jardín y
corré una rosa. Estaba caliente, blanda. Su extraño sabor me produjo
escalofríos. Oprimí los pétalos lentamente con mi lengua contra el
paladar y permanecí con los ojos cerrados.
Quisiera que, de pronto, mi cuarto se inundara de azul. Ese azul
denso de las madrugadas que todo lo torna azul. Azul mi cama, azul
mi puerta, el techo, el suelo. El aire lentamente tiñéndome de azul.
Para perderme, para sentir que escapo a este grito rojo, oscuro y
sofocante que me envenena la sangre. Diluirme en el azul de la
madrugada como el canto de un gallo. Deshacerme en el corazón
mismo de lo azul hasta que el aire me cree una bandera y con su silbo
imponga silencio a los pájaros.
11
Me dijo la señorita Ana que el hermanito Juan había tenido anoche
otro ataque. ¡Pobre hermanito Juan! ¡Siempre fue conmigo tan bueno!
Recuerdo que cuando llegó aquí me acompañaba al jardín.
—Dame el sol, hermanita Tacha —me decía—. Dame el sol para
llevarlo esta noche a mi cuarto.
¿Por qué me diría siempre hermanita Tacha? Nadie me ha llamado
nunca así. Claro que no hay dos personas que nos llamen de la misma
manera.
¿Por qué nunca podremos ser los mismos para todos? Somos tantos
que por eso no somos nada. La señorita Ana dice: La enferma de la
pieza cincuenta y seis. Está convencida de que soy sólo la enferma de
la pieza cincuenta y seis. Pero soy también la hermanita Tacha y
muchas más. Y tantas más, que hasta puedo perderme. Pero nunca
dejaré de ser la hermanita Tacha porque él siempre fue bueno conmigo
y lo quiero mucho, mucho.
Hay palabras que me gusta recordar hasta desgastarlas. Campana,
por ejemplo, y naranja. Campanas, campanas y naranjas. Adoro estas
palabras. Me gustaría escribirlas en las paredes, dibujarlas en los
árboles y en el cielo. Son palabras dulces, cristalinas. Palabras que
acompañan. Campanas y naranjas. Querría que fueran solamente mías,
que nadie las dijera nunca. Mis campanas. Mis naranjas.
Una vez me llevaron a conocer el mar. Cuando yo era casi tan
pequeña como la Biruja. Y al principio le tuve odio, más odio que el
que le tiene el hermanito Juan al oso amarillo. Fue porque mi
hermano, que tampoco lo conocía, dijo que el mar hablaba igual que
yo: con ronquidos. Eso me molestó. Y no quise ir a saludarlo de cerca,
como lo hacían los demás. Me quedé oyéndolo, tendida de espaldas a
su orilla. Entonces me pareció que sus olas me llamaban y fui girando
sobre la arena lentamente hasta quedar frente a él. Era una superficie
ondulante, de color azulverde y verdeazul. Sus olas, bordados
caprichosos de encaje blanco. En el fondo el cielo, tan cielo como
siempre. Sentí, de pronto, una de mis manos pesada, gigante, casi
poderosa, y comprendí que al empuñarla podría arrugar al mar como a
un papel, y que debajo encontraría un mundo azul cielo, y espuma
blanca, de torres delgadas, de escaleras estrechas, de flores con ojos
amarillos y grandes mariposas. En un instante lo vi todo, hasta la más
apartada calle hecha de estambres de amapolas violetas, hasta el
último puente lustroso y resbaladizo de cochayuyo sin nacer aún.
12
Percibí su olor pesado y oscuro, y lo supe amargo. Cerré los ojos, grité
más fuerte que él y escondí mis manos en la arena.
A veces se me ocurre que mi cuerpo es un camino largo y
sombreado y por la noche suelo sentir el galope monótono y triste de
un caballo. Es un caballo ciego. Por eso recorre arriba y abajo el
camino largo y sombreado de mi cuerpo.
La Biruja tiene ocho años y es rubia. Está siempre en una silla de
grandes ruedas. Generalmente le ponen una manta sobre las piernas;
pero yo se las he visto: son muy delgadas y trasparentes, tan blancas
que parecen azules. Los pies son chiquitos y un poco doblados hacia
dentro. La quiero mucho porque es casi una muñeca y sus ojos
hundidos están siempre tristes. Le alcanzo cuanto desea, y cuando no
la bajan al jardín le llevo alguna cosa, aunque sea una piedra, porque
sé que le gusta tener algo entre las manos. Somos bastante amigas,
a pesar de que yo soy mayor y ella no puede comprender todas mis
cosas. A mí me gusta cuidarla y pasarme la tarde a su lado. Suele
contarme extrañas historias, mientras estoy sentada a sus pies,
dejándola jugar con mis cabellos.
Hoy me he sentido cansada. Más cansada que nunca. Como si
llevara un peso sobre los hombros, una cabeza demasiado grande, a
punto de dar vueltas. Me dejé caer sobre la cama, boca abajo, como
si me hubieran derribado. Empecé a compararme con el farol que se
ve desde la ventana del comedor. Como lo he visto en las noches de
niebla, naturalmente. Me comparé con él porque es lo más triste y
desamparado que conozco. Me dieron ganas de poder preguntarle a
alguien:
—¿Conoce usted algo más triste que un farol en una noche de
niebla?
Y sin saber cómo, estuve llorando sin consuelo toda la tarde. Me
doy cuenta de que mi vida es más triste que la del farol: no tengo
siquiera el calor pálido de una luz. Y no puedo dejar de llorar al
sentirme tan triste y desamparada, más aún que un farol en una noche
de niebla. Mucho más.
13
Estoy condenada a que nadie me oiga. Y este silencio es mi
medida. Es como una fosa negra, profunda. Aquí me consumo. ¿Qué
importa haber visto los árboles verdes y tiernos, las finas raíces
trasparentes del agua, el camino desdibujado de las nubes? ¿Qué
importa pensar y escribir y llorar junto a las rosas? ¡Todo es tan inútil!
Si uno pone todo su empeño, si lo desea con todas sus fuerzas y se
queda rígido durante mucho rato, ¿será posible morirse?
Esta mañana, cuando estaba en el jardín con la Biruja, volví a sentir
las manos pesadas. Estuve tratando de hacerle comprender lo que yo
creo: que las palabras se amontonan en mis manos y las hacen
pesadas. Pero la Biruja no se dio cuenta de lo que esto significa. Me
dijo que por qué no las sacudía hasta que cayeran las palabras.
Es terrible y creo que nadie puede comprenderlo. Ni el hermanito
Juan. ¡Y mis manos sufren tanto con el peso de las palabras que nunca
podré decir!
Anoche tuve un extraño sueño. Era un día de verano, y había una
diferencia muy marcada entre las sombras y la claridad de una mañana
de sol. En algo así como un estero, veía las espaldas desnudas de
varios muchachos que se entretenían jugando en la arena. Lo extraño
era el color de esas espaldas. Eran casi negras, relucientes. De pronto
noté que del cabello mojado se desprendían gotas de agua,
trasparentes y gruesas, que no se deshacían al correr por ellas. Tuve
entonces un extraño placer, y me vi escondida detrás de unos árboles,
siguiendo con ansiedad el camino lento recorrido por las gotas de agua
en las espaldas lustrosas. Creo que por un momento sentí el horrible
impulso de correr hacia ellos y resbalar mis manos por sus tibias
espaldas. Pero el sueño se desvaneció, a pesar de que seguí durmiendo
inquieta y sobresaltada.
14
Hace poco vino la señorita Ana a decirme que debía levantarme
temprano. No hice caso y me quedé pensando en lo iguales que
trascurren los días: desde hace mucho tiempo todos parecen uno:
uno repetido hasta el infinito. Siempre igual: levantarse, comer, dar
vueltas por los mismos lugares y luego acostarse para comenzar de
nuevo.
¿Qué razón existe para hacer esto?
Es cierto que a veces las cosas me resultan amables y sencillas, y ni
siquiera se me ocurre que pueda algún día dejar de hacerlas.
Mis compañeros tienen ojos tristes. En vano hacen gestos
desesperados para ocultar su pena. Ahí en el fondo, en lo que está casi
detrás de las miradas, existe esa niebla sin remedio, esa humedad gris,
que es la tristeza. Los he visto reír, moverse inquietos, sin lograr
nunca desprenderse de esta niebla.
¿Por qué son tristes? ¿Por qué todo es tan triste? Me parece que la
pena es un veneno. Y yo soy sólo una pobre muchacha condenada al
silencio. Este silencio que resume para siempre todas las nieblas.
A la Biruja le han sacado fotografías. Ayer su madre me dio una
cuando tropecé con ella en el corredor, a la salida del salón de visitas.
No podía creer que era para mí. Nunca me habían hecho un regalo. La
señora me explicó muchas veces y en voz muy alta que ella me la
daba para que yo la guardara siempre. Sin mirar la fotografía subí a
ponerla en mi cuaderno para que ni la señorita Ana la descubriera. Es
solamente para mí. Para mí sola.
Me da un poco de miedo mirarla. Hay en ella algo detenido, fijo.
Algo que asusta. La Biruja no es así. No quiero que lo sea.
Estaba sola, a oscuras. De repente entró la señorita Ana y encendió
la luz. Todo se fue de golpe. Y me sentí desgraciada en medio de estas
paredes, más paredes que nunca.
15
(Al hermanito Juan)
He pensado que tú debes saberlo. Por eso te escribo. Aunque nunca
leas esta carta. Se me ocurre que, de algún modo, por el solo hecho de
escribirla, llegarás a enterarte. Pues bien, te quiero mucho no sólo
porque siempre has sido bueno conmigo, sino también porque tú eres
quien verdaderamente me acompaña. Por las tardes, cuando estoy sola
y tengo pena, me pongo a conversar contigo. Claro, tú estás en tu
cuarto y nada sabes. Pero yo estoy contigo, ¿me comprendes? Te
cuento muchas cosas y hasta sonrío y muevo la cabeza. Y tú me
entiendes como si yo verdaderamente hablara. Si nunca te hubiera
conocido, si no existieras, no podría pasar estas tardes llenas de ti,
apacibles y dulces, que me hacen sentir, al menos durante esos
momentos, lo que la gente llama compañía.
Gracias, hermanito Juan, querido hermano Juan.
Cuando me llevaron a conocer el mar, nos alojamos en casa de
unos pescadores. Después de la comida, descendimos a la playa: los
grandes quisieron ver la puesta del sol. Yo me senté sola, lejos, en
unas rocas negras. El mar estaba casi negro también y sus voces eran
fuertes. Al principio me pareció algo enojado. Comencé a mirarlo
fijamente, con desesperación, como si fuera lo único que me importara
hacer en el mundo. Sentí que sus voces me llamaban con violencia. Se
revolvía negro y duro a mis pies, y sus ronquidos estaban allí,
llamándome. Comprendí que debía acudir. Mi cabeza daba vueltas, mi
cuerpo entero estaba pesado, como clavado en las rocas, pero era
preciso ir. La cabeza me daba vueltas y lentamente arrastraba mi
cuerpo. Sí, sí, había que ir. Allá abajo estaba todo, hasta yo misma,
completa, indestructible. Separar los ojos, aunque fuera un instante, de
las profundidades, era perder el llamado, perder para siempre aquella
salvación. De pronto mi cabeza dio vueltas más rápidamente aún.
Entonces fue fácil: el cuerpo aligeró su peso y con los ojos muy
abiertos penetré en las aguas saladas.
Por muchos esfuerzos que haga, jamás lograré recordar cómo
trascurrieron las cosas allá abajo. Pero debe de haber sido maravilloso.
Cuando volví, a pesar de estar muerta de frío y dolorida, una calma
blanca y suave me recorría el cuerpo. Dormí durante mucho tiempo en
una cama húmeda y estrecha, en la que me habían colocado. Después
regresamos sin que nadie me dijera jamás una palabra de lo ocurrido.
16
De mi madre recuerdo algún gesto. Su mirada vaga, que, sin fijarse
sobre nada, estaba siempre como disculpándose. Mi madre vestía de
negro y era en extremo pequeña y frágil. Jamás me quiso. Me miraba
como si tuviera miedo de mí. Yo sabía que, al acercarme, ella se
estremecía interiormente. Es cierto que nunca me rechazó, pero era
porque yo lo evitaba o porque ella no tuvo fuerzas para hacerlo. Fue
una curiosa relación la nuestra, regida íntimamente por el miedo, por
una distancia velada que nos obligaba a desconocernos.
Anoche pensaba en ella, en su manía de cerrar las puertas, en ese
ademán cuidadoso con que alisaba sus cabellos y sobre todo en su
mirada vaga, atemorizada. No creo que llegue a quererla, pero me
apena su recuerdo, su presencia tan distante.
Parece que me van a cambiar de habitación. Dejarán ésta de abajo
para uno que no puede andar. Tendré que subir y bajar escaleras cada
vez que salga. A veces me gustan las escaleras y a veces no. Cuando
estoy en ellas pienso: un escalón tras otro, todos iguales, y es
necesario llegar arriba o abajo para ver algo distinto. Si me quedo
sentada en la mitad de una escalera, siempre alguien me ordena:
“Aquí no, suba o baje, pero no se quede ahí”.
Me gustaría quedarme por un tiempo muy largo en medio de una
escalera. Claro que no me dejarían. Siempre es lo mismo. Las
escaleras hay que subirlas o bajarlas. Eso es todo.
Cuando lo vi, llevaba un delantal verde a cuadros. Su cabeza era
grande y hermosa como una flor. Nos sentamos juntos, en el mismo
banco. La señorita Ana pasó en ese momento y nos ordenó
levantarnos, y él no le hizo caso; ni la miró. Después supe que él no
oye nada y que sólo entiende lo que se le dice por el movimiento de
los labios.
Me había acostumbrado a que las palabras fueran nada más que
sonidos. Pero ahora sé que son también movimiento. Si se dice
“naranja”, la boca es redonda, como si fuera verdaderamente una
naranja. Y si se dice “tubo”, la boca es alargada, como si fuera un
tubo. Desde ahora me gustan más las palabras.
17
Me había parado en medio del jardín a mirar el cielo. Tal vez si lo
miro largamente —pensé— lo sentiré más cerca. Estaba azul, más azul
que nunca. Con algunas nubes, tan blancas, que no daban ganas de
mirarlas, y no había ninguna necesidad de hacerlo. Lo importante en
ese momento era el cielo. Sucedió una cosa muy rara. A medida que lo
miraba fui dejando de verlo. Y de repente pensé que yo debía de tener
los ojos azules y que por eso me parecía que miraba al cielo. Porque el
cielo se convirtió en una mentira. Fue tan terrible pensar esto, que me
sentí mal, y la señorita Ana tuvo que traerme en brazos a mi
habitación.
Me gustan las cosas hermosas. Estoy segura de que hay cosas
verdaderamente hermosas que nadie puede ver. Trato de buscarlas por
todas partes, pero no las encuentro. Todo lo que he visto hasta ahora
me parece como una promesa. Estoy segura de que hay cosas
demasiado hermosas y espero alcanzarlas algún día.
Antes las palabras se morían suavemente en mis manos, nublando
apenas la trasparencia de las venas. Ahora siento que presionan mis
dedos, que pesan en la punta de las uñas, que me atormentan y
desesperan en el ámbito blanco de mis manos.
Anoche pensé que la Biruja podía tener razón. Que tal vez
sacudiéndolas despacio lograría aliviarlas algo. Pero no me atrevo a
hacerlo dentro de la habitación. Prefiero esperar que pase el frío y
bajar por la noche al jardín. Mientras tanto, las aprieto un poco y las
empaño con mi aliento. Y parece que esto las tranquiliza.
Me he puesto a pensar en mi muerte. Quise imaginarme cómo
estaré entonces. Con mis manos tranquilas y livianas cruzadas sobre el
pecho. Apenas pensé un momento, porque de pronto me acordé de
aquel caballo en medio del campo. Mi madre me llevó a verlo.
Recuerdo sus patas tiesas, su vientre hinchado como si fuera a estallar
y unos ojos terriblemente confundidos con el pasto del potrero. Me
puse a llorar desconsoladamente. En vano mi madre me decía que era
sólo un animal. Yo lo sabía y precisamente por eso lloraba. Por ser
animal lo dejaban así, solo, abandonado, hasta que los ojos se le
hicieran pasto de tanto estar tirado en medio del potrero.
18
Hay sueños que me persiguen a través de los días. Siempre he visto
un patio de columnas grises, sombrío y luminoso, triste y alegre. En él
estoy, a veces, encerrada y me paseo taciturna, abrazando las
columnas que tienen justo la dimensión de mis brazos. Y otras veces
lo contemplo desde una alta torre y pienso, melancólica, que aquel es
mi sitio y no puedo llegar hasta él. Es un patio largo, silencioso, al que
quiero y al que odio, que me comprende y me rechaza. Cuando
despierto, nunca sé si ha sido un sueño que me agrada o me atormenta.
Pero recuerdo la realidad intacta de sus finas columnas.
(Al hermanito Juan)
Hoy te vi pasar por debajo de mi ventana. Y he vuelto a acordarme
del mar. ¿Por qué siempre me acuerdo de él cuando te veo? Porque tus
ojos tienen su mismo color, y son también, como el mar, húmedos y
brillantes. El mar se enoja y se pone negro y lleno de olas, lo mismo
que cuando tú te enfadas hasta que los ojos se te nublan y se te
revuelven. Ni tus ojos ni el mar pueden cambiar de sitio. Tus ojos
estarán siempre en tu cara, y el mar, allá lejos, cerca de mi casa. Por
eso los dos tienen tan mal genio. No sé por qué te digo esto. Tal vez
porque necesitaba escribirte.
Tengo ganas de hundir los ojos en algo amarillo. Estoy aburrida de
las paredes blancas, de los delantales blancos, de las sábanas blancas.
Es que el blanco es antipático. Sobre todo porque se siente superior y
envuelve las cosas con aire de protección. ¡Si pudiera abrir los ojos y
encontrarme rodeada sólo de espigas! Ese ondulante amarillo que
produce cosquilleos en la espalda. ¡Tengo tantas ganas de hundir los
ojos en algo amarillo! ¡Terriblemente amarillo!
Ayer por la tarde acompañé a la señorita Ana a comprar unas
medicinas. El hecho de salir es siempre un gran acontecimiento. La
señorita Ana me pidió que la tomara del brazo y caminamos muy de
prisa. No sé por qué caminábamos así. Dábamos la impresión de huir.
19
No sabría decir desde dónde, pero de pronto oí que nos seguían. Era
alguien que daba grandes pasos y arrastraba un poco la pierna. La
señorita Ana no lo advertía, porque cuando apreté su brazo se volvió
hacia mí y me dijo sonriente: ¿Qué te pasa, querida? Era inútil hacerle
comprender. Me di cuenta de que era inútil. Y los pasos del hombre
—inmediatamente pensé que era un hombre— me llenaban de miedo.
Quise volverme en varias ocasiones, pero no fui capaz. Al doblar
una esquina nos detuvimos un instante. En ese mismo momento dejé
de oír los pasos. Pero en cuanto reiniciamos la marcha volvieron a
resonar terribles. Siempre una pierna se arrastraba, y ese sonido, poco
a poco, se fue pareciendo a un chasquido. Era extraño que la señorita
Ana no lo advirtiera, sobre todo al volver a cruzar el río. Entonces
oí las pisadas tan fuertes, que llegaron a resonar en mi cabeza. No sé
cómo pude mantenerme impasible. Lo hice sólo por la señorita Ana.
Pero hubo momentos en que creí no poder contenerme. Cuando
regresamos, las pisadas dejaron de oírse. Supuse que el hombre debía
de haber tomado un tranvía y miré al interior de los que pasaron por
mi lado. No pude descubrir nada. Ahora me parece mentira que haya
podido tener miedo por una cosa así. Y hasta he llegado a pensar que
no fue cierto, que estoy inventando todo esto: ¿para qué?; no sé para
qué. Por eso lo escribo inmediatamente y tal como me parece que
ocurrió.
Si miro hacia atrás, veo mi figura caminando a la sombra de las
cosas, con los ojos inútilmente abiertos y las manos desesperadamente
lentas. ¿Es que siempre fui la misma? Soy aquella que lloró en los
rincones porque todo era triste. La que corrió por los caminos cuando
el sol era tibio y los pájaros cantaban y el viento era dulce como una
vieja bandera. La que amaba el río y los campos de cebada. Aquella
que conoció el mar en su más honda intimidad, para olvidarlo.
Y soy esta que se mira hasta perderse. Aquí estoy y estoy aquí.
Escribo y me contemplo. A qué preguntarme si siempre fui la misma.
Seguramente nunca soy ninguna.
Pronto empezarán las clases. Me lo anunció la señorita Ana, pero
ya lo había advertido por cierto aumento de movimiento en la casa.
Francamente no es una noticia que me agrade mucho. Tendré que estar
con todos los compañeros iguales a mí, y pasar el tiempo oyendo
repetir cosas que me aburren.
20
Estoy contenta de haber aprendido a leer, e escribir, de conocer los
números. No quiero saber nada más. ¿De qué puede servirme la
historia de todos los países o resolver problemas con signos extraños?
Absolutamente de nada, estoy convencida. En cambio, me es
agradable pensar y descubrir cosas que realmente me gustan y ser
capaz de escribirlas en este cuaderno, aun cuando a nadie le interesen
y sean sólo mías.
Una vez más lo vi sentado en el banco del corredor, con su delantal
verde a cuadros. Miraba con intensidad hacia el vacío. Lo miré con la
misma intensidad. Me parecía que al mirarlo estaba a punto de
descubrir algo. Era como si en su figura hubiese un secreto. Un
secreto terriblemente importante. Pero no pude descubrirlo. Cuando
estaba más cerca, él se paró lentamente y se fue. Me quedé inquieta y
malhumorada. Casi descubrí ese algo que hay detrás de las figuras y
las cosas. ¡Si no se hubiera puesto de pie! Pero siempre es lo mismo:
hay cosas que no pueden descubrirse.
Han traído a la Biruja a tomar el sol en mi cuarto, y se ha quedado
dormida sobre su silla de ruedas, la cabeza ligeramente inclinada, las
manos sin temor sobre su falda; parece que casi no existiera. La miro
acechando cualquier movimiento. Ella está aquí, dulce como una
muñeca de cera. Su rostro inmóvil, detenido en el ámbito de mi cuarto,
tiene la fijeza de la muerte. ¿Es que cuando dormimos la muerte nos
domina? En la Biruja, su pequeña y frágil muerte reposa en sus ojos
cerrados, en su nariz de suave línea, en los contornos pálidos de su
rostro. Y le da a toda ella ese aire de imagen detenida, fija, esa calma
definitiva que es la calma y el reposo de los muertos. Yo, en cambio,
estoy en lucha con mi muerte, destruyendo con mis gestos su dura
trasparencia. Pero ella me sonríe desde el fondo de mí misma y crece
conmigo en cada latido de mi sangre. Sí, ella está aquí. Nunca lo supe
hasta ahora. Es necesario que aprenda a mirarla, a sentirla en sus finas
raíces.
21
Esta tarde estuve caminando por los corredores. Llegué hasta los
que quedan al otro lado del gimnasio. Casi todas las puertas estaban
cerradas. Me gustan las puertas. Tienen siempre un aire de misterio, de
complicidad. Aquí las puertas son muy iguales: blancas y con un
número negro y pequeño arriba. Sin embargo, si uno las mira mucho,
puede descubrir ciertas cosas. Hay algunas tímidas, que están como
pidiendo perdón por no contar su secreto. Otras son fuertes, macizas,
como si estuvieran orgullosas de lo que esconden. Hay puertas alegres,
completamente inconscientes de su importancia. Ésas hasta cantan un
poco al moverlas. También hay algunas que se quejan, que se han
vuelto menos blancas, como si hubieran llorado y los números se
hubieran desteñido. La puerta de la Biruja es una puerta triste: a veces,
al abrirla, la he oído lamentarse. Y la del hermanito Juan tiene mal
genio y suele cerrarse de golpe, sumamente enojada.
He descubierto que hundiendo con los dedos los ojos es posible ver
luces de colores. Al principio este descubrimiento me entretuvo
mucho, pero ahora, ay, ahora es necesario que llueve. Cansadamente,
largamente. Hasta que el sonido de la lluvia penetre a través de mi
cuerpo y me lleve más allá de mí misma. Hasta que deje de ser para
siempre.
Está húmeda la noche y hay un aliento salado que penetra por el
resquicio de mi ventana. No puedo dormir. En vano pienso en los ojos
fijos del hermano Juan, en su mano poderosa que arrancaba de la tierra
raíces tiernas para que yo comiera a escondidas, en su voz ronca,
gutural, que me enseñó el nombre de las flores. Todo eso está lejano.
Y es, sin embargo, lo más vivo que tengo a mi lado. Fue penoso llegar
aquí; si no hubiera sido por el hermanito Juan, creo que no habría
hecho sino llorar. El ha sido el único que ha comprendido mi silencio.
Te quiero mucho, hermanito Juan. Y esta noche, en que no puedo
dormir, pienso en ti, desesperadamente. Te veo cruzar a mi lado con tu
delantal blanco, tu paso seguro, y me pego a tu sombra como si fuera
una enredadera. Tú conoces todos los senderos, y cuando estrechas mi
mano los viejos de dedos largos y siniestros rostros se alejan
asustados. Conoces tantos secretos. Llevas una rama verde como guía.
22
Tu paso es ligero, tu pulso palpita brioso como un galope de potro.
Todo desaparece. Somos tú y yo en un invisible bosque de vidrio,
caminando hacia un aire de luces inmóviles, hacia zonas de ventura y
abandono. Ah, llegar allí, abrazados sin tocarnos, para flotar junto a
las nubes de ojos muertos, con los rostros limpios y luminosos. Ser
tú y yo solamente. Eternamente solos y unidos. Y brillar como las
estrellas, sin acordarnos de nada más. Ser el olvido, la calma, la luz
blanca y verdadera.
Dicen que la Biruja ha muerto. La puerta de su cuarto está cerrada.
La señorita Ana llora desde temprano. Todos caminan en silencio.
Nadie se mira.
Trato de comprender: la Biruja ha muerto. Y es inútil. Son sólo
palabras.
He bajado al jardín para caminar hasta el muro del fondo. He
mirado el cielo, los árboles, la hierba cubierta de hojas secas. Había en
el aire una niebla de otoño, pero todo era lo mismo. ¿Podrá ser cierto
y ser como siempre el día? ¿Y estar yo aquí, escribiendo, y ella fría e
inmóvil para siempre? No sé qué pensar. Me duele todo el cuerpo. Los
ojos me pesan como si fueran enormes bolas de cristal. La Biruja,
Biruja, Biruja, de largos cabellos rubios, con su frágil cuerpo en la
silla de ruedas. No puedo seguir escribiendo.
Estoy en el fondo de un río. Camino a ciegas, tropezando con
piedras y raíces que me hacen sangrar. Arriba suceden las cosas. Y no
las siento. No siento nada. El río arrastra mi cuerpo, desnudo, frío. Me
llevan, me dejo llevar.
Sombras de caballos y pájaros me persiguen. Y el rostro de un
viejo, de labios caídos y ojos burlones, me hace muecas desde el
marco negro de ventanas que aparecen y desaparecen, unas en pos de
otras. No puedo soportarlo. Mi cabeza da vueltas y un sudor frío
empapa mis manos.
A ratos pienso en aquella muchacha que vendía naranjas en el
pueblo. Pienso en naranjas, naranjas, naranjas. ¿Cómo sonará la risa
en mi garganta? Naranjas, naranjas. ¡Yo, encerrada entre paredes
blancas! Yo, que adoro las naranjas, naranjas. Ahí está nuevamente el
viejo. Y no puedo soportarlo. Gritaré. Dentro de mí crece un grito.
23
¡Un grito! Y las sombras de los pájaros vuelan sobre mi cabeza, y un
caballo nada sobre la pared moviendo blandamente sus patas
alargadas.
Me puse a gritar, Mis gritos eran negros y terribles como los
pájaros de la noche. Cortaban el aire como pesados cuchillos de barro.
Gritaba con todo mi cuerpo, con las manos en alto. Gritaba con furia,
con violencia y con una alegría salvaje en cada grito.
La señorita Ana se asustó y me dio una medicina y me acarició los
hombros. La dejé hacer. Después vino la fatiga y un cansancio sin
límites, y me dejé llevar con los ojos cerrados a un sueño que no era
un sueño y era dulce. Fue consolador gritar de esa manera, aunque sé
que no debía haberlo hecho.
Sí, la Biruja ha muerto. Hace por lo menos dos o tres días. De
repente, no la vimos más. Cerraron su puerta. Vinieron los médicos y
hablaron en voz baja. Hubo un tumulto de pasos precipitados. Nos
mandaron al jardín. Estuve en cama después. No he querido saber
nada y nadie me ha hablado.
La Biruja era como el aire de la mañana y ahí debe estar. Habrá
dejado su silla de ruedas y vagará sola, entre las nubes que el sol hace
nacer. Ella jugaba con piedras y caracoles, contaba historias que nadie
podía comprender. Ahora no la veremos nunca más. Se ha ido al aire,
al primer sol de la mañana, y su sonrisa será la forma de una nube.
No sé cuánto tiempo he estado enferma: perdí el hilo de los días.
Pero no me importa. Ahora soy otra vez la misma. Me siento cansada
como si hubiera viajado durante años. Y es dulce este cansancio.
También como si volviera de un viaje, las cosas me parecen nuevas, y
un encanto, que nunca descubrí antes, envuelve mi cuarto. Habrá que
comenzar nuevamente. ¿Por qué me digo esto? Lo ignoro. Es una
manera de decirme algo.
El sol llega hasta mi cama, hasta una de mis manos abandonada
sobre la colcha. Es un sol débil, blanquecino. Un sol que tiene pena y
viene hacia mí para que lo consuele.
24
El hermanito Juan flota entre tules de baba, los ojos perdidos en un
paisaje que nadie puede ver. Lo tocan y no siente. Lo llaman y no
responde. Le han puesto su delantal blanco y él se queda quieto, de
espaldas en su cama. Su cabello negro es como una pasta sin razón
que enmarca la azulada palidez de su frente.
Ahí está en su habitación, como un juguete descompuesto. Inútil y
solo, pero terriblemente hermoso. He ido a mirarlo, a escondidas —la
señorita Ana no me habría dejado levantarme— porque, después de
todo, es lo único verdadero que tengo.
Anoche comenzó a llover. Y ha llovido cansadamente. Es como si
lloviera dentro de mí. Pienso en algunos caminos por los que antes
anduve y que la lluvia y el tiempo habrán deshecho. Así también
quedaré yo. Y me gusta pensar que, lentamente, me consumiré hasta
perderme.
Aún quedan algunas gotas de agua que se equilibran en las hojas de
los árboles. Juegan entre ellas y es el viento el que las ayuda. Los
árboles parecen más árboles que nunca y el suelo mojado está oscuro
como una sombra sin fin.
Mi garganta está llena de palabras hermosas como si fueran piedras
de colores o conchas de pequeños caracoles.
Hoy siento ganas de hablar. Hablar más allá de la ronquera, más
allá de la fatiga. Hablar y hablar hasta que mi cuerpo entero sea voz.
Hasta que las estrellas sean mis voces. Hasta que el mundo sea sólo un
grito: mi grito.
25
Un día como hoy
26
27
Antes del grito
El estrecho cuarto no tenía más ventilación que la de un tragaluz
sin vidrio. De noche se colaba por él una luminosidad turbia
proveniente de un farol. En el gran catre de hierro pintado de blanco
dormían dos niños y una mujer. En un somier con patas, sobre el que
se presumía un menguado colchón de paja, dormía una muchacha. En
el suelo, sobre unos sacos, dos muchachones flacuchentos
entremezclaban posiciones. Un gato ronroneaba sobre la mesa y otro,
acurrucado en una de las sillas de mimbre. Adornando las paredes,
unas cuantas oleografías baratas rodeaban un retrato del presidente
Aguirre Cerda con la bandera chilena colgada a su lado.
Amontonadas sobre un cubo de cemento, que sirve de velador, algunas
ropas, una bacinica de bordes saltados, un cajón con útiles para
lustrar zapatos, una palangana y varios papeles sucios.
No bastaba el tragaluz: el aire era apenas respirable. Humo,
grasa, betún de zapatos se mezclaban a los humores despedidos por
los cuerpos sudorosos. Entre sueños uno de los niños llorisqueaba de
hambre. Los labios de la mujer se entreabrían para dejar salir
rítmicos y sordos ronquidos.
El sueño de la muchacha, a pesar del cansancio que tornaba
pesados sus músculos, era sobresaltado e inquieto. Entonces abrió los
ojos. Las manos, partidas por el agua de cuba, le dolían con el áspero
contacto del tocuyo. Para protegerlas las apretó contra su cuerpo.
Una mirada le bastó para comprobar que el hombre aún no llegaba.
Esto terminó de despertarla. Tenía miedo a las borracheras del
padrino Manuel y sobre todo a la intención que entonces brillaba en
sus ojos. ¿Por qué le diría su madre que debía vivir con ellos? Es
cierto que sola no habría podido quedarse en Santiago. Ahora
comprendía que era difícil encontrar trabajo. Pero, en cambio, había
encontrado a Pedro. Él era bueno con ella, la quería. Recordó a
Pedro con deleite. Sintió sus negros ojos, repitió sus palabras precisas
y seguras. Deseó que sus manos fuertes la abrazaran con suavidad.
28
Se habían conocido en el despacho, el primer día en que empezó la
huelga. Ella estaba comprando azúcar y él había ido a buscar a unos
compañeros que se entretenían bebiendo cerveza. Apenas cambiaron
unas pocas palabras, las suficientes para que Elba las recordara
siempre. Después, él empezó a merodear por la cité a la hora en que
ella terminaba el lavado. La acompañaba a ir de compras, era amable
con los chiquillos de la madrina y prometió buscarle trabajo en una
fábrica de tejidos. Así comenzaron las cosas. La fábrica de Pedro
continuó en huelga, para ella no pudo encontrar trabajo y cuando se
confesaron amor, a pesar de la alegría del momento, estuvieron un
poco preocupados pensando en que quizá no les sería fácil encontrar
un arreglo para vivir juntos: casados con todas las de la ley. Mientras
tanto, los vecinos empezaron a comentar: Harto despierta su ahijadita
del sur, ¿verdad, doña Gertrudis? La madrina se portó bien. La dejó
hacer, sin decirle una palabra. En cambio, el padrino refunfuñaba: Mi
casa es pobre pero honrada, no aguanto huainas con lacho. En vano
doña Gertrudis lo hacía callar. Se desataba hablando contra estos
futres letrados que han salido ahora, hablan mucho, hacen la huelga
y, total, todo sigue lo mismo no más. Pero delante de ella nada decía.
Se limitaba a mirarla siguiendo sus movimientos con avidez. Elba
enrojecía bajo sus miradas, mordiendo sus labios, sin saber qué hacer.
Las cosas no eran fáciles. Tal vez sería bueno seguir los consejos de
la mayordoma: emplearse para servir en una casa. Pero Pedro no
quería: Eso es dejarse explotar por los ricos, aseguraba.
La noche del conventillo tenía algo de un mar en calma. Y esa
calma fue interrumpida por la borrachera del maestro Manuel. Entra
a trastrabillones por el patio, tropieza con la pileta y su boca escupe
obscenidades. De unos cuartos —seguramente el de los canutos— le
hacen callar. De otro llega el llanto de un chiquillo. Un perro ladra en
la calle. Entonces el maestro Manuel se detiene
frente a la puerta de su cuarto y Elba se esconde atemorizada bajo las
sábanas. La puerta no cede a los intentos del maestro. La patea con
furia: ¡Puerta de mierda!
Desde el fondo de su sueño, doña Gertrudis pregunta:
—¿Llegó, m'hijito?
29
El eructo es la respuesta. Luego un empujón a la mesa. El gato
huye maullando. Doña Gertrudis despierta:
—Acuéstese al tiro, mejor.
Finalmente el maestro Manuel se deja caer en una de las sillas
haciendo huir al otro gato. Allí se queda. Doña Gertrudis ha vuelto a
sus ronquidos sordos y rítmicos. Las moscas bajan del techo a
escarbar entre los miasmas sucios del suelo y todo vuelve a la calma.
Elba se atreve entonces a destapar la cabeza. Con un gesto
nervioso esparce los cabellos sobre la almohada sin funda. Pero él la
acecha.
—¿Estai aguatitando, ah? Mira, si querís darte gusto.
El maestro Manuel comienza a desvestirse. Tira lejos la chaqueta.
Se desabrocha el cinturón y suelta los pantalones. Elba esconde de
nuevo su cara.
—Mosquita muerta, ¿ah? Te vai a hacer la de las monjas ahora.
Con gesto rápido se quita la desgarrada camisa. Su cuerpo
desnudo reluce a la turbia luz del farol. Entonces va hasta la cama de
Elba y de un manotazo le arranca las sábanas. El deseo inyectado en
sus ojos le hace parecer una bestia.
Yo sabía que ella iba a gritar. No recuerdo si antes del grito, uno de
los chiquillos lloriqueó o doña Gertrudis alternó el ritmo de sus
ronquidos. Pero ella tenía que gritar. Un grito ahogado en el espanto y
la vergüenza. El ambiente quedó a la espera de ese grito. Contraje mis
músculos, apreté la almohada contra mis sienes. Estaba en el fondo del
sueño: sólo un milagro podía salvarme del grito de Elba. Y ese
milagro se produjo. Ascendí un escalón, algo me apretó dentro del
estómago y di un vuelco en la cama. ¡Es un sueño, es un sueño!
—repetí con desesperación.
Por la ventana entreabierta penetraba la claridad de la mañana.
Estaba un grado más arriba, allí donde es posible ejercer la voluntad
sobre lo que se sueña. Soñaré con un río —me dije—, con muchachas
alegres tendidas al sol junto a muchachos en traje de baño. ¿Por qué
voy a dejar que la noche me haga caer en pesadillas? Soñaré con
árboles, con flores de colores.
Arreglé la almohada bajo mi cabeza y volví a entregarme. Había
comenzado un nuevo día para mí.
30
El desayuno
Creo que es el olor a café, mezclado al de los sueños, el que me
hace insoportable cada despertar. Frente a mi cama los postigos están
cerrados, mas la luz penetra por el dintel de la puerta e ilumina el
caballo amarillo de cerámica, la caja roja llena de caracoles y el huiro
negro colocado en la parte superior del estante. Aquí está el desayuno,
el plato con tostadas encima de la taza para conservarle el calor. Es
preciso tomarlo antes de que se enfríe. Pero no dan ganas de sacar los
brazos fuera de la cama por sentir el gusto ácido del café apenas tibio.
Bueno, es inevitable, ha comenzado un día nuevo. Siempre se
comienza un nuevo día y nadie —¿será cierto que nadie?— se
pregunta para qué. Mi cabeza se hunde en la almohada como si fuera
pesadísima. Tal vez tenga sueño todavía. Una vez dije que para mí lo
más agradable era dormir. Pero no es cierto. ¿Por qué diremos cosas
que no son ciertas? Yo duermo como quien toma opio o se sumerge
por la noche en la insoportable música del jazz. ¡Qué sola estoy!
Nadie hay que me diga lo que debo hacer. Allí están las campanas de
la iglesia, ¡cuántas cosas se podrían decir sobre ellas! ¿A qué suena
una campana? Lo único parecido a su sonido son esas ondas que se
forman en el agua al dejarle caer algo. Sí, esas son como campana das
silenciosas pero tangibles. Debo decirle esto a alguien.
¡Ah!, despertar. ¿Acaso estoy despierta? Después pensaré que toda
esta terrible sensación es producida por la falta de aire. Es que tengo
frío, siempre tengo frío, tal vez porque estoy muy sola. Uno está
constantemente aferrándose a las cosas, tratando desesperadamente de
encontrar algún sentido. Si yo tuviera algo que hacer, no sentiría este
gusto al café que me produce angustia. No pensaría como ahora, como
tantas veces. ¿Qué soy? ¿Por qué soy? Son terribles las preguntas.
Siempre clavadas en el aire, rozando nuestra frente como gritos que no
se deciden a estallar. Y es preciso levantarse. Comenzar de nuevo. Ahí
está el caballo amarillo y la caja roja y el huiro negro. Representan mi
felicidad. No sé por qué. Pero es así. No imagino mi pieza sin ellos ni
mi vida sin esta pequeña felicidad de colores. Amarillo, rojo y negro.
31
Un caballo, una caja, una alga marina. Y no es que estas cosas tengan
un significado especial. El huiro fue lo primero que tuve. Lo recogí en
la playa una mañana cualquiera, lo limpié y aquí está: al aire como un
árbol diminuto, con algo de lágrimas, de sabor amargo, de noche
triste, tal vez de melancolía. Después vino la caja. Un regalo de Sergio
antes de marcharse. Las tenía de todos colores. Elige una, me dijo. Y
no vacilé en escoger la roja. Sergio no supo toda la felicidad que me
daba. No habría podido saberlo. Él fue siempre tan real, tan dueño de
sí, tan ajeno a todo lo que fuera... ¿qué importa qué?, ¿importa algo?
Me paso las horas pensando estupideces. Debe ser tarde. Es necesario
tomar todo mi desayuno. Después… siempre hay un después, a cada
rato. Es imposible desligarse de ello, ¡ah, sí!, el caballo amarillo. Me
lo regalaron un día de cumpleaños. Entré precipitada al taller de Pablo.
Es mi cumpleaños, dije. Y en vez de abrazarme, me regaló un caballo
de cerámica. Confieso que no me gustó entonces. Lo dejé primero
abajo, en el cuarto del piano. Cobró su verdadero interés aquí en mi
pieza, al lado de la caja y del huiro negro. ¿Podría decirle a alguien
estas cosas? No, jamás. Nadie entiende nada. A veces pienso: ¿fui
siempre igual a lo que soy ahora? Hace tiempo hice un cuadro sobre
mí; sobre mi “yo”. No me sirvió de mucho. Nada sirve para nada. Tal
vez esté en espera de lo imprevisto, de un inesperado feliz. Llego a
creer que dentro de mí crece una extraña raíz, algo que brotará de
repente y me hará verdadera, auténticamente feliz. Pero esto no es
cierto. Es como cuando era chica y pensaba que éramos pobres por
capricho y que un día papá se aburriría y nos iríamos a vivir a una
gran casa y tendríamos muchos autos. Yo quiero salir de esto. Deseo
vivir desesperadamente. Alguien canta, allá, a lo lejos. El sol se cuela
ahora por mi ventana. De una vez por todas empezar un nuevo día. Un
día como hoy, uno cualquiera, como muchos.
32
La mañana
La mañana se extiende ante mí como una sábana. Cuando el sol
está amordazado por las nubes, cuando el cielo no se decide a ser azul
como ahora, pienso en mi infancia. Entonces me parece una ciudad de
patios tristes. Dos niños atraviesan el frío de las descoloridas baldosas
y corren en busca del sol como si se tratara de un ansiado juguete.
Entonces nuestra casa de un piso estaba en una calle de barrio.
Aquellos primeros años no tuvieron otro encanto que el de los patios
inundados en vano de luz. Casi de noche nos levantaban para ir al
colegio. Yo miraba amanecer en las piernas desnudas de mi hermano.
Juntos recorríamos las interminables cuadras que nos separaban de la
escuela. Recuerdo aquel muro gris, casi cubierto de enredadera seca,
donde un día descubrí y lloré el primer asombro de la soledad.
Mientras tanto otros niños jugaban, al aire los delantales blancos.
—¿Cómo te llamas?
—Isabel Margarita.
—¿No quieres jugar?
Y en un juego de risas y gritos agudos crecía en el fondo, como una
mala hierba, mi soledad. Una vez encontré un caracol que arrastraba
lentamente su concha y me sentí su hermana. Estaban las promesas de
un día de fiesta, los desfiles militares en el mes de julio. Pero nunca
faltaba el aguacero que nos confinaba al marco de la ventana, refugio
vitral de nuestra infancia.
Los domingos, dos niños cruzan tomados de la mano hacia el
pórtico imponente de la iglesia. Ahí estaba el misterio de esas velas
amarillas e inseguras, ese canto triste que parecía venir de muy lejos y
la elegancia roja de los monaguillos.
—Mamá, ¿puedo ser monaguillo? —preguntaba Miguel.
La respuesta era inevitable:
—Cuando seas grande.
Nuestra esperanza llegaba entonces hasta aquella frase.
El verano nos traía Carnaval, mi blanco traje de colombina y el de
“pierrot” que lucía Miguel: despertaban en nuestra abuela recuerdos
que la obligaban a restregar sus ojos con el pañuelo. Desde lejos
mirábamos el corso, en una línea de prudencia donde no llegaban las
serpentinas ni los juegos de agua. Eso sería para después, cuando
fuéramos grandes.
33
Sobre mi cama, allá en mi pieza, María Eugenia, de delicada
porcelana y cabello natural, tenía un rancio abolengo, vestía de seda y
dormía en cuna de encajes. Pero era Carmencita, la preferida y con
ella solía conversar de esas cosas que nunca se dicen, y en las noches
de invierno la llevaba conmigo a mi cama. Ellas fueron mi verdadera
compañía.
Todavía recuerdo el olor a alcohol, la tibieza del cuarto en las
vigilias afiebradas. Y, sobre todo, la mano un poco fría, grande, segura
de mi madre. A su contacto se cerraban mis párpados, desaparecía el
miedo. Con mi mano dentro de ella descendía a la zona blanca, dulce
del sueño. En medio de la fiebre detenía las sombras; era un milagro
de dicha, de paz.
Saltando entre la acera y la calle van mis trenzas en el aire, sus dos
grandes moños de cinta como flores en todo su esplendor. Ellas fueron
el límite de mi infancia. Me las cortaron para la primera fiesta, cuando
pesaban como una pequeña cárcel.
Hoy la mañana tiene algo de mi infancia, de su ciudad de patios
tristes. Saldré a caminar por alguna avenida de árboles. Arrastraré
lentamente las horas. ¿Mi infancia fue triste? Yo he reído, he llorado,
he visto crecer árboles, he escuchado el rumor de la lluvia con una
muñeca en mis brazos. He sido igual a muchos niños. Y, sin embargo,
siento dentro de mí un terreno frustrado. Es como si hubiera faltado
algo que no se puede saber qué es. A veces parece que lo voy a
descubrir y luego se me pierde, se desvanece. He querido entregarme
a juegos violentos, pero llevo una zona de muerte que mata todo lo
que deseo.
Es la mañana de un día como hoy. He recordado mi infancia. Ahora
caminaré estupefacta, herida, sangrante, por las viejas calles llenas de
polvo en un parque sombreado. Uno cualquiera como esta mañana
nublada.
34
Almorzamos a la una
Cuando los contemplo a todos, sentados alrededor de la mesa
redonda, no puedo dejar de pensar en un ballet. Un ballet con
personajes extraños, un tanto ridículos. Mis dos tías, solteronas,
constantemente vestidas de negro, una que otra vez con algún cuello o
pechera blanco, comen con rítmicos movimientos. Levantan los
hombros cuando algo les disgusta y sus miradas toman forma y color
en el aire. Siempre están de acuerdo y vienen repitiendo las mismas
anécdotas, los mismos refranes, la misma filosofía de señoritas
educadas en Europa, desde el día en que papá las trajo a vivir con
nosotros.
Miguel representa el contrarritmo o la acción un poco
desequilibrada. Es nervioso, torpe, todo tiene en él un aire transitorio.
A veces lo miro y pienso que los caballeros de las novelas antiguas
debían comer en las postas de relevo a la manera de él.
En cambio, Luis es dulce, de movimientos lentos. Lo tengo
siempre a mi lado y adoro su mano blanca cuando se extiende cuidada
y meticulosa hacia el jarro de agua. Luis es el hermano débil, rubio,
siempre “el niño”, silencioso y tierno. Lo hacía dormir cuando era
pequeño, era conmigo con quien primero encontraba el sueño. ¡Ah,
pero no quiero pensar nuevamente en la infancia! Encuentro triste
aquello de refugiarse en las cosas ya vividas. A algo debo aferrarme,
es cierto, pero no al pasado. Papá suele hacerlo a menudo. Entonces
nos cuenta su viaje por Europa; cómo era la casa de los abuelos, lo que
de él dijeron cuando dejó su cargo en la oficina de partes. Sus ojos se
iluminan y acciona nerviosamente. Nosotros lo escuchamos en
silencio. Y mis tías le dicen en sus miradas: Sí, tú eres un muchacho
inteligente.
Hoy he llegado tarde a almorzar. Todos dieron vuelta la cabeza
cuando abrí la puerta. Me miraron. Yo, desafiante, los miré.
—Almorzamos a la una —dijo mamá con su clara voz.
Pensé que quizás ella es la única que no está en rol de ballet.
Luis comenzó a reírse sin motivo aparente, Miguel lo hizo callar.
Mis tías movieron acompasadamente sus hombros. Colocaron en mi
puesto un plato de humeante sopa.
35
Aquí están —pensé—, cada uno con su mundo a cuestas, como
enormes caracoles. ¿Qué sé yo de ellos? ¿Acaso ellos saben algo de
mí? A veces me parece que mamá es capaz de adivinar mi
pensamiento. Entonces me pongo a pensar en horribles cosas y le doy
a mis ojos expresiones extrañas. El otro día imaginaba que Luis estaba
muerto y yo sufría horrorosamente. No podía dejar de contemplar su
hermoso rostro blanco enmarcado por el raso de un ataúd. Luis
comenzó a reír y me dije sin mirarlo: Recordaré su risa de ahora por
mucho tiempo; la recordaré, sí, debo recordarla. Y le pedí agua, para
anotar también en mi memoria el gesto blando de su mano que se
alarga. Estos son recuerdos inútiles. Pero me gustan los recuerdos
inútiles. Nunca he olvidado la cabellera al aire de una muchacha que
se peinaba en el camino, cuando pasamos en auto. Ni el color de unas
naranjas colocadas al sol en el marco de una ventana negra. Y esto no
puede servirme de nada. Aunque me guste.
Cuando me decido a odiar a alguien, odio a mis tías. Pero es odiar
sin razón.
—¡Come espinacas, niña! Contienen mucho hierro —dice tía
Carolina.
—Te harán bien —concluye en el mismo tono tía Merceditas.
¡Si fueran de piedra!, ¡si no hablaran!, acaso podría llegar a
quererlas. Pero no. Ellas son el límite de toda fantasía. Son ridículos
personajes de ballet. Ahora soy yo quien ríe. Y quisiera reír a gritos, en
cascadas. Sí, háganme callar con miradas reprensivas. Generalmente
soy silenciosa, no molesto en nada y parece que todo lo escuchara con
maravillada atención. Pero ahora río. Y no importa que me miren de
ese modo. Río. Río porque somos personajes de ballet. No se dan
cuenta, pero lo somos. Absurdos y ridículos personajes de ballet que
un día como hoy, uno cualquiera, almorzamos a la una.
36
La siesta
No sé si es la hora de la siesta con su somnolencia pegajosa la que
me tiene en este estado. Tendida sobre mi cama, la mirada fija sobre
mi caballo amarillo de cerámica, siento que mi cuerpo no pesa. Y es
como si desde un rincón del techo me estuviera contemplando
fríamente. Aquí estoy, ni triste ni alegre, ni viva ni muerta. Me bastaría
levantar un brazo para comprobar que existo. Claro que no lo voy a
hacer. ¿Por qué no lo hago? ¿Acaso estoy muerta? Me digo que no.
Pero no me resuelvo a verificarlo. Quizás porque sea ésta una forma
adoptada por la muerte. En fin, de todas maneras, ¿qué importa estar
viva o muerta? Adoro la inmovilidad que me libera de mi cuerpo, la
especie de sopor que me hace divagar sin consistencia. Siento que,
como volando, puedo trasladarme a la casa de columnas frente al mar.
Caminar pausadamente entre cinco columnas que nada sostienen,
destruidas por el tiempo, pero que permanecen allí secretamente
altivas. Al fondo está la casa de viejas piedras grises. Donde hay un
piano de larga cola, dormido como un negro animal cansado. Donde el
viento no ha vuelto nunca a remover irreverente el antiguo polvo de
los pesados cortinados. Y abajo, la playa, los cactus que brotan
milagrosamente verdes. Y el mar, el mar con su misterio renovado,
con la impotencia de sus olas, con su rencor mordiendo sordamente
las rocas. Y la línea simple, tierna del horizonte. ¡Ah, sí!, es hermoso
pasear entre mis cinco columnas. Abrazándolas apenas. Dejando que
su roce en mi cuerpo desnudo haga vibrar secretas raíces. Después
bajaré corriendo a la tumba de mármoles negros: es mi muerte frente
al mar —gritaré. Y acostada sobre ella, arrancaré la yerba que crece
allí trivialmente. El frío de las losas cubrirá mi cuerpo de morado,
clavando las uñas en las piernas, dejaré que en mis cabellos jueguen
los pájaros de la noche. Y después —¡aún habrá un después!—,
volveré por avenidas de árboles que nadie conoce. Y me dejaré
dormida al borde de un camino por el que nunca pasará nadie. Y todo
habrá sido tan inútil como cinco columnas altivas que nada sostienen.
37
Detrás de la chimenea
Resulta difícil creer que Luis permanezca tanto rato leyendo la
misma página del diario. A través del periódico adivino su rostro
abstraído, con sus ojos que siempre parecen flotar en un ambiente de
bruma. Mis dos tías entran juntas al living.
—¿Tomaron té? —nos preguntan.
Contesto casi sin mirarlas. Y ellas avanzan, erguidas y seguras
hacia el comedor.
—Tanto calor no les puede hacer bien —dice desde la puerta tía
Merceditas.
—Debieran abrir una ventana o consumir menos leña —concluye
tía Carolina.
La puerta se cierra tras ellas y vuelve el silencio. En realidad hace
calor. En la chimenea se queman gruesos troncos y el fuego parece
implorar con sus lenguas rojas, azules y amarillas. Es el fuego el que
me atrae, manteniéndome como clavada a sus pies. ¿Cómo se vería el
rostro de una de mis tías quemándose en él? Primero ardería el
cabello, las pestañas, las cejas. Los ojos tal vez se saltarían de sus
órbitas. Y junto a ello vendría el olor a carne asada. Lo vería retorcerse
colorado, chamuscado, sanguinolento. ¡Qué espectáculo! Acaso
podrían echarse las dos cabezas juntas y ver cuál se consume primero.
Es cruel pensar esto, pero no puedo dejar de hacerlo. ¿Por qué se me
ocurrirán estas cosas?
Un leño ha prendido en una de sus puntas, algo alejado del resto.
La llama es insegura, vacilante y de un hermoso color azul. Delgada e
inquieta pretende alcanzar a las demás. Su esfuerzo es vano.
Irremediablemente terminará por apagarse. Así sucede siempre.
Luis ha cambiado de posición estirándose como un gato.
Distraídamente mira hacia el fuego y luego retorna a su aparente
lectura. Hay un agudo silencio clavado en el aire. El fuego es vida —
me digo—, es lucha. Aquí todo perece muerte. Tal vez nosotros
comencemos detrás de la chimenea. Habría que cruzar esta zona
violenta de maderas que crepitan envueltas por llamas azules,
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amarillas y rojas, pata encontrar nuestros propios atormentados
espíritus. ¿Existiremos detrás de la chimenea? Creo que nuestro yo
más auténtico se encuentra agazapado allí. Y nos aguarda con aquello
que nunca ha existido, lo que nunca irá a nacer, la presencia que
vislumbramos presintiendo apenas. Entonces hablaremos con el
lenguaje de nuestro propio corazón, Pero es preciso atravesar
valientemente las llamas. Sé que la vida no es este silencio. Y sé
que es preciso quemarse, jugarse por entero la nada que somos, para
recuperarnos tras la chimenea, para bastarnos por fin a nosotros
mismos sin que importe otra cosa. Esta sensación de vivir que me
agobia, acaso desaparezca totalmente y, abandonada de la conciencia,
me sumerja en espacios venturosos, descubriendo al fin el hondo
significado de las cosas. No sé si la muerte será parecido a esto.
Siempre pienso en ella, mas, desgraciadamente, nunca sabré nada que
me indique su verdad. Si detrás de la chimenea estuviera la muerte, la
venturosa muerte que trae la calma, no vacilaría en salir en su
búsqueda. ¿Qué habrá, qué habrá detrás de la chimenea?
Luis se levanta lentamente, me mira asustado y dice:
—Estás tan roja que pareces endiablada. ¡Ten cuidado!
He quedado sola, clavados los ojos en el rojo, amarillo y azul de las
llamas. Pienso en la muerte. De chica preguntaba: ¿Si uno pone todo
su empeño, si lo desea con todas sus fuerzas y se queda rígido durante
mucho rato, es posible morirse? Y confieso que muchas veces llegué a
ensayarlo. Qué sinrazón es abandonar la roja penumbra de este
cuarto y volver al detalle cotidiano, al suceso de cada minuto, a lo que
vivirnos sin historia, tristemente, de este lado de la chimenea, mientras
queda en el misterio aquello que hay detrás, lo que nunca ha existido
definitivamente, lo que nunca irá a ser y cuyo designio, sin embargo,
nos aguarda.
39
Los vecinos
—Es la vida de otros, desgraciadamente de muchos, pero...
¿comprendes?, lo que va trascurriendo en cada minuto. Te lo cuentan
así, simplemente, como tú dirías que tienes sueño o que tus tías
perdieron el rosario en la Iglesia. Yo conozco a Pedro. He trabajado
con él. Cuando me llevó a su casa, conocí a su compañera. Tenían
hambre y frío. Yo les llevé algo para comer, nos pusimos a conversar y
me contaron esa historia mientras bebíamos vino.
—Es una historia horrible. No quiero pensar en que sea cierta, no
quiero. Pero, me obsesiona. ¡Tú sabes que me obsesiona! Hasta tal
punto que anoche soñé con ellos y veía el conventillo como si fuera de
verdad…
—Es de verdad.
—Y veía al padrino, ese hombre monstruoso… lo veía..., lo veía...,
a él que es un monstruo.
—No es un monstruo, Isabel, es un hombre.
—Malo y repugnante...
—No, Isabel, un hombre, un ser humano como tú o como yo.
—No puede ser verdad que exista alguien así.
—¿Así? Existen muchos, Isabel.
—Entonces hay que matarlos.
—Pero si ellos no tienen la culpa.
—Pero... ¿Por qué?...
—Es una historia larga de contar. Quédate y te la contaré.
—No, Gustavo, no puedo. Tus historias no me gustan. Me hacen
soñar cosas horribles.
—Escucha, Isabel...
—No puedo, no quiero, no quiero oírte.
Gustavo me acarició la cabeza con ademán protector. Odio la dura
superioridad de sus ojos, esos labios delgados, su voz cortante. Mamá
dice que es un loco. Aseguró que ellos son raros desde que llegaron a
ocupar la casa de al lado. Tal vez por esto me gusta conversar con
ellos. A Carmen —la mujer de Gustavo— se le ocurrió regalarme el
dibujo de una paloma. Un dibujo grande, bastante bonito. Después me
dio muchos papeles con la misma ploma. Dice que es la paloma de la
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paz. Carmen y Gustavo tienen un niño pequeño, que pasa todo el
día jugando en el patio, canta con voz suave y se ríe como si estuviera
contento siempre. Cuando me invitaron por primera vez a la casa, el
niño me dio un beso y se sentó a mi lado mientras oíamos canciones
chinas. Las canciones chinas parecen cantadas por pájaros o por flores
chiquitas. Carmencita dice que los chinos tienen una vida nueva.
Carmen y Gustavo siempre hablan de las cosas que nadie habla. No
van a misa y mis tías sospechan que son herejes. Cuando los ven,
tuercen la cara. Yo creo que están enojadas porque ellos no les han
dado dinero para el Patronato. Pero Gustavo y Carmen son generosos,
yo sé que dan dinero. Y así lo dijeron a mis tías cortésmente. Pero mis
tías creen que las otras instituciones no sirven. Yo defiendo siempre a
los vecinos aunque, en el fondo, les tengo miedo. Más ahora que
Gustavo me ha contado historias terribles. Es médico, él conoce la
vida de los pobres. Además siempre anda metido con ellos. A su casa
siempre va gente pobre. Yo les tengo lástima y así se lo dije a Gustavo
pero a él le pareció mal. Cuando algo le parece mal a Gustavo, sus
ojos se vuelven grises, pero calla. A mí nunca nadie me dice nada. Me
dejan sola y voy creciendo como una yerba inútil. Me gusta pensar
que soy una yerba inútil. Quizás ahí está lo malo. ¡Se pueden pensar
tantas cosas mientras pasan las horas! Carmen me dijo el otro día que
es malo no hacer nada. Pero me lo decía para que yo le ayudara a
repartir volantes. Y no la ayudé.
A veces paso muchos días sin ver a mis vecinos. Andan siempre
muy ocupados. Gustavo dice que hay que ayudar a los demás. Sin
embargo, cuando yo le llevé dinero para llevar a Elba, no lo quiso
recibir. Dijo que era otra la ayuda y que debía acompañarlo a verla. No
quiero ir. No quiero hablar más de ella y, a pesar de esto, cuando
encuentro a Gustavo, no puedo dejar de preguntarle cómo está. Y
Gustavo me habla de Elba.
¡Son tan raros mis vecinos! Soy igual a mi madre cuando digo que
son raros. No quiero parecerme a ella. Quiero ser yo, absolutamente
única: distinta. Siempre estoy pensando en mí misma y nada sé de mí.
Me gustaría preguntar a alguien cómo soy. Más aún, me gustaría que
alguien me dijera sin que yo le preguntara: tú eres así. Y ser así para
toda la vida. Mis vecinos son definidos, como bloques. Por eso los
ojos de Gustavo pueden ser duros y penetrantes y las manos de
Carmen no hacer un gesto inútil jamás. Mis manos están llenas
de gestos insignificantes. Mis ojos quieren verlo todo y se mueven sin
sentido, pues nada ven. Estoy siempre a la espera de que me hablen,
que me digan cómo debo ser.
41
El crepúsculo
Recuerdo todos mis procesos de rebeldía. Podría contártelos uno
por uno. Pero no lo haré. Un día te dije cobarde y el orgullo no me
deja confesarte ahora que también yo lo he sido. Si estuvieras aquí,
a mi lado, mientras mi cuarto se oscurece lentamente, te hablaría de
muchas cosas. Me gusta recordar lo ya vivido, extenderlo ante mi vista
como una película. Hace tiempo decidí escribir un cuento que titularía
“El baúl”. Creo que todas las personas llevan un baúl en el fondo de sí
mismos. Algunos lo abren frecuentemente y escarban lo que en el
transcurso de sus vidas han ido guardando. Yo tengo un baúl bastante
cargado, a pesar de mi edad. Resulta amargo y aburrido, porque sólo
he guardado pequeñas cosas.
Pero no era de esto de lo que quería hablarte.
Una de mis últimas rebeldías ha sido desprenderme de ti. Recuerdo
aún con demasiada nitidez aquel primer día en que te vi pasar. Usabas
un abrigo negro y las manos las tenías hundidas en los bolsillos.
Atravesaste rápidamente por el foyer del teatro. Yo estaba medio
oculta por una columna: no habrías podido verme. Siento el minuto
exacto que tuve ante mi vista tu perfil: la nariz aguda. Volviste la cara:
los ojos hundidos, negros, muy negros; el cabello liso, rigurosamente
peinado. Había algo definido en tu rostro. Fue dentro de la sala donde
alguien dijo: Está Guillermo Olivos, tengo que hablar con él. Y te
señaló allá, sentado en las últimas filas. Ya no llevabas el abrigo. Creo
que tu traje era azul oscuro, y la corbata —lo recuerdo muy bien— de
un bello rojo. Mirabas hacia adelante, en calmada actitud de espera.
No pude verte a la salida y cuando traté de averiguar quién era
Guillermo Olivos, nadie supo decirme nada. Después tu presencia me
fue avisada secretamente. Antes de que aparecieras doblando una
esquina, yo sabía que nuestro encuentro era inevitable. Me
impresionaba la palidez morena de tu rostro y cierta secreta angustia
que siempre me obligó a mirarte. Más adelante supe que yo te había
preocupado; que, incluso, una vez te sorprendiste con la intención de
hablarme, aunque fuese tan ajena a ti. Creo que me dijiste que te
gustaban mis cabellos rubios. Entonces los llevaba sueltos.
42
Estaba sentada en uno de los taburetes, al lado del bar, el día en que
nos conocimos. Había bebido demasiado, asqueada de una fiesta en la
que todos se divertían. Te vi de pronto sentado al lado de una
muchachita que pretendía fumar. Te analicé fríamente. Tú no lo
sabrías. ¡Otra vez aquella insondable tristeza! Tu gesto aristocrático y
orgulloso te separaba del resto. En tus rasgos agudos y penetrantes se
advertía la soledad de lo que se ha construido por completo. Siempre
lo he dicho: hay algo definitivo en tu rostro. Algo que asusta, pero que
se sabe indestructible, impenetrable.
La presentación fue en medio del salón. Yo llevaba un vaso en alto.
Casi nos conocemos —dijiste, tendiéndome la mano. Después sé que
estuvimos sentados en el jardín y que nuestra conversación fue por
demás absurda. No podía dejar de pensar al mirarte que algo escondías
obstinadamente. Entonces yo estaba aún enamorada de Federico y
trataba de buscarlo en cada hombre que tenía delante. Contigo —lo
supe desde el primer momento— esto era imposible. Pertenecías a una
especie única. Eras tú y nadie más. Tú, por encima de todo. Sé que
habría hecho cualquier cosa por adquirir tu amistad y que, al principio,
me molestaba profundamente la actitud de ausente con que disfrazabas
tu curiosidad. No ignoraba que te gustaban mis cabellos rubios o tal
vez mis gestos. Pero no era eso lo que yo quería conseguir. Eso
hubiera bastado si se tratara de otro cualquiera. No de ti.
De pronto supe que no podía prescindir de tu amistad y que tú
influías en todos los cambios que yo experimentaba. Era una curiosa
relación la nuestra... Tu presencia, las más de las veces, me resultaba
agotadora, casi asfixiante. Tu silencio ha sido siempre insoportable,
incómodo. Me atrevo a decir que no te quiero, como puedo querer a
cualquiera de mis amigos, y, a pesar de todo, me resultas
absolutamente necesario. Desde antes de que fueras presentado, yo
sabía que jamás —misterioso y atrayente jamás— lograría conocerte. No
tenía por qué sorprenderme la defensa hostil que haces de ti mismo.
43
No debía importarme, ya que a tu lado me ha sido posible llegar a
consolidar muchas cosas. Contigo aprendí a mirar de un modo nuevo
y más verdadero. Logré desprenderme de un bagaje inservible de
actitudes que no me correspondían. No agradezco nada de lo que has
hecho por mí y no recuerdo ninguno de los momentos agradables
pasados a tu lado. Y que los hubo, sin duda. Por encima de todo
persiste en mí la sensación de tu huida. Es como si yo misma escapara
y me fuera imposible todo reencuentro. Y es, no obstante, ese algo
inasible, insuficiente, lo que más me une a ti. Hace algunos días quise
decírtelo. Te miré de pronto mientras fumabas un cigarrillo con aire
abstraído. Por espacio de un segundo tus ojos reposaron fijos en los
míos. Cuando iba a hablar, comprendí que todo era absurdo. Me
levanté pausadamente y partí. Tú no dijiste nada. Después estuve en el
campo. Confieso que puse mucho de mi parte por desechar la
obsesión.
No te avisé luego de mi llegada y comencé a ver a otra gente. Te
encontré en un concierto. Estabas solo. Me miraste tan hondo antes de
saludarme, que tuve miedo. Tus ojos como nunca estaban tristes.
Fue entonces cuando el primer asomo de rebeldía brotó en mí. Detuve
el impulso de seguirte. En mis labios entreabiertos murió, sin
pronunciarse, tu nombre. Un no metálico se interpuso entre nosotros.
Si estuvieras aquí conmigo, en este atardecer monótono, podría
explicarte estas sensaciones. Ahora, en cambio, me llamarás por
teléfono, reiremos juntos un rato como dos seres que nada tienen que
ver el uno con el otro, te diré que hoy no puedo verte y me felicitaré,
en secreto, por haber doblegado al fin la obsesión que tu rostro
definitivo, solitario, triste, inalcanzable produce sobre mí.
Encenderé la luz. En la calle una pareja dobla la esquina. Él la besa
suavemente, se miran a los ojos y prosiguen en silencio su camino. Tú
habrías mirado esta escena casi conmovido, con cierta amargura tierna
en tu rostro de solitario. Para mí no tiene ninguna importancia.
44
Los cinco espejos
Entré a la casa. Había cinco espejos. Uno era mi madre: grande,
pesado, seguro de sí mismo y muy profundo. Otro eran mis tías. A
primera vista parecían dos espejos, pero era sólo uno: angosto,
delgado, con marco negro y agudo; asustaba mirarse en él. El otro era
pequeño, dorado, luminoso, parecía sonreír: era el espejo de la
pequeña Lucía. El tuyo, cambiante de forma, se amoldaba a mis
movimientos, acariciando con tu mirada tierna. Allá, en el fondo, el
último espejo: el más grande y misterioso de todos. Apenas me veía en
él: estaba demasiado alto para mí. ¿A quién corresponde? —me
pregunté inquieta. Consolaba su presencia desconocida; había algo de
futuro venturoso en su luz.
Me observé primero en el espejo de mi madre. El olor a enredadera
de jazmines del patio de nuestra casa, me invadió. Allí me vi, sentada
junto a ella, las dos cosiendo, una tarde tibia. Sus manos me
acariciaron por un momento. Después corrí a acostarme. Llevaba los
calcetines arrugados y me detuve en la escalera a arreglarlos. La miré.
Me respondió sonriente. Era como si entre las dos existiera un secreto.
Después resonaron las pisadas de mi padre. Cierta complicidad
quedaba entre nosotras. Me hizo un gesto entrecerrando los ojos. Corrí
por las escaleras. Algo así como un rayo de sol, quemaba mi pecho.
En el espejo de mis tías me detuve con fastidio. Palomas negras
picoteaban en el hombro. Eres desobediente, eres mala. Te pasas el día
pensando. Eso no es bueno, no es bueno. ¿Es cierto que caminas por
las calles? Te hemos visto con un muchacho. Esa gente no es de tu
condición. Acabarás mal. Nosotros te conocemos. ¿Crees que no nos
damos cuenta de que nos odias en secreto, que eres capaz de torturar a
nuestro gato cuando nadie te ve? Lo sabemos, sí, lo sabemos. No eres
una muchacha buena. Nosotras te conocemos. No diremos nada, pero
te conocemos. Un humo áspero emerge de este espejo. En él mis ojos
brillaban parecidos a los de una fiera. Mi cabello es oscuro como
raíces. Un gesto cruel cierra mi boca. Me detuve horrorizada. ¿Esa
soy yo? pregunté. Y sus voces dijeron riendo: ¡Esa eres tú! ¡Esa eres
tú! Una mala muchacha. Una bruja. Una bruja. ¡Ja, ja, ja! Y ahora te
asustas.
45
Qué alivio fue volver al pequeño espejo de Lucía. Juntas
recorríamos un mapa de colores. La fiebre en sus mejillas era como
nubes de atardecer. Coloca su mano en la mía: Así no me importaría
morir —me dice—. ¿Tú crees que alguien podría comprenderlo? Para
mí eres lo más importante del mundo. Contemplé mi imagen: apenas
sonreía, mis ojos estaban hundidos, mi nariz afilada caía grave, tenía
cierto aire de estatua labrada en madera. Pero descubrí en el fondo de
mí misma une secreta complacencia. Como agua subterránea, me
estaba pudriendo. Me levanté precipitadamente y la besé en el rostro.
Después la imagen se borró.
Me volvía con angustia hacia tu espejo. Necesitaba encontrarme.
En él estábamos tomados de la mano. Había algo que huía
constantemente. Era difícil mirarme en él. A ratos sonreía, a ratos mis
manos se crispaban en un gesto entre el odio y la impotencia. Por
momentos me veía hermosa y de pronto mi imagen asustaba. Tu
espejo era como un río, cambiando continuamente sin moverse casi.
Curioso espejo el tuyo. En él nunca parecía la misma. Algo
insuficiente lo hacía agobiador. Sin embargo, fue allí donde estuve
largamente detenida. Una secreta fuerza me obligó a contemplarme
tratando de unir las figuras que en él se sucedían.
Así pasaba la tarde. Ninguna imagen era le perfecta.
Entonces resolví detenerme frente al último espejo. Aquí las
palabras concluyen su oficio. Resultaba más que difícil encontrarse.
Había llegado la noche. La lucidez huía de mi cerebro. Sólo una
voz secreta murmuró: Ésta, ésta es la que tú buscas. ¿Cuál, cuál?
—pregunté desesperada. Ya no veía. Era la noche. Fue preciso
abandonar la casa.
—¿Comprendes ahora por qué los espejos me obsesionan? Sólo
aquel contenía la verdadera imagen. Pero lo supe demasiado tarde.
46
Diez minutos en tranvía
Los contemplo mientras el cobrador me entrega el vuelto de mi
pasaje. Me da risa verlos tan alineados mirando hacia el frente. Alguno
que otro observa hacia el exterior de la ventanilla. Hay algo de
colegial en esta actitud de viajar en tranvía. Las manos sobre la rodilla
o, a lo más, sujetándose del asiento delantero, la mirada un poco hueca
y una blanda situación de espera. El tranvía avanza, imperturbable a su
sonajera de hierros viejos y enmohecidos, por entre avenidas atestadas
de autos. En el camino, como sonámbulas figuras paralizadas, van
quedando casas y rascacielos. Los árboles se suceden por lo bajo, con
irrisoria exactitud que sólo interrumpen las bocacalles. El conductor
tiene cierto aire de agitador político convencido de su doctrina. De pie,
impertérrito en su largo abrigo negro, maneja con marcada maestría la
rueda que está a su derecha. El cobrador hace sonar las monedas
guardadas en una gruesa bolsa que cuelga de su hombro. En las
esquinas atiende con indiferencia la bajada de alguno de los pasajeros
y luego toca la campanilla que da la señal de partida, cobra el pasaje a
aquellos que suben y vuelve a solazarse con el tintinear de las
monedas. Una gorra con ancha visera cubre su rostro. Lo único que
alcanzo a percibir es que usa bigote.
No somos muchos los que viajamos a esta hora. Ya está casi oscuro
y la ciudad ha adquirido ese no sé qué de señorita que se dispone a
asistir a una fiesta. Los letreros luminosos marcan signos en el cielo.
Y como estrellas que aún no se deciden a subir, los faroles
languidecen matemáticamente fríos. Corre un aire helado.
Mi compañero de asiento abre el diario. De reojo alcanzo a leer: La
temperatura se mantiene estable. Los agricultores temen que la falta de
lluvia afecte la zona norte del país. Sí, haría falta que lloviese. Me
agrada el ruido cansado y largo de la lluvia, ese chasquido lascivo de
los autos que resbalan sobre el pavimento. Adoro el rostro
rejuvenecido que adquiere la ciudad después de la tormenta. Es como
una adolescente que acaba de lavarse la cara y sin razón dará una
pirueta en el aire. Se implantarían estrictas medidas contra…
47
La situación en extremo Oriente... Para hoy se anuncia el estreno
de... Indudablemente mi compañero de asiento está bastante nervioso.
Me desagrada esta gente que apenas hojea los diarios. Tal vez él
espera encontrar determinada noticia o se reserva para leerlo con
detención en su casa. ¿Quién puede saberlo? Acaso ni él mismo.
Debería preguntarle: ¿Señor, qué va a hacer con su diario? Porque son
estas pequeñas preocupaciones las que producen una sensación de
descontento. No importa lo que haga con su diario. Por mí puede
tirarlo, si se le antoja. Pero me desagrada quedarme con este
interrogante que tiene mil posibilidades y saber que, de aquí a que me
baje, las habré analizado una por una. Las hay bastante curiosas: que
se lo regale a un mendigo, por ejemplo, o lo vaya cortando en
pedacitos mientras atraviesa el puente para tirarlo luego en el río; o
puede que haga botecitos de papel, o que lo ofrezca al vecino de su
casa que toma el fresco en la puerta. Oh, es idiota pensar en todo
esto. Lo lógico sería emplazarlo a definir qué va a hacer con él. Pero
tal vez ni él mismo lo sepa. Vacilaría antes de contestar y terminaría
por ofrecérmelo. Entonces yo le diría, cándidamente: Oh, no, gracias.
Como naranjas antes del desayuno todos los días. Y él pensaría que
estoy loca. Así es la gente, aburrida y convencional. Y de ellos está
lleno el mundo.
En el asiento de enfrente, viaja una pareja joven. Él, aunque parece
cansado y hambriento, acomoda cariñoso el abrigo celeste que resbala
sobre los hombros de la mujer. Ella lo deja hacer mirándolo con
fiereza. Es extraño, pero creo haberla visto antes. Sus ojos huidizos y
espantables no me son desconocidos. Su boca es gruesa, sensual, la
mantiene entreabierta. No usa pintura y su cara es pálida. Hay algo
secretamente duro y derrumbado en su expresión. Debe de tener la
misma edad que yo, y desde lejos su figura podría confundirse con la
mía. Ellos casi no hablan. Él va con aire de disculpa a su lado. Es
grande, corpulento y tiene hambre, de eso estoy segura. No los vi
subir. Tal vez viajaban cuando yo entré. El abrigo celeste está
desteñido y el cabello cuelga sucio y despeinado en su espalda. La
mano de él es gruesa y pesada, la lleva sobre el respaldo del asiento,
casi sobre el pequeño hombro de ella. Una pareja más de oficinistas o
empleados de fábrica. Sólo una pareja.
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Mi compañero de asiento y su diario han descendido antes de que
el tranvía doble. ¿Qué será de ellos? Yo también bajaré pronto. Acaba
de subir una nueva pareja de enamorados. Se miran con desesperación
a los ojos. Se buscan ansiosamente el uno en el otro. El amor es una
búsqueda inútil, siempre lo he dicho. Federico aseguraba que era
llegar a una playa en calma y me miraba también, sin embargo, como
él la mira, buscándose desesperadamente.
Una vieja pintarrajeada y flaca observa, arrugando los ojos, a través
de la ventanilla. Usa anteojos, vieja vanidosa, me dan ganas de
gritarle. Al fin se decide a preguntar: —¿Falta para llegar a Urquiza?
Un joven de cabello rubio es quien le contesta, con acento
extranjero:
—Unas dos o tres cuadras.
La vieja se ha puesto nerviosa y se levanta a interrogar al cobrador.
—La próxima —dice éste con aburrida experiencia.
Con un chirrido insoportable el tranvía se detiene. Desciendo detrás
de la vieja. Unas letras rojas que se encienden de golpe nos iluminan.
Arreglo despreocupada mi cabello y atravieso la calle. A mi alrededor,
hombres y mujeres se cruzan en complicado rompecabezas. Un
vendedor de diarios me ofrece uno de la tarde. ¡A mí un diario!
Precisamente a mí. No puedo dejar de sonreír secretamente. Y sin más,
emprendo el regreso a casa.
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Después del grito
El cielo estaba rojo como una herida todavía sangrante. En la
pileta del patio chorreaba agua una llave descompuesta. Cinco
puertas daban al patio y al lado de una estaba el tacho de lo basura.
Un quiltro hurgaba en él con su hocico. Envuelta en su viejo abrigo
celeste, Elba se acercó tiritando hasta la pileta. Allí dejó el jabón y
una toalla. Volvió hasta la pieza y salió de nuevo con un bulto de
ropa. Lo dejó en el suelo. El quiltro se acercó a olerlo. Elba lavó su
cara y apenas su cuerpo. Nerviosamente se colocó una pollera y un
sweater. Arregló sus cabellos y tomó el bulto de ropa. Cautelosamente
miró hacia la puerta que abandonaba. Se persignó, y con pasos
menudos dejó el patio. En la puerta tropezó con Amelia.
—¿Conque salimos para la clarisa? —le dijo ésta por todo saludo.
—Buenos días —contestó Elba con la vista baja.
—Buenas noches, hija, y buena suerte.
Tarareando una canción, Amelia entró en la cité que Elba
abandonaba.
Hacía frío, el frío de la madrugada que penetra por los huesos
basta deformarlos. Elba sentía los pies enormes y pesados. ¿Hacia
dónde caminar? Una herida grande y roja como el cielo estallaba en
su cuerpo pequeño. No pensaba en nada, sin embargo. ¿Encontrar a
Pedro? Sí, pero, ¿cómo contarle lo sucedido? Podía volver al sur, a su
casa. Elba no pensaba en nada. Como una herida, caminar por las
calles, eso era lo único que podía hacer.
El cielo rojo se trasformaba lentamente. De pronto una claridad
azul. De pronto las nubes blancas. Un gris luminoso. Una mancha
morada. Allá a lo lejos, del otro lado del mundo, el sol.
En una esquina, un grupo de hombres. Unos zapatos mojados y
viejos. Un pie descalzo, cubierto de costras. Un pantalón lleno de
parches y rasgones cosidos con cáñamo. Se soban las manos
entumecidas de frío, les calientan en el aliento pegajoso de sus bocas.
Pasan carretones cargados de verdura camino a la feria, un
muchacho con un enorme paquete de diarios todavía húmedos de
tinta.
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Del grupo sale Pedro, las manos en los bolsillos, un mechón de
pelo sobre la frente. Suena el pito de la fábrica. Pedro corre al
encuentro de Elba. La toma por los brazos, la sacude, acaricia su
cabeza, la abraza. Elba llora, temblando en sus brazos. No se dicen
nada.
Estoy soñando nuevamente. Me gusta soñar con ellos. Los veo irse
por una calle estrecha, recién amanecida. Los veo después, cuando le
cuentan a Gustavo la historia de sus vidas. Una vida donde suceden
tantas cosas.
¿Qué es la vida?, le pregunté a Gustavo. Esto, me respondió. Y sus
manos abiertas hacían un gesto afirmativo cuyo significado no logré
comprender.
Ahora debo dormir. Mañana habrá otro día exactamente igual al de
hoy. Sin embargo, yo espero siempre que sea distinto.
Siento que durante la noche las cosas cantan en silencio y que la
vida florece en el canto. Yo no sé aún dónde está la vida, pero mañana
puedo saberlo.
Los ojos abiertos a la noche abrigada de mi cuarto, espero.
Mañana, un nuevo día, el verdadero, camina oscuramente a mi
encuentro. Voy hacia él. Y sé que vamos a encontrarnos.
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El nieto
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53
En las ventanas de la casa de Inés hay pequeños maceteros
pintados de rojo, las cortinas son claras y en el jardín florece un
aromo. Inés lleva dos trenzas negras a la espalda. Los domingos sus
moños son blancos. Tiene una muñeca, una pelota de colores y un
perro tan lanudo como una ovejita. Supe que se llamaba Inés, y su
nombre me pareció dulce, tanto, que lo estuve repitiendo en voz
baja durante todo un día.
—Los duendes no salen a la calle —dice la abuela. ¿No lo sabes?,
se han transformado en ratones.
Yo he visto ratones y no me parecen bonitos: caminan muy ligero.
—Abuela —le digo—, los ratones no son bonitos, y hasta me
parece que son malos.
Ella me mira ausente.
—Tus hermanos son malos, están siempre en la calle —murmura.
—¿A usted le gustaría salir? —le pregunto.
—Hubo un tiempo en que los duendes dormían en mi cama
—continúa.
Quedo callado. Pensando. Debo preguntarle a Inés: ¿Quieres jugar
conmigo?, ¿puedo acompañarte? Seguramente ella me tomaría de la
mano y nos iríamos al parque.
—Las Ineses son todas princesas, querido. ¿Lo sabes? —dice la
abuela.
—No, abuela, no lo sabía.
—Si fuéramos amigos, te lo habría dicho antes —continúa.
54
No le contesto. Recuerdo que una vez oí en la carnicería a una
mujer que le decía a la otra: Me sonrió de una manera que de
inmediato nos hicieron amigos. Yo siempre sonrío. Confusamente
sonrío a todo el mundo, desde pequeño. Si tropiezo con alguien,
sonrío. Si me miran, sonrío. Antes de hablar, mis palabras son primero
un sonrisa. Es una mueca que mis labios hacen por sí solos. Mi sonrisa
es una disculpa: defensa. Sonrío porque no soy más que esto: una
sonrisa. Pero no tengo amigos. Vivo con mi abuela. Mis hermanos
también viven aquí, pero ellos salen todo el día y yo me quedo
siempre sentado en un banco, escuchando a mi abuela.
—Los duendes me miran, querido —dice la abuela.
—¿Y le sonríen, abuela?
—Las sonrisas quedan para las hadas, que nunca están seguras de
lo que quieren —me responde.
—Yo creo que basta una sonrisa para ser amigos.
—Tonterías. Eso dicen los que salen a la calle y se miran en los
escaparates de las tiendas. Los espejos no mienten, y ellos nunca están
de broma. ¿Has oído reírse a un espejo?
Tal vez a Inés no le gusten las sonrisas. Francamente, no sé por qué
pienso en ella. Mejor sería olvidarla. Imaginarse que nunca la he visto.
Después de todo, no es demasiado difícil. Yo puedo imaginar
cualquier cosa. Los recuerdos que nunca han existido son los mejores.
Puedo recordar cosas muy bonitas, y no vienen de ninguna parte.
—Hace mucho tiempo me hablaron de las hadas —musita la abuela—.
Una vieja me contó que se esconden en las parvas de paja. Pero era
una vieja sin dientes y mentía.
—El abuelo tampoco tiene dientes —respondo.
La abuela se yergue en su silla.
—Pero él es militar y usa espada y casco y botones dorados.
—¿Cuando hay desfiles pasan muchos militares? —pregunto.
Sus manos se sueltan en la falda.
—Alfonso nunca lo ha dicho. No sé.
55
Si hay un desfile, iré a verlo con Inés. Pero nunca hay desfiles por
estas calles. Y yo tengo miedo de salir de mi calle, pues una noche que
lo hice tropecé con una mujer que tenía los labios pintados de un color
muy rojo. Aproximándose disimuladamente, comenzó a palparme por
todas partes. ¡Era horrible! Me sentí avergonzado y ardía. De un
automóvil le gritaron que me dejase tranquilo, ella rió y me dejó para
subirse al automóvil. Al reír, su boca exhaló un aliento pegajoso. Y
durante mucho tiempo, al recordarla, mi cuerpo se encogía y tiritaba, y
un gusto amargo subía a mi boca.
Inés es distinta, pero no debo pensar en ella ni en la calle. Sin
embargo, tengo ganas de salir. Dicen que mi abuela está loca. El
cartero ha dicho que soy un niño raro, que no tengo amigos. Me
bastaría cruzar la calle, hablar a mi vecina y todo sería diferente.
Entonces, al verme, el cartero y las mujeres del barrio no dirían más
que soy raro. Porque mis hermanos son muy distintos a mí. Ellos salen
y tienen amigos.
—Los dedos dicen palabras chiquitas y entonces crecen las uñas
—dice la abuela.
—Abuela, ¿por qué dices estas cosas?
—Son los dedos, te he dicho.
La casa de mi vecina me gusta mucho, demasiado. Le conté al cura
Martínez que yo había vivido en una casa como ésa, pero que quedaba
muy lejos, que mi mamá debía tomar un tren para ir a misa los
domingos y entonces le llevaba ramos de aromo a la Virgen. Teníamos
una alcancía en el salón de visitas, y la habitación de mi mamá era
pequeña. El aromo entraba por la ventana. Sus ramas amarillas
llegaban hasta la colcha con tules. A mí me gustaba darme vueltas en
la cama, mientras el olor del aromo y sus resplandores me mareaban.
Pero nada de esto es cierto. Creo que yo nunca tuve una mamá, ni una
casa, ni aromo que entrara por la ventana. Son mentiras que le cuento
al cura Martínez cuando viene los martes a conversar con la abuela.
—¿Me estás escuchando? —interrumpe la abuela.
—Sí, abuela —le digo.
—Entonces, no pongas esa cara. Si te digo estas cosas, es por tu
propio bien. No vayas después a meterme miedo con los guardianes.
Desde hace tiempo me persiguen. Te han mandado a ti para espiarme.
56
—¿Por qué cree eso, abuela? Yo no digo nada.
—Es que nunca estás como esta tarde, sentado a mi lado, jugando
con el sol.
Un hilo de baba corre por su cara.
—Esta tarde me gusta el sol —contesto.
El hilo llega ya a su arrugada barbilla.
—Esta tarde pareces un cuarto sin luz —continúa la abuela.
—Esta tarde tengo ganas de salir.
No quiero ver cómo la gota cae sobre su cuello. Ella canturrea.
—Triluca barena, aloma de seste.
—Abuela, ¿qué puedo hacer? —pregunto.
—Aloma en el pese, triluca barena —sigue tarareando.
La gota ya se desliza.
—Quisiera inventar palabras como usted y ser feliz, pero no puedo.
—Scht, alese, motranco pasito, aloma de seste, triluca barena. Scht.
Te voy a decir lo que debes hacer. No tengas miedo. Jugaremos al tren.
Verás que te va a gustar. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Yo soy la
locomotora. ¡Vamos! Tú eres el primer vagón. Scht. Scht. Scht. Scht.
Scht. Scht. Scht. Scht. Scht.
Quiero huir.
—No puedo, abuela, no tengo ganas.
Ella se levanta iracunda.
—¡Vamos! ¡Agárrate a mi cintura! Scht. Scht. Scht. Scht. Scht.
—¡Déjeme, abuela! ¡Por favor, déjeme!
—No te vayas, bermejito. Quiero jugar al tren. Scht. Scht. Scht.
Scht.
Sin saber cómo, me encuentro en la calle, apoyado en la verja de la
puerta. Entonces sale mi vecina y se queda mirándome. Cruzo la calle
y me detengo frente a ella. Le pregunto:
—¿Por qué me miras?
Y ella se echa a reír, jugando con sus trenzas.
—¿Me miras porque quieres jugar conmigo? —continúo.
—Ándate a tu casa responde—. Voy a jugar con mis amigas.
—No quiero irme a casa y tampoco me interesa jugar contigo —le
digo.
—Entonces, ¿para qué me hablas? —me pregunta.
Aprieto los puños. Enrojezco, clavado en el suelo corno una piedra.
57
—No hablo contigo —le respondo sin mirarla.
Ella suelta una carcajada. Sus ojos brillan.
—Tonto —me dice, muerta de risa—. Eres el nieto raro, tu abuela
está loca.
Grita:
—¡Carmen! ¡Carmen!; ¡ven a ver a éste!
La muchacha viene hasta nosotros, me mira de arriba abajo,
pregunta:
—¿Quién es?
—El de enfrente —contesta Inés, señalando mi casa—. Es el nieto
de la loca.
—Mi casa es muy bonita por dentro —balbuceo— y mi abuela es
muy buena.
Y las dos ríen. Carmen dice:
—Seguramente tu casa es un palacio, tu abuela una reina y tú eres
un príncipe, ¿no es cierto? A ver, paséate. Queremos admirarte.
Intento irme, Pero me aplauden.
—Muy bien, muy bien. Lo has hecho muy bien. ¿Qué más sabes
hacer?
La voz de Carmen es chillona y su nariz está cubierta de pecas.
—Sé hacer muchas cosas —contesto.
Inés toma por el bruzo a su amiga y, sin mirarla, la invita:
—Bueno, vamos a patinar.
Entonces la llamo, porque necesito ver sus ojos.
—Inés...
—¿Cómo sabes que me llamo Inés? —me interrumpe.
Tengo miedo de que mis piernas se doblen y bajo la vista.
—Bueno, vamos a patinar —dice Carmen, y mirándome
burlonamente, agrega: —¿Tú no quieres venir, príncipe?
—Claro, ven, ven —dice Inés, empujándome.
—Déjame —le ruego—, quiero irme a casa.
—Quieres irte porque no sabes patinar.
—Claro que sé patinar.
—Entonces, ven.
Miento:
—Es que se me rompieron los patines.
58
Carmen interrumpe impaciente:
—Bueno, bueno, yo te presto los de mi hermano.
Camino junto a ellas hasta la esquina. Carmen entra corriendo a su
casa y sale cargada de patines. Isabel me pregunta:
—¿Cómo te llamas?
—Guillermo —contesto, y busco sus ojos.
—Tengo un primo que se llama Guillermo. Es grande. Está en
sexto año, pero siempre viene a verme. ¿Por qué pones esa cara? ¡Si te
vieras en el espejo! Pareces un pescado. ¡Carmen, Carmen! —grita a
su amiga—. Parece un pescado.
Se sientan en el borde de la acera y les oigo decir:
—Te apuesto a que no sabe patinar. Es un farsante.
—¡Qué bueno!, así nos vamos a reír cuando se caiga.
—¿Por qué no te pones los patines? —gritan.
Titubeo.
—No me gusta patinar.
—Mentiroso —me insulta Inés con desprecio—, lo que pasa es que
no sabes.
—Claro que sé.
—Entonces te corro una carrera.
Me siento en el suelo e intento colocarme los patines. Carmen e
Inés ríen al ver mis esfuerzos.
—Así no, tonto, así —dice Carmen, ayudándome—. Bueno, ahora,
levántate.
Busco apoyarme en ella, pero ya se ha retirado. Alargo mis brazos
desesperadamente hacia el vacío. Pero es inútil: caigo. Desde el suelo
veo cómo se ríen de mí.
—Es un pescado aleteando, es un pescado —barbotea Inés,
sofocando carcajadas.
Quisiera morirme ahora mismo, y que ellas fueran las culpables, sí,
que en medio de sus risas descubrieran con espanto mi muerte. Quedo
inmóvil, tenso de indignación y de malos deseos.
—Ya, levántate —me ordenan.
—¡Vamos! —insiste Carmen—. Estás muy ridículo así.
59
Casi inconscientemente comienzo a enderezarme. Dolorido, no
tanto por los golpes, como por la imposibilidad de morirme. Inés se
acerca y me empuja por la espalda. Nuevamente caigo y esta vez es mi
cabeza la que golpea el pavimento. Inés acompaña con sus risas mi
nueva caída. Carmen mira asustada, diciendo:
—Cuidado, Inés, puede hacerse daño de verdad, es muy flaco.
—Es un pescado —le contesta riendo Inés.
Carmen está seria, y la risa de Inés resuena dura y sin sentido. Inés
parece avergonzarse de esa risa.
—Esto le pasa por farsante —trata de dar una explicación, sin
dirigirse a nadie en particular.
Lentamente saco los patines de mis pies y los dejo en el suelo. Me
incorporo y comienzo a caminar sin mirarlas.
—¿Te vas? —pregunta Carmen.
No contesto. Camino en el vacío. Ni siquiera recuerdo que ellas
están allí, a mi espalda.
—Hasta luego —me gritan.
Pero ya no las escucho. Es como si no existieran. Como si nada
existiera.
—No te enojes —ruega Inés—. No te enojes, pescadito. Ven a
jugar con nosotras.
Su voz no logra sacarme del sopor que me invade. Abro la reja de
mi casa sin haber vuelto a mirarlas y ni siquiera sé si continúan
llamándome.
Dentro, la abuela es un tren todavía. En su pechera brilla la baba.
—¡Bermejito! —grita al verme—. Eres el tren de carga y no
podemos retrasarnos.
Me agarro a su cintura y juntos corremos por el corredor. Y
mientras ella bufa, dejo que por fin salgan las lágrimas de mis ojos.
—Scht. Scht. Schr. Tilín, tilín. Estación a la vista. Scht. Scht. Scht.
Scht.
60
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La oveja roja
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LA OVEJA ROJA (1951-1974) Margarita Aguirre
LA OVEJA ROJA (1951-1974) Margarita Aguirre
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LA OVEJA ROJA (1951-1974) Margarita Aguirre

  • 1. LA OVEJA ROJA (1951-1974) Margarita Aguirre Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO La mejor manera de ser invisible es ser la sombra de un artista o crítico de prestigio, tu nombre quedará relegado a las notas a pie de página de la historia de la literatura. Le pasó a la genial Eulalia Galvarriato (“Cinco sombras”) con el putañero y misógino Dámaso Alonso, su esposo, y le pasó a la genial Margarita Aguirre (1925-2003) con el violador y misógino Pablo Neruda, del que era su agente, su secretaria personal (sin remunerar), su biógrafa, la primera (“Genio y figura de Pablo Neruda” (1964), ampliada en “Las vidas de Pablo Neruda” (1967)), su correctora y su editora (“La barcarola”). La hija de don Sócrates, cónsul en Buenos Aires, tuvo la desgracia de conocerle en 1933 a la edad de 8 años, él tenía 29, y a partir de ahí se unieron sus destinos. Aunque siendo más concretos ella ligó el suyo al de él, al menos hasta que murió su marido, 1969, y tuvo que buscar otro empleo para mantener a su familia, el suyo al de ella no, ni tan siquiera leía sus escritos, ni el de ninguna mujer. No es lo único que tienen en común Galvarriato y Aguirre, también el dominio de la prosa poética, aquella que va mucho más allá de la mera descripción, del naturalismo aséptico. Cada frase es un verso con autonomía, cada párrafo un poema. Los textos de ambas están llenos de imágenes, de fogonazos del lenguaje. Sus personajes son hipersensibles, inadaptados, autistas, que construyen su propio mundo, un mundo pequeño, enclaustrado, en el que sentirse seguros, felices. Se aferran a un determinado número de palabras con el que iluminan su triste presente, son creadores, aunque los demás solo vean a enfermos solitarios. Niños locos, tontos, raros, que solo encajan en su imaginación. El suyo es un existencialismo (“en aquel tiempo mis lecturas favoritas eran sobre todo el existencialismo, yo creo que todos lo leíamos para aplaudirlo o denostarlo”), fatalismo, inocente, infantil, nada que ver con el extrañamiento agresivo, victimista, de Camus, Cela o Sartre. En una época en la que primaba la literatura social, la literatura de superficie, Galvarriato y Aguirre ponen el foco en el individuo, en sus sensaciones, sueños.
  • 4. 4 Característica que hermana a la Generación chilena-argentina de los 50, y a la española de Los niños de la Guerra, también liderada por mujeres, Laforet, Gaite, Matute, etc. Chilena-argentina porque Margarita Aguirre se crió, y desarrolló el grueso de su carrera, en la Argentina (solo volvió a Chile cuando murieron su marido, el argentino Rodolfo Aráoz, y sus dos hijos), otra razón más por la que su nombre, su obra, en la actualidad está olvidada, salvo alguna reivindicación aislada de la aliteraria crítica feminista, para los argentinos era considerada una escritora chilena, y para los chilenos una escritora argentina. El boom de la literatura hispanoamericana en todo el mundo no le pilló ni de refilón, ninguno de sus cinco libros llegó a España, salvo las biografías de Neruda, en general el de ninguna escritora. El boom, además de misógino (incluidos los cuentistas, ¿por qué a todo el mundo le suenan Cortázar y Borges, y a nadie Amparo Dávila y Guadalupe Dueñas?), solo primó el faulknerismo, el exotismo, dejando de lado al existencialismo, demasiado europeo, universal, como para ser vendido como algo diferente, nuevo, se ve que calcar a los americanos era una vaga novedad, más original.
  • 5. 5 Volvamos a Margarita Aguirre, “una morena olivácea, delgadísima, de movimientos lánguidos, cuyos ojos muy negros, penetrantes y pensativos, a menudo vueltos hacia adentro, crecían a la sombra de una chasquilla francesa (nos parecía francesa, tal vez por alguna imagen del cine o por alguna fotografía de Colette) que usó la mayor parte de su vida” (José Miguel Varas). Nació en Santiago de Chile el 30 de diciembre de 1925, vivió su infancia y adolescencia en la Argentina, su padre era cónsul en Buenos Aires, en los 40 estudió Pedagogía del Castellano en Chile, en 1954 se casó con el argentino Rodolfo Aráoz, con quien tuvo dos hijos, Gregorio y Susana, Neruda era el padrino del primero. Escribe su primer cuento, o novela corta, “Cuaderno de una muchacha muda”, publicado en 1951, colabora con artículos y cuentos en revistas como “Pro Arte”. Sus cuentos “El nieto” y “Los muertos de la plaza” (1954) son incluidos en las recopilaciones “Antología del nuevo cuento chileno” (1954) y “Cuentos de la generación del 50 (1959), de Enrique Lafourcade, inventor de la denominación Generación del 50. En 1958 gana el Premio Emecé, la editorial más prestigiosa de Argentina, el equivalente al Planeta en España, por “El huésped”, en 1964 publica “La culpa”, en 1967 “El residente”, continuación de “El huésped”, y finalmente “La oveja roja” en 1974, una recopilación de sus cuentos, que incluye los primeros (“Cuadernos de una muchacha muda”), capítulos sueltos de sus novelas, y últimos trabajos. Ninguno de ellos reeditados. A lo que hay que sumar en 1964 la biografía de Neruda, “Genio y figura de Pablo Neruda”, ampliada en “Las vidas de Pablo Neruda” (1967), la edición y prólogo de “La cueca larga y otros poemas” (antología de Nicanor Parra), “Neruda, Pablo. 1904-1973” (1980), “Pablo Neruda Héctor Eandi, correspondencia” (1980), y “Monjas y Conventos” (1994). Como son difíciles de conseguir, y a precios desorbitados, procedo a su reedición amateur, con la utópica esperanza de que Margarita Aguirre pueda llegar al fin al lector español. Julio Tamayo “Puedo imaginar cualquier cosa; los recuerdos que nunca han existido son los mejores. Puedo recordar cosas muy bonitas, y no vienen de ninguna parte.” Margarita Aguirre
  • 6. 6
  • 7. 7 Cuaderno de una muchacha muda
  • 8. 8
  • 9. 9 Anoche estuve pensando en pequeñas cosas de mi infancia. Comencé por recordar cuántas baldosas rotas tenía el primer patio de la casa. Estoy segura de que eran diecisiete, completamente segura. Las conté un día en que me habían comprado zapatos nuevos y en el que había decidido pisar sólo las que estuvieran enteras. A pesar de ser algo tan pueril, nunca podré olvidarme de que eran diecisiete las baldosas trizadas en el primer patio de la casa. En cambio, hay otras cosas realmente importantes que no puedo recordar por muchos esfuerzos que haga. Jamás he tenido una idea clara de por qué decidieron mandarme a la ciudad. Apenas recuerdo alguna que otra conversación aislada en la que se evitaba hablar abiertamente de mi próxima partida. Pero cómo me dieron la noticia, es algo que no puedo recordar. Nunca he sospechado qué razón tuvieron para hacerlo y francamente creo que no me la dieron. Aunque no podría asegurarlo. Mis voces tienen color. Son rojas, oscuras, como la sangre muerta, como la costra de las heridas y los rasguños. Palabras estancadas que se ahogaron en lo azul y rojo de mis venas. Heridas de sangre muerta en la quietud de mi garganta. Lamentos desesperados que estremecen la punta de mis dedos. Mis voces. ¡Pobres voces destempladas! ¡Cómo asustan, conmueven y tiñen de rojo oscuro mi vida! Se me figura que dentro de mí existe una ciudad. Una ciudad toda blanca y de torres delgadas, Sobre ella cae una luz incierta, misteriosa. El sol no brilla nunca, ni se conocen las flores. Es una ciudad de calles siempre iguales y quietas. En los pequeños balcones de sus casas jamás hay una figura. Nunca sucede nada. Es una ciudad de juguete con la que nadie ha jugado.
  • 10. 10 El hermanito Juan tiene los ojos fijos como los ojos de las muñecas y casi tan brillantes como ellos. Si la señorita Ana nos hubiera dejado solos, los habría tocado, porque estoy segura de que ni así se habrían movido. Por la boca le chorrea un hilillo de baba azul lleno de espuma blanca. El hermanito Juan ya no quiere nada. Creo que está pensando en cosas que nosotros no podemos comprender. Por eso no habla, ni mira, ni oye. Está por encima de todo. Cuando se puede prescindir de estas cosas es cuando uno se ha llenado completamente de sí mismo. Entonces se adquiere lo que la señorita Ana llama “estado comatoso” y que me parece que no es otra cosa que una libertad absoluta de lo que nos rodea. Me miré las manos, así, de golpe, y sorprendí en ellas una inquieta niebla. Querían decirme algo. Lo advertí en la aguda trasparencia de las venas y en un ligero temblor a lo largo de los dedos. Y supe comprenderlas. Porque he aprendido a observar que las palabras que no nacen, mueren dolorosamente en las marros. Las palabras que en mí nunca podrán ser atormentan mis manos. ¡Y da pena sentirlas morir en la punta de los dedos —casi a flor de piel—, nublando apenas la trasparencia de las venas! He visto unos maravillosos dibujos en colores. Habría querido comerlos. Hacerlos míos para siempre. Metérmelos por los ojos adentro. Los miré mucho porque sabía que iba a pasar esto: tenía que perderlos, olvidarlos. Siempre es lo mismo. Cuando más quiero aferrarme a algo, ese algo se me escapa. Hoy he sentido nuevamente ganas de comer flores. Bajé al jardín y corré una rosa. Estaba caliente, blanda. Su extraño sabor me produjo escalofríos. Oprimí los pétalos lentamente con mi lengua contra el paladar y permanecí con los ojos cerrados. Quisiera que, de pronto, mi cuarto se inundara de azul. Ese azul denso de las madrugadas que todo lo torna azul. Azul mi cama, azul mi puerta, el techo, el suelo. El aire lentamente tiñéndome de azul. Para perderme, para sentir que escapo a este grito rojo, oscuro y sofocante que me envenena la sangre. Diluirme en el azul de la madrugada como el canto de un gallo. Deshacerme en el corazón mismo de lo azul hasta que el aire me cree una bandera y con su silbo imponga silencio a los pájaros.
  • 11. 11 Me dijo la señorita Ana que el hermanito Juan había tenido anoche otro ataque. ¡Pobre hermanito Juan! ¡Siempre fue conmigo tan bueno! Recuerdo que cuando llegó aquí me acompañaba al jardín. —Dame el sol, hermanita Tacha —me decía—. Dame el sol para llevarlo esta noche a mi cuarto. ¿Por qué me diría siempre hermanita Tacha? Nadie me ha llamado nunca así. Claro que no hay dos personas que nos llamen de la misma manera. ¿Por qué nunca podremos ser los mismos para todos? Somos tantos que por eso no somos nada. La señorita Ana dice: La enferma de la pieza cincuenta y seis. Está convencida de que soy sólo la enferma de la pieza cincuenta y seis. Pero soy también la hermanita Tacha y muchas más. Y tantas más, que hasta puedo perderme. Pero nunca dejaré de ser la hermanita Tacha porque él siempre fue bueno conmigo y lo quiero mucho, mucho. Hay palabras que me gusta recordar hasta desgastarlas. Campana, por ejemplo, y naranja. Campanas, campanas y naranjas. Adoro estas palabras. Me gustaría escribirlas en las paredes, dibujarlas en los árboles y en el cielo. Son palabras dulces, cristalinas. Palabras que acompañan. Campanas y naranjas. Querría que fueran solamente mías, que nadie las dijera nunca. Mis campanas. Mis naranjas. Una vez me llevaron a conocer el mar. Cuando yo era casi tan pequeña como la Biruja. Y al principio le tuve odio, más odio que el que le tiene el hermanito Juan al oso amarillo. Fue porque mi hermano, que tampoco lo conocía, dijo que el mar hablaba igual que yo: con ronquidos. Eso me molestó. Y no quise ir a saludarlo de cerca, como lo hacían los demás. Me quedé oyéndolo, tendida de espaldas a su orilla. Entonces me pareció que sus olas me llamaban y fui girando sobre la arena lentamente hasta quedar frente a él. Era una superficie ondulante, de color azulverde y verdeazul. Sus olas, bordados caprichosos de encaje blanco. En el fondo el cielo, tan cielo como siempre. Sentí, de pronto, una de mis manos pesada, gigante, casi poderosa, y comprendí que al empuñarla podría arrugar al mar como a un papel, y que debajo encontraría un mundo azul cielo, y espuma blanca, de torres delgadas, de escaleras estrechas, de flores con ojos amarillos y grandes mariposas. En un instante lo vi todo, hasta la más apartada calle hecha de estambres de amapolas violetas, hasta el último puente lustroso y resbaladizo de cochayuyo sin nacer aún.
  • 12. 12 Percibí su olor pesado y oscuro, y lo supe amargo. Cerré los ojos, grité más fuerte que él y escondí mis manos en la arena. A veces se me ocurre que mi cuerpo es un camino largo y sombreado y por la noche suelo sentir el galope monótono y triste de un caballo. Es un caballo ciego. Por eso recorre arriba y abajo el camino largo y sombreado de mi cuerpo. La Biruja tiene ocho años y es rubia. Está siempre en una silla de grandes ruedas. Generalmente le ponen una manta sobre las piernas; pero yo se las he visto: son muy delgadas y trasparentes, tan blancas que parecen azules. Los pies son chiquitos y un poco doblados hacia dentro. La quiero mucho porque es casi una muñeca y sus ojos hundidos están siempre tristes. Le alcanzo cuanto desea, y cuando no la bajan al jardín le llevo alguna cosa, aunque sea una piedra, porque sé que le gusta tener algo entre las manos. Somos bastante amigas, a pesar de que yo soy mayor y ella no puede comprender todas mis cosas. A mí me gusta cuidarla y pasarme la tarde a su lado. Suele contarme extrañas historias, mientras estoy sentada a sus pies, dejándola jugar con mis cabellos. Hoy me he sentido cansada. Más cansada que nunca. Como si llevara un peso sobre los hombros, una cabeza demasiado grande, a punto de dar vueltas. Me dejé caer sobre la cama, boca abajo, como si me hubieran derribado. Empecé a compararme con el farol que se ve desde la ventana del comedor. Como lo he visto en las noches de niebla, naturalmente. Me comparé con él porque es lo más triste y desamparado que conozco. Me dieron ganas de poder preguntarle a alguien: —¿Conoce usted algo más triste que un farol en una noche de niebla? Y sin saber cómo, estuve llorando sin consuelo toda la tarde. Me doy cuenta de que mi vida es más triste que la del farol: no tengo siquiera el calor pálido de una luz. Y no puedo dejar de llorar al sentirme tan triste y desamparada, más aún que un farol en una noche de niebla. Mucho más.
  • 13. 13 Estoy condenada a que nadie me oiga. Y este silencio es mi medida. Es como una fosa negra, profunda. Aquí me consumo. ¿Qué importa haber visto los árboles verdes y tiernos, las finas raíces trasparentes del agua, el camino desdibujado de las nubes? ¿Qué importa pensar y escribir y llorar junto a las rosas? ¡Todo es tan inútil! Si uno pone todo su empeño, si lo desea con todas sus fuerzas y se queda rígido durante mucho rato, ¿será posible morirse? Esta mañana, cuando estaba en el jardín con la Biruja, volví a sentir las manos pesadas. Estuve tratando de hacerle comprender lo que yo creo: que las palabras se amontonan en mis manos y las hacen pesadas. Pero la Biruja no se dio cuenta de lo que esto significa. Me dijo que por qué no las sacudía hasta que cayeran las palabras. Es terrible y creo que nadie puede comprenderlo. Ni el hermanito Juan. ¡Y mis manos sufren tanto con el peso de las palabras que nunca podré decir! Anoche tuve un extraño sueño. Era un día de verano, y había una diferencia muy marcada entre las sombras y la claridad de una mañana de sol. En algo así como un estero, veía las espaldas desnudas de varios muchachos que se entretenían jugando en la arena. Lo extraño era el color de esas espaldas. Eran casi negras, relucientes. De pronto noté que del cabello mojado se desprendían gotas de agua, trasparentes y gruesas, que no se deshacían al correr por ellas. Tuve entonces un extraño placer, y me vi escondida detrás de unos árboles, siguiendo con ansiedad el camino lento recorrido por las gotas de agua en las espaldas lustrosas. Creo que por un momento sentí el horrible impulso de correr hacia ellos y resbalar mis manos por sus tibias espaldas. Pero el sueño se desvaneció, a pesar de que seguí durmiendo inquieta y sobresaltada.
  • 14. 14 Hace poco vino la señorita Ana a decirme que debía levantarme temprano. No hice caso y me quedé pensando en lo iguales que trascurren los días: desde hace mucho tiempo todos parecen uno: uno repetido hasta el infinito. Siempre igual: levantarse, comer, dar vueltas por los mismos lugares y luego acostarse para comenzar de nuevo. ¿Qué razón existe para hacer esto? Es cierto que a veces las cosas me resultan amables y sencillas, y ni siquiera se me ocurre que pueda algún día dejar de hacerlas. Mis compañeros tienen ojos tristes. En vano hacen gestos desesperados para ocultar su pena. Ahí en el fondo, en lo que está casi detrás de las miradas, existe esa niebla sin remedio, esa humedad gris, que es la tristeza. Los he visto reír, moverse inquietos, sin lograr nunca desprenderse de esta niebla. ¿Por qué son tristes? ¿Por qué todo es tan triste? Me parece que la pena es un veneno. Y yo soy sólo una pobre muchacha condenada al silencio. Este silencio que resume para siempre todas las nieblas. A la Biruja le han sacado fotografías. Ayer su madre me dio una cuando tropecé con ella en el corredor, a la salida del salón de visitas. No podía creer que era para mí. Nunca me habían hecho un regalo. La señora me explicó muchas veces y en voz muy alta que ella me la daba para que yo la guardara siempre. Sin mirar la fotografía subí a ponerla en mi cuaderno para que ni la señorita Ana la descubriera. Es solamente para mí. Para mí sola. Me da un poco de miedo mirarla. Hay en ella algo detenido, fijo. Algo que asusta. La Biruja no es así. No quiero que lo sea. Estaba sola, a oscuras. De repente entró la señorita Ana y encendió la luz. Todo se fue de golpe. Y me sentí desgraciada en medio de estas paredes, más paredes que nunca.
  • 15. 15 (Al hermanito Juan) He pensado que tú debes saberlo. Por eso te escribo. Aunque nunca leas esta carta. Se me ocurre que, de algún modo, por el solo hecho de escribirla, llegarás a enterarte. Pues bien, te quiero mucho no sólo porque siempre has sido bueno conmigo, sino también porque tú eres quien verdaderamente me acompaña. Por las tardes, cuando estoy sola y tengo pena, me pongo a conversar contigo. Claro, tú estás en tu cuarto y nada sabes. Pero yo estoy contigo, ¿me comprendes? Te cuento muchas cosas y hasta sonrío y muevo la cabeza. Y tú me entiendes como si yo verdaderamente hablara. Si nunca te hubiera conocido, si no existieras, no podría pasar estas tardes llenas de ti, apacibles y dulces, que me hacen sentir, al menos durante esos momentos, lo que la gente llama compañía. Gracias, hermanito Juan, querido hermano Juan. Cuando me llevaron a conocer el mar, nos alojamos en casa de unos pescadores. Después de la comida, descendimos a la playa: los grandes quisieron ver la puesta del sol. Yo me senté sola, lejos, en unas rocas negras. El mar estaba casi negro también y sus voces eran fuertes. Al principio me pareció algo enojado. Comencé a mirarlo fijamente, con desesperación, como si fuera lo único que me importara hacer en el mundo. Sentí que sus voces me llamaban con violencia. Se revolvía negro y duro a mis pies, y sus ronquidos estaban allí, llamándome. Comprendí que debía acudir. Mi cabeza daba vueltas, mi cuerpo entero estaba pesado, como clavado en las rocas, pero era preciso ir. La cabeza me daba vueltas y lentamente arrastraba mi cuerpo. Sí, sí, había que ir. Allá abajo estaba todo, hasta yo misma, completa, indestructible. Separar los ojos, aunque fuera un instante, de las profundidades, era perder el llamado, perder para siempre aquella salvación. De pronto mi cabeza dio vueltas más rápidamente aún. Entonces fue fácil: el cuerpo aligeró su peso y con los ojos muy abiertos penetré en las aguas saladas. Por muchos esfuerzos que haga, jamás lograré recordar cómo trascurrieron las cosas allá abajo. Pero debe de haber sido maravilloso. Cuando volví, a pesar de estar muerta de frío y dolorida, una calma blanca y suave me recorría el cuerpo. Dormí durante mucho tiempo en una cama húmeda y estrecha, en la que me habían colocado. Después regresamos sin que nadie me dijera jamás una palabra de lo ocurrido.
  • 16. 16 De mi madre recuerdo algún gesto. Su mirada vaga, que, sin fijarse sobre nada, estaba siempre como disculpándose. Mi madre vestía de negro y era en extremo pequeña y frágil. Jamás me quiso. Me miraba como si tuviera miedo de mí. Yo sabía que, al acercarme, ella se estremecía interiormente. Es cierto que nunca me rechazó, pero era porque yo lo evitaba o porque ella no tuvo fuerzas para hacerlo. Fue una curiosa relación la nuestra, regida íntimamente por el miedo, por una distancia velada que nos obligaba a desconocernos. Anoche pensaba en ella, en su manía de cerrar las puertas, en ese ademán cuidadoso con que alisaba sus cabellos y sobre todo en su mirada vaga, atemorizada. No creo que llegue a quererla, pero me apena su recuerdo, su presencia tan distante. Parece que me van a cambiar de habitación. Dejarán ésta de abajo para uno que no puede andar. Tendré que subir y bajar escaleras cada vez que salga. A veces me gustan las escaleras y a veces no. Cuando estoy en ellas pienso: un escalón tras otro, todos iguales, y es necesario llegar arriba o abajo para ver algo distinto. Si me quedo sentada en la mitad de una escalera, siempre alguien me ordena: “Aquí no, suba o baje, pero no se quede ahí”. Me gustaría quedarme por un tiempo muy largo en medio de una escalera. Claro que no me dejarían. Siempre es lo mismo. Las escaleras hay que subirlas o bajarlas. Eso es todo. Cuando lo vi, llevaba un delantal verde a cuadros. Su cabeza era grande y hermosa como una flor. Nos sentamos juntos, en el mismo banco. La señorita Ana pasó en ese momento y nos ordenó levantarnos, y él no le hizo caso; ni la miró. Después supe que él no oye nada y que sólo entiende lo que se le dice por el movimiento de los labios. Me había acostumbrado a que las palabras fueran nada más que sonidos. Pero ahora sé que son también movimiento. Si se dice “naranja”, la boca es redonda, como si fuera verdaderamente una naranja. Y si se dice “tubo”, la boca es alargada, como si fuera un tubo. Desde ahora me gustan más las palabras.
  • 17. 17 Me había parado en medio del jardín a mirar el cielo. Tal vez si lo miro largamente —pensé— lo sentiré más cerca. Estaba azul, más azul que nunca. Con algunas nubes, tan blancas, que no daban ganas de mirarlas, y no había ninguna necesidad de hacerlo. Lo importante en ese momento era el cielo. Sucedió una cosa muy rara. A medida que lo miraba fui dejando de verlo. Y de repente pensé que yo debía de tener los ojos azules y que por eso me parecía que miraba al cielo. Porque el cielo se convirtió en una mentira. Fue tan terrible pensar esto, que me sentí mal, y la señorita Ana tuvo que traerme en brazos a mi habitación. Me gustan las cosas hermosas. Estoy segura de que hay cosas verdaderamente hermosas que nadie puede ver. Trato de buscarlas por todas partes, pero no las encuentro. Todo lo que he visto hasta ahora me parece como una promesa. Estoy segura de que hay cosas demasiado hermosas y espero alcanzarlas algún día. Antes las palabras se morían suavemente en mis manos, nublando apenas la trasparencia de las venas. Ahora siento que presionan mis dedos, que pesan en la punta de las uñas, que me atormentan y desesperan en el ámbito blanco de mis manos. Anoche pensé que la Biruja podía tener razón. Que tal vez sacudiéndolas despacio lograría aliviarlas algo. Pero no me atrevo a hacerlo dentro de la habitación. Prefiero esperar que pase el frío y bajar por la noche al jardín. Mientras tanto, las aprieto un poco y las empaño con mi aliento. Y parece que esto las tranquiliza. Me he puesto a pensar en mi muerte. Quise imaginarme cómo estaré entonces. Con mis manos tranquilas y livianas cruzadas sobre el pecho. Apenas pensé un momento, porque de pronto me acordé de aquel caballo en medio del campo. Mi madre me llevó a verlo. Recuerdo sus patas tiesas, su vientre hinchado como si fuera a estallar y unos ojos terriblemente confundidos con el pasto del potrero. Me puse a llorar desconsoladamente. En vano mi madre me decía que era sólo un animal. Yo lo sabía y precisamente por eso lloraba. Por ser animal lo dejaban así, solo, abandonado, hasta que los ojos se le hicieran pasto de tanto estar tirado en medio del potrero.
  • 18. 18 Hay sueños que me persiguen a través de los días. Siempre he visto un patio de columnas grises, sombrío y luminoso, triste y alegre. En él estoy, a veces, encerrada y me paseo taciturna, abrazando las columnas que tienen justo la dimensión de mis brazos. Y otras veces lo contemplo desde una alta torre y pienso, melancólica, que aquel es mi sitio y no puedo llegar hasta él. Es un patio largo, silencioso, al que quiero y al que odio, que me comprende y me rechaza. Cuando despierto, nunca sé si ha sido un sueño que me agrada o me atormenta. Pero recuerdo la realidad intacta de sus finas columnas. (Al hermanito Juan) Hoy te vi pasar por debajo de mi ventana. Y he vuelto a acordarme del mar. ¿Por qué siempre me acuerdo de él cuando te veo? Porque tus ojos tienen su mismo color, y son también, como el mar, húmedos y brillantes. El mar se enoja y se pone negro y lleno de olas, lo mismo que cuando tú te enfadas hasta que los ojos se te nublan y se te revuelven. Ni tus ojos ni el mar pueden cambiar de sitio. Tus ojos estarán siempre en tu cara, y el mar, allá lejos, cerca de mi casa. Por eso los dos tienen tan mal genio. No sé por qué te digo esto. Tal vez porque necesitaba escribirte. Tengo ganas de hundir los ojos en algo amarillo. Estoy aburrida de las paredes blancas, de los delantales blancos, de las sábanas blancas. Es que el blanco es antipático. Sobre todo porque se siente superior y envuelve las cosas con aire de protección. ¡Si pudiera abrir los ojos y encontrarme rodeada sólo de espigas! Ese ondulante amarillo que produce cosquilleos en la espalda. ¡Tengo tantas ganas de hundir los ojos en algo amarillo! ¡Terriblemente amarillo! Ayer por la tarde acompañé a la señorita Ana a comprar unas medicinas. El hecho de salir es siempre un gran acontecimiento. La señorita Ana me pidió que la tomara del brazo y caminamos muy de prisa. No sé por qué caminábamos así. Dábamos la impresión de huir.
  • 19. 19 No sabría decir desde dónde, pero de pronto oí que nos seguían. Era alguien que daba grandes pasos y arrastraba un poco la pierna. La señorita Ana no lo advertía, porque cuando apreté su brazo se volvió hacia mí y me dijo sonriente: ¿Qué te pasa, querida? Era inútil hacerle comprender. Me di cuenta de que era inútil. Y los pasos del hombre —inmediatamente pensé que era un hombre— me llenaban de miedo. Quise volverme en varias ocasiones, pero no fui capaz. Al doblar una esquina nos detuvimos un instante. En ese mismo momento dejé de oír los pasos. Pero en cuanto reiniciamos la marcha volvieron a resonar terribles. Siempre una pierna se arrastraba, y ese sonido, poco a poco, se fue pareciendo a un chasquido. Era extraño que la señorita Ana no lo advirtiera, sobre todo al volver a cruzar el río. Entonces oí las pisadas tan fuertes, que llegaron a resonar en mi cabeza. No sé cómo pude mantenerme impasible. Lo hice sólo por la señorita Ana. Pero hubo momentos en que creí no poder contenerme. Cuando regresamos, las pisadas dejaron de oírse. Supuse que el hombre debía de haber tomado un tranvía y miré al interior de los que pasaron por mi lado. No pude descubrir nada. Ahora me parece mentira que haya podido tener miedo por una cosa así. Y hasta he llegado a pensar que no fue cierto, que estoy inventando todo esto: ¿para qué?; no sé para qué. Por eso lo escribo inmediatamente y tal como me parece que ocurrió. Si miro hacia atrás, veo mi figura caminando a la sombra de las cosas, con los ojos inútilmente abiertos y las manos desesperadamente lentas. ¿Es que siempre fui la misma? Soy aquella que lloró en los rincones porque todo era triste. La que corrió por los caminos cuando el sol era tibio y los pájaros cantaban y el viento era dulce como una vieja bandera. La que amaba el río y los campos de cebada. Aquella que conoció el mar en su más honda intimidad, para olvidarlo. Y soy esta que se mira hasta perderse. Aquí estoy y estoy aquí. Escribo y me contemplo. A qué preguntarme si siempre fui la misma. Seguramente nunca soy ninguna. Pronto empezarán las clases. Me lo anunció la señorita Ana, pero ya lo había advertido por cierto aumento de movimiento en la casa. Francamente no es una noticia que me agrade mucho. Tendré que estar con todos los compañeros iguales a mí, y pasar el tiempo oyendo repetir cosas que me aburren.
  • 20. 20 Estoy contenta de haber aprendido a leer, e escribir, de conocer los números. No quiero saber nada más. ¿De qué puede servirme la historia de todos los países o resolver problemas con signos extraños? Absolutamente de nada, estoy convencida. En cambio, me es agradable pensar y descubrir cosas que realmente me gustan y ser capaz de escribirlas en este cuaderno, aun cuando a nadie le interesen y sean sólo mías. Una vez más lo vi sentado en el banco del corredor, con su delantal verde a cuadros. Miraba con intensidad hacia el vacío. Lo miré con la misma intensidad. Me parecía que al mirarlo estaba a punto de descubrir algo. Era como si en su figura hubiese un secreto. Un secreto terriblemente importante. Pero no pude descubrirlo. Cuando estaba más cerca, él se paró lentamente y se fue. Me quedé inquieta y malhumorada. Casi descubrí ese algo que hay detrás de las figuras y las cosas. ¡Si no se hubiera puesto de pie! Pero siempre es lo mismo: hay cosas que no pueden descubrirse. Han traído a la Biruja a tomar el sol en mi cuarto, y se ha quedado dormida sobre su silla de ruedas, la cabeza ligeramente inclinada, las manos sin temor sobre su falda; parece que casi no existiera. La miro acechando cualquier movimiento. Ella está aquí, dulce como una muñeca de cera. Su rostro inmóvil, detenido en el ámbito de mi cuarto, tiene la fijeza de la muerte. ¿Es que cuando dormimos la muerte nos domina? En la Biruja, su pequeña y frágil muerte reposa en sus ojos cerrados, en su nariz de suave línea, en los contornos pálidos de su rostro. Y le da a toda ella ese aire de imagen detenida, fija, esa calma definitiva que es la calma y el reposo de los muertos. Yo, en cambio, estoy en lucha con mi muerte, destruyendo con mis gestos su dura trasparencia. Pero ella me sonríe desde el fondo de mí misma y crece conmigo en cada latido de mi sangre. Sí, ella está aquí. Nunca lo supe hasta ahora. Es necesario que aprenda a mirarla, a sentirla en sus finas raíces.
  • 21. 21 Esta tarde estuve caminando por los corredores. Llegué hasta los que quedan al otro lado del gimnasio. Casi todas las puertas estaban cerradas. Me gustan las puertas. Tienen siempre un aire de misterio, de complicidad. Aquí las puertas son muy iguales: blancas y con un número negro y pequeño arriba. Sin embargo, si uno las mira mucho, puede descubrir ciertas cosas. Hay algunas tímidas, que están como pidiendo perdón por no contar su secreto. Otras son fuertes, macizas, como si estuvieran orgullosas de lo que esconden. Hay puertas alegres, completamente inconscientes de su importancia. Ésas hasta cantan un poco al moverlas. También hay algunas que se quejan, que se han vuelto menos blancas, como si hubieran llorado y los números se hubieran desteñido. La puerta de la Biruja es una puerta triste: a veces, al abrirla, la he oído lamentarse. Y la del hermanito Juan tiene mal genio y suele cerrarse de golpe, sumamente enojada. He descubierto que hundiendo con los dedos los ojos es posible ver luces de colores. Al principio este descubrimiento me entretuvo mucho, pero ahora, ay, ahora es necesario que llueve. Cansadamente, largamente. Hasta que el sonido de la lluvia penetre a través de mi cuerpo y me lleve más allá de mí misma. Hasta que deje de ser para siempre. Está húmeda la noche y hay un aliento salado que penetra por el resquicio de mi ventana. No puedo dormir. En vano pienso en los ojos fijos del hermano Juan, en su mano poderosa que arrancaba de la tierra raíces tiernas para que yo comiera a escondidas, en su voz ronca, gutural, que me enseñó el nombre de las flores. Todo eso está lejano. Y es, sin embargo, lo más vivo que tengo a mi lado. Fue penoso llegar aquí; si no hubiera sido por el hermanito Juan, creo que no habría hecho sino llorar. El ha sido el único que ha comprendido mi silencio. Te quiero mucho, hermanito Juan. Y esta noche, en que no puedo dormir, pienso en ti, desesperadamente. Te veo cruzar a mi lado con tu delantal blanco, tu paso seguro, y me pego a tu sombra como si fuera una enredadera. Tú conoces todos los senderos, y cuando estrechas mi mano los viejos de dedos largos y siniestros rostros se alejan asustados. Conoces tantos secretos. Llevas una rama verde como guía.
  • 22. 22 Tu paso es ligero, tu pulso palpita brioso como un galope de potro. Todo desaparece. Somos tú y yo en un invisible bosque de vidrio, caminando hacia un aire de luces inmóviles, hacia zonas de ventura y abandono. Ah, llegar allí, abrazados sin tocarnos, para flotar junto a las nubes de ojos muertos, con los rostros limpios y luminosos. Ser tú y yo solamente. Eternamente solos y unidos. Y brillar como las estrellas, sin acordarnos de nada más. Ser el olvido, la calma, la luz blanca y verdadera. Dicen que la Biruja ha muerto. La puerta de su cuarto está cerrada. La señorita Ana llora desde temprano. Todos caminan en silencio. Nadie se mira. Trato de comprender: la Biruja ha muerto. Y es inútil. Son sólo palabras. He bajado al jardín para caminar hasta el muro del fondo. He mirado el cielo, los árboles, la hierba cubierta de hojas secas. Había en el aire una niebla de otoño, pero todo era lo mismo. ¿Podrá ser cierto y ser como siempre el día? ¿Y estar yo aquí, escribiendo, y ella fría e inmóvil para siempre? No sé qué pensar. Me duele todo el cuerpo. Los ojos me pesan como si fueran enormes bolas de cristal. La Biruja, Biruja, Biruja, de largos cabellos rubios, con su frágil cuerpo en la silla de ruedas. No puedo seguir escribiendo. Estoy en el fondo de un río. Camino a ciegas, tropezando con piedras y raíces que me hacen sangrar. Arriba suceden las cosas. Y no las siento. No siento nada. El río arrastra mi cuerpo, desnudo, frío. Me llevan, me dejo llevar. Sombras de caballos y pájaros me persiguen. Y el rostro de un viejo, de labios caídos y ojos burlones, me hace muecas desde el marco negro de ventanas que aparecen y desaparecen, unas en pos de otras. No puedo soportarlo. Mi cabeza da vueltas y un sudor frío empapa mis manos. A ratos pienso en aquella muchacha que vendía naranjas en el pueblo. Pienso en naranjas, naranjas, naranjas. ¿Cómo sonará la risa en mi garganta? Naranjas, naranjas. ¡Yo, encerrada entre paredes blancas! Yo, que adoro las naranjas, naranjas. Ahí está nuevamente el viejo. Y no puedo soportarlo. Gritaré. Dentro de mí crece un grito.
  • 23. 23 ¡Un grito! Y las sombras de los pájaros vuelan sobre mi cabeza, y un caballo nada sobre la pared moviendo blandamente sus patas alargadas. Me puse a gritar, Mis gritos eran negros y terribles como los pájaros de la noche. Cortaban el aire como pesados cuchillos de barro. Gritaba con todo mi cuerpo, con las manos en alto. Gritaba con furia, con violencia y con una alegría salvaje en cada grito. La señorita Ana se asustó y me dio una medicina y me acarició los hombros. La dejé hacer. Después vino la fatiga y un cansancio sin límites, y me dejé llevar con los ojos cerrados a un sueño que no era un sueño y era dulce. Fue consolador gritar de esa manera, aunque sé que no debía haberlo hecho. Sí, la Biruja ha muerto. Hace por lo menos dos o tres días. De repente, no la vimos más. Cerraron su puerta. Vinieron los médicos y hablaron en voz baja. Hubo un tumulto de pasos precipitados. Nos mandaron al jardín. Estuve en cama después. No he querido saber nada y nadie me ha hablado. La Biruja era como el aire de la mañana y ahí debe estar. Habrá dejado su silla de ruedas y vagará sola, entre las nubes que el sol hace nacer. Ella jugaba con piedras y caracoles, contaba historias que nadie podía comprender. Ahora no la veremos nunca más. Se ha ido al aire, al primer sol de la mañana, y su sonrisa será la forma de una nube. No sé cuánto tiempo he estado enferma: perdí el hilo de los días. Pero no me importa. Ahora soy otra vez la misma. Me siento cansada como si hubiera viajado durante años. Y es dulce este cansancio. También como si volviera de un viaje, las cosas me parecen nuevas, y un encanto, que nunca descubrí antes, envuelve mi cuarto. Habrá que comenzar nuevamente. ¿Por qué me digo esto? Lo ignoro. Es una manera de decirme algo. El sol llega hasta mi cama, hasta una de mis manos abandonada sobre la colcha. Es un sol débil, blanquecino. Un sol que tiene pena y viene hacia mí para que lo consuele.
  • 24. 24 El hermanito Juan flota entre tules de baba, los ojos perdidos en un paisaje que nadie puede ver. Lo tocan y no siente. Lo llaman y no responde. Le han puesto su delantal blanco y él se queda quieto, de espaldas en su cama. Su cabello negro es como una pasta sin razón que enmarca la azulada palidez de su frente. Ahí está en su habitación, como un juguete descompuesto. Inútil y solo, pero terriblemente hermoso. He ido a mirarlo, a escondidas —la señorita Ana no me habría dejado levantarme— porque, después de todo, es lo único verdadero que tengo. Anoche comenzó a llover. Y ha llovido cansadamente. Es como si lloviera dentro de mí. Pienso en algunos caminos por los que antes anduve y que la lluvia y el tiempo habrán deshecho. Así también quedaré yo. Y me gusta pensar que, lentamente, me consumiré hasta perderme. Aún quedan algunas gotas de agua que se equilibran en las hojas de los árboles. Juegan entre ellas y es el viento el que las ayuda. Los árboles parecen más árboles que nunca y el suelo mojado está oscuro como una sombra sin fin. Mi garganta está llena de palabras hermosas como si fueran piedras de colores o conchas de pequeños caracoles. Hoy siento ganas de hablar. Hablar más allá de la ronquera, más allá de la fatiga. Hablar y hablar hasta que mi cuerpo entero sea voz. Hasta que las estrellas sean mis voces. Hasta que el mundo sea sólo un grito: mi grito.
  • 26. 26
  • 27. 27 Antes del grito El estrecho cuarto no tenía más ventilación que la de un tragaluz sin vidrio. De noche se colaba por él una luminosidad turbia proveniente de un farol. En el gran catre de hierro pintado de blanco dormían dos niños y una mujer. En un somier con patas, sobre el que se presumía un menguado colchón de paja, dormía una muchacha. En el suelo, sobre unos sacos, dos muchachones flacuchentos entremezclaban posiciones. Un gato ronroneaba sobre la mesa y otro, acurrucado en una de las sillas de mimbre. Adornando las paredes, unas cuantas oleografías baratas rodeaban un retrato del presidente Aguirre Cerda con la bandera chilena colgada a su lado. Amontonadas sobre un cubo de cemento, que sirve de velador, algunas ropas, una bacinica de bordes saltados, un cajón con útiles para lustrar zapatos, una palangana y varios papeles sucios. No bastaba el tragaluz: el aire era apenas respirable. Humo, grasa, betún de zapatos se mezclaban a los humores despedidos por los cuerpos sudorosos. Entre sueños uno de los niños llorisqueaba de hambre. Los labios de la mujer se entreabrían para dejar salir rítmicos y sordos ronquidos. El sueño de la muchacha, a pesar del cansancio que tornaba pesados sus músculos, era sobresaltado e inquieto. Entonces abrió los ojos. Las manos, partidas por el agua de cuba, le dolían con el áspero contacto del tocuyo. Para protegerlas las apretó contra su cuerpo. Una mirada le bastó para comprobar que el hombre aún no llegaba. Esto terminó de despertarla. Tenía miedo a las borracheras del padrino Manuel y sobre todo a la intención que entonces brillaba en sus ojos. ¿Por qué le diría su madre que debía vivir con ellos? Es cierto que sola no habría podido quedarse en Santiago. Ahora comprendía que era difícil encontrar trabajo. Pero, en cambio, había encontrado a Pedro. Él era bueno con ella, la quería. Recordó a Pedro con deleite. Sintió sus negros ojos, repitió sus palabras precisas y seguras. Deseó que sus manos fuertes la abrazaran con suavidad.
  • 28. 28 Se habían conocido en el despacho, el primer día en que empezó la huelga. Ella estaba comprando azúcar y él había ido a buscar a unos compañeros que se entretenían bebiendo cerveza. Apenas cambiaron unas pocas palabras, las suficientes para que Elba las recordara siempre. Después, él empezó a merodear por la cité a la hora en que ella terminaba el lavado. La acompañaba a ir de compras, era amable con los chiquillos de la madrina y prometió buscarle trabajo en una fábrica de tejidos. Así comenzaron las cosas. La fábrica de Pedro continuó en huelga, para ella no pudo encontrar trabajo y cuando se confesaron amor, a pesar de la alegría del momento, estuvieron un poco preocupados pensando en que quizá no les sería fácil encontrar un arreglo para vivir juntos: casados con todas las de la ley. Mientras tanto, los vecinos empezaron a comentar: Harto despierta su ahijadita del sur, ¿verdad, doña Gertrudis? La madrina se portó bien. La dejó hacer, sin decirle una palabra. En cambio, el padrino refunfuñaba: Mi casa es pobre pero honrada, no aguanto huainas con lacho. En vano doña Gertrudis lo hacía callar. Se desataba hablando contra estos futres letrados que han salido ahora, hablan mucho, hacen la huelga y, total, todo sigue lo mismo no más. Pero delante de ella nada decía. Se limitaba a mirarla siguiendo sus movimientos con avidez. Elba enrojecía bajo sus miradas, mordiendo sus labios, sin saber qué hacer. Las cosas no eran fáciles. Tal vez sería bueno seguir los consejos de la mayordoma: emplearse para servir en una casa. Pero Pedro no quería: Eso es dejarse explotar por los ricos, aseguraba. La noche del conventillo tenía algo de un mar en calma. Y esa calma fue interrumpida por la borrachera del maestro Manuel. Entra a trastrabillones por el patio, tropieza con la pileta y su boca escupe obscenidades. De unos cuartos —seguramente el de los canutos— le hacen callar. De otro llega el llanto de un chiquillo. Un perro ladra en la calle. Entonces el maestro Manuel se detiene frente a la puerta de su cuarto y Elba se esconde atemorizada bajo las sábanas. La puerta no cede a los intentos del maestro. La patea con furia: ¡Puerta de mierda! Desde el fondo de su sueño, doña Gertrudis pregunta: —¿Llegó, m'hijito?
  • 29. 29 El eructo es la respuesta. Luego un empujón a la mesa. El gato huye maullando. Doña Gertrudis despierta: —Acuéstese al tiro, mejor. Finalmente el maestro Manuel se deja caer en una de las sillas haciendo huir al otro gato. Allí se queda. Doña Gertrudis ha vuelto a sus ronquidos sordos y rítmicos. Las moscas bajan del techo a escarbar entre los miasmas sucios del suelo y todo vuelve a la calma. Elba se atreve entonces a destapar la cabeza. Con un gesto nervioso esparce los cabellos sobre la almohada sin funda. Pero él la acecha. —¿Estai aguatitando, ah? Mira, si querís darte gusto. El maestro Manuel comienza a desvestirse. Tira lejos la chaqueta. Se desabrocha el cinturón y suelta los pantalones. Elba esconde de nuevo su cara. —Mosquita muerta, ¿ah? Te vai a hacer la de las monjas ahora. Con gesto rápido se quita la desgarrada camisa. Su cuerpo desnudo reluce a la turbia luz del farol. Entonces va hasta la cama de Elba y de un manotazo le arranca las sábanas. El deseo inyectado en sus ojos le hace parecer una bestia. Yo sabía que ella iba a gritar. No recuerdo si antes del grito, uno de los chiquillos lloriqueó o doña Gertrudis alternó el ritmo de sus ronquidos. Pero ella tenía que gritar. Un grito ahogado en el espanto y la vergüenza. El ambiente quedó a la espera de ese grito. Contraje mis músculos, apreté la almohada contra mis sienes. Estaba en el fondo del sueño: sólo un milagro podía salvarme del grito de Elba. Y ese milagro se produjo. Ascendí un escalón, algo me apretó dentro del estómago y di un vuelco en la cama. ¡Es un sueño, es un sueño! —repetí con desesperación. Por la ventana entreabierta penetraba la claridad de la mañana. Estaba un grado más arriba, allí donde es posible ejercer la voluntad sobre lo que se sueña. Soñaré con un río —me dije—, con muchachas alegres tendidas al sol junto a muchachos en traje de baño. ¿Por qué voy a dejar que la noche me haga caer en pesadillas? Soñaré con árboles, con flores de colores. Arreglé la almohada bajo mi cabeza y volví a entregarme. Había comenzado un nuevo día para mí.
  • 30. 30 El desayuno Creo que es el olor a café, mezclado al de los sueños, el que me hace insoportable cada despertar. Frente a mi cama los postigos están cerrados, mas la luz penetra por el dintel de la puerta e ilumina el caballo amarillo de cerámica, la caja roja llena de caracoles y el huiro negro colocado en la parte superior del estante. Aquí está el desayuno, el plato con tostadas encima de la taza para conservarle el calor. Es preciso tomarlo antes de que se enfríe. Pero no dan ganas de sacar los brazos fuera de la cama por sentir el gusto ácido del café apenas tibio. Bueno, es inevitable, ha comenzado un día nuevo. Siempre se comienza un nuevo día y nadie —¿será cierto que nadie?— se pregunta para qué. Mi cabeza se hunde en la almohada como si fuera pesadísima. Tal vez tenga sueño todavía. Una vez dije que para mí lo más agradable era dormir. Pero no es cierto. ¿Por qué diremos cosas que no son ciertas? Yo duermo como quien toma opio o se sumerge por la noche en la insoportable música del jazz. ¡Qué sola estoy! Nadie hay que me diga lo que debo hacer. Allí están las campanas de la iglesia, ¡cuántas cosas se podrían decir sobre ellas! ¿A qué suena una campana? Lo único parecido a su sonido son esas ondas que se forman en el agua al dejarle caer algo. Sí, esas son como campana das silenciosas pero tangibles. Debo decirle esto a alguien. ¡Ah!, despertar. ¿Acaso estoy despierta? Después pensaré que toda esta terrible sensación es producida por la falta de aire. Es que tengo frío, siempre tengo frío, tal vez porque estoy muy sola. Uno está constantemente aferrándose a las cosas, tratando desesperadamente de encontrar algún sentido. Si yo tuviera algo que hacer, no sentiría este gusto al café que me produce angustia. No pensaría como ahora, como tantas veces. ¿Qué soy? ¿Por qué soy? Son terribles las preguntas. Siempre clavadas en el aire, rozando nuestra frente como gritos que no se deciden a estallar. Y es preciso levantarse. Comenzar de nuevo. Ahí está el caballo amarillo y la caja roja y el huiro negro. Representan mi felicidad. No sé por qué. Pero es así. No imagino mi pieza sin ellos ni mi vida sin esta pequeña felicidad de colores. Amarillo, rojo y negro.
  • 31. 31 Un caballo, una caja, una alga marina. Y no es que estas cosas tengan un significado especial. El huiro fue lo primero que tuve. Lo recogí en la playa una mañana cualquiera, lo limpié y aquí está: al aire como un árbol diminuto, con algo de lágrimas, de sabor amargo, de noche triste, tal vez de melancolía. Después vino la caja. Un regalo de Sergio antes de marcharse. Las tenía de todos colores. Elige una, me dijo. Y no vacilé en escoger la roja. Sergio no supo toda la felicidad que me daba. No habría podido saberlo. Él fue siempre tan real, tan dueño de sí, tan ajeno a todo lo que fuera... ¿qué importa qué?, ¿importa algo? Me paso las horas pensando estupideces. Debe ser tarde. Es necesario tomar todo mi desayuno. Después… siempre hay un después, a cada rato. Es imposible desligarse de ello, ¡ah, sí!, el caballo amarillo. Me lo regalaron un día de cumpleaños. Entré precipitada al taller de Pablo. Es mi cumpleaños, dije. Y en vez de abrazarme, me regaló un caballo de cerámica. Confieso que no me gustó entonces. Lo dejé primero abajo, en el cuarto del piano. Cobró su verdadero interés aquí en mi pieza, al lado de la caja y del huiro negro. ¿Podría decirle a alguien estas cosas? No, jamás. Nadie entiende nada. A veces pienso: ¿fui siempre igual a lo que soy ahora? Hace tiempo hice un cuadro sobre mí; sobre mi “yo”. No me sirvió de mucho. Nada sirve para nada. Tal vez esté en espera de lo imprevisto, de un inesperado feliz. Llego a creer que dentro de mí crece una extraña raíz, algo que brotará de repente y me hará verdadera, auténticamente feliz. Pero esto no es cierto. Es como cuando era chica y pensaba que éramos pobres por capricho y que un día papá se aburriría y nos iríamos a vivir a una gran casa y tendríamos muchos autos. Yo quiero salir de esto. Deseo vivir desesperadamente. Alguien canta, allá, a lo lejos. El sol se cuela ahora por mi ventana. De una vez por todas empezar un nuevo día. Un día como hoy, uno cualquiera, como muchos.
  • 32. 32 La mañana La mañana se extiende ante mí como una sábana. Cuando el sol está amordazado por las nubes, cuando el cielo no se decide a ser azul como ahora, pienso en mi infancia. Entonces me parece una ciudad de patios tristes. Dos niños atraviesan el frío de las descoloridas baldosas y corren en busca del sol como si se tratara de un ansiado juguete. Entonces nuestra casa de un piso estaba en una calle de barrio. Aquellos primeros años no tuvieron otro encanto que el de los patios inundados en vano de luz. Casi de noche nos levantaban para ir al colegio. Yo miraba amanecer en las piernas desnudas de mi hermano. Juntos recorríamos las interminables cuadras que nos separaban de la escuela. Recuerdo aquel muro gris, casi cubierto de enredadera seca, donde un día descubrí y lloré el primer asombro de la soledad. Mientras tanto otros niños jugaban, al aire los delantales blancos. —¿Cómo te llamas? —Isabel Margarita. —¿No quieres jugar? Y en un juego de risas y gritos agudos crecía en el fondo, como una mala hierba, mi soledad. Una vez encontré un caracol que arrastraba lentamente su concha y me sentí su hermana. Estaban las promesas de un día de fiesta, los desfiles militares en el mes de julio. Pero nunca faltaba el aguacero que nos confinaba al marco de la ventana, refugio vitral de nuestra infancia. Los domingos, dos niños cruzan tomados de la mano hacia el pórtico imponente de la iglesia. Ahí estaba el misterio de esas velas amarillas e inseguras, ese canto triste que parecía venir de muy lejos y la elegancia roja de los monaguillos. —Mamá, ¿puedo ser monaguillo? —preguntaba Miguel. La respuesta era inevitable: —Cuando seas grande. Nuestra esperanza llegaba entonces hasta aquella frase. El verano nos traía Carnaval, mi blanco traje de colombina y el de “pierrot” que lucía Miguel: despertaban en nuestra abuela recuerdos que la obligaban a restregar sus ojos con el pañuelo. Desde lejos mirábamos el corso, en una línea de prudencia donde no llegaban las serpentinas ni los juegos de agua. Eso sería para después, cuando fuéramos grandes.
  • 33. 33 Sobre mi cama, allá en mi pieza, María Eugenia, de delicada porcelana y cabello natural, tenía un rancio abolengo, vestía de seda y dormía en cuna de encajes. Pero era Carmencita, la preferida y con ella solía conversar de esas cosas que nunca se dicen, y en las noches de invierno la llevaba conmigo a mi cama. Ellas fueron mi verdadera compañía. Todavía recuerdo el olor a alcohol, la tibieza del cuarto en las vigilias afiebradas. Y, sobre todo, la mano un poco fría, grande, segura de mi madre. A su contacto se cerraban mis párpados, desaparecía el miedo. Con mi mano dentro de ella descendía a la zona blanca, dulce del sueño. En medio de la fiebre detenía las sombras; era un milagro de dicha, de paz. Saltando entre la acera y la calle van mis trenzas en el aire, sus dos grandes moños de cinta como flores en todo su esplendor. Ellas fueron el límite de mi infancia. Me las cortaron para la primera fiesta, cuando pesaban como una pequeña cárcel. Hoy la mañana tiene algo de mi infancia, de su ciudad de patios tristes. Saldré a caminar por alguna avenida de árboles. Arrastraré lentamente las horas. ¿Mi infancia fue triste? Yo he reído, he llorado, he visto crecer árboles, he escuchado el rumor de la lluvia con una muñeca en mis brazos. He sido igual a muchos niños. Y, sin embargo, siento dentro de mí un terreno frustrado. Es como si hubiera faltado algo que no se puede saber qué es. A veces parece que lo voy a descubrir y luego se me pierde, se desvanece. He querido entregarme a juegos violentos, pero llevo una zona de muerte que mata todo lo que deseo. Es la mañana de un día como hoy. He recordado mi infancia. Ahora caminaré estupefacta, herida, sangrante, por las viejas calles llenas de polvo en un parque sombreado. Uno cualquiera como esta mañana nublada.
  • 34. 34 Almorzamos a la una Cuando los contemplo a todos, sentados alrededor de la mesa redonda, no puedo dejar de pensar en un ballet. Un ballet con personajes extraños, un tanto ridículos. Mis dos tías, solteronas, constantemente vestidas de negro, una que otra vez con algún cuello o pechera blanco, comen con rítmicos movimientos. Levantan los hombros cuando algo les disgusta y sus miradas toman forma y color en el aire. Siempre están de acuerdo y vienen repitiendo las mismas anécdotas, los mismos refranes, la misma filosofía de señoritas educadas en Europa, desde el día en que papá las trajo a vivir con nosotros. Miguel representa el contrarritmo o la acción un poco desequilibrada. Es nervioso, torpe, todo tiene en él un aire transitorio. A veces lo miro y pienso que los caballeros de las novelas antiguas debían comer en las postas de relevo a la manera de él. En cambio, Luis es dulce, de movimientos lentos. Lo tengo siempre a mi lado y adoro su mano blanca cuando se extiende cuidada y meticulosa hacia el jarro de agua. Luis es el hermano débil, rubio, siempre “el niño”, silencioso y tierno. Lo hacía dormir cuando era pequeño, era conmigo con quien primero encontraba el sueño. ¡Ah, pero no quiero pensar nuevamente en la infancia! Encuentro triste aquello de refugiarse en las cosas ya vividas. A algo debo aferrarme, es cierto, pero no al pasado. Papá suele hacerlo a menudo. Entonces nos cuenta su viaje por Europa; cómo era la casa de los abuelos, lo que de él dijeron cuando dejó su cargo en la oficina de partes. Sus ojos se iluminan y acciona nerviosamente. Nosotros lo escuchamos en silencio. Y mis tías le dicen en sus miradas: Sí, tú eres un muchacho inteligente. Hoy he llegado tarde a almorzar. Todos dieron vuelta la cabeza cuando abrí la puerta. Me miraron. Yo, desafiante, los miré. —Almorzamos a la una —dijo mamá con su clara voz. Pensé que quizás ella es la única que no está en rol de ballet. Luis comenzó a reírse sin motivo aparente, Miguel lo hizo callar. Mis tías movieron acompasadamente sus hombros. Colocaron en mi puesto un plato de humeante sopa.
  • 35. 35 Aquí están —pensé—, cada uno con su mundo a cuestas, como enormes caracoles. ¿Qué sé yo de ellos? ¿Acaso ellos saben algo de mí? A veces me parece que mamá es capaz de adivinar mi pensamiento. Entonces me pongo a pensar en horribles cosas y le doy a mis ojos expresiones extrañas. El otro día imaginaba que Luis estaba muerto y yo sufría horrorosamente. No podía dejar de contemplar su hermoso rostro blanco enmarcado por el raso de un ataúd. Luis comenzó a reír y me dije sin mirarlo: Recordaré su risa de ahora por mucho tiempo; la recordaré, sí, debo recordarla. Y le pedí agua, para anotar también en mi memoria el gesto blando de su mano que se alarga. Estos son recuerdos inútiles. Pero me gustan los recuerdos inútiles. Nunca he olvidado la cabellera al aire de una muchacha que se peinaba en el camino, cuando pasamos en auto. Ni el color de unas naranjas colocadas al sol en el marco de una ventana negra. Y esto no puede servirme de nada. Aunque me guste. Cuando me decido a odiar a alguien, odio a mis tías. Pero es odiar sin razón. —¡Come espinacas, niña! Contienen mucho hierro —dice tía Carolina. —Te harán bien —concluye en el mismo tono tía Merceditas. ¡Si fueran de piedra!, ¡si no hablaran!, acaso podría llegar a quererlas. Pero no. Ellas son el límite de toda fantasía. Son ridículos personajes de ballet. Ahora soy yo quien ríe. Y quisiera reír a gritos, en cascadas. Sí, háganme callar con miradas reprensivas. Generalmente soy silenciosa, no molesto en nada y parece que todo lo escuchara con maravillada atención. Pero ahora río. Y no importa que me miren de ese modo. Río. Río porque somos personajes de ballet. No se dan cuenta, pero lo somos. Absurdos y ridículos personajes de ballet que un día como hoy, uno cualquiera, almorzamos a la una.
  • 36. 36 La siesta No sé si es la hora de la siesta con su somnolencia pegajosa la que me tiene en este estado. Tendida sobre mi cama, la mirada fija sobre mi caballo amarillo de cerámica, siento que mi cuerpo no pesa. Y es como si desde un rincón del techo me estuviera contemplando fríamente. Aquí estoy, ni triste ni alegre, ni viva ni muerta. Me bastaría levantar un brazo para comprobar que existo. Claro que no lo voy a hacer. ¿Por qué no lo hago? ¿Acaso estoy muerta? Me digo que no. Pero no me resuelvo a verificarlo. Quizás porque sea ésta una forma adoptada por la muerte. En fin, de todas maneras, ¿qué importa estar viva o muerta? Adoro la inmovilidad que me libera de mi cuerpo, la especie de sopor que me hace divagar sin consistencia. Siento que, como volando, puedo trasladarme a la casa de columnas frente al mar. Caminar pausadamente entre cinco columnas que nada sostienen, destruidas por el tiempo, pero que permanecen allí secretamente altivas. Al fondo está la casa de viejas piedras grises. Donde hay un piano de larga cola, dormido como un negro animal cansado. Donde el viento no ha vuelto nunca a remover irreverente el antiguo polvo de los pesados cortinados. Y abajo, la playa, los cactus que brotan milagrosamente verdes. Y el mar, el mar con su misterio renovado, con la impotencia de sus olas, con su rencor mordiendo sordamente las rocas. Y la línea simple, tierna del horizonte. ¡Ah, sí!, es hermoso pasear entre mis cinco columnas. Abrazándolas apenas. Dejando que su roce en mi cuerpo desnudo haga vibrar secretas raíces. Después bajaré corriendo a la tumba de mármoles negros: es mi muerte frente al mar —gritaré. Y acostada sobre ella, arrancaré la yerba que crece allí trivialmente. El frío de las losas cubrirá mi cuerpo de morado, clavando las uñas en las piernas, dejaré que en mis cabellos jueguen los pájaros de la noche. Y después —¡aún habrá un después!—, volveré por avenidas de árboles que nadie conoce. Y me dejaré dormida al borde de un camino por el que nunca pasará nadie. Y todo habrá sido tan inútil como cinco columnas altivas que nada sostienen.
  • 37. 37 Detrás de la chimenea Resulta difícil creer que Luis permanezca tanto rato leyendo la misma página del diario. A través del periódico adivino su rostro abstraído, con sus ojos que siempre parecen flotar en un ambiente de bruma. Mis dos tías entran juntas al living. —¿Tomaron té? —nos preguntan. Contesto casi sin mirarlas. Y ellas avanzan, erguidas y seguras hacia el comedor. —Tanto calor no les puede hacer bien —dice desde la puerta tía Merceditas. —Debieran abrir una ventana o consumir menos leña —concluye tía Carolina. La puerta se cierra tras ellas y vuelve el silencio. En realidad hace calor. En la chimenea se queman gruesos troncos y el fuego parece implorar con sus lenguas rojas, azules y amarillas. Es el fuego el que me atrae, manteniéndome como clavada a sus pies. ¿Cómo se vería el rostro de una de mis tías quemándose en él? Primero ardería el cabello, las pestañas, las cejas. Los ojos tal vez se saltarían de sus órbitas. Y junto a ello vendría el olor a carne asada. Lo vería retorcerse colorado, chamuscado, sanguinolento. ¡Qué espectáculo! Acaso podrían echarse las dos cabezas juntas y ver cuál se consume primero. Es cruel pensar esto, pero no puedo dejar de hacerlo. ¿Por qué se me ocurrirán estas cosas? Un leño ha prendido en una de sus puntas, algo alejado del resto. La llama es insegura, vacilante y de un hermoso color azul. Delgada e inquieta pretende alcanzar a las demás. Su esfuerzo es vano. Irremediablemente terminará por apagarse. Así sucede siempre. Luis ha cambiado de posición estirándose como un gato. Distraídamente mira hacia el fuego y luego retorna a su aparente lectura. Hay un agudo silencio clavado en el aire. El fuego es vida — me digo—, es lucha. Aquí todo perece muerte. Tal vez nosotros comencemos detrás de la chimenea. Habría que cruzar esta zona violenta de maderas que crepitan envueltas por llamas azules,
  • 38. 38 amarillas y rojas, pata encontrar nuestros propios atormentados espíritus. ¿Existiremos detrás de la chimenea? Creo que nuestro yo más auténtico se encuentra agazapado allí. Y nos aguarda con aquello que nunca ha existido, lo que nunca irá a nacer, la presencia que vislumbramos presintiendo apenas. Entonces hablaremos con el lenguaje de nuestro propio corazón, Pero es preciso atravesar valientemente las llamas. Sé que la vida no es este silencio. Y sé que es preciso quemarse, jugarse por entero la nada que somos, para recuperarnos tras la chimenea, para bastarnos por fin a nosotros mismos sin que importe otra cosa. Esta sensación de vivir que me agobia, acaso desaparezca totalmente y, abandonada de la conciencia, me sumerja en espacios venturosos, descubriendo al fin el hondo significado de las cosas. No sé si la muerte será parecido a esto. Siempre pienso en ella, mas, desgraciadamente, nunca sabré nada que me indique su verdad. Si detrás de la chimenea estuviera la muerte, la venturosa muerte que trae la calma, no vacilaría en salir en su búsqueda. ¿Qué habrá, qué habrá detrás de la chimenea? Luis se levanta lentamente, me mira asustado y dice: —Estás tan roja que pareces endiablada. ¡Ten cuidado! He quedado sola, clavados los ojos en el rojo, amarillo y azul de las llamas. Pienso en la muerte. De chica preguntaba: ¿Si uno pone todo su empeño, si lo desea con todas sus fuerzas y se queda rígido durante mucho rato, es posible morirse? Y confieso que muchas veces llegué a ensayarlo. Qué sinrazón es abandonar la roja penumbra de este cuarto y volver al detalle cotidiano, al suceso de cada minuto, a lo que vivirnos sin historia, tristemente, de este lado de la chimenea, mientras queda en el misterio aquello que hay detrás, lo que nunca ha existido definitivamente, lo que nunca irá a ser y cuyo designio, sin embargo, nos aguarda.
  • 39. 39 Los vecinos —Es la vida de otros, desgraciadamente de muchos, pero... ¿comprendes?, lo que va trascurriendo en cada minuto. Te lo cuentan así, simplemente, como tú dirías que tienes sueño o que tus tías perdieron el rosario en la Iglesia. Yo conozco a Pedro. He trabajado con él. Cuando me llevó a su casa, conocí a su compañera. Tenían hambre y frío. Yo les llevé algo para comer, nos pusimos a conversar y me contaron esa historia mientras bebíamos vino. —Es una historia horrible. No quiero pensar en que sea cierta, no quiero. Pero, me obsesiona. ¡Tú sabes que me obsesiona! Hasta tal punto que anoche soñé con ellos y veía el conventillo como si fuera de verdad… —Es de verdad. —Y veía al padrino, ese hombre monstruoso… lo veía..., lo veía..., a él que es un monstruo. —No es un monstruo, Isabel, es un hombre. —Malo y repugnante... —No, Isabel, un hombre, un ser humano como tú o como yo. —No puede ser verdad que exista alguien así. —¿Así? Existen muchos, Isabel. —Entonces hay que matarlos. —Pero si ellos no tienen la culpa. —Pero... ¿Por qué?... —Es una historia larga de contar. Quédate y te la contaré. —No, Gustavo, no puedo. Tus historias no me gustan. Me hacen soñar cosas horribles. —Escucha, Isabel... —No puedo, no quiero, no quiero oírte. Gustavo me acarició la cabeza con ademán protector. Odio la dura superioridad de sus ojos, esos labios delgados, su voz cortante. Mamá dice que es un loco. Aseguró que ellos son raros desde que llegaron a ocupar la casa de al lado. Tal vez por esto me gusta conversar con ellos. A Carmen —la mujer de Gustavo— se le ocurrió regalarme el dibujo de una paloma. Un dibujo grande, bastante bonito. Después me dio muchos papeles con la misma ploma. Dice que es la paloma de la
  • 40. 40 paz. Carmen y Gustavo tienen un niño pequeño, que pasa todo el día jugando en el patio, canta con voz suave y se ríe como si estuviera contento siempre. Cuando me invitaron por primera vez a la casa, el niño me dio un beso y se sentó a mi lado mientras oíamos canciones chinas. Las canciones chinas parecen cantadas por pájaros o por flores chiquitas. Carmencita dice que los chinos tienen una vida nueva. Carmen y Gustavo siempre hablan de las cosas que nadie habla. No van a misa y mis tías sospechan que son herejes. Cuando los ven, tuercen la cara. Yo creo que están enojadas porque ellos no les han dado dinero para el Patronato. Pero Gustavo y Carmen son generosos, yo sé que dan dinero. Y así lo dijeron a mis tías cortésmente. Pero mis tías creen que las otras instituciones no sirven. Yo defiendo siempre a los vecinos aunque, en el fondo, les tengo miedo. Más ahora que Gustavo me ha contado historias terribles. Es médico, él conoce la vida de los pobres. Además siempre anda metido con ellos. A su casa siempre va gente pobre. Yo les tengo lástima y así se lo dije a Gustavo pero a él le pareció mal. Cuando algo le parece mal a Gustavo, sus ojos se vuelven grises, pero calla. A mí nunca nadie me dice nada. Me dejan sola y voy creciendo como una yerba inútil. Me gusta pensar que soy una yerba inútil. Quizás ahí está lo malo. ¡Se pueden pensar tantas cosas mientras pasan las horas! Carmen me dijo el otro día que es malo no hacer nada. Pero me lo decía para que yo le ayudara a repartir volantes. Y no la ayudé. A veces paso muchos días sin ver a mis vecinos. Andan siempre muy ocupados. Gustavo dice que hay que ayudar a los demás. Sin embargo, cuando yo le llevé dinero para llevar a Elba, no lo quiso recibir. Dijo que era otra la ayuda y que debía acompañarlo a verla. No quiero ir. No quiero hablar más de ella y, a pesar de esto, cuando encuentro a Gustavo, no puedo dejar de preguntarle cómo está. Y Gustavo me habla de Elba. ¡Son tan raros mis vecinos! Soy igual a mi madre cuando digo que son raros. No quiero parecerme a ella. Quiero ser yo, absolutamente única: distinta. Siempre estoy pensando en mí misma y nada sé de mí. Me gustaría preguntar a alguien cómo soy. Más aún, me gustaría que alguien me dijera sin que yo le preguntara: tú eres así. Y ser así para toda la vida. Mis vecinos son definidos, como bloques. Por eso los ojos de Gustavo pueden ser duros y penetrantes y las manos de Carmen no hacer un gesto inútil jamás. Mis manos están llenas de gestos insignificantes. Mis ojos quieren verlo todo y se mueven sin sentido, pues nada ven. Estoy siempre a la espera de que me hablen, que me digan cómo debo ser.
  • 41. 41 El crepúsculo Recuerdo todos mis procesos de rebeldía. Podría contártelos uno por uno. Pero no lo haré. Un día te dije cobarde y el orgullo no me deja confesarte ahora que también yo lo he sido. Si estuvieras aquí, a mi lado, mientras mi cuarto se oscurece lentamente, te hablaría de muchas cosas. Me gusta recordar lo ya vivido, extenderlo ante mi vista como una película. Hace tiempo decidí escribir un cuento que titularía “El baúl”. Creo que todas las personas llevan un baúl en el fondo de sí mismos. Algunos lo abren frecuentemente y escarban lo que en el transcurso de sus vidas han ido guardando. Yo tengo un baúl bastante cargado, a pesar de mi edad. Resulta amargo y aburrido, porque sólo he guardado pequeñas cosas. Pero no era de esto de lo que quería hablarte. Una de mis últimas rebeldías ha sido desprenderme de ti. Recuerdo aún con demasiada nitidez aquel primer día en que te vi pasar. Usabas un abrigo negro y las manos las tenías hundidas en los bolsillos. Atravesaste rápidamente por el foyer del teatro. Yo estaba medio oculta por una columna: no habrías podido verme. Siento el minuto exacto que tuve ante mi vista tu perfil: la nariz aguda. Volviste la cara: los ojos hundidos, negros, muy negros; el cabello liso, rigurosamente peinado. Había algo definido en tu rostro. Fue dentro de la sala donde alguien dijo: Está Guillermo Olivos, tengo que hablar con él. Y te señaló allá, sentado en las últimas filas. Ya no llevabas el abrigo. Creo que tu traje era azul oscuro, y la corbata —lo recuerdo muy bien— de un bello rojo. Mirabas hacia adelante, en calmada actitud de espera. No pude verte a la salida y cuando traté de averiguar quién era Guillermo Olivos, nadie supo decirme nada. Después tu presencia me fue avisada secretamente. Antes de que aparecieras doblando una esquina, yo sabía que nuestro encuentro era inevitable. Me impresionaba la palidez morena de tu rostro y cierta secreta angustia que siempre me obligó a mirarte. Más adelante supe que yo te había preocupado; que, incluso, una vez te sorprendiste con la intención de hablarme, aunque fuese tan ajena a ti. Creo que me dijiste que te gustaban mis cabellos rubios. Entonces los llevaba sueltos.
  • 42. 42 Estaba sentada en uno de los taburetes, al lado del bar, el día en que nos conocimos. Había bebido demasiado, asqueada de una fiesta en la que todos se divertían. Te vi de pronto sentado al lado de una muchachita que pretendía fumar. Te analicé fríamente. Tú no lo sabrías. ¡Otra vez aquella insondable tristeza! Tu gesto aristocrático y orgulloso te separaba del resto. En tus rasgos agudos y penetrantes se advertía la soledad de lo que se ha construido por completo. Siempre lo he dicho: hay algo definitivo en tu rostro. Algo que asusta, pero que se sabe indestructible, impenetrable. La presentación fue en medio del salón. Yo llevaba un vaso en alto. Casi nos conocemos —dijiste, tendiéndome la mano. Después sé que estuvimos sentados en el jardín y que nuestra conversación fue por demás absurda. No podía dejar de pensar al mirarte que algo escondías obstinadamente. Entonces yo estaba aún enamorada de Federico y trataba de buscarlo en cada hombre que tenía delante. Contigo —lo supe desde el primer momento— esto era imposible. Pertenecías a una especie única. Eras tú y nadie más. Tú, por encima de todo. Sé que habría hecho cualquier cosa por adquirir tu amistad y que, al principio, me molestaba profundamente la actitud de ausente con que disfrazabas tu curiosidad. No ignoraba que te gustaban mis cabellos rubios o tal vez mis gestos. Pero no era eso lo que yo quería conseguir. Eso hubiera bastado si se tratara de otro cualquiera. No de ti. De pronto supe que no podía prescindir de tu amistad y que tú influías en todos los cambios que yo experimentaba. Era una curiosa relación la nuestra... Tu presencia, las más de las veces, me resultaba agotadora, casi asfixiante. Tu silencio ha sido siempre insoportable, incómodo. Me atrevo a decir que no te quiero, como puedo querer a cualquiera de mis amigos, y, a pesar de todo, me resultas absolutamente necesario. Desde antes de que fueras presentado, yo sabía que jamás —misterioso y atrayente jamás— lograría conocerte. No tenía por qué sorprenderme la defensa hostil que haces de ti mismo.
  • 43. 43 No debía importarme, ya que a tu lado me ha sido posible llegar a consolidar muchas cosas. Contigo aprendí a mirar de un modo nuevo y más verdadero. Logré desprenderme de un bagaje inservible de actitudes que no me correspondían. No agradezco nada de lo que has hecho por mí y no recuerdo ninguno de los momentos agradables pasados a tu lado. Y que los hubo, sin duda. Por encima de todo persiste en mí la sensación de tu huida. Es como si yo misma escapara y me fuera imposible todo reencuentro. Y es, no obstante, ese algo inasible, insuficiente, lo que más me une a ti. Hace algunos días quise decírtelo. Te miré de pronto mientras fumabas un cigarrillo con aire abstraído. Por espacio de un segundo tus ojos reposaron fijos en los míos. Cuando iba a hablar, comprendí que todo era absurdo. Me levanté pausadamente y partí. Tú no dijiste nada. Después estuve en el campo. Confieso que puse mucho de mi parte por desechar la obsesión. No te avisé luego de mi llegada y comencé a ver a otra gente. Te encontré en un concierto. Estabas solo. Me miraste tan hondo antes de saludarme, que tuve miedo. Tus ojos como nunca estaban tristes. Fue entonces cuando el primer asomo de rebeldía brotó en mí. Detuve el impulso de seguirte. En mis labios entreabiertos murió, sin pronunciarse, tu nombre. Un no metálico se interpuso entre nosotros. Si estuvieras aquí conmigo, en este atardecer monótono, podría explicarte estas sensaciones. Ahora, en cambio, me llamarás por teléfono, reiremos juntos un rato como dos seres que nada tienen que ver el uno con el otro, te diré que hoy no puedo verte y me felicitaré, en secreto, por haber doblegado al fin la obsesión que tu rostro definitivo, solitario, triste, inalcanzable produce sobre mí. Encenderé la luz. En la calle una pareja dobla la esquina. Él la besa suavemente, se miran a los ojos y prosiguen en silencio su camino. Tú habrías mirado esta escena casi conmovido, con cierta amargura tierna en tu rostro de solitario. Para mí no tiene ninguna importancia.
  • 44. 44 Los cinco espejos Entré a la casa. Había cinco espejos. Uno era mi madre: grande, pesado, seguro de sí mismo y muy profundo. Otro eran mis tías. A primera vista parecían dos espejos, pero era sólo uno: angosto, delgado, con marco negro y agudo; asustaba mirarse en él. El otro era pequeño, dorado, luminoso, parecía sonreír: era el espejo de la pequeña Lucía. El tuyo, cambiante de forma, se amoldaba a mis movimientos, acariciando con tu mirada tierna. Allá, en el fondo, el último espejo: el más grande y misterioso de todos. Apenas me veía en él: estaba demasiado alto para mí. ¿A quién corresponde? —me pregunté inquieta. Consolaba su presencia desconocida; había algo de futuro venturoso en su luz. Me observé primero en el espejo de mi madre. El olor a enredadera de jazmines del patio de nuestra casa, me invadió. Allí me vi, sentada junto a ella, las dos cosiendo, una tarde tibia. Sus manos me acariciaron por un momento. Después corrí a acostarme. Llevaba los calcetines arrugados y me detuve en la escalera a arreglarlos. La miré. Me respondió sonriente. Era como si entre las dos existiera un secreto. Después resonaron las pisadas de mi padre. Cierta complicidad quedaba entre nosotras. Me hizo un gesto entrecerrando los ojos. Corrí por las escaleras. Algo así como un rayo de sol, quemaba mi pecho. En el espejo de mis tías me detuve con fastidio. Palomas negras picoteaban en el hombro. Eres desobediente, eres mala. Te pasas el día pensando. Eso no es bueno, no es bueno. ¿Es cierto que caminas por las calles? Te hemos visto con un muchacho. Esa gente no es de tu condición. Acabarás mal. Nosotros te conocemos. ¿Crees que no nos damos cuenta de que nos odias en secreto, que eres capaz de torturar a nuestro gato cuando nadie te ve? Lo sabemos, sí, lo sabemos. No eres una muchacha buena. Nosotras te conocemos. No diremos nada, pero te conocemos. Un humo áspero emerge de este espejo. En él mis ojos brillaban parecidos a los de una fiera. Mi cabello es oscuro como raíces. Un gesto cruel cierra mi boca. Me detuve horrorizada. ¿Esa soy yo? pregunté. Y sus voces dijeron riendo: ¡Esa eres tú! ¡Esa eres tú! Una mala muchacha. Una bruja. Una bruja. ¡Ja, ja, ja! Y ahora te asustas.
  • 45. 45 Qué alivio fue volver al pequeño espejo de Lucía. Juntas recorríamos un mapa de colores. La fiebre en sus mejillas era como nubes de atardecer. Coloca su mano en la mía: Así no me importaría morir —me dice—. ¿Tú crees que alguien podría comprenderlo? Para mí eres lo más importante del mundo. Contemplé mi imagen: apenas sonreía, mis ojos estaban hundidos, mi nariz afilada caía grave, tenía cierto aire de estatua labrada en madera. Pero descubrí en el fondo de mí misma une secreta complacencia. Como agua subterránea, me estaba pudriendo. Me levanté precipitadamente y la besé en el rostro. Después la imagen se borró. Me volvía con angustia hacia tu espejo. Necesitaba encontrarme. En él estábamos tomados de la mano. Había algo que huía constantemente. Era difícil mirarme en él. A ratos sonreía, a ratos mis manos se crispaban en un gesto entre el odio y la impotencia. Por momentos me veía hermosa y de pronto mi imagen asustaba. Tu espejo era como un río, cambiando continuamente sin moverse casi. Curioso espejo el tuyo. En él nunca parecía la misma. Algo insuficiente lo hacía agobiador. Sin embargo, fue allí donde estuve largamente detenida. Una secreta fuerza me obligó a contemplarme tratando de unir las figuras que en él se sucedían. Así pasaba la tarde. Ninguna imagen era le perfecta. Entonces resolví detenerme frente al último espejo. Aquí las palabras concluyen su oficio. Resultaba más que difícil encontrarse. Había llegado la noche. La lucidez huía de mi cerebro. Sólo una voz secreta murmuró: Ésta, ésta es la que tú buscas. ¿Cuál, cuál? —pregunté desesperada. Ya no veía. Era la noche. Fue preciso abandonar la casa. —¿Comprendes ahora por qué los espejos me obsesionan? Sólo aquel contenía la verdadera imagen. Pero lo supe demasiado tarde.
  • 46. 46 Diez minutos en tranvía Los contemplo mientras el cobrador me entrega el vuelto de mi pasaje. Me da risa verlos tan alineados mirando hacia el frente. Alguno que otro observa hacia el exterior de la ventanilla. Hay algo de colegial en esta actitud de viajar en tranvía. Las manos sobre la rodilla o, a lo más, sujetándose del asiento delantero, la mirada un poco hueca y una blanda situación de espera. El tranvía avanza, imperturbable a su sonajera de hierros viejos y enmohecidos, por entre avenidas atestadas de autos. En el camino, como sonámbulas figuras paralizadas, van quedando casas y rascacielos. Los árboles se suceden por lo bajo, con irrisoria exactitud que sólo interrumpen las bocacalles. El conductor tiene cierto aire de agitador político convencido de su doctrina. De pie, impertérrito en su largo abrigo negro, maneja con marcada maestría la rueda que está a su derecha. El cobrador hace sonar las monedas guardadas en una gruesa bolsa que cuelga de su hombro. En las esquinas atiende con indiferencia la bajada de alguno de los pasajeros y luego toca la campanilla que da la señal de partida, cobra el pasaje a aquellos que suben y vuelve a solazarse con el tintinear de las monedas. Una gorra con ancha visera cubre su rostro. Lo único que alcanzo a percibir es que usa bigote. No somos muchos los que viajamos a esta hora. Ya está casi oscuro y la ciudad ha adquirido ese no sé qué de señorita que se dispone a asistir a una fiesta. Los letreros luminosos marcan signos en el cielo. Y como estrellas que aún no se deciden a subir, los faroles languidecen matemáticamente fríos. Corre un aire helado. Mi compañero de asiento abre el diario. De reojo alcanzo a leer: La temperatura se mantiene estable. Los agricultores temen que la falta de lluvia afecte la zona norte del país. Sí, haría falta que lloviese. Me agrada el ruido cansado y largo de la lluvia, ese chasquido lascivo de los autos que resbalan sobre el pavimento. Adoro el rostro rejuvenecido que adquiere la ciudad después de la tormenta. Es como una adolescente que acaba de lavarse la cara y sin razón dará una pirueta en el aire. Se implantarían estrictas medidas contra…
  • 47. 47 La situación en extremo Oriente... Para hoy se anuncia el estreno de... Indudablemente mi compañero de asiento está bastante nervioso. Me desagrada esta gente que apenas hojea los diarios. Tal vez él espera encontrar determinada noticia o se reserva para leerlo con detención en su casa. ¿Quién puede saberlo? Acaso ni él mismo. Debería preguntarle: ¿Señor, qué va a hacer con su diario? Porque son estas pequeñas preocupaciones las que producen una sensación de descontento. No importa lo que haga con su diario. Por mí puede tirarlo, si se le antoja. Pero me desagrada quedarme con este interrogante que tiene mil posibilidades y saber que, de aquí a que me baje, las habré analizado una por una. Las hay bastante curiosas: que se lo regale a un mendigo, por ejemplo, o lo vaya cortando en pedacitos mientras atraviesa el puente para tirarlo luego en el río; o puede que haga botecitos de papel, o que lo ofrezca al vecino de su casa que toma el fresco en la puerta. Oh, es idiota pensar en todo esto. Lo lógico sería emplazarlo a definir qué va a hacer con él. Pero tal vez ni él mismo lo sepa. Vacilaría antes de contestar y terminaría por ofrecérmelo. Entonces yo le diría, cándidamente: Oh, no, gracias. Como naranjas antes del desayuno todos los días. Y él pensaría que estoy loca. Así es la gente, aburrida y convencional. Y de ellos está lleno el mundo. En el asiento de enfrente, viaja una pareja joven. Él, aunque parece cansado y hambriento, acomoda cariñoso el abrigo celeste que resbala sobre los hombros de la mujer. Ella lo deja hacer mirándolo con fiereza. Es extraño, pero creo haberla visto antes. Sus ojos huidizos y espantables no me son desconocidos. Su boca es gruesa, sensual, la mantiene entreabierta. No usa pintura y su cara es pálida. Hay algo secretamente duro y derrumbado en su expresión. Debe de tener la misma edad que yo, y desde lejos su figura podría confundirse con la mía. Ellos casi no hablan. Él va con aire de disculpa a su lado. Es grande, corpulento y tiene hambre, de eso estoy segura. No los vi subir. Tal vez viajaban cuando yo entré. El abrigo celeste está desteñido y el cabello cuelga sucio y despeinado en su espalda. La mano de él es gruesa y pesada, la lleva sobre el respaldo del asiento, casi sobre el pequeño hombro de ella. Una pareja más de oficinistas o empleados de fábrica. Sólo una pareja.
  • 48. 48 Mi compañero de asiento y su diario han descendido antes de que el tranvía doble. ¿Qué será de ellos? Yo también bajaré pronto. Acaba de subir una nueva pareja de enamorados. Se miran con desesperación a los ojos. Se buscan ansiosamente el uno en el otro. El amor es una búsqueda inútil, siempre lo he dicho. Federico aseguraba que era llegar a una playa en calma y me miraba también, sin embargo, como él la mira, buscándose desesperadamente. Una vieja pintarrajeada y flaca observa, arrugando los ojos, a través de la ventanilla. Usa anteojos, vieja vanidosa, me dan ganas de gritarle. Al fin se decide a preguntar: —¿Falta para llegar a Urquiza? Un joven de cabello rubio es quien le contesta, con acento extranjero: —Unas dos o tres cuadras. La vieja se ha puesto nerviosa y se levanta a interrogar al cobrador. —La próxima —dice éste con aburrida experiencia. Con un chirrido insoportable el tranvía se detiene. Desciendo detrás de la vieja. Unas letras rojas que se encienden de golpe nos iluminan. Arreglo despreocupada mi cabello y atravieso la calle. A mi alrededor, hombres y mujeres se cruzan en complicado rompecabezas. Un vendedor de diarios me ofrece uno de la tarde. ¡A mí un diario! Precisamente a mí. No puedo dejar de sonreír secretamente. Y sin más, emprendo el regreso a casa.
  • 49. 49 Después del grito El cielo estaba rojo como una herida todavía sangrante. En la pileta del patio chorreaba agua una llave descompuesta. Cinco puertas daban al patio y al lado de una estaba el tacho de lo basura. Un quiltro hurgaba en él con su hocico. Envuelta en su viejo abrigo celeste, Elba se acercó tiritando hasta la pileta. Allí dejó el jabón y una toalla. Volvió hasta la pieza y salió de nuevo con un bulto de ropa. Lo dejó en el suelo. El quiltro se acercó a olerlo. Elba lavó su cara y apenas su cuerpo. Nerviosamente se colocó una pollera y un sweater. Arregló sus cabellos y tomó el bulto de ropa. Cautelosamente miró hacia la puerta que abandonaba. Se persignó, y con pasos menudos dejó el patio. En la puerta tropezó con Amelia. —¿Conque salimos para la clarisa? —le dijo ésta por todo saludo. —Buenos días —contestó Elba con la vista baja. —Buenas noches, hija, y buena suerte. Tarareando una canción, Amelia entró en la cité que Elba abandonaba. Hacía frío, el frío de la madrugada que penetra por los huesos basta deformarlos. Elba sentía los pies enormes y pesados. ¿Hacia dónde caminar? Una herida grande y roja como el cielo estallaba en su cuerpo pequeño. No pensaba en nada, sin embargo. ¿Encontrar a Pedro? Sí, pero, ¿cómo contarle lo sucedido? Podía volver al sur, a su casa. Elba no pensaba en nada. Como una herida, caminar por las calles, eso era lo único que podía hacer. El cielo rojo se trasformaba lentamente. De pronto una claridad azul. De pronto las nubes blancas. Un gris luminoso. Una mancha morada. Allá a lo lejos, del otro lado del mundo, el sol. En una esquina, un grupo de hombres. Unos zapatos mojados y viejos. Un pie descalzo, cubierto de costras. Un pantalón lleno de parches y rasgones cosidos con cáñamo. Se soban las manos entumecidas de frío, les calientan en el aliento pegajoso de sus bocas. Pasan carretones cargados de verdura camino a la feria, un muchacho con un enorme paquete de diarios todavía húmedos de tinta.
  • 50. 50 Del grupo sale Pedro, las manos en los bolsillos, un mechón de pelo sobre la frente. Suena el pito de la fábrica. Pedro corre al encuentro de Elba. La toma por los brazos, la sacude, acaricia su cabeza, la abraza. Elba llora, temblando en sus brazos. No se dicen nada. Estoy soñando nuevamente. Me gusta soñar con ellos. Los veo irse por una calle estrecha, recién amanecida. Los veo después, cuando le cuentan a Gustavo la historia de sus vidas. Una vida donde suceden tantas cosas. ¿Qué es la vida?, le pregunté a Gustavo. Esto, me respondió. Y sus manos abiertas hacían un gesto afirmativo cuyo significado no logré comprender. Ahora debo dormir. Mañana habrá otro día exactamente igual al de hoy. Sin embargo, yo espero siempre que sea distinto. Siento que durante la noche las cosas cantan en silencio y que la vida florece en el canto. Yo no sé aún dónde está la vida, pero mañana puedo saberlo. Los ojos abiertos a la noche abrigada de mi cuarto, espero. Mañana, un nuevo día, el verdadero, camina oscuramente a mi encuentro. Voy hacia él. Y sé que vamos a encontrarnos.
  • 52. 52
  • 53. 53 En las ventanas de la casa de Inés hay pequeños maceteros pintados de rojo, las cortinas son claras y en el jardín florece un aromo. Inés lleva dos trenzas negras a la espalda. Los domingos sus moños son blancos. Tiene una muñeca, una pelota de colores y un perro tan lanudo como una ovejita. Supe que se llamaba Inés, y su nombre me pareció dulce, tanto, que lo estuve repitiendo en voz baja durante todo un día. —Los duendes no salen a la calle —dice la abuela. ¿No lo sabes?, se han transformado en ratones. Yo he visto ratones y no me parecen bonitos: caminan muy ligero. —Abuela —le digo—, los ratones no son bonitos, y hasta me parece que son malos. Ella me mira ausente. —Tus hermanos son malos, están siempre en la calle —murmura. —¿A usted le gustaría salir? —le pregunto. —Hubo un tiempo en que los duendes dormían en mi cama —continúa. Quedo callado. Pensando. Debo preguntarle a Inés: ¿Quieres jugar conmigo?, ¿puedo acompañarte? Seguramente ella me tomaría de la mano y nos iríamos al parque. —Las Ineses son todas princesas, querido. ¿Lo sabes? —dice la abuela. —No, abuela, no lo sabía. —Si fuéramos amigos, te lo habría dicho antes —continúa.
  • 54. 54 No le contesto. Recuerdo que una vez oí en la carnicería a una mujer que le decía a la otra: Me sonrió de una manera que de inmediato nos hicieron amigos. Yo siempre sonrío. Confusamente sonrío a todo el mundo, desde pequeño. Si tropiezo con alguien, sonrío. Si me miran, sonrío. Antes de hablar, mis palabras son primero un sonrisa. Es una mueca que mis labios hacen por sí solos. Mi sonrisa es una disculpa: defensa. Sonrío porque no soy más que esto: una sonrisa. Pero no tengo amigos. Vivo con mi abuela. Mis hermanos también viven aquí, pero ellos salen todo el día y yo me quedo siempre sentado en un banco, escuchando a mi abuela. —Los duendes me miran, querido —dice la abuela. —¿Y le sonríen, abuela? —Las sonrisas quedan para las hadas, que nunca están seguras de lo que quieren —me responde. —Yo creo que basta una sonrisa para ser amigos. —Tonterías. Eso dicen los que salen a la calle y se miran en los escaparates de las tiendas. Los espejos no mienten, y ellos nunca están de broma. ¿Has oído reírse a un espejo? Tal vez a Inés no le gusten las sonrisas. Francamente, no sé por qué pienso en ella. Mejor sería olvidarla. Imaginarse que nunca la he visto. Después de todo, no es demasiado difícil. Yo puedo imaginar cualquier cosa. Los recuerdos que nunca han existido son los mejores. Puedo recordar cosas muy bonitas, y no vienen de ninguna parte. —Hace mucho tiempo me hablaron de las hadas —musita la abuela—. Una vieja me contó que se esconden en las parvas de paja. Pero era una vieja sin dientes y mentía. —El abuelo tampoco tiene dientes —respondo. La abuela se yergue en su silla. —Pero él es militar y usa espada y casco y botones dorados. —¿Cuando hay desfiles pasan muchos militares? —pregunto. Sus manos se sueltan en la falda. —Alfonso nunca lo ha dicho. No sé.
  • 55. 55 Si hay un desfile, iré a verlo con Inés. Pero nunca hay desfiles por estas calles. Y yo tengo miedo de salir de mi calle, pues una noche que lo hice tropecé con una mujer que tenía los labios pintados de un color muy rojo. Aproximándose disimuladamente, comenzó a palparme por todas partes. ¡Era horrible! Me sentí avergonzado y ardía. De un automóvil le gritaron que me dejase tranquilo, ella rió y me dejó para subirse al automóvil. Al reír, su boca exhaló un aliento pegajoso. Y durante mucho tiempo, al recordarla, mi cuerpo se encogía y tiritaba, y un gusto amargo subía a mi boca. Inés es distinta, pero no debo pensar en ella ni en la calle. Sin embargo, tengo ganas de salir. Dicen que mi abuela está loca. El cartero ha dicho que soy un niño raro, que no tengo amigos. Me bastaría cruzar la calle, hablar a mi vecina y todo sería diferente. Entonces, al verme, el cartero y las mujeres del barrio no dirían más que soy raro. Porque mis hermanos son muy distintos a mí. Ellos salen y tienen amigos. —Los dedos dicen palabras chiquitas y entonces crecen las uñas —dice la abuela. —Abuela, ¿por qué dices estas cosas? —Son los dedos, te he dicho. La casa de mi vecina me gusta mucho, demasiado. Le conté al cura Martínez que yo había vivido en una casa como ésa, pero que quedaba muy lejos, que mi mamá debía tomar un tren para ir a misa los domingos y entonces le llevaba ramos de aromo a la Virgen. Teníamos una alcancía en el salón de visitas, y la habitación de mi mamá era pequeña. El aromo entraba por la ventana. Sus ramas amarillas llegaban hasta la colcha con tules. A mí me gustaba darme vueltas en la cama, mientras el olor del aromo y sus resplandores me mareaban. Pero nada de esto es cierto. Creo que yo nunca tuve una mamá, ni una casa, ni aromo que entrara por la ventana. Son mentiras que le cuento al cura Martínez cuando viene los martes a conversar con la abuela. —¿Me estás escuchando? —interrumpe la abuela. —Sí, abuela —le digo. —Entonces, no pongas esa cara. Si te digo estas cosas, es por tu propio bien. No vayas después a meterme miedo con los guardianes. Desde hace tiempo me persiguen. Te han mandado a ti para espiarme.
  • 56. 56 —¿Por qué cree eso, abuela? Yo no digo nada. —Es que nunca estás como esta tarde, sentado a mi lado, jugando con el sol. Un hilo de baba corre por su cara. —Esta tarde me gusta el sol —contesto. El hilo llega ya a su arrugada barbilla. —Esta tarde pareces un cuarto sin luz —continúa la abuela. —Esta tarde tengo ganas de salir. No quiero ver cómo la gota cae sobre su cuello. Ella canturrea. —Triluca barena, aloma de seste. —Abuela, ¿qué puedo hacer? —pregunto. —Aloma en el pese, triluca barena —sigue tarareando. La gota ya se desliza. —Quisiera inventar palabras como usted y ser feliz, pero no puedo. —Scht, alese, motranco pasito, aloma de seste, triluca barena. Scht. Te voy a decir lo que debes hacer. No tengas miedo. Jugaremos al tren. Verás que te va a gustar. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Yo soy la locomotora. ¡Vamos! Tú eres el primer vagón. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. Quiero huir. —No puedo, abuela, no tengo ganas. Ella se levanta iracunda. —¡Vamos! ¡Agárrate a mi cintura! Scht. Scht. Scht. Scht. Scht. —¡Déjeme, abuela! ¡Por favor, déjeme! —No te vayas, bermejito. Quiero jugar al tren. Scht. Scht. Scht. Scht. Sin saber cómo, me encuentro en la calle, apoyado en la verja de la puerta. Entonces sale mi vecina y se queda mirándome. Cruzo la calle y me detengo frente a ella. Le pregunto: —¿Por qué me miras? Y ella se echa a reír, jugando con sus trenzas. —¿Me miras porque quieres jugar conmigo? —continúo. —Ándate a tu casa responde—. Voy a jugar con mis amigas. —No quiero irme a casa y tampoco me interesa jugar contigo —le digo. —Entonces, ¿para qué me hablas? —me pregunta. Aprieto los puños. Enrojezco, clavado en el suelo corno una piedra.
  • 57. 57 —No hablo contigo —le respondo sin mirarla. Ella suelta una carcajada. Sus ojos brillan. —Tonto —me dice, muerta de risa—. Eres el nieto raro, tu abuela está loca. Grita: —¡Carmen! ¡Carmen!; ¡ven a ver a éste! La muchacha viene hasta nosotros, me mira de arriba abajo, pregunta: —¿Quién es? —El de enfrente —contesta Inés, señalando mi casa—. Es el nieto de la loca. —Mi casa es muy bonita por dentro —balbuceo— y mi abuela es muy buena. Y las dos ríen. Carmen dice: —Seguramente tu casa es un palacio, tu abuela una reina y tú eres un príncipe, ¿no es cierto? A ver, paséate. Queremos admirarte. Intento irme, Pero me aplauden. —Muy bien, muy bien. Lo has hecho muy bien. ¿Qué más sabes hacer? La voz de Carmen es chillona y su nariz está cubierta de pecas. —Sé hacer muchas cosas —contesto. Inés toma por el bruzo a su amiga y, sin mirarla, la invita: —Bueno, vamos a patinar. Entonces la llamo, porque necesito ver sus ojos. —Inés... —¿Cómo sabes que me llamo Inés? —me interrumpe. Tengo miedo de que mis piernas se doblen y bajo la vista. —Bueno, vamos a patinar —dice Carmen, y mirándome burlonamente, agrega: —¿Tú no quieres venir, príncipe? —Claro, ven, ven —dice Inés, empujándome. —Déjame —le ruego—, quiero irme a casa. —Quieres irte porque no sabes patinar. —Claro que sé patinar. —Entonces, ven. Miento: —Es que se me rompieron los patines.
  • 58. 58 Carmen interrumpe impaciente: —Bueno, bueno, yo te presto los de mi hermano. Camino junto a ellas hasta la esquina. Carmen entra corriendo a su casa y sale cargada de patines. Isabel me pregunta: —¿Cómo te llamas? —Guillermo —contesto, y busco sus ojos. —Tengo un primo que se llama Guillermo. Es grande. Está en sexto año, pero siempre viene a verme. ¿Por qué pones esa cara? ¡Si te vieras en el espejo! Pareces un pescado. ¡Carmen, Carmen! —grita a su amiga—. Parece un pescado. Se sientan en el borde de la acera y les oigo decir: —Te apuesto a que no sabe patinar. Es un farsante. —¡Qué bueno!, así nos vamos a reír cuando se caiga. —¿Por qué no te pones los patines? —gritan. Titubeo. —No me gusta patinar. —Mentiroso —me insulta Inés con desprecio—, lo que pasa es que no sabes. —Claro que sé. —Entonces te corro una carrera. Me siento en el suelo e intento colocarme los patines. Carmen e Inés ríen al ver mis esfuerzos. —Así no, tonto, así —dice Carmen, ayudándome—. Bueno, ahora, levántate. Busco apoyarme en ella, pero ya se ha retirado. Alargo mis brazos desesperadamente hacia el vacío. Pero es inútil: caigo. Desde el suelo veo cómo se ríen de mí. —Es un pescado aleteando, es un pescado —barbotea Inés, sofocando carcajadas. Quisiera morirme ahora mismo, y que ellas fueran las culpables, sí, que en medio de sus risas descubrieran con espanto mi muerte. Quedo inmóvil, tenso de indignación y de malos deseos. —Ya, levántate —me ordenan. —¡Vamos! —insiste Carmen—. Estás muy ridículo así.
  • 59. 59 Casi inconscientemente comienzo a enderezarme. Dolorido, no tanto por los golpes, como por la imposibilidad de morirme. Inés se acerca y me empuja por la espalda. Nuevamente caigo y esta vez es mi cabeza la que golpea el pavimento. Inés acompaña con sus risas mi nueva caída. Carmen mira asustada, diciendo: —Cuidado, Inés, puede hacerse daño de verdad, es muy flaco. —Es un pescado —le contesta riendo Inés. Carmen está seria, y la risa de Inés resuena dura y sin sentido. Inés parece avergonzarse de esa risa. —Esto le pasa por farsante —trata de dar una explicación, sin dirigirse a nadie en particular. Lentamente saco los patines de mis pies y los dejo en el suelo. Me incorporo y comienzo a caminar sin mirarlas. —¿Te vas? —pregunta Carmen. No contesto. Camino en el vacío. Ni siquiera recuerdo que ellas están allí, a mi espalda. —Hasta luego —me gritan. Pero ya no las escucho. Es como si no existieran. Como si nada existiera. —No te enojes —ruega Inés—. No te enojes, pescadito. Ven a jugar con nosotras. Su voz no logra sacarme del sopor que me invade. Abro la reja de mi casa sin haber vuelto a mirarlas y ni siquiera sé si continúan llamándome. Dentro, la abuela es un tren todavía. En su pechera brilla la baba. —¡Bermejito! —grita al verme—. Eres el tren de carga y no podemos retrasarnos. Me agarro a su cintura y juntos corremos por el corredor. Y mientras ella bufa, dejo que por fin salgan las lágrimas de mis ojos. —Scht. Scht. Schr. Tilín, tilín. Estación a la vista. Scht. Scht. Scht. Scht.
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