Pablo nos habla de la importancia de la fe y de no enfocarse en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que no se ve es eterno, como la resurrección que Jesús nos ofrece y nuestra vida después de la muerte. Aunque sufrimos en esta vida, lo que no se ve es que tenemos una morada eterna en el cielo. La fe es un regalo de Dios que nos permite comprender estas realidades invisibles.
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10 Domingo Ordinario - B
1. Lo que no se ve es eterno
10º domingo ordinario – ciclo B
Las lecturas de este domingo tocan temas aparentemente muy diferentes: la
caída de Adán y Eva en el paraíso, un salmo de redención, las disputas de Jesús
con los fariseos y la incomprensión de su familia, que no entiende su vocación
sorprendente y su carisma sanador… En medio de todas estas lecturas
encontramos un párrafo de la segunda carta de san Pablo a los corintios, que nos
habla con palabras muy profundas y sugerentes. Su mensaje, podríamos decir
que liga el de todas las otras lecturas.
Pablo nos habla de un espíritu de fe. Fe es confianza, fiarse de Dios. Adán y Eva
no se fiaron de Dios en el Edén, y en cambio cayeron engañados por la astuta
serpiente. ¿Qué les ocurrió? Su pérdida de confianza en el Creador acarreó
consecuencias que no podían imaginar. De igual manera, cuando las personas
dejamos de confiar en Dios, el que nos crea y nos ama por encima de todo,
perdemos terreno bajo los pies, y nuestra vida se tambalea. Corremos el peligro
de olvidar el sentido de nuestra existencia y quedamos a merced de las
tempestades. Otra consecuencia de perder la fe puede ser adoptar una actitud
vital desconfiada y recelosa. Esto nos lleva a ver siempre el lado malo o negativo
de las personas y las cosas, e incluso a ver lo que no hay. Así les ocurrió a los
fariseos, que veían la obra del demonio en las curaciones de Jesús. Hay que ser
prudentes, por supuesto, y no caer en la ingenuidad. Pero también es necesario
liberarse de prejuicios. La desconfianza por sistema genera miedo, y el miedo nos
aleja de los demás, nos encierra en nuestros esquemas mentales y nos hace ver
la realidad distorsionada.
«Creí, por eso hablé», dice Pablo. La fe no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino
un regalo de Dios cuando nos abrimos a recibirla. Y esa fe nos abre a comprender
las realidades invisibles, esas que no se ven, pero que son las más importantes.
Confiar en Dios nos abre a su sabiduría, a sus misterios. Nunca lo llegaremos a
entender todo ni a poder explicarlo todo, pero tendremos una intuición que dará
sentido y alegría a nuestra vida. ¿Qué nos revela Dios, con Jesús? San Pablo lo
dice bien claro: Jesús ha venido a regalarnos la resurrección. Una vida que
empieza de forma limitada y frágil, en la tierra, pero que se abre a otra existencia
plena y eterna, en el cielo: «quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará
a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él».
Cuando uno recibe una gran noticia, no puede menos que comunicarla. Esto
hicieron Pablo y todos los apóstoles. ¡Fueron imparables! Y encendieron la llama
de la fe en muchos.
2. El mensaje está cargado de esperanza. Todos sufrimos, y todos tenemos
problemas en esta vida. Pero a la luz de la otra vida que nos espera, ¿qué son?
Pequeñeces, obstáculos efímeros, nubes pasajeras. Pablo nos recuerda que «no
nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio;
lo que no se ve es eterno».
Por eso los cristianos tenemos tantos motivos para vivir alegres, esperanzados,
activos y con ganas de hacer el bien. Tenemos en nosotros la semilla de una
morada eterna. Hay algo en nosotros, el alma, que es chispa del amor divino y
no tiene fin. Santa Teresa habla de la morada interior, ese palacio bellísimo como
de claro cristal, que alberga al Dios infinito y cuya belleza apenas acertamos a
conocer. ¡Si supiéramos lo que tenemos dentro! No podríamos expresarlo en
palabras más bellas: «tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada
que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos».
Alegrémonos y vivamos con intensidad la eucaristía de hoy. Recibamos a Jesús,
Dios mismo, en nuestro interior. Una parte de nosotros ya está tocando el cielo.