1. Ensayo sobre la felicidad.
Por Ignacio G. Sarrió.
La felicidad ha sido considerada tradicionalmente, desde la filosofía, como el fin
último de todas las cosas, la norma suprema que guía o debe guiar el resto de las
acciones humanas y, desde la cual, poder juzgar la bondad y la maldad de dichas
acciones. Se constituye, por tanto, en el objetivo final que dota de sentido a la
propia existencia (concepto moral de la felicidad derivado de la concepción
utilitarista de la felicidad defendida por autores como J.S. Mill o Bentham).
No obstante, para poder alcanzar la felicidad, se requiere de algo más que de la
mera acumulación de sensaciones placenteras (hedonismo), serán necesarios
“placeres superiores”, placeres del intelecto y de la imaginación. Son estos los
sentimientos morales.
Por tanto, encontramos dos concepciones enfrentadas y opuestas de la felicidad. Por
un lado una concepción hedonista basada en el placer y por otro, una Eudemonista
sustentada en las ideas de cumplimiento y autorrealización. Del primero, el
hedonista, se desprende un “amor egoísta” impulsado por el deseo de nuestra
propia felicidad, y, que, busca la satisfacción de nuestras particulares pasiones y
deseos por las cosas externas (materiales). Del segundo, el Eudemonista, surge la
capacidad de compartir con los otros (nuestros iguales) sentimientos tanto de
felicidad como de desgracia, así como la capacidad de comprender y experimentar
como propios los sentimientos y emociones de los demás (los otros), es lo que
Hume llamó “simpatía” y que actualmente llaman “empatía” desde la psicología
moderna.
Siguiendo con Hume, nuestro intelecto y nuestra razón como capacidades
superiores en sí mismas, no movilizan a la acción ni al cambio. Sin embargo, dicha
facultad la encontraremos en la esencia o naturaleza de nuestros principios morales,
es ahí donde se halla el motor que guía nuestras acciones, convirtiéndose por tanto
los principios morales en requisito “sine qua non” para el cambio y la
movilización.
Así, de nuevo, nos encontramos frente a dos posturas confrontadas, una que nos
dice que las acciones son buenas o malas en la medida en que aumentan o
disminuyen la felicidad de los demás (Bertham. Visión utilitarista de la felicidad), y
otra que argumenta que la voluntad es buena en y por si misma (Kant. Imperativo
categórico. Ley universal).
Este concepto utilitarista de Bertham explica algunos fenómenos sociales y
políticos, como el Nazismo. Para los nazis cualquier acción estaba justificada
siempre y cuando fuese beneficiosa para lo que consideraban los suyos (los otros),
sus iguales, los germanos. El resto no eran considerados iguales y por tanto no
importaban las consecuencias. Se produce una relativización de las consecuencias y
2. la acción se ve movilizada desde la naturaleza de unos principios morales
corrompidos.
Así pues, cabe preguntarse, ¿qué valores sustentan nuestra sociedad?. ¿Son dichos
valores en su esencia capaces de llevarnos a la felicidad?. ¿Son el materialismo y la
búsqueda de placer suficientes?. La obtención de bienes a cambio de dinero, la
acumulación de riqueza, el consumismo, el ideal de belleza basado en la juventud,
¿son referentes que pueden guiar nuestras acciones hasta la felicidad?. El sexo, las
relaciones de pareja, ¿son el refugio de mentes frustradas?.
Vivimos en un mundo donde las necesidades deben ser satisfechas con prontitud
sino con inmediatez, quedando relegado al pasado la capacidad para tolerar la
frustración, ¿no lo tengo?, no lo quiero. Una sociedad que cosifica al individuo
cuando no lo instrumentaliza, trasladando a sus miembros la idea de éxito basada
en el uso y manipulación de los demás.
Sinceramente creo que difícilmente se puede alcanzar así la verdadera felicidad.
Fdo. Ignacio G. Sarrió.