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Relato de
Cómo Jacinto Romero se hizo hombre
                              Por

                 Víctor J. González Q.




     ILUSTRACIÓN: fragmento de El Ajenjo, 1876, Edgar Degas.
Estaba festejando sus 15 años y la promoción al nuevo año escolar. Alegre con la voz
gruesa pero de niño. Sentado junto a Hermelinda, su, madre, que hasta hace algunos días lo
levantaba a la media noche para que fuese al retrete y de esa forma evitar que se orinara encima
del catre. Su rostro era idéntico al de su padre cuando lo comparaba con la fotografía vieja y
descolorida que tenía escondida su madre detrás del tocador de la habitación. Jacinto lamentaba
no haberlo conocido pero Hermelinda le había descrito cuan buen mozo era. Le había dicho que
era inteligente y que además sabia restar, lo que lo convertía en un hombre bastante cotizado en
los alrededores del muelle donde se vendía el pescado, ya que tenía la habilidad de poder entregar
cambio a los turistas americanos, calculando el valor del dólar y los precios del pescado. Era
precisamente en ese sitio donde Hermelinda lo conoció. Él le había fijado la vista en la espalda,
ella volteó al sentir el pinchazo de la mirada. Los ojos profundos y negros resaltaban por las cejas
que se unían justo donde comenzaba la nariz. Se le acercó y ella temblorosa bajo la cara y observó
detalladamente las sandalias que llevaba puestas. Podía sentir la respiración de José en la nuca,
cerró los ojos y casi se desvaneció. El, la tomó por las manos y comenzó a caminar hacia las
escaleras, debajo del muelle. Fue amor a primera vista y desde entonces se juraron fidelidad y
alegría perpetua.



         Ella continuaba observando las sandalias mientras conversaba, se besaron y José le hizo el
amor. Hermelinda temblaba y lloraba, luego reía y jadeaba. Era un choque de sensaciones que le
permitió, en esos momentos, saborear los colores del crepúsculo marino. Él se levantó, le acarició
la cara y le besó la frente. Se vistió y luego se marchó silbando. Ya no lo vio, sino hasta diez años
más tarde cuando el forense le pidió que reconociera el cuerpo de un hombre que había muerto
en una riña callejera. <<Si!, si es el>>, dijo al forense y este le entregó las pertenencias que poseía.
Una billetera con dos dólares y una fotografía de él, parado en el muelle junto a un buque
gasífero.



         <<Al menos murió como un hombre>> pensó Hermelinda. Tomó las cosas que le entregó
el forense y se marchó sin lágrimas en los ojos, con el espíritu tranquilo y aliviado. Llegó a casa y
escondió la fotografía detrás del tocador, se sentó ante la cómoda y comenzó a llorar. El niño
Jacinto la observaba desde afuera, inexpresivo pero curioso. Cuando su madre se durmió, tomo la
fotografía y entendió que se trataba de su padre. Colocó la fotografía en su lugar y no habló nunca
acerca de ese hecho.

         Hermelinda recordaba su embarazo mientras veía a Jacinto reír cuando apagaba las velas
de torta que le había preparado para su cumpleaños. Se veía a sí misma cuando su padre le echó
de su casa con una bofetada. Era la culpable de que su hija arruinara el apellido Romero tan
respetado por los vecinos. Entonces, prefirió recoger las ropas de su niña y colocarlas en el morral
que había utilizado para su noche de bodas. Hermelinda tomo el morral y sin decir media palabra
salió de la casa. Esa noche la pasó debajo del muelle, justo en el mismo lugar donde había amado a
José y donde éste, le jurara amor eterno. A la mañana siguiente, se fue a la posada del pueblo y
después de demostrar sus habilidades culinarias al dueño de la fonda, comenzó a trabajar
preparando guisos y sopas a cambio de un catre en una esquina de la cocina. Así había pasado su
vida y la de Jacinto, entre olores de grasa de cerdo, jamón ahumado y merengue de limón, que era
su preferido. El niño fue creciendo y también había aprendido a restar. Manuel, el dueño de la
posada, le había enseñado como si se tratase de su propio hijo. Sabía leer y escribir. Podía, incluso,
contar los cubiertos de los comensales a la hora del mediodía y determinar cuál sería la ganancia
para ese viernes. Un día, llegó un señor árabe a la posada y después de observar al joven en sus
peripecias intelectuales ofreció mandarlo a la capital, para que estudiara ingeniería, costeando el
mismo los gastos a cambio de algunos guisos semanales. Ella accedió y comenzó a prepararle el
viaje que haría el día de su décimo quinto cumpleaños. Cuando apagó las velas, ella se le acercó y
lo besó en la mejilla. Se sentía orgullosa de ver cómo había crecido su hijo y de lo buen mozo que
se veía con el abrigo que Manuel le había regalado para su viaje. Ella ya le tenía dispuesta una
vianda para callar el hambre en tan larga travesía. Le había preparado el merengue de limón que
tanto le gustaba y en el morral, que una vez le sirvió de almohada, le colocó la camisa de algodón y
los zapatos que tanto le había costado enseñarle a usar.

        Al sonar las campanas de la iglesia, lo acompañó hasta la estación de trenes para
despedirse de él. Le entregó el morral y los dos dólares que constituían la herencia que le había
dejado su padre. Lo abrazó fuertemente y dejó caer una lágrima sobre su hombro derecho. Con la
voz quebrada, le dijo adiós y lo siguió con la mirada hasta el que abordo el tren. Para Jacinto era la
primera vez que salía del pueblo. Lo más lejano que había llegado fue cuando Manuel le pidió que
lo acompañara a la campiña para hacerse de algo de carne fresca necesaria para la preparación de
los chorizos que lo habían hecho tan popular.

         Ahora, al ver a través de las ranuras del vagón, se sentía todo un explorador y sentado
sobre la pajilla, en el piso, tomó un pedazo de merengue y lo saboreó mientras que, con las botas,
corría a las vacas que se acercaban hacia el rincón donde estaba sentado. Veía el tope de los
arboles pasar como en carrera tratando de alejarse de él. Recordaba como Manuel le había
enseñado a contar los cubiertos, miro hacia arriba y cerró los ojos. <<Cuatrocientos noventa y
tres>> pensó y los abrió. Exactamente el número de tablones que conformaban el techo del vagón
de carga. Metió las manos en el morral, tomó el frasco con agua que Hermelinda le había filtrado
con el cedazo para el café y se lavó las manos. Colocó el morral en el piso, se recostó, cerró los
ojos y se durmió.

        El silbato del tren lo despertó, se asomó por una de las ranuras. Podía ver las luces de la
ciudad. Había llovido y se levantaba una fina y fría cortina de humedad. Las luces se entrelazaban y
deformaban la silueta de la gente que caminaba por las aceras. Era casi de medianoche pero la
ciudad estaba despierta como si la gente estuviese esperando por algo sin saber de qué se trataba.
El tren se detuvo en la estación principal. Jacinto se sacudió el polvo del pantalón, arregló
diligentemente las cosas dentro del morral y se cambió las botas por los zapatos de salir que le
regalo Manuel. Su madre le había dicho que el futuro de un hombre en la capital dependía de los
zapatos que utilizara. Bajó del vagón y desde el andén, parado, casi congelado, observó la ola de
personas que iba en todas direcciones. Así, estuvo de pie y sin moverse por casi media hora. La
gente caminaba a su lado sin verlo como si fuese un objeto más de la estación de trenes.
Finalmente reaccionó y empezó a caminar hacia la salida dejándose llevar por la corriente. Se paró
al borde de las escalinatas de la entrada y observó alrededor. Era una ciudad viva y despierta.

         Las luces de neón encendían la noche. Los olores de las fritangas podían sentirse a dos
kilómetros en la distancia. La gente pululaba alrededor como si todos estuviesen jugando al
escondite. Se metió las manos los bolsillos para extraer el papel donde el señor árabe había escrito
la dirección que se suponía debía buscar para pasar la noche y organizar su vida. << Calle diez sur,
edificio Queens, piso número siete>> decía el papel que le había entregado en letras bien curvadas
casi matemáticas. Volteó a la esquina izquierda y se dio cuenta que se encontraba a tan solo dos
calles del lugar donde se suponía debía ir. Comenzó a caminar en ese sentido pero se detuvo
frente a un local con luces llamativas y fotografías de bailarinas en la entrada. Se acercó a mirar la
cartelera y un señor vestido con ropas de general se le acercó. << Adelante joven, bienvenido a la
taberna Tropicana>>. Jacinto volteó y se impresionó con la chaqueta de charreteras doradas. El
general sin batallón lo tomó del brazo y le hizo cruzar la puerta de la entrada.

         Una vez adentro, tuvo que afinar la vista para acostumbrar los ojos a la oscuridad del local.
Se trataba de varias mesas dispuestas alrededor de una pista de baile. El humo de tabaco flotaba
en el aire e irritaba la vista. Hacía mucho calor y Jacinto tuvo sed. Se le acercó una mesera, que al
ver su rostro, sonrió. << ¿Es la primera vez que vienes?>> preguntó. Jacinto simplemente atinó a
mover la cabeza en forma afirmativa. << Ven conmigo. Tal parece que te mueres de las ganas de
tomar algo frio>>, le dijo ella mientras caminaba hacia la barra. Jacinto pudo detallar a la
muchacha. Llevaba zapatos de tacón alto, una falda recortada hasta un poco más de arriba de las
rodillas. Una blusa de algodón roja con agujeros en los costados. De las orejas colgaban unos
aretes en forma de rosas del tamaño del puño de un niño. Cuando se volteó, Jacinto escudriñó su
rostro. Las mejillas encendidas en rojo fuego, los labios gruesos y de un rojo carmín bastante
pastoso. Ella le indicó que silla tomar y llamó al mozo encargado de las bebidas. <<Juan, prepara
un B52 para mi amigo que acaba de llegar de la provincia>>. Jacinto levantó las cejas sorprendido
<< ¿Cómo sabes eso?>> preguntó. La muchacha se rió a carcajadas y luego, en un tono muy serio
dijo; << En este trabajo hay que aprender de psicología, tienes puesto los zapatos de salir, tus
pantalones están llenos de pajilla y hueles a bosta de vaca. Son pasadas las doce de la noche y el
tren acaba de llegar de interior>>. Jacinto seguía sorprendido, con una sonrisa nerviosa tomó el
vaso y vació su contenido en la boca. Sintió que le desgarraba la garganta como si acabara de
tomar una de las sopas de Hermelinda cocida a puro fogón. Comenzó a toser y casi cae de su
asiento. La joven rió a carcajadas de nuevo. << Mira que si eres nuevo en esto>> dijo. << Me llamo
Celeste y tú debes ser Jacinto>>. El muchacho otra vez levantó las cejas y ella, sonriendo en un
tono menos burlón, dijo << Eso dice el boleto del tren que traes en el bolsillo de la chaqueta>>.
Jacinto bajó la vista y sonrió ahora con más confianza. Sentía mucho calor así que se quitó la
chaqueta. Celeste llamó nuevamente al mozo de las bebidas y le indicó que le preparara otra copa
a Jacinto y que sirviese un brandy para ella. Se sentó a su lado y comenzó a hablar de trivialidades;
de la lluvia, el calor y de su pueblo. Jacinto oía con atención mientras ingeniería su vaso de licor.
Minutos después, se vio a sí mismo en la pista de baile con Celeste, se sentía enamorado,
no sabía cómo decirle que el corazón le palpitaba, que la garganta la sentía seca, que le temblaban
las piernas y que tenía frio en el estómago. Ella lo abrazó obligándolo a moverse al compás de la
música. Él se apoyó en su pecho y pudo sentir su perfume. Era dulzón. Le recordaba el almíbar que
le preparaba Hermelinda después de haber trabajado atendiendo a los comensales. Celeste le dio
varias vueltas alrededor de la pista. Se sentía mareado y con el estómago revuelto. Ella lo vio
pálido y sin fuerzas. Lo tomó de la mano, caminando poco a poco, lo subió por las escaleras hasta
la pieza que le correspondía.

         Allí Jacinto se recostó en el catre. El mundo giraba a su alrededor. Atinó a ver un cubo de
agua en una esquina, una cómoda con bombillos que no funcionaban y recortes de revistas a color
pegadas en las paredes. Puso el pie derecho en el piso y las cosas dejaron de girar. Celeste se
desvistió y el apenado, cerró los ojos. Solo oía la música debajo del catre y el sonar del agua
cayendo dentro del balde. Sintió luego como las manos de Celeste, frías pero cariñosas, le
desvestían. Primero la camisa, luego los zapatos y el pantalón. Las piernas le temblaban, los
dientes no dejaban de chocar como si estuviese en la montaña en una noche de invierno. De
pronto Celeste se acostó encima de él. Podía tocarla pero no sentía su peso. Abrió los ojos y colocó
la cara en sus pechos como niño hambriento. Celeste comenzó a moverse, susurrándole palabras
al oído que Jacinto no entendía por el desarrollo de tales acontecimientos. Ella, muy profesional
pero tierna, le hizo saborear sensaciones nuevas. Algo en sus entrañas revoloteaba y le causaba
cosquilleo. De pronto explotó en un sinfín de colores. Veía destellos de luces en cada rincón de la
habitación. Podía tocarse una sonrisa que el mismo no había esbozado. La cabeza oscilaba sobre
su cuerpo, flácida, sin fuerzas. Cerró los ojos y durmió.

         Después de varias horas, abrió los ojos y miró a su alrededor, el cubo de agua, la cómoda y
los recortes de revistas estaban en el mismo lugar. Podía sentir el sabor amargo de la resaca en su
boca. Tenía un inmenso dolor de cabeza y el cuerpo respondía lentamente a las órdenes de su
mente. Se incorporó del catre, recogió sus ropas y se vistió. Tomo el morral y reviso su contenido.
Los dos dólares, el resto del merengue y el agua filtrada habían desaparecido. Su chaqueta no la
conseguía, ni siquiera recordaba donde la había colocado. Salió de la habitación lentamente y bajó
las escaleras.

         La música chocaba en sus oídos, ya no era melodiosa y le molestaba. Miro a su alrededor
tratando de ubicar a Celeste. No la pudo conseguir. Se acercó a la barra y le preguntó al mozo, que
casi lo había aniquilado con sus brebajes, si había visto a Celeste. << Ellas entran y salen>> dijo y se
volteó a preparar otro trago. Jacinto adolorido pero molesto, se le volvió a acercar y esta vez gritó
<< ¿Dónde está Celeste? >>. La música bajó de intensidad y la gente volteó hacia la barra. En ese
momento un hombre que más bien le parecía un gorila, se le acercó. <<Joven, por favor, abandone
este local >> le dijo con voz autoritaria. Jacinto le dio la espalda al hombre. << ¡Celeste! >> volvió a
gritar. Sintió que se le movía el piso y al caer, golpeó su cabeza contra el bar. Pudo percibir, en la
comisura de los labios, el sabor metálico de su propia sangre. Se levantó del piso y corrió como un
toro persiguiendo a su matador potencial. El hombre lo esquivó y volvió a parar al piso. Se
incorporó tambaleante y al apoyarse en la barra, tomó una de las botellas que a medio vaciar
estaban en el extremo izquierdo. Arremetió otra vez contra el hombre con el brazo levantado,
moviendo la botella cual banderín de batallas. El destello de algo metálico lo cegó por unos
segundos justo cuando bajaba el brazo. Dejo caer la botella y sintió una sensación de calor en el
costado izquierdo. Pudo ver, sin abrir los ojos, cuando consiguió la fotografía de su padre. Se pudo
ver así mismo estudiando con el viejo Manuel, saboreando los guisos de Hermelinda y la veía llorar
sentada en el catre. Sonrió al ver a sus amigos saltar hacia el embalse de agua. Podía verles la
planta de los pies desde el aire. Levantó la cara. Una luz de intensidad tremenda, blanca y cálida le
obligó a cerrar los ojos y ya no puedo ver nada más.

        Hermelinda caminaba sin rumbo. El semblante pálido y trasnochado. Marcas azuladas
debajo de los ojos y el rostro enflaquecido. El cabello descuidado, descansando sobre sus
hombros. Coloco la rosa sobre la cruz de madera con el nombre de Jacinto tallado en el centro.
Trato de llorar pero tenía los ojos secos y el espíritu desganado. El viejo árabe la consolaba con
pequeñas palmaditas en la espalda. Trataba de imaginarse a su hijo siendo ingeniero, como aquel
que había dirigido casi trescientos hombres en la construcción del embalse. Uniformado con sus
pantalones de color ocre y casco blanco. Sin embargo, lo veía vestido de rojo obscuro color
tragedia, con la sonrisa de tranquilidad y el morral tendido a su lado. << Solo quince años tenía.
Bueno, al menos había muerto como un hombre>> pensó.



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Relato de como jacinto romero se hizo hombre (ilustrado)

  • 1. Relato de Cómo Jacinto Romero se hizo hombre Por Víctor J. González Q. ILUSTRACIÓN: fragmento de El Ajenjo, 1876, Edgar Degas.
  • 2. Estaba festejando sus 15 años y la promoción al nuevo año escolar. Alegre con la voz gruesa pero de niño. Sentado junto a Hermelinda, su, madre, que hasta hace algunos días lo levantaba a la media noche para que fuese al retrete y de esa forma evitar que se orinara encima del catre. Su rostro era idéntico al de su padre cuando lo comparaba con la fotografía vieja y descolorida que tenía escondida su madre detrás del tocador de la habitación. Jacinto lamentaba no haberlo conocido pero Hermelinda le había descrito cuan buen mozo era. Le había dicho que era inteligente y que además sabia restar, lo que lo convertía en un hombre bastante cotizado en los alrededores del muelle donde se vendía el pescado, ya que tenía la habilidad de poder entregar cambio a los turistas americanos, calculando el valor del dólar y los precios del pescado. Era precisamente en ese sitio donde Hermelinda lo conoció. Él le había fijado la vista en la espalda, ella volteó al sentir el pinchazo de la mirada. Los ojos profundos y negros resaltaban por las cejas que se unían justo donde comenzaba la nariz. Se le acercó y ella temblorosa bajo la cara y observó detalladamente las sandalias que llevaba puestas. Podía sentir la respiración de José en la nuca, cerró los ojos y casi se desvaneció. El, la tomó por las manos y comenzó a caminar hacia las escaleras, debajo del muelle. Fue amor a primera vista y desde entonces se juraron fidelidad y alegría perpetua. Ella continuaba observando las sandalias mientras conversaba, se besaron y José le hizo el amor. Hermelinda temblaba y lloraba, luego reía y jadeaba. Era un choque de sensaciones que le permitió, en esos momentos, saborear los colores del crepúsculo marino. Él se levantó, le acarició la cara y le besó la frente. Se vistió y luego se marchó silbando. Ya no lo vio, sino hasta diez años más tarde cuando el forense le pidió que reconociera el cuerpo de un hombre que había muerto en una riña callejera. <<Si!, si es el>>, dijo al forense y este le entregó las pertenencias que poseía. Una billetera con dos dólares y una fotografía de él, parado en el muelle junto a un buque gasífero. <<Al menos murió como un hombre>> pensó Hermelinda. Tomó las cosas que le entregó el forense y se marchó sin lágrimas en los ojos, con el espíritu tranquilo y aliviado. Llegó a casa y escondió la fotografía detrás del tocador, se sentó ante la cómoda y comenzó a llorar. El niño Jacinto la observaba desde afuera, inexpresivo pero curioso. Cuando su madre se durmió, tomo la fotografía y entendió que se trataba de su padre. Colocó la fotografía en su lugar y no habló nunca acerca de ese hecho. Hermelinda recordaba su embarazo mientras veía a Jacinto reír cuando apagaba las velas de torta que le había preparado para su cumpleaños. Se veía a sí misma cuando su padre le echó de su casa con una bofetada. Era la culpable de que su hija arruinara el apellido Romero tan respetado por los vecinos. Entonces, prefirió recoger las ropas de su niña y colocarlas en el morral que había utilizado para su noche de bodas. Hermelinda tomo el morral y sin decir media palabra salió de la casa. Esa noche la pasó debajo del muelle, justo en el mismo lugar donde había amado a José y donde éste, le jurara amor eterno. A la mañana siguiente, se fue a la posada del pueblo y
  • 3. después de demostrar sus habilidades culinarias al dueño de la fonda, comenzó a trabajar preparando guisos y sopas a cambio de un catre en una esquina de la cocina. Así había pasado su vida y la de Jacinto, entre olores de grasa de cerdo, jamón ahumado y merengue de limón, que era su preferido. El niño fue creciendo y también había aprendido a restar. Manuel, el dueño de la posada, le había enseñado como si se tratase de su propio hijo. Sabía leer y escribir. Podía, incluso, contar los cubiertos de los comensales a la hora del mediodía y determinar cuál sería la ganancia para ese viernes. Un día, llegó un señor árabe a la posada y después de observar al joven en sus peripecias intelectuales ofreció mandarlo a la capital, para que estudiara ingeniería, costeando el mismo los gastos a cambio de algunos guisos semanales. Ella accedió y comenzó a prepararle el viaje que haría el día de su décimo quinto cumpleaños. Cuando apagó las velas, ella se le acercó y lo besó en la mejilla. Se sentía orgullosa de ver cómo había crecido su hijo y de lo buen mozo que se veía con el abrigo que Manuel le había regalado para su viaje. Ella ya le tenía dispuesta una vianda para callar el hambre en tan larga travesía. Le había preparado el merengue de limón que tanto le gustaba y en el morral, que una vez le sirvió de almohada, le colocó la camisa de algodón y los zapatos que tanto le había costado enseñarle a usar. Al sonar las campanas de la iglesia, lo acompañó hasta la estación de trenes para despedirse de él. Le entregó el morral y los dos dólares que constituían la herencia que le había dejado su padre. Lo abrazó fuertemente y dejó caer una lágrima sobre su hombro derecho. Con la voz quebrada, le dijo adiós y lo siguió con la mirada hasta el que abordo el tren. Para Jacinto era la primera vez que salía del pueblo. Lo más lejano que había llegado fue cuando Manuel le pidió que lo acompañara a la campiña para hacerse de algo de carne fresca necesaria para la preparación de los chorizos que lo habían hecho tan popular. Ahora, al ver a través de las ranuras del vagón, se sentía todo un explorador y sentado sobre la pajilla, en el piso, tomó un pedazo de merengue y lo saboreó mientras que, con las botas, corría a las vacas que se acercaban hacia el rincón donde estaba sentado. Veía el tope de los arboles pasar como en carrera tratando de alejarse de él. Recordaba como Manuel le había enseñado a contar los cubiertos, miro hacia arriba y cerró los ojos. <<Cuatrocientos noventa y tres>> pensó y los abrió. Exactamente el número de tablones que conformaban el techo del vagón de carga. Metió las manos en el morral, tomó el frasco con agua que Hermelinda le había filtrado con el cedazo para el café y se lavó las manos. Colocó el morral en el piso, se recostó, cerró los ojos y se durmió. El silbato del tren lo despertó, se asomó por una de las ranuras. Podía ver las luces de la ciudad. Había llovido y se levantaba una fina y fría cortina de humedad. Las luces se entrelazaban y deformaban la silueta de la gente que caminaba por las aceras. Era casi de medianoche pero la ciudad estaba despierta como si la gente estuviese esperando por algo sin saber de qué se trataba. El tren se detuvo en la estación principal. Jacinto se sacudió el polvo del pantalón, arregló diligentemente las cosas dentro del morral y se cambió las botas por los zapatos de salir que le regalo Manuel. Su madre le había dicho que el futuro de un hombre en la capital dependía de los zapatos que utilizara. Bajó del vagón y desde el andén, parado, casi congelado, observó la ola de personas que iba en todas direcciones. Así, estuvo de pie y sin moverse por casi media hora. La
  • 4. gente caminaba a su lado sin verlo como si fuese un objeto más de la estación de trenes. Finalmente reaccionó y empezó a caminar hacia la salida dejándose llevar por la corriente. Se paró al borde de las escalinatas de la entrada y observó alrededor. Era una ciudad viva y despierta. Las luces de neón encendían la noche. Los olores de las fritangas podían sentirse a dos kilómetros en la distancia. La gente pululaba alrededor como si todos estuviesen jugando al escondite. Se metió las manos los bolsillos para extraer el papel donde el señor árabe había escrito la dirección que se suponía debía buscar para pasar la noche y organizar su vida. << Calle diez sur, edificio Queens, piso número siete>> decía el papel que le había entregado en letras bien curvadas casi matemáticas. Volteó a la esquina izquierda y se dio cuenta que se encontraba a tan solo dos calles del lugar donde se suponía debía ir. Comenzó a caminar en ese sentido pero se detuvo frente a un local con luces llamativas y fotografías de bailarinas en la entrada. Se acercó a mirar la cartelera y un señor vestido con ropas de general se le acercó. << Adelante joven, bienvenido a la taberna Tropicana>>. Jacinto volteó y se impresionó con la chaqueta de charreteras doradas. El general sin batallón lo tomó del brazo y le hizo cruzar la puerta de la entrada. Una vez adentro, tuvo que afinar la vista para acostumbrar los ojos a la oscuridad del local. Se trataba de varias mesas dispuestas alrededor de una pista de baile. El humo de tabaco flotaba en el aire e irritaba la vista. Hacía mucho calor y Jacinto tuvo sed. Se le acercó una mesera, que al ver su rostro, sonrió. << ¿Es la primera vez que vienes?>> preguntó. Jacinto simplemente atinó a mover la cabeza en forma afirmativa. << Ven conmigo. Tal parece que te mueres de las ganas de tomar algo frio>>, le dijo ella mientras caminaba hacia la barra. Jacinto pudo detallar a la muchacha. Llevaba zapatos de tacón alto, una falda recortada hasta un poco más de arriba de las rodillas. Una blusa de algodón roja con agujeros en los costados. De las orejas colgaban unos aretes en forma de rosas del tamaño del puño de un niño. Cuando se volteó, Jacinto escudriñó su rostro. Las mejillas encendidas en rojo fuego, los labios gruesos y de un rojo carmín bastante pastoso. Ella le indicó que silla tomar y llamó al mozo encargado de las bebidas. <<Juan, prepara un B52 para mi amigo que acaba de llegar de la provincia>>. Jacinto levantó las cejas sorprendido << ¿Cómo sabes eso?>> preguntó. La muchacha se rió a carcajadas y luego, en un tono muy serio dijo; << En este trabajo hay que aprender de psicología, tienes puesto los zapatos de salir, tus pantalones están llenos de pajilla y hueles a bosta de vaca. Son pasadas las doce de la noche y el tren acaba de llegar de interior>>. Jacinto seguía sorprendido, con una sonrisa nerviosa tomó el vaso y vació su contenido en la boca. Sintió que le desgarraba la garganta como si acabara de tomar una de las sopas de Hermelinda cocida a puro fogón. Comenzó a toser y casi cae de su asiento. La joven rió a carcajadas de nuevo. << Mira que si eres nuevo en esto>> dijo. << Me llamo Celeste y tú debes ser Jacinto>>. El muchacho otra vez levantó las cejas y ella, sonriendo en un tono menos burlón, dijo << Eso dice el boleto del tren que traes en el bolsillo de la chaqueta>>. Jacinto bajó la vista y sonrió ahora con más confianza. Sentía mucho calor así que se quitó la chaqueta. Celeste llamó nuevamente al mozo de las bebidas y le indicó que le preparara otra copa a Jacinto y que sirviese un brandy para ella. Se sentó a su lado y comenzó a hablar de trivialidades; de la lluvia, el calor y de su pueblo. Jacinto oía con atención mientras ingeniería su vaso de licor.
  • 5. Minutos después, se vio a sí mismo en la pista de baile con Celeste, se sentía enamorado, no sabía cómo decirle que el corazón le palpitaba, que la garganta la sentía seca, que le temblaban las piernas y que tenía frio en el estómago. Ella lo abrazó obligándolo a moverse al compás de la música. Él se apoyó en su pecho y pudo sentir su perfume. Era dulzón. Le recordaba el almíbar que le preparaba Hermelinda después de haber trabajado atendiendo a los comensales. Celeste le dio varias vueltas alrededor de la pista. Se sentía mareado y con el estómago revuelto. Ella lo vio pálido y sin fuerzas. Lo tomó de la mano, caminando poco a poco, lo subió por las escaleras hasta la pieza que le correspondía. Allí Jacinto se recostó en el catre. El mundo giraba a su alrededor. Atinó a ver un cubo de agua en una esquina, una cómoda con bombillos que no funcionaban y recortes de revistas a color pegadas en las paredes. Puso el pie derecho en el piso y las cosas dejaron de girar. Celeste se desvistió y el apenado, cerró los ojos. Solo oía la música debajo del catre y el sonar del agua cayendo dentro del balde. Sintió luego como las manos de Celeste, frías pero cariñosas, le desvestían. Primero la camisa, luego los zapatos y el pantalón. Las piernas le temblaban, los dientes no dejaban de chocar como si estuviese en la montaña en una noche de invierno. De pronto Celeste se acostó encima de él. Podía tocarla pero no sentía su peso. Abrió los ojos y colocó la cara en sus pechos como niño hambriento. Celeste comenzó a moverse, susurrándole palabras al oído que Jacinto no entendía por el desarrollo de tales acontecimientos. Ella, muy profesional pero tierna, le hizo saborear sensaciones nuevas. Algo en sus entrañas revoloteaba y le causaba cosquilleo. De pronto explotó en un sinfín de colores. Veía destellos de luces en cada rincón de la habitación. Podía tocarse una sonrisa que el mismo no había esbozado. La cabeza oscilaba sobre su cuerpo, flácida, sin fuerzas. Cerró los ojos y durmió. Después de varias horas, abrió los ojos y miró a su alrededor, el cubo de agua, la cómoda y los recortes de revistas estaban en el mismo lugar. Podía sentir el sabor amargo de la resaca en su boca. Tenía un inmenso dolor de cabeza y el cuerpo respondía lentamente a las órdenes de su mente. Se incorporó del catre, recogió sus ropas y se vistió. Tomo el morral y reviso su contenido. Los dos dólares, el resto del merengue y el agua filtrada habían desaparecido. Su chaqueta no la conseguía, ni siquiera recordaba donde la había colocado. Salió de la habitación lentamente y bajó las escaleras. La música chocaba en sus oídos, ya no era melodiosa y le molestaba. Miro a su alrededor tratando de ubicar a Celeste. No la pudo conseguir. Se acercó a la barra y le preguntó al mozo, que casi lo había aniquilado con sus brebajes, si había visto a Celeste. << Ellas entran y salen>> dijo y se volteó a preparar otro trago. Jacinto adolorido pero molesto, se le volvió a acercar y esta vez gritó << ¿Dónde está Celeste? >>. La música bajó de intensidad y la gente volteó hacia la barra. En ese momento un hombre que más bien le parecía un gorila, se le acercó. <<Joven, por favor, abandone este local >> le dijo con voz autoritaria. Jacinto le dio la espalda al hombre. << ¡Celeste! >> volvió a gritar. Sintió que se le movía el piso y al caer, golpeó su cabeza contra el bar. Pudo percibir, en la comisura de los labios, el sabor metálico de su propia sangre. Se levantó del piso y corrió como un toro persiguiendo a su matador potencial. El hombre lo esquivó y volvió a parar al piso. Se incorporó tambaleante y al apoyarse en la barra, tomó una de las botellas que a medio vaciar
  • 6. estaban en el extremo izquierdo. Arremetió otra vez contra el hombre con el brazo levantado, moviendo la botella cual banderín de batallas. El destello de algo metálico lo cegó por unos segundos justo cuando bajaba el brazo. Dejo caer la botella y sintió una sensación de calor en el costado izquierdo. Pudo ver, sin abrir los ojos, cuando consiguió la fotografía de su padre. Se pudo ver así mismo estudiando con el viejo Manuel, saboreando los guisos de Hermelinda y la veía llorar sentada en el catre. Sonrió al ver a sus amigos saltar hacia el embalse de agua. Podía verles la planta de los pies desde el aire. Levantó la cara. Una luz de intensidad tremenda, blanca y cálida le obligó a cerrar los ojos y ya no puedo ver nada más. Hermelinda caminaba sin rumbo. El semblante pálido y trasnochado. Marcas azuladas debajo de los ojos y el rostro enflaquecido. El cabello descuidado, descansando sobre sus hombros. Coloco la rosa sobre la cruz de madera con el nombre de Jacinto tallado en el centro. Trato de llorar pero tenía los ojos secos y el espíritu desganado. El viejo árabe la consolaba con pequeñas palmaditas en la espalda. Trataba de imaginarse a su hijo siendo ingeniero, como aquel que había dirigido casi trescientos hombres en la construcción del embalse. Uniformado con sus pantalones de color ocre y casco blanco. Sin embargo, lo veía vestido de rojo obscuro color tragedia, con la sonrisa de tranquilidad y el morral tendido a su lado. << Solo quince años tenía. Bueno, al menos había muerto como un hombre>> pensó. <<< F I N >>>