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Año: 8, Abril 1966 No. 123
Derecho y ley
Por Friedrich August von Hayek
El derecho protege la libertad: las
leyes la matan
Equivocaciones acerca del estado jurídico
Cien años constituyen un largo período,
aun en la historia de nuestra cultura
occidental. Las transformaciones
ocurridas durante los últimos cien años no
fueron quizás de tanta magnitud como los
que tuvieron lugar en los inmediatamente
anteriores, pero en algunos aspectos han
sido ciertamente de repercusiones
mayores de lo que habríamos deseado. La
fundación de la Cámara de Industria y
Comercio de Dortmund se llevó a cabo en
el instante florido del liberalismo europeo
y especialmente del alemán. Su
decadencia era incontrovertible veinte
años más tarde. Los siguientes cincuenta
años condujeron directamente a un
totalitarismo especialmente funesto para
el pueblo alemán. Pero si Alemania,
entonces, se adeantó al occidente, en
general, en este tan aciago desarrollo, a
finales del siglo tiene ciertamente una de
las más liberales constituciones y uno de
los más libres órdenes económicos del
mundo. Ese fue uno de los más notables
recomienzos que conozca la historia, y el
afortunado de lo que cualquiera hubiese
osado pronosticar hace catorce años. Pero
¿podríamos esperar con razón haber
asegurado la existencia de una sociedad
de hombres libres? ¿O, al menos, saber
cuáles son los inviolables requisitos que
van a proteger tal orden de un nuevo
socavamiento paulatino?
experimento sigue siendo mucho más
La ley orgánica dio un paso denodado
No creado sino hallado
La idea de libertad bajo el derecho, en los
cuando declaró como Estado jurídico a la
República Federal -aun si calificó tal
denominación con la maleable palabra
«social». Pero, ¿constituye
verdaderamente el Estado Jurídico, tal
como se entiende hoy, una protección
suficiente para la libertad personal? Creo
que en todo caso se remonta a viejos
conceptos que habrían podido significar
una tal protección, pero no que esa
función pueda ser llenada por la noción
hoy predominante de lo que es Estado
jurídico. La causa es la de que ya no
logramos distinguir entre derecho y ley;
que lo que llamamos Estado jurídico no
es más que un Estado de leyes.
2,500 años que han transcurrido desde
que los antiguos griegos la concibieron,
se ha conservado permanentemente sólo
entre los pueblos que tomaron el derecho,
no como la voluntad de ciertas personas,
sino como el resultado de un proceso
impersonal. Ni la Atenas clásica, la Roma
Republicana, la postrera Edad Media, los
Países Bajos del siglo XVII o la
Inglaterra del XVIII, conocieron una
legislación que, según el sentido
moderno, pudiese arbitrariamente
transformar el derecho de determinar las
relaciones de los hombres entre sí o con
el gobierno. Sus corporaciones
legislativas regían la conducción de los
negocios del Estado y la administración
de los medios confiados al gobierno. Pero
el derecho que limitaba la libre esfera del
individuo y fijaba las condiciones bajo las
cuales él podía ser obligado a algo,
emanaba, no de la caprichosa decisión de
algunos hombres o de una mayoría, sino
de una sala de juristas que, como jueces o
legistas, creían no crear el derecho sino
encontrarlo.
Nunca órdenes concretas
Tal vínculo de la creación del derecho al
Es de suma importancia llegar a tener
El olvidado concepto jurídico de la
Pero law fue, sobre todo para John Locke
prejuicio judicial o al trabajo del
jurisconsulto, tiene serias desventajas que
han conducido a que este trabajo haya
tenido que ser complementado por
legislación exprofeso y, a menudo,
especialmente en el continente europeo,
totalmente suplantado por ella. Ese lazo
hace casi imposible o extraordinariamente
difícil la corrección de un
desenvolvimiento reconocido erróneo del
derecho y, puesto que está supeditado a
un desarrollo gradual, dificulta, además
excepcionalmente, la regulación de
circunstancias completamente nuevas.
Pero el mismo nexo denota, además, una
inmensa ventaja: el derecho que de él
emana puede constar únicamente de
normas abstractas generales y nunca
contiene órdenes concretas. Precisamente
el que estas normas no sean generalmente
expresadas por medio de palabras, sino
que existan implícitas en el conjunto de
los juicios anteriores, significaba que,
como derecho, el juez reconocía
solamente reglas globales de justicia y no
órdenes de algún soberano o de una
corporación representativa.
claridad respecto a esto: todos los grandes
pensadores políticos que vieron la esencia
de la libertad en que el individuo esté
sujeto solamente a la ley y no a la
voluntad de un gobernante, comprendían
como la ley no todo lo que una
corporación legislativa había decidido,
sino exclusivamente aquellas normas
generales de justicia, originadas de la
tradición de la administración de la
misma y del trabajo de los jurisconsultos.
La asamblea popular en la Atenas de
Pericles no estaba ni siquiera investida
del derecho a cambiar el nomos -eso era
reservado a nomotetas especiales- y podía
solamente promulgar psefismata,
ordenanzas. Cuando Cicerón escribía:
«omnes legum servi summus, ut liberi
esse possumus» (todos somos servidores
de la ley para que podamos ser libres), se
refería, no a las decisiones legislativas,
sino al jus, derecho, que se había ido
desarrollando lentamente. (Se ha dicho
con razón que la traducción ciceroniana
de nomos por lex, en cambio de jus, fue
tan desafortunada como el reemplazo del
concepto del imperio del derecho por el
de la ley.
Common Law
y los demás teóricos ingleses de la
libertad del siglo XVIII, a quienes
debemos la reanimación del ideario
clásico, exclusivamente el derecho de la
common law; este derecho, de acuerdo
con su naturaleza, podía constar
únicamente de reglas generales que
podían ser extraídas de los juicios
previos. Todos estos decisivos conceptos
del ideal clásico: the rule of law, the
government of Iaw not of men or of wiIl
y the government under the Iaw, se
refieren a ese concepto jurídico y poseen
sentido únicamente cuando los
relacionamos al mismo, pero no cuando,
en el sentido moderno, traducimos law
como ley. Éstas son las nociones de las
cuales se deriva el Estado jurídico del
liberalismo continental.
Desafortunadamente, sin embargo, aquél
ha suplantado la idea de derecho por la
ley, que, a su vez, llegó pronto a abarcar
todo lo que podía decidir una corporación
legislativa, o sea, más que el derecho en
su acepción original.
Igualmente imperativo para todos
Antes de continuar la consideración de
Al respecto, debo, en primer lugar,
Ahora bien, el ideal clásico de rule of Iaw
En tanto que el Estado administre los
los efectos de este trastrocamiento de
conceptos, permítaseme demostrar con
qué larga eficacia the rule of law, el
dominio del derecho, como era entendido
originalmente, protegía la libertad
personal, y preguntar a la vez si ese
dominio restringía injustamente la
actividad del Estado en sus funciones
legitimas.
circunscribir más exactamente el carácter
del precepto jurídico en el sentido más
estricto, en el cual representa sólo una
pequeña parte de lo que la ley puede ser.
En el fondo, comprende lo que
conocemos como derecho civil y penal,
pero incluye totalmente el resto del
derecho público, especialmente las ramas
política y administrativa, así como la
procesal. Preceptos jurídicos representan,
en este sentido, reglas de conducta
vigentes en medida igual no sólo para
todos los ciudadanos, sino también para
el Estado. Son generales y abstractas en el
sentido de que no denominan, ni
personas, ni momento o lugares
determinados, y de que, en efecto, los
alcances de su acción sobre determinadas
personas conocidas no son previsibles. Se
refieren únicamente a la conducta de las
personas con respecto a las demás -y al
Estado-, pero no a su esfera privada. Lo
mismo ha sido también expresado,
afirmando que tales nociones sirven para
delimitar dicha esfera y protegerla contra
todo, aun contra el Estado.
o de government under the law, de donde
se deriva el concepto legal continental,
reza que el ciudadano particular puede ser
compelido a algo, solamente cuando esto
resulte de normas de justicias tales que
rijan para todos. La autoridad compulsiva
del Estado está circunscrita a la
imposición de esas normas y en su
empleo no hay criterio libre. Esto no
quiere decir, ni que el Estado está
limitado a la imposición del derecho, ni
restringido por preceptos jurídicos en sus
demás funciones. Meramente sobre el
ciudadano particular no tiene ningún otro
poder que el de asegurar el acatamiento
de preceptos jurídicos generales.
medios a él confiados o todo el aparato
estatal material y personal, no necesita ni
debe estar atado de tal modo. En esto
queremos también que se guíe por normas
-y, en el día presente, que también éstas
sean determinadas democráticamente. Y
llamamos también leyes a estos cánones
para la organización del Estado y las
órdenes que recibe de la representación
popular. Sin embargo, son algo
completamente diferente de las normas
jurídicas generales, vigentes para cada
cual, las que hoy fijamos o cambiamos
igualmente por medio de leyes.
Libertad bajo preceptos jurídicos de
carácter general significaría, en efecto,
que el ciudadano particular no tendría que
obedecer a la voluntad de nadie, sino
exclusivamente a códigos abstractos que
constarían esencialmente de prohibiciones
que les impedirían inmiscuirse en la
igualmente protegida esfera de otros.
Puesto que estas normas rigen lo mismo
para todos -también, y especialmente para
los legisladores y autoridades del Estado--
y en vista de que se refieren únicamente a
acciones que respectan a otros, es
sumamente improbable que la libertad
sufra nunca un menoscabo injusto por su
culpa. Representaría reglas de juego que,
en mayor o menor medida, podrían ser
convenientes, pero que nunca osarían
prohibir a nadie algo que es permitido a
otro en igualdad de circunstancias. Bien
podrían vedar globalmente ciertos
procederes -como métodos peligrosos de
producción- o autorizarlos solamente bajo
ciertos requisitos. Lo que si excluyen es
toda clase de privilegios o discriminación
fomentados por el Estado. Ofrecerían un
marco igual para todos, dentro del cual
cada persona sabe que puede conducirse
lo mismo que cualquier otra.
Cuándo pueden ser independientes
los jueces
Naturalmente existen también principios
generales de conducta que podrían
representar una seria restricción de la
libertad personal. La necesidad universal
de una determinada observancia religiosa
es, al respecto, el ejemplo históricamente
más importante. Pero, si tales normas sólo
atañen al proceder que tiene efectos sobre
otros, y, si para desconocidos casos
futuros están estructuradas de tal modo
que sean tan válidas para quienes las
decretan, como para todos los demás, es
entonces difícil advertir en decretar
normas verdaderamente generales que por
otros serian recibidas como grave
coartación de su libertad. La mejor señal
de que se trata de tales normas es la de
que la decisión respecto a si una
determinada compulsión es o no
permisible, puede ser completamente
cedida a un juez independiente que no
requiere saber nada acerca de las
intenciones y fines de la autoridad.
Supuesta y genuina intervención
Casi todos los objetivos legítimos de la
política económica y social se dejan
alcanzar mediante tales preceptos -
aunque, algunas veces, quizás sólo más
incompleta, lenta y complicadamente que
mediante órdenes especificas. Así, por
ejemplo, pueden ser logrados
prácticamente todos los objetivos de la
legislación laboral fabril, la sanidad y
similares disposiciones de seguridad
social. Es engañoso hablar de
«intervenciones» al referirse al cuadro de
tales preceptos, dentro del cual el
individuo puede aun decidir libremente y
nunca depende del consentimiento de una
autoridad. Ninguno de los grandes
teóricos de la autonomía económica lo
habría hecho: libertad, para todos ellos,
fue siempre freedom under the law.
Bien diferentes son las cosas respecto a
las intervenciones auténticas, de las
cuales la moderna política económica se
sirve en medida tan abundante. Fijaciones
de precios, cortapisas a las cantidades,
barreras a la autorización de profesiones y
oficios, son disposiciones que no pueden
ser aplicadas exclusivamente según reglas
inmutables con vigor colectivo. Todas
requieren que la autoridad permita a unos
lo que a otros niegan. Sería, por lo tanto,
impermisible en un sistema que admitiese
el empleo de la compulsión solamente de
acuerdo a guías globales. Al respecto, es
completamente indiferente el que la ley
misma adopte la forma de una orden
específica y sea por ende indispensable
discriminatoria, o el que, como es regla,
faculte a una autoridad para que lo haga.
Si hemos olvidado a reconocer la
diferencia entre leyes de esta clase y las
que constituyen genuinos preceptos de
justicia, se debe atribuir principalmente a
la circunstancia de que inquirimos más
por la fuente de la autoridad que por el
contenido de la norma. A esto se ha
llegado porque hemos encomendado a los
legisladores muchas decisiones que nada
tienen que ver con el decreto de cánones
jurídicos.
La ley está bajo el derecho
El Estado, además, tiene muchas otras
tareas fuera de la de obligar a los
ciudadanos a guardar ciertas leyes de
justicia. Pero no solamente con ese fin,
sino también con el de garantizar todos
los múltiples servicios que nos presta,
requiere un vasto aparato material y
personal, cuya organización y
administración es dirigida también por la
legislación. Las disposiciones de que ésta
se vale con tal objeto, son llamadas
también leyes, leyes que constituyen la
gran mayoría de las resoluciones que
competen hoy a las corporaciones
legislativas. Pero el 95 por ciento de las
mismas no tiene nada absolutamente que
ver con normas jurídicas como pautas de
conducta cabal.
Toda orden tolera ser investida de la
calidad de leyes como aquéllas. Y, si la
ley pudo una vez ser vista como el mejor
amparo de la libertad, por cuanto
expresaba primordialmente una regla
general de justicia, hoy se ha
transformado en uno de los medios más
eficaces para suprimirla. Pero quién va a
entender hoy la sentencia pronunciada
hace justamente cuarenta años por un
gran maestro del derecho: «Sagrada no es
la ley. Sagrado es únicamente el derecho.
Y la ley está bajo el derecho». (Heinrich
Triepel).
Si se distinguiese entre verdaderas
normas de justicia y otras leyes,
podríamos entonces limitar toda
compulsión a la imposición de preceptos
de la primera categoría. Tampoco
necesitaríamos una lista de derechos
individuales especialmente
salvaguardados, sino únicamente el
fundamental derecho del individuo,
verdaderamente esencia del Estado
jurídico: «Compulsión debe ser empleada
solamente en caso y en forma tales que se
infieran -de los preceptos abstractos
generales vigentes en medida igual para
todos los ciudadanos y el Estado y sus
organismos».
Reglas y órdenes derivadas de una
misma fuente
La dificultad que se opone a la realización
de esta idea no es, como podría creerse en
un principio, la de que el poder ejecutivo
podría así ser cohibido
impertinentemente. Reside
principalmente en que hemos
desaprendido a distinguir entre
verdaderas reglas jurídicas, en el sentido
de normas de justicia y todas las muchas
órdenes promulgadas en forma de leyes.
Nunca evitaremos este funesto entrevero
de dos conceptos fundamentales distintos,
en tanto la sanción de las primeras y el
decreto de las segundas competen al
mismo cuerpo «legislativo».
No albergo la intención de despojar de
una u otra prerrogativa a la representación
popular. Creo en la democracia, y existen
muchos motivos por los cuales aparece
loable que, tanto la precepción jurídica,
como la conducción de los negocios del
Estado, reposen en el criterio de una
representación democrática. Pero eso no
constituye razón en absoluto para
encomendar tan diversos cometidos a la
misma asamblea. El ideal del government
under the law puede ser logrado tan sólo
cuando la representación popular rectora
de la actividad gubernamental esté
también supeditada a pautas que no
puedan ser modificadas por ella, sino
determinadas por otra corporación
democrática que fije en cierto modo los
principios de prolongada vigencia.
A esta amalgama de los dos conceptos
legales se llegó debido a que las
corporaciones, que una vez debían
solamente aprobar una nueva concepción
de preceptos jurídicos, trataron de
acumular más y más tareas en su esfera
de influencia y exigían especialmente ser
consultadas acerca de la administración
de los medios puestos a la disposición del
gobierno. Pero un «legislativo» único
puede desempeñar a cabalidad esta doble
función, tan poco como una persona que
pretendiese simultáneamente tomar
decisiones prácticas y determinar las
normas morales que debería acatar al
respecto. El individuo dejaría así de ser
un ente moral, para convertirse
completamente en uno dominado por
propósitos momentáneos. Algo muy
similar ha ocurrido con los parlamentos
modernos. Ya que pueden adoptar tanto
disposiciones concretas, como decretar
normas generales, en sus medidas
tampoco son restringidos por canon
alguno. Son omnipotentes, y el ideal de la
distribución de la autoridad, que debería
asegurar la libertad individual, haciendo
que la persona fuese compelida
meramente a la observancia de reglas
cuyo decreto se tenía como atribución del
legislador, fue destrozado debido a que
este último podía promulgar o autorizar
también órdenes especiales de cualquier
clase. Cada una de sus decisiones fue
investida de la dignidad de precepto
jurídico, aun si nada tenía en común con
la justicia.
Separar las funciones
¿Es verdaderamente necesario que la
misma corporación ejerza ambas
funciones? ¿No nos brinda el sistema
bicameral existente en la mayoría de los
países, un sencillo instrumento para
separar ambos cometidos? Desde el punto
de vista histórico, se habría podido llegar
fácilmente a un tal estado de cosas. Algo
así se habría originado si al tiempo en
que, en Inglaterra, la House of Commons
logró autoridad exclusiva sobre las
finanzas estatales y, por ende, sobre la
conducción de los negocios del gobierno,
la House of Lords hubiese exigido el
poder exclusivo de efectuar
transformaciones en el derecho vigente.
Tendríamos así una verdadera asamblea
preceptuante del derecho, cuyas normas
obligarían, tanto al ciudadano particular
como al gobierno, y a la representación
popular instructora de este último.
Una delimitación tal de las funciones de
dos asambleas representativas requeriría,
naturalmente, un potente tribunal
constitucional, que contuviese a cada una
de ellas dentro de los límites trazados por
la constitución y determinase
especialmente, caso por caso, lo que es
una verdadera regla de justicia y lo que
constituye apenas una ordenanza
organizatoria de la administración, o algo
semejante. Para que una circunscripción
tal fuese eficiente, debería presuponer
también que ambas cámaras fuesen
elegidas conforme a diferentes principios
democráticos y que su composición, por
lo tanto, no fuese normalmente la misma.
La preceptuante del derecho debería ser
una corporación estable, elegida para
largos períodos y cuyos miembros serían
reemplazados paulatinamente y no serían
reelegibles después de un prolongado
tiempo de servicios. Pienso, por ejemplo,
que los electores de cuarenta años
delegarían anualmente representantes de
su medio, para un período de quince años,
para que así un quinceavo de sus
integrantes pudiese ser reemplazado cada
año. A los diputados salientes no les haría
reelegibles, como he dicho, pero les
aseguraría un empleo remunerado como
jueces durante otros tres lustros, de tal
modo que fuesen verdaderamente
independientes de organizaciones
partidarias.
La asamblea gubernamental, por el
contrario, que se ocuparía esencialmente
en tareas de corto plazo, podría tener la
conformación de los parlamentos actuales
y sería solamente de indicarse -hoy es
muy frecuente el caso-- que el gobierno
mismo sería simplemente una comisión
de la corporación (o de su mayoría).
Gobierno y asamblea gubernamental
estarían entonces supeditadas a normas
jurídicas fijadas por la otra cámara; serían
ambos representantes del poder ejecutivo
y así tendríamos nuevamente una
verdadera repartición de la autoridad y un
gobierno sometido realmente al derecho.
Permítaseme aun ilustrar con un ejemplo,
cómo se coordinaría la actividad de
ambas corporaciones. La segunda cámara,
a la que he denominado la asamblea
gubernamental, tendría poder
exclusivamente sobre la determinación de
los gastos del Estado. El presupuesto es
quizá la ley más característica, la que
menos tiene que ver con preceptos
jurídicos. Podría, incluso, de año en año
determinar la suma que debe ser
recaudada por conceptos de impuestos y
otros. Por la clave conforme a la cual
serían repartidos estos gravámenes, la
porción que compulsoriamente podría ser
tomada a cada ciudadano tendría que ser
determinada en forma de un precepto
jurídico general por la asamblea
preceptuante del derecho. Difícilmente
puedo imaginarme una regulación más
provechosa que la de quienes deciden
sobre la suma global de los gastos
estatales sepan que cada desembolso
adicional tiene que ser pagado por ellos y
sus mandatarios, con arreglo a una tarifa
inmodificable por ellos mismos.
Los objetivos desalojan al derecho
No es éste el lugar para seguirse
refiriendo a los detalles de una
constitución tal, que por primera vez
convertiría en realidad el ideal del Estado
jurídico. Quiero solamente agregar que,
mientras más me ocupo en esta idea,
bosquejada inicialmente sólo como
experimento mental, más digna me parece
de seria consideración. Acaso pueda aún,
para concluir, compendiar el principio
que le serviría de base, mediante las
agudas expresiones que al respecto oí
recientemente de mi colega londinense, el
profesor Michael Oakeshott. Él distingue
entre el ideal de una sociedad
nomocrática en la cual rigen solamente
reglas jurídicas generales, y el hecho de
una telecrática que compele al individuo a
servir a determinados fines señalados por
el gobierno y que se caracteriza cada vez
más. El telos, o la conveniencia, desaloja
siempre más al nomos o el derecho.
¿Podemos contener aún este proceso y
salvar la libertad personal si, como los
antiguos atenienses, confiamos todas las
modificaciones del derecho (a las cuales
puede ser obligado el particular) a
nomotetas especiales y sometamos del
todo los igualmente elegidos telotetas, si
se me permite conformar tal expresión,
facultados para administrar
metódicamente los medios encomendados
al gobierno, a los nomos fijados por los
primeros? No creo que, sin un cambio tal
de nuestras instituciones, podamos
detener o hacer retroceder este ya tan
avanzado desenvolvimiento. La solución
que hemos insinuado posibilitaría a la vez
la creación paulatina de un orden
supranacional, en el que todos los
gobiernos nacionales empeñados en la
coronación de metas concretas, estuviesen
así subordinados a normas iguales que al
mismo tiempo protegiesen a los
ciudadanos de la arbitrariedad de sus
gobernantes.
«¿Cuál fue el camino seguido hasta
alcanzar nuestra actual situación? ¿Cuál,
la forma de gobierno a cuyo calor creció
nuestra grandeza? ¿Cuáles, las
costumbres nacionales de las que
surgió?... Si miramos a las leyes, veremos
que proporcionan a todo igual justicia en
los litigios... La libertad de que
disfrutamos en la esfera se extiende
también a la vida ordinaria... Sin
embargo, esas facilidades en las
relaciones privadas no nos convierten en
ciudadanos sin ley. La principal
salvaguardia contra tal temor radica en
obedecer a los magistrados y a las leyes -
-sobre todo en orden a la protección de
los ofendidos-- tanto si se hallan
recopiladas, como si pertenecen a ese
código que, aun cuando no ha sido
escrito, no se puede infringir sin incurrir
en flagrante infamia.»Pericles
El Centro de Estudios Económico-
Sociales, CEES, fue fundado en 1959. Es
una entidad privada, cultural y académica
, cuyos fines son sin afan de lucro,
apoliticos y no religiosos. Con sus
publicaciones contribuye al estudio de los
problemas económico-sociales y de sus
soluciones, y a difundir la filosofia de la
libertad.
Apto. Postal 652, Guatemala, Guatemala
correo electrónico: cees@cees.org.gt
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Friedrich hayek derecho y ley

  • 1. Año: 8, Abril 1966 No. 123 Derecho y ley Por Friedrich August von Hayek El derecho protege la libertad: las leyes la matan Equivocaciones acerca del estado jurídico Cien años constituyen un largo período, aun en la historia de nuestra cultura occidental. Las transformaciones ocurridas durante los últimos cien años no fueron quizás de tanta magnitud como los que tuvieron lugar en los inmediatamente anteriores, pero en algunos aspectos han sido ciertamente de repercusiones mayores de lo que habríamos deseado. La fundación de la Cámara de Industria y Comercio de Dortmund se llevó a cabo en el instante florido del liberalismo europeo y especialmente del alemán. Su decadencia era incontrovertible veinte años más tarde. Los siguientes cincuenta años condujeron directamente a un totalitarismo especialmente funesto para el pueblo alemán. Pero si Alemania, entonces, se adeantó al occidente, en general, en este tan aciago desarrollo, a finales del siglo tiene ciertamente una de las más liberales constituciones y uno de los más libres órdenes económicos del mundo. Ese fue uno de los más notables recomienzos que conozca la historia, y el afortunado de lo que cualquiera hubiese osado pronosticar hace catorce años. Pero ¿podríamos esperar con razón haber asegurado la existencia de una sociedad de hombres libres? ¿O, al menos, saber cuáles son los inviolables requisitos que van a proteger tal orden de un nuevo socavamiento paulatino? experimento sigue siendo mucho más La ley orgánica dio un paso denodado No creado sino hallado La idea de libertad bajo el derecho, en los cuando declaró como Estado jurídico a la República Federal -aun si calificó tal denominación con la maleable palabra «social». Pero, ¿constituye verdaderamente el Estado Jurídico, tal como se entiende hoy, una protección suficiente para la libertad personal? Creo que en todo caso se remonta a viejos conceptos que habrían podido significar una tal protección, pero no que esa función pueda ser llenada por la noción hoy predominante de lo que es Estado jurídico. La causa es la de que ya no logramos distinguir entre derecho y ley; que lo que llamamos Estado jurídico no es más que un Estado de leyes. 2,500 años que han transcurrido desde que los antiguos griegos la concibieron, se ha conservado permanentemente sólo entre los pueblos que tomaron el derecho, no como la voluntad de ciertas personas, sino como el resultado de un proceso impersonal. Ni la Atenas clásica, la Roma Republicana, la postrera Edad Media, los
  • 2. Países Bajos del siglo XVII o la Inglaterra del XVIII, conocieron una legislación que, según el sentido moderno, pudiese arbitrariamente transformar el derecho de determinar las relaciones de los hombres entre sí o con el gobierno. Sus corporaciones legislativas regían la conducción de los negocios del Estado y la administración de los medios confiados al gobierno. Pero el derecho que limitaba la libre esfera del individuo y fijaba las condiciones bajo las cuales él podía ser obligado a algo, emanaba, no de la caprichosa decisión de algunos hombres o de una mayoría, sino de una sala de juristas que, como jueces o legistas, creían no crear el derecho sino encontrarlo. Nunca órdenes concretas Tal vínculo de la creación del derecho al Es de suma importancia llegar a tener El olvidado concepto jurídico de la Pero law fue, sobre todo para John Locke prejuicio judicial o al trabajo del jurisconsulto, tiene serias desventajas que han conducido a que este trabajo haya tenido que ser complementado por legislación exprofeso y, a menudo, especialmente en el continente europeo, totalmente suplantado por ella. Ese lazo hace casi imposible o extraordinariamente difícil la corrección de un desenvolvimiento reconocido erróneo del derecho y, puesto que está supeditado a un desarrollo gradual, dificulta, además excepcionalmente, la regulación de circunstancias completamente nuevas. Pero el mismo nexo denota, además, una inmensa ventaja: el derecho que de él emana puede constar únicamente de normas abstractas generales y nunca contiene órdenes concretas. Precisamente el que estas normas no sean generalmente expresadas por medio de palabras, sino que existan implícitas en el conjunto de los juicios anteriores, significaba que, como derecho, el juez reconocía solamente reglas globales de justicia y no órdenes de algún soberano o de una corporación representativa. claridad respecto a esto: todos los grandes pensadores políticos que vieron la esencia de la libertad en que el individuo esté sujeto solamente a la ley y no a la voluntad de un gobernante, comprendían como la ley no todo lo que una corporación legislativa había decidido, sino exclusivamente aquellas normas generales de justicia, originadas de la tradición de la administración de la misma y del trabajo de los jurisconsultos. La asamblea popular en la Atenas de Pericles no estaba ni siquiera investida del derecho a cambiar el nomos -eso era reservado a nomotetas especiales- y podía solamente promulgar psefismata, ordenanzas. Cuando Cicerón escribía: «omnes legum servi summus, ut liberi esse possumus» (todos somos servidores de la ley para que podamos ser libres), se refería, no a las decisiones legislativas, sino al jus, derecho, que se había ido desarrollando lentamente. (Se ha dicho con razón que la traducción ciceroniana de nomos por lex, en cambio de jus, fue tan desafortunada como el reemplazo del concepto del imperio del derecho por el de la ley. Common Law y los demás teóricos ingleses de la libertad del siglo XVIII, a quienes debemos la reanimación del ideario clásico, exclusivamente el derecho de la common law; este derecho, de acuerdo con su naturaleza, podía constar únicamente de reglas generales que podían ser extraídas de los juicios
  • 3. previos. Todos estos decisivos conceptos del ideal clásico: the rule of law, the government of Iaw not of men or of wiIl y the government under the Iaw, se refieren a ese concepto jurídico y poseen sentido únicamente cuando los relacionamos al mismo, pero no cuando, en el sentido moderno, traducimos law como ley. Éstas son las nociones de las cuales se deriva el Estado jurídico del liberalismo continental. Desafortunadamente, sin embargo, aquél ha suplantado la idea de derecho por la ley, que, a su vez, llegó pronto a abarcar todo lo que podía decidir una corporación legislativa, o sea, más que el derecho en su acepción original. Igualmente imperativo para todos Antes de continuar la consideración de Al respecto, debo, en primer lugar, Ahora bien, el ideal clásico de rule of Iaw En tanto que el Estado administre los los efectos de este trastrocamiento de conceptos, permítaseme demostrar con qué larga eficacia the rule of law, el dominio del derecho, como era entendido originalmente, protegía la libertad personal, y preguntar a la vez si ese dominio restringía injustamente la actividad del Estado en sus funciones legitimas. circunscribir más exactamente el carácter del precepto jurídico en el sentido más estricto, en el cual representa sólo una pequeña parte de lo que la ley puede ser. En el fondo, comprende lo que conocemos como derecho civil y penal, pero incluye totalmente el resto del derecho público, especialmente las ramas política y administrativa, así como la procesal. Preceptos jurídicos representan, en este sentido, reglas de conducta vigentes en medida igual no sólo para todos los ciudadanos, sino también para el Estado. Son generales y abstractas en el sentido de que no denominan, ni personas, ni momento o lugares determinados, y de que, en efecto, los alcances de su acción sobre determinadas personas conocidas no son previsibles. Se refieren únicamente a la conducta de las personas con respecto a las demás -y al Estado-, pero no a su esfera privada. Lo mismo ha sido también expresado, afirmando que tales nociones sirven para delimitar dicha esfera y protegerla contra todo, aun contra el Estado. o de government under the law, de donde se deriva el concepto legal continental, reza que el ciudadano particular puede ser compelido a algo, solamente cuando esto resulte de normas de justicias tales que rijan para todos. La autoridad compulsiva del Estado está circunscrita a la imposición de esas normas y en su empleo no hay criterio libre. Esto no quiere decir, ni que el Estado está limitado a la imposición del derecho, ni restringido por preceptos jurídicos en sus demás funciones. Meramente sobre el ciudadano particular no tiene ningún otro poder que el de asegurar el acatamiento de preceptos jurídicos generales. medios a él confiados o todo el aparato estatal material y personal, no necesita ni debe estar atado de tal modo. En esto queremos también que se guíe por normas -y, en el día presente, que también éstas sean determinadas democráticamente. Y llamamos también leyes a estos cánones para la organización del Estado y las órdenes que recibe de la representación popular. Sin embargo, son algo completamente diferente de las normas jurídicas generales, vigentes para cada cual, las que hoy fijamos o cambiamos igualmente por medio de leyes.
  • 4. Libertad bajo preceptos jurídicos de carácter general significaría, en efecto, que el ciudadano particular no tendría que obedecer a la voluntad de nadie, sino exclusivamente a códigos abstractos que constarían esencialmente de prohibiciones que les impedirían inmiscuirse en la igualmente protegida esfera de otros. Puesto que estas normas rigen lo mismo para todos -también, y especialmente para los legisladores y autoridades del Estado-- y en vista de que se refieren únicamente a acciones que respectan a otros, es sumamente improbable que la libertad sufra nunca un menoscabo injusto por su culpa. Representaría reglas de juego que, en mayor o menor medida, podrían ser convenientes, pero que nunca osarían prohibir a nadie algo que es permitido a otro en igualdad de circunstancias. Bien podrían vedar globalmente ciertos procederes -como métodos peligrosos de producción- o autorizarlos solamente bajo ciertos requisitos. Lo que si excluyen es toda clase de privilegios o discriminación fomentados por el Estado. Ofrecerían un marco igual para todos, dentro del cual cada persona sabe que puede conducirse lo mismo que cualquier otra. Cuándo pueden ser independientes los jueces Naturalmente existen también principios generales de conducta que podrían representar una seria restricción de la libertad personal. La necesidad universal de una determinada observancia religiosa es, al respecto, el ejemplo históricamente más importante. Pero, si tales normas sólo atañen al proceder que tiene efectos sobre otros, y, si para desconocidos casos futuros están estructuradas de tal modo que sean tan válidas para quienes las decretan, como para todos los demás, es entonces difícil advertir en decretar normas verdaderamente generales que por otros serian recibidas como grave coartación de su libertad. La mejor señal de que se trata de tales normas es la de que la decisión respecto a si una determinada compulsión es o no permisible, puede ser completamente cedida a un juez independiente que no requiere saber nada acerca de las intenciones y fines de la autoridad. Supuesta y genuina intervención Casi todos los objetivos legítimos de la política económica y social se dejan alcanzar mediante tales preceptos - aunque, algunas veces, quizás sólo más incompleta, lenta y complicadamente que mediante órdenes especificas. Así, por ejemplo, pueden ser logrados prácticamente todos los objetivos de la legislación laboral fabril, la sanidad y similares disposiciones de seguridad social. Es engañoso hablar de «intervenciones» al referirse al cuadro de tales preceptos, dentro del cual el individuo puede aun decidir libremente y nunca depende del consentimiento de una autoridad. Ninguno de los grandes teóricos de la autonomía económica lo habría hecho: libertad, para todos ellos, fue siempre freedom under the law. Bien diferentes son las cosas respecto a las intervenciones auténticas, de las cuales la moderna política económica se sirve en medida tan abundante. Fijaciones de precios, cortapisas a las cantidades, barreras a la autorización de profesiones y oficios, son disposiciones que no pueden ser aplicadas exclusivamente según reglas inmutables con vigor colectivo. Todas requieren que la autoridad permita a unos lo que a otros niegan. Sería, por lo tanto, impermisible en un sistema que admitiese el empleo de la compulsión solamente de
  • 5. acuerdo a guías globales. Al respecto, es completamente indiferente el que la ley misma adopte la forma de una orden específica y sea por ende indispensable discriminatoria, o el que, como es regla, faculte a una autoridad para que lo haga. Si hemos olvidado a reconocer la diferencia entre leyes de esta clase y las que constituyen genuinos preceptos de justicia, se debe atribuir principalmente a la circunstancia de que inquirimos más por la fuente de la autoridad que por el contenido de la norma. A esto se ha llegado porque hemos encomendado a los legisladores muchas decisiones que nada tienen que ver con el decreto de cánones jurídicos. La ley está bajo el derecho El Estado, además, tiene muchas otras tareas fuera de la de obligar a los ciudadanos a guardar ciertas leyes de justicia. Pero no solamente con ese fin, sino también con el de garantizar todos los múltiples servicios que nos presta, requiere un vasto aparato material y personal, cuya organización y administración es dirigida también por la legislación. Las disposiciones de que ésta se vale con tal objeto, son llamadas también leyes, leyes que constituyen la gran mayoría de las resoluciones que competen hoy a las corporaciones legislativas. Pero el 95 por ciento de las mismas no tiene nada absolutamente que ver con normas jurídicas como pautas de conducta cabal. Toda orden tolera ser investida de la calidad de leyes como aquéllas. Y, si la ley pudo una vez ser vista como el mejor amparo de la libertad, por cuanto expresaba primordialmente una regla general de justicia, hoy se ha transformado en uno de los medios más eficaces para suprimirla. Pero quién va a entender hoy la sentencia pronunciada hace justamente cuarenta años por un gran maestro del derecho: «Sagrada no es la ley. Sagrado es únicamente el derecho. Y la ley está bajo el derecho». (Heinrich Triepel). Si se distinguiese entre verdaderas normas de justicia y otras leyes, podríamos entonces limitar toda compulsión a la imposición de preceptos de la primera categoría. Tampoco necesitaríamos una lista de derechos individuales especialmente salvaguardados, sino únicamente el fundamental derecho del individuo, verdaderamente esencia del Estado jurídico: «Compulsión debe ser empleada solamente en caso y en forma tales que se infieran -de los preceptos abstractos generales vigentes en medida igual para todos los ciudadanos y el Estado y sus organismos». Reglas y órdenes derivadas de una misma fuente La dificultad que se opone a la realización de esta idea no es, como podría creerse en un principio, la de que el poder ejecutivo podría así ser cohibido impertinentemente. Reside principalmente en que hemos desaprendido a distinguir entre verdaderas reglas jurídicas, en el sentido de normas de justicia y todas las muchas órdenes promulgadas en forma de leyes. Nunca evitaremos este funesto entrevero de dos conceptos fundamentales distintos, en tanto la sanción de las primeras y el decreto de las segundas competen al mismo cuerpo «legislativo».
  • 6. No albergo la intención de despojar de una u otra prerrogativa a la representación popular. Creo en la democracia, y existen muchos motivos por los cuales aparece loable que, tanto la precepción jurídica, como la conducción de los negocios del Estado, reposen en el criterio de una representación democrática. Pero eso no constituye razón en absoluto para encomendar tan diversos cometidos a la misma asamblea. El ideal del government under the law puede ser logrado tan sólo cuando la representación popular rectora de la actividad gubernamental esté también supeditada a pautas que no puedan ser modificadas por ella, sino determinadas por otra corporación democrática que fije en cierto modo los principios de prolongada vigencia. A esta amalgama de los dos conceptos legales se llegó debido a que las corporaciones, que una vez debían solamente aprobar una nueva concepción de preceptos jurídicos, trataron de acumular más y más tareas en su esfera de influencia y exigían especialmente ser consultadas acerca de la administración de los medios puestos a la disposición del gobierno. Pero un «legislativo» único puede desempeñar a cabalidad esta doble función, tan poco como una persona que pretendiese simultáneamente tomar decisiones prácticas y determinar las normas morales que debería acatar al respecto. El individuo dejaría así de ser un ente moral, para convertirse completamente en uno dominado por propósitos momentáneos. Algo muy similar ha ocurrido con los parlamentos modernos. Ya que pueden adoptar tanto disposiciones concretas, como decretar normas generales, en sus medidas tampoco son restringidos por canon alguno. Son omnipotentes, y el ideal de la distribución de la autoridad, que debería asegurar la libertad individual, haciendo que la persona fuese compelida meramente a la observancia de reglas cuyo decreto se tenía como atribución del legislador, fue destrozado debido a que este último podía promulgar o autorizar también órdenes especiales de cualquier clase. Cada una de sus decisiones fue investida de la dignidad de precepto jurídico, aun si nada tenía en común con la justicia. Separar las funciones ¿Es verdaderamente necesario que la misma corporación ejerza ambas funciones? ¿No nos brinda el sistema bicameral existente en la mayoría de los países, un sencillo instrumento para separar ambos cometidos? Desde el punto de vista histórico, se habría podido llegar fácilmente a un tal estado de cosas. Algo así se habría originado si al tiempo en que, en Inglaterra, la House of Commons logró autoridad exclusiva sobre las finanzas estatales y, por ende, sobre la conducción de los negocios del gobierno, la House of Lords hubiese exigido el poder exclusivo de efectuar transformaciones en el derecho vigente. Tendríamos así una verdadera asamblea preceptuante del derecho, cuyas normas obligarían, tanto al ciudadano particular como al gobierno, y a la representación popular instructora de este último. Una delimitación tal de las funciones de dos asambleas representativas requeriría, naturalmente, un potente tribunal constitucional, que contuviese a cada una de ellas dentro de los límites trazados por la constitución y determinase especialmente, caso por caso, lo que es una verdadera regla de justicia y lo que constituye apenas una ordenanza organizatoria de la administración, o algo semejante. Para que una circunscripción
  • 7. tal fuese eficiente, debería presuponer también que ambas cámaras fuesen elegidas conforme a diferentes principios democráticos y que su composición, por lo tanto, no fuese normalmente la misma. La preceptuante del derecho debería ser una corporación estable, elegida para largos períodos y cuyos miembros serían reemplazados paulatinamente y no serían reelegibles después de un prolongado tiempo de servicios. Pienso, por ejemplo, que los electores de cuarenta años delegarían anualmente representantes de su medio, para un período de quince años, para que así un quinceavo de sus integrantes pudiese ser reemplazado cada año. A los diputados salientes no les haría reelegibles, como he dicho, pero les aseguraría un empleo remunerado como jueces durante otros tres lustros, de tal modo que fuesen verdaderamente independientes de organizaciones partidarias. La asamblea gubernamental, por el contrario, que se ocuparía esencialmente en tareas de corto plazo, podría tener la conformación de los parlamentos actuales y sería solamente de indicarse -hoy es muy frecuente el caso-- que el gobierno mismo sería simplemente una comisión de la corporación (o de su mayoría). Gobierno y asamblea gubernamental estarían entonces supeditadas a normas jurídicas fijadas por la otra cámara; serían ambos representantes del poder ejecutivo y así tendríamos nuevamente una verdadera repartición de la autoridad y un gobierno sometido realmente al derecho. Permítaseme aun ilustrar con un ejemplo, cómo se coordinaría la actividad de ambas corporaciones. La segunda cámara, a la que he denominado la asamblea gubernamental, tendría poder exclusivamente sobre la determinación de los gastos del Estado. El presupuesto es quizá la ley más característica, la que menos tiene que ver con preceptos jurídicos. Podría, incluso, de año en año determinar la suma que debe ser recaudada por conceptos de impuestos y otros. Por la clave conforme a la cual serían repartidos estos gravámenes, la porción que compulsoriamente podría ser tomada a cada ciudadano tendría que ser determinada en forma de un precepto jurídico general por la asamblea preceptuante del derecho. Difícilmente puedo imaginarme una regulación más provechosa que la de quienes deciden sobre la suma global de los gastos estatales sepan que cada desembolso adicional tiene que ser pagado por ellos y sus mandatarios, con arreglo a una tarifa inmodificable por ellos mismos. Los objetivos desalojan al derecho No es éste el lugar para seguirse refiriendo a los detalles de una constitución tal, que por primera vez convertiría en realidad el ideal del Estado jurídico. Quiero solamente agregar que, mientras más me ocupo en esta idea, bosquejada inicialmente sólo como experimento mental, más digna me parece de seria consideración. Acaso pueda aún, para concluir, compendiar el principio que le serviría de base, mediante las agudas expresiones que al respecto oí recientemente de mi colega londinense, el profesor Michael Oakeshott. Él distingue entre el ideal de una sociedad nomocrática en la cual rigen solamente reglas jurídicas generales, y el hecho de una telecrática que compele al individuo a servir a determinados fines señalados por el gobierno y que se caracteriza cada vez más. El telos, o la conveniencia, desaloja siempre más al nomos o el derecho. ¿Podemos contener aún este proceso y salvar la libertad personal si, como los
  • 8. antiguos atenienses, confiamos todas las modificaciones del derecho (a las cuales puede ser obligado el particular) a nomotetas especiales y sometamos del todo los igualmente elegidos telotetas, si se me permite conformar tal expresión, facultados para administrar metódicamente los medios encomendados al gobierno, a los nomos fijados por los primeros? No creo que, sin un cambio tal de nuestras instituciones, podamos detener o hacer retroceder este ya tan avanzado desenvolvimiento. La solución que hemos insinuado posibilitaría a la vez la creación paulatina de un orden supranacional, en el que todos los gobiernos nacionales empeñados en la coronación de metas concretas, estuviesen así subordinados a normas iguales que al mismo tiempo protegiesen a los ciudadanos de la arbitrariedad de sus gobernantes. «¿Cuál fue el camino seguido hasta alcanzar nuestra actual situación? ¿Cuál, la forma de gobierno a cuyo calor creció nuestra grandeza? ¿Cuáles, las costumbres nacionales de las que surgió?... Si miramos a las leyes, veremos que proporcionan a todo igual justicia en los litigios... La libertad de que disfrutamos en la esfera se extiende también a la vida ordinaria... Sin embargo, esas facilidades en las relaciones privadas no nos convierten en ciudadanos sin ley. La principal salvaguardia contra tal temor radica en obedecer a los magistrados y a las leyes - -sobre todo en orden a la protección de los ofendidos-- tanto si se hallan recopiladas, como si pertenecen a ese código que, aun cuando no ha sido escrito, no se puede infringir sin incurrir en flagrante infamia.»Pericles El Centro de Estudios Económico- Sociales, CEES, fue fundado en 1959. Es una entidad privada, cultural y académica , cuyos fines son sin afan de lucro, apoliticos y no religiosos. Con sus publicaciones contribuye al estudio de los problemas económico-sociales y de sus soluciones, y a difundir la filosofia de la libertad. Apto. Postal 652, Guatemala, Guatemala correo electrónico: cees@cees.org.gt http://www.cees.org.gt Permitida su Reproducción con fines educativos y citando la fuente.