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CUENTOS
2
PRÓLOGO: La grandeza de una pequeña

   Había una vez, en un mundo lleno de oposiciones: de
bondad y maldad, de pobreza y riqueza, de amistad y
soledad, de inteligencia e ignorancia, de negligencia y
sabiduría, una joven, una gran joven nacida en el hogar de
una buena familia. Luisa, creció en medio de las
caracterizadas contrariedades de su mundo. Así, de manera
involuntaria, su personalidad fue marcada por una bella y
única mezcla de valores y defectos, de sentimientos, de
bendiciones y maldiciones.

   En ese mundo, más real de lo que podría imaginarse,
Luisa Páez sobresalió ante los demás seres y fue superior a
ellos debido a su gran conocimiento acerca de cualquier
experiencia. Sabía tanto como había vivido porque aprendía
de cada situación por la que se encontraba.

   Cuando apenas era una adolescente se atrevió a gobernar
ese extraño mundo, haciéndolo con increíble y exquisita
experiencia, provocando una envidiada admiración por
parte de cientos de personas.

   La mayor parte de su vida la vivió, con V de valor y
valentía, sin miedo a repetirla, como reina de muchos
hombres cuyas vidas eran lo que Luisa quería. Lo único que
ella quería para esos cientos de habitantes traviesos de ese
taciturno mundo, que vivían conforme a ella, era lo mejor
que no es otra cosa que lo mejor para ella.

   Su belleza era tan sensible que no le fue difícil hallar el
amor. Aunque su niñez fue humilde y su juventud pudiente,
repitió lo aprendido de sus padres: tener una hermosa y
humilde familia; lo hizo con ese gran hombre con quien se
casó a temprana edad.




                               3
Su vida fue corta y murió b sin conocer la adultez. Sin
embargo, fue tan memorable que su recuerdo será llevado
con honor por este inspirado escritor que encontró en la vida
de Luisa un corto cuento y una gran enseñanza que
practicará inherentemente toda su vida: la amistad.

                                   Javier Andrés Daza Narváez
                                                      26-II-07




                               4
EL VIAJE DE LOS COLORES

               Y sé que las historias, que son parte de mí como piel
                  que se deshace en las páginas y como sangre que
                queda en cada personaje, volverán a mí, como debe
                       ser. Las historias van al escritor que ellas
                         escogen para ser contadas. Y justamente
                                ha venido una historia a mí y espero
                                    tener el tiempo para contarla...


   Ese día se levantó muy temprano y llamó a su amigo para
acordar la hora de encontrarse en la tarde y empezar su
viaje. Tomó su baño diario y, como de costumbre, por ser el
tercer día de la semana, lavó su cabello hasta el punto que al
medio día brillaría tanto como los chalecos de los
motociclistas que semanalmente andan de noche en grandes
grupos por las autopistas de la región. No pensó, mientras se
vestía, que su cabello tan largo y brillante no volvería a verse
igual en mucho tiempo y que en un mes, mucho de él se
caería enredado entre el pasto y la tierra de las montañas. Ya
tenía lista su maleta para el viaje desde hacía dos días, pero
eso no le evitó hacer una última revisión pues le gustaba
asegurarse que no lo faltara nada. Pero se iba a dar cuenta
que sí le sobraba mucho en el equipaje pues para estar en
medio de la selva y vivir como sólo se hubiera podido
imaginar su vida hace unos setenta u ochenta años, no
necesitaría más que comida, ropa y una buena compañía.

   Por primera vez, Silvia estaba sola en su casa y, cuando el
miedo la acechó, alcanzó a pensar si era mejor idea quedarse
y aprovechar tal situación para un golpe de inspiración y de
creatividad; alcanzó a pensar si mejor esperaba que alguno
de sus familiares llegara; alcanzó a pensar si sería igual de
oportuno viajar otro día. En fin, pensó tanto que al final no
decidió nada y simplemente se retrasó. Su hermano llegó y
eso le dio un poco de calma.




                                 5
-Me voy ya. –Le dijo mientras desayunaban juntos y no
dijeron nada más. Cuando terminaron, Silvia se equipó con
su pesada maleta y abrazó fuertemente a su hermano.

  -Diviértete mucho... Y piensa. –Le dijo él y ella se fue.

   Santiago, su hermano, la envidió un minuto. Envidió no
poder salir de la ciudad y conocer las montañas, caminar por
carreteras de piedra y entre casas quintas en los pequeños
pueblos de los alrededores de la ciudad; envidió no dormir
en la misma cama todos los días, no levantarse temprano
siempre bajo la misma ventana, no ver la misma niebla
contaminada y no pensar, ahí acostado, pues siempre le
hacía falta tiempo. Mientras tanto, Silvia empezaba a olvidar
sus cotidianos pensamientos y a imaginar con nervios lo que
sería una gran lección aunque ella estuviera algo temerosa
de viajar. La cita con su amigo era al otro lado de la ciudad,
así que tomó el bus en la estación ubicada cuatros cuadras al
norte de su casa y tuvo que esperar más de una hora para
llegar donde su amigo, cuando incluso en bicicleta, hubiera
podido tardar media hora. Llegó a un parque y ahí estaba su
amigo Tomás, esperándola. Discutió un poco con ella por
llegar tarde, mas no tenía sentido tal discusión si todavía
tenían muchas horas antes de salir de la ciudad. Silvia
amaba el café y, presintiendo que sería la última
oportunidad que tendría en muchos días, le pidió a Tomás
que la invitara a tomar uno. Él la llevó a un escondido y
elegante lugar en el centro de la ciudad, donde sólo hay
cuatro o cinco mesas y nunca ocupadas. El café que preparan
ahí es literalmente artístico, delicioso y reconocido en el
mundo. Cada uno tomó una taza y, aunque eran el mismo
café, sentían que tenían diferentes recetas en su pocillo; no
era para más si cada uno tenía un dibujo diferente sobre su
crema. Disfrutaron mucho la música folclórica de fondo y las
artesanías olvidadas en las estanterías del casón mientras
arreglaban mínimos detalles del viaje, que terminarían
siendo inútiles porque la aventura era sorprendente y se


                                6
encontrarían con muchas situaciones inimaginables que
jamás hubieran podido planear o, incluso, aprender en libros
y en sus clases universitarias.

   Se acercaba el atardecer cuando iban caminando por una
popular avenida del sur y el cielo, por causa de la polución y
la inconsciencia ciudadana, se veía como el arcoíris, en una
de esas tardes que sólo en esta ciudad pueden apreciarse: en
el horizonte, donde las montañas no alcanzan a verse, el sol
apenas llegaba a su último punto y su entorno se veía
amarillo, que se iba enredando con el azul del azimut
(donde también estaba la luna llena), mostrando un verde
como el de las auroras boreales de Canadá e Islandia. Pero el
cielo parecía una bandera con franjas azules, rosadas,
violetas y manchas grises nubosas que se unían todas al rojo
intenso que hacía ver las boscosas montañas como
imponentes volcanes en el cercano oriente de la ciudad,
cerca donde Silvia y Tomás se hallaban. Se detuvieron a
tomar algunas fotos con la cámara que ella llevaba. Al seguir
el camino, no mucho tiempo después los recogió el bus que
los llevaría afuera de la ciudad. Allí debían caminar unas
horas más hasta llegar al municipio donde se encontrarían
con Gabriel, quien sería su guía por haber viajado ya una
vez a la sierra, porque en este país se tiene la valentía de
creer que con algo de experiencia ya se es experto. Gabriel
era amigo de Tomás y éste lo presentó a Silvia quien al poco
tiempo se sintió atraída.

   Gabriel era un joven de veintitrés años que trabajaba
como guardaparques para el país. Era calmado, reflexivo,
tolerante y muy sensible. En sus estadías en los bosques,
selvas, ríos y playas donde había trabajado aprendió que
cualquier instante es bueno para expresarse, que la memoria
es un regalo que debe apreciarse haciendo un uso
compartido de ella, que el clima afecta directamente los
sentimientos y que no hay algo que haga llorar más a un
hombre que sentirse solo. Sí, había llorado en el bosque, bajo


                               7
la lluvia, en la selva, en el río y en el mar, pero nunca nadie
lo había visto, hasta que Silvia lo encontró una vez entrando
a un manantial con una lágrima escurriendo de la mano.
Gabriel era muy cauteloso y más que por su trabajo, era su
forma de ser la que siempre lo mantenía preparado para
todo. Estaba en ese pueblo porque recientemente lo habían
invitado a hacer una investigación en la sierra. Era un lugar
en el que había estado una sola vez y, pese a lo mucho que
había aprendido sobre él, a su experiencia y a que tenía un
plan muy organizado, tenía algo de terror por el viaje. No
fue otra la razón por la que invitó a Tomás a la tierra de la
serranía. Le habían advertido de las infecciones o
enfermedades que podrían contraer en medio de ese
ambiente, de las probabilidades de perderse dentro de
alguna selva, de lo difícil que resultaría caminar en algunas
ocasiones, de la gran oscuridad en las noches, de la
presencia de guerreristas en toda la región, y
principalmente, del peligro de no volver. Era un viaje que
requería necesariamente un guía, incluso para Gabriel. Pero
fue necesario tratar a Gabriel como un valioso tesoro pues él
transmitía mayor confianza en el aire para volver seguros. El
guía se quedaría en la sierra: haría su labor acompañado por
Silvia y Tomás y tendría que quedarse trabajando durante
cinco meses.

   Cuando llegaron al pueblo, durmieron en una misma
habitación una sola noche en un hotel. Tomás durmió toda
la noche como si fuera la última vez que iba a hacerlo,
Gabriel apenas descansó y Silvia sufrió un inusual insomnio
y se pasó toda la noche mirando y analizando a Gabriel.
Confiaba en él y sentía ansiedad de ver el viaje y todos los
paisajes en caminatas lideradas por él. En la mañana salieron
a desayunar a un viejo restaurante en la plaza. Comieron
pan recién horneado, caliente y suave, con café molido esa
misma mañana en las fincas de los alrededores. La gente
estaba por montón en las calles, en el mercado y visitando
sus vecinos. Eran personas madrugadoras, laboriosas,


                                8
amables y muy pacíficas. Silvia se sintió extranjera, pues
nunca había visto tanta gente sonriéndose mutuamente al
caminar sobre una calle. La ciudad que había dejado el día
anterior era tan fría y cruel que hacía a sus habitantes
solitarios, desconfiados, temerosos y competidores de los
otros. Había, ciertamente, un mito en la ciudad y era que los
pueblos lejanos, en especial los de la región de la sierra eran
pueblos violentos, cuyos jóvenes eran delincuentes y
acostumbrados al crimen. Al menos para Silvia era al
contrario. En la ciudad asesinan alguien cada noche, roban y
para eso hieren, pelean y usan los gritos y golpes como
mayores argumentos; eso sin hablar de los delitos que se
muestran en la radio o en la televisión, esos sí
acostumbraron a los ciudadanos al crimen, a la injusticia y a
la violencia. En el pueblo, la gente se ayudaba entre sí y
parecían tener hábitos amorosos y religiosos. La violencia en
ese pueblo y en todo el departamento sí existe, pero no viene
de esas calles; proviene de las selvas y de los guerreristas
que se esconden del pueblo en medio de la naturaleza
porque son cobardes y sólo pelean cuando tienen ventaja
mientras destruyen lo que por natura hace bien a los demás.
Esto lo hablaban un par de ancianos en la mesa ubicada
detrás de donde ellos estaban y, casi de manera unánime,
todos en silencio reflexionaron mientras escuchaban. Tomás
pensaba que tenían razón igual que él, mientras Silvia se
asombraba al escuchar que los ancianos estructuraban sus
frases muy bien y respetaban la discusión con pausas
respetuosas y modales sofisticados que ya no se veían en su
ciudad. Gabriel rompió el silencio y les dijo en voz baja:

   -Ellos son un pintor y un artesano. Se llaman Miguel y
Roberto. Miguel ha decorado casi la mitad de las casas de
este pueblo y Roberto trabaja en su finca, sobre esa montaña
–y señalaba por la puerta, al sur, una loma donde se veían
unas pocas casas muy distanciadas sobre ella-. Los hijos de
ambos se fueron a la ciudad a estudiar y ambos son viudos.



                                9
Silvia le preguntó por qué los conocía y Gabriel le
respondió que no los conocía; había visto sus fotos en una
página del periódico en la que hacían un reconocimiento a la
amistad que llevaban por más de setenta años.

    Al terminar su comida, hablaron sobre el viaje y el plan
que tenían. Gabriel les explicó que saldrían al mediodía en
un bus y que al atardecer llegarían a un bosque donde
podrían pasar la noche en carpas. Todos durmieron sentados
en el bus y desperdiciaron la oportunidad de ver las hojas
doradas de los árboles golpear las ventanas de los carros y el
suelo, al ser tumbadas por el viento. Desperdiciaron también
la oportunidad de verse sumergidos en la más espesa niebla
que pudieran atravesar en todo el viaje. A dos mil
novecientos metros de altura irían a sentir mucho frío
estando atrapados en una niebla enorme que cubría toda la
montaña; pero aquélla no era la mitad de pesada de la que
cruzó el bus mientras ellos dormían. En la noche, ya con
insomnio, prendieron una fogata. Tomás tomó algunas fotos
al fuego y a las siluetas negras de las ramas enredadas de las
altísimas montañas que perdían sus cimas con las estrellas.
Clavaron sus carpas alrededor del fuego, lo suficientemente
cerca para no sentir frio, pero debieron tener más precaución
pues un tronco encendido que resbaló casi incendió la carpa
de Tomás. Por suerte se apagó mientras rodaba por la
húmeda tierra sobre la que se encontraban. Era una noche
única. Gabriel estaba concentrado en todos los ruidos que
podían escucharse: las gargantas de los sapos croar y las
hojas moverse por los saltos de los insectos. Pensó escuchar
también algún siseo y ese sonido sí lo reconocía pues una
vez, estando en las costas selváticas y húmedas del pacífico,
vio correr todo un grupo de pequeños niños cuando estaban
jugando fútbol y vieron una serpiente de unos tres metros
arrastrándose velozmente sobre la arena. Sintió algo de
miedo, como aquella vez con los niños, sin embargo sabía
que una serpiente no se acercaría a un lugar con un fuego
tan alto. Apartó ese sonido de su mente y concentrándose


                               10
obsesivamente en la llama de la fogata, escuchaba la madera
tostarse, algunas chispas y el movimiento presumido del
fuego; escuchó a lo lejos un piano pero sabía que estaban
muy lejos del pueblo. Se dio cuenta que ya estaba
empezando a soñar y que no valía la pena seguir luchando
contra el insomnio. Silvia sintió vergüenza debido a que su
guía estaba dando la impresión de no tener mucha energía y
si no era él quien los guiaba con un buen horario, tardarían
el doble en llegar a la serranía. Por otro lado, tuvo lástima de
no discutir esa noche con él sobre astronomía o botánica o de
cómo la mitad del valle se alcanzaba a iluminar un poco
gracias a la luna llena y a la cantidad de luces en el cielo,
incluso a esa gran nube larga y brillante que poco se ve en la
ciudad y que es donde más estrellas hay. Tomás por su
parte, quiso iniciar una conversación con Silvia, pero ella
disimuló estar dormida para no perder su concentración. No
durmió en toda la noche, pero estuvo muy aburrido porque
lo único que quería esa noche era hablar y quién mejor
compañía para eso que Silvia. En adelante hablarían todas
los noches mucho tiempo, antes de dormir, pero aquella
noche no; aquella noche Tomás extrañó la ciudad. Extrañó
jugar billar con sus hermanos cada noche, luego de la cena,
en el salón del segundo piso de la esquina de la calle donde
vivían, desde donde siempre veía a Juana Catalina leer
sentada sobre la cama en la casa del frente, en la ventana que
daba a la calle también. Extrañó lo gracioso de caminar en
los centros comerciales y escuchar las insignificancias que
dicen las personas, cómo todas hablan sólo de colores,
precios y fuerzas que los arrastran como el agua de los ríos.
Extrañó sus papeles y las historias que llevaba escritas en
ellos, los lugares que le dieron origen a esas historias, las
luces de los edificios y la música que siempre oía mientras
dormía. Extrañó, sobre todo, su restaurante favorito por el
fuego y el carbón que quedaron junto a su carpa, que le
recordaron el exquisito y jugoso sabor de la carne que
religiosamente iba a comer una vez al mes, siempre con un
invitado o invitada diferente, y a las botellas de vino


                                11
guardadas en su casa que deseaba tomarse con su vecina,
con sus hermanos o con Silvia; fueron costumbres que tomó
desde los diecinueve. Mirando toda esa oscuridad, no hacía
más que desear quedarse dormido, estar en su casa leyendo
o, al menos que Silvia despertara. No pensó que toda esa
oscuridad iba a darle cientos de hojas de poesías que
escribiría al regresar a la ciudad. Toda esa oscuridad era más
visible de lo que parecía, porque al verla detalladamente,
podían distinguirse, en las sombras, las texturas de cada
especie diferente de plantas y árboles. Las hojas de los
helechos se ondulaban con mayor velocidad que las de los
almendros y las flores podían verse tenuemente más claras.
Al amanecer, Tomás agradeció infinitamente no haber
dormido y poder apreciar todos los colores que tenía el
bosque.

    Silvia disimuló dormir, pero tampoco lo hizo, no de la
manera normal en que lo hacía en la ciudad. Cuando vio a
Gabriel quedarse dormido, recordó un cuento que leyó en su
infancia, en el cual un joven ingería pastillas para dormir y
en sus sueños volaba a todos los lugares que conocía y
cuando despertaba seguía yendo a más lugares nuevos para
tener siempre un lugar al que ir mientras dormía. Cuando
Tomás empezó a hablarle, ella quiso con toda su voluntad
estar nadando en el río ubicado en el pie de la montaña,
donde pudiera divertirse sin tener que abrir la boca. Trató de
imaginarse en el río y se vio allá, de día porque la noche la
asusta si se combina con agua. Por un segundo fue
consciente de que estaba en la montaña y en el río al mismo
tiempo. Sin perder la calma, regresó a la fogata y se vio a ella
misma acostada dentro de su propia carpa, unida a sí por
medio de un delgado hilo dorado. Había cumplido el sueño
que tenía desde niña de volar y salir de su cuerpo. Regresó
al río (volvió a salir el sol), se bañó mucho tiempo ahí, luego
voló otra vez hacia el pueblo donde habían estado en la
mañana, anduvo por todas las calles del pueblo, miró, a
través de las ventanas, cada casa y cada habitante en ellas, se


                                12
sentó sobre la fuente de la plaza, se elevó tanto que vio todo
el pueblo diminuto y volteó la cabeza y vio todas las
estrellas encima suyo, descendió lentamente, mirando las
estrellas alejarse y bajó a su casa, acarició a su madre que
estaba durmiendo, vio a su hermano haciendo música y se
llevó esa melodía de regreso a la fogata. Sintió el peso del
cuerpo otra vez. Cerró los ojos y vio una llama de color
violeta que de inmediato le proporcionó calma y se relajó.
Dispersó toda la llama sobre su cuerpo mientras escuchaba
la música de su hermano. Abrió los ojos y Tomás estaba de
pie, apagando la fogata porque quería tomarle fotos a las
cenizas, al sol, al brillo del río y a todo lo que el alba les
había traído.

   No estaban muy lejos de los llanos así que una vez
recogidas sus carpas y sus maletas, se dispusieron un
descenso de tres horas para llegar a la ciudad cálida. Los
esperaba un piloto de una avioneta quien además tenía bajo
su casa la mitad de la tierra del pueblo serrano. Fue un vuelo
corto pero aterrador pues las hélices del frente quebraban la
lluvia y las dispersas nubes grises, moviendo todos los
pasajeros de lado a lado. Tomás sufrió de sordera por tres
días debido al fuerte sonido de la tormenta y de los motores
girar; según él “ese avión estaba triturándoles los oídos”.
Silvia, en cambio, contó cada nube que pasaba por su
ventana y estimó que con tal lluvia podría desbordarse el río
que visitó esa madrugada en su vuelo. Gabriel, aficionado a
los aviones hacía la labor de copiloto del viaje y era muy
eficaz: supo rápidamente cómo encender las luces para
aterrizar, cómo dar vueltas al timón hasta que el avión
quedará centrado en la pantalla del radar del puerto y lo
condujo a lo largo de toda la calle al lado del pueblo. Esa era
una delgada y larga pista cementada a un kilómetro de
distancia del pueblo. Las demás calles que podían formarse
estaban llenas de arena y huecos marcados por el agua. Las
casas estaban organizadas a lo largo de la arena de modo
que cada una proporcionaba sombra a la casa contigua por


                               13
cada hora que pasaba, con excepción del mediodía donde en
ningún lugar del pueblo podía evitarse el sol. Eran casas
armadas con tablas gruesas y cortadas, puestas encima de
pesados palos que estaban clavados tres metros debajo de la
tierra. Al interior de las casas podía verse una llamativa
decoración de luz y sombras en rayas por causa del sol que
se colaba por los resquicios de las maderas, dando también
una agradable temperatura.

   El señor aviador los invitó a comer en su casa ubicada al
final de la calle de arena. Era, a diferencia de las otras, una
casa de ladrillos y vidrios, con lujosos y geométricos tejados;
altas rejas cercaban un jardín de cuatrocientas hectáreas.
Dentro de ella, el señor vivía con su esposa, sus dos hijas,
dos empleadas domésticas y un obrero que se encargaba de
las labores fuertes. Durante la cena, el señor les aseguró que
cada noche de su recorrido por la serranía tendrían un lugar
para dormir. Esa primera noche durmieron en aquella casa.
La noche siguiente Silvia y Tomás se escaparon porque
querían ver de cerca las personas de las otras casas, lo que
guardaban entre el alto herbaje y el fin de la calle. Al final
del pueblo, después de la casa que daba sombra a las seis de
la tarde, vieron el fantasma de la guerra con fuego en sus
brazos y armas colgadas de todas las extremidades. No
pudieron producir ni una sola palabra y fueron testigos de
un tumulto de cadáveres puestos a lo lejos. Silvia escuchó la
voz del fantasma llamarlos por sus nombres con acento
clamoroso, pero ellos decidieron volver a la calle del pueblo
donde, al menos, se sentían seguros. Tomás, que aún seguía
sordo no entendió el porqué de la prisa de su amiga para
correr del fantasma; él hubiera querido observar más,
incluso haberlo anotado en su papel. Y cuando regresaron a
la casa, después de la media noche, el fantasma de la guerra
los había enfermado y ese día el señor aviador les cobraría la
estadía diciéndoles “Retrasaron un día este recorrido por
salir anoche. Y aquí, de noche, los únicos que pueden salir
son los obreros y los fantasmas, el resto deben pagar”.


                               14
Gabriel tuvo que pagar ayudando a curar a sus amigos y
además tuvo que quedarse una noche en vigilia en la selva.

    Con el nuevo día, Silvia y Tomás estaban de nuevo muy
bien de ánimo y Gabriel recibió un beso de Silvia en forma
de agradecimiento. Ese día estaba planeado caminar seis
horas hasta llegar a la primera casa, a quinientos metros de
altura, por un camino entre pesadas arboledas y de suelo
muy duro, aunque angosto. Tan angosto que tuvieron que
caminar de lado, uno seguido del otro distanciados por sus
brazos estirados. Iban tan concentrados en no sentir los pies
clavados a las piedras, en no sentir asfixia por el enorme
follaje, que todos alucinaron durante la caminata. Gabriel
imaginaba encontrándose grandes animales comiéndose las
ramas o las hojas, saltando de árbol en árbol pasando muy
cerca de su cabeza. Era gracioso ver su cabeza esquivando
obstáculos imaginarios. Silvia seguía pensando en lo injusto
y afortunado que había sido el hecho de que Gabriel hubiera
tenido que ir, acompañado de una de las empleadas, hasta la
lejana huerta para conseguir las plantas que curarían a sus
amigos y que luego de haber sentido el calor de caminar más
de tres horas, tuviera que mantenerse despierto toda la
noche sin más fijación que la oscuridad de la selva y el
viento produciendo místicos sonidos. Estaba conforme con
el beso que le había dado en la mañana y aún seguía bien
concentrada en observarlo mover la cabeza como si peleara
y detallarle cada ritmo en sus pasos y cada parte de su
cuerpo. Realmente estaba sintiendo una fuerte atracción y no
le encontraba alguna razón y sintió nostalgia otra vez por su
ciudad. Allá tiene la sensación de controlar cada acto que
ejecuta, cada pensamiento que aparece en su mente, cada
sentimiento que descubre. En la ciudad, las demás personas
y las frías y altas paredes blancas o rojas de los edificios le
transfieren un enorme deseo de amistad y un fuerte carácter
independiente, ama su cotidiano trabajo, al menos hasta que
encuentre algo para amar más, siempre tiene a alguien a
quien contar sus hechos, a quien compartir sus sentimientos,


                               15
a quien tratar de explicar lo que le ha sucedido. Aquí, Tomás
la entiende armónicamente, no necesita siquiera un gesto
para saber lo que pasa por la mente de Silvia. Esa fue la
razón por la cual invitó a ella y a nadie más a ese viaje:
quería poder contar una historia y describir hasta los
pensamientos en sus personajes y Silvia era su personaje
perfecto. Mientras caminaba al lado de Silvia, sentía como si
ella hablara. Era su mente que estaba clara para Tomás.
Podía leer fácilmente la nostalgia de su amiga, ver las calles
y las casas donde se originaban sus recuerdos, entender las
complejas relaciones que entrañaba cada persona que
recordaba. El señor aviador se asombró al ver dos personas
tan sincronizadas andando ese camino. Incluso no soportó
ver sus miradas enfocadas en un mismo lugar, sus manos en
la misma posición, sus pies crujiendo igual con el piso y el
ruido entre sus oídos, así que enredó sus pies en el pasto
cayendo encima de Tomás, quien cayó por la montaña
dando muchas vueltas hasta que frenó unos cuantos metros
atrás. Los demás lo esperaron y siguieron con Tomás en el
último lugar y con un vacío en sus cabezas.

   Llegaron casi al atardecer a una planicie llena de rocas en
donde había una casa vieja de madera como las del pueblo,
con un angosto y profundo pozo a su lado. El señor aviador
los invitó a seguir. Era una casa inhabitada, con todos los
muebles necesarios para un hospedaje cómodo, acaso había
mucha ropa para climas muy diferentes en sus cuartos:
zapatos deportivos, sandalias, botas y hasta zapatos
elegantes de mujer, camisas negras con el cuello alto,
camisetas de mangas cortas, chaquetas para abrigarse en
una montaña paramera o en una tormenta invernal y
muchos pantalones cortados por las rodillas. Silvia quiso,
antes de entrar, sentarse sobre una piedra con las piernas
recogidas para sentirse segura de cualquier animal y con los
tobillos cruzados para sentirse segura de sí misma y ver el
atardecer y comprobar con sus ojos lo que había escuchado
en su ciudad y visto en algunas fotos: que el cielo en el llano


                               16
es violeta y que el sol se ve tan grande como la persona
quien lo mira. Vio los árboles, el suelo, las nubes y hasta las
flores pintadas de naranja por los rayos del sol. No sabía lo
hermosa que se veía ella también pintada de naranja con sus
ojos negros brillando como el fuego por el reflejo del cielo.
En esa hermosura que la cubría, sintió aquello que buscó
sentir cuando decidió dejar por un mes su ciudad y era esa
visión de un mundo mucho más grande que el que puede
medirse por la cantidad de personas, de un mundo mucho
más vivo que el que puede suponerse con las diversas
actividades urbanas, de un mundo mucho más misterioso
que el visto en las iglesias, de un mundo mucho más natural
que el que unos pocos, en vano, luchan por conseguir, de un
mundo ajeno y extraño que no deja de sentir suyo, que
sembró en lo más hondo de su personalidad el amor por los
animales y por las plantas. Cerró sus ojos e imaginó como
toda su ciudad se desvanecía con un viento verde que venía
desde el oriente, aclarando un suelo dorado y un aire tan
puro que brillaba. Gabriel la observaba desde la ventana del
segundo piso y bajó para sentarse a su lado sin que ella lo
notara. Pasó más de media hora sin que ella abriera los ojos
y él continuaba detallando cada movimiento de sus
párpados y cada vibración en sus manos, hasta que le
acarició el rostro y Silvia reaccionó lentamente poniendo la
imagen verde y brillante de la pureza en la sonrisa de
Gabriel. Bastó sólo un segundo de silencio para que él se
diera cuenta cuánto se asemejaba la calma que le transmitía
Silvia a la que sentía cuando abrazaba a su hija.

   -Sonríes como una niña pequeña -le dijo Gabriel viendo a
su hija en la humanidad de Silvia-. Eres una mujer muy
valiente.

   Le sugirió ir a la casa a comer y que no volviera a salir en
la noche por el peligro que había afuera de las paredes. El
señor aviador los atendió con un fastuoso banquete de
comida inexplicablemente cocinada en el gastado y grasoso


                               17
horno de madera con el que contaba la casa. Luego les
repartió camas a todos los visitantes y luego de esa noche
muy relajante, los despertó en la madrugada.

   -Vean el amanecer, es una maravilla que no voy dejar que
se pierdan –les dijo al despertarlos.

   Los hizo sacar agua de lo más profundo del pequeño
pozo, bañarse y ponerse ropa limpia. Quería que notaran lo
mucho que pueden ensuciarse al estar fuera del control que
acostumbraban tener en sus vidas urbanas.

   Al final de la planicie donde estaba la casa, volvía a
inclinarse una montaña rocosa, de unos veinte metros de
altura. Gabriel les dijo que detrás de esa montaña se
encontraba encerrado por toda esa formación un precioso
lago pequeño que cambiaba de color en las diferentes épocas
del año. Para pasar la erigida montaña fue necesario escalar
sobre ella durante más de una hora. Tomás que es un
hombre delgado aunque fuerte sintió que había subido su
cuerpo y dos cuerpos suyos más. Al llegar a la cima del
abismal lago, los brazos le temblaban y se elevaban
autónomamente mientras pensaba que con el peso que
sentía podría hundir la tierra debajo de sus pies. Silvia, en
cambio, tuvo una de la experiencia más emocionantes y
vertiginosas que jamás haya sentido hasta ese momento.
Empezó con algo de delicadeza poniendo el pie sobre una
firme piedra y con el cabello en el rostro, impidiéndole la
vista, se agarró con ambas manos de una pequeña piedra
ubicada sobre su cabeza. Tuvo que saltar para poder subir
un metro más y quedar bien soportada en los pies. El viento
soplaba con tal fuerza que podía llevarse consigo algunos
pelos de Silvia. Pero ella, angustiada de no ver
completamente debido a su largo y brillante cabello, lo cogió
con una mano, aun sosteniéndose con la otra de la montaña,
y lo arrancó para que no le interfiriera más en su visión. El
cabello se iría con el viento hasta el otro lado de la montaña


                               18
para caer enredado entre el pasto que se bañaba a la orilla
del lago. Todavía sin cabello, Silvia sonreía y su sonrisa
reflejaba la claridad de las nubes al mediodía. Cuando llegó
a la cima, cansada y satisfecha por su esfuerzo, deseó verse
con el cabello ondulando a sus espaldas, pero no lo sintió y
maldijo la prisa con que actuó para arrancarse el cabello.
“Maldito miedo, fue por él” pensó maldiciendo el vértigo
también. Se olvidó de su cabello, sintió el aire tocar su piel
de la cabeza y agradeció poder sentirlo por primera vez. El
señor aviador les dio la cámara que Tomás le había pedido
que guardara antes de empezar ese recorrido y le tomaron
muchas fotos al lago. En ese mes, el lago se veía rosado, con
algas verdes y rojas que flotaban sincronizadas entre la
blanca espuma que se producía al chocar una cascada con el
lago. Las avispas sobrevolaban el lago como enamoradas de
las algas; era imposible tocar el agua sin el movimiento
consentido de alguna de ellas. Alrededor del lago, grandes
piedras alisadas por el correr del agua sobre sus lomos
durante milenios servían de asientos para posar la cámara y
tomar fotos.

   -Este lugar me recuerda la habitación de mi hija –dijo
Gabriel.
   -¿Por qué? –Preguntó Silvia, que era la única que no había
escuchado sobre su hija y sufría por la curiosidad de conocer
la historia.

   Gabriel les contó sobre su hija Abril, quien había nacido
dos años atrás. El cuarto que él había hecho para ella en su
casa era un cuarto con paredes de ladrillos pintados cada
uno de un color diferente resaltando el violeta y el verde.
Abril nunca cambió su sonrisa desde el primer momento que
vio tantos colores para ella sola. Su cama tenía detrás del
cabecero una ventana del tamaño de la mitad de la pared;
todas las mañanas el sol la despertaba con su luz y calor
antes de iluminar el resto de la ciudad. Gabriel le ponía
vestidos amarillos siempre porque pensaba que era como


                               19
ver la primavera caminando. Era una niña con una
misteriosa inteligencia pues antes de hablar ya había
descubierto la hora exacta en que el sol se ocultaba cada día
del año y lo demostraba porque era la única ocasión en que
lloraba. Cuando cumplió dos años, unos meses antes del
viaje, jugó con el fuego que tenían las velitas sobre su torta
de cumpleaños y sus manos quedaron dentro de una gran
llama caliente que ella mismo supo rodar sobre todo su
cuerpo sin resultar herida. Para Gabriel, su hija era
claramente un ángel que había llegado a acompañar su vida
luego que su novia abandonara el país después de amenazar
con dar aborto al embarazo de Abril o darla a luz pero
marcharse para no volver a verlos nunca más ni a ella ni a su
padre. Silvia vio una lágrima escondida entre las manos de
Gabriel mientras él sentía, de la misma manera en que Abril
lo abrazaba, como se sumergía entre los pozos del lago,
cubriendo su cuerpo de tersas algas rosadas y brillantes,
dándole una apariencia rubescente y melancólica.
Permaneció algún tiempo sumergido bajo el agua, llorando y
extrañando a su hija y Silvia quiso abrazarlo pero no era
capaz de entrar al agua. Tomás aprovechó y fotografió el
cuerpo maravilloso de Gabriel aclarado por el agua y Silvia
se empujó a si misma hacia el lago y abrazó a Gabriel. Ver
las lágrimas en su mano le destapó la confianza con que
Silvia lo vio el primer día y no podía pensar que no
regresara con ellos, que tuviera que quedarse sólo en medio
de esas montañas sin ver a Abril. Salieron caminando del
lago, empapados del agua verde y limpia.

   -¿Dónde está tu hija ahora? –le preguntó Silvia.
   -Está en la ciudad, en la casa de mi hermano. Sé que va a
extrañar el sol en su habitación cada mañana y los cuentos
que leíamos juntos cada tarde, pero sé que estará bien con mi
hermano. Al menos estará segura. Cuando yo vuelva, no voy
a separarme de ella nunca más, pero ahora debo hacerlo:
Abril nació antes que yo hiciera esto, pero no puedo olvidar
el gran amor que tengo por esta tierra. Espero poder amar a


                               20
mi hija mucho más de lo que amo esta naturaleza y sé que
luego de sentir que debo mi vida y la de ella a un frío respiro
del viento, podré darle todo lo que quiero. Ya ves que su
vida no es normal y así de extraordinario debo ser también.

   Silvia sintió un fuerte deseo de acompañarle pero sabía
que no era posible y que no haría algo que no fuera
conscientemente planeado. Aunque nada en ese viaje había
sido como lo era en su vida cotidiana, no iba a hacer allí lo
contrario a su más fuerte cualidad que era providenciar cada
acto que realizaba. El señor aviador sacó de su maleta una
gran cantidad de comidas enlatadas y frutas frescas que
había recogido en la casa. Silvia y Tomás tuvieron el mismo
pensamiento y corrieron para agradecerle pues estaban tan
hambrientos como no volverían a estarlo en todo el viaje.
Todos comieron a la sombra de un gran bejuco y cuando
terminaron, bajaron la montaña por el lugar opuesto al que
habían subido. El descenso resultó notablemente más
sencillo. Sólo fue necesario caminar unas tres horas más a
través de un tranquilo y atractivo paisaje de rocas levantadas
una sobre otra y raras hierbas colgadas de éstas, hasta llegar
de nuevo a una planicie forrada en lianas y gruesos maderos
deforestados. Ahí pasaron la noche durmiendo en hamacas
que colgaron casi juntas para luchar contra el frío. Aunque
estaban muy cansados, no quisieron dormir para hablar
sobre todo lo que hasta ahora habían visto y pensado; sólo el
señor aviador quedó dormido apenas se acostó en su
hamaca. Tomás les destacó la gran cantidad de maravillas
que parecerían increíbles cuando él las escribiera al regresar;
Gabriel les afirmó que en ese lugar estarían los mejores
recuerdos que pudieran guardar sobre la especial naturaleza
que rodeaba su ciudad; y Silvia les agradeció nuevamente
por llevarla hasta ese lugar y les dijo que sería buena idea
quedarse unos meses más dentro de esa experiencia. Era
algo imposible y se lo refutaron, mas ella deseaba no volver
a la ciudad donde no había tanto con que asombrarse, tanto
qué sentir, tanto que aprender ni tanto que le ayudara a


                               21
descubrirse a sí misma. Le dijo a Tomás que también había
estado sintiendo, desde que llegaron a la sierra, esa unión
perfecta entre sus pensamientos y le prometió que esos
pensamientos nunca iban a separarse por más distancia que
haya entre sus cuerpos. A Gabriel le deseó una mágica
experiencia durante su estadía en la sierra y le pidió que
volvieran a encontrarse después. Tomás le pidió a Gabriel, a
propósito de su permanencia en el parque, que al día
siguiente le mostrara donde viviría durante los cinco meses
que estaría allí y él respondió que todavía estaban lejos de
ese lugar, que llegarían aproximadamente en dos días y ahí
partiría. Y mientras decía lo último, sintió tanto frió que salió
de la hamaca para hacer una fogata. Silvia le ayudó y
cuando ya estaba lista para mantenerse encendida toda la
noche, se acostaron nuevamente en sus hamacas y se
durmieron. Gabriel soñó esa noche que Silvia no estaba
dormida, que estaba sentada en frente de la fogata
acalorándose y terminó tan caliente que comenzó a
derretirse mientras se acostaba en su misma hamaca,
mojando todo su cuerpo con un agradable y brumoso
líquido que olía a miel tostada y madera humedecida por la
sangre de los insectos. Sintió que Silvia besaba todo su
cuerpo aunque no pudiera verla ni tocarla, sintió que el
humo que bañó su cuerpo era ella que estaba marcándole un
camino sobre su piel para llegar de nuevo a ella. Al
despertar, vio a Silvia y a Tomás durmiendo juntos al lado
del fuego y sonrió mientras descolgaba su hamaca y se fue
caminando para buscar algo de comida.

   Esa mañana comenzarían un largo camino dentro de una
selva con miles de animales diferentes entre los que había
más de cien mariposas de todos los colores, decenas de
especies diferentes de aves, pumas, monos, venados,
serpientes, caimanes, mil ranas diferentes que no dejaron de
ver en todo el día y más de un millón de insectos. Después
del mediodía, empezaron a diferenciar cada árbol diferente
que veían. El señor aviador les describía cada especie de


                                22
planta que veían: fiques endémicos, cacaos, guarumos,
caimarones y enormes palmas que podían verse desde el
llano, a kilómetros de ese lugar. Cuando se acercó la noche,
aún estaban caminando en medio de la selva, así que
buscaron un lugar un poco más alejado de los animales
salvajes y armaron su campamento sobre espeso lodo,
piedras enmugrecidas y muchas cucarachas, gusanos, arañas
y zancudos y avispas de los cuales tuvieron que protegerse
con grandes cortes de seda. El frío durante esa noche le
provocó una fuerte gripa al señor aviador, quien al día
siguiente, como si tuviera previsto cada instante en la selva,
tomó un polvo que llevaba en su maleta y se curó de
inmediato. Esa noche no pudieron dormir debido
principalmente al peligro que se acercara algún animal
salvaje o a que los escarabajos rompieran las telas y las
maletas. Cada uno debía permanecer dos horas despierto
mientras los demás dormían, pero lo práctico fue que todos
permanecieran despiertos, atentos a cada movimiento
extraño en las plantas o en el cielo mientras apenas
descansaban sus músculos. Escucharon muy lejos de la
serranía, el inconfundible y terrible rugido del fantasma de
la guerra que habían visto en las afueras del pueblo. Gabriel
sintió miedo al pensar que escucharía ese sonido cinco meses
más, pero agradeció que Abril estuviera protegida de ese
fantasma y de otros tantos. Tomás y Silvia pensaron que el
tumulto de cadáveres que habían visto aquella noche en la
frontera del pueblo debía estar creciendo injusta y
cruelmente. Por un segundo quisieron volver a la ciudad y
estar junto a sus familias, pero recordaron que era
precisamente imaginar un mundo hace décadas lo que los
había motivado a realizar ese viaje. Imaginaron una ciudad
más plana, poblada sólo por personas iguales en un área
mucho más compacta; imaginaron los pueblos habitados por
campesinos bien laboriosos que sacaban de la tierra
brillantes y enormes frutas que les daban felicidad y
tranquilidad a sus familias; imaginaron la selva habitada
sólo por animales, y ese pueblo serrano donde aterrizó la


                               23
avioneta, un pueblo pacífico y lleno de sabidurías
ancestrales como aquella con que construyeron las casas
para que las sombras fueran un indicador del tiempo. Ese
mundo que imaginaban tampoco era así años atrás, ni
siquiera siglos atrás, pero era un mundo justo que desearían
ver y no lo vieron en el viaje ni en ningún otro lugar. La
ciudad que extrañaban era la ciudad abundante de
diferencias, de pequeños trozos del país puestos sobre su
territorio, de mentiras y de utopías que le habían dado vida
a ese fantasma que gritaba y se reía esa noche; y que
mataban las frutas y las selvas que ellos estaban disfrutando
en la sierra. En el segundo después, Tomás agradeció poder
todavía disfrutar de un mundo distinto a su ciudad y deseó
desde lo más hondo poder describirlo cuando regresara a su
casa. Pensó en Juana Catalina y en lo mucho que le gustaría
hablar con ella una noche y contarle toda esa aventura.

   Al día siguiente, luego de una tranquila y refrescante
caminata durante la mañana a través de un confortable suelo
de piedra, bordeado por un delgado río de cinco colores,
llegaron al nacimiento de sus aguas en lo alto de una meseta
al sur de la montaña. El camino del río que los acompañó
durante toda la caminata era el camino de su cauce que
había disminuido en esos días debido al intenso calor que le
había afectado. Sin embargo, nunca perdió sus coloridas
hierbas y su reflejo en todo el exterior como si estuvieran
dentro de un arcoíris. Era casi divino poder ver las piedras
azules, las plantas rojas junto con el aire y ver frecuentes
caídas de agua de color amarillo o verde y ver el cielo, como
si el brillo del río fuere tan fuerte, pintado por los mismos
colores del río. El señor aviador les invitó a tomar de ese
agua y ellos pudieron sentir el inigualable sabor dulce y
penetrante de un agua que aún cálida refrescaba su sed y les
hacía sentir leves como las hojas de colores que flotaban
sobre el río. Cuando estuvieron encima de la meseta, viendo
el agua escapar de la tierra y cayendo con fuerza pocos
metros después, decidieron quedarse esa noche en ese lugar.


                              24
Su belleza justificaba que quisieran sentir su magnificencia
por muchas horas. Durante el atardecer, el cielo morado y
las nubes naranjas les harían recordar, al ver el agua, las
llamativas luces de los edificios más altos de la ciudad y la
música con que bailan las pequeñas luces en las discotecas o
en los árboles de navidad. Silvia prefirió mil veces estas
luces naturales al intento de imitarlas hecho en las ciudades,
que para ella eran un injusto derroche de energía.
Aprovecharon el calor que hacía vibrar el aire y distorsionar
el paisaje, para lavar la ropa que llevaban puesta por más de
cuatro días. Prendieron unos leños bien secos para calentar
algunas verduras y pan. Prepararon sándwiches con esas
verduras y con un queso que el señor aviador sacó de su
maleta como si ésta fuera una nevera. Sacó también una
botella de ron con la que acompañaron su comida y con la
que brindaron en la noche por lo aprendido durante el viaje
y por las imágenes sofisticadas e inolvidables que habían
captado. Tomás pasó el resto de sus días en la sierra
tratando de encontrar las palabras precisas para poder
contar lo vivido durante su viaje y sólo Silvia, que seguía
pensando sus mismos pensamientos, le daría la razón al leer
su historia en la ciudad. Aquella noche fue perfectamente
agradable y completamente tranquila. Hablaron como viejos
amigos, hasta casi la madrugada, sobre sus recuerdos, sus
esperanzas, sus familias. Tomás les hablo de Juana Catalina
y de lo mucho que llamaba su atención cada vez que la veía
llegar a su casa con un libro en sus manos y con su largo y
rubio cabello recogido de manera elegante y sensual. Silvia
recordó su cabello y confesó que se sentía menos atractiva
sin su cabello. Se arrepintió por haber sentido la impotencia
que la llevó a arrancárselo y les dijo, graciosamente, que en
las noches todavía sentía su cabello cubrirle la espalda y los
hombros. Pero Gabriel le dijo con mucha sinceridad que sin
cabello se veía linda aún, que su sonrisa grande y brillante y
sus ojos profundos seguían igual y, para disimular un poco
su atracción, le dijo también que además sin el cabello, su
cabeza podía verse mejor y sus ideas podían salir más


                               25
fácilmente, haciéndole alusión a su valiente y dotada
inteligencia. Silvia quiso besarlo, pero la presencia de Tomás
la apenaba sumamente, además de la del señor aviador.
Deseó que llegara una mejor oportunidad para besarlo y
para confesarle que le gustaría utilizar mucho tiempo de su
vida para conocerlo a él y a su hija y compartir cariñosos
momentos con ellos. Cuando se acabó el ron, todavía
querían seguir hablando pero Gabriel les aconsejó dormir
porque todavía tenían un largo camino por finalizar. Se
perdieron de ver el amanecer y cómo los colores empezaban
a formarse en el río cuando lo cubrían los primeros rayos de
luz; se perdieron, también, de ver las flores posadas en el río
abrirse para acoger el sol y el viento frío que las rociaba. Los
despertó, ya tarde en la mañana, el gran ruido de todos los
animales.

   Aquel día sería el último día del viaje en que Silvia vería a
Gabriel. Éste partió en la mañana caminando hacia el norte,
donde estaba preparado el lugar para su trabajo. Allá arriba,
desde la cima les mostró a Silvia y a Tomás el grupo de
cabañas ubicado tras atravesar dos kilómetros más la
montaña.

  -Tendré que caminar todo el día y llegaré en la noche. -
Les dijo Gabriel.

   Mientras recogían todo su equipaje para empezar el
regreso, Silvia se acercó a Gabriel.

   -Prométeme que nos vemos en la ciudad cuando regreses
–le pidió Silvia confesándole sus sentimientos-. No sé
porque siento una gran emoción al imaginar que todo estará
bien para ti y tu hija. Es algo inexplicable el deseo que siento
de estar a tu lado.
   -Gracias –le dijo Gabriel cautivado-. Será un placer
encantador volverte a ver un día. Siento mucho gusto de
poder hablar contigo y Abril estaría feliz de conocerte-. Le


                                26
pidió, más por su hija que por él, que compartiera muchos
días con ellos.

   Cuando se despidieron, Gabriel abrazó a Silvia con la
misma fuerza con que había decidido dejar a Abril durante
seis meses y con el mismo amor que empezaría su camino y
su trabajo en la sierra. Se despidió de Tomás
desinteresadamente y le pidió que cuidara a Silvia y que le
avisara a su hermano que lo llamaría todas las noches.
Cuando se marchó, se fue pensando en la cita que tendría
con Silvia cuando regresara. Imaginó a Abril aprendiendo
de cada palabra que Silvia le decía, imaginó a Silvia
calentándose con el fuego con el que Abril jugaba, imaginó
despertar un día y ver en el cuarto de colores a sus dos
mujeres más bellas brillar con el sol antes que todos los
demás habitantes, imaginó a su hija crecer con la benévola
compañía de Silvia, imaginó tener alguien con quien hablar
todas las noches y a quien amar igual que a la naturaleza, a
su hija, a la libertad y a la música. Recordó que cualquier
cosa que imaginara podía suceder y, finalmente, imaginó a
su hija, sentada frente al piano, tocando la música que a él
más le gustaba mientras él y Silvia tomaban vino sentados al
lado de ella, disfrutando por igual el licor, la música, los
besos y la alegría de su hija.

    Tomás, Silvia y el señor aviador, con menos carga en sus
espaldas, empezaron el camino de vuelta al pueblo serrano.
Las ropas que llevaban puesta ese día, se quedarían colgadas
en lo alto de los palos, desgarradas por los picos de los
faisanes, en el centro del pueblo. Ya no tenían más comida y
mucha de la madera que habían cargado ya era cenizas en
los diferentes lugares donde nació el fuego. Por eso y porque
el camino de vuelta era el mismo por el que habían llegado
allí, sus mentes estaban más tranquilas para el viaje de
regreso. Sin embargo, en la selva no hay nada igual, y lo que
ayer era, hoy ya no es; así que su retorno pasó por un eterno
y angustioso encierro sin salida dentro de la selva que duró


                              27
más de un día. No durmieron esa noche sólo para encontrar
una salida a su extravío y al día siguiente, en la tarde,
encontraron la casa donde ya habían pasado una noche.
Tomás y Silvia estaban seguros de no estar en el mismo
lugar donde habían encontrado la casa la última vez, pero
estaban seguros, también, de que esa era la misma casa vieja
llena de ropa y muebles. El señor aviador abrió la casa y les
hizo entrar. Comieron la comida que había en la nevera y
durmieron hasta el día siguiente. Tomás y Silvia prepararon
el desayuno.

   -¿Por qué quieres estar con Gabriel? –le preguntó Tomás,
todavía sorprendido por lo visto sobre el yacimiento del río.

   Silvia le explicó que no podía describir cómo tantos
colores en el ambiente ni cómo el dulce sabor del agua ni
cómo todo lo que había estado sintiendo, la habían hecho
hablar con Gabriel de esa manera. Para ella fue inevitable
dejar de mirarlo desde que lo vio en el pueblo cerca de la
ciudad y era misterioso que, sin cruzar muchas palabras,
sintiera que debía estar más tiempo junto a Gabriel y a su
hija.

   “¿Aún sigues…?” iba a preguntarle cuando ella
respondió interrumpiéndolo –Sí, aún tenemos nuestros
pensamientos sincronizados. No hace falta que nos digamos
demasiadas cosas, si ya sabemos lo que tenemos en mente.
No sé porque estamos sintiendo esto.

   -Yo lo empecé a sentir cuando acampamos en el páramo,
el día que viajamos en bus.

   -Tienes razón –dijo Silvia-. No dormí esa noche y en
cambió sentí que volaba despierta por todo el páramo, por
ese pueblo y por la ciudad. Esa noche te vi despierto
queriendo hablarme, tomando fotos, extrañando la ciudad.



                              28
Entonces yo también la extrañé y repentinamente sentí que
estábamos extrañando lo mismo.

   -Y desde entonces pensamos igual. -Concluyó Tomás y
terminó cuestionándose a ella y a él mismo: “¿Será sólo un
capricho de este mágica serranía o nunca dejaremos de sentir
esto?”.

   Cuando llegaran de nuevo a la ciudad, Tomás escribiría
cada pensamiento que pasó por su mente al mismo tiempo
que por la de Silvia. Escribiría los motivos de su viaje y
porqué regresaron. Querían alejarse del aburrimiento y
sentirse únicos, sentirse más importantes, querían conocer
un nuevo mundo y sentir más de lo que ya habían vivido,
querían experimentar sus percepciones más allá de su
cuerpo. Pero básicamente querían cambiar de vida, querían
apartarse del afán, del tiempo, de los compromisos sociales,
de la buena imagen que debían mostrar y de su propia
personalidad, para ser otros. Y, en efecto, cuando
regresaron, sus pensamientos no seguían conectados, pero
por siempre sentirían que habían cambiado igual y al mismo
tiempo, que el viaje les había dado más amor a la naturaleza,
al futuro, a sus familias y ellos mismos. Luego del viaje,
pensarían en que cada acto que realizaran debía estar
fuertemente influenciado por la filantropía que los cobijo en
el pueblo serrano. Sus decisiones no volverían a ser egoístas
y la pasión que entregaran sería más sincera. Silvia fue la
primera en leer la historia y sintió cada palabra como si
fuera suya, consecuencia de los mismos sentimientos que
tuvieron durante el viaje. Pero ella estaba segura que
cualquier persona a la que ella le diera la historia iba a sentir
lo mismo, porque en la ciudad todos se comportan igual, y
esa historia tenía un punta única que picaba siempre al
egoísmo y a las costumbres de las personas.
   Abandonaron al mediodía la casa para regresar, por fin,
al pueblo luego de una caminata de tres días sumergidos en
una vasta lluvia tropical. Caminaron dos días a través del


                                29
tranquilo sendero de la selva por el que habían pasado los
primeros días. La lluvia los empapó de hielo por más de
dieciséis horas en las que no podían ver más de tres metros
adelante. El simpático clima de la serranía les evitó que el
agua helada de la lluvia les abriera la piel o les congelara el
pecho; al reposar en su piel, ésta se calentaba y se evaporaba
en la ropa humeante. El lodo grueso de la selva se tapó por
una delgada capa de hielo que no tardó en derretirse y
suavizar el lodo de modo que Silvia, en un paso equivocado,
enterró su pierna izquierda hasta la altura de la rodilla y
durante el resto de caminata la tierra se adhirió a su piel
como el moho a la harina y la sintió más pesada. Cuando la
lluvia cesó, al día siguiente, llegaron por suerte a la misma
casa vieja donde ya habían estado dos veces.

   -¿Otra vez llegamos al mismo lugar de hace dos días? –Le
preguntó Tomás al señor aviador.
   -¿O es otra casa igual a las demás? –agregó Silvia.

   El señor aviador les aclaró que la casa donde ya habían
pasado dos noches –y tres con la que pasarían esa noche- era
la misma casa. Les contó que la llevaba en su equipaje y que
la ponía, cuando era necesario, en la tierra para que ellos
pudieran descansar. Tras la exclamación de Silvia y Tomás
por no entender cómo podía llevar la casa en su maleta, él
les explicó que era posible guardar cualquier objeto en su
maleta. Había vivido en la sierra cuarenta y tres años, y
luego de su padre, era quien más años tenía en ese lugar.
Tenía el conocimiento de los fantasmas y los muertos que se
escondían entre las hierbas de todas las montañas. Una vez
se perdió en la selva por más de una semana y un grupo de
muertos que vio por el delirio, lo llevaron a esa casa vieja
donde pudo descansar. Luego los muertos le dijeron el
camino de regreso al pueblo. Cuando regresó, poseía las
ideas para sacar al pueblo de la soledad y fue así que
consiguió su calle para los aviones, su restaurante, su hotel y
su casa lujosa con todo su jardín sembrado de cientos de


                               30
frutas diferentes. Había desarmado la casa vieja con ayuda
de los muertos y la empacó, tabla por tabla y mueble por
mueble, en los bolsillos de su pantalón. La selva lo hizo
delirar pero también le dio las maderas para armar la casa
siempre que volviera. Con el tiempo, su delirio y experiencia
aumentaron hasta que ya no tuvo que construir la casa con
maderas que salían de la nada de sus bolsillos; aprendió que
podía guardarla toda en sus bolsillos llenos de nada. Silvia y
Tomás sintieron miedo por la explicación; sin embargo, por
primera vez en el viaje, descubrieron la confianza en la cara
del señor aviador. Se bañaron con agua limpia que sacaron
del pozo, Silvia se desprendió su piel de tierra y Tomás
descubrió que el agua que caía en la tierra regresaba al fondo
del pozo en un círculo infinito. Una vez limpios y
descansados, comieron y durmieron. En la mañana, el señor
aviador les regaló la ropa de sus armarios y una provisión
de comida para todo el día y salieron hacia el pueblo. Esa
misma noche estaban de nuevo en el avión para recoger el
mismo camino por el que habían llegado.

   Cuando en medio de la oscuridad de la noche y de la
selva, Silvia notó el brillo del río de la serranía y los cinco
colores que nacían en lo alto de la montaña y que caminaban
como jugando a mezclarse y a inventar colores a lo largo de
todo el río, lloró. A pesar que por un segundo deseó que el
tiempo se parara y que pudiera quedarse ahí como volando
sobre las montañas, realmente quiso llegar rápido a la
ciudad, abrazar a su hermano y a su madre y escuchar
alguna canción que pudiera hacerle evocar todo el viaje, sus
colores y sus nuevos sentimientos. Después de leer la
historia de Tomás, después incluso de beber vino con
Gabriel, Santiago, su hermano, le daría una canción para
recordar su infancia y todas las imágenes de la serranía.

                                                          FIN
                                                      11-XI-11



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32
¡ÁNIMO!

   Hay algo más allá de la oscuridad y el desaliento, más
allá de la melancolía y los recuerdos; hay una luz. Es una
tenue luz atractiva y brillante, pero lejana. Mas, si se va
acercando, ¿qué hacer? ¿Huir o tomarla?

   Si huyes, te quedarás ahí viendo la soledad, la tristeza
tocará para ti todas las noches lúgubres sonatas con voz
desgarrada y temblorosa. Si huyes, no verás más luz en
mucho tiempo. Quizás, enceguezcas cuando vuelvas a verla,
quizás haya luz y no la veas, quizás no quieras verla. Si
huyes -como la flor marchita- sólo mirarás tu interior,
ignorarás toda la belleza que aún no has visto y olvidarás
todo el mundo que te apasionaba. Pero si huyes, podrás
crearle infinitas historias y podrás recordarla por siempre,
no habrá nada para dejar de amarla.

   Sin embargo, ¡oh! No está aquí y no pasará cerca. No
sabrá tampoco de tu refugio y de lo que haces. ¿Por qué
amar a alguien que no sabe que lo haces?... Sí, lo sabes y yo
sé que es difícil intentarlo.

   Tómala. Tomarás la luz y la guardarás entre tus manos: le
darás forma, o tal vez lo haga sola y se muestre para ti.
Quizás tenga ojos, sabor, piel y alma como aquella poesía
pero ésta es sólo luz para tus ojos, voz para ese silencio. En
este invierno que has creado, en ese abismo descubierto
entre esas paredes, esta luz logrará entrar. Debe ser un
misterio, debe ser una señal, pero te iluminará. Hay algo
más allá de esta pesadilla construida por ti, hay belleza y
magia que aún pueden cubrirte, hay una puerta que puedes
abrir para abrazar un nuevo mundo. Pero si tomas esta luz,
¿la olvidarás o estará siempre en tu mente? Esa oscuridad es
maligna y sé que no quieres permanecer ahí mucho tiempo,
pero tampoco quieres olvidar. ¡Ay! Luz tenue, brillante y



                               33
atractiva luz, por favor, sácalo de allí y guíalo de nuevo a
aquí o a dónde debas llevarlo

                                                       FIN
                                                    6-XI-11




                              34
PINTAR EL DESPERTAR

                                                            S.N,


    La pintura estaba recién terminada. Hace unas horas, el
lienzo estaba totalmente inmaculado y vacío, dispuesto a
cualquier imaginación. Ahora, que ya ha pasado más de
medio día, la noche viene acercándose amenazando con
truenos y una gran niebla que devora los más altos,
brillantes e imponentes edificios del centro de la ciudad. El
mar, en los pies de las montañas, se llena de sombra y frío;
las cimas de las montañas sobresalen de las nubes, muy
altas. El lienzo ya no está blanco. Hay en él un mar
congelado con trozos de hielo gigantes que pueden verse en
el frente, flotando en el agua; en el fondo, sobre el horizonte,
no se ve nada, apenas oscuridad, como si el mar terminara
allí, tras la sombra del sol. En mitad del plano, en un brillo
de sol reluciente, a pesar de la lejana oscuridad, hay un bote
navegando errante entre los témpanos de hielo. Se ve a la
derecha de la pintura el fin de una gran montaña que rodea
el paisaje visto. Es una montaña rocosa, altísima y difícil de
sobrepasar, pero está destrozándose, una gran caída de
piedras ocurre en el borde, rompiendo hielos y
sumergiéndose en el mar. Algunas piedras pueden verse
bajo la superficie y un gris oscuro distorsionado y casi
circular yace debajo de una gruesa capa de hielo ubicada
justo al lado del bote. El mar parece, por lo menos hasta este
plano, tener para el bote una ruta muy peligrosa, con cubos
de hielo y rocas que agitan las olas con cada golpe. El bote es
grande y tiene pintadas muchas siluetas de personas que
disfrutan el viaje. En la popa, hay una pareja con copas en la
mano. Ella la tiene en su mano derecha, mientras, recostada
sobre las varillas, descansa su mano izquierda en su delgada
cintura. Él, con mejor postura, lleva su copa a la boca. En
babor, el único lado que puede verse alrededor de la
superestructura central, se han pintado diminutos y sin
tantos detalles personas saltando, otras bailando, otras


                                35
sentadas en el piso. En una de las ventanas de la estructura
central, se ve un rostro de mujer, se ve uno de sus ojos,
mirando hacia atrás, a las montañas. El andar de la nave deja
en el agua una estela que se abre con mucha espuma,
mezclada con los arcos circulares de las perturbaciones de
las olas. En los últimos planos, en el frente del bote, sólo hay
agua, más tranquila, más azul, sin hielos. Y también aquí, en
el cielo, una niebla muy fuerte se ha apoderado del brillo y
va creciendo hacia el fondo hasta juntarse con la oscuridad
en la nada del final de la pintura.

   La pintora es una artista joven que tiene una exitosa
exposición en el museo de historia del arte de la ciudad. Los
visitantes murmuraban halagos y todos se sorprendían por
la pintura del bote. Es simple, no tiene tanto color, ni
muchos elementos, sin embargo atrae la atención de todo
aquel que pasa en frente. Es como si las olas estuvieran
moviéndose, dicen algunos. Otros aseguran que, aunque las
siluetas no son tan notables, parecieran caminar y hablar,
incluso, ver fuera del cuadro. Había muchas otras obras en la
galería: una pintura de una masacre en una selva, parecía
una fotografía reciente, la sangre y el dolor podían verse por
igual, había también una pintura muy realista de la luna con
prominencias de fuego blanco, otro cuadro, a la izquierda
del salón, mostraba un remolino que se levantaba sobre el
mar, el viento y el agua se mezclaban en el alto ciclón para
arrasar peces, hojas y hasta basura de la superficie. Esta
última era asombrosa. La pintora había desarrollado una
técnica en la cual los objetos, con efecto de movimiento,
crean una ilusión de cercanía hacia el vidente.

   Pero ninguna pintura podía asemejarse a la del bote en
medio del mar. El horizonte de esta pintura atrapaba las
miradas de los visitantes. Cuando la prensa le preguntó a la
artista sobre el cuadro, cómo lo titulaba, cuándo lo había
empezado, cuánto tardó en realizarlo, en qué se inspiró,



                                36
cómo pensaba que sería calificado, entre otras preguntas,
ella respondió:

    -Una noche me desperté con esta imagen en mi mente,
entonces empecé a hacerla realidad. Fue hace cuatro meses.
Esta es la única pintura en la que no he corregido detalles,
luego de terminada, a la semana o al mes. Pinté toda la
noche, todo el día, sin parar un minuto, fue como si mi
cuerpo y mis manos me hubieran pedido seguir con el pincel
sobre el lienzo. No tenía más ideas en mi cabeza que está
imagen. ¿Qué me inspiró? No lo sé, como dije, simplemente
desperté con este paisaje en mi cabeza y era como una
película, veía derrumbarse la montaña sobre el agua, veía la
cordillera que encerraba el mar, pensaba, entonces, cómo
había podido llegar ese barco a ese lugar, quién navegaba
allí, a dónde se dirigía, escuchaba la música en el bote, las
olas golpear las montañas y las rocas chocar entre sí mojadas
en la orilla. Sentía la brisa proveniente del oscuro horizonte.
Quería expresarlo todo, pero los sonidos no pueden pintarse
y la imaginación tiene que volar muy alto para llegar a este
lugar. Entonces la titulé Pintar el despertar.

   Todos los asistentes la ovacionaron con mucho
entusiasmo por sus plausibles palabras. La algarabía era
toda una euforia por tan grande muestra de arte. Y en medio
del ruido, de las voces altas, de los aplausos, la pintora
despertó otra vez.

   En su casa, justo al mediodía, era extraño que todavía
estuviera durmiendo. Siempre madrugaba y aprovechaba
las primeras luces del sol para pintar. Trató de recordar el
sueño y lo consiguió con gran perfección. Recordaba el salón
de la exposición, la ubicación de los cuadros con exactitud.
Estaba de nuevo en ese lugar y se detenía a mirar las
pinturas con gran atención. El remolino en el mar, la
masacre en la selva, la luna moviendo sus prominencias. No
había pintado nada de eso realmente y pensaba cómo podía


                               37
haberlos hecho, si fuera posible, si había algún significado
para ese sueño. Con los ojos aún cerrados, recordando,
caminó en el salón hacía el cuadro donde se encontraba el
barco perdido en el mar y recordó lo que les decía a los
periodistas. -¿Habrá sido esta mismo noche cuando soñé
esto o lo soñé mucho antes? ¿Cómo pueden conectarse
ambos sueños, donde vi el paisaje y donde expuse?-.

   La pintora decidió tomarlo como una señal. Fue a la
cocina y tomó vino, luego fue a la ducha y allí tardó
observando su cuerpo mientras el agua hacía su labor. Salió
del baño con su cuerpo y mente refrescados y como no tenía
planeado salir ese día, simplemente se puso una bata y
pintó.

   Consiguió pintar su gran obra maestra. Tenía en su mano
derecha la paleta con no más de siete colores: azul de Prusia,
gris vegetal, amarillo ámbar, negro, marrón medio, blanco
nieve y un rojo granate. Era increíble como mezclaba azul,
gris y un toque de marrón para pintar el agua. Era como el
sueño, su mano simplemente se dejaba llevar por el pincel y
no se detuvo en todo el día. Para pintar la montaña juntó
cuatro gotitas de pintura roja con una pincelada de marrón y
algo de ámbar. Pintó detalles en azul, que se mezclaba con el
amarillo, para crear una extraña y mágica vegetación.
Cantaba mientras pintaba y escuchaba el lienzo salpicarse de
agua, susurrar con el viento, hablar y gritar. Veía las olas
moverse, cada vez las sentía más fuertes. La pintora parecía
estar creando un nuevo mundo, no pintando. ¿Podría Dios
haber hecho algo similar aquí, pintar esta naturaleza, darle
vida, magia y no haber vivido en ella? Nunca se había visto
alguien que pudiera pintar tan bien estando tan elevado en
sus pensamientos. Sus manos parecían tener vida propia,
tener ojos, oídos y alma. Se movían como bailando sobre el
lienzo la música de los colores y del paisaje. Untó la brocha
de blanco nieve, un poco de azul y gris y pintó trazos de
hielo sobre el mar, sumergiéndose, yendo hacia el horizonte.


                               38
Empezó a ver la oscuridad saliendo del cuadro y prefirió
apresurarse a terminar pues pensaba que era algún síntoma
de cansancio, tal vez. Parpadeó repetidamente y apretó sus
ojos con mucha fuerza. Cambió de pincel y con una mezcla
entre el rojo granate y el marrón pintó el bote, dibujaba
resquicios negros entre las tablas, ponía gotas de agua sobre
sus maderos, pintó una ventana brillante en la cual se
alcanzaba a vislumbrar, a través, una mujer sonriendo, y
sobre la cubierta una pareja riéndose. La pintora los veía, los
sentía moverse y tocarse, los sentía pintarse solos. Pensaba
quiénes podrían ser, si existían, si vivirían un día o si son
muertos y está pintando almas. Escuchaba las
conversaciones, la música, todo lo que emitía la pintura,
pero ella no pensaba nada extraño. Su mano simplemente
pintaba más rápido. Ubicó en el barco unas cuantas personas
más, pintó una fiesta con vestidos y danzas. Sobre el cielo
azul que había pintado al principio, colocó, con el blanco,
algo de brillo en el frente, como si el sol fuera benevolente
con este mundo. Vio como la oscuridad quería tomarse la
pintura y selló con el negro y con el marrón el horizonte.
Mezcló el cielo azul y esta oscuridad, en el fin del mar, en el
fondo de la pintura. Fue como si esa oscuridad le gritara, se
le acercara.

   La sensación del fin despertó a la pintora otra vez. Abrió
los ojos y observó todo a su alrededor, sus manos estaban
sin color, blancas como la luz, ella estaba desnuda y
caminaba en un salón dentro de un barco. El sol brillaba
como nunca e iluminaba su rostro. Se acercó a la ventana y
vio una montaña en frente, encerrando el mar, piedras
chocando en las olas y el barco navegando hacia el fin. La
pintora regresó la mirada y, tras ella, había pasado una
enorme oscuridad. Finalmente sintió que no despertaría otra
vez.

                                                          FIN
                                                       1-VI-11


                               39
40
EL CORAZÓN DE UN HOMBRE

   Se dice que dentro de los corazones hay un mundo, un
mundo de sueños y sentimientos; un planeta, que en el
corazón de un hombre, se estremece cuando siente orbitar
cerca el corazón de una mujer.
   Hubo un planeta de esos, que era pequeño, pero
soportaba muchas fuerzas femeninas en su atmósfera. Ahí
vivían la compasión, la paciencia, el amor, la soberbia y la
inocencia. Y en este lugar, pequeño como una casa, con estos
seres, naturales como animales, existe una gran historia.
   La inocencia fue la primera en salir. Fue al río y allí vio,
sobre el horizonte, como una estrella enorme se escondía
tras la cascada. La joven y tierna inocencia se emocionó tanto
al ver tal maravilla que olvidó su baño y sus juegos en el
agua y se devolvió corriendo a la casa de la paciencia.
   -¿Qué es? ¿Qué es? -le preguntó emocionada.
   La paciencia le acarició el rostro amablemente, con
comprensión.
   -Cálmate. Dime. ¿Qué viste?
   -Una estrella. Era muy grande. Cayó por la cascada. La vi.
La vi. Era roja y volaba muy rápido.
   -No es así -le decía riéndose la señora Paciencia-. En el
fondo del río, allá abajo, seguro que no vas a encontrar nada.
   -Entonces, ¿qué es?, señora Paciencia.
   -Tranquila, niña. Ya lo averiguaremos.
   La inocencia, que confía siempre en los demás, esperó
como le enseñó la paciencia, hasta que ésta le dio una
respuesta.
   Pocos días después, la señora Paciencia llamó a la joven
Inocencia para anunciarle del impresionante descubrimiento
que había hecho. Le dijo que la estrella que había visto
esconderse sobre el río no era más que un corazón de mujer
que se acercaba caliente, como un asteroide, hacia su
planeta.
   La inocencia estaba tan entusiasmada creyéndose un ser
especial e importante, pensaba que ese descubrimiento le


                               41
marcaba una admirable vida. Se sentía increíblemente
satisfecha e imponente. Su alegría no se comparaba con
ninguna hasta entonces en ese mundo. Se fue brincando y
cantando por el bosque y ahí se encontró, en una montaña, a
la belleza, un joven atlético y muy cortés.
   Pues juntos estuvieron siempre y como ya es bien sabido,
la inocencia es la madre del amor. Pero aquí vemos que el
padre es Belleza y que el amor nació por la aparición de una
mujer en el corazón de un hombre aconsejado por la
paciencia.

   El planeta de la mujer seguía orbitando el corazón del
hombre y cada vez que pasaba sobre el río, el amor sonreía;
cuando se escondía detrás de la cascada, éste se lanzaba al
agua a buscar la luz en el fondo. El amor creció siempre
entre la inocencia y la belleza. Sin embargo, nunca nadie
entendió el porqué del sorprendente gusto del niño por esa
estrella roja que volaba sobre el río.
   -Las estrellas no vuelan, hijo mío -le decía Inocencia
recordando lo que Paciencia le dijo en su juventud-. No vas a
encontrar nada en el fondo de la cascada.
   -Entonces, ¿qué es?
   -Esa estrella que vemos, hijo, es otro planeta, como éste.
Sólo que ése es de una mujer. Ahí habitan sentimientos
también, como aquí. Pero creo que no podrás conocerlos.
   El amor se mantenía triste por esas épocas, pues quería
conocer ese lugar; esos seres le causaban gran interés.
Echaba y echaba, como rocío a las flores, pensamientos y
plegarías al cielo. Creía, como su madre, que un ángel las
escucharía y las llevaría a ese corazón. Todas las noches, a la
orilla del río, viendo enamorado la luz roja reflejarse en la
corriente del agua e iluminar las piedras, rogaba que alguien
en ese lugar pudiera escuchar su voz.
   Una noche, muchos años después, llegó al río una mujer
vestida de princesa. El amor se sintió muy atraído por su
aroma.
   -¿Quién eres?


                               42
-Mi nombre es Compasión.
   -¿Qué hace un ser tan elegante a esta hora, en la orilla del
río? Es peligroso.
   La compasión, que sabía lo que sentía él, le dijo que le
gustaba mirar el cielo en la noche. La estrella roja también le
intrigaba.
   -Entonces, ¿por qué nunca te había visto? -le preguntó.
   -Te he visto arrancar la arena de ese lado del río con tus
pies hace ya muchísimas noches. He sido algo discreta, pero
hoy quise acercarme a ti.
   El amor se unió esa noche con la compasión. Se olvidó de
rogar a los ángeles que alguien en la estrella roja pudiera
sentirlo. No volvió a sentir la curiosidad ni la tristeza, al
esconderse la luz detrás de la cascada, de esos tiempos. La
compasión era tan sensual que el amor se dejó llevar por su
apaciguamiento. La compasión engañó al amor haciéndole
creer que otro camino era el correcto. Gracias a ella, el amor
conoció a la soberbia.
   -Ven -le decía la soberbia tentativamente al amor-. Con
nosotras, descubrirás todo este lugar. No tendrás que volver
a mirar el cielo en las noches.
   Desde ese momento, el amor se perdió por la compasión
y la soberbia. La compasión hizo que el amor se
desilusionara de aquel corazón de mujer; la soberbia
escondió el amor.

   La inocencia extrañaba el amor en su hogar. Comenzaba a
angustiarse.
   -Busca a nuestro Amor, por favor -le pidió a Belleza.
   Mientras tanto la inocencia fue a contarle todo a la
paciencia y ésta le calmó prometiéndole que la encontraría y
que volvería a su casa.
   -Nuestro hijo no aparece, Inocencia. Encontré sus huellas
en el río. Iban acompañadas por las de otro ser -se angustió
mientras trató de comprender lo sucedido para dar con
algún lugar.



                               43
-Calma, dulce pareja. La señora Paciencia me ha
prometido que traería a nuestro hijo de nuevo a esta casa.
    El amor se encontraba prisionero en los terrenos de la
soberbia. Parecía que ahí se iba a acabar. La paciencia y su
fiel compañero, Sabiduría, fueron hasta su castillo, más allá
del bosque.
    -Soberbia, sabes muy bien que no puedes acabar con el
amor y sus ilusiones -anunciaba la sabiduría, enfurecido
pero sereno-. Engañaste a este joven y te aprovechaste de su
debilidad. Ahora, déjalo libre.
    -Ahora mismo -le siguió implacable la paciencia-. El amor
debe ser libre.
    La compasión había huido tras haberle entregado el amor
a la soberbia. La soberbia, ahora sola, frente a la fuerza de la
paciencia y la sabiduría, se vio derrotada y escapó del lugar,
perdiéndose en el bosque.
    La pareja cumplió su promesa y el amor regresó al hogar
de la inocencia y la belleza.
    El amor volvió al río y la estrella continuaba surcando el
cielo. Él volvió a rogar por ser escuchado en aquel planeta.
En la tarde, se acercó un ángel y mientras se sentaba a su
lado le dijo que alguien lo había escuchado y que, como él,
había sufrido por encontrarlo. Lo levantó de la mano y lo
abrazó de la cintura para volar con él fuera del mundo. Ahí
le mostró al ser que lo esperaba, un ser femenino, hermoso,
irresistible. Su nombre era Felicidad

   Aún en esta época, fuera de esos dos corazones, pueden
verse juntos al amor y a la felicidad, sonriendo siempre e
iluminando las noches. El ángel se quedó con ellos,
inspirándolos a seguir unidos eternamente. El ángel se
llamaba Frenesí.

                                                           FIN
                                                        31-I-11




                                44
EN MI INTERIOR

   Por alguna razón, cada año, en un día especial, empiezo
el día y siento algo en mi interior: una duda, una imagen,
una sensación que busco describir. Este año, 2008, por fin he
podido escuchar todo claramente:

    “-Cuando pienso en ti, mujer, ¿en qué pienso?
    -No lo sabes. Es tanto, es siempre.
    -Es fuerte y delicado, grande y detallado, rápido y duradero.
    -Piensa. ¿Qué ves?
    -La figura de la belleza, la vida sin su final, la fuerza del
corazón y la energía de amar.
    -¿Cómo?
    -En otra dimensión. Tú, mujer, eres el signo más tangible que
hay de eternidad.
    -¿Tú crees?
    -Cada vez me convenzo más y más de que tú eres un ángel que
ha venido a salvar mi vida de la soledad y la maldad.
    -¿Un ángel?
    -¿Quién, sino tú, o Dios, conoce los secretos que esconde el
corazón de una mujer?
    -No te rindas
    -…El cielo, sus ángeles, incluso Dios, han de ser seres
afeminados para llevar el mundo con tal equilibrio y perfección.
    -¿Sólo eso?
    -Tú, mujer, me enseñas la sencillez del liderazgo, la suavidad
del esfuerzo y del trabajo, el cariño por el amor y la amistad, la
pureza de la inteligencia, la grandeza de la humildad y el poder del
amor.
    -¿Sigues pensando?
    -Pensar en ti es inaudito; vivo por ti, es más sensato.
    -Es más fácil recordar.
    - Te tengo en mi mente siempre, en todo lugar, en todo
momento, en toda acción que hago; eso es más fácil.
    -Apenas entendible.
    -Mi vida gira entorno a ti: incluso la fuerza más inagotable es
fácilmente mansa al verdadero amor de una mujer.


                                  45
-¿Qué harías?
  -Hasta imposibilidades me provocas creer, mujer.
  -¿Eso te enamora?
  -Tu equilibrio y perfección.
  -Son virtudes de los ángeles.
  -Tú, mujer, eres un ángel. Eres la verdadera salvación del
hombre.
  -¿Lo dudas?
  -Lo que ha sido, es y será mi vida es por ti y para ti.
  -De acuerdo Corazón. Tu vida, que es la mía, es igual.
  -Gracias, Razón.”

  Entonces descubrí absorto en quien pensaba mi corazón y
como mi razón lo guiaba correctamente en su dialéctica.

   -Madre, tú eres mujer.

                                                              FIN
                                                          18-V-08




                                 46
APARIENCIAS

   Cuentan los trovadores que en una vieja aldea, más allá
de la historia, en el principio del tiempo, hubo un humilde e
inteligente rey cuya ciudad era la mejor entre las pocas que
había y cuyos ciudadanos le tenían un grato respeto. Tenía
por esposa –aunque no era la reina, porque todavía no se
había inventado esa palabra, mucho menos ese cargo- una
mujer que de belleza estaba lleno su interior porque o han de
mentir los narradores o los dioses crearon a esta mujer con
tanta inspiración que se les agotó en el momento de hacer su
cuerpo. Esta pareja, unida por votos matrimoniales creados
en un extraño género divino ¿o diabólico?, vivía tan cómoda
y feliz: él dando paz y prosperidad a su pueblo, enamorado
de lo que no se veía en ella; ella, admirando en su esposo
una hermosura como nunca se ha visto en algún hombre en
la historia de ese pueblo incluso hasta nuestros días.
Parecería una pareja inseparable, aún por el tiempo.

   Un día, mientras el rey recorría las calles solo como tenía
de costumbre hacer una vez a la semana, fue perseguido por
una mujer que no existía, que nadie veía ni escuchaba, una
mujer que sólo él podía sentir, ¿tal vez con ayuda de otra
dimensión? Ella tenía una lindura envidiable por cualquier
hembra que la viese, parecía ser, simplemente, lo contrario
que la esposa de su objetivo, el rey. En la tarde, luego de
muchas horas de persecución sin intenciones suficientes de
escapatoria, el caballo del rey se detuvo bruscamente como
por alguna fuerza invisible ¿o tal vez un muro transparente
puesto allí por aquélla? El jinete, salió empujado hacia arriba
del animal y cayó algunos metros al lado; luego que lograra
reincorporarse, medio muerto, volvió a caer cuando vio a esa
mujer aparecer frente a su animal con mirada tentativa.

  Despertó sobre nubes negras, brillantes y acogedoras,
como un pacto benevolente con el sol. Caminando perdido,
encontró a la mujer que en sueños deseaba, el complemento


                               47
de su esposa, a la belleza que sólo imaginaba en el alma de
su esposa. << ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué estuvo hace un
tiempo donde caí?>> Ella seguía junto a él, provocándolo.

   -¿Quién es usted? –Preguntó él buscando claridad, por
fin, en tan confortable oscuridad.
   -Bésame –le respondió ella, dejándose caer en sus brazos,
intentando juntar sus labios con los de él.

   Se rehusó y despertó nuevamente. ¿Un sueño? ¿O era en
verdad una experiencia real muy extraña? Se acomodó otra
vez en su caballo y emprendió viaje regreso a casa. A saber,
luego de ese trance, estaba en muy buen estado físico. No le
interesaba como había sucedido, pero esa inusual situación
la volvería a vivir porque tal belleza tangible, comparada
con su mujer, es lo que todo hombre desearía poseer.

   La esposa del rey, nunca se enteró de aquel terrible
acontecimiento y algunos días después volvió a ocurrir la
misma acción.

    -¡Otra vez usted! ¿Qué quiere de mí? –Él había
comprendido, desde la primera ocasión, que se hallaba en
un trance entre la vida y la muerte; que había escapado de
allí gracias a su voluntad, más que al amor. ¡Y otra vez! ¿Qué
haría esta vez? Es muy difícil evitar la tentación por lo
desconocido, por lo atractivo.

   -Bésame –repitió ella, tras el mismo objetivo que la
anterior vez. ¿Sería tan fuerte alguien como para resistirse? –
Ven, bésame y quedémonos juntos por siempre. Mira dónde
estamos, mírame; ¿qué hay mejor que esto?

   Por la mente del rey, pasaron a la rapidez del
pensamiento las imágenes de su caballo, su aldea, su
mundo, su esposa; cortó sus cavilaciones con la mujer que
tenía al frente, ¿o era un ángel? No se sabe qué pudo haber


                               48
pensado el rey, qué aquélla mujer, o qué pasaba mientras en
la casa con su esposa. El rey, dando valor a su humanidad,
fue débil. Se acercó a la mujer y la besó. En ese preciso
instante toda su vida fue borrada de su alma mientras ésta
era arrancada con calor de su cuerpo, olvidó sus recuerdos y
todo lo que había sido hasta entonces. La mujer, cambió de
apariencia y se transformó en un ser horripilante y
temerario. Él visualizó su futuro, no tenía escapatoria. La
verdad, la mujer hermosa e irrechazable era la muerte, que
quería poseer al rey como diera lugar.

   Es ésta (porque en el universo todo se repite en ciclos,
eras; y lo que fue, volverá) una historia, finalizaban los
narradores, muy similar a una aún mas antigua que contaba
sobre un ser que dio origen a las apariencias, un hombre que
reveló la torpeza –desde entonces se dice que el torpe se guía
de apariencias que lo engañan- y de una mujer que tuvo el
privilegio, gracias a su belleza invisible, de vivir
eternamente con nosotros: ella es la inocencia, madre del
amor.

                                                         FIN
                                                     10-VI-08




                               49
50
RETROSPECTIVA

   Yacía frente a los pies de Arturo un hombre muerto. Lo
miró detenida y curiosamente tratando, tal vez, de reconocer
el cadáver de alguien conocido. Sin embargo sentía que esa
muerte tenía alguna relación con él en algún sentido. Se
acercó al cuerpo para comprobar su muerte cuando se
asomó un policía y le dijo:

   -Está muerto. El médico se acaba de marchar; la familia
ya viene. El féretro está listo.

  Profundizó la mirada.

  -¿De qué murió? –Preguntó Arturo.

  -Suicidio, parece… ¿Lo conocía usted?

   Entonces Arturo se dio cuenta que no importaba. Estaba
en el lugar equivocado en un momento inapropiado.

  -En absoluto –aseguró y escapo de ahí.

   Avanzó su camino hacia la izquierda, observando, como
a cada paso, todo alrededor parecía envejecer. Pasó frente a
una iglesia y entró. Había un matrimonio allí.

   -¿Aceptas a este hombre como legítimo esposo para
amarlo siempre y en cualquier situación…? –escuchó decir al
sacerdote.

  -Acepto –pronunció firme esa joven hermosa.

   En aquél momento, Arturo sintió que ese matrimonio
tenía alguna relación con él en algún otro sentido. Él era
casado, así que después de un poco de nostalgia para sí que
le causó tal evento, salió pensando en que ojala el


                              51
casamiento tuviera éxito. Le deseaba felicidad a la pareja de
novios.

   Continuó caminando entre, igual que antes, el mismo
paisaje avejentado. Vio un gran hospital. Salía una mujer y
un hombre con un bebé entre sus cuerpos. ¡Ah! ¡Qué
criaturita más bella! Su rostro semejaba una suave imagen de
un ángel y sus ojos y su piel eran tan claros como el medio
día en primavera. Arturo sintió que esa nueva familia tenía
alguna relación con él en algún sentido. Estaba por dejar el
lugar cuando el bebé, con gesto amistoso, lo miró con sus
ojos azules y brillantes y le regaló una tierna sonrisa.
Entonces, este hombre, que siempre había sido fiel a la niñez
devolvió la simpatía y se marchó.

   “Caminante, no hay camino al andar” pensaba mientras
seguía y sus encuentros con situaciones tan acogedoras
continuaban. Vio, mas tarde, como un hombre perdía sus
padres en un coche estrellado que estaba por llegar al hogar
luego de una noche cultural. Sentía que esos padres no
debían morir y dejar huérfano un joven que hasta ahora salía
del cajón de la adolescencia. Pero sintió aún más que ese
joven y su desdicha tenían una relación con él en algún
sentido.

   La visión del recién huérfano y el accidente lo puso muy
sensible y quiso correr. No obstante, no cambió de rumbo y
encontró una pareja de jóvenes enamorados que disfrutaban
del placer del primer sexo entre las nubes del amor. Sí,
estaban en una habitación; Arturo los vio en siluetas de
sombras a través de las cortinas. Se excitó también pues,
nuevamente, sintió que esa cita tenía una relación con él en
algún sentido. ¡Qué extraño!… Extraño como creía Arturo
ver la misma mujer en la boda, el hospital, y ahora.

   No cambió de rumbo ni paró de caminar; no estaba
cansado aún, a pesar de lo mucho recorrido.


                              52
Anocheció y en esa oscuridad salvaje percibió que había
llegado a un final. Ya no tenía salida. Estaba en un punto, el
cual parecía no llevar a ningún lado. Sólo una gran casa
enfrente era lo que Arturo alcanzaba a ver y como provenían
de ella gemidos de un recién nacido. Sonaban igual al
pequeño de ojos azules de antes. ¿Por qué creía que ambos
niños podían ser el mismo o muy cercanos? La misma
relación que ha sentido durante todo su viaje, la sintió con
este bebé y la sintió como si debiera entrar a esa casa y verlo
todo.

   Entonces se le ocurrió un pensamiento que, por ilógico y
porque su inteligencia lo desvanecía, desechó de una vez por
no tener argumentos para parecer cierto y casi
irracionalmente y sin voluntad, dio media vuelta y
emprendió marcha atrás.

   Regresó a su casa, su hogar, su refugio. Entró a su cuarto,
se acostó en su cama y acomodó el cojín bajo su cabeza.

   Recordó este día y todo lo visto. Retorno a casa, sus
encuentros no fueron menos sensibles: un grupo de niños se
despedía de su amigo que se marchaba del país y él vio
como se abrazaban y divertían sin saber que jamás se
volverían a ver; una ceremonia de graduación en la
Universidad donde un joven era admirablemente felicitado
por profesores y compañeros; una mujer con mucho estilo
que acompañaba siempre cada evento; un aparente
inteligentísimo y astuto líder que manejaba con mucho
poder y rectitud cierto territorio; un funeral en medio de una
plaza donde cientos de ciudadanos lloraban la partida de un
héroe.

   Arturo tapó con su sábana blanca su cuerpo débil y
pálido hasta el último pelo y recordando aquel pensamiento
que había desechado en su caminar, orgullosamente


                               53
resignado concluyó que no valía la pena volver a vivir. Yo
creí que había notado mi presencia, pero no. Cerró sus ojos y
cuando los abrió nuevamente, estaba en un mundo
diferente, en el mío.

                                                        FIN
                                                    25-XI-09




                              54
ALGUIEN SE CONFIESA

    Una noche alguien ha leído muchas mentes. Lo que letra
tras letra, nacida en sus cerebros y transmitidas a sus manos,
se ha plasmado en hojas de papel o de bytes por mentes de
artistas o pseudoartistas -en todo caso, talentosos- que dejan
la realidad en la ropa de trabajo y llegan a sus hogares y se
sientan o se acuestan y se inspiran mientras cambian de
vestido y hacen de este mundo un lugar donde todo es
posible, donde todo es creado y controlado por ellos, donde
la imaginación reina...

   -... ¿Es este el mundo que yo quiero? -se resigna siempre
alguien en cualquier lugar-.

   Es un mundo fantástico, ideal. Pero somos reales, no debe
negarse y donde vivimos lo que reina es la ambición. No es
muy diferente del mundo de esos artistas: alguien crea,
alguien controla, alguien reina.

   Aquí vive alguien y aunque anhela, como Orfeo no mirar
atrás, esa magia, lo que busca es tal vez algo de ese poco de
ambición que no dé paz y tranquilidad, felicidad y
prosperidad,     satisfacción    y     éxito,   amor,    etc.,
pero proporcionará precisamente eso: un reinado.

                                                          FIN
                                                       04-I-09




                               55
56
HISTORIA DE UN ASESINO

   Esta es la historia de un asesino cuya personalidad tenía
más defectos que valores. Su nombre era Enrique y en sus
prioridades no estaba el comprender acerca de este tema. Él
simplemente era un hombre a quien le gustaba la soledad y
tanta gente le repugnaba así que prefería no mirarlos. Sin
embargo, para llevar una vida normal es imposible vivir
aislado de los hombres; si así fuese, iría en contra de la
normalidad natural de la vida. Enrique mataba siempre a
quien encontraba su mirada.

   Cuando era niño, no tenía amigos y en cambio golpeaba a
compañeros, vecinos y desconocidos (una que otra niña
sufrió por sus agresiones tormentosas). Su padre entonces lo
castigaba muy fuerte.

   -Muérete –le gritaba entonces a su padre luego de cada
golpiza-. ¡Tú mataste a mi mamá!

   -Hijo: no digas tonterías, yo no la maté –decía su padre
con sinceridad y tristeza que salían de lo más profundo de
su corazón lagrimeado.

   Su historia comenzó al mismo tiempo que su
adolescencia. Una tarde salió a caminar por las calles del
pueblo y vio una joven campesina con su cabello negro
trenzado, su falda larga y colorida que sobresaltaba, a pesar
de su frondosidad, sus caderas anchas que sostenían una
cintura que asomaba un ombligo provocativo y sensual; sus
hombros rosados por el sol pronunciaban la decencia y
delicadeza de la señorita, y su rostro, a pesar de la sombra
de su sombrero, dejaba ver la silueta tierna y bella de sus
facciones. Ella también lo vio, pero la mirada que le dirigió a
Enrique –la única que penetraría sus profundas pupilas-,
totalmente contrario a él, llevo consigo otro sentimiento:



                               57
repugnancia. Así, Enrique, comprobó una vez más que su
odio hacia el resto de los hombres era inevitable.

   A partir de ese cruel instante, su visión acerca de la
humanidad cambió y decidió no tenerla cerca. Se acercó
lentamente a la joven mientras admiraba más su hermosura.
Le agarró el cuello y alcanzó a levantarla varios centímetros
del suelo. Para ser tan delgado, Enrique era muy fuerte.
Sosteniéndola en el aire, brevemente la lanzó hacia el suelo
con muchísima energía y le dio tantos golpes a lo largo de
todo su cuerpo que su muerte, según se sabría después, se
debió a estancamiento en las vías circulatorias. Su piel
blanca quedo hinchada y oscura y su perfecto cuerpo fue
deformado con tumores y huecos. Huyó en menos de un
minuto y varias horas más tarde, ya de noche encontraron el
cadáver aunque nadie sabía quién ni por qué habían matado
la hija del juez.

   Pasaron algunos años y asimismo el número de
asesinatos. Habían incrementado en un trescientos por
ciento y cada muerte era diferente a la anterior, desde armas
de fuego, cuchillos (grandes, pequeños, anchos, delgados,
encorvados, rectos, con filo en la punta, doble filo, etc.),
golpes, asfixias, hasta quemados y triturados. ¿Quién era el
autor? Por supuesto, Enrique. Pero nadie, en la investigación
logro señalarlo.

   Sucedía que siempre Enrique caminaba por las calles y no
miraba a nadie… Pero rara vez levantaba su vista y si se
daba cuenta que alguien lo estaba viendo a los ojos (¡qué
destino tan trágico y sangriento el que desafortunadamente
le espera!), entonces él lo mataba con una de sus
innumerables técnicas que parecían ser infinitas. Tal vez si
mientras caminaba no hubiera escondido sus ojos, hubiera
visto a todos los que caminaban también y se hubiera
percatado que lo miraban más de lo que creía, las muertes
serían diez o más veces numerosas y sus formas de muerte,


                              58
quizás, ya no parecerían infinitas. Enrique fue el mayor
asesino que conoció el pueblo en su historia. En sólo tres
años la Muerte recibió quince mil nuevas víctimas.

    Las investigaciones profundizaron en las víctimas,
quiénes eran los muertos, cómo habían muerto, qué hacían
justo en el momento de su muerte, dónde habían caído. Por
encargo del juez hicieron lo mismo con cada una de los
fallecidos y relacionaron todo acerca de ellos, las escenas del
crimen, las semejanzas en los diferentes aspectos analizados,
las familias, todo. Una investigación excelente, sin lugar a
dudas. Pero aún así descubrir el asesino era muy difícil.

   Cuando pudieron descubrir a Enrique, prepararon la
mejor estrategia que pudieron crear para capturarlo. Una
noche, lo encerraron en un callejón más de diez oficiales y
soldados. Se echó en el suelo como resignado, de rodillas en
un charco y el mentón en el pecho mientras todos le
apuntaban y el jefe le ordenaba que se diera por arrestado y
le enunciaba sus derechos como criminal. Enrique no
levantaba su mirada y justo cuando el grupo pensó que se
daría por vencido, los miró a los ojos y dejo rodar un disco
explosivo que devastó a los hombres en segundos. Corrió y
salvó su vida algún tiempo, no más.

   Pero su final estaba muy cerca y, de hecho, fue rápido. El
juez había cambiado las órdenes:
   -¡Mátenlo!

   Quería tener el cuerpo de Enrique para encargarse él,
personalmente, de la venganza por su hija y del castigo por
sus sangrientos actos. Pero, ahora, comprendida la angustia
de los habitantes, optó por la eficacia.

   El cuerpo del ejército, leal como ningún otro, servicial y
entregado al honor y al pueblo igual que a sus familias,
luchadores hasta la muerte, defensores de las leyes y la paz,


                               59
capacitados para cualquier tarea, como un ejército casi
perfecto de humanos que estaban por encima de las
dimensiones normales de cualquier hombre, preparó una
emboscada sin posibilidad alguna de error.

   Con la luna en el cenit, en casa de Enrique, con la ayuda
de su padre (al que le habían mentido afirmando que sólo lo
arrestarían, para lo cual, requerían, por facilidad, el sueño de
Enrique), que había conseguido que durmiera toda la noche,
un pelotón desalojó el lugar sacando al padre del hogar y
obligándolo a dejar a su hijo dormido y encerrado a merced
de los soldados. A unas varias decenas de metros, los
soldados empezaron el fuego. Mientras brotaban de los ojos
del padre lágrimas que hundirían el pueblo si no se secaran
al deslizarse, las armas rugían desgarrando bombas y
cañones sobre los muros incandescentes que habrían de caer
sobre el cuerpo de Enrique quemándolo y aplastándolo.

   En esos últimos instantes, Enrique recordaba, o más bien
recitaba aquél cuento, del mismo autor que esta historia,
que, en su época bohemia, leyó y le causó gran admiración
porque pensaba que esa era la mejor forma en que debería
finalizar su existencia:

   El reloj, segundo a segundo que me arranca de la vida para dar
cuerda a sus engranajes que dictan una hora que no existe, un
invento más del hombre, con su cruel tuc cada sesentava parte de
minuto, me obliga a pensar en sincronía con él:

   -Mal-di-to-re-loj-me-es-tás-ma-tan-do-con-ca-da-se-gun-do-
que-pa-sas...Es-to-nun-ca-a-ca-ba-rá-¿ver-dad?

   Y en mis últimos instantes de agonía, el reloj despiadado que no
se detendrá nunca, con sus agujas como espinas envenenadas con
cicuta, que en cada segundo desgarran de mi ser la vida misma, me
dice al ritmo de su tuc bien medido, como sin sentimientos, con la
misma frialdad del invierno y con la superioridad que le regala la


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Compilación

  • 2. 2
  • 3. PRÓLOGO: La grandeza de una pequeña Había una vez, en un mundo lleno de oposiciones: de bondad y maldad, de pobreza y riqueza, de amistad y soledad, de inteligencia e ignorancia, de negligencia y sabiduría, una joven, una gran joven nacida en el hogar de una buena familia. Luisa, creció en medio de las caracterizadas contrariedades de su mundo. Así, de manera involuntaria, su personalidad fue marcada por una bella y única mezcla de valores y defectos, de sentimientos, de bendiciones y maldiciones. En ese mundo, más real de lo que podría imaginarse, Luisa Páez sobresalió ante los demás seres y fue superior a ellos debido a su gran conocimiento acerca de cualquier experiencia. Sabía tanto como había vivido porque aprendía de cada situación por la que se encontraba. Cuando apenas era una adolescente se atrevió a gobernar ese extraño mundo, haciéndolo con increíble y exquisita experiencia, provocando una envidiada admiración por parte de cientos de personas. La mayor parte de su vida la vivió, con V de valor y valentía, sin miedo a repetirla, como reina de muchos hombres cuyas vidas eran lo que Luisa quería. Lo único que ella quería para esos cientos de habitantes traviesos de ese taciturno mundo, que vivían conforme a ella, era lo mejor que no es otra cosa que lo mejor para ella. Su belleza era tan sensible que no le fue difícil hallar el amor. Aunque su niñez fue humilde y su juventud pudiente, repitió lo aprendido de sus padres: tener una hermosa y humilde familia; lo hizo con ese gran hombre con quien se casó a temprana edad. 3
  • 4. Su vida fue corta y murió b sin conocer la adultez. Sin embargo, fue tan memorable que su recuerdo será llevado con honor por este inspirado escritor que encontró en la vida de Luisa un corto cuento y una gran enseñanza que practicará inherentemente toda su vida: la amistad. Javier Andrés Daza Narváez 26-II-07 4
  • 5. EL VIAJE DE LOS COLORES Y sé que las historias, que son parte de mí como piel que se deshace en las páginas y como sangre que queda en cada personaje, volverán a mí, como debe ser. Las historias van al escritor que ellas escogen para ser contadas. Y justamente ha venido una historia a mí y espero tener el tiempo para contarla... Ese día se levantó muy temprano y llamó a su amigo para acordar la hora de encontrarse en la tarde y empezar su viaje. Tomó su baño diario y, como de costumbre, por ser el tercer día de la semana, lavó su cabello hasta el punto que al medio día brillaría tanto como los chalecos de los motociclistas que semanalmente andan de noche en grandes grupos por las autopistas de la región. No pensó, mientras se vestía, que su cabello tan largo y brillante no volvería a verse igual en mucho tiempo y que en un mes, mucho de él se caería enredado entre el pasto y la tierra de las montañas. Ya tenía lista su maleta para el viaje desde hacía dos días, pero eso no le evitó hacer una última revisión pues le gustaba asegurarse que no lo faltara nada. Pero se iba a dar cuenta que sí le sobraba mucho en el equipaje pues para estar en medio de la selva y vivir como sólo se hubiera podido imaginar su vida hace unos setenta u ochenta años, no necesitaría más que comida, ropa y una buena compañía. Por primera vez, Silvia estaba sola en su casa y, cuando el miedo la acechó, alcanzó a pensar si era mejor idea quedarse y aprovechar tal situación para un golpe de inspiración y de creatividad; alcanzó a pensar si mejor esperaba que alguno de sus familiares llegara; alcanzó a pensar si sería igual de oportuno viajar otro día. En fin, pensó tanto que al final no decidió nada y simplemente se retrasó. Su hermano llegó y eso le dio un poco de calma. 5
  • 6. -Me voy ya. –Le dijo mientras desayunaban juntos y no dijeron nada más. Cuando terminaron, Silvia se equipó con su pesada maleta y abrazó fuertemente a su hermano. -Diviértete mucho... Y piensa. –Le dijo él y ella se fue. Santiago, su hermano, la envidió un minuto. Envidió no poder salir de la ciudad y conocer las montañas, caminar por carreteras de piedra y entre casas quintas en los pequeños pueblos de los alrededores de la ciudad; envidió no dormir en la misma cama todos los días, no levantarse temprano siempre bajo la misma ventana, no ver la misma niebla contaminada y no pensar, ahí acostado, pues siempre le hacía falta tiempo. Mientras tanto, Silvia empezaba a olvidar sus cotidianos pensamientos y a imaginar con nervios lo que sería una gran lección aunque ella estuviera algo temerosa de viajar. La cita con su amigo era al otro lado de la ciudad, así que tomó el bus en la estación ubicada cuatros cuadras al norte de su casa y tuvo que esperar más de una hora para llegar donde su amigo, cuando incluso en bicicleta, hubiera podido tardar media hora. Llegó a un parque y ahí estaba su amigo Tomás, esperándola. Discutió un poco con ella por llegar tarde, mas no tenía sentido tal discusión si todavía tenían muchas horas antes de salir de la ciudad. Silvia amaba el café y, presintiendo que sería la última oportunidad que tendría en muchos días, le pidió a Tomás que la invitara a tomar uno. Él la llevó a un escondido y elegante lugar en el centro de la ciudad, donde sólo hay cuatro o cinco mesas y nunca ocupadas. El café que preparan ahí es literalmente artístico, delicioso y reconocido en el mundo. Cada uno tomó una taza y, aunque eran el mismo café, sentían que tenían diferentes recetas en su pocillo; no era para más si cada uno tenía un dibujo diferente sobre su crema. Disfrutaron mucho la música folclórica de fondo y las artesanías olvidadas en las estanterías del casón mientras arreglaban mínimos detalles del viaje, que terminarían siendo inútiles porque la aventura era sorprendente y se 6
  • 7. encontrarían con muchas situaciones inimaginables que jamás hubieran podido planear o, incluso, aprender en libros y en sus clases universitarias. Se acercaba el atardecer cuando iban caminando por una popular avenida del sur y el cielo, por causa de la polución y la inconsciencia ciudadana, se veía como el arcoíris, en una de esas tardes que sólo en esta ciudad pueden apreciarse: en el horizonte, donde las montañas no alcanzan a verse, el sol apenas llegaba a su último punto y su entorno se veía amarillo, que se iba enredando con el azul del azimut (donde también estaba la luna llena), mostrando un verde como el de las auroras boreales de Canadá e Islandia. Pero el cielo parecía una bandera con franjas azules, rosadas, violetas y manchas grises nubosas que se unían todas al rojo intenso que hacía ver las boscosas montañas como imponentes volcanes en el cercano oriente de la ciudad, cerca donde Silvia y Tomás se hallaban. Se detuvieron a tomar algunas fotos con la cámara que ella llevaba. Al seguir el camino, no mucho tiempo después los recogió el bus que los llevaría afuera de la ciudad. Allí debían caminar unas horas más hasta llegar al municipio donde se encontrarían con Gabriel, quien sería su guía por haber viajado ya una vez a la sierra, porque en este país se tiene la valentía de creer que con algo de experiencia ya se es experto. Gabriel era amigo de Tomás y éste lo presentó a Silvia quien al poco tiempo se sintió atraída. Gabriel era un joven de veintitrés años que trabajaba como guardaparques para el país. Era calmado, reflexivo, tolerante y muy sensible. En sus estadías en los bosques, selvas, ríos y playas donde había trabajado aprendió que cualquier instante es bueno para expresarse, que la memoria es un regalo que debe apreciarse haciendo un uso compartido de ella, que el clima afecta directamente los sentimientos y que no hay algo que haga llorar más a un hombre que sentirse solo. Sí, había llorado en el bosque, bajo 7
  • 8. la lluvia, en la selva, en el río y en el mar, pero nunca nadie lo había visto, hasta que Silvia lo encontró una vez entrando a un manantial con una lágrima escurriendo de la mano. Gabriel era muy cauteloso y más que por su trabajo, era su forma de ser la que siempre lo mantenía preparado para todo. Estaba en ese pueblo porque recientemente lo habían invitado a hacer una investigación en la sierra. Era un lugar en el que había estado una sola vez y, pese a lo mucho que había aprendido sobre él, a su experiencia y a que tenía un plan muy organizado, tenía algo de terror por el viaje. No fue otra la razón por la que invitó a Tomás a la tierra de la serranía. Le habían advertido de las infecciones o enfermedades que podrían contraer en medio de ese ambiente, de las probabilidades de perderse dentro de alguna selva, de lo difícil que resultaría caminar en algunas ocasiones, de la gran oscuridad en las noches, de la presencia de guerreristas en toda la región, y principalmente, del peligro de no volver. Era un viaje que requería necesariamente un guía, incluso para Gabriel. Pero fue necesario tratar a Gabriel como un valioso tesoro pues él transmitía mayor confianza en el aire para volver seguros. El guía se quedaría en la sierra: haría su labor acompañado por Silvia y Tomás y tendría que quedarse trabajando durante cinco meses. Cuando llegaron al pueblo, durmieron en una misma habitación una sola noche en un hotel. Tomás durmió toda la noche como si fuera la última vez que iba a hacerlo, Gabriel apenas descansó y Silvia sufrió un inusual insomnio y se pasó toda la noche mirando y analizando a Gabriel. Confiaba en él y sentía ansiedad de ver el viaje y todos los paisajes en caminatas lideradas por él. En la mañana salieron a desayunar a un viejo restaurante en la plaza. Comieron pan recién horneado, caliente y suave, con café molido esa misma mañana en las fincas de los alrededores. La gente estaba por montón en las calles, en el mercado y visitando sus vecinos. Eran personas madrugadoras, laboriosas, 8
  • 9. amables y muy pacíficas. Silvia se sintió extranjera, pues nunca había visto tanta gente sonriéndose mutuamente al caminar sobre una calle. La ciudad que había dejado el día anterior era tan fría y cruel que hacía a sus habitantes solitarios, desconfiados, temerosos y competidores de los otros. Había, ciertamente, un mito en la ciudad y era que los pueblos lejanos, en especial los de la región de la sierra eran pueblos violentos, cuyos jóvenes eran delincuentes y acostumbrados al crimen. Al menos para Silvia era al contrario. En la ciudad asesinan alguien cada noche, roban y para eso hieren, pelean y usan los gritos y golpes como mayores argumentos; eso sin hablar de los delitos que se muestran en la radio o en la televisión, esos sí acostumbraron a los ciudadanos al crimen, a la injusticia y a la violencia. En el pueblo, la gente se ayudaba entre sí y parecían tener hábitos amorosos y religiosos. La violencia en ese pueblo y en todo el departamento sí existe, pero no viene de esas calles; proviene de las selvas y de los guerreristas que se esconden del pueblo en medio de la naturaleza porque son cobardes y sólo pelean cuando tienen ventaja mientras destruyen lo que por natura hace bien a los demás. Esto lo hablaban un par de ancianos en la mesa ubicada detrás de donde ellos estaban y, casi de manera unánime, todos en silencio reflexionaron mientras escuchaban. Tomás pensaba que tenían razón igual que él, mientras Silvia se asombraba al escuchar que los ancianos estructuraban sus frases muy bien y respetaban la discusión con pausas respetuosas y modales sofisticados que ya no se veían en su ciudad. Gabriel rompió el silencio y les dijo en voz baja: -Ellos son un pintor y un artesano. Se llaman Miguel y Roberto. Miguel ha decorado casi la mitad de las casas de este pueblo y Roberto trabaja en su finca, sobre esa montaña –y señalaba por la puerta, al sur, una loma donde se veían unas pocas casas muy distanciadas sobre ella-. Los hijos de ambos se fueron a la ciudad a estudiar y ambos son viudos. 9
  • 10. Silvia le preguntó por qué los conocía y Gabriel le respondió que no los conocía; había visto sus fotos en una página del periódico en la que hacían un reconocimiento a la amistad que llevaban por más de setenta años. Al terminar su comida, hablaron sobre el viaje y el plan que tenían. Gabriel les explicó que saldrían al mediodía en un bus y que al atardecer llegarían a un bosque donde podrían pasar la noche en carpas. Todos durmieron sentados en el bus y desperdiciaron la oportunidad de ver las hojas doradas de los árboles golpear las ventanas de los carros y el suelo, al ser tumbadas por el viento. Desperdiciaron también la oportunidad de verse sumergidos en la más espesa niebla que pudieran atravesar en todo el viaje. A dos mil novecientos metros de altura irían a sentir mucho frío estando atrapados en una niebla enorme que cubría toda la montaña; pero aquélla no era la mitad de pesada de la que cruzó el bus mientras ellos dormían. En la noche, ya con insomnio, prendieron una fogata. Tomás tomó algunas fotos al fuego y a las siluetas negras de las ramas enredadas de las altísimas montañas que perdían sus cimas con las estrellas. Clavaron sus carpas alrededor del fuego, lo suficientemente cerca para no sentir frio, pero debieron tener más precaución pues un tronco encendido que resbaló casi incendió la carpa de Tomás. Por suerte se apagó mientras rodaba por la húmeda tierra sobre la que se encontraban. Era una noche única. Gabriel estaba concentrado en todos los ruidos que podían escucharse: las gargantas de los sapos croar y las hojas moverse por los saltos de los insectos. Pensó escuchar también algún siseo y ese sonido sí lo reconocía pues una vez, estando en las costas selváticas y húmedas del pacífico, vio correr todo un grupo de pequeños niños cuando estaban jugando fútbol y vieron una serpiente de unos tres metros arrastrándose velozmente sobre la arena. Sintió algo de miedo, como aquella vez con los niños, sin embargo sabía que una serpiente no se acercaría a un lugar con un fuego tan alto. Apartó ese sonido de su mente y concentrándose 10
  • 11. obsesivamente en la llama de la fogata, escuchaba la madera tostarse, algunas chispas y el movimiento presumido del fuego; escuchó a lo lejos un piano pero sabía que estaban muy lejos del pueblo. Se dio cuenta que ya estaba empezando a soñar y que no valía la pena seguir luchando contra el insomnio. Silvia sintió vergüenza debido a que su guía estaba dando la impresión de no tener mucha energía y si no era él quien los guiaba con un buen horario, tardarían el doble en llegar a la serranía. Por otro lado, tuvo lástima de no discutir esa noche con él sobre astronomía o botánica o de cómo la mitad del valle se alcanzaba a iluminar un poco gracias a la luna llena y a la cantidad de luces en el cielo, incluso a esa gran nube larga y brillante que poco se ve en la ciudad y que es donde más estrellas hay. Tomás por su parte, quiso iniciar una conversación con Silvia, pero ella disimuló estar dormida para no perder su concentración. No durmió en toda la noche, pero estuvo muy aburrido porque lo único que quería esa noche era hablar y quién mejor compañía para eso que Silvia. En adelante hablarían todas los noches mucho tiempo, antes de dormir, pero aquella noche no; aquella noche Tomás extrañó la ciudad. Extrañó jugar billar con sus hermanos cada noche, luego de la cena, en el salón del segundo piso de la esquina de la calle donde vivían, desde donde siempre veía a Juana Catalina leer sentada sobre la cama en la casa del frente, en la ventana que daba a la calle también. Extrañó lo gracioso de caminar en los centros comerciales y escuchar las insignificancias que dicen las personas, cómo todas hablan sólo de colores, precios y fuerzas que los arrastran como el agua de los ríos. Extrañó sus papeles y las historias que llevaba escritas en ellos, los lugares que le dieron origen a esas historias, las luces de los edificios y la música que siempre oía mientras dormía. Extrañó, sobre todo, su restaurante favorito por el fuego y el carbón que quedaron junto a su carpa, que le recordaron el exquisito y jugoso sabor de la carne que religiosamente iba a comer una vez al mes, siempre con un invitado o invitada diferente, y a las botellas de vino 11
  • 12. guardadas en su casa que deseaba tomarse con su vecina, con sus hermanos o con Silvia; fueron costumbres que tomó desde los diecinueve. Mirando toda esa oscuridad, no hacía más que desear quedarse dormido, estar en su casa leyendo o, al menos que Silvia despertara. No pensó que toda esa oscuridad iba a darle cientos de hojas de poesías que escribiría al regresar a la ciudad. Toda esa oscuridad era más visible de lo que parecía, porque al verla detalladamente, podían distinguirse, en las sombras, las texturas de cada especie diferente de plantas y árboles. Las hojas de los helechos se ondulaban con mayor velocidad que las de los almendros y las flores podían verse tenuemente más claras. Al amanecer, Tomás agradeció infinitamente no haber dormido y poder apreciar todos los colores que tenía el bosque. Silvia disimuló dormir, pero tampoco lo hizo, no de la manera normal en que lo hacía en la ciudad. Cuando vio a Gabriel quedarse dormido, recordó un cuento que leyó en su infancia, en el cual un joven ingería pastillas para dormir y en sus sueños volaba a todos los lugares que conocía y cuando despertaba seguía yendo a más lugares nuevos para tener siempre un lugar al que ir mientras dormía. Cuando Tomás empezó a hablarle, ella quiso con toda su voluntad estar nadando en el río ubicado en el pie de la montaña, donde pudiera divertirse sin tener que abrir la boca. Trató de imaginarse en el río y se vio allá, de día porque la noche la asusta si se combina con agua. Por un segundo fue consciente de que estaba en la montaña y en el río al mismo tiempo. Sin perder la calma, regresó a la fogata y se vio a ella misma acostada dentro de su propia carpa, unida a sí por medio de un delgado hilo dorado. Había cumplido el sueño que tenía desde niña de volar y salir de su cuerpo. Regresó al río (volvió a salir el sol), se bañó mucho tiempo ahí, luego voló otra vez hacia el pueblo donde habían estado en la mañana, anduvo por todas las calles del pueblo, miró, a través de las ventanas, cada casa y cada habitante en ellas, se 12
  • 13. sentó sobre la fuente de la plaza, se elevó tanto que vio todo el pueblo diminuto y volteó la cabeza y vio todas las estrellas encima suyo, descendió lentamente, mirando las estrellas alejarse y bajó a su casa, acarició a su madre que estaba durmiendo, vio a su hermano haciendo música y se llevó esa melodía de regreso a la fogata. Sintió el peso del cuerpo otra vez. Cerró los ojos y vio una llama de color violeta que de inmediato le proporcionó calma y se relajó. Dispersó toda la llama sobre su cuerpo mientras escuchaba la música de su hermano. Abrió los ojos y Tomás estaba de pie, apagando la fogata porque quería tomarle fotos a las cenizas, al sol, al brillo del río y a todo lo que el alba les había traído. No estaban muy lejos de los llanos así que una vez recogidas sus carpas y sus maletas, se dispusieron un descenso de tres horas para llegar a la ciudad cálida. Los esperaba un piloto de una avioneta quien además tenía bajo su casa la mitad de la tierra del pueblo serrano. Fue un vuelo corto pero aterrador pues las hélices del frente quebraban la lluvia y las dispersas nubes grises, moviendo todos los pasajeros de lado a lado. Tomás sufrió de sordera por tres días debido al fuerte sonido de la tormenta y de los motores girar; según él “ese avión estaba triturándoles los oídos”. Silvia, en cambio, contó cada nube que pasaba por su ventana y estimó que con tal lluvia podría desbordarse el río que visitó esa madrugada en su vuelo. Gabriel, aficionado a los aviones hacía la labor de copiloto del viaje y era muy eficaz: supo rápidamente cómo encender las luces para aterrizar, cómo dar vueltas al timón hasta que el avión quedará centrado en la pantalla del radar del puerto y lo condujo a lo largo de toda la calle al lado del pueblo. Esa era una delgada y larga pista cementada a un kilómetro de distancia del pueblo. Las demás calles que podían formarse estaban llenas de arena y huecos marcados por el agua. Las casas estaban organizadas a lo largo de la arena de modo que cada una proporcionaba sombra a la casa contigua por 13
  • 14. cada hora que pasaba, con excepción del mediodía donde en ningún lugar del pueblo podía evitarse el sol. Eran casas armadas con tablas gruesas y cortadas, puestas encima de pesados palos que estaban clavados tres metros debajo de la tierra. Al interior de las casas podía verse una llamativa decoración de luz y sombras en rayas por causa del sol que se colaba por los resquicios de las maderas, dando también una agradable temperatura. El señor aviador los invitó a comer en su casa ubicada al final de la calle de arena. Era, a diferencia de las otras, una casa de ladrillos y vidrios, con lujosos y geométricos tejados; altas rejas cercaban un jardín de cuatrocientas hectáreas. Dentro de ella, el señor vivía con su esposa, sus dos hijas, dos empleadas domésticas y un obrero que se encargaba de las labores fuertes. Durante la cena, el señor les aseguró que cada noche de su recorrido por la serranía tendrían un lugar para dormir. Esa primera noche durmieron en aquella casa. La noche siguiente Silvia y Tomás se escaparon porque querían ver de cerca las personas de las otras casas, lo que guardaban entre el alto herbaje y el fin de la calle. Al final del pueblo, después de la casa que daba sombra a las seis de la tarde, vieron el fantasma de la guerra con fuego en sus brazos y armas colgadas de todas las extremidades. No pudieron producir ni una sola palabra y fueron testigos de un tumulto de cadáveres puestos a lo lejos. Silvia escuchó la voz del fantasma llamarlos por sus nombres con acento clamoroso, pero ellos decidieron volver a la calle del pueblo donde, al menos, se sentían seguros. Tomás, que aún seguía sordo no entendió el porqué de la prisa de su amiga para correr del fantasma; él hubiera querido observar más, incluso haberlo anotado en su papel. Y cuando regresaron a la casa, después de la media noche, el fantasma de la guerra los había enfermado y ese día el señor aviador les cobraría la estadía diciéndoles “Retrasaron un día este recorrido por salir anoche. Y aquí, de noche, los únicos que pueden salir son los obreros y los fantasmas, el resto deben pagar”. 14
  • 15. Gabriel tuvo que pagar ayudando a curar a sus amigos y además tuvo que quedarse una noche en vigilia en la selva. Con el nuevo día, Silvia y Tomás estaban de nuevo muy bien de ánimo y Gabriel recibió un beso de Silvia en forma de agradecimiento. Ese día estaba planeado caminar seis horas hasta llegar a la primera casa, a quinientos metros de altura, por un camino entre pesadas arboledas y de suelo muy duro, aunque angosto. Tan angosto que tuvieron que caminar de lado, uno seguido del otro distanciados por sus brazos estirados. Iban tan concentrados en no sentir los pies clavados a las piedras, en no sentir asfixia por el enorme follaje, que todos alucinaron durante la caminata. Gabriel imaginaba encontrándose grandes animales comiéndose las ramas o las hojas, saltando de árbol en árbol pasando muy cerca de su cabeza. Era gracioso ver su cabeza esquivando obstáculos imaginarios. Silvia seguía pensando en lo injusto y afortunado que había sido el hecho de que Gabriel hubiera tenido que ir, acompañado de una de las empleadas, hasta la lejana huerta para conseguir las plantas que curarían a sus amigos y que luego de haber sentido el calor de caminar más de tres horas, tuviera que mantenerse despierto toda la noche sin más fijación que la oscuridad de la selva y el viento produciendo místicos sonidos. Estaba conforme con el beso que le había dado en la mañana y aún seguía bien concentrada en observarlo mover la cabeza como si peleara y detallarle cada ritmo en sus pasos y cada parte de su cuerpo. Realmente estaba sintiendo una fuerte atracción y no le encontraba alguna razón y sintió nostalgia otra vez por su ciudad. Allá tiene la sensación de controlar cada acto que ejecuta, cada pensamiento que aparece en su mente, cada sentimiento que descubre. En la ciudad, las demás personas y las frías y altas paredes blancas o rojas de los edificios le transfieren un enorme deseo de amistad y un fuerte carácter independiente, ama su cotidiano trabajo, al menos hasta que encuentre algo para amar más, siempre tiene a alguien a quien contar sus hechos, a quien compartir sus sentimientos, 15
  • 16. a quien tratar de explicar lo que le ha sucedido. Aquí, Tomás la entiende armónicamente, no necesita siquiera un gesto para saber lo que pasa por la mente de Silvia. Esa fue la razón por la cual invitó a ella y a nadie más a ese viaje: quería poder contar una historia y describir hasta los pensamientos en sus personajes y Silvia era su personaje perfecto. Mientras caminaba al lado de Silvia, sentía como si ella hablara. Era su mente que estaba clara para Tomás. Podía leer fácilmente la nostalgia de su amiga, ver las calles y las casas donde se originaban sus recuerdos, entender las complejas relaciones que entrañaba cada persona que recordaba. El señor aviador se asombró al ver dos personas tan sincronizadas andando ese camino. Incluso no soportó ver sus miradas enfocadas en un mismo lugar, sus manos en la misma posición, sus pies crujiendo igual con el piso y el ruido entre sus oídos, así que enredó sus pies en el pasto cayendo encima de Tomás, quien cayó por la montaña dando muchas vueltas hasta que frenó unos cuantos metros atrás. Los demás lo esperaron y siguieron con Tomás en el último lugar y con un vacío en sus cabezas. Llegaron casi al atardecer a una planicie llena de rocas en donde había una casa vieja de madera como las del pueblo, con un angosto y profundo pozo a su lado. El señor aviador los invitó a seguir. Era una casa inhabitada, con todos los muebles necesarios para un hospedaje cómodo, acaso había mucha ropa para climas muy diferentes en sus cuartos: zapatos deportivos, sandalias, botas y hasta zapatos elegantes de mujer, camisas negras con el cuello alto, camisetas de mangas cortas, chaquetas para abrigarse en una montaña paramera o en una tormenta invernal y muchos pantalones cortados por las rodillas. Silvia quiso, antes de entrar, sentarse sobre una piedra con las piernas recogidas para sentirse segura de cualquier animal y con los tobillos cruzados para sentirse segura de sí misma y ver el atardecer y comprobar con sus ojos lo que había escuchado en su ciudad y visto en algunas fotos: que el cielo en el llano 16
  • 17. es violeta y que el sol se ve tan grande como la persona quien lo mira. Vio los árboles, el suelo, las nubes y hasta las flores pintadas de naranja por los rayos del sol. No sabía lo hermosa que se veía ella también pintada de naranja con sus ojos negros brillando como el fuego por el reflejo del cielo. En esa hermosura que la cubría, sintió aquello que buscó sentir cuando decidió dejar por un mes su ciudad y era esa visión de un mundo mucho más grande que el que puede medirse por la cantidad de personas, de un mundo mucho más vivo que el que puede suponerse con las diversas actividades urbanas, de un mundo mucho más misterioso que el visto en las iglesias, de un mundo mucho más natural que el que unos pocos, en vano, luchan por conseguir, de un mundo ajeno y extraño que no deja de sentir suyo, que sembró en lo más hondo de su personalidad el amor por los animales y por las plantas. Cerró sus ojos e imaginó como toda su ciudad se desvanecía con un viento verde que venía desde el oriente, aclarando un suelo dorado y un aire tan puro que brillaba. Gabriel la observaba desde la ventana del segundo piso y bajó para sentarse a su lado sin que ella lo notara. Pasó más de media hora sin que ella abriera los ojos y él continuaba detallando cada movimiento de sus párpados y cada vibración en sus manos, hasta que le acarició el rostro y Silvia reaccionó lentamente poniendo la imagen verde y brillante de la pureza en la sonrisa de Gabriel. Bastó sólo un segundo de silencio para que él se diera cuenta cuánto se asemejaba la calma que le transmitía Silvia a la que sentía cuando abrazaba a su hija. -Sonríes como una niña pequeña -le dijo Gabriel viendo a su hija en la humanidad de Silvia-. Eres una mujer muy valiente. Le sugirió ir a la casa a comer y que no volviera a salir en la noche por el peligro que había afuera de las paredes. El señor aviador los atendió con un fastuoso banquete de comida inexplicablemente cocinada en el gastado y grasoso 17
  • 18. horno de madera con el que contaba la casa. Luego les repartió camas a todos los visitantes y luego de esa noche muy relajante, los despertó en la madrugada. -Vean el amanecer, es una maravilla que no voy dejar que se pierdan –les dijo al despertarlos. Los hizo sacar agua de lo más profundo del pequeño pozo, bañarse y ponerse ropa limpia. Quería que notaran lo mucho que pueden ensuciarse al estar fuera del control que acostumbraban tener en sus vidas urbanas. Al final de la planicie donde estaba la casa, volvía a inclinarse una montaña rocosa, de unos veinte metros de altura. Gabriel les dijo que detrás de esa montaña se encontraba encerrado por toda esa formación un precioso lago pequeño que cambiaba de color en las diferentes épocas del año. Para pasar la erigida montaña fue necesario escalar sobre ella durante más de una hora. Tomás que es un hombre delgado aunque fuerte sintió que había subido su cuerpo y dos cuerpos suyos más. Al llegar a la cima del abismal lago, los brazos le temblaban y se elevaban autónomamente mientras pensaba que con el peso que sentía podría hundir la tierra debajo de sus pies. Silvia, en cambio, tuvo una de la experiencia más emocionantes y vertiginosas que jamás haya sentido hasta ese momento. Empezó con algo de delicadeza poniendo el pie sobre una firme piedra y con el cabello en el rostro, impidiéndole la vista, se agarró con ambas manos de una pequeña piedra ubicada sobre su cabeza. Tuvo que saltar para poder subir un metro más y quedar bien soportada en los pies. El viento soplaba con tal fuerza que podía llevarse consigo algunos pelos de Silvia. Pero ella, angustiada de no ver completamente debido a su largo y brillante cabello, lo cogió con una mano, aun sosteniéndose con la otra de la montaña, y lo arrancó para que no le interfiriera más en su visión. El cabello se iría con el viento hasta el otro lado de la montaña 18
  • 19. para caer enredado entre el pasto que se bañaba a la orilla del lago. Todavía sin cabello, Silvia sonreía y su sonrisa reflejaba la claridad de las nubes al mediodía. Cuando llegó a la cima, cansada y satisfecha por su esfuerzo, deseó verse con el cabello ondulando a sus espaldas, pero no lo sintió y maldijo la prisa con que actuó para arrancarse el cabello. “Maldito miedo, fue por él” pensó maldiciendo el vértigo también. Se olvidó de su cabello, sintió el aire tocar su piel de la cabeza y agradeció poder sentirlo por primera vez. El señor aviador les dio la cámara que Tomás le había pedido que guardara antes de empezar ese recorrido y le tomaron muchas fotos al lago. En ese mes, el lago se veía rosado, con algas verdes y rojas que flotaban sincronizadas entre la blanca espuma que se producía al chocar una cascada con el lago. Las avispas sobrevolaban el lago como enamoradas de las algas; era imposible tocar el agua sin el movimiento consentido de alguna de ellas. Alrededor del lago, grandes piedras alisadas por el correr del agua sobre sus lomos durante milenios servían de asientos para posar la cámara y tomar fotos. -Este lugar me recuerda la habitación de mi hija –dijo Gabriel. -¿Por qué? –Preguntó Silvia, que era la única que no había escuchado sobre su hija y sufría por la curiosidad de conocer la historia. Gabriel les contó sobre su hija Abril, quien había nacido dos años atrás. El cuarto que él había hecho para ella en su casa era un cuarto con paredes de ladrillos pintados cada uno de un color diferente resaltando el violeta y el verde. Abril nunca cambió su sonrisa desde el primer momento que vio tantos colores para ella sola. Su cama tenía detrás del cabecero una ventana del tamaño de la mitad de la pared; todas las mañanas el sol la despertaba con su luz y calor antes de iluminar el resto de la ciudad. Gabriel le ponía vestidos amarillos siempre porque pensaba que era como 19
  • 20. ver la primavera caminando. Era una niña con una misteriosa inteligencia pues antes de hablar ya había descubierto la hora exacta en que el sol se ocultaba cada día del año y lo demostraba porque era la única ocasión en que lloraba. Cuando cumplió dos años, unos meses antes del viaje, jugó con el fuego que tenían las velitas sobre su torta de cumpleaños y sus manos quedaron dentro de una gran llama caliente que ella mismo supo rodar sobre todo su cuerpo sin resultar herida. Para Gabriel, su hija era claramente un ángel que había llegado a acompañar su vida luego que su novia abandonara el país después de amenazar con dar aborto al embarazo de Abril o darla a luz pero marcharse para no volver a verlos nunca más ni a ella ni a su padre. Silvia vio una lágrima escondida entre las manos de Gabriel mientras él sentía, de la misma manera en que Abril lo abrazaba, como se sumergía entre los pozos del lago, cubriendo su cuerpo de tersas algas rosadas y brillantes, dándole una apariencia rubescente y melancólica. Permaneció algún tiempo sumergido bajo el agua, llorando y extrañando a su hija y Silvia quiso abrazarlo pero no era capaz de entrar al agua. Tomás aprovechó y fotografió el cuerpo maravilloso de Gabriel aclarado por el agua y Silvia se empujó a si misma hacia el lago y abrazó a Gabriel. Ver las lágrimas en su mano le destapó la confianza con que Silvia lo vio el primer día y no podía pensar que no regresara con ellos, que tuviera que quedarse sólo en medio de esas montañas sin ver a Abril. Salieron caminando del lago, empapados del agua verde y limpia. -¿Dónde está tu hija ahora? –le preguntó Silvia. -Está en la ciudad, en la casa de mi hermano. Sé que va a extrañar el sol en su habitación cada mañana y los cuentos que leíamos juntos cada tarde, pero sé que estará bien con mi hermano. Al menos estará segura. Cuando yo vuelva, no voy a separarme de ella nunca más, pero ahora debo hacerlo: Abril nació antes que yo hiciera esto, pero no puedo olvidar el gran amor que tengo por esta tierra. Espero poder amar a 20
  • 21. mi hija mucho más de lo que amo esta naturaleza y sé que luego de sentir que debo mi vida y la de ella a un frío respiro del viento, podré darle todo lo que quiero. Ya ves que su vida no es normal y así de extraordinario debo ser también. Silvia sintió un fuerte deseo de acompañarle pero sabía que no era posible y que no haría algo que no fuera conscientemente planeado. Aunque nada en ese viaje había sido como lo era en su vida cotidiana, no iba a hacer allí lo contrario a su más fuerte cualidad que era providenciar cada acto que realizaba. El señor aviador sacó de su maleta una gran cantidad de comidas enlatadas y frutas frescas que había recogido en la casa. Silvia y Tomás tuvieron el mismo pensamiento y corrieron para agradecerle pues estaban tan hambrientos como no volverían a estarlo en todo el viaje. Todos comieron a la sombra de un gran bejuco y cuando terminaron, bajaron la montaña por el lugar opuesto al que habían subido. El descenso resultó notablemente más sencillo. Sólo fue necesario caminar unas tres horas más a través de un tranquilo y atractivo paisaje de rocas levantadas una sobre otra y raras hierbas colgadas de éstas, hasta llegar de nuevo a una planicie forrada en lianas y gruesos maderos deforestados. Ahí pasaron la noche durmiendo en hamacas que colgaron casi juntas para luchar contra el frío. Aunque estaban muy cansados, no quisieron dormir para hablar sobre todo lo que hasta ahora habían visto y pensado; sólo el señor aviador quedó dormido apenas se acostó en su hamaca. Tomás les destacó la gran cantidad de maravillas que parecerían increíbles cuando él las escribiera al regresar; Gabriel les afirmó que en ese lugar estarían los mejores recuerdos que pudieran guardar sobre la especial naturaleza que rodeaba su ciudad; y Silvia les agradeció nuevamente por llevarla hasta ese lugar y les dijo que sería buena idea quedarse unos meses más dentro de esa experiencia. Era algo imposible y se lo refutaron, mas ella deseaba no volver a la ciudad donde no había tanto con que asombrarse, tanto qué sentir, tanto que aprender ni tanto que le ayudara a 21
  • 22. descubrirse a sí misma. Le dijo a Tomás que también había estado sintiendo, desde que llegaron a la sierra, esa unión perfecta entre sus pensamientos y le prometió que esos pensamientos nunca iban a separarse por más distancia que haya entre sus cuerpos. A Gabriel le deseó una mágica experiencia durante su estadía en la sierra y le pidió que volvieran a encontrarse después. Tomás le pidió a Gabriel, a propósito de su permanencia en el parque, que al día siguiente le mostrara donde viviría durante los cinco meses que estaría allí y él respondió que todavía estaban lejos de ese lugar, que llegarían aproximadamente en dos días y ahí partiría. Y mientras decía lo último, sintió tanto frió que salió de la hamaca para hacer una fogata. Silvia le ayudó y cuando ya estaba lista para mantenerse encendida toda la noche, se acostaron nuevamente en sus hamacas y se durmieron. Gabriel soñó esa noche que Silvia no estaba dormida, que estaba sentada en frente de la fogata acalorándose y terminó tan caliente que comenzó a derretirse mientras se acostaba en su misma hamaca, mojando todo su cuerpo con un agradable y brumoso líquido que olía a miel tostada y madera humedecida por la sangre de los insectos. Sintió que Silvia besaba todo su cuerpo aunque no pudiera verla ni tocarla, sintió que el humo que bañó su cuerpo era ella que estaba marcándole un camino sobre su piel para llegar de nuevo a ella. Al despertar, vio a Silvia y a Tomás durmiendo juntos al lado del fuego y sonrió mientras descolgaba su hamaca y se fue caminando para buscar algo de comida. Esa mañana comenzarían un largo camino dentro de una selva con miles de animales diferentes entre los que había más de cien mariposas de todos los colores, decenas de especies diferentes de aves, pumas, monos, venados, serpientes, caimanes, mil ranas diferentes que no dejaron de ver en todo el día y más de un millón de insectos. Después del mediodía, empezaron a diferenciar cada árbol diferente que veían. El señor aviador les describía cada especie de 22
  • 23. planta que veían: fiques endémicos, cacaos, guarumos, caimarones y enormes palmas que podían verse desde el llano, a kilómetros de ese lugar. Cuando se acercó la noche, aún estaban caminando en medio de la selva, así que buscaron un lugar un poco más alejado de los animales salvajes y armaron su campamento sobre espeso lodo, piedras enmugrecidas y muchas cucarachas, gusanos, arañas y zancudos y avispas de los cuales tuvieron que protegerse con grandes cortes de seda. El frío durante esa noche le provocó una fuerte gripa al señor aviador, quien al día siguiente, como si tuviera previsto cada instante en la selva, tomó un polvo que llevaba en su maleta y se curó de inmediato. Esa noche no pudieron dormir debido principalmente al peligro que se acercara algún animal salvaje o a que los escarabajos rompieran las telas y las maletas. Cada uno debía permanecer dos horas despierto mientras los demás dormían, pero lo práctico fue que todos permanecieran despiertos, atentos a cada movimiento extraño en las plantas o en el cielo mientras apenas descansaban sus músculos. Escucharon muy lejos de la serranía, el inconfundible y terrible rugido del fantasma de la guerra que habían visto en las afueras del pueblo. Gabriel sintió miedo al pensar que escucharía ese sonido cinco meses más, pero agradeció que Abril estuviera protegida de ese fantasma y de otros tantos. Tomás y Silvia pensaron que el tumulto de cadáveres que habían visto aquella noche en la frontera del pueblo debía estar creciendo injusta y cruelmente. Por un segundo quisieron volver a la ciudad y estar junto a sus familias, pero recordaron que era precisamente imaginar un mundo hace décadas lo que los había motivado a realizar ese viaje. Imaginaron una ciudad más plana, poblada sólo por personas iguales en un área mucho más compacta; imaginaron los pueblos habitados por campesinos bien laboriosos que sacaban de la tierra brillantes y enormes frutas que les daban felicidad y tranquilidad a sus familias; imaginaron la selva habitada sólo por animales, y ese pueblo serrano donde aterrizó la 23
  • 24. avioneta, un pueblo pacífico y lleno de sabidurías ancestrales como aquella con que construyeron las casas para que las sombras fueran un indicador del tiempo. Ese mundo que imaginaban tampoco era así años atrás, ni siquiera siglos atrás, pero era un mundo justo que desearían ver y no lo vieron en el viaje ni en ningún otro lugar. La ciudad que extrañaban era la ciudad abundante de diferencias, de pequeños trozos del país puestos sobre su territorio, de mentiras y de utopías que le habían dado vida a ese fantasma que gritaba y se reía esa noche; y que mataban las frutas y las selvas que ellos estaban disfrutando en la sierra. En el segundo después, Tomás agradeció poder todavía disfrutar de un mundo distinto a su ciudad y deseó desde lo más hondo poder describirlo cuando regresara a su casa. Pensó en Juana Catalina y en lo mucho que le gustaría hablar con ella una noche y contarle toda esa aventura. Al día siguiente, luego de una tranquila y refrescante caminata durante la mañana a través de un confortable suelo de piedra, bordeado por un delgado río de cinco colores, llegaron al nacimiento de sus aguas en lo alto de una meseta al sur de la montaña. El camino del río que los acompañó durante toda la caminata era el camino de su cauce que había disminuido en esos días debido al intenso calor que le había afectado. Sin embargo, nunca perdió sus coloridas hierbas y su reflejo en todo el exterior como si estuvieran dentro de un arcoíris. Era casi divino poder ver las piedras azules, las plantas rojas junto con el aire y ver frecuentes caídas de agua de color amarillo o verde y ver el cielo, como si el brillo del río fuere tan fuerte, pintado por los mismos colores del río. El señor aviador les invitó a tomar de ese agua y ellos pudieron sentir el inigualable sabor dulce y penetrante de un agua que aún cálida refrescaba su sed y les hacía sentir leves como las hojas de colores que flotaban sobre el río. Cuando estuvieron encima de la meseta, viendo el agua escapar de la tierra y cayendo con fuerza pocos metros después, decidieron quedarse esa noche en ese lugar. 24
  • 25. Su belleza justificaba que quisieran sentir su magnificencia por muchas horas. Durante el atardecer, el cielo morado y las nubes naranjas les harían recordar, al ver el agua, las llamativas luces de los edificios más altos de la ciudad y la música con que bailan las pequeñas luces en las discotecas o en los árboles de navidad. Silvia prefirió mil veces estas luces naturales al intento de imitarlas hecho en las ciudades, que para ella eran un injusto derroche de energía. Aprovecharon el calor que hacía vibrar el aire y distorsionar el paisaje, para lavar la ropa que llevaban puesta por más de cuatro días. Prendieron unos leños bien secos para calentar algunas verduras y pan. Prepararon sándwiches con esas verduras y con un queso que el señor aviador sacó de su maleta como si ésta fuera una nevera. Sacó también una botella de ron con la que acompañaron su comida y con la que brindaron en la noche por lo aprendido durante el viaje y por las imágenes sofisticadas e inolvidables que habían captado. Tomás pasó el resto de sus días en la sierra tratando de encontrar las palabras precisas para poder contar lo vivido durante su viaje y sólo Silvia, que seguía pensando sus mismos pensamientos, le daría la razón al leer su historia en la ciudad. Aquella noche fue perfectamente agradable y completamente tranquila. Hablaron como viejos amigos, hasta casi la madrugada, sobre sus recuerdos, sus esperanzas, sus familias. Tomás les hablo de Juana Catalina y de lo mucho que llamaba su atención cada vez que la veía llegar a su casa con un libro en sus manos y con su largo y rubio cabello recogido de manera elegante y sensual. Silvia recordó su cabello y confesó que se sentía menos atractiva sin su cabello. Se arrepintió por haber sentido la impotencia que la llevó a arrancárselo y les dijo, graciosamente, que en las noches todavía sentía su cabello cubrirle la espalda y los hombros. Pero Gabriel le dijo con mucha sinceridad que sin cabello se veía linda aún, que su sonrisa grande y brillante y sus ojos profundos seguían igual y, para disimular un poco su atracción, le dijo también que además sin el cabello, su cabeza podía verse mejor y sus ideas podían salir más 25
  • 26. fácilmente, haciéndole alusión a su valiente y dotada inteligencia. Silvia quiso besarlo, pero la presencia de Tomás la apenaba sumamente, además de la del señor aviador. Deseó que llegara una mejor oportunidad para besarlo y para confesarle que le gustaría utilizar mucho tiempo de su vida para conocerlo a él y a su hija y compartir cariñosos momentos con ellos. Cuando se acabó el ron, todavía querían seguir hablando pero Gabriel les aconsejó dormir porque todavía tenían un largo camino por finalizar. Se perdieron de ver el amanecer y cómo los colores empezaban a formarse en el río cuando lo cubrían los primeros rayos de luz; se perdieron, también, de ver las flores posadas en el río abrirse para acoger el sol y el viento frío que las rociaba. Los despertó, ya tarde en la mañana, el gran ruido de todos los animales. Aquel día sería el último día del viaje en que Silvia vería a Gabriel. Éste partió en la mañana caminando hacia el norte, donde estaba preparado el lugar para su trabajo. Allá arriba, desde la cima les mostró a Silvia y a Tomás el grupo de cabañas ubicado tras atravesar dos kilómetros más la montaña. -Tendré que caminar todo el día y llegaré en la noche. - Les dijo Gabriel. Mientras recogían todo su equipaje para empezar el regreso, Silvia se acercó a Gabriel. -Prométeme que nos vemos en la ciudad cuando regreses –le pidió Silvia confesándole sus sentimientos-. No sé porque siento una gran emoción al imaginar que todo estará bien para ti y tu hija. Es algo inexplicable el deseo que siento de estar a tu lado. -Gracias –le dijo Gabriel cautivado-. Será un placer encantador volverte a ver un día. Siento mucho gusto de poder hablar contigo y Abril estaría feliz de conocerte-. Le 26
  • 27. pidió, más por su hija que por él, que compartiera muchos días con ellos. Cuando se despidieron, Gabriel abrazó a Silvia con la misma fuerza con que había decidido dejar a Abril durante seis meses y con el mismo amor que empezaría su camino y su trabajo en la sierra. Se despidió de Tomás desinteresadamente y le pidió que cuidara a Silvia y que le avisara a su hermano que lo llamaría todas las noches. Cuando se marchó, se fue pensando en la cita que tendría con Silvia cuando regresara. Imaginó a Abril aprendiendo de cada palabra que Silvia le decía, imaginó a Silvia calentándose con el fuego con el que Abril jugaba, imaginó despertar un día y ver en el cuarto de colores a sus dos mujeres más bellas brillar con el sol antes que todos los demás habitantes, imaginó a su hija crecer con la benévola compañía de Silvia, imaginó tener alguien con quien hablar todas las noches y a quien amar igual que a la naturaleza, a su hija, a la libertad y a la música. Recordó que cualquier cosa que imaginara podía suceder y, finalmente, imaginó a su hija, sentada frente al piano, tocando la música que a él más le gustaba mientras él y Silvia tomaban vino sentados al lado de ella, disfrutando por igual el licor, la música, los besos y la alegría de su hija. Tomás, Silvia y el señor aviador, con menos carga en sus espaldas, empezaron el camino de vuelta al pueblo serrano. Las ropas que llevaban puesta ese día, se quedarían colgadas en lo alto de los palos, desgarradas por los picos de los faisanes, en el centro del pueblo. Ya no tenían más comida y mucha de la madera que habían cargado ya era cenizas en los diferentes lugares donde nació el fuego. Por eso y porque el camino de vuelta era el mismo por el que habían llegado allí, sus mentes estaban más tranquilas para el viaje de regreso. Sin embargo, en la selva no hay nada igual, y lo que ayer era, hoy ya no es; así que su retorno pasó por un eterno y angustioso encierro sin salida dentro de la selva que duró 27
  • 28. más de un día. No durmieron esa noche sólo para encontrar una salida a su extravío y al día siguiente, en la tarde, encontraron la casa donde ya habían pasado una noche. Tomás y Silvia estaban seguros de no estar en el mismo lugar donde habían encontrado la casa la última vez, pero estaban seguros, también, de que esa era la misma casa vieja llena de ropa y muebles. El señor aviador abrió la casa y les hizo entrar. Comieron la comida que había en la nevera y durmieron hasta el día siguiente. Tomás y Silvia prepararon el desayuno. -¿Por qué quieres estar con Gabriel? –le preguntó Tomás, todavía sorprendido por lo visto sobre el yacimiento del río. Silvia le explicó que no podía describir cómo tantos colores en el ambiente ni cómo el dulce sabor del agua ni cómo todo lo que había estado sintiendo, la habían hecho hablar con Gabriel de esa manera. Para ella fue inevitable dejar de mirarlo desde que lo vio en el pueblo cerca de la ciudad y era misterioso que, sin cruzar muchas palabras, sintiera que debía estar más tiempo junto a Gabriel y a su hija. “¿Aún sigues…?” iba a preguntarle cuando ella respondió interrumpiéndolo –Sí, aún tenemos nuestros pensamientos sincronizados. No hace falta que nos digamos demasiadas cosas, si ya sabemos lo que tenemos en mente. No sé porque estamos sintiendo esto. -Yo lo empecé a sentir cuando acampamos en el páramo, el día que viajamos en bus. -Tienes razón –dijo Silvia-. No dormí esa noche y en cambió sentí que volaba despierta por todo el páramo, por ese pueblo y por la ciudad. Esa noche te vi despierto queriendo hablarme, tomando fotos, extrañando la ciudad. 28
  • 29. Entonces yo también la extrañé y repentinamente sentí que estábamos extrañando lo mismo. -Y desde entonces pensamos igual. -Concluyó Tomás y terminó cuestionándose a ella y a él mismo: “¿Será sólo un capricho de este mágica serranía o nunca dejaremos de sentir esto?”. Cuando llegaran de nuevo a la ciudad, Tomás escribiría cada pensamiento que pasó por su mente al mismo tiempo que por la de Silvia. Escribiría los motivos de su viaje y porqué regresaron. Querían alejarse del aburrimiento y sentirse únicos, sentirse más importantes, querían conocer un nuevo mundo y sentir más de lo que ya habían vivido, querían experimentar sus percepciones más allá de su cuerpo. Pero básicamente querían cambiar de vida, querían apartarse del afán, del tiempo, de los compromisos sociales, de la buena imagen que debían mostrar y de su propia personalidad, para ser otros. Y, en efecto, cuando regresaron, sus pensamientos no seguían conectados, pero por siempre sentirían que habían cambiado igual y al mismo tiempo, que el viaje les había dado más amor a la naturaleza, al futuro, a sus familias y ellos mismos. Luego del viaje, pensarían en que cada acto que realizaran debía estar fuertemente influenciado por la filantropía que los cobijo en el pueblo serrano. Sus decisiones no volverían a ser egoístas y la pasión que entregaran sería más sincera. Silvia fue la primera en leer la historia y sintió cada palabra como si fuera suya, consecuencia de los mismos sentimientos que tuvieron durante el viaje. Pero ella estaba segura que cualquier persona a la que ella le diera la historia iba a sentir lo mismo, porque en la ciudad todos se comportan igual, y esa historia tenía un punta única que picaba siempre al egoísmo y a las costumbres de las personas. Abandonaron al mediodía la casa para regresar, por fin, al pueblo luego de una caminata de tres días sumergidos en una vasta lluvia tropical. Caminaron dos días a través del 29
  • 30. tranquilo sendero de la selva por el que habían pasado los primeros días. La lluvia los empapó de hielo por más de dieciséis horas en las que no podían ver más de tres metros adelante. El simpático clima de la serranía les evitó que el agua helada de la lluvia les abriera la piel o les congelara el pecho; al reposar en su piel, ésta se calentaba y se evaporaba en la ropa humeante. El lodo grueso de la selva se tapó por una delgada capa de hielo que no tardó en derretirse y suavizar el lodo de modo que Silvia, en un paso equivocado, enterró su pierna izquierda hasta la altura de la rodilla y durante el resto de caminata la tierra se adhirió a su piel como el moho a la harina y la sintió más pesada. Cuando la lluvia cesó, al día siguiente, llegaron por suerte a la misma casa vieja donde ya habían estado dos veces. -¿Otra vez llegamos al mismo lugar de hace dos días? –Le preguntó Tomás al señor aviador. -¿O es otra casa igual a las demás? –agregó Silvia. El señor aviador les aclaró que la casa donde ya habían pasado dos noches –y tres con la que pasarían esa noche- era la misma casa. Les contó que la llevaba en su equipaje y que la ponía, cuando era necesario, en la tierra para que ellos pudieran descansar. Tras la exclamación de Silvia y Tomás por no entender cómo podía llevar la casa en su maleta, él les explicó que era posible guardar cualquier objeto en su maleta. Había vivido en la sierra cuarenta y tres años, y luego de su padre, era quien más años tenía en ese lugar. Tenía el conocimiento de los fantasmas y los muertos que se escondían entre las hierbas de todas las montañas. Una vez se perdió en la selva por más de una semana y un grupo de muertos que vio por el delirio, lo llevaron a esa casa vieja donde pudo descansar. Luego los muertos le dijeron el camino de regreso al pueblo. Cuando regresó, poseía las ideas para sacar al pueblo de la soledad y fue así que consiguió su calle para los aviones, su restaurante, su hotel y su casa lujosa con todo su jardín sembrado de cientos de 30
  • 31. frutas diferentes. Había desarmado la casa vieja con ayuda de los muertos y la empacó, tabla por tabla y mueble por mueble, en los bolsillos de su pantalón. La selva lo hizo delirar pero también le dio las maderas para armar la casa siempre que volviera. Con el tiempo, su delirio y experiencia aumentaron hasta que ya no tuvo que construir la casa con maderas que salían de la nada de sus bolsillos; aprendió que podía guardarla toda en sus bolsillos llenos de nada. Silvia y Tomás sintieron miedo por la explicación; sin embargo, por primera vez en el viaje, descubrieron la confianza en la cara del señor aviador. Se bañaron con agua limpia que sacaron del pozo, Silvia se desprendió su piel de tierra y Tomás descubrió que el agua que caía en la tierra regresaba al fondo del pozo en un círculo infinito. Una vez limpios y descansados, comieron y durmieron. En la mañana, el señor aviador les regaló la ropa de sus armarios y una provisión de comida para todo el día y salieron hacia el pueblo. Esa misma noche estaban de nuevo en el avión para recoger el mismo camino por el que habían llegado. Cuando en medio de la oscuridad de la noche y de la selva, Silvia notó el brillo del río de la serranía y los cinco colores que nacían en lo alto de la montaña y que caminaban como jugando a mezclarse y a inventar colores a lo largo de todo el río, lloró. A pesar que por un segundo deseó que el tiempo se parara y que pudiera quedarse ahí como volando sobre las montañas, realmente quiso llegar rápido a la ciudad, abrazar a su hermano y a su madre y escuchar alguna canción que pudiera hacerle evocar todo el viaje, sus colores y sus nuevos sentimientos. Después de leer la historia de Tomás, después incluso de beber vino con Gabriel, Santiago, su hermano, le daría una canción para recordar su infancia y todas las imágenes de la serranía. FIN 11-XI-11 31
  • 32. 32
  • 33. ¡ÁNIMO! Hay algo más allá de la oscuridad y el desaliento, más allá de la melancolía y los recuerdos; hay una luz. Es una tenue luz atractiva y brillante, pero lejana. Mas, si se va acercando, ¿qué hacer? ¿Huir o tomarla? Si huyes, te quedarás ahí viendo la soledad, la tristeza tocará para ti todas las noches lúgubres sonatas con voz desgarrada y temblorosa. Si huyes, no verás más luz en mucho tiempo. Quizás, enceguezcas cuando vuelvas a verla, quizás haya luz y no la veas, quizás no quieras verla. Si huyes -como la flor marchita- sólo mirarás tu interior, ignorarás toda la belleza que aún no has visto y olvidarás todo el mundo que te apasionaba. Pero si huyes, podrás crearle infinitas historias y podrás recordarla por siempre, no habrá nada para dejar de amarla. Sin embargo, ¡oh! No está aquí y no pasará cerca. No sabrá tampoco de tu refugio y de lo que haces. ¿Por qué amar a alguien que no sabe que lo haces?... Sí, lo sabes y yo sé que es difícil intentarlo. Tómala. Tomarás la luz y la guardarás entre tus manos: le darás forma, o tal vez lo haga sola y se muestre para ti. Quizás tenga ojos, sabor, piel y alma como aquella poesía pero ésta es sólo luz para tus ojos, voz para ese silencio. En este invierno que has creado, en ese abismo descubierto entre esas paredes, esta luz logrará entrar. Debe ser un misterio, debe ser una señal, pero te iluminará. Hay algo más allá de esta pesadilla construida por ti, hay belleza y magia que aún pueden cubrirte, hay una puerta que puedes abrir para abrazar un nuevo mundo. Pero si tomas esta luz, ¿la olvidarás o estará siempre en tu mente? Esa oscuridad es maligna y sé que no quieres permanecer ahí mucho tiempo, pero tampoco quieres olvidar. ¡Ay! Luz tenue, brillante y 33
  • 34. atractiva luz, por favor, sácalo de allí y guíalo de nuevo a aquí o a dónde debas llevarlo FIN 6-XI-11 34
  • 35. PINTAR EL DESPERTAR S.N, La pintura estaba recién terminada. Hace unas horas, el lienzo estaba totalmente inmaculado y vacío, dispuesto a cualquier imaginación. Ahora, que ya ha pasado más de medio día, la noche viene acercándose amenazando con truenos y una gran niebla que devora los más altos, brillantes e imponentes edificios del centro de la ciudad. El mar, en los pies de las montañas, se llena de sombra y frío; las cimas de las montañas sobresalen de las nubes, muy altas. El lienzo ya no está blanco. Hay en él un mar congelado con trozos de hielo gigantes que pueden verse en el frente, flotando en el agua; en el fondo, sobre el horizonte, no se ve nada, apenas oscuridad, como si el mar terminara allí, tras la sombra del sol. En mitad del plano, en un brillo de sol reluciente, a pesar de la lejana oscuridad, hay un bote navegando errante entre los témpanos de hielo. Se ve a la derecha de la pintura el fin de una gran montaña que rodea el paisaje visto. Es una montaña rocosa, altísima y difícil de sobrepasar, pero está destrozándose, una gran caída de piedras ocurre en el borde, rompiendo hielos y sumergiéndose en el mar. Algunas piedras pueden verse bajo la superficie y un gris oscuro distorsionado y casi circular yace debajo de una gruesa capa de hielo ubicada justo al lado del bote. El mar parece, por lo menos hasta este plano, tener para el bote una ruta muy peligrosa, con cubos de hielo y rocas que agitan las olas con cada golpe. El bote es grande y tiene pintadas muchas siluetas de personas que disfrutan el viaje. En la popa, hay una pareja con copas en la mano. Ella la tiene en su mano derecha, mientras, recostada sobre las varillas, descansa su mano izquierda en su delgada cintura. Él, con mejor postura, lleva su copa a la boca. En babor, el único lado que puede verse alrededor de la superestructura central, se han pintado diminutos y sin tantos detalles personas saltando, otras bailando, otras 35
  • 36. sentadas en el piso. En una de las ventanas de la estructura central, se ve un rostro de mujer, se ve uno de sus ojos, mirando hacia atrás, a las montañas. El andar de la nave deja en el agua una estela que se abre con mucha espuma, mezclada con los arcos circulares de las perturbaciones de las olas. En los últimos planos, en el frente del bote, sólo hay agua, más tranquila, más azul, sin hielos. Y también aquí, en el cielo, una niebla muy fuerte se ha apoderado del brillo y va creciendo hacia el fondo hasta juntarse con la oscuridad en la nada del final de la pintura. La pintora es una artista joven que tiene una exitosa exposición en el museo de historia del arte de la ciudad. Los visitantes murmuraban halagos y todos se sorprendían por la pintura del bote. Es simple, no tiene tanto color, ni muchos elementos, sin embargo atrae la atención de todo aquel que pasa en frente. Es como si las olas estuvieran moviéndose, dicen algunos. Otros aseguran que, aunque las siluetas no son tan notables, parecieran caminar y hablar, incluso, ver fuera del cuadro. Había muchas otras obras en la galería: una pintura de una masacre en una selva, parecía una fotografía reciente, la sangre y el dolor podían verse por igual, había también una pintura muy realista de la luna con prominencias de fuego blanco, otro cuadro, a la izquierda del salón, mostraba un remolino que se levantaba sobre el mar, el viento y el agua se mezclaban en el alto ciclón para arrasar peces, hojas y hasta basura de la superficie. Esta última era asombrosa. La pintora había desarrollado una técnica en la cual los objetos, con efecto de movimiento, crean una ilusión de cercanía hacia el vidente. Pero ninguna pintura podía asemejarse a la del bote en medio del mar. El horizonte de esta pintura atrapaba las miradas de los visitantes. Cuando la prensa le preguntó a la artista sobre el cuadro, cómo lo titulaba, cuándo lo había empezado, cuánto tardó en realizarlo, en qué se inspiró, 36
  • 37. cómo pensaba que sería calificado, entre otras preguntas, ella respondió: -Una noche me desperté con esta imagen en mi mente, entonces empecé a hacerla realidad. Fue hace cuatro meses. Esta es la única pintura en la que no he corregido detalles, luego de terminada, a la semana o al mes. Pinté toda la noche, todo el día, sin parar un minuto, fue como si mi cuerpo y mis manos me hubieran pedido seguir con el pincel sobre el lienzo. No tenía más ideas en mi cabeza que está imagen. ¿Qué me inspiró? No lo sé, como dije, simplemente desperté con este paisaje en mi cabeza y era como una película, veía derrumbarse la montaña sobre el agua, veía la cordillera que encerraba el mar, pensaba, entonces, cómo había podido llegar ese barco a ese lugar, quién navegaba allí, a dónde se dirigía, escuchaba la música en el bote, las olas golpear las montañas y las rocas chocar entre sí mojadas en la orilla. Sentía la brisa proveniente del oscuro horizonte. Quería expresarlo todo, pero los sonidos no pueden pintarse y la imaginación tiene que volar muy alto para llegar a este lugar. Entonces la titulé Pintar el despertar. Todos los asistentes la ovacionaron con mucho entusiasmo por sus plausibles palabras. La algarabía era toda una euforia por tan grande muestra de arte. Y en medio del ruido, de las voces altas, de los aplausos, la pintora despertó otra vez. En su casa, justo al mediodía, era extraño que todavía estuviera durmiendo. Siempre madrugaba y aprovechaba las primeras luces del sol para pintar. Trató de recordar el sueño y lo consiguió con gran perfección. Recordaba el salón de la exposición, la ubicación de los cuadros con exactitud. Estaba de nuevo en ese lugar y se detenía a mirar las pinturas con gran atención. El remolino en el mar, la masacre en la selva, la luna moviendo sus prominencias. No había pintado nada de eso realmente y pensaba cómo podía 37
  • 38. haberlos hecho, si fuera posible, si había algún significado para ese sueño. Con los ojos aún cerrados, recordando, caminó en el salón hacía el cuadro donde se encontraba el barco perdido en el mar y recordó lo que les decía a los periodistas. -¿Habrá sido esta mismo noche cuando soñé esto o lo soñé mucho antes? ¿Cómo pueden conectarse ambos sueños, donde vi el paisaje y donde expuse?-. La pintora decidió tomarlo como una señal. Fue a la cocina y tomó vino, luego fue a la ducha y allí tardó observando su cuerpo mientras el agua hacía su labor. Salió del baño con su cuerpo y mente refrescados y como no tenía planeado salir ese día, simplemente se puso una bata y pintó. Consiguió pintar su gran obra maestra. Tenía en su mano derecha la paleta con no más de siete colores: azul de Prusia, gris vegetal, amarillo ámbar, negro, marrón medio, blanco nieve y un rojo granate. Era increíble como mezclaba azul, gris y un toque de marrón para pintar el agua. Era como el sueño, su mano simplemente se dejaba llevar por el pincel y no se detuvo en todo el día. Para pintar la montaña juntó cuatro gotitas de pintura roja con una pincelada de marrón y algo de ámbar. Pintó detalles en azul, que se mezclaba con el amarillo, para crear una extraña y mágica vegetación. Cantaba mientras pintaba y escuchaba el lienzo salpicarse de agua, susurrar con el viento, hablar y gritar. Veía las olas moverse, cada vez las sentía más fuertes. La pintora parecía estar creando un nuevo mundo, no pintando. ¿Podría Dios haber hecho algo similar aquí, pintar esta naturaleza, darle vida, magia y no haber vivido en ella? Nunca se había visto alguien que pudiera pintar tan bien estando tan elevado en sus pensamientos. Sus manos parecían tener vida propia, tener ojos, oídos y alma. Se movían como bailando sobre el lienzo la música de los colores y del paisaje. Untó la brocha de blanco nieve, un poco de azul y gris y pintó trazos de hielo sobre el mar, sumergiéndose, yendo hacia el horizonte. 38
  • 39. Empezó a ver la oscuridad saliendo del cuadro y prefirió apresurarse a terminar pues pensaba que era algún síntoma de cansancio, tal vez. Parpadeó repetidamente y apretó sus ojos con mucha fuerza. Cambió de pincel y con una mezcla entre el rojo granate y el marrón pintó el bote, dibujaba resquicios negros entre las tablas, ponía gotas de agua sobre sus maderos, pintó una ventana brillante en la cual se alcanzaba a vislumbrar, a través, una mujer sonriendo, y sobre la cubierta una pareja riéndose. La pintora los veía, los sentía moverse y tocarse, los sentía pintarse solos. Pensaba quiénes podrían ser, si existían, si vivirían un día o si son muertos y está pintando almas. Escuchaba las conversaciones, la música, todo lo que emitía la pintura, pero ella no pensaba nada extraño. Su mano simplemente pintaba más rápido. Ubicó en el barco unas cuantas personas más, pintó una fiesta con vestidos y danzas. Sobre el cielo azul que había pintado al principio, colocó, con el blanco, algo de brillo en el frente, como si el sol fuera benevolente con este mundo. Vio como la oscuridad quería tomarse la pintura y selló con el negro y con el marrón el horizonte. Mezcló el cielo azul y esta oscuridad, en el fin del mar, en el fondo de la pintura. Fue como si esa oscuridad le gritara, se le acercara. La sensación del fin despertó a la pintora otra vez. Abrió los ojos y observó todo a su alrededor, sus manos estaban sin color, blancas como la luz, ella estaba desnuda y caminaba en un salón dentro de un barco. El sol brillaba como nunca e iluminaba su rostro. Se acercó a la ventana y vio una montaña en frente, encerrando el mar, piedras chocando en las olas y el barco navegando hacia el fin. La pintora regresó la mirada y, tras ella, había pasado una enorme oscuridad. Finalmente sintió que no despertaría otra vez. FIN 1-VI-11 39
  • 40. 40
  • 41. EL CORAZÓN DE UN HOMBRE Se dice que dentro de los corazones hay un mundo, un mundo de sueños y sentimientos; un planeta, que en el corazón de un hombre, se estremece cuando siente orbitar cerca el corazón de una mujer. Hubo un planeta de esos, que era pequeño, pero soportaba muchas fuerzas femeninas en su atmósfera. Ahí vivían la compasión, la paciencia, el amor, la soberbia y la inocencia. Y en este lugar, pequeño como una casa, con estos seres, naturales como animales, existe una gran historia. La inocencia fue la primera en salir. Fue al río y allí vio, sobre el horizonte, como una estrella enorme se escondía tras la cascada. La joven y tierna inocencia se emocionó tanto al ver tal maravilla que olvidó su baño y sus juegos en el agua y se devolvió corriendo a la casa de la paciencia. -¿Qué es? ¿Qué es? -le preguntó emocionada. La paciencia le acarició el rostro amablemente, con comprensión. -Cálmate. Dime. ¿Qué viste? -Una estrella. Era muy grande. Cayó por la cascada. La vi. La vi. Era roja y volaba muy rápido. -No es así -le decía riéndose la señora Paciencia-. En el fondo del río, allá abajo, seguro que no vas a encontrar nada. -Entonces, ¿qué es?, señora Paciencia. -Tranquila, niña. Ya lo averiguaremos. La inocencia, que confía siempre en los demás, esperó como le enseñó la paciencia, hasta que ésta le dio una respuesta. Pocos días después, la señora Paciencia llamó a la joven Inocencia para anunciarle del impresionante descubrimiento que había hecho. Le dijo que la estrella que había visto esconderse sobre el río no era más que un corazón de mujer que se acercaba caliente, como un asteroide, hacia su planeta. La inocencia estaba tan entusiasmada creyéndose un ser especial e importante, pensaba que ese descubrimiento le 41
  • 42. marcaba una admirable vida. Se sentía increíblemente satisfecha e imponente. Su alegría no se comparaba con ninguna hasta entonces en ese mundo. Se fue brincando y cantando por el bosque y ahí se encontró, en una montaña, a la belleza, un joven atlético y muy cortés. Pues juntos estuvieron siempre y como ya es bien sabido, la inocencia es la madre del amor. Pero aquí vemos que el padre es Belleza y que el amor nació por la aparición de una mujer en el corazón de un hombre aconsejado por la paciencia. El planeta de la mujer seguía orbitando el corazón del hombre y cada vez que pasaba sobre el río, el amor sonreía; cuando se escondía detrás de la cascada, éste se lanzaba al agua a buscar la luz en el fondo. El amor creció siempre entre la inocencia y la belleza. Sin embargo, nunca nadie entendió el porqué del sorprendente gusto del niño por esa estrella roja que volaba sobre el río. -Las estrellas no vuelan, hijo mío -le decía Inocencia recordando lo que Paciencia le dijo en su juventud-. No vas a encontrar nada en el fondo de la cascada. -Entonces, ¿qué es? -Esa estrella que vemos, hijo, es otro planeta, como éste. Sólo que ése es de una mujer. Ahí habitan sentimientos también, como aquí. Pero creo que no podrás conocerlos. El amor se mantenía triste por esas épocas, pues quería conocer ese lugar; esos seres le causaban gran interés. Echaba y echaba, como rocío a las flores, pensamientos y plegarías al cielo. Creía, como su madre, que un ángel las escucharía y las llevaría a ese corazón. Todas las noches, a la orilla del río, viendo enamorado la luz roja reflejarse en la corriente del agua e iluminar las piedras, rogaba que alguien en ese lugar pudiera escuchar su voz. Una noche, muchos años después, llegó al río una mujer vestida de princesa. El amor se sintió muy atraído por su aroma. -¿Quién eres? 42
  • 43. -Mi nombre es Compasión. -¿Qué hace un ser tan elegante a esta hora, en la orilla del río? Es peligroso. La compasión, que sabía lo que sentía él, le dijo que le gustaba mirar el cielo en la noche. La estrella roja también le intrigaba. -Entonces, ¿por qué nunca te había visto? -le preguntó. -Te he visto arrancar la arena de ese lado del río con tus pies hace ya muchísimas noches. He sido algo discreta, pero hoy quise acercarme a ti. El amor se unió esa noche con la compasión. Se olvidó de rogar a los ángeles que alguien en la estrella roja pudiera sentirlo. No volvió a sentir la curiosidad ni la tristeza, al esconderse la luz detrás de la cascada, de esos tiempos. La compasión era tan sensual que el amor se dejó llevar por su apaciguamiento. La compasión engañó al amor haciéndole creer que otro camino era el correcto. Gracias a ella, el amor conoció a la soberbia. -Ven -le decía la soberbia tentativamente al amor-. Con nosotras, descubrirás todo este lugar. No tendrás que volver a mirar el cielo en las noches. Desde ese momento, el amor se perdió por la compasión y la soberbia. La compasión hizo que el amor se desilusionara de aquel corazón de mujer; la soberbia escondió el amor. La inocencia extrañaba el amor en su hogar. Comenzaba a angustiarse. -Busca a nuestro Amor, por favor -le pidió a Belleza. Mientras tanto la inocencia fue a contarle todo a la paciencia y ésta le calmó prometiéndole que la encontraría y que volvería a su casa. -Nuestro hijo no aparece, Inocencia. Encontré sus huellas en el río. Iban acompañadas por las de otro ser -se angustió mientras trató de comprender lo sucedido para dar con algún lugar. 43
  • 44. -Calma, dulce pareja. La señora Paciencia me ha prometido que traería a nuestro hijo de nuevo a esta casa. El amor se encontraba prisionero en los terrenos de la soberbia. Parecía que ahí se iba a acabar. La paciencia y su fiel compañero, Sabiduría, fueron hasta su castillo, más allá del bosque. -Soberbia, sabes muy bien que no puedes acabar con el amor y sus ilusiones -anunciaba la sabiduría, enfurecido pero sereno-. Engañaste a este joven y te aprovechaste de su debilidad. Ahora, déjalo libre. -Ahora mismo -le siguió implacable la paciencia-. El amor debe ser libre. La compasión había huido tras haberle entregado el amor a la soberbia. La soberbia, ahora sola, frente a la fuerza de la paciencia y la sabiduría, se vio derrotada y escapó del lugar, perdiéndose en el bosque. La pareja cumplió su promesa y el amor regresó al hogar de la inocencia y la belleza. El amor volvió al río y la estrella continuaba surcando el cielo. Él volvió a rogar por ser escuchado en aquel planeta. En la tarde, se acercó un ángel y mientras se sentaba a su lado le dijo que alguien lo había escuchado y que, como él, había sufrido por encontrarlo. Lo levantó de la mano y lo abrazó de la cintura para volar con él fuera del mundo. Ahí le mostró al ser que lo esperaba, un ser femenino, hermoso, irresistible. Su nombre era Felicidad Aún en esta época, fuera de esos dos corazones, pueden verse juntos al amor y a la felicidad, sonriendo siempre e iluminando las noches. El ángel se quedó con ellos, inspirándolos a seguir unidos eternamente. El ángel se llamaba Frenesí. FIN 31-I-11 44
  • 45. EN MI INTERIOR Por alguna razón, cada año, en un día especial, empiezo el día y siento algo en mi interior: una duda, una imagen, una sensación que busco describir. Este año, 2008, por fin he podido escuchar todo claramente: “-Cuando pienso en ti, mujer, ¿en qué pienso? -No lo sabes. Es tanto, es siempre. -Es fuerte y delicado, grande y detallado, rápido y duradero. -Piensa. ¿Qué ves? -La figura de la belleza, la vida sin su final, la fuerza del corazón y la energía de amar. -¿Cómo? -En otra dimensión. Tú, mujer, eres el signo más tangible que hay de eternidad. -¿Tú crees? -Cada vez me convenzo más y más de que tú eres un ángel que ha venido a salvar mi vida de la soledad y la maldad. -¿Un ángel? -¿Quién, sino tú, o Dios, conoce los secretos que esconde el corazón de una mujer? -No te rindas -…El cielo, sus ángeles, incluso Dios, han de ser seres afeminados para llevar el mundo con tal equilibrio y perfección. -¿Sólo eso? -Tú, mujer, me enseñas la sencillez del liderazgo, la suavidad del esfuerzo y del trabajo, el cariño por el amor y la amistad, la pureza de la inteligencia, la grandeza de la humildad y el poder del amor. -¿Sigues pensando? -Pensar en ti es inaudito; vivo por ti, es más sensato. -Es más fácil recordar. - Te tengo en mi mente siempre, en todo lugar, en todo momento, en toda acción que hago; eso es más fácil. -Apenas entendible. -Mi vida gira entorno a ti: incluso la fuerza más inagotable es fácilmente mansa al verdadero amor de una mujer. 45
  • 46. -¿Qué harías? -Hasta imposibilidades me provocas creer, mujer. -¿Eso te enamora? -Tu equilibrio y perfección. -Son virtudes de los ángeles. -Tú, mujer, eres un ángel. Eres la verdadera salvación del hombre. -¿Lo dudas? -Lo que ha sido, es y será mi vida es por ti y para ti. -De acuerdo Corazón. Tu vida, que es la mía, es igual. -Gracias, Razón.” Entonces descubrí absorto en quien pensaba mi corazón y como mi razón lo guiaba correctamente en su dialéctica. -Madre, tú eres mujer. FIN 18-V-08 46
  • 47. APARIENCIAS Cuentan los trovadores que en una vieja aldea, más allá de la historia, en el principio del tiempo, hubo un humilde e inteligente rey cuya ciudad era la mejor entre las pocas que había y cuyos ciudadanos le tenían un grato respeto. Tenía por esposa –aunque no era la reina, porque todavía no se había inventado esa palabra, mucho menos ese cargo- una mujer que de belleza estaba lleno su interior porque o han de mentir los narradores o los dioses crearon a esta mujer con tanta inspiración que se les agotó en el momento de hacer su cuerpo. Esta pareja, unida por votos matrimoniales creados en un extraño género divino ¿o diabólico?, vivía tan cómoda y feliz: él dando paz y prosperidad a su pueblo, enamorado de lo que no se veía en ella; ella, admirando en su esposo una hermosura como nunca se ha visto en algún hombre en la historia de ese pueblo incluso hasta nuestros días. Parecería una pareja inseparable, aún por el tiempo. Un día, mientras el rey recorría las calles solo como tenía de costumbre hacer una vez a la semana, fue perseguido por una mujer que no existía, que nadie veía ni escuchaba, una mujer que sólo él podía sentir, ¿tal vez con ayuda de otra dimensión? Ella tenía una lindura envidiable por cualquier hembra que la viese, parecía ser, simplemente, lo contrario que la esposa de su objetivo, el rey. En la tarde, luego de muchas horas de persecución sin intenciones suficientes de escapatoria, el caballo del rey se detuvo bruscamente como por alguna fuerza invisible ¿o tal vez un muro transparente puesto allí por aquélla? El jinete, salió empujado hacia arriba del animal y cayó algunos metros al lado; luego que lograra reincorporarse, medio muerto, volvió a caer cuando vio a esa mujer aparecer frente a su animal con mirada tentativa. Despertó sobre nubes negras, brillantes y acogedoras, como un pacto benevolente con el sol. Caminando perdido, encontró a la mujer que en sueños deseaba, el complemento 47
  • 48. de su esposa, a la belleza que sólo imaginaba en el alma de su esposa. << ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué estuvo hace un tiempo donde caí?>> Ella seguía junto a él, provocándolo. -¿Quién es usted? –Preguntó él buscando claridad, por fin, en tan confortable oscuridad. -Bésame –le respondió ella, dejándose caer en sus brazos, intentando juntar sus labios con los de él. Se rehusó y despertó nuevamente. ¿Un sueño? ¿O era en verdad una experiencia real muy extraña? Se acomodó otra vez en su caballo y emprendió viaje regreso a casa. A saber, luego de ese trance, estaba en muy buen estado físico. No le interesaba como había sucedido, pero esa inusual situación la volvería a vivir porque tal belleza tangible, comparada con su mujer, es lo que todo hombre desearía poseer. La esposa del rey, nunca se enteró de aquel terrible acontecimiento y algunos días después volvió a ocurrir la misma acción. -¡Otra vez usted! ¿Qué quiere de mí? –Él había comprendido, desde la primera ocasión, que se hallaba en un trance entre la vida y la muerte; que había escapado de allí gracias a su voluntad, más que al amor. ¡Y otra vez! ¿Qué haría esta vez? Es muy difícil evitar la tentación por lo desconocido, por lo atractivo. -Bésame –repitió ella, tras el mismo objetivo que la anterior vez. ¿Sería tan fuerte alguien como para resistirse? – Ven, bésame y quedémonos juntos por siempre. Mira dónde estamos, mírame; ¿qué hay mejor que esto? Por la mente del rey, pasaron a la rapidez del pensamiento las imágenes de su caballo, su aldea, su mundo, su esposa; cortó sus cavilaciones con la mujer que tenía al frente, ¿o era un ángel? No se sabe qué pudo haber 48
  • 49. pensado el rey, qué aquélla mujer, o qué pasaba mientras en la casa con su esposa. El rey, dando valor a su humanidad, fue débil. Se acercó a la mujer y la besó. En ese preciso instante toda su vida fue borrada de su alma mientras ésta era arrancada con calor de su cuerpo, olvidó sus recuerdos y todo lo que había sido hasta entonces. La mujer, cambió de apariencia y se transformó en un ser horripilante y temerario. Él visualizó su futuro, no tenía escapatoria. La verdad, la mujer hermosa e irrechazable era la muerte, que quería poseer al rey como diera lugar. Es ésta (porque en el universo todo se repite en ciclos, eras; y lo que fue, volverá) una historia, finalizaban los narradores, muy similar a una aún mas antigua que contaba sobre un ser que dio origen a las apariencias, un hombre que reveló la torpeza –desde entonces se dice que el torpe se guía de apariencias que lo engañan- y de una mujer que tuvo el privilegio, gracias a su belleza invisible, de vivir eternamente con nosotros: ella es la inocencia, madre del amor. FIN 10-VI-08 49
  • 50. 50
  • 51. RETROSPECTIVA Yacía frente a los pies de Arturo un hombre muerto. Lo miró detenida y curiosamente tratando, tal vez, de reconocer el cadáver de alguien conocido. Sin embargo sentía que esa muerte tenía alguna relación con él en algún sentido. Se acercó al cuerpo para comprobar su muerte cuando se asomó un policía y le dijo: -Está muerto. El médico se acaba de marchar; la familia ya viene. El féretro está listo. Profundizó la mirada. -¿De qué murió? –Preguntó Arturo. -Suicidio, parece… ¿Lo conocía usted? Entonces Arturo se dio cuenta que no importaba. Estaba en el lugar equivocado en un momento inapropiado. -En absoluto –aseguró y escapo de ahí. Avanzó su camino hacia la izquierda, observando, como a cada paso, todo alrededor parecía envejecer. Pasó frente a una iglesia y entró. Había un matrimonio allí. -¿Aceptas a este hombre como legítimo esposo para amarlo siempre y en cualquier situación…? –escuchó decir al sacerdote. -Acepto –pronunció firme esa joven hermosa. En aquél momento, Arturo sintió que ese matrimonio tenía alguna relación con él en algún otro sentido. Él era casado, así que después de un poco de nostalgia para sí que le causó tal evento, salió pensando en que ojala el 51
  • 52. casamiento tuviera éxito. Le deseaba felicidad a la pareja de novios. Continuó caminando entre, igual que antes, el mismo paisaje avejentado. Vio un gran hospital. Salía una mujer y un hombre con un bebé entre sus cuerpos. ¡Ah! ¡Qué criaturita más bella! Su rostro semejaba una suave imagen de un ángel y sus ojos y su piel eran tan claros como el medio día en primavera. Arturo sintió que esa nueva familia tenía alguna relación con él en algún sentido. Estaba por dejar el lugar cuando el bebé, con gesto amistoso, lo miró con sus ojos azules y brillantes y le regaló una tierna sonrisa. Entonces, este hombre, que siempre había sido fiel a la niñez devolvió la simpatía y se marchó. “Caminante, no hay camino al andar” pensaba mientras seguía y sus encuentros con situaciones tan acogedoras continuaban. Vio, mas tarde, como un hombre perdía sus padres en un coche estrellado que estaba por llegar al hogar luego de una noche cultural. Sentía que esos padres no debían morir y dejar huérfano un joven que hasta ahora salía del cajón de la adolescencia. Pero sintió aún más que ese joven y su desdicha tenían una relación con él en algún sentido. La visión del recién huérfano y el accidente lo puso muy sensible y quiso correr. No obstante, no cambió de rumbo y encontró una pareja de jóvenes enamorados que disfrutaban del placer del primer sexo entre las nubes del amor. Sí, estaban en una habitación; Arturo los vio en siluetas de sombras a través de las cortinas. Se excitó también pues, nuevamente, sintió que esa cita tenía una relación con él en algún sentido. ¡Qué extraño!… Extraño como creía Arturo ver la misma mujer en la boda, el hospital, y ahora. No cambió de rumbo ni paró de caminar; no estaba cansado aún, a pesar de lo mucho recorrido. 52
  • 53. Anocheció y en esa oscuridad salvaje percibió que había llegado a un final. Ya no tenía salida. Estaba en un punto, el cual parecía no llevar a ningún lado. Sólo una gran casa enfrente era lo que Arturo alcanzaba a ver y como provenían de ella gemidos de un recién nacido. Sonaban igual al pequeño de ojos azules de antes. ¿Por qué creía que ambos niños podían ser el mismo o muy cercanos? La misma relación que ha sentido durante todo su viaje, la sintió con este bebé y la sintió como si debiera entrar a esa casa y verlo todo. Entonces se le ocurrió un pensamiento que, por ilógico y porque su inteligencia lo desvanecía, desechó de una vez por no tener argumentos para parecer cierto y casi irracionalmente y sin voluntad, dio media vuelta y emprendió marcha atrás. Regresó a su casa, su hogar, su refugio. Entró a su cuarto, se acostó en su cama y acomodó el cojín bajo su cabeza. Recordó este día y todo lo visto. Retorno a casa, sus encuentros no fueron menos sensibles: un grupo de niños se despedía de su amigo que se marchaba del país y él vio como se abrazaban y divertían sin saber que jamás se volverían a ver; una ceremonia de graduación en la Universidad donde un joven era admirablemente felicitado por profesores y compañeros; una mujer con mucho estilo que acompañaba siempre cada evento; un aparente inteligentísimo y astuto líder que manejaba con mucho poder y rectitud cierto territorio; un funeral en medio de una plaza donde cientos de ciudadanos lloraban la partida de un héroe. Arturo tapó con su sábana blanca su cuerpo débil y pálido hasta el último pelo y recordando aquel pensamiento que había desechado en su caminar, orgullosamente 53
  • 54. resignado concluyó que no valía la pena volver a vivir. Yo creí que había notado mi presencia, pero no. Cerró sus ojos y cuando los abrió nuevamente, estaba en un mundo diferente, en el mío. FIN 25-XI-09 54
  • 55. ALGUIEN SE CONFIESA Una noche alguien ha leído muchas mentes. Lo que letra tras letra, nacida en sus cerebros y transmitidas a sus manos, se ha plasmado en hojas de papel o de bytes por mentes de artistas o pseudoartistas -en todo caso, talentosos- que dejan la realidad en la ropa de trabajo y llegan a sus hogares y se sientan o se acuestan y se inspiran mientras cambian de vestido y hacen de este mundo un lugar donde todo es posible, donde todo es creado y controlado por ellos, donde la imaginación reina... -... ¿Es este el mundo que yo quiero? -se resigna siempre alguien en cualquier lugar-. Es un mundo fantástico, ideal. Pero somos reales, no debe negarse y donde vivimos lo que reina es la ambición. No es muy diferente del mundo de esos artistas: alguien crea, alguien controla, alguien reina. Aquí vive alguien y aunque anhela, como Orfeo no mirar atrás, esa magia, lo que busca es tal vez algo de ese poco de ambición que no dé paz y tranquilidad, felicidad y prosperidad, satisfacción y éxito, amor, etc., pero proporcionará precisamente eso: un reinado. FIN 04-I-09 55
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  • 57. HISTORIA DE UN ASESINO Esta es la historia de un asesino cuya personalidad tenía más defectos que valores. Su nombre era Enrique y en sus prioridades no estaba el comprender acerca de este tema. Él simplemente era un hombre a quien le gustaba la soledad y tanta gente le repugnaba así que prefería no mirarlos. Sin embargo, para llevar una vida normal es imposible vivir aislado de los hombres; si así fuese, iría en contra de la normalidad natural de la vida. Enrique mataba siempre a quien encontraba su mirada. Cuando era niño, no tenía amigos y en cambio golpeaba a compañeros, vecinos y desconocidos (una que otra niña sufrió por sus agresiones tormentosas). Su padre entonces lo castigaba muy fuerte. -Muérete –le gritaba entonces a su padre luego de cada golpiza-. ¡Tú mataste a mi mamá! -Hijo: no digas tonterías, yo no la maté –decía su padre con sinceridad y tristeza que salían de lo más profundo de su corazón lagrimeado. Su historia comenzó al mismo tiempo que su adolescencia. Una tarde salió a caminar por las calles del pueblo y vio una joven campesina con su cabello negro trenzado, su falda larga y colorida que sobresaltaba, a pesar de su frondosidad, sus caderas anchas que sostenían una cintura que asomaba un ombligo provocativo y sensual; sus hombros rosados por el sol pronunciaban la decencia y delicadeza de la señorita, y su rostro, a pesar de la sombra de su sombrero, dejaba ver la silueta tierna y bella de sus facciones. Ella también lo vio, pero la mirada que le dirigió a Enrique –la única que penetraría sus profundas pupilas-, totalmente contrario a él, llevo consigo otro sentimiento: 57
  • 58. repugnancia. Así, Enrique, comprobó una vez más que su odio hacia el resto de los hombres era inevitable. A partir de ese cruel instante, su visión acerca de la humanidad cambió y decidió no tenerla cerca. Se acercó lentamente a la joven mientras admiraba más su hermosura. Le agarró el cuello y alcanzó a levantarla varios centímetros del suelo. Para ser tan delgado, Enrique era muy fuerte. Sosteniéndola en el aire, brevemente la lanzó hacia el suelo con muchísima energía y le dio tantos golpes a lo largo de todo su cuerpo que su muerte, según se sabría después, se debió a estancamiento en las vías circulatorias. Su piel blanca quedo hinchada y oscura y su perfecto cuerpo fue deformado con tumores y huecos. Huyó en menos de un minuto y varias horas más tarde, ya de noche encontraron el cadáver aunque nadie sabía quién ni por qué habían matado la hija del juez. Pasaron algunos años y asimismo el número de asesinatos. Habían incrementado en un trescientos por ciento y cada muerte era diferente a la anterior, desde armas de fuego, cuchillos (grandes, pequeños, anchos, delgados, encorvados, rectos, con filo en la punta, doble filo, etc.), golpes, asfixias, hasta quemados y triturados. ¿Quién era el autor? Por supuesto, Enrique. Pero nadie, en la investigación logro señalarlo. Sucedía que siempre Enrique caminaba por las calles y no miraba a nadie… Pero rara vez levantaba su vista y si se daba cuenta que alguien lo estaba viendo a los ojos (¡qué destino tan trágico y sangriento el que desafortunadamente le espera!), entonces él lo mataba con una de sus innumerables técnicas que parecían ser infinitas. Tal vez si mientras caminaba no hubiera escondido sus ojos, hubiera visto a todos los que caminaban también y se hubiera percatado que lo miraban más de lo que creía, las muertes serían diez o más veces numerosas y sus formas de muerte, 58
  • 59. quizás, ya no parecerían infinitas. Enrique fue el mayor asesino que conoció el pueblo en su historia. En sólo tres años la Muerte recibió quince mil nuevas víctimas. Las investigaciones profundizaron en las víctimas, quiénes eran los muertos, cómo habían muerto, qué hacían justo en el momento de su muerte, dónde habían caído. Por encargo del juez hicieron lo mismo con cada una de los fallecidos y relacionaron todo acerca de ellos, las escenas del crimen, las semejanzas en los diferentes aspectos analizados, las familias, todo. Una investigación excelente, sin lugar a dudas. Pero aún así descubrir el asesino era muy difícil. Cuando pudieron descubrir a Enrique, prepararon la mejor estrategia que pudieron crear para capturarlo. Una noche, lo encerraron en un callejón más de diez oficiales y soldados. Se echó en el suelo como resignado, de rodillas en un charco y el mentón en el pecho mientras todos le apuntaban y el jefe le ordenaba que se diera por arrestado y le enunciaba sus derechos como criminal. Enrique no levantaba su mirada y justo cuando el grupo pensó que se daría por vencido, los miró a los ojos y dejo rodar un disco explosivo que devastó a los hombres en segundos. Corrió y salvó su vida algún tiempo, no más. Pero su final estaba muy cerca y, de hecho, fue rápido. El juez había cambiado las órdenes: -¡Mátenlo! Quería tener el cuerpo de Enrique para encargarse él, personalmente, de la venganza por su hija y del castigo por sus sangrientos actos. Pero, ahora, comprendida la angustia de los habitantes, optó por la eficacia. El cuerpo del ejército, leal como ningún otro, servicial y entregado al honor y al pueblo igual que a sus familias, luchadores hasta la muerte, defensores de las leyes y la paz, 59
  • 60. capacitados para cualquier tarea, como un ejército casi perfecto de humanos que estaban por encima de las dimensiones normales de cualquier hombre, preparó una emboscada sin posibilidad alguna de error. Con la luna en el cenit, en casa de Enrique, con la ayuda de su padre (al que le habían mentido afirmando que sólo lo arrestarían, para lo cual, requerían, por facilidad, el sueño de Enrique), que había conseguido que durmiera toda la noche, un pelotón desalojó el lugar sacando al padre del hogar y obligándolo a dejar a su hijo dormido y encerrado a merced de los soldados. A unas varias decenas de metros, los soldados empezaron el fuego. Mientras brotaban de los ojos del padre lágrimas que hundirían el pueblo si no se secaran al deslizarse, las armas rugían desgarrando bombas y cañones sobre los muros incandescentes que habrían de caer sobre el cuerpo de Enrique quemándolo y aplastándolo. En esos últimos instantes, Enrique recordaba, o más bien recitaba aquél cuento, del mismo autor que esta historia, que, en su época bohemia, leyó y le causó gran admiración porque pensaba que esa era la mejor forma en que debería finalizar su existencia: El reloj, segundo a segundo que me arranca de la vida para dar cuerda a sus engranajes que dictan una hora que no existe, un invento más del hombre, con su cruel tuc cada sesentava parte de minuto, me obliga a pensar en sincronía con él: -Mal-di-to-re-loj-me-es-tás-ma-tan-do-con-ca-da-se-gun-do- que-pa-sas...Es-to-nun-ca-a-ca-ba-rá-¿ver-dad? Y en mis últimos instantes de agonía, el reloj despiadado que no se detendrá nunca, con sus agujas como espinas envenenadas con cicuta, que en cada segundo desgarran de mi ser la vida misma, me dice al ritmo de su tuc bien medido, como sin sentimientos, con la misma frialdad del invierno y con la superioridad que le regala la 60