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Hubo una vez una joven muy bella
     que no tenía padres, sino
madrastra, una viuda impertinente
 con dos hijas, una más fea que la
  otra. Era ella quien hacía los
 trabajos más duros de la casa y
como sus vestidos estaban siempre
tan manchados de ceniza, todos la
       llamaban Cenicienta.
Un día el Rey de aquel país anunció que iba a
dar una gran fiesta a la que invitaba a
todas las jóvenes casaderas del reino.
- Tú Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te
quedarás en casa fregando el suelo y
preparando la cena para cuando volvamos.
Así, llegó el día del baile y Cenicienta
apesadumbrada vio partir a sus
hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando
se encontró sola en la cocina no pudo
reprimir sus sollozos.
- ¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó-.
De pronto se le apareció su Hada Madrina.
- No te preocupes -exclamó el Hada-. Tu también
podrás ir al baile, pero con una condición, que
cuando el reloj de Palacio dé las doce
campanadas tendrás que regresar sin falta. Y
tocándola con su varita mágica la
transformó en una maravillosa joven.

La llegada de Cenicienta al Palacio causó
honda admiración. Al entrar en la sala de
baile, el Rey quedó tan prendado de su belleza
que bailó con ella toda la noche. Sus
hermanastras no la reconocieron y se
preguntaban quién sería aquella joven.
En medio de tanta felicidad Cenicienta oyó
sonar en el reloj de Palacio las doce.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó-.
Como una exhalación atravesó el salón y bajó
la escalinata perdiendo en su huída un zapato,
que el Rey recogió asombrado.

para encontrar a la bella joven, el Rey ideó
un plan. Se casaría con aquella que pudiera
calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a
recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo
probaban en vano, pues no había ni una a quien
le fuera bien el zapatito.
Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y
   claro está que sus hermanastras no
pudieron calzar el zapato, pero cuando se
 lo puso Cenicienta vieron con estupor que
            le entraba perfecto.
   Y así sucedió que el Rey se casó con la
        joven y vivieron muy felices.



                  FIN….
Peter pan
   Wendy, Michael y John eran tres
hermanos que vivían en las afueras de
   Londres. Wendy, la mayor, había
    contagiado a sus hermanitos su
 admiración por Peter Pan. Todas las
noches les contaba a sus hermanos las
         aventuras de Peter.
Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse
                        por la habitación.
   Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y
      el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con
    Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños
                            Perdidos...
- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo
                 mágico para que podáis volar.

    Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás,
                         Peter les señaló:
 - Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él.
Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el
reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así
que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran
pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la
       flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.

       Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus
  hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas,
     pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás,
    organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.

   Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando
  para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter
  sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para
                 verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

  Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de
lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas
cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como
ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder
           de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los
piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los
       brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía
           salvarles, cuando de repente, oyeron una voz:
    - ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves
                              conmigo!
    Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado
   justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta.
 Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por
   Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo
estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al
mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis
 ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido
                    por el infatigable cocodrilo.
El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y
  todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las
                   risas de Peter Pan y de los demás niños.
   Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos
  para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres
 niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter
                          les llevó de nuevo a su casa.
                - ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños.
- ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores
  nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra
           imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos.
    -¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos
                                  diciendo adiós.


                                 FIN
Blancanieves
   llamada Blancanieves, que tenía una madrastra, la
                    reina, muy vanidosa.
     La madrastra preguntaba a su espejo mágico y éste
                         respondía:
- Tú eres, oh reina en un país muy lejano vivía una bella
    princesita a, la más hermosa de todas las mujeres.
Y fueron pasando los años. Un día la reina preguntó como
               siempre a su espejo mágico:
                 - ¿Quién es la más bella?
Pero esta vez el espejo contestó:
- La más bella es Blancanieves.
   Entonces la reina, llena de ira y de envidia, ordenó a un cazador:
- Llévate a Blancanieves al bosque, mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este
cofre su corazón.
   Pero cuando llegaron al bosque el cazador sintió lástima de la inocente joven y dejó que huyera,
sustituyendo su corazón por el de un jabalí.
   Blancanieves, al verse sola, sintió miedo y lloró. Llorando y andando pasó la noche, hasta que, al
amanecer llegó a un claro en el bosque y descubrió allí una preciosa casita.
   Entró sin dudarlo. Los muebles eran pequeñísimos y, sobre la mesa, había siete platitos y siete cubiertos
diminutos. Subió a la alcoba, que estaba ocupada por siete camitas. La pobre Blancanieves, agotada tras
caminar toda la noche por el bosque, juntó todas las camitas y al momento se quedó dormida.
   Por la tarde llegaron los dueños de la casa: siete enanitos que trabajaban en unas minas y se admiraron
al descubrir a Blancanieves.
   Entonces ella les contó su triste historia. Los enanitos suplicaron a la niña que se quedase con ellos y
Blancanieves aceptó, se quedó a vivir con ellos y todos estaban felices.
   Mientras tanto, en el palacio, la reina volvió a preguntar al espejo:
- ¿Quién es ahora la más bella?
- Sigue siendo Blancanieves, que ahora vive en el bosque en la casa de los enanitos...

  Furiosa y vengativa como era, la cruel madrastra se disfrazó de inocente viejecita y partió hacia la
casita del bosque.
Blancanieves estaba sola, pues los enanitos estaban trabajando en la mina. La
malvada reina ofreció a la niña una manzana envenenada y cuando Blancanieves
dio el primer bocado, cayó desmayada.
  Al volver, ya de noche, los enanitos a la casa, encontraron a Blancanieves tendida
en el suelo, pálida y quieta, creyeron que había muerto y le construyeron una urna de
cristal para que todos los animalitos del bosque pudieran despedirse de ella.
   En ese momento apareció un príncipe a lomos de un brioso corcel y nada más
contemplar a Blancanieves quedó prendado de ella. Quiso despedirse besándola y de
repente, Blancanieves volvió a la vida, pues el beso de amor que le había dado el
príncipe rompió el hechizo de la malvada reina.
   Blancanieves se casó con el príncipe y expulsaron a la cruel reina y desde entonces
todos vivieron felices.



         Finnnnnnnnnnnnn…………………


    03/04/2009
La sirenita

 En alta mar el agua es azul como los pétalos
 de la más hermosa centaura, y clara como el
  cristal más puro; pero es tan profunda, que
 sería inútil echar el ancla, pues jamás podría
   ésta alcanzar el fondo. Habría que poner
     muchos campanarios, unos encima de
otros, para que, desde las honduras, llegasen a
                  la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca
  y helada; en él crecen también árboles y plantas
 maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al
  menor movimiento del agua se mueven y agitan
como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes
           y chicos, se deslizan por entre las
ramas, exactamente como hacen las aves en el aire.
En el punto de mayor profundidad se alza el palacio
del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas
ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente;
  y el tejado está hecho de conchas, que se abren y
  cierran según la corriente del agua. Cada una de
   estas conchas encierra perlas brillantísimas, la
menor de las cuales honraría la corona de una reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su
 anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era
 una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su
      nobleza; por eso llevaba doce ostras en la
  cola, mientras que los demás nobles sólo estaban
 autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de
  todos los elogios, principalmente por lo bien que
cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas
eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era
   la menor; tenía la piel clara y delicada como un
  pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más
 profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies;
         su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas
salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se
 abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban
  nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas
cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a
las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
 Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color
rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y
 las flores parecían llamas, por el constante movimiento de
       los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena
finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía
 un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo
 del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de
      la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
  Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor
               purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.
Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y
 plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma
    de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En
 cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores
      eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y
  cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos
 más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con
una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La
  estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol
  muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano.
 La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el
  árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de
mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que
 se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces
                   jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo
 de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle
     todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y
   animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las
  flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a
     nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen
    verdes, y que los peces que se movían entre los árboles
cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que
      la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran
          entenderla, pues no habían visto nunca aves.
 - Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará
 permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna
 en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis
                   también bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se
       llevaban un año de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía
     cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro
   mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que
viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les
         contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.
   Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente
porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba
             muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo
   alto, contemplando, a través de las aguas azul oscuro, cómo los peces correteaban
   agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a
  través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos
  nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena
  que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales
 jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que
                   extendía las blancas manos hacia la quilla del navío.
     Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se
                           remontó hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más
hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado
  bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en
     calma, contemplando la cercana costa con una gran
    ciudad, donde las luces centelleaban como millares de
 estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los
  carruajes y las personas; también le había gustado ver los
 campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.
   ¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor!
 Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través
 de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran
ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de
      las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en
  todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel
   espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era
   como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su
  belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez
    volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes;
 volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el
                          tinte rosado del mar y de las nubes.
Al cabo de otro año le toco el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por
    eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes
    cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos
 bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena
tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña
      bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y
      chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron
asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un
  animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a
                                 refugiarse en alta mar.
Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las
 verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían
        nadar a pesar de no tener cola de pez.
La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se
movió del alta mar, y dijo que éste era el lugar más
hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas
 millas, y el cielo semejaba una campana de cristal.
 Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían
    gaviotas; los graciosos delfines habían estado
  haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían
  cortejado proyectando agua por las narices como
               centenares de surtidores.
Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía
justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la
    primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor
         flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin
   embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los
   hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como
 diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y
    todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella
   estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero
      hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían
          estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora
  negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja
       luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las
     tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla
 seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos
             azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.
La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del
  agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y
   bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir
 cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente
para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron
 que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se
                        sentían muy bien en casa.
  Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y
   subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más
        bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna
      tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de
  naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas
   del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no
       comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la
   tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del
 fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al
             palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del
brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba
  abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena
     no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
  - Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el
mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince
   años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana
 reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y
 le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada
pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir
 ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo
                        de su alto rango.
                - ¡Duele! -exclamaba la doncella.
    - Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.
La doncella de muy buena gana se habría sacudido todas aquellos
adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores
   de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! -
 dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.
    El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la
superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado
cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y
 fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un
 gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía
 ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las
    jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto, y al oscurecer
     encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si
  ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se
acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola
la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos
   como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados.
El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes
  ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis
 años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la
 fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el
 príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en
    el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la
 sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos;
   cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si
 todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había
     visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en
  derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul,
 reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal
la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos
      los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe!
  Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la
                  música sonaba en la noche.
Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del
 apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y
 cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los
ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior
 de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron
todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba
  cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando
  una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El
     buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes
   montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco
 seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el
cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía
aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco
   crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo
   mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un
          costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos.
Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos
    hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los
      maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan
  completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras
veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer
   a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al
  partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su
  primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus
 dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el
 agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre.
No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los
 maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin
  parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el agua y
 elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el
  príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y
  piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y
   habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su
      cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.
FIN………
Autora

   Yeynely
Quiñonez Ortiz

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Yeye

  • 1. Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas, una más fea que la otra. Era ella quien hacía los trabajos más duros de la casa y como sus vestidos estaban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta.
  • 2. Un día el Rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino. - Tú Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volvamos. Así, llegó el día del baile y Cenicienta apesadumbrada vio partir a sus hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos. - ¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó-.
  • 3. De pronto se le apareció su Hada Madrina. - No te preocupes -exclamó el Hada-. Tu también podrás ir al baile, pero con una condición, que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta. Y tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven. La llegada de Cenicienta al Palacio causó honda admiración. Al entrar en la sala de baile, el Rey quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven.
  • 4. En medio de tanta felicidad Cenicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce. - ¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó-. Como una exhalación atravesó el salón y bajó la escalinata perdiendo en su huída un zapato, que el Rey recogió asombrado. para encontrar a la bella joven, el Rey ideó un plan. Se casaría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito.
  • 5. Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y claro está que sus hermanastras no pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le entraba perfecto. Y así sucedió que el Rey se casó con la joven y vivieron muy felices. FIN….
  • 6. Peter pan Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.
  • 7. Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación. Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos... - Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar. Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: - Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!
  • 8. Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe. Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John. Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno. Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
  • 9. Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: - ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo! Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.
  • 10. El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños. Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. - ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños. - ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos. -¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós. FIN
  • 11. Blancanieves llamada Blancanieves, que tenía una madrastra, la reina, muy vanidosa. La madrastra preguntaba a su espejo mágico y éste respondía: - Tú eres, oh reina en un país muy lejano vivía una bella princesita a, la más hermosa de todas las mujeres. Y fueron pasando los años. Un día la reina preguntó como siempre a su espejo mágico: - ¿Quién es la más bella?
  • 12. Pero esta vez el espejo contestó: - La más bella es Blancanieves. Entonces la reina, llena de ira y de envidia, ordenó a un cazador: - Llévate a Blancanieves al bosque, mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este cofre su corazón. Pero cuando llegaron al bosque el cazador sintió lástima de la inocente joven y dejó que huyera, sustituyendo su corazón por el de un jabalí. Blancanieves, al verse sola, sintió miedo y lloró. Llorando y andando pasó la noche, hasta que, al amanecer llegó a un claro en el bosque y descubrió allí una preciosa casita. Entró sin dudarlo. Los muebles eran pequeñísimos y, sobre la mesa, había siete platitos y siete cubiertos diminutos. Subió a la alcoba, que estaba ocupada por siete camitas. La pobre Blancanieves, agotada tras caminar toda la noche por el bosque, juntó todas las camitas y al momento se quedó dormida. Por la tarde llegaron los dueños de la casa: siete enanitos que trabajaban en unas minas y se admiraron al descubrir a Blancanieves. Entonces ella les contó su triste historia. Los enanitos suplicaron a la niña que se quedase con ellos y Blancanieves aceptó, se quedó a vivir con ellos y todos estaban felices. Mientras tanto, en el palacio, la reina volvió a preguntar al espejo: - ¿Quién es ahora la más bella? - Sigue siendo Blancanieves, que ahora vive en el bosque en la casa de los enanitos... Furiosa y vengativa como era, la cruel madrastra se disfrazó de inocente viejecita y partió hacia la casita del bosque.
  • 13. Blancanieves estaba sola, pues los enanitos estaban trabajando en la mina. La malvada reina ofreció a la niña una manzana envenenada y cuando Blancanieves dio el primer bocado, cayó desmayada. Al volver, ya de noche, los enanitos a la casa, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, pálida y quieta, creyeron que había muerto y le construyeron una urna de cristal para que todos los animalitos del bosque pudieran despedirse de ella. En ese momento apareció un príncipe a lomos de un brioso corcel y nada más contemplar a Blancanieves quedó prendado de ella. Quiso despedirse besándola y de repente, Blancanieves volvió a la vida, pues el beso de amor que le había dado el príncipe rompió el hechizo de la malvada reina. Blancanieves se casó con el príncipe y expulsaron a la cruel reina y desde entonces todos vivieron felices. Finnnnnnnnnnnnn………………… 03/04/2009
  • 14. La sirenita En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.
  • 15. Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.
  • 16. Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
  • 17. Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar. Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo. Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.
  • 18. Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
  • 19. Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves. - Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades.
  • 20. Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber. Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azul oscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío. Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.
  • 21. A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas. ¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.
  • 22. Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes. Al cabo de otro año le toco el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar.
  • 23. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez. La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores.
  • 24. Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.
  • 25. La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa. Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
  • 26. Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento. - Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan. Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango. - ¡Duele! -exclamaba la doncella. - Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.
  • 27. La doncella de muy buena gana se habría sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja. El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados.
  • 28. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la noche.
  • 29. Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos.
  • 30. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.
  • 32. Autora Yeynely Quiñonez Ortiz