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La oportunidad de Judas



Juan de Juan




                                           ¡Por España! Y el que quiera defenderla,
                                    honrado muera; y el que, traidor, la abandone,
                          ni en la tierra santa cobijo, ni una cruz en los despojos,
                              ni las manos de un buen hijo para cerrarle los ojos.

                               Eduardo Marquina, En Flandes se ha puesto el sol



                                                But what a fool believes he sees
                                      No wise man has the power to reason away
                                                               What seems to be
                                                   Is always better than nothing
                                          And nothing at all keeps sending him...

                     Michael McDonald & Kenny Loggins. What a fool believes
Mi padre odiaba al general Franco. Creo que su deporte preferido, en la mesa de la
cena, era hablar mal del Generalísimo. Así pues, yo aprendí pronto frases del tipo
«Franco es un asesino» o «Franco es un liberticida». Ésta última me divertía mucho
porque me sonaba a insecticida. No conocía su significado.

Una tarde de verano, yo tendría seis años como mucho, paseaba por el Retiro de la
mano de mi madre, camino de la casa de fieras, adonde íbamos todas las tardes a
darle pan duro a Perico, el elefante que hasta cogía pesetas del suelo y se las devolvía
al público. No sé por qué, dije, gritando como suelen hacer los niños chicos, «Franco
es un liberticida».

Mi madre me soltó la mano y, sin solución de continuidad, me arreó una hostia en
plena mejilla por causa de la cual aún estoy orbitando alrededor de la Tierra. Me eché
a llorar, claro, pero no por eso mi madre dejó de echarme el broncón que me echó,
que vino, por cierto, acompañado de otras agresiones menores.

Mi madre me dijo que esas cosas no podía decirlas fuera de casa. «¿No te das cuenta,
me susurró, que cualquiera de las personas del parque puede ser un policía?»

Todavía recuerdo hoy aquel paseo, sujetándome el carrillo agredido como si se fuese a
caer podrido, y la desconfianza con la que escruté los rostros de todos los hombres
con los que nos cruzamos. En todos quise ver los inconfundibles gestos de un agente
de la ley, cazando antifranquistas cualquier domingo por la tarde…


Esta novela está dedicada a todos esos hombres innominados con los que me crucé
aquella tarde. Para mí, ellos fueron Carlos Luján.
Esta novela le debe mucho a Tiburcio Samsa, elefante-persona que comparte mi
interés por la Historia y con quien he tenido algunas de las tertulias más agradables
que puedo recordar. También le debe agradecimiento a Dani Durán, a Esperanza
Fabregat, a Berna Wang, a Pepe García Verdugo, a Isabel Cañelles y a algún otro lector
de mi primer manuscrito (que deberá perdonarme su olvido), y que me hicieron
apreciaciones de índole literario.




Impagables son los agradecimientos a mis lectores en internet que tuvieron la
amabilidad de hacerme llegar correcciones: CorsarioHierro, Eborense, Jaimemarlow,
Luis Montes, Asmodeo, Hernando Artal, Lupus, José Manuel Castanys, Iván Rebollo,
Daniel, Francisco y Asier. Espero haber citado a todos, pues traté de ser muy puntilloso
coleccionando todas las pacientes correcciones o propuestas que me hicisteis llegar
cuando esta novela se publicó como ciberfolletín.




Página 3
Capítulo uno

       Aquel día de abril tenían que haber pasado dos cosas, pero pasaron tres.

        Era el día designado para que Carlos Luján regresase de su luna de miel y, al
tiempo, empezase a trabajar en su primer destino en propiedad donde siempre había
querido: en la Brigada de Investigación Criminal. Había calculado que levantarse,
ducharse, afeitarse, desayunar, vestirse y, después, caminar y tomar el autobús hasta
la comisaría apenas le llevaría cuarenta minutos, así pues podía levantarse,
sobradamente, a las ocho. Pero a las seis ya estaba en pie, mirándose al espejo,
tratando de espiar en su vientre las trazas de las mariposas caníbales que estaban
devorando su estómago. Nunca pensé que fuera a ser así, le dijo su mirada mientras él
se afeitaba. La verdad, nada daba la impresión de ser como lo había imaginado.

        Se asomó al dormitorio. Laura respiraba pesadamente, enredándose en el tic
tac del reloj de pared del salón. La miró como quien mira a un niño enfermo de quien
el médico acaba de anunciar que se curará. Sintió que el reloj de su vida empezaba a
contar en ese momento. Respiración, tictac. El suave roce de la corbata deslizándose
sobre sí misma. Cuántas mañanas más así. La vida. Amar. Tic. Laura. Tac.

      Así pasó más de una hora y media que le sobró, velando las formas tenues de
su mujer entre la penumbra, jurándole las mayores felicidades para los años venideros.

       A la hora de entrada en su nuevo destino estaba allí, en la puerta de la
comisaría. Entregó su credencial al uniformado de la puerta y éste se cuadró y le hizo
el saludo militar. Casi se le escapa una expresión de incredulidad y camaradería. Un
mes atrás era un estudiante, un mes atrás ni se le hubiera pasado por la cabeza que
un policía de casi cuarenta años se le fuera a cuadrar y llamar señor. Recordó a tiempo,
sin embargo, que había sido prevenido contra eso. Ahora ya no sois reclutas, les
habían dicho en una de sus últimas clases. Aunque os tiente seguir siendo lo que sois
ahora, esa idea os perderá. Ya no sois Manuel, Luis o Pepe. Ahora sois Don Manuel,
Don Luis, Don José. No sólo lo sois. Es que necesitáis serlo.

       Sintió cómo su rostro se endurecía mientras le decía al uniformado que le
indicase cómo llegar a las oficinas de la BIC.

       Allí no había nadie. Entre unas cosas y otras habían dado las nueve y cuarto.
Pero allí no había nadie. Era evidente que el turno que terminaba a las nueve, nada
más ver las manecillas del reloj ganar la cumbre, se había marchado sin esperar al
siguiente. En ese mismo momento, en Madrid alguien podría matar a la mitad de la
población que nadie tomaría la denuncia. Bueno, él. Él sí estaba en la sala, de pie,
mirando las mesas, razonablemente ordenadas, los aparatosos teléfonos de baquelita
negra, panzudos toreros sesteando. El miedo trae el peligro. Tenía tanto miedo de que
sonase alguno de esos aparatos, que uno acabó por hacerlo. Descolgó. El auricular
pesaba, nunca mejor dicho, como un muerto.

       -¿Diga?

       -¿Quién es?

       -La Brigada.


Página 4
-Eso ya lo sé. Pero, ¿quién es?

         -Luján. Carlos Luján, -dijo. Y, porque creyó respirar incredulidad, añadió-: uno
nuevo.

         -Vale, nuevo -dijo la voz-. Ya veo que Ramos todavía no ha llegado.

         -Aquí no hay nadie. Bueno, quiero decir, estoy yo.

       -Ya, ya. O sea, nadie. En fin, cuando llegue Ramos le dices que llame a Durán,
al anatómico. Que no se te olvide.

       Le dijo no se me olvidará al chasquido y el tono de la línea. Le entraron ganas
de saber quién sería Durán, el del anatómico. Se imaginó a sí mismo dentro de diez o
veinte años, peinando canas y respetado y admirado, hablando con un más canoso
aún Durán, y diciéndole: tú fuiste el primer tipo con el que hablé en mi primer día en la
Brigada.

         -¿Quién era?

       La voz le sobresaltó y le obligó a darse la vuelta, como movido por un resorte.
Un tipo enorme, de espaldas a él, se quitaba un abrigo marrón que había vivido
mejores días y lo colgaba de una percha, en la esquina de la gran sala.

       -Soy Luján, -explicó Carlos-. Carlos Luján, quiero decir, el subinspector Luján -
se acordó repentinamente de todo aquello del cargo y el respeto y todo eso.

       -No te he preguntado eso, -le contestó el gordo, volviéndose hacia él,
acercándose, oliendo tenuemente a aguardiente-. Te he preguntado quién era el del
teléfono.

         -Ah, sí. Durán. Eso, Durán. Del Anatómico. Quería hablar

        - Sí, ya sé. Con Ramos -al gordo pareció aburrirle la noticia de la llamada-. Será
por lo del Pitillo.

       Dejó caer su corpachón sobre una silla de oficina, con ruedas en las patas y
muelles que le daban flexibilidad. La silla se combó hasta parecer que se iba a romper
pero, probablemente acostumbrada, acabó por resistir. El gordo resopló, miró hacia
ninguna parte, y negó con la cabeza con un gesto entre resignado y harto.

         -Y, tú, ¿por qué coño has cogido el teléfono?

         -¿Yo?, balbuceó Luján. Bueno, estaba sólo y podía ser, no sé…

        -Podía ser lo que era -le interrumpió el gordo-. O sea: al Pitillo lo encuentran sin
sesos ayer de madrugada, Durán se tiene que pasar las últimas horas con la autopsia
y, como no se puede joder solo, llama aquí a Ramos (o sea, a tu jefe), a ver si puede
joder a alguien de paso. Y tú -le señaló con un dedo espeso coronado por una uña con
un ancho ribete de suciedad-, escuchas un teléfono sonar en una mesa que no es la
tuya, lo coges, y sólo porque Durán te habrá notado en la voz que no tienes ni puta
idea no te ha endilgado cualquier historia para que te pusieras a bailar desde primera
hora de la mañana.



Página 5
-Yo no tengo mesa -argumentó Luján, mirando a su alrededor.

        -Aquí todo el mundo tiene mesa -dijo el gordo-. Ésta de aquí –continuó,
mientras ponía un enorme pie y su bota renegrida sobre el tablero de la que estaba
frente a su silla-, es la mía. Es mi mesa desde las nueve de la mañana hasta las seis de
la tarde. Ni Dios la toca, ni Dios la ordena, ni Dios se lleva ni un papel de aquí sin que
yo lo sepa. Y si suena el teléfono, yo lo cojo, ¿estamos?

       -Vale, está bien -contestó Luján, casi con un susurro.

       -Querrás decir sí, Señor Inspector.

       Se hizo un silencio de miradas. Aquel gordo tenía unas ojeras profundas y
oscuras. Enormes bolsas bajo los ojos que parecían guardar secretos de muchos años.
Le daban una expresión fiera, por muy tranquilo que fuese su porte.

       -Sí, Señor Inspector.

       El gordo entornó los ojos, como para observar mejor a Luján.

       -Señor Inspector Iglesias para ti. ¿Qué años tienes, muchacho?

       -Veinti, er, veinticinco, Señor Inspector Iglesias.

        El gordo volvió la vista, como para intercambiar una mirada con alguien sentado
en la silla vacía a su lado, y sonrió levemente.

       -Oh. Qué pronto empezamos a tener gente como tú.

       -¿Cómo yo? ¿Qué quiere decir, Señor?

       -¡Como tú, joder, como tú! Nuevos, inexpertos. Ya sabes…

       -La experiencia es cuestión de tiempo -argumentó débilmente Luján.

       -No la mía, muchacho. No la mía -contestó el gordo, resoplando-. ¿Eres del
Partido?

       Luján sintió que no sabía qué responder.

        -Del Partido, sí. Joder, no pongas esa cara. No te van a echar por no ser del
Partido, coño, pero yo quiero saber si eres o no eres.

       -Por supuesto –acabó por responder Luján, y sacó su cartera del bolsillo interior
de su americana. Con manos temblorosas, sacó un carné de una de las solapas y se lo
tendió al gordo.

       -¡Anda! -exclamó Iglesias, divertido, mientras miraba el carné- ¡Qué bonitos son
los nuevos! –Su rostro se ensombreció, y añadió-: el mío es un poco diferente. Y más
antiguo.

      Luján observó su propio carné. Leyó con vergüenza: fecha de afiliación, febrero
de 1945.



Página 6
Repentinamente, el gordo se levantó y se plantó delante de Luján, muy cerca.
Olía a alcohol y a sudor, y podía oírle resoplar.

      -Mira, nene -le dijo, casi en un susurro-. Aquí no sólo soy tu Señor Inspector.
También soy tu Comandante. Podrías serlo tú si hubieras sido más valiente…

      -Señor… Comandante -se atrevió a interrumpirle Luján. Sintió que sus piernas
temblaban-. En 1939 yo tenía diecisiete años.

        -Como más de uno y más de diez camaradas míos que cayeron en las
trincheras -contestó el gordo, muy tranquilo-. Mientras tú estabas en casita
aprendiendo a mear de pie, yo estaba salvado a España. Así que no te olvides,
muchacho. Co-man-dan-te.

      Había algo en la mirada de este tipo. Luján pensó: la mirada de alguien que ha
matado. El mundo se divide en personas que no saben mirar así y personas que ya no
saben mirar de otra forma. Trató de aguantar, pero su boca claudicó.

       -Ssi, mi coma, er, mi Comandante -tartamudeó.

       Sonó un portazo. Luego una voz grave, rota.

       -¡Iglesias!

       El gordo se volvió hacia la voz. En un segundo, su rostro fue otro rostro.

       -Buenos días, señor.

       Era un hombre alto, bastante delgado, completamente calvo. Vestido con su
abrigo negro parecía un enterrador de mala película de miedo.

       -¿Tú eres el nuevo? –preguntó, tras señalar con la barbilla a Luján.

       -Sí, Señor Comisario. Carlos Luján, Señor Comisario.

       -Pasa a mi despacho.

         Carlos Luján entró en el cubículo sin ventanas en cuya puerta estaba escrito el
nombre de Bernardo Ramos, Comisario. Olía a tabaco fumado mucho tiempo atrás, y
un poco a humedad. Aunque ya era abril, aquel año la primavera se hacía esperar en
Madrid, y allí dentro hacía frío. El comisario, tras quitarse el abrigo, se agachó en una
esquina de la habitación, cogió una botella blanca y vertió un poco de líquido en una
escudilla de metal; al instante se sintió el penetrante olor del alcohol puro. De un
bolsillo del pantalón, el comisario sacó una caja de cerillas, encendió una y la tiró en la
escudilla. Tras un leve ruido, el alcohol empezó a arder. Sólo después de hecho esto el
comisario se sentó en su silla y pareció reparar en que Luján estaba allí, de pie, con su
abrigo todavía puesto, casi en posición de firmes.

       El comisario se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.

       -Dígame: Iglesias le ha hecho el número del Comandante, ¿es así?

       Luján inspiró. ¿Tal claro llevo el miedo en la cara?



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-No es mal tipo –continuó, como si Luján le hubiese contestado-, pero le gusta
encabronar a los novatos.

      Tres golpes fuertes sobre el cristal esmerilado de la puerta. El comisario dio
permiso y por la puerta asomó el ancho rostro del gordo Iglesias.

       -Una cosa, señor –dijo, con voz meliflua-. Que no se me olvide decirle que le
llamó Durán, del Anatómico.

       Mientras decía esto, le guiñaba un ojo a Luján.

       -Gracias, subinspector –respondió el comisario, deteniéndose en la última
palabra.

        Iglesias se replegó como un animal que supiese que se enfrenta a otro más
fuerte que él.

       Sólo entonces, el comisario le tendió la mano.

       -Luján, bienvenido a la Brigada. No le deseo que sea usted feliz aquí, porque
sería mala señal. Pero no somos mala gente. Los malos, como ya entenderá pronto,
son los otros.

        El Comisario le acompañó luego por la sala donde estaban los inspectores y
subinspectores de Homicidios, se los presentó uno por uno, y le señaló su mesa. Por
algún milagro extraño, como si todo aquello estuviese preparado, cuando salieron del
despacho del comisario todo el mundo estaba en su sitio, doce personas en total, con
él trece. Iglesias no había mentido. En aquella sala cabían trece mesas con sus sillas y
ésa era la capacidad de investigación existente en aquella comisaría; ni uno más, ni
uno menos.

        Todas las personas que el comisario le presentó eran mayores que él. Bastante
mayores. Todas las mesas estaban colocadas una enfrente de otra, de dos en dos por
lo tanto, menos tres que estaban en una esquina de la sala, en el punto más distante
del despacho del comisario, de forma que dos mesas estaban enfrentadas y otra se
situaba perpendicularmente, en uno de los extremos; en esa pequeña república era
donde estaban los tres jóvenes. Aquello, como aprendió pronto, tenía nombre. Aquellas
tres mesas eran el Infierno. Luego estaba el Purgatorio, que ocupaba los grupos de
mesas del resto de la sala salvo las dos que estaban justo junto a la puerta del
comisario, al inicio de la sala, a las que todo el mundo llamaba el Cielo. Con esos
datos, a Luján no le costó aprender que la mejor forma de referirse entre compañeros
al comisario Ramos era llamándolo Dios.

       La ubicación no era casual. Rojo Martínez, a quien todos llamaban Martínez, lo
saludó muy sonriente y le dijo: gracias a ti y a Cañamero he salido yo del Infierno. Eso
quería decir que Cañamero era el inspector jubilado cuya baja le había permitido a
Luján ingresar en este servicio y que, corriendo el escalafón, alguien había heredado la
mesa de Cañamero, Martínez la de ese alguien y la de Martínez era ahora la suya. Por
lo demás, su condición infernal no se limitaba sólo a la ubicación en la sala. Los que
estaban en el Infierno asumían las vigilancias más tediosas, al aire libre, en invierno y
en verano. Se quedaban si había que quedarse. Metían las narices en los cadáveres.
Asumían la redacción de los atestados más complejos. Los dos inspectores que estaban
en el Cielo (le fueron presentados como Antúnez y Rebollo) eran algo así como el


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comisario cuando éste estaba ocupado, lo cual era bastante habitual. Ordenaban,
coordinaban, decidían. Apenas pisaban la calle. Apenas tenían confidentes. Apenas se
aventuraban por las peores zonas. Apenas participaban en operaciones conjuntas.
Todo eso siempre le tocaba a otros. Escogían sus vacaciones antes que nadie y no
había jamás algo que les obligara a romperlas. Así se lo explicaron a Luján. Los
Profetas viven como Dios. Apréndetelo. Ellos te exigirán; a ti ni se te ocurra pedirles.
Esto es así. Años, paciencia, no cagarla. Trienios, puntos, no cagarla. Visto lo visto, le
dijeron todos, no es mal sitio.

        Pasó el resto del día sentado en su mesa, repasando atestados recientes para
coger la redacción, como le dijo el comisario. De vez en cuando levantaba la vista y
veía a Iglesias, unas seis mesas más allá, mirándolo divertidísimo. Él decidió sonreírle.
Las novatadas en la Academia habían sido peores. Había un tipo que sabía hablar
como Franco y un día había llamado al dormitorio contando una historia delirante de
tiros en El Pardo y pidiendo socorro. Aquello sí que había sido gordo. Los cadetes que
llegaron a salir de la Academia armados casi fueron expulsados. Como al tipo que
hablaba como Franco, que acabó en la calle.

        Era un día de abril, muy frío. A las cuatro de la tarde, Luján cayó en la cuenta
de que había pasado allí la mañana entera, que había salido a comer con sus
compañeros del Infierno y aún seguía allí leyendo atestados, y que en todo ese tiempo
no se había quitado el abrigo. Que la sala llevaba ya horas caldeada por los radiadores
y él estaba sudando copiosamente. Cuando salió a la calle se sentía mareado, pero
feliz. Se pasó la tarde mintiéndole a Laura sobre maravillosas anécdotas que, en
realidad, no habían ocurrido en su primer día de trabajo.

       El teléfono del salón sonó a la una de la madrugada. Él y Laura dieron un
respingo en la cama y se abrazaron instintivamente. Él dejó que el aparato sonase
hasta que notó que los empujones violentos del corazón de ella cedían en su fuerza, él
susurrándole en el oído no pasa nada cariño, no pasa nada mi amor, es sólo el
teléfono.

       Cuando Laura se calmó, se levantó y fue al salón, para cogerlo.

       -¿Diga?

       -¿Luján? Soy Ramos.

       -A sus órdenes, señor Comisario.

        -Ya lo supongo. Hay una tradición, ¿sabe? Alguien llama en la madrugada tras
el primer día. Un cadáver aparecido en el culo del mundo. El novato va allí y se pasa
toda la noche esperando a un juez que no llega, porque no hay cadáver ni nada.

        A Luján le gustaba dormir sólo con una camiseta de tirantes y sus calzoncillos.
El salón estaba helado. Se revolvió en la tiritona.

       -He oído, er, he oído hablar de eso, Señor.

       -Se la tenían preparada. Pero ya no va a haber novatada.

        Algo cedió en el estómago de Luján. El miedo y el susto se fueron. Pero quedó
la incertidumbre.



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-Señor, con todos los respetos, ¿me llama a la una de la mañana para decirme
que nadie me va a molestar con una novatada de madrugada?

       Silencio. Ruido como de vasos chocando unos con otros. Luján pensó: una
barra americana, fijo.

      -No. O sí. Pero no. Le llamo para decirle que nadie le va a llamar hoy para
mandarle a un caso falso. Porque tiene que ir a uno real.

       La angustia regresó.

       -Señor… ¿yo? ¿Un caso re, er, real?

       -Digamos que es la otra tradición. La novatada queda anulada si aparece algo
más tangible –le dio una dirección en el extrarradio-. Es una zona sin casas, apenas
unas chabolas. Allí le estarán esperando los de la ambulancia. Hay un montón de barro
y basura amontonado en un montículo y del montículo, según me han dicho,
sobresalen los pies de un muerto –luego un breve silencio, luego un susurro, ya, ya, y
luego, otra vez, la voz del comisario-. Que tenga suerte. Mañana, a las diez, quiero un
informe completo.

      La línea chasqueó. Luján colgó y se volvió. En la jamba del salón estaba Laura,
hermosa, casi sensual, con su camisón rosa. Al borde de las lágrimas.

       -¿Han matado a alguien?

       Él se acercó y la besó en una mejilla.

       -Vete acostumbrándote, cariño –le musitó.

        Llovía a mares sobre la noche de Madrid. Antes de salir de casa, Carlos Luján
había llamado a la comisaría y allí una voz soñolienta y uniformada le había prometido
que una patrulla pasaría a buscarle. Sin embargo, después de esperar veinte minutos
en la esquina indicada, decidió parar un taxi. El taxista llevaba la gorra calada hasta las
cejas, pero Luján pudo adivinar, embutido bajo el plato, un cráneo arrugado y un par
de ojos cansados. Se distrajo contando serenos. Contó veinte y dejó de contar. Se dijo:
no sabía que Madrid fuese tan grande.

        Atravesaron primero los barrios pulcros del centro, conduciendo suavemente a
base de ángulos rectos. Luego aparecieron el ladrillo visto en las fachadas, las
ventanas disparejas, la ropa colgada en esas mismas ventanas, desafiando a la lluvia.
Aceras interminables en calles sin nombre y casi sin luz. De vez en cuando, algún
sereno más harto de la noche que de la lluvia paseaba bajo alguna farola, embutido en
alguna gruesa capa impermeable, como si la noche estuviese repleta de espectros
agotados. Pasaron un cementerio enorme, subieron cuestas empinadas, doblaron a su
derecha y se introdujeron en un barrio obrero. Luján observó las casas con esa
indolente curiosidad típica del visitante que jamás ha estado en un lugar y, además,
tiene la sensación de que no va a volver. De alguna manera, aquel barrio seguía siendo
el pueblo castellano de casas bajas que un día fue. Pero era como si alguien hubiese
construido, por encima de las plantas bajas y primeras plantas de los inmuebles
originales, las trazas de una ciudad nueva, hecha de materiales baratos y ángulos
equívocos. Casas pardas, empapadas y cerradas a la noche. Nadie en la calle. A veces,
en medio de la calle, un descampado. El campo saludando en medio del embrión de



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gran ciudad. Algunas veces esas parcelas incluso aparecían roturadas y peinadas con
surcos regulares, vigiladas por fieros perros que ladraban al paso del taxi,
amenazadores. En una esquina, una vaquería. Agridulce e intenso olor a boñiga
colándose por la rendija de la ventanilla, que Luján tenía levemente bajada para
respirar mejor. Su chofer conducía como un autómata, sin una palabra. Silencio. A mil
kilómetros de su casa, de su vida. Pero también era Madrid. También le incumbía.
Suspiró. Hubiera preferido la bromita, se dijo.

       Bruscamente, la ciudad terminó. Al final de una calle vieron una marquesina de
autobús, el camino perdió su empedrado, y llegaron a Castilla. El taxi, con su pestilente
ronquido de mal combustible, además mal quemado, se zambulló en la oscuridad. Uno
no se da cuenta de lo iluminado que está Madrid hasta que sale de Madrid, se dijo
Luján. El taxista condujo abriendo con los faros una brecha de luz entre dos sólidas
paredes negras. Luján se sorprendió diciéndose: esto no es una broma. Esto es algo
peor. La puta oscuridad, un coche en medio de la nada, una pandilla de masoquistas
crueles que se quieren divertir a costa del novato. Llevaba la pistola en un bolsillo de la
gabardina. La amartilló, sin querer hacerlo en realidad. A pesar de los violentos
achaques del viejo taxi y el ruido que provocaban, el conductor dio un respingo y Luján
notó que reprimía el gesto de volverse. Un tipo embutido en una gorra escucha en la
noche de Madrid que alguien amartilla un revólver y adivina lo que está pasando.
Curioso. Le entraron ganas de preguntarle dónde había aprendido a distinguir ese
sonido. Pero para qué. No se lo diría. Estaba muerto de miedo. Y, además, añadió, la
pregunta es estúpida. En Madrid y a finales de los años cuarenta, todo Dios que sabe
reconocer el sonido con que un pistolero prepara la muerte lo ha aprendido en el
mismo sitio. Y en una de dos posiciones: ganando, o perdiendo. Quizá el taxista era un
perdedor. Más aún, debía de serlo. El tipo, se dijo Luján mientras el coche seguía un
sendero apenas adivinado, tiene la pinta de tener mil años; así pues, trabaja por
necesidad. Un trabajo de mierda, llevar a un tipo a la otra punta del mundo en plena
noche y con una lluvia del carajo. Claro que tampoco hace falta ser muy paria para
llegar a esa necesidad. Cada cien metros, las ganas de preguntarle al taxista, de
conocer su historia, se le multiplicaban más. Incluso pensó, bueno, llevo aquí un carné
que si se la enseño el viejo éste me canta lo que haga falta. Pero se puso en su lugar.
Un cliente te da una dirección imposible, te saca de Madrid, te obliga a ir por un
descampado, te demuestra que va armado y luego, cuando te paras, te enseña un
carné y te dice: soy policía, macho, así que dime quién eres. Lo mato, al viejo éste lo
mato del susto, se dijo. El taxista seguía conduciendo, sin separar la mirada del
sendero de tierra.

       -¿Falta mucho? –preguntó, por preguntar algo.

       El viejo, por toda respuesta, levantó la mano derecha y señaló a un punto de su
parabrisas, donde se veían unas luces distantes.

       -Cuando lleguemos podrá marcharse. No hace falta que me espere.

        Es lo que se le ocurrió para tranquilizarlo. Si lo consiguió, nunca lo supo. El
viejo taxista ni siquiera se volvió.

       Las luces se fueron definiendo. Llegaron a lo que parecían las afueras de un
pequeño pueblo, o de un pequeño barrio distante. Tres coches aparcados muy juntos
iluminaban un pequeño montículo; al acercarse el taxi, Luján se dio cuenta de que era
un montículo de basura. Y del montículo sobresalían dos pies embutidos en botas
negras.


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Salió del taxi y pagó bajo la lluvia. Incluyó una propina generosa, pero ni aún
así consiguió una mirada del taxista. Reprimió, al tiempo, los deseos de acojonar a
aquel maleducado y de tranquilizarlo. Desarmó el revólver mientras caminaba hacia el
reducido grupo de gente que estaba junto al cadáver, iluminado por los faros.

       Eran cuatro personas, dos paisanos y dos uniformados. Todos mayores que él,
bastante mayores. Los dos paisanos se protegían con un paraguas y los dos policías
con la gabardina de uno de ellos, que sostenían sobre sus cabezas. Lo primero que
leyó en los cuatro rostros, cuando se acercó lo suficiente, fue decepción.

       -Tú no eres el juez de guardia –le dijo uno de los de paisano.

       -¡Anda! –exclamó él-. Y, ¿por qué no puedo serlo?

        -Porque un juez no es tan joven –explicó uno de los uniformados, con voz de
fastidio.

       -Siento haberos decepcionado. Soy Luján, de la Brigada.

       Los uniformados intercambiaron una mirada sardónica. A esas alturas, él ya
sabía bien lo que significaba. Carne fresca, noche de diluvio. Jódete, recluta. Haber
ganado tú la guerra.

       -Pues hasta que no venga el juez yo no toco una mierda –dijo, elevando la voz
sobre el rumor del diluvio, uno de los tipos de paisano, moreno, fibroso, con un leve tic
en la boca.

       Luján miró a la pareja de paisanos. Apretados bajo el estrecho paraguas,
parecían dos mariquitas esperando el autobús. Ambos eran todavía relativamente
jóvenes, aunque no tanto como él, y de aspecto atildado. O lo habían tenido, cuando
menos, antes de que la lluvia, superando el triste obstáculo de aquel débil paraguas,
los anegase.

       -A menos que me corrijan ustedes, ahora la autoridad soy yo.

        -Nadie lo duda, amigo, nadie lo duda –contestó, a la defensiva, el segundo de
los tipos de paisano que aún no había hablado, más ancho que su compañero, con
pinta de hombre de campo disfrazado de petrimetre.

       -Entonces, procedamos a… desenterrar el cadáver.

       -Y unos cojones.

       Los dos del paraguas habían contestado al unísono. Como si todo estuviese
respondiendo a un guión y ellos hubiesen ensayado tantas veces que hasta fuesen
incapaces de no hacer coincidir sus voces.

       -¿Qué me ha dicho, señor? –Luján sintió que la ira le subía al rostro.

        -He dicho UNOS COJONES, niño –contestó el moreno delgado-. Si te gusta,
bien, y si no, ya sabes, col-crém.

     Luján se fue a por él. Pasos torpes en terreno irregular. Casi tropezó con la
humedad. Un brazo lo sostuvo y, a la vez, detuvo en su avance. Sintió el topetazo y,


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cuando miró, se enfrentó a un uniformado alto y fuerte, de barba rala y mirada hostil.

          -No no no, Luján. Esto no es buena idea.

          -Me da igual –respondió él, airado-. Se va a enterar ése de quién tiene cojones
aquí.

       El brazo se cerró en torno de él y le apretó contra el corpachón del policía. Le
hizo daño.

          -Como quieras. Pero será otro día.

        No lo soltó hasta que juzgó que se había tranquilizado. Aunque más que
tranquilizado, estaba adolorido. Aquel oso casi le parte con su abrazo.

        -Mira, Luján –le dijo entonces, entre gestos nerviosos, el moreno-. Estábamos
de guardia pero nos fuimos a cenar a Moncloa, ¿vale? El hijo de puta del bedel se lo
dijo a éstos –señaló a los uniformados con la barbilla- cuando llamaron. Así que nos
localizaron en un restaurante y sin material, ¿vale? Con las manos desnudas, ¿vale? –
esto lo decía mientras colocaba las dos palmas delante del rostro de Luján-. Y este hijo
de su padre no va a desenterrar ese cadáver con las manos así, ¿vale?

         Aquel tipo era como una marioneta mal construida. Un pelele con hilos
demasiado cortos en algunas extremidades, y demasiado largos en otras. Se movía sin
lógica, bajo la lluvia, sin preocuparse ya del paraguas, delante de él, haciéndose el
gallito.

       -Entiendo –terminó por decir Luján-. Estáis esperando al juez para que decida,
mientras rezáis para que decida esperar hasta que volváis con vuestro equipo.

          El silencio corroboró sus palabras.

          -Lo que no entiendo es por qué no podéis hacerlo sin guantes.

          Pareció como si al moreno nervioso le hubiesen realizado un electrochoque por
el ano.

       -¿Estás de coña? Pero, peroperopero, ¿tú has visto el puto cadáver, joder? ¡Está
metido en un montón de mierda!

          -Ya. Y, ¿no tenéis duchas en el Anatómico?

       El moreno le miró con cara de loco. Quiso decir algo, pero se contuvo cuando
vio que su compañero daba un paso al frente. El tipo con pinta de pueblerino tenía
más cuajo, más años, o menos nervios. Lo miró como se mira a un niño que acabase
de jurar que dos más dos son ciento cuarenta y siete.

          -Donde hay mierda hay ratas, Luján.

          -Yo no veo ninguna rata.

       -Ni la verás. En la oscuridad más allá de los faros de los coches hay un
vertedero. Un kilómetro de dunas de basura, calculo yo. El paraíso para las ratas. Para
qué se van a arriesgar a salir a la luz. Pero están ahí. A dos metros de nosotros.


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Luján pensó en ello. Miró a la oscuridad e imaginó que la negrura era un
silencioso ejército de millones de ratas, firme y detenido bajo la lluvia, esperando que
él diese un paso hacia la nada para atacar. Se estremeció y agarró con fuerza la culata
de su revólver dentro de la gabardina, pero trató de disimular su miedo.

        -Cualquier persona que meta las manos ahí para sacar a este tipo en estas
condiciones, de noche, bajo la lluvia, sin luz, sin guantes, sin nada con que defenderse,
se la juega. Ahí debajo hay ratas, Luján. Centenares de ratas. Con una enfermedad en
cada diente. Lo que no puede ser, no puede ser.

        El pueblerino lo miró con rostro triunfal. Luján sintió un escalofrío. Pero sintió
más cosas. Fundamentalmente, el peso de un día que no había sido nada fácil. Y el
perfil de sus enseñanzas.

       Miró al pueblerino con frialdad, miró sus cartas una vez más, y apostó.

        -Tú sabrás. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: o enfrentarte con las
ratas, o enfrentarte conmigo. O sea, conmigo… y con quien esté detrás de mí.

       El pueblerino lo miró de hito en hito. Calculando. Preguntándose si llevaba
alguna jugada, o iba de farol.

       -Tú sólo eres un puto recluta –contestó, pero los leves titubeos de su voz, y el
gesto de apartar la mirada al hablar, le dieron a Luján toda la información que
necesitaba.

       -Puede. O puede que no. Un chico joven, demasiado joven, que entra en la
Brigada. Puedo ser un policía brillante. O puedo ser un policía bien enchufado –y
remachó-: eso sí, lo único seguro aquí es que las ratas no conocen a ningún ministro.

       Fue un farol. Pero coló. Cinco segundos después de terminar él de hablar, el
pueblerino demostraba en su rostro que había claudicado.

       - Som, er, somos Beirán y Margall. Perdón si no te lo dijimos, hombre.

       - Joder, Beirán –interrumpió Luján, decidido a darles una salida airosa-; ¡que
nos estamos calando, joder!

       Eso fue suficiente. Beirán y Margall se sintieron lavados en su honor cuando
pareció que sus esfuerzos tenían que ver con la lluvia, y nadie se lo recordó cuando,
pocos minutos después, y cuando apenas habían empezado, dejó de caer agua. Los
dos siguieron trabajando, con la ayuda tan sólo superficialmente voluntaria de los
uniformados, ante la vista de Luján. La labor se demostró más dura de lo esperado.
Primero tiraron de los tobillos del cadáver, pero pronto tuvieron que desistir. Entonces
tomaron dos palas, que por suerte llevaban los policías, y los cinco se fueron turnando
para cavar desde la cima del montículo, tirando los desperdicios más allá, hasta llegar
a la mitad del montón, donde más o menos aparecían los pies del muerto. En su
arqueología se toparon con cosas curiosas. Una taza de váter que pesaba horrores,
una lavadora de rodillo, máquinas de escribir, el cadáver de un perro enorme, medio
descompuesto. Tres bicicletas deshechas. Todo eso estaba encima del muerto y
tuvieron que quitarlo. Pasadas las cinco de la mañana estaban sudorosos y apestando,
pero con esperanzas de poder sacar el cuerpo. Entonces, casi al unísono, los faros se
apagaron. Decidieron esperar a que se hiciese de día. Pasaron un buen rato allí, llenos



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de mierda hasta las cejas, fumando en la oscuridad. El sol salió a eso de las seis o seis
y media. Siguieron trabajando. Media hora después, pudieron tirar de las piernas del
muerto y sacarlo de allí.

       Dejaron sobre el suelo de la carretera el cuerpo de un hombre destrozado en
sus facciones, con el pecho hundido. Escudriñaron los bolsillos. Nada. Al tirar de las
mangas de su gabardina descubrieron que le faltaban las manos.

        -Ustedes –ordenó Luján a los uniformados-, a la mierda otra vez. Si se le ha
caído la cartera, me la recuperan. Y a ver si aparecen las manos.

       Los policías no rechistaron. Pero volvieron media hora después jurando que allí
no había cartera alguna.

       -Vaya muerte del carajo –dijo para sí Luján-, enterrado en la basura.

        -No lo creo –interrumpió Beirán, mientras levantaba, desganadamente, uno de
los brazos amputados-. Aquí no hay sangre.

       -¿Y?

       -Habrá que hacer una necropsia para confirmar datos –continuó el forense,
sacudiéndose las manos-, pero me apostaría la mesa de mi comedor a que este tipo no
tiene nada raro en las vías respiratorias. Dicho de otra forma, que estaba muerto
cuando le acostaron en esta cama.

       -¿Por qué estás tan seguro?

       -Porque no hay sangre.

      Beirán levantó de nuevo el brazo del muerto y tiró de la manga para descubrir
un muñón negro. En efecto, debajo del brazo no había restos visibles de sangre.

      Luján se levantó. Sintió el dolor en la espalda fría y húmeda. Un coche
renqueaba por el camino. El juez, al fin.

       Del coche se bajó un hombre entrado en años, alto y fornido, con cara de
pocos amigos. Venía fumando un puro y el olor del tabaco, aunque era lo mejor que
probaban las narices del pequeño equipo de investigación en toda la noche, le pareció
a Luján fuera de lugar. El juez le miró a él y le señaló con el caliqueño.

       -No lo conozco a usted, pero apuesto a que es quien manda aquí.

       Los cuatro compañeros de Luján asintieron en silencio. Era obvio que el juez ya
los conocía a todos.

       -Sunbinspector Luján, señor, er, Señoría.

       -¿Otro cachorro para la manada de Ramos? Vaya un bautizo, hijo.

       -Cierto, Señoría. Un caso interesante.

       El juez, al oír eso, intercambió una mirada con su secretario, un hombrecillo
bastante mayor detrás de él, luego abarcó con la vista el paraíso de ratas en que se


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encontraban, y dejó escapar un mohín escéptico.

       -Yo diría que en este teatro es difícil que se produzca un caso interesante.

       -Este hombre –informó Luján, señalando el cadáver- ha sido claramente
asesinado con la intención de que no lo reconozcamos. Yo diría que incluso se ha
intentado que no lo encontremos, de ahí el … teatro en el que se han producido los
hechos.

       -Veo que ya tiene usted una teoría de cómo ocurrieron los hechos.

       Luján asintió.

      -En algún lugar que no es aquí, esta persona fue asesinada. No sé dónde ni
cómo, pero espero que la autopsia lo averigüe. Si no fue muerto de otra manera, lo fue
mediante golpes en cara y pecho con algo contundente que lo han desfigurado
completamente. Aunque yo creo que ya estaba muerto cuando le hicieron eso.

       -¿Ah, sí? –el juez sorbió su puro lentamente- Y, ¿se puede saber por qué piensa
eso?

       -Sabemos –se explicó Luján- que al muerto se le han cortado las manos antes
de llegar aquí. Así que hay dos cosas, la desfiguración del rostro y la mutilación, que
parecen tener una voluntad coincidente: que, caso de encontrar el cadáver, no
podamos identificarlo. Voluntad que se une al dato de que el muerto no lleva encima
absolutamente nada que permita identificarlo.

       -Lo cual le hace a usted pensar…

       -Me hace pensar que la autopsia descubrirá, probablemente, otro método para
el asesinato. Previo a la desfiguración y a la amputación. Tampoco albergo dudas de
que esta persona ha sido asesinada esta misma noche.

       El juez dio un respingo.

       -¿Esta noche? ¿Se lo han dicho los forenses? Porque si es así, hijo, merecen
una medalla, porque los señores Beirán y Fenol tienen toda la pinta de estar en la
quinta pregunta ahora mismo.

        -Margall, Señoría; Beirán y Margall –hasta el propio Margall demostró con su
mirada asustada lo impolítico de corregir al juez-. Pero no son ellos los que me hacen
pensar que el crimen ha sido esta noche, aunque no me cabe duda de que la autopsia
lo confirmará.

      El juez intensificó su gesto de duda. Luján estaba demasiado cansado para
entender los mensajes corporales de sus compañeros, y callarse.

       -Alguien ha matado a este tipo buscando que no sepamos quién es. Le ha
cortado las manos y lo ha enterrado bajo toneladas de basura. Le ha quitado toda la
documentación y cualquier cosa útil para una identificación. Pero se ha dejado los pies
fuera. No tiene lógica. Es evidente que no pudo saber que la basura no había tapado
por completo al cadáver.

       -Lo cual significa que fue esta misma noche cuando vino aquí, lo tiró y lo


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enterró –concluyó el juez, dando una larga chupada a su puro.

         -Eso pienso, Señoría.

       El juez fumó en silencio cosa de un minuto. En medio de aquel vertedero,
fueron sesenta segundos que duraron como un año.

         -¿Quién lo encontró? –continuó después.

       -No lo sabemos –respondió Luján, que había hecho la misma pregunta horas
antes-. Se recibió una llamada, eso es todo. Lo que está más cerca del vertedero es
ese poblado de ahí, un poblado de…

         -Gitanos, ya veo. Un gitano se fía antes del Diablo que de la Policía, ¿no?

         Los seis hombres presentes rieron breve, casi protocolariamente.

       -En fin… -el juez suspiró-. Un muerto sin cara, sin manos, sin documentación.
Un asesinato sin testigos ni autor conocido. La sospecha, amigos míos, de que en la
tarde de ayer no ha desaparecido nadie importante ni honrado de su casa de Madrid o
alrededores. Este caso estará cerrado antes de que yo guarde la gabardina en el
armario hasta el año que viene. Ea, secretario, haga los honores. Que levanten el
cadáver y se lo lleven a oler mal a otra parte.

       Mientras el juez regresaba a su coche, Luján regresaba al cadáver. No había
querido decir nada, pero aquel asesinato no le parecía tan fácil de explicar. Nadie se
preocupa tanto de ocultar la muerte de un pelagatos. Aquel hombre era importante
para alguien. O era importante que alguien no supiera que ya no estaba vivo. Pero,
¿quién, por qué?

         -¿Por qué lo palpas? –Beirán estaba agachado a su lado.

       -Lo registro, joder. Como si estuviera vivo. Registramos a los vivos por si llevan
algo. Este tipo tiene que llevar algo.

         Sus manos avanzaron torpes por el cuerpo del muerto. Nada. Axilas. Nada.
Costillas. Nada. Piernas. Nada. Luego se acordó de la academia. Los delincuentes más
listos juegan con vuestros prejuicios, muchachos. Os llamarán maricones, se reirán de
vosotros; pero nunca dejéis de palpar una entrepierna.

         Puso la mano sobre el pantalón sobre el sexo del muerto. Apretó levemente.
Bingo.

         -Aquí hay algo.

         Bajó la bragueta del pantalón. Miró a Margall, frente a él.

       - ¡Ah, no! -dijo el nervioso, echándose hacia atrás-, por mi madre que yo ahí no
meto la mano.

       Luján suspiró, y metió su mano. Palpó un calzoncillo rugoso y frío. Tiró de él
hacia abajo. Uno de sus dedos tocó el frío sexo del muerto. Lo apartó. Metió el dedo
bajo el testículo izquierdo, escuchando una risa sorda y el susurro de uno de los
uniformados, unos metros más allá. Unos pelos tiesos se le quisieron clavar en la piel,


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pero su dedo tenía una tan gruesa capa de suciedad que apenas lo notó. Deslizó el
dedo bajo el testículo derecho. Allí lo notó. Un tacto frío y metálico. Lo que había
notado palpando. Un objeto pequeño. Lo agarró con dos dedos. Un anillo.

      Lo miró a la luz de la madrugada. En el interior del anillo no había nada
grabado. Era de oro y coronado con una especie de pequeño camafeo. Apretó el
mecanismo de apertura y apareció una piedra negra pulida y, sobre la piedra, un texto
grabado en letras doradas.

       -In bello amicitia –lejó en voz alta, muy despacio.

      -¡Joder, un maricón! –bramó Margall-. ¡Un maricón, y tú le has tocado los
huevos! ¡Te estará dando las gracias en el Infierno!

       -No significa bello –respondió Luján, hablando como para sí mismo.

       -¿Que no qué?

        -Bello –continuó el subinspector, mirando al forense-. Es latín. No es un
adjetivo, sino un sustantivo.

       -¿Sabes traducir eso, subinspector? –preguntó Beirán.

       -Por supuesto –contestó Luján.

       In Bello Amicitia. Amistad en la guerra.

       -A este tipo lo ha matado su enemigo. O, más probablemente, su camarada.




       Eran poco más de las ocho menos cuarto de la mañana cuando el subinspector
Carlos Luján entró en Homicidios. En la última media hora había vuelto a llover y él
estaba empapado y todas sus ropas apestaban al universo en el que había orbitado
durante toda aquella noche. Él, sin embargo, ya no percibía el mal olor, hasta ese
punto se había acostumbrado.

         La sala estaba vacía. Luján la cruzó cuan larga era, desde la entrada que a la
derecha tenía la puerta que daba al espacio del comisario Ramos hasta el otro
extremo, donde estaban las tres mesas del Infierno. Se sentó en la suya, acercó la
olivetti y comenzó a teclear un atestado. Con lenguaje preciso, fue describiendo la
situación en la que fue encontrado el cadáver y, omitiendo las largas negociaciones
previas y los padecimientos de policías y forenses, las medidas que se tomaron para
desenterrarlo. Seguir escribiendo después le ayudó a pensar.

        Una persona de mediana edad, tirando a joven probablemente, fue asesinada
y, con posterioridad, arrojada a un montón de basura de un vertedero para luego
recibir la carga completa de un volquete, cuando menos, de nueva basura. ¿Por qué
estaba muerto cuando fue arrojado al vertedero? Porque el asesino le cortó las manos
y, tras desenterrar el cadáver, se observaron muñones totalmente coagulados y escaso


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goteo de sangre alrededor. Esto indicó claramente que el cadáver no sangraba por sus
muñecas cuando fue arrojado a la basura. Más aún, que fue asesinado lejos del
vertedero, quizá en otro lugar remoto, quizá en el vehículo con el que luego fue
transportado a la montaña de basura.

        Las lesiones y abrasiones provocadas por un tan elevado peso sobre el cuerpo
dejaron el rostro prácticamente irreconocible lo cual, en conexión con el hecho de que
las manos fuesen cortadas, abona la hipótesis de que el asesino no quería que se
conociese la identidad del asesinado. La víctima estaba indocumentada. Bueno, en
realidad no sólo no llevaba identificación, sino que no llevaba nada en absoluto; ni
dinero, ni cartera, ni una puta lista de la compra. Evidentemente, sus bolsillos fueron
saqueados, probablemente con la misma intención de esconder su identidad a futuros
testigos de la muerte. Evidentemente, ese saqueo no fue post mortem. ¿Por qué? Pues
porque el fallecido escondió en sus calzoncillos un anillo. Un intento bastante claro de
dejar una pista desesperada sobre sí mismo. Por lo tanto, el muerto no sólo conocía la
intención de ser asesinado, sino que conocía la intención de no ser reconocido después
de muerto.

        El anillo. In bello amicitia. Amistad en la guerra. La hipótesis más lógica, un
anillo de camaradas del ejército. Sin embargo, no llevaba distintivo de ningún arma,
regimiento, división o similar, ni inscripción alguna que indicase fechas, batallas, etc.

       Fin del informe.

       ¿Fin del caso?

        Carlos Luján suspiró. Pensó, desconsolado, que del trabajo de los forenses poco
cabría esperar. Aquel ni era un caso que llamase a poner toda la carne en el asador, ni
tampoco había por dónde. Releyendo sus notas, Carlos Luján se dio cuenta de que no
tenía nada. Arma, motivo, oportunidad. Los tres elementos de un crimen. Hay dos
tipos de crímenes, le habían explicado durante su graduación: los que se resuelven y
los que no se resuelven. Los primeros son así porque de ellos se conoce o el arma, o el
motivo, o la oportunidad. Los segundos son así porque de ellos no conoce ninguna de
las tres cosas. Y luego están los crímenes que se resuelven por cojones, porque sí.
Pero éste no era de ésos.

        Luján se dijo: ¿con qué arma fue asesinado el muerto? ¿Por qué motivo?
¿Aprovechando qué circunstancias? No tenía respuesta para ninguna de esas
preguntas. Sólo tenía un anillo y un lema en latín escrito en él. Empezó a coquetear
con la idea de que el juez de guardia tuviese razón.

        Poco a poco, consiguieron dar las nueve y los policías de la comisaría, como
respondiendo a un resorte, fueron incorporándose a la sala poco a poco. Todos ellos,
antes de sentarse y comenzar a trenzar la primera mañana con conversaciones
insulsas, cigarrillos y alguna risa, le dedicaban una mirada desaprobatoria. Algunas
veces, los ojos viraban hacia la sorna y algunas gotas de desprecio. Carlos entendía.
Sin más información que la que ofrecía su aspecto y su olor, que probablemente se
percibía de bien lejos, la mayoría daba por hecho que había sido objeto de una
novatada y que había reaccionado como un auténtico imbécil, obedeciendo en una
noche tan terrible. Luján les dejó pensar. Repasaba su informe, una y otra vez,
preocupado por si habría cogido la redacción, algo que el comisario Ramos parecía
interesarle mucho.



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Sonó su teléfono. Lo cogió y, antes incluso de contestar, escuchó la voz de
Laura.

         -¿Carlos?

         -Sí… sí, soy yo, cariño.

         -¿Qué ha pasado? ¿Estás herido? ¿Tengo que…?

       -Tranquila, cariño, tranquila –le cortó él, no sin trabajo-. Estoy bien, estoy
perfectamente.

         -Pero… ¡no has vuelto a casa!

      -Ya, ya lo sé. No he tenido tiempo. Tenía prisa por hacer el informe, ya sabes.
Aún no sé…

       -Carlos, Carlos. ¿Sería mucho pedirte que si vas a pasar la noche fuera de casa,
me llamaras?

       Luján se dio cuenta de que estaba apretando el teléfono con demasiada fuerza.
Tenía delante de sí al comisario Ramos, tres o cuatro metros más allá, mirando como el
maestro que mira al alumno pillado in fraganti en una grave falta. Asintió con la
cabeza, sin palabras. El inspector Ramos se fue hacia su despacho, no sin hacerle un
gesto con la cabeza que, a todas luces, significaba que le fuese a ver en cuanto
colgase.

      -Cariño, estaba… no sé muy bien, pasado Carabanchel, pasado el fin del
mundo. Además, no quería asustarte con un timbrazo a las cuatro.

         -Carlos…

      -Es mi trabajo, cariño –zanjó él-. Ahora, éste es mi trabajo. Tendremos que
acostumbrarnos.

       -Dirás que tendré que acostumbrarme yo –respondió, con voz inusitadamente
grave, Laura. Lo siguiente que oyó fue el clic de la comunicación cortándose.

        Carlos Luján se quedó un rato mirando el teléfono, quieto y mudo, después de
colgar. Pensando en nada y en todo. Lo sacó de esa ensoñación la voz de un
compañero que pasó junto a su mesa.

         -¡Por Dios, Luján! ¡Cómo vienes a trabajar con esta peste!

      -Horas extraordinarias –contestó él, sin demasiadas ganas de explicarse más-.
Tengo que ir a ver al comisario.

        Mientras atravesaba la sala, casi sentía las miradas posadas sobre él, y se sabía
el objeto de los cuchicheos que apenas conseguía percibir.

      En el despacho del comisario, ardía ya la escudilla de alcohol, así pues el
ambiente estaba ya enrarecido con ese olor tan especial.

         Ramos lo miró de hito en hito. Su rostro casi no demostró emoción alguna.


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-Luján, ¿usted se ha visto?

      -Pido disculpas, señor –comenzó -. Me gustaría haber pasado por casa a
cambiarme, pero quería terminar mi informe pronto.

           Le alargó los papeles.

           -Espero haber dado con la redacción.

        Durante los siguientes dos o tres minutos, el inspector Ramos se aplicó a una a
todas luces desapasionada lectura del informe de Carlos Luján. Lo recorrió de principio
a fin y, después, pasando y volviendo a pasar páginas, pareció fijarse en tres o cuatro
detalles concretos, pero Luján no fue capaz de imaginarse cuáles.

       Sólo se permitió el primer gesto después de todo aquel dilatado repaso. Y el
gesto fue un rictus de la boca, indudablemente de desprecio.

           -En fin, para ser un primer caso, se estrena usted malamente.

           -¿Perdón, señor?

      -Pues que ha pasado usted una noche de su vida en unas condiciones no muy
cómodas, y todo por un don Nadie y un crimen de poca monta.

           Luján tragó saliva.

       -Discúlpeme, señor comisario, pero, ¿en qué se basa para decir que tanto el
crimen como el muerto son de poca monta?

           Ramos clavó en él dos ojos fríos antes de hablar.

           -Por muchas cosas que tienen que ver con una experiencia que usted no tiene,
y yo sí.

           -En modo alguno he querido decir…

       -Y, quizá, porque este hombre tiene todo el aspecto de ser un mendigo. Aspecto
que será bastante más que aspecto dentro de seis o siete horas, tiempo tras el cual,
puede usted apostárselo sin miedo, no tendremos sobre la mesa la denuncia de la
desaparición de ningún buen ciudadano.

           -Ya, pero…

       -No podemos saber quién es. No hemos encontrado ni una pista en el lugar del
crimen. No hay testigos. Hombre, sabemos el arma. Pero vaya arma, dos mil kilos de
mierda.

           -Con permiso, comisario, si ve usted el informe…

      -Si veo el informe averiguaré que no lo mataron en el vertedero, sí. Pero,
¿cambia eso las cosas?

           -Yo creo, señor…



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-Lo que usted crea no tiene valor. Tiene valor lo que sepa.

       Luján se miró la punta de los zapatos. Se preguntó si sería capaz de preguntar
lo que estaba pensando.

         -Con todos los respetos, comisario, las pruebas y certezas antes son hipótesis.

         Ramos entornó los ojos, como midiéndolo.

         -Cierto. Por eso tenemos que ser, ¿cómo diría? Económicos.

         -¿Económicos, señor?

        -Económicos. Cada caso que investigamos es como tirarse a un río. A veces el
río lleva agua, y a veces no. A veces hay que tirarse al río aunque no queramos,
porque el interés en el caso es muy grande. Que no es el caso, ¿está usted de
acuerdo?

         Luján asintió torpemente.

       -Cuando no tenemos esa presión, debemos pensar que tenemos que tirarnos a
muchos ríos. Así que tenemos que ser económicos. Selectivos. Luján, si el río no lleva
agua, y yo le aseguro que no la lleva, sus hipótesis no le van a salvar de un buen
batacazo.

         Le tendió el informe. El subinspector lo recogió y, después, trató de pensar de
prisa.

       -Señor, señor comisario –terminó por decir-. Créame que no se trata de que
haya sido mi primer caso. Aquí hay algo… inquietante.

         -¿Inquietante?

        -Inquietante, señor. Alguien quiso claramente que el muerto no fuese
identificado y el muerto, a todas luces, ha intentado lo contrario escondiendo su anillo.

       Ramos se echó hacia atrás en su silla y abrió los brazos, mostrando las palmas
de las manos.

         -¿Y?

        -Piénselo, señor. El muerto esconde un anillo en sus calzoncillos para ser
identificado. Los anillos se llevan en los dedos de la mano. Quizá no sólo sabía que
iban a matarlo, lo cual ya es un dato. Sabía, además, cómo.

         Ramos se alzó de hombros.

       -Luján, la inmensa mayoría de los asesinados saben por qué lo son, y cómo lo
van a ser. ¿Qué hay de extraño en ello?

        -Pues que es un extraño mendigo, señor. Un extraño hombre sin presente ni
futuro, asesinado por cualquier pendencia o negocio ilegal. Extraño, sí, porque se ha
atrevido a esperar de nosotros una actitud diferente a…



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Sintió que si seguía, traspasaría de verdad la frontera de lo correcto. Por eso, le
sorprendió la naturalidad con que Ramos le ayudó.

       -… ¿la nuestra, Luján?

       -Sí. Sí, señor. A eso me refería.

       -Traiga ese informe otra vez –respondió el comisario, exhalando un suspiro.

        Volvió a leerlo, invirtiendo algo más de tiempo en ello. Cuando volvió a levantar
la vista, su rostro era de nuevo pétreo.

       -Se irá usted a casa ahora mismo –le dijo mientras le devolvía los papeles-. Así
no se puede estar en esta comisaría. Además, su gesto es totalmente inútil. Todo lo
que usted tiene en este momento es el trabajo de los forenses y éstos, al revés que
usted, en cuanto hayan dejado el cadáver se habrán ido a ducharse y a dormir. Haga lo
mismo que ellos y, después de comer, pásese por el Anatómico.

       -Gracias, señor.

       -Gracias, no. Si mañana no tengo encima de mi mesa antes de las tres un
informe con alguna novedad significativa, el caso está cerrado, ¿estamos?

       -Entendido, señor comisario.

        El regreso a casa sirvió para tranquilizar la inquietud de Laura, tanto que
apenas protestó por el deplorable estado que presentaban las ropas de su marido. El
subinspector pasó casi cuarenta minutos bajo la ducha, tratando de arrancarse la peste
de la noche anterior en el vertedero. Al salir del baño, Laura lo estaba esperando con
una tortilla francesa. La devoró con avidez y, después, se bebió tres tazas de café.
Después de eso, besó la mejilla de su mujer, cerró la puerta del dormitorio y cayó
sobre la cama a peso. No había tenido tiempo de pensar en su reciente conversación
con el comisario y ya estaba dormido.

       Obediente y cumplidora, Laura le despertó a las tres de la tarde. El tiempo
había cambiado y el sol entraba a raudales por la ventana, anunciando el futuro verano
con una convicción que hacía la atmósfera de la habitación pesada y difícil. Desde el
salón, Carlos Gardel cantaba un tango acompañado de violines.

       -Me parece imposible que tenga que irme a hablar de un muerto –le dijo Luján,
más al techo de su dormitorio que a su propia mujer.

       -Tú lo dijiste –le contestó, zalamera, su mujer, mientras cepillaba sus
pantalones-. Ahora, éste es tu trabajo.

        Tomó un autobús para llegarse al Anatómico. Una vez allí, preguntó por Beirán
o Margal y, cuando le informaron de que era Beirán quien estaba, se sintió aliviado.
Prefería, a todas luces, al tipo con lejana pinta de pueblerino. Se saludaron casi como
si fueran amigos.

       -No esperaba volver a verte.

       Luján sonrió.



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-Por lo que veo, piensas lo mismo que mi jefe respecto de este caso.

       El forense se alzó de hombros.

       -¿Qué quieres que piense? No creas que no he buscado pruebas, señas, algo.
Tan sólo el anillo ése en el que confías tanto. He buscado antojos, defectos. Nada. Sólo
una lesión enorme en la pierna derecha.

       -¿Una lesión?

       -Una lesión con su cicatriz, sí. Este tipo no debía de andar muy bien.

       -Pues eso ya es algo.

       Beirán lo miró con un deje de incredulidad y, después, se echó a reír.

       -Pero, subinspector, tú, ¿dónde has estado en los últimos veinte años? Estamos
en 1948, ¿no? ¿Tú te haces cargo de cuántas personas en Madrid tienen heridas
parecidas?

       -No sé –se defendió, débilmente, Luján-. Por menos que eso hay mucha gente
que es mutilada de guerra. Y habrá registros, ¿no?

       Beirán negó con la cabeza, cómo dándolo por imposible.

        -Por supuesto que hay registros, señor subinspector. Pero estamos hablando de
un tipo con la fea herida de un tiro a mitad de muslo. ¿Cuántos habrá de ésos? A todos
les tendrás que ir a preguntar si están muertos o vivos. Oiga, señor –Beirán construyó
un teléfono con su mano derecha y se lo aplicó a la oreja derecha, poniendo voz de
falsete-, aquí la policía; ¿podría confirmarnos que sigue vivo?

       -Yo…

       -Ah, bueno. Y todo eso, contando con que sea un mutilado de guerra. Ya me
entiendes…

       -No mucho.

       -¡Joder, qué día llevas! Luján, la mitad de los cojitos por balazo no son
mutilados de guerra. No pueden serlo porque el tiro que los dejó cojos se lo dimos
nosotros, ¿entiendes?

       Luján comprendió. Era como buscar una aguja en un pajar. Y todo eso sin
contar con que la paja roja estaba dispersa por el campo.

       -Quiero ver el cadáver.

       -Quieres perder el tiempo.

       -A eso he venido. A perder el tiempo.

       Entraron en una sala helada. Era amplia, descuidada. Alicatada de blanco
demasiado tiempo atrás. Había ocho camillas enfrentadas en dos filas de cuatro. Pero
sólo en una se distinguía el bulto de un cadáver. Por debajo de la sábana blanca


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sobresalía un pie y en el dedo gordo de ese pie alguien había colgado un cartelito que
decía: desconocido. Beirán desenganchó dos gruesos cinturones que ceñían la sábana
al cuerpo y a la camilla, y levantó ésta. Ante Luján se presentó el cadáver destrozado
del hombre que habían desenterrado de la basura la noche anterior. El subinspector
sintió una nausea pero, afortunadamente para él, había comido poco y hacía bastantes
horas. Beirán le pasó un brazo por los hombros y apretó levemente, como tratándole
de dar fuerza. Lentamente, Luján se sintió bien, lo suficientemente bien como para
poder examinar a fondo el cadáver.

        El trabajo del asesino y de las toneladas de basura había sido concienzudo.
Cualquier signo que pudiera tener aquel cuerpo antes de haber sido aplastado era ya
prácticamente irreconocible.

       -¿Alguna herida además de las propias del aplastamiento? –preguntó Luján, sin
dejar de escrutar el cuerpo a la búsqueda de inspiración.

      -¡Ah, sí! En esto tenías razón. Un tiro –informó Beirán, solícito y
desapasionado-. En la tráquea. Traspasando la carótida. Mortal de necesidad.

       -Así pues, la secuencia de los hechos es: recibe un tiro en la garganta y muere.

       -Desde luego. No creo que llegase ni al primer golpe.

      -Ajá. Muere y, luego, alguien le desfigura el rostro golpeándolo con algo
contundente y le corta las manos y, cuando todo eso ya ha hecho su efecto y ha
sangrado lo que tenga que sangrar, lo llevan al vertedero y lo entierran.

       -Eso es –concedió el forense-. Todo esto, con las pruebas que tenemos, permite
estimar que a este tipo lo tenían que haber matado a lo largo de la tarde de ayer,
digamos entre las cinco y las nueve.

       -Muy seguro te veo.

        -Ahora mismo hace, según esta hipótesis, unas 24 horas de la muerte –el
forense consultó su reloj mientras hablaba-. Un cuerpo muerto empieza a mostrar
rigidez y lividez más o menos pasado ese periodo. Durante las ocho primeras horas
tras la muerte, la cara y las manos están frías, pero el resto del cuerpo está caliente. A
este tipo pudimos tocarlo a eso de las cinco de la mañana y ya estaba frío. Así pues,
las cuentas son: no había podido morir más tarde de las cinco de la mañana menos
ocho horas, es decir las nueve de la noche, porque ya estaba frío. Pero no pudo morir
antes de las cuatro o las cinco de la tarde de ayer, porque es ahora cuando empieza a
estar rígido.

       Luján se irguió y escrutó el rostro relajado de su interlocutor.

       -Hay que reconocer que no es mucho.

       -¿Mucho? ¡Nada, diría yo! Sabemos que estamos ante algún tipo de venganza o
ajuste de cuentas. Pero nunca sabremos más, te lo apuesto.

       -¿Y la herida de la pierna?

      Beirán, con un bufido, le enseñó una enorme cicatriz en la pierna derecha, a
medio camino del muslo. Lo recorría de parte a parte como un valle profundo.


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-No tiene nada de especial, subinspector.

       -¿Tienes algo para mirar más de cerca?

       -¿Una lupa? –protestó, más que preguntó, el forense- ¿Qué te crees ahora,
Chelo Joms?

      -Beirán –Luján sintió arder sus tripas mientras hablaba entre dientes-, dame
una puta lupa. Ahora.

        Beirán desapareció de la sala sin decir nada. Volvió con una lupa de
considerables proporciones y se la ofreció desganadamente al subinspector. Luján la
tomó y comenzó a escrutar la herida. Trató de recordar otras cicatrices. Su abuelo, que
había vivido toda su vida en el campo sin abandonarlo, solía expresar su enorme temor
por las cicatrices porque, decía, una herida ya nunca deja de ser una herida, así pues
siempre se puede volver a abrir. No obstante, no logró ver nada que excitase su
curiosidad. Abandonó la cicatriz y comenzó a escrutar el cuerpo. Escuchó a Beirán
bufando de impaciencia a sus espaldas.

       Al llegar a la cabeza, decidió incorporar el cadáver para observar su espalda. Le
pidió a Beirán que sujetase el cadáver, cosa que el forense hizo con desgana. En la
espalda no encontró nada pero, cuando iba a abandonar la inspección, algo pasó por
delante de sus ojos que le hizo detenerse.

       -¿Qué pasa? –preguntó el forense, claramente interesado en dejar de aguantar
el cuerpo a pulso.

       -Pongámoslo boca abajo.

        Beirán no protestó. A estas alturas, se dijo Luján, ya se ha hecho a la idea de
que soy un terco. Cuando el muerto estuvo boca abajo, Luján pudo ver bien, bajo los
focos, lo que le había llamado la atención.

       -Beirán, ¿son normales esas orejas?

        La pregunta era retórica. No podían serlo. Las orejas del muerto carecían de
lóbulo, lo cual tampoco dice nada porque hay muchas personas que no los tienen; sin
embargo, lo más vistoso era que, en ambos casos, faltaban trozos del arco superior.

       El forense había tomado la lupa y escrutaba en silencio.

       -Joder, la hostia. Vaya tipo –masculló.

       -¿No buscabas una marca de nacimiento?

       -Esto no es de nacimiento –contestó el forense, sin dejar de mirar.

       -Coño, ¿quién se detendría a recortarle las orejas a un asesinado? Parece un
crimen ritual.

       -Esto no pasó ayer –respondió el forense.

       Luego se irguió, miró a Luján y musitó.



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-Espera aquí un momento.

       Y salió de la sala.

        Diez minutos después, los dos patólogos de guardia y uno más que estaba allí,
quizás esperando su turno o demorado en la salida, estaban inclinados delante del
cristal de aumento, musitando palabras técnicas, afirmándose y negándose unos a
otros. Pero llegaron a un consenso. Cuando se alzaron, parecían satisfechos como
alguien que hubiese desenmascarado a un escurridizo ladrón.

       -La oreja está recortada–informó Beirán, casi pletórico.

       Luján sintió en su estómago el peso de la decepción.

       -Con todos los respetos, no necesito tres opiniones para saber eso.

       Uno de los dos forenses que habían acompañado a Beirán, un hombre bajo y
con una poblada barba negra, se adelantó hacia Luján, moviendo con aspavientos las
manos.

       -¡Eso es faltarnos al respeto, señor!

       -No he pretendido...

       -¡Y qué importa lo que pretendiese! ¡Esto es ciencia, señor! ¡Ciencia! Hasta lo
obvio debe ser discutido.

       Luján y Beirán cruzaron miradas. El subinspector, a pesar de que el forense y él
tampoco se conociesen demasiado, logró leer en sus ojos que estaba delante de
alguien importante. Por lo menos importante para el cuerpo de forenses.

       -Le ruego me disculpe –susurró el policía.

       -Y más vale que lo haga –respondió el hombre barbado, con orgullo-. De lo
contrario, va a tardar usted mucho tiempo en saber qué causó ese recorte en la oreja.

       -Le ruego que me disculpe de nuevo.

       El hombre de las barbas pareció sentirse satisfecho, y miró a Luján con
expresión benevolente.

       -Fue el frío, señor subinspector. El General Invierno.

       -¿El… el frío?

       Los tres médicos asentían en silencio.

       -Gangrena por causa de frío, señor. ¿Sabe usted lo que es una gangrena?

       Luján se alzó de hombros.

        -Poca cosa. Lo he leído en novelas de aventuras. A alguien se le producía una
herida, a menudo en la pierna, eso se complicaba y…




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-La carne muere. Necrosis –el hombre de las barbas sonreía al pronunciar la
palabra como si estuviese pronunciando el nombre de una mujer bonita-. La muerte se
adelanta, en años incluso, en una pequeña porción de nuestro cuerpo. La circulación
cesa y es necesario que la zona afectada, ¡zas!

       Al pronunciar la exclamación, el hombre había dado un corte, de arriba abajo,
con su mano derecha en vertical.

        -¿Zas?

        -Zas. Amputación. Pérdida de la carne. Lo que está muerto, está muerto.

       Luján reflexionó rápidamente, mientras el forense esperaba frente a él, a todas
luces consciente de que le preguntaría algo. Solazándose con la escena,
probablemente.

        -¿Qué tiene que ver el frío con todo esto?

        -El frío gangrena la carne. Sobre todo, la que está más expuesta porque no se
viste. Orejas y narices, sobre todo. Y manos, si no hay guantes.

       -Entiendo –Luján sintió como si un peso de plomo en su estómago
desapareciese de repente-. Las orejas de este hombre estuvieron sometidas a frío
intenso…

        -Durante mucho tiempo.

        -… durante mucho tiempo. Deficientemente protegidas.

        -Es lo que ocurre normalmente cuando quien sufre el frío no está acostumbrado
a él.

        -Ajá. Ya entiendo. Y, ¿quién se fija en unas putas orejas?

        -¿Cómo dice?

        -No, nada. Pensaba en voz alta. Así pues, doctor…

        -Molina, señor.

       - Molina. En su opinión y la de sus distinguidos colegas, pues, este hombre ha
estado sometido a condiciones de frío intenso.

        -Exacto. Antes las cuales ha estado, ¿cómo dijo usted?

        -Deficientemente protegido.

        -… eso es, deficientemente protegido.

        -¡Me cago en la leche!

       Había sido Beirán. Mientras Luján y el doctor Molina hablaban, había vuelto a la
lupa y al cadáver. Ahora estaba con la lente en mano, y miraba el cadáver lívido, como
asustado.


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-¿Qué pasa, Beirán? –le preguntó el doctor Molina. El tono de voz que utilizan
los superiores con sus subordinados.

      -Díos mío, doctor, yo… no lo ví. Bueno, no lo miré. Quiero decir, no había
marcas especiales ni nada y, bueno, yo no…

       Todos se acercaron. Beirán señaló con el dedo a un punto de la lupa. Como era
grande, todos pudieron ver. A veces las cosas más sencillas son las más difíciles de ver,
sobre todo en una autopsia hecha para cubrir el expediente.

      Era el pie izquierdo del muerto. Un enorme dedo gordo. Luego el resto,
apiñados unos contra otros. Uno, dos, tres. Tres.

       -Falta el cuarto dedo –se escuchó decir Luján.

        Bajo la atenta mirada de la lupa, separaron el tercer y quinto dedo. Estudiaron
la cicatriz. Discutieron. Gangrena.

       Luján llegó a casa a las siete y media. Del salón le llegó el rumor de voces de
una radio. Empezó a cantar Concha Piquer. Abrió la puerta. Su mujer cosía en un
bastidor tarareando la copla. Alzó la vista, casi asustada.

       -¡Carlos, por Dios! ¿No podrías anunciarte?

       -Hola, mi amor.

       -Qué cara traes. Parece que hubieras visto a un muerto.

       -Eso he hecho.

       Su mujer hizo un mohín con la boca.

       -Entonces, no quiero saberlo.

       Volvió a su bastidor.

       -He hecho ensalada imperial para cenar. ¿Te apetece?

        -Por supuesto –contestó Luján, dejándose caer en el sillón gemelo de aquél en
el cosía su mujer.

        Pasaron quince minutos. Dos o tres coplas y una serie de consejos para
abrillantar la madera. Luján miraba al techo.

       -¿En qué piensas, Carlos?

       Se volvió hacia la voz. Qué extraordinariamente bella era Laura.

       -Has dicho que no quieres saber nada.

       -Pero algo me podrás contar.

       Sonrió. Se inclinó hacia ella. Ella le ofreció la mejilla. Besó su piel tersa, sintió el
pinchazo del deseo. Pero se dijo que cada cosa tiene su momento.


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-El muerto de ayer. Creo que es algo que puede ser grande. Pero mi jefe no lo
piensa así.

       -Carlos, recién llegado, yo creo que no deberías…

       -Tranquila. Me ha dado hasta mañana a las tres para hacer alguna averiguación
que permita avanzar en el caso.

       -Ah. Y, ¿ya lo has conseguido?

         -La verdad es que no –respondió él, y suspiró mientras se movía dentro del
sillón-. Pero he avanzado. Hace seis horas, era un muerto sin identificación posible.
Hoy sabemos muchas cosas de él.

       Laura dejó el bastidor sobre sus rodillas. Le miró y alzó las cejas. Era su forma
de decir: habla, te escucho.

       Luján fue marcando las informaciones que repasaba presionando con el índice
de su mano derecha sobre los dedos de la izquierda, uno a uno.

       -Primero, esta persona estuvo en una guerra. La herida de la pierna nos lo
demuestra. Segundo, estuvo sometido a un frío intenso; según los forenses, no menos
de diez grados bajo cero, y no durante un día o dos, sino durante semanas enteras.
Tercero, era un frío al que no estaba acostumbrado porque se protegió mal de él, hasta
el punto de sufrir consecuencias irreversibles en sus orejas. Perdió parte de ellas.

       Laura hizo un evidente gesto de asco.

       -Espera, espera. También perdió un dedo. Del pie izquierdo. Es un dedo no
imprescindible para mantener el equilibrio. Además, todo indica que la herida de la
pierna obligaba a nuestro hombre a cojear, así pues es fácil que nadie reparara en él.

       -Y, ¿por qué habrían de hacerlo?

       -Te ahorraré los detalles –contestó Luján, tratando de impostar ternura-, pero el
asesino de ese hombre buscaba, claramente, que no fuese identificado. La falta de un
dedo del pie es algo muy particular que puede servir para una identificación. Por eso
creo que no lo sabía.

       Laura reflexionó todo lo que su marido le había dicho. Tras un buen rato, se
alzó de hombros.

       -¿Cómo piensas encontrarle?

       -Guerra, frío intenso, Laura. Son pistas.

       -Desgraciadamente –volvió a su bastidor, como con vergüenza-, de eso hemos
tenido mucho.

      -Sí. Pero quizá sea la guerra y el frío que yo imagino. Es una oportunidad.
Mañana he de tirar del hilo.

      Ella lo miró, y su boca se torcía en un rictus que quería ser una sonrisa, sin
conseguirlo. Le acarició la cara.


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-Carlos, qué poco me gusta que tú…

       Él agarró suavemente la muñeca de la mano que le acariciaba. Ella se calló
inmediatamente.

       -Amor mío, es lo que quería cuando nos conocimos. Nunca te mentí.

       -Ya lo sé, pero aún así yo creo que…

       -Laura. Ya está bien. Sólo es un muerto. No me hará ningún daño.

       Ella respiró pesadamente.

       -Alguien tuvo que matarlo.

       Él se levantó, tirando del brazo de ella para que se levantase también. Le
agarró la cara y la besó en los labios.

       -Yo lo cogeré antes.

       Otro beso.

       -Ni siquiera puede imaginarse que esté tan cerca de saber quién era.

       Tercer beso.

        -Y, si es quien yo creo que es, te aseguro que mañana no seré el único que
estará interesado por este caso.




        Al día siguiente, a las tres de la tarde, Carlos Luján golpeó débilmente con un
nudillo el cristal esmerilado de la puerta del comisario Ramos. Lo hizo con el dedo en el
que llevaba su anillo de boda, así que la llamada sonó seca, como un tenue intento de
romper el cristal. Una voz le invitó a pasar.

       Luján se paró frente a su jefe. No sabía qué cara poner.

       El inspector Ramos levantó los ojos de sus papeles y lo escrutó.

       -Huele usted bastante mejor que ayer –fue todo su comentario.

       -Lo sé –Luján trató, sin éxito, de sonreír-. He venido a traerle esto.

        Depositó sobre la mesa los papeles que había pasado la hora de la comida
escribiendo, metidos en una dura carpetilla marrón. En la carpetilla había escrito:
«Anselmo López, 12-4-48». En realidad, era todo lo que quería que leyese el comisario.
Sabía que con eso entendería.

       El comisario, sin levantar los ojos de la carpeta y los papeles, preguntó con voz



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seca.

        -¿Querrá ahorrarme la lectura, subinspector?

       -El fallecido tenía una herida característica en una pierna –habló Luján, que
estaba esperando esa oportunidad-. Además, tenía ambas orejas recortadas y
presentaba la amputación de un dedo del pie izquierdo. Tres forenses estuvieron de
acuerdo ayer en que tanto las orejas como el pie señalan a, a ver… -consultó sus
notas-, sí, eso: una importante necrosis como causa de las amputaciones. Una especie
de recuerdo de gangrena. Eso me hizo, bueno, les hizo pensar que el sujeto estuvo
sometido durante bastante tiempo en unas condiciones, digamos, extremas.

        -Defina extremas.

        -Frío intenso, señor. Muy intenso.

       -Ajá. Y usted pensó: amputaciones y una fea herida en la pierna. Una guerra
bajo cero.

        -Sí, señor. Hay varias posibilidades, pero digamos que exploré una.

       Se adelantó un paso. Apartó suavemente la mano que el inspector Ramos tenía
colocada sobre su informe. Lo abrió. Con pericia, buscó la página que quería. Estaba
más o menos a la mitad del fajo de unas veinte páginas. Era un oficio.

       -La cicatriz responde a una herida muy característica. Pensé: por mucho menos
que eso, otros son mutilados de guerra. Así que, esta mañana, he ido al Ministerio y he
buscado: personas declaradas mutiladas de guerra o condecoradas en Rusia.

        -¡Un momento! –interrumpió el inspector-. ¿Por qué en Rusia?

       -Frío intenso, comisario. Muy intenso. Durante relativamente bastante tiempo.
Hablamos de una persona que se protegía deficientemente contra el frío; signo
inequívoco de que le era completamente extraño. Por lo demás, la División Azul era mi
gran oportunidad. De la otra, ejem, de la otra guerra podría tratarse, ejem…

       -De un rojo, sí –el inspector Ramos pronunció la palabra «rojo» con una
absoluta cotidianeidad. En sus labios, no parecía designar nada más peligroso ni
deleznable que cualquier objeto doméstico.

       -Ya le he dicho que la herida es muy característica. Y, ejem, de la División Azul
tampoco regresaron demasiados, y no todos heridos de tanta consideración. Bueno,
me ha llevado toda la mañana, pero aquí está.

        El índice derecho de Luján se troqueló a medio centímetro de una línea del
oficio que le estaba enseñando al comisario.

       -Anselmo López. Aquí tiene su filiación, su brigada, su compañía, todo. Herido
en Rusia. No he podido traerla, pero me han prometido una copia de su expediente de
mutilado. Dificultades para andar. Orejas recortadas por el frío. Dedo del pie izquierdo
gangrenado. Absolutamente todo coincide.

        Pasó otro par de páginas más. Otro oficio.



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-También he tenido tiempo de buscar esto. Afiliado a Falange en 1941.

       Una página más.

       -Las condecoraciones. Medalla por mutilado. Y la de herido. Fíjese lo que dice:
cinta amarilla con dos rayas verdes y cruz de San Andrés en rojo.

       -Usted no puede saber lo que significa eso.

       -Lo he preguntado –concedió Luján-. Herido en acción de guerra.

       Ramos se demoró en la lectura del oficio y luego pasó, aparentemente con
desgana, las páginas del informe de su subinspector. Cuando levantó la vista, lo
traspasó con la vista como si no estuviera.

       -Un puto héroe… –musitó para sí.

       Después pareció despertar y gritó hacia la puerta.

       -¡Rebollo! –gritó.

       Luján sintió un escalofrío en la espalda. Rebollo era uno de los dos. Antúnez y
Rebollo. Los dos inspectores del Cielo. Los comisarios cuando no estaba el comisario.
Aquello iba en serio.

        El inspector Rebollo asomó su cabeza por la puerta. Pulcro, repeinado hacia
atrás, bigotito fino. Luján se dijo: parece un bailarín de tangos.

       -¿Da su permiso, comisario?

       -Rebollo, llévese este informe. Desde hoy, usted coordina este caso.

       -¿Qué caso, señor?

       -El muerto del vertedero.

       -¿El muerto del vertedero? –Rebollo no escondió un rictus de su boca. Luego
pareció reparar en Luján, y pareció comprender- Señor, por mucho que le porfíen, ese
caso…

       -Probablemente, era un camarada –le interrumpió Ramos.

       Rebollo se quedó parado, sin habla.

       -¿Qué?

       -He dicho: probablemente, era un camarada.

       Rebollo alzó las cejas, y volvió a mirar a Luján.

       -Jodeeeeer –musitó para sí.

       -Quiero que quede clara una cosa –continuó Ramos, mirándolos a los dos
alternativamente-. O varias. Primera: usted –señaló a Luján- ha levantado el caso, pero



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aquí tenemos unas reglas. Ni se le ocurra rascarse los huevos sin que lo sepa el
inspector Rebollo, ¿estamos?

       -Sí, señor.

        -Estupendo. Segunda cosa: en lo que a nosotros respecta, este muerto es sólo
eso: un muerto. Esto, de momento, no es ni un crimen político ni una hostia. No quiero
a la política tocándonos los cojones. Discreción y profesionalidad, ¿estamos, Rebollo?

       -Como siempre, señor comisario.

       -He dicho: ¿Estamos, Rebollo?

       -¡Ya le he dicho que sí!

       -Está bien. Llévenme esto con discreción. Pero, eso sí: al hijo de puta que se lo
cargó lo quiero encima de esta mesa, asado y con una manzana en la boca. ¿Estamos?

       Rebollo y Luján dijeron que sí, y salieron del despacho. Una vez fuera, Luján
hubiera esperado algún comentario. Pero Rebollo se limitó a sopesar el informe, pasar
las páginas sin leerlas, y detenerse levemente en el oficio. Pasados unos largos
segundos, lo miró con ojos fríos.

        -Ya le diré algo. Mientras tanto, hay una investigación rutinaria en marcha.
Iglesias le dirá. Adscríbase.

        Carlos Luján pasó la tarde haciendo decenas de llamadas telefónicas a posibles
testigos de una agresión con resultado de muerte. Si alguno de sus interlocutores
había visto al asesino, probablemente escapó de la acción de la Justicia, porque no
estaba a su trabajo. Pensaba en un héroe de guerra tirado bajo toneladas de basura, y
trataba de imaginarse a su captor y asesino. Al terminar el turno, se fue a casa y allí, a
pesar de las zalamerías de su mujer, estuvo hosco, distante.

Esa noche soñó que Anselmo López era asesinado de nuevo y que él, Carlos
Luján, era quien le disparaba y enterraba bajo la basura.




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Capítulo dos

        A mediados de junio, la ola de calor habitual de aquellas fechas se presentó en
Madrid. Los madrileños esperaban al autobús a metros de la parada, protegidos por el
toldo más cercano. Hacía calor y en la tarde los segundos, derretidos, parecían
pararse. En la amplia comisaría de la Brigada los ventanales, a media altura de la
pared, eran abiertos a principios de mes y ya nadie los cerraba hasta que estuviese
bien avanzado septiembre. Durante esos meses, el ambiente dentro de la sala era
diferente. Los ruidos de la calle, algunos pisos más abajo, daban al trabajo cierto
espíritu ligero, prevacacional. Las personas vestían de otra manera e incluso hablaban
de otra manera. Salir en la tarde, tras el turno, aún de día, era algo celebrado por la
mayoría. Al llegar la última hora de la tarde, Madrid olía a campo. Aquella ciudad
estaba preñada de hierbas, árboles y matorrales que vivían en los parques, en las
terrazas, en los patios y solares. El campo que un día muy lejano fue la ribera del
Manzanares estaba oculto tras el hormigón y al ir a caer la noche se demostraba
oliendo. A veces, además, la sentencia de las horas rizaba el viento y en el viento
llegaban al asfalto los olores intensos, casi acres, del campo que acaba de beber.
Entonces los árboles de las aceras se combaban y el viento traía la tormenta y la lluvia.
Luego, Castilla olía por debajo del asfalto, como queriendo hacerse ver. Los niños
golpeaban pelotas podridas en la calle, gritándole a la oscuridad en cada uno de los mil
goles que hay que marcar para llegar a ser adulto. Una ciudad pacata, pueblerina y, a
pesar de ello, cada vez menos silenciosa.

       Hacía ya dos meses que el cadáver de Anselmo López había aparecido en un
vertedero del suroeste. Unas pocas semanas que su cuerpo, tras esperar inútilmente el
reclamo de alguien, había sido enterrado en un columbario barato. Dos meses desde
que Carlos Luján entregase al comisario Ramos primero, y al inspector Rebollo
después, los resultados de sus pesquisas.

        Hacía dos meses que la vida de Carlos Luján era colaborar en labores de
vigilancia y revisión de registros.

       No se había atrevido a hablar con Rebollo del asunto. Cada vez que se lo
planteaba, ocurría una de dos cosas. O bien él mismo y sin ayuda se acordaba de la
mirada de Rebollo cuando le dijo: ya le diré; así como de los relatos de los compañeros
sobre la mala leche del inspector. O bien compartía su inquietud con Laura y era ella la
que le convencía de no hacer nada.

       - Cariño, cariño –le decía siempre-, ¿qué era lo que me repetías antes de
casarnos? Trabajar, trabajar y trabajar. Hay una disciplina y un método.

        Disciplina y método, sí. Pero, ¿qué hacer cuando se enfrentan con la evidencia?
Para Carlos Luján, eran pocas las evidencias existentes en el caso Anselmo López, pero
sí era claro el hecho de que había muchos hilos de donde tirar. Y un por qué para
hacerlo. En realidad, lo realmente extraño de todo aquello era cómo la investigación se
había frenado en seco cuando aparecieron tantas evidencias de que el muerto era un
falangista llamado Anselmo López. ¿Qué extraño factor podría explicar que no se
quisiera saber quién había matado a un camarada?

       Lo más probable es que nunca hubiera pasado de ahí. Carlos Luján sabía que
su función era obedecer y así habría hecho de no haber sido espoleado. Sin embargo,


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eso ocurrió a mediados de junio, cuando el caso llevaba abierto –o como fuese que
estuviera- dos meses y él ya se había acostumbrado a olvidarse de la primera fila de
una investigación y a realizar las labores rutinarias propias de los subinspectores del
Infierno.

       A mediados de junio de 1948, Carlos Luján recibió una llamada.

        Era del doctor Daudén, del Hospital de Cirugía. En abril, Luján había llegado a
él a través de la ficha de mutilado de López. Él era quien le había documentado las
dolencias del posible asesinado.

       -He esperado creo que lo suficiente –le informó el médico- pero creo que ya es
momento de decirlo. Tanto en abril como en mayo y ahora en junio, López tenía que
haber pasado consulta. Y no ha venido.

       Quedaron para verse. Ambos trabajaban bastante cerca. Luján se acercó al
hospital. El doctor lo esperaba en la puerta. Buscaron una cafetería aledaña y
compartieron sendas sodas.

       El doctor Daudén era un hombre enjuto y ya mayor. De unos sesenta o sesenta
y tantos años. La edad lo había disminuido y en su largo cuello se apreciaban
sobrantes de piel de años mejores. Fumaba, a veces compulsivamente, cigarrillos que
fabricaba con una picadura negra que llevaba en una bolsa de papel.

      -Ahora sé –le dijo a Luján, una vez que estuvieron sentados- que él es el
muerto. Nunca había dejado así de acudir a la consulta.

       -¿Sabe usted donde vivía?

       El médico negó, carraspeando tras una chupada especialmente profunda.

      -No. He tratado de solucionarle eso, pero ha sido imposible. No es normal, para
qué negarlo. Pero lo cierto es que en el hospital no hay un solo papel en el que este
hombre declarase su domicilio.

       -Me cuesta creerlo. Es imposible una filiación sin domicilio.

       -Es… o era listo. Fíjese.

       El doctor sacó del bolsillo de su americana una ficha de inscripción. Anselmo
López. Mutilado de guerra. División Azul. Informaciones médicas con designación
precisa de sus padecimientos. Una dirección: Alcalá, número 9.

       -Usted me dijo que no había dirección –dijo Luján, sintiendo que sus sentidos
se ponían alerta y ya con deseos de salir corriendo hacia el lugar.

       -No se ilusione, subinspector –respondió el médico, con un deje sarcástico en la
voz-. Es un truco. Alcalá 9. ¿Quiere ir allí? No va a encontrar otra cosa que no sea un
Ministerio.

       Luján descendió por el tobogán de la desilusión. Comprendió. Una dirección
más, ¿quién se iba a preocupar de comprobarla?

       Pero no estaba dispuesto a desanimarse.


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-En su opinión, ¿por qué querría López ocultar su verdadero domicilio?

       El doctor Daudén torció el rostro.

       -No lo sé. Aunque lo sospecho. Su vida, probablemente, no era gran cosa.

       Luján comprendió.

       -Pero eso es absurdo. Vamos, si hoy hay desempleados que tienen
oportunidades, ésos son los de la División Azul, los alféreces, ya sabe usted. Si,
además, era… es mutilado…

      -Hable en pasado, Luján –la garganta del médico retembló-. Anselmo está
muerto. Usted y yo lo sabemos. Usted, yo, Anselmo y el cabrón que lo matase.

       -Como quiera. Pero si era mutilado, ¿por qué entonces tenía tan mala vida?

       -Quién sabe –Daudén se alzó de hombros-. Hay gente que lleva dentro la mala
vida. Además, hay algo en la guerra, algo que no podemos comprender quienes no la
hemos vivido. Supongo que es el miedo, las privaciones. Pensar que te vas a morir esa
misma tarde y sobrevivir a la tarde y a la noche y a todas las demás. Hay gente que,
cuando pasan esos tiempos, daría cualquier cosa por olvidarlos. Hay gente que daría
cualquier cosa por volver a vivirlos.

        Luján pensó en sí mismo. Un tipo que va armado por Madrid sintiendo a veces
incluso pánico de tener que usar esa arma.

       -Me cuesta creer eso.

      -Piénselo dos veces, subinspector. Dos veces. ¿Cuál es el destino del mutilado
de guerra? Pues, pensemos: la concesión de un quiosco. Pero la vida en un quiosco es
más complicada que en el frente.

       -Eso es exagerado.

       -Eso es cierto, Luján. Cierto. Hay que caerle bien a la clientela. Hay gente que
es tan malhuele que sería capaz de caminar cuatro manzanas para comprar el
periódico en otro quiosco. Así que, con el tiempo, has de aprender. Los gustos de cada
uno, aquello que les mueve a comprar tal o cual periódico, revista o novelita. La vida
es así de complicada, hasta para un quiosquero. A cambio, ¿qué es el frente? O
disparas, o te disparan. Obedecer. Es mucho más sencillo.

       Escuchando al doctor, el subinspector Luján veía imágenes. Un hombre a cuyas
espaldas corrieron cien hombres para tomar una colina a sangre y fuego, hoy, tratando
de convencer a una mujer de mediana edad de que comprase una revista. Todo un
contraste.

       -Creo que entiendo.

       -Hay gente que nunca vuelve de la guerra –siguió explicando el médico, que
encendía un cigarrillo con el rescoldo del último-. Ejem, los fumo de dos en dos. Yo
creo que Anselmo era un poco de ésos, no sé si me entiende.

       Luján asentía.


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-Otros tienen nostalgia, otros pesadillas. La mayoría han encerrado lo vivido en
una jaula de silencio y, cuando les sacas el tema, reaccionan como una alimaña cuya
madriguera amenazases.

       En ese punto, el doctor Daudén se paró. Miró la brasa de su cigarrillo, y luego
miró a Luján. El subinspector pensó: me está midiendo. Todavía le costaba a Luján
acordarse de que era policía, de que iba por la vida enseñando una acreditación ante la
que la mayoría de las personas sentían miedo y prevención. Pero fue consciente de
que el doctor Daudén estaba preguntándose si hablar o no.

        -Doctor –dijo, finalmente, el policía-. Se lo diré claramente. Estamos en una
cafetería, compartiendo una soda y, usted, sus cigarrillos. Usted no está en una sala de
interrogatorios. Y si no lo ha estado ya, no lo va a estar.

       Los ojos del médico parecían derretirse.

       -Señor subinspector, es que…

       Dedos temblorosos que apenas sujetan la ruina de una colilla.

       -… no estoy seguro de haber cumplido con mis… con mis obligaciones.

       Y luego dijo, tan bajo, tan para sí, que Luján casi tuvo que leerle los labios.

       -Como español.

       Luján le puso una mano en el hombro. Apretó levemente para conseguir que
levantase el rostro.

       -Hable, doctor. Entre usted y yo, y nadie más.

       El médico respiró profundamente, y asintió.

       -Señor subinspector: Hay veteranos que sólo saben hablar de la guerra, y otros
que jamás hablan de ella. Veteranos que llevan sus heridas con orgullo y veteranos
que las detestan. Hay veteranos para los que los campos de Rusia fueron su vida y los
que sienten que se dejaron allí la suya. Pero nunca he tenido otro paciente como
Anselmo. Otro paciente que tuviese tanto miedo como él.

       -¿Miedo? Miedo, ¿de qué?

       -Ojalá lo supiera. Le cogí cariño a ese hombre, es, er, era tan… no sé, frágil.
Había algo en él que hacía pensar en la persona que ha vivido un destino que no le
correspondía. Aunque eso creo que les ha pasado muchos en la…, bueno, que les ha
pasado a muchos.

       El médico siguió hablando mirando al suelo, como si lo que dijese se lo
estuviese refiriendo a sí mismo.

       -Anselmo López era cojo. Mutilado de guerra. Pero también era mutilado por
otras muchas cosas. La guerra le había impedido completamente para eso que
podríamos llamar, no sé, la cotidianeidad.

       »En sus raros momentos de sinceridad, solía decirme siempre lo mismo: todo


Página 38
puede volver. Discutimos mucho sobre eso. Estaba claro que ambos teníamos dos
formas distintas de ver las cosas. Yo, puede creerme que no le estoy engañando, señor
subinspector, yo le decía: Ea, Anselmo, las naciones también resbalan a veces.
Nosotros resbalamos, ahora nos hemos enderezado y… ¡a seguir patinando, joder! Él
decía que no. Decía: todas las cosas que nos hicieron resbalar siguen ahí.»

       -¿Quiere decir que creía en la posibilidad de que los rojos…, ya sabe?

       El médico miró al techo, buscando la respuesta.

       -Creer es una palabra muy fuerte, señor subinspector. Anselmo López no
parecía creer en nada. Pero hay cosas que se notan. Él hablaba de cuando hicimos la
guerra y, al hablar de la División Azul, de cuando fuimos a la otra guerra.

       -No veo en qué…

       -Señor subinspector –interrumpió el médico-, no me lo ponga más difícil.

       -No trato de ponérselo difícil. Es sólo que…

       Repentinamente, el médico tomó la mano de Luján, que detuvo en seco sus
palabras.

        -Señor Luján, Anselmo López era tan falangista como para irse voluntario a la
División Azul. Pero hablaba de hacer y de ir a la guerra.

       En la cabeza del policía, se hizo la luz.

       -No de ganarla –continuaba el médico, mientras él comprendía.

       -Quiere usted decir…

        -La última vez que me visitó –el médico, más que hablar, salmodiaba
mecánicamente, como entregado a un destino-, el pasado mes de marzo, estaba
especialmente nervioso. Tanto, que tuve que hacer algunas combinaciones para poder
recetarle algún tranquilizante compatible con su medicación. En esas ocasiones, un
médico pregunta cosas. Para valorar la situación, solamente. Pero tienes que llegar
lejos. Le pregunté qué había pasado en su vida para empeorar su estado de esa
manera. Le presioné un poco, con buenas palabras. Ya sabe, lo del resbalón, lo de
seguir patinando. Más cosas que le dije, no sé… Y, de repente, él va y me dice:
«Doctor, no me diga más tonterías. Todo esto es una farsa.» Yo protesté. Le dije:
Anselmo, vas por un tobogán peligroso, no debes dejarte llevar por esos pensamientos
o tú… -El doctor comenzó a hablar con voz quebrada por un principio de sollozo, Luján
no supo si provocado por la tristeza o por el miedo- Pero él me interrumpió y me dijo:
«Lo hecho, hecho está. Si no lo hubiera hecho yo, lo habrían hecho otros». Estaba
sobre la camilla, yo lo acababa de sedar para intervenir en la pierna. Se lo llevaba el
sueño. Musitó: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima»… y el resto ya no lo
comprendí. Le juro por Dios que no lo entendí.

       Carlos Luján respiró profundamente. Aunque me eches a toda la puta Falange
encima. No dejaba de ser la duermevela de alguien medio sedado. Podía ser el
recuerdo de cualquier discusión con un camarada. Podía ser una frase sin sentido, un
simple sueño. Pero, en combinación con todas las demás confesiones del doctor,



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La Oportunidad de Judas
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La Oportunidad de Judas

  • 1. La oportunidad de Judas Juan de Juan ¡Por España! Y el que quiera defenderla, honrado muera; y el que, traidor, la abandone, ni en la tierra santa cobijo, ni una cruz en los despojos, ni las manos de un buen hijo para cerrarle los ojos. Eduardo Marquina, En Flandes se ha puesto el sol But what a fool believes he sees No wise man has the power to reason away What seems to be Is always better than nothing And nothing at all keeps sending him... Michael McDonald & Kenny Loggins. What a fool believes
  • 2. Mi padre odiaba al general Franco. Creo que su deporte preferido, en la mesa de la cena, era hablar mal del Generalísimo. Así pues, yo aprendí pronto frases del tipo «Franco es un asesino» o «Franco es un liberticida». Ésta última me divertía mucho porque me sonaba a insecticida. No conocía su significado. Una tarde de verano, yo tendría seis años como mucho, paseaba por el Retiro de la mano de mi madre, camino de la casa de fieras, adonde íbamos todas las tardes a darle pan duro a Perico, el elefante que hasta cogía pesetas del suelo y se las devolvía al público. No sé por qué, dije, gritando como suelen hacer los niños chicos, «Franco es un liberticida». Mi madre me soltó la mano y, sin solución de continuidad, me arreó una hostia en plena mejilla por causa de la cual aún estoy orbitando alrededor de la Tierra. Me eché a llorar, claro, pero no por eso mi madre dejó de echarme el broncón que me echó, que vino, por cierto, acompañado de otras agresiones menores. Mi madre me dijo que esas cosas no podía decirlas fuera de casa. «¿No te das cuenta, me susurró, que cualquiera de las personas del parque puede ser un policía?» Todavía recuerdo hoy aquel paseo, sujetándome el carrillo agredido como si se fuese a caer podrido, y la desconfianza con la que escruté los rostros de todos los hombres con los que nos cruzamos. En todos quise ver los inconfundibles gestos de un agente de la ley, cazando antifranquistas cualquier domingo por la tarde… Esta novela está dedicada a todos esos hombres innominados con los que me crucé aquella tarde. Para mí, ellos fueron Carlos Luján.
  • 3. Esta novela le debe mucho a Tiburcio Samsa, elefante-persona que comparte mi interés por la Historia y con quien he tenido algunas de las tertulias más agradables que puedo recordar. También le debe agradecimiento a Dani Durán, a Esperanza Fabregat, a Berna Wang, a Pepe García Verdugo, a Isabel Cañelles y a algún otro lector de mi primer manuscrito (que deberá perdonarme su olvido), y que me hicieron apreciaciones de índole literario. Impagables son los agradecimientos a mis lectores en internet que tuvieron la amabilidad de hacerme llegar correcciones: CorsarioHierro, Eborense, Jaimemarlow, Luis Montes, Asmodeo, Hernando Artal, Lupus, José Manuel Castanys, Iván Rebollo, Daniel, Francisco y Asier. Espero haber citado a todos, pues traté de ser muy puntilloso coleccionando todas las pacientes correcciones o propuestas que me hicisteis llegar cuando esta novela se publicó como ciberfolletín. Página 3
  • 4. Capítulo uno Aquel día de abril tenían que haber pasado dos cosas, pero pasaron tres. Era el día designado para que Carlos Luján regresase de su luna de miel y, al tiempo, empezase a trabajar en su primer destino en propiedad donde siempre había querido: en la Brigada de Investigación Criminal. Había calculado que levantarse, ducharse, afeitarse, desayunar, vestirse y, después, caminar y tomar el autobús hasta la comisaría apenas le llevaría cuarenta minutos, así pues podía levantarse, sobradamente, a las ocho. Pero a las seis ya estaba en pie, mirándose al espejo, tratando de espiar en su vientre las trazas de las mariposas caníbales que estaban devorando su estómago. Nunca pensé que fuera a ser así, le dijo su mirada mientras él se afeitaba. La verdad, nada daba la impresión de ser como lo había imaginado. Se asomó al dormitorio. Laura respiraba pesadamente, enredándose en el tic tac del reloj de pared del salón. La miró como quien mira a un niño enfermo de quien el médico acaba de anunciar que se curará. Sintió que el reloj de su vida empezaba a contar en ese momento. Respiración, tictac. El suave roce de la corbata deslizándose sobre sí misma. Cuántas mañanas más así. La vida. Amar. Tic. Laura. Tac. Así pasó más de una hora y media que le sobró, velando las formas tenues de su mujer entre la penumbra, jurándole las mayores felicidades para los años venideros. A la hora de entrada en su nuevo destino estaba allí, en la puerta de la comisaría. Entregó su credencial al uniformado de la puerta y éste se cuadró y le hizo el saludo militar. Casi se le escapa una expresión de incredulidad y camaradería. Un mes atrás era un estudiante, un mes atrás ni se le hubiera pasado por la cabeza que un policía de casi cuarenta años se le fuera a cuadrar y llamar señor. Recordó a tiempo, sin embargo, que había sido prevenido contra eso. Ahora ya no sois reclutas, les habían dicho en una de sus últimas clases. Aunque os tiente seguir siendo lo que sois ahora, esa idea os perderá. Ya no sois Manuel, Luis o Pepe. Ahora sois Don Manuel, Don Luis, Don José. No sólo lo sois. Es que necesitáis serlo. Sintió cómo su rostro se endurecía mientras le decía al uniformado que le indicase cómo llegar a las oficinas de la BIC. Allí no había nadie. Entre unas cosas y otras habían dado las nueve y cuarto. Pero allí no había nadie. Era evidente que el turno que terminaba a las nueve, nada más ver las manecillas del reloj ganar la cumbre, se había marchado sin esperar al siguiente. En ese mismo momento, en Madrid alguien podría matar a la mitad de la población que nadie tomaría la denuncia. Bueno, él. Él sí estaba en la sala, de pie, mirando las mesas, razonablemente ordenadas, los aparatosos teléfonos de baquelita negra, panzudos toreros sesteando. El miedo trae el peligro. Tenía tanto miedo de que sonase alguno de esos aparatos, que uno acabó por hacerlo. Descolgó. El auricular pesaba, nunca mejor dicho, como un muerto. -¿Diga? -¿Quién es? -La Brigada. Página 4
  • 5. -Eso ya lo sé. Pero, ¿quién es? -Luján. Carlos Luján, -dijo. Y, porque creyó respirar incredulidad, añadió-: uno nuevo. -Vale, nuevo -dijo la voz-. Ya veo que Ramos todavía no ha llegado. -Aquí no hay nadie. Bueno, quiero decir, estoy yo. -Ya, ya. O sea, nadie. En fin, cuando llegue Ramos le dices que llame a Durán, al anatómico. Que no se te olvide. Le dijo no se me olvidará al chasquido y el tono de la línea. Le entraron ganas de saber quién sería Durán, el del anatómico. Se imaginó a sí mismo dentro de diez o veinte años, peinando canas y respetado y admirado, hablando con un más canoso aún Durán, y diciéndole: tú fuiste el primer tipo con el que hablé en mi primer día en la Brigada. -¿Quién era? La voz le sobresaltó y le obligó a darse la vuelta, como movido por un resorte. Un tipo enorme, de espaldas a él, se quitaba un abrigo marrón que había vivido mejores días y lo colgaba de una percha, en la esquina de la gran sala. -Soy Luján, -explicó Carlos-. Carlos Luján, quiero decir, el subinspector Luján - se acordó repentinamente de todo aquello del cargo y el respeto y todo eso. -No te he preguntado eso, -le contestó el gordo, volviéndose hacia él, acercándose, oliendo tenuemente a aguardiente-. Te he preguntado quién era el del teléfono. -Ah, sí. Durán. Eso, Durán. Del Anatómico. Quería hablar - Sí, ya sé. Con Ramos -al gordo pareció aburrirle la noticia de la llamada-. Será por lo del Pitillo. Dejó caer su corpachón sobre una silla de oficina, con ruedas en las patas y muelles que le daban flexibilidad. La silla se combó hasta parecer que se iba a romper pero, probablemente acostumbrada, acabó por resistir. El gordo resopló, miró hacia ninguna parte, y negó con la cabeza con un gesto entre resignado y harto. -Y, tú, ¿por qué coño has cogido el teléfono? -¿Yo?, balbuceó Luján. Bueno, estaba sólo y podía ser, no sé… -Podía ser lo que era -le interrumpió el gordo-. O sea: al Pitillo lo encuentran sin sesos ayer de madrugada, Durán se tiene que pasar las últimas horas con la autopsia y, como no se puede joder solo, llama aquí a Ramos (o sea, a tu jefe), a ver si puede joder a alguien de paso. Y tú -le señaló con un dedo espeso coronado por una uña con un ancho ribete de suciedad-, escuchas un teléfono sonar en una mesa que no es la tuya, lo coges, y sólo porque Durán te habrá notado en la voz que no tienes ni puta idea no te ha endilgado cualquier historia para que te pusieras a bailar desde primera hora de la mañana. Página 5
  • 6. -Yo no tengo mesa -argumentó Luján, mirando a su alrededor. -Aquí todo el mundo tiene mesa -dijo el gordo-. Ésta de aquí –continuó, mientras ponía un enorme pie y su bota renegrida sobre el tablero de la que estaba frente a su silla-, es la mía. Es mi mesa desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Ni Dios la toca, ni Dios la ordena, ni Dios se lleva ni un papel de aquí sin que yo lo sepa. Y si suena el teléfono, yo lo cojo, ¿estamos? -Vale, está bien -contestó Luján, casi con un susurro. -Querrás decir sí, Señor Inspector. Se hizo un silencio de miradas. Aquel gordo tenía unas ojeras profundas y oscuras. Enormes bolsas bajo los ojos que parecían guardar secretos de muchos años. Le daban una expresión fiera, por muy tranquilo que fuese su porte. -Sí, Señor Inspector. El gordo entornó los ojos, como para observar mejor a Luján. -Señor Inspector Iglesias para ti. ¿Qué años tienes, muchacho? -Veinti, er, veinticinco, Señor Inspector Iglesias. El gordo volvió la vista, como para intercambiar una mirada con alguien sentado en la silla vacía a su lado, y sonrió levemente. -Oh. Qué pronto empezamos a tener gente como tú. -¿Cómo yo? ¿Qué quiere decir, Señor? -¡Como tú, joder, como tú! Nuevos, inexpertos. Ya sabes… -La experiencia es cuestión de tiempo -argumentó débilmente Luján. -No la mía, muchacho. No la mía -contestó el gordo, resoplando-. ¿Eres del Partido? Luján sintió que no sabía qué responder. -Del Partido, sí. Joder, no pongas esa cara. No te van a echar por no ser del Partido, coño, pero yo quiero saber si eres o no eres. -Por supuesto –acabó por responder Luján, y sacó su cartera del bolsillo interior de su americana. Con manos temblorosas, sacó un carné de una de las solapas y se lo tendió al gordo. -¡Anda! -exclamó Iglesias, divertido, mientras miraba el carné- ¡Qué bonitos son los nuevos! –Su rostro se ensombreció, y añadió-: el mío es un poco diferente. Y más antiguo. Luján observó su propio carné. Leyó con vergüenza: fecha de afiliación, febrero de 1945. Página 6
  • 7. Repentinamente, el gordo se levantó y se plantó delante de Luján, muy cerca. Olía a alcohol y a sudor, y podía oírle resoplar. -Mira, nene -le dijo, casi en un susurro-. Aquí no sólo soy tu Señor Inspector. También soy tu Comandante. Podrías serlo tú si hubieras sido más valiente… -Señor… Comandante -se atrevió a interrumpirle Luján. Sintió que sus piernas temblaban-. En 1939 yo tenía diecisiete años. -Como más de uno y más de diez camaradas míos que cayeron en las trincheras -contestó el gordo, muy tranquilo-. Mientras tú estabas en casita aprendiendo a mear de pie, yo estaba salvado a España. Así que no te olvides, muchacho. Co-man-dan-te. Había algo en la mirada de este tipo. Luján pensó: la mirada de alguien que ha matado. El mundo se divide en personas que no saben mirar así y personas que ya no saben mirar de otra forma. Trató de aguantar, pero su boca claudicó. -Ssi, mi coma, er, mi Comandante -tartamudeó. Sonó un portazo. Luego una voz grave, rota. -¡Iglesias! El gordo se volvió hacia la voz. En un segundo, su rostro fue otro rostro. -Buenos días, señor. Era un hombre alto, bastante delgado, completamente calvo. Vestido con su abrigo negro parecía un enterrador de mala película de miedo. -¿Tú eres el nuevo? –preguntó, tras señalar con la barbilla a Luján. -Sí, Señor Comisario. Carlos Luján, Señor Comisario. -Pasa a mi despacho. Carlos Luján entró en el cubículo sin ventanas en cuya puerta estaba escrito el nombre de Bernardo Ramos, Comisario. Olía a tabaco fumado mucho tiempo atrás, y un poco a humedad. Aunque ya era abril, aquel año la primavera se hacía esperar en Madrid, y allí dentro hacía frío. El comisario, tras quitarse el abrigo, se agachó en una esquina de la habitación, cogió una botella blanca y vertió un poco de líquido en una escudilla de metal; al instante se sintió el penetrante olor del alcohol puro. De un bolsillo del pantalón, el comisario sacó una caja de cerillas, encendió una y la tiró en la escudilla. Tras un leve ruido, el alcohol empezó a arder. Sólo después de hecho esto el comisario se sentó en su silla y pareció reparar en que Luján estaba allí, de pie, con su abrigo todavía puesto, casi en posición de firmes. El comisario se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. -Dígame: Iglesias le ha hecho el número del Comandante, ¿es así? Luján inspiró. ¿Tal claro llevo el miedo en la cara? Página 7
  • 8. -No es mal tipo –continuó, como si Luján le hubiese contestado-, pero le gusta encabronar a los novatos. Tres golpes fuertes sobre el cristal esmerilado de la puerta. El comisario dio permiso y por la puerta asomó el ancho rostro del gordo Iglesias. -Una cosa, señor –dijo, con voz meliflua-. Que no se me olvide decirle que le llamó Durán, del Anatómico. Mientras decía esto, le guiñaba un ojo a Luján. -Gracias, subinspector –respondió el comisario, deteniéndose en la última palabra. Iglesias se replegó como un animal que supiese que se enfrenta a otro más fuerte que él. Sólo entonces, el comisario le tendió la mano. -Luján, bienvenido a la Brigada. No le deseo que sea usted feliz aquí, porque sería mala señal. Pero no somos mala gente. Los malos, como ya entenderá pronto, son los otros. El Comisario le acompañó luego por la sala donde estaban los inspectores y subinspectores de Homicidios, se los presentó uno por uno, y le señaló su mesa. Por algún milagro extraño, como si todo aquello estuviese preparado, cuando salieron del despacho del comisario todo el mundo estaba en su sitio, doce personas en total, con él trece. Iglesias no había mentido. En aquella sala cabían trece mesas con sus sillas y ésa era la capacidad de investigación existente en aquella comisaría; ni uno más, ni uno menos. Todas las personas que el comisario le presentó eran mayores que él. Bastante mayores. Todas las mesas estaban colocadas una enfrente de otra, de dos en dos por lo tanto, menos tres que estaban en una esquina de la sala, en el punto más distante del despacho del comisario, de forma que dos mesas estaban enfrentadas y otra se situaba perpendicularmente, en uno de los extremos; en esa pequeña república era donde estaban los tres jóvenes. Aquello, como aprendió pronto, tenía nombre. Aquellas tres mesas eran el Infierno. Luego estaba el Purgatorio, que ocupaba los grupos de mesas del resto de la sala salvo las dos que estaban justo junto a la puerta del comisario, al inicio de la sala, a las que todo el mundo llamaba el Cielo. Con esos datos, a Luján no le costó aprender que la mejor forma de referirse entre compañeros al comisario Ramos era llamándolo Dios. La ubicación no era casual. Rojo Martínez, a quien todos llamaban Martínez, lo saludó muy sonriente y le dijo: gracias a ti y a Cañamero he salido yo del Infierno. Eso quería decir que Cañamero era el inspector jubilado cuya baja le había permitido a Luján ingresar en este servicio y que, corriendo el escalafón, alguien había heredado la mesa de Cañamero, Martínez la de ese alguien y la de Martínez era ahora la suya. Por lo demás, su condición infernal no se limitaba sólo a la ubicación en la sala. Los que estaban en el Infierno asumían las vigilancias más tediosas, al aire libre, en invierno y en verano. Se quedaban si había que quedarse. Metían las narices en los cadáveres. Asumían la redacción de los atestados más complejos. Los dos inspectores que estaban en el Cielo (le fueron presentados como Antúnez y Rebollo) eran algo así como el Página 8
  • 9. comisario cuando éste estaba ocupado, lo cual era bastante habitual. Ordenaban, coordinaban, decidían. Apenas pisaban la calle. Apenas tenían confidentes. Apenas se aventuraban por las peores zonas. Apenas participaban en operaciones conjuntas. Todo eso siempre le tocaba a otros. Escogían sus vacaciones antes que nadie y no había jamás algo que les obligara a romperlas. Así se lo explicaron a Luján. Los Profetas viven como Dios. Apréndetelo. Ellos te exigirán; a ti ni se te ocurra pedirles. Esto es así. Años, paciencia, no cagarla. Trienios, puntos, no cagarla. Visto lo visto, le dijeron todos, no es mal sitio. Pasó el resto del día sentado en su mesa, repasando atestados recientes para coger la redacción, como le dijo el comisario. De vez en cuando levantaba la vista y veía a Iglesias, unas seis mesas más allá, mirándolo divertidísimo. Él decidió sonreírle. Las novatadas en la Academia habían sido peores. Había un tipo que sabía hablar como Franco y un día había llamado al dormitorio contando una historia delirante de tiros en El Pardo y pidiendo socorro. Aquello sí que había sido gordo. Los cadetes que llegaron a salir de la Academia armados casi fueron expulsados. Como al tipo que hablaba como Franco, que acabó en la calle. Era un día de abril, muy frío. A las cuatro de la tarde, Luján cayó en la cuenta de que había pasado allí la mañana entera, que había salido a comer con sus compañeros del Infierno y aún seguía allí leyendo atestados, y que en todo ese tiempo no se había quitado el abrigo. Que la sala llevaba ya horas caldeada por los radiadores y él estaba sudando copiosamente. Cuando salió a la calle se sentía mareado, pero feliz. Se pasó la tarde mintiéndole a Laura sobre maravillosas anécdotas que, en realidad, no habían ocurrido en su primer día de trabajo. El teléfono del salón sonó a la una de la madrugada. Él y Laura dieron un respingo en la cama y se abrazaron instintivamente. Él dejó que el aparato sonase hasta que notó que los empujones violentos del corazón de ella cedían en su fuerza, él susurrándole en el oído no pasa nada cariño, no pasa nada mi amor, es sólo el teléfono. Cuando Laura se calmó, se levantó y fue al salón, para cogerlo. -¿Diga? -¿Luján? Soy Ramos. -A sus órdenes, señor Comisario. -Ya lo supongo. Hay una tradición, ¿sabe? Alguien llama en la madrugada tras el primer día. Un cadáver aparecido en el culo del mundo. El novato va allí y se pasa toda la noche esperando a un juez que no llega, porque no hay cadáver ni nada. A Luján le gustaba dormir sólo con una camiseta de tirantes y sus calzoncillos. El salón estaba helado. Se revolvió en la tiritona. -He oído, er, he oído hablar de eso, Señor. -Se la tenían preparada. Pero ya no va a haber novatada. Algo cedió en el estómago de Luján. El miedo y el susto se fueron. Pero quedó la incertidumbre. Página 9
  • 10. -Señor, con todos los respetos, ¿me llama a la una de la mañana para decirme que nadie me va a molestar con una novatada de madrugada? Silencio. Ruido como de vasos chocando unos con otros. Luján pensó: una barra americana, fijo. -No. O sí. Pero no. Le llamo para decirle que nadie le va a llamar hoy para mandarle a un caso falso. Porque tiene que ir a uno real. La angustia regresó. -Señor… ¿yo? ¿Un caso re, er, real? -Digamos que es la otra tradición. La novatada queda anulada si aparece algo más tangible –le dio una dirección en el extrarradio-. Es una zona sin casas, apenas unas chabolas. Allí le estarán esperando los de la ambulancia. Hay un montón de barro y basura amontonado en un montículo y del montículo, según me han dicho, sobresalen los pies de un muerto –luego un breve silencio, luego un susurro, ya, ya, y luego, otra vez, la voz del comisario-. Que tenga suerte. Mañana, a las diez, quiero un informe completo. La línea chasqueó. Luján colgó y se volvió. En la jamba del salón estaba Laura, hermosa, casi sensual, con su camisón rosa. Al borde de las lágrimas. -¿Han matado a alguien? Él se acercó y la besó en una mejilla. -Vete acostumbrándote, cariño –le musitó. Llovía a mares sobre la noche de Madrid. Antes de salir de casa, Carlos Luján había llamado a la comisaría y allí una voz soñolienta y uniformada le había prometido que una patrulla pasaría a buscarle. Sin embargo, después de esperar veinte minutos en la esquina indicada, decidió parar un taxi. El taxista llevaba la gorra calada hasta las cejas, pero Luján pudo adivinar, embutido bajo el plato, un cráneo arrugado y un par de ojos cansados. Se distrajo contando serenos. Contó veinte y dejó de contar. Se dijo: no sabía que Madrid fuese tan grande. Atravesaron primero los barrios pulcros del centro, conduciendo suavemente a base de ángulos rectos. Luego aparecieron el ladrillo visto en las fachadas, las ventanas disparejas, la ropa colgada en esas mismas ventanas, desafiando a la lluvia. Aceras interminables en calles sin nombre y casi sin luz. De vez en cuando, algún sereno más harto de la noche que de la lluvia paseaba bajo alguna farola, embutido en alguna gruesa capa impermeable, como si la noche estuviese repleta de espectros agotados. Pasaron un cementerio enorme, subieron cuestas empinadas, doblaron a su derecha y se introdujeron en un barrio obrero. Luján observó las casas con esa indolente curiosidad típica del visitante que jamás ha estado en un lugar y, además, tiene la sensación de que no va a volver. De alguna manera, aquel barrio seguía siendo el pueblo castellano de casas bajas que un día fue. Pero era como si alguien hubiese construido, por encima de las plantas bajas y primeras plantas de los inmuebles originales, las trazas de una ciudad nueva, hecha de materiales baratos y ángulos equívocos. Casas pardas, empapadas y cerradas a la noche. Nadie en la calle. A veces, en medio de la calle, un descampado. El campo saludando en medio del embrión de Página 10
  • 11. gran ciudad. Algunas veces esas parcelas incluso aparecían roturadas y peinadas con surcos regulares, vigiladas por fieros perros que ladraban al paso del taxi, amenazadores. En una esquina, una vaquería. Agridulce e intenso olor a boñiga colándose por la rendija de la ventanilla, que Luján tenía levemente bajada para respirar mejor. Su chofer conducía como un autómata, sin una palabra. Silencio. A mil kilómetros de su casa, de su vida. Pero también era Madrid. También le incumbía. Suspiró. Hubiera preferido la bromita, se dijo. Bruscamente, la ciudad terminó. Al final de una calle vieron una marquesina de autobús, el camino perdió su empedrado, y llegaron a Castilla. El taxi, con su pestilente ronquido de mal combustible, además mal quemado, se zambulló en la oscuridad. Uno no se da cuenta de lo iluminado que está Madrid hasta que sale de Madrid, se dijo Luján. El taxista condujo abriendo con los faros una brecha de luz entre dos sólidas paredes negras. Luján se sorprendió diciéndose: esto no es una broma. Esto es algo peor. La puta oscuridad, un coche en medio de la nada, una pandilla de masoquistas crueles que se quieren divertir a costa del novato. Llevaba la pistola en un bolsillo de la gabardina. La amartilló, sin querer hacerlo en realidad. A pesar de los violentos achaques del viejo taxi y el ruido que provocaban, el conductor dio un respingo y Luján notó que reprimía el gesto de volverse. Un tipo embutido en una gorra escucha en la noche de Madrid que alguien amartilla un revólver y adivina lo que está pasando. Curioso. Le entraron ganas de preguntarle dónde había aprendido a distinguir ese sonido. Pero para qué. No se lo diría. Estaba muerto de miedo. Y, además, añadió, la pregunta es estúpida. En Madrid y a finales de los años cuarenta, todo Dios que sabe reconocer el sonido con que un pistolero prepara la muerte lo ha aprendido en el mismo sitio. Y en una de dos posiciones: ganando, o perdiendo. Quizá el taxista era un perdedor. Más aún, debía de serlo. El tipo, se dijo Luján mientras el coche seguía un sendero apenas adivinado, tiene la pinta de tener mil años; así pues, trabaja por necesidad. Un trabajo de mierda, llevar a un tipo a la otra punta del mundo en plena noche y con una lluvia del carajo. Claro que tampoco hace falta ser muy paria para llegar a esa necesidad. Cada cien metros, las ganas de preguntarle al taxista, de conocer su historia, se le multiplicaban más. Incluso pensó, bueno, llevo aquí un carné que si se la enseño el viejo éste me canta lo que haga falta. Pero se puso en su lugar. Un cliente te da una dirección imposible, te saca de Madrid, te obliga a ir por un descampado, te demuestra que va armado y luego, cuando te paras, te enseña un carné y te dice: soy policía, macho, así que dime quién eres. Lo mato, al viejo éste lo mato del susto, se dijo. El taxista seguía conduciendo, sin separar la mirada del sendero de tierra. -¿Falta mucho? –preguntó, por preguntar algo. El viejo, por toda respuesta, levantó la mano derecha y señaló a un punto de su parabrisas, donde se veían unas luces distantes. -Cuando lleguemos podrá marcharse. No hace falta que me espere. Es lo que se le ocurrió para tranquilizarlo. Si lo consiguió, nunca lo supo. El viejo taxista ni siquiera se volvió. Las luces se fueron definiendo. Llegaron a lo que parecían las afueras de un pequeño pueblo, o de un pequeño barrio distante. Tres coches aparcados muy juntos iluminaban un pequeño montículo; al acercarse el taxi, Luján se dio cuenta de que era un montículo de basura. Y del montículo sobresalían dos pies embutidos en botas negras. Página 11
  • 12. Salió del taxi y pagó bajo la lluvia. Incluyó una propina generosa, pero ni aún así consiguió una mirada del taxista. Reprimió, al tiempo, los deseos de acojonar a aquel maleducado y de tranquilizarlo. Desarmó el revólver mientras caminaba hacia el reducido grupo de gente que estaba junto al cadáver, iluminado por los faros. Eran cuatro personas, dos paisanos y dos uniformados. Todos mayores que él, bastante mayores. Los dos paisanos se protegían con un paraguas y los dos policías con la gabardina de uno de ellos, que sostenían sobre sus cabezas. Lo primero que leyó en los cuatro rostros, cuando se acercó lo suficiente, fue decepción. -Tú no eres el juez de guardia –le dijo uno de los de paisano. -¡Anda! –exclamó él-. Y, ¿por qué no puedo serlo? -Porque un juez no es tan joven –explicó uno de los uniformados, con voz de fastidio. -Siento haberos decepcionado. Soy Luján, de la Brigada. Los uniformados intercambiaron una mirada sardónica. A esas alturas, él ya sabía bien lo que significaba. Carne fresca, noche de diluvio. Jódete, recluta. Haber ganado tú la guerra. -Pues hasta que no venga el juez yo no toco una mierda –dijo, elevando la voz sobre el rumor del diluvio, uno de los tipos de paisano, moreno, fibroso, con un leve tic en la boca. Luján miró a la pareja de paisanos. Apretados bajo el estrecho paraguas, parecían dos mariquitas esperando el autobús. Ambos eran todavía relativamente jóvenes, aunque no tanto como él, y de aspecto atildado. O lo habían tenido, cuando menos, antes de que la lluvia, superando el triste obstáculo de aquel débil paraguas, los anegase. -A menos que me corrijan ustedes, ahora la autoridad soy yo. -Nadie lo duda, amigo, nadie lo duda –contestó, a la defensiva, el segundo de los tipos de paisano que aún no había hablado, más ancho que su compañero, con pinta de hombre de campo disfrazado de petrimetre. -Entonces, procedamos a… desenterrar el cadáver. -Y unos cojones. Los dos del paraguas habían contestado al unísono. Como si todo estuviese respondiendo a un guión y ellos hubiesen ensayado tantas veces que hasta fuesen incapaces de no hacer coincidir sus voces. -¿Qué me ha dicho, señor? –Luján sintió que la ira le subía al rostro. -He dicho UNOS COJONES, niño –contestó el moreno delgado-. Si te gusta, bien, y si no, ya sabes, col-crém. Luján se fue a por él. Pasos torpes en terreno irregular. Casi tropezó con la humedad. Un brazo lo sostuvo y, a la vez, detuvo en su avance. Sintió el topetazo y, Página 12
  • 13. cuando miró, se enfrentó a un uniformado alto y fuerte, de barba rala y mirada hostil. -No no no, Luján. Esto no es buena idea. -Me da igual –respondió él, airado-. Se va a enterar ése de quién tiene cojones aquí. El brazo se cerró en torno de él y le apretó contra el corpachón del policía. Le hizo daño. -Como quieras. Pero será otro día. No lo soltó hasta que juzgó que se había tranquilizado. Aunque más que tranquilizado, estaba adolorido. Aquel oso casi le parte con su abrazo. -Mira, Luján –le dijo entonces, entre gestos nerviosos, el moreno-. Estábamos de guardia pero nos fuimos a cenar a Moncloa, ¿vale? El hijo de puta del bedel se lo dijo a éstos –señaló a los uniformados con la barbilla- cuando llamaron. Así que nos localizaron en un restaurante y sin material, ¿vale? Con las manos desnudas, ¿vale? – esto lo decía mientras colocaba las dos palmas delante del rostro de Luján-. Y este hijo de su padre no va a desenterrar ese cadáver con las manos así, ¿vale? Aquel tipo era como una marioneta mal construida. Un pelele con hilos demasiado cortos en algunas extremidades, y demasiado largos en otras. Se movía sin lógica, bajo la lluvia, sin preocuparse ya del paraguas, delante de él, haciéndose el gallito. -Entiendo –terminó por decir Luján-. Estáis esperando al juez para que decida, mientras rezáis para que decida esperar hasta que volváis con vuestro equipo. El silencio corroboró sus palabras. -Lo que no entiendo es por qué no podéis hacerlo sin guantes. Pareció como si al moreno nervioso le hubiesen realizado un electrochoque por el ano. -¿Estás de coña? Pero, peroperopero, ¿tú has visto el puto cadáver, joder? ¡Está metido en un montón de mierda! -Ya. Y, ¿no tenéis duchas en el Anatómico? El moreno le miró con cara de loco. Quiso decir algo, pero se contuvo cuando vio que su compañero daba un paso al frente. El tipo con pinta de pueblerino tenía más cuajo, más años, o menos nervios. Lo miró como se mira a un niño que acabase de jurar que dos más dos son ciento cuarenta y siete. -Donde hay mierda hay ratas, Luján. -Yo no veo ninguna rata. -Ni la verás. En la oscuridad más allá de los faros de los coches hay un vertedero. Un kilómetro de dunas de basura, calculo yo. El paraíso para las ratas. Para qué se van a arriesgar a salir a la luz. Pero están ahí. A dos metros de nosotros. Página 13
  • 14. Luján pensó en ello. Miró a la oscuridad e imaginó que la negrura era un silencioso ejército de millones de ratas, firme y detenido bajo la lluvia, esperando que él diese un paso hacia la nada para atacar. Se estremeció y agarró con fuerza la culata de su revólver dentro de la gabardina, pero trató de disimular su miedo. -Cualquier persona que meta las manos ahí para sacar a este tipo en estas condiciones, de noche, bajo la lluvia, sin luz, sin guantes, sin nada con que defenderse, se la juega. Ahí debajo hay ratas, Luján. Centenares de ratas. Con una enfermedad en cada diente. Lo que no puede ser, no puede ser. El pueblerino lo miró con rostro triunfal. Luján sintió un escalofrío. Pero sintió más cosas. Fundamentalmente, el peso de un día que no había sido nada fácil. Y el perfil de sus enseñanzas. Miró al pueblerino con frialdad, miró sus cartas una vez más, y apostó. -Tú sabrás. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: o enfrentarte con las ratas, o enfrentarte conmigo. O sea, conmigo… y con quien esté detrás de mí. El pueblerino lo miró de hito en hito. Calculando. Preguntándose si llevaba alguna jugada, o iba de farol. -Tú sólo eres un puto recluta –contestó, pero los leves titubeos de su voz, y el gesto de apartar la mirada al hablar, le dieron a Luján toda la información que necesitaba. -Puede. O puede que no. Un chico joven, demasiado joven, que entra en la Brigada. Puedo ser un policía brillante. O puedo ser un policía bien enchufado –y remachó-: eso sí, lo único seguro aquí es que las ratas no conocen a ningún ministro. Fue un farol. Pero coló. Cinco segundos después de terminar él de hablar, el pueblerino demostraba en su rostro que había claudicado. - Som, er, somos Beirán y Margall. Perdón si no te lo dijimos, hombre. - Joder, Beirán –interrumpió Luján, decidido a darles una salida airosa-; ¡que nos estamos calando, joder! Eso fue suficiente. Beirán y Margall se sintieron lavados en su honor cuando pareció que sus esfuerzos tenían que ver con la lluvia, y nadie se lo recordó cuando, pocos minutos después, y cuando apenas habían empezado, dejó de caer agua. Los dos siguieron trabajando, con la ayuda tan sólo superficialmente voluntaria de los uniformados, ante la vista de Luján. La labor se demostró más dura de lo esperado. Primero tiraron de los tobillos del cadáver, pero pronto tuvieron que desistir. Entonces tomaron dos palas, que por suerte llevaban los policías, y los cinco se fueron turnando para cavar desde la cima del montículo, tirando los desperdicios más allá, hasta llegar a la mitad del montón, donde más o menos aparecían los pies del muerto. En su arqueología se toparon con cosas curiosas. Una taza de váter que pesaba horrores, una lavadora de rodillo, máquinas de escribir, el cadáver de un perro enorme, medio descompuesto. Tres bicicletas deshechas. Todo eso estaba encima del muerto y tuvieron que quitarlo. Pasadas las cinco de la mañana estaban sudorosos y apestando, pero con esperanzas de poder sacar el cuerpo. Entonces, casi al unísono, los faros se apagaron. Decidieron esperar a que se hiciese de día. Pasaron un buen rato allí, llenos Página 14
  • 15. de mierda hasta las cejas, fumando en la oscuridad. El sol salió a eso de las seis o seis y media. Siguieron trabajando. Media hora después, pudieron tirar de las piernas del muerto y sacarlo de allí. Dejaron sobre el suelo de la carretera el cuerpo de un hombre destrozado en sus facciones, con el pecho hundido. Escudriñaron los bolsillos. Nada. Al tirar de las mangas de su gabardina descubrieron que le faltaban las manos. -Ustedes –ordenó Luján a los uniformados-, a la mierda otra vez. Si se le ha caído la cartera, me la recuperan. Y a ver si aparecen las manos. Los policías no rechistaron. Pero volvieron media hora después jurando que allí no había cartera alguna. -Vaya muerte del carajo –dijo para sí Luján-, enterrado en la basura. -No lo creo –interrumpió Beirán, mientras levantaba, desganadamente, uno de los brazos amputados-. Aquí no hay sangre. -¿Y? -Habrá que hacer una necropsia para confirmar datos –continuó el forense, sacudiéndose las manos-, pero me apostaría la mesa de mi comedor a que este tipo no tiene nada raro en las vías respiratorias. Dicho de otra forma, que estaba muerto cuando le acostaron en esta cama. -¿Por qué estás tan seguro? -Porque no hay sangre. Beirán levantó de nuevo el brazo del muerto y tiró de la manga para descubrir un muñón negro. En efecto, debajo del brazo no había restos visibles de sangre. Luján se levantó. Sintió el dolor en la espalda fría y húmeda. Un coche renqueaba por el camino. El juez, al fin. Del coche se bajó un hombre entrado en años, alto y fornido, con cara de pocos amigos. Venía fumando un puro y el olor del tabaco, aunque era lo mejor que probaban las narices del pequeño equipo de investigación en toda la noche, le pareció a Luján fuera de lugar. El juez le miró a él y le señaló con el caliqueño. -No lo conozco a usted, pero apuesto a que es quien manda aquí. Los cuatro compañeros de Luján asintieron en silencio. Era obvio que el juez ya los conocía a todos. -Sunbinspector Luján, señor, er, Señoría. -¿Otro cachorro para la manada de Ramos? Vaya un bautizo, hijo. -Cierto, Señoría. Un caso interesante. El juez, al oír eso, intercambió una mirada con su secretario, un hombrecillo bastante mayor detrás de él, luego abarcó con la vista el paraíso de ratas en que se Página 15
  • 16. encontraban, y dejó escapar un mohín escéptico. -Yo diría que en este teatro es difícil que se produzca un caso interesante. -Este hombre –informó Luján, señalando el cadáver- ha sido claramente asesinado con la intención de que no lo reconozcamos. Yo diría que incluso se ha intentado que no lo encontremos, de ahí el … teatro en el que se han producido los hechos. -Veo que ya tiene usted una teoría de cómo ocurrieron los hechos. Luján asintió. -En algún lugar que no es aquí, esta persona fue asesinada. No sé dónde ni cómo, pero espero que la autopsia lo averigüe. Si no fue muerto de otra manera, lo fue mediante golpes en cara y pecho con algo contundente que lo han desfigurado completamente. Aunque yo creo que ya estaba muerto cuando le hicieron eso. -¿Ah, sí? –el juez sorbió su puro lentamente- Y, ¿se puede saber por qué piensa eso? -Sabemos –se explicó Luján- que al muerto se le han cortado las manos antes de llegar aquí. Así que hay dos cosas, la desfiguración del rostro y la mutilación, que parecen tener una voluntad coincidente: que, caso de encontrar el cadáver, no podamos identificarlo. Voluntad que se une al dato de que el muerto no lleva encima absolutamente nada que permita identificarlo. -Lo cual le hace a usted pensar… -Me hace pensar que la autopsia descubrirá, probablemente, otro método para el asesinato. Previo a la desfiguración y a la amputación. Tampoco albergo dudas de que esta persona ha sido asesinada esta misma noche. El juez dio un respingo. -¿Esta noche? ¿Se lo han dicho los forenses? Porque si es así, hijo, merecen una medalla, porque los señores Beirán y Fenol tienen toda la pinta de estar en la quinta pregunta ahora mismo. -Margall, Señoría; Beirán y Margall –hasta el propio Margall demostró con su mirada asustada lo impolítico de corregir al juez-. Pero no son ellos los que me hacen pensar que el crimen ha sido esta noche, aunque no me cabe duda de que la autopsia lo confirmará. El juez intensificó su gesto de duda. Luján estaba demasiado cansado para entender los mensajes corporales de sus compañeros, y callarse. -Alguien ha matado a este tipo buscando que no sepamos quién es. Le ha cortado las manos y lo ha enterrado bajo toneladas de basura. Le ha quitado toda la documentación y cualquier cosa útil para una identificación. Pero se ha dejado los pies fuera. No tiene lógica. Es evidente que no pudo saber que la basura no había tapado por completo al cadáver. -Lo cual significa que fue esta misma noche cuando vino aquí, lo tiró y lo Página 16
  • 17. enterró –concluyó el juez, dando una larga chupada a su puro. -Eso pienso, Señoría. El juez fumó en silencio cosa de un minuto. En medio de aquel vertedero, fueron sesenta segundos que duraron como un año. -¿Quién lo encontró? –continuó después. -No lo sabemos –respondió Luján, que había hecho la misma pregunta horas antes-. Se recibió una llamada, eso es todo. Lo que está más cerca del vertedero es ese poblado de ahí, un poblado de… -Gitanos, ya veo. Un gitano se fía antes del Diablo que de la Policía, ¿no? Los seis hombres presentes rieron breve, casi protocolariamente. -En fin… -el juez suspiró-. Un muerto sin cara, sin manos, sin documentación. Un asesinato sin testigos ni autor conocido. La sospecha, amigos míos, de que en la tarde de ayer no ha desaparecido nadie importante ni honrado de su casa de Madrid o alrededores. Este caso estará cerrado antes de que yo guarde la gabardina en el armario hasta el año que viene. Ea, secretario, haga los honores. Que levanten el cadáver y se lo lleven a oler mal a otra parte. Mientras el juez regresaba a su coche, Luján regresaba al cadáver. No había querido decir nada, pero aquel asesinato no le parecía tan fácil de explicar. Nadie se preocupa tanto de ocultar la muerte de un pelagatos. Aquel hombre era importante para alguien. O era importante que alguien no supiera que ya no estaba vivo. Pero, ¿quién, por qué? -¿Por qué lo palpas? –Beirán estaba agachado a su lado. -Lo registro, joder. Como si estuviera vivo. Registramos a los vivos por si llevan algo. Este tipo tiene que llevar algo. Sus manos avanzaron torpes por el cuerpo del muerto. Nada. Axilas. Nada. Costillas. Nada. Piernas. Nada. Luego se acordó de la academia. Los delincuentes más listos juegan con vuestros prejuicios, muchachos. Os llamarán maricones, se reirán de vosotros; pero nunca dejéis de palpar una entrepierna. Puso la mano sobre el pantalón sobre el sexo del muerto. Apretó levemente. Bingo. -Aquí hay algo. Bajó la bragueta del pantalón. Miró a Margall, frente a él. - ¡Ah, no! -dijo el nervioso, echándose hacia atrás-, por mi madre que yo ahí no meto la mano. Luján suspiró, y metió su mano. Palpó un calzoncillo rugoso y frío. Tiró de él hacia abajo. Uno de sus dedos tocó el frío sexo del muerto. Lo apartó. Metió el dedo bajo el testículo izquierdo, escuchando una risa sorda y el susurro de uno de los uniformados, unos metros más allá. Unos pelos tiesos se le quisieron clavar en la piel, Página 17
  • 18. pero su dedo tenía una tan gruesa capa de suciedad que apenas lo notó. Deslizó el dedo bajo el testículo derecho. Allí lo notó. Un tacto frío y metálico. Lo que había notado palpando. Un objeto pequeño. Lo agarró con dos dedos. Un anillo. Lo miró a la luz de la madrugada. En el interior del anillo no había nada grabado. Era de oro y coronado con una especie de pequeño camafeo. Apretó el mecanismo de apertura y apareció una piedra negra pulida y, sobre la piedra, un texto grabado en letras doradas. -In bello amicitia –lejó en voz alta, muy despacio. -¡Joder, un maricón! –bramó Margall-. ¡Un maricón, y tú le has tocado los huevos! ¡Te estará dando las gracias en el Infierno! -No significa bello –respondió Luján, hablando como para sí mismo. -¿Que no qué? -Bello –continuó el subinspector, mirando al forense-. Es latín. No es un adjetivo, sino un sustantivo. -¿Sabes traducir eso, subinspector? –preguntó Beirán. -Por supuesto –contestó Luján. In Bello Amicitia. Amistad en la guerra. -A este tipo lo ha matado su enemigo. O, más probablemente, su camarada. Eran poco más de las ocho menos cuarto de la mañana cuando el subinspector Carlos Luján entró en Homicidios. En la última media hora había vuelto a llover y él estaba empapado y todas sus ropas apestaban al universo en el que había orbitado durante toda aquella noche. Él, sin embargo, ya no percibía el mal olor, hasta ese punto se había acostumbrado. La sala estaba vacía. Luján la cruzó cuan larga era, desde la entrada que a la derecha tenía la puerta que daba al espacio del comisario Ramos hasta el otro extremo, donde estaban las tres mesas del Infierno. Se sentó en la suya, acercó la olivetti y comenzó a teclear un atestado. Con lenguaje preciso, fue describiendo la situación en la que fue encontrado el cadáver y, omitiendo las largas negociaciones previas y los padecimientos de policías y forenses, las medidas que se tomaron para desenterrarlo. Seguir escribiendo después le ayudó a pensar. Una persona de mediana edad, tirando a joven probablemente, fue asesinada y, con posterioridad, arrojada a un montón de basura de un vertedero para luego recibir la carga completa de un volquete, cuando menos, de nueva basura. ¿Por qué estaba muerto cuando fue arrojado al vertedero? Porque el asesino le cortó las manos y, tras desenterrar el cadáver, se observaron muñones totalmente coagulados y escaso Página 18
  • 19. goteo de sangre alrededor. Esto indicó claramente que el cadáver no sangraba por sus muñecas cuando fue arrojado a la basura. Más aún, que fue asesinado lejos del vertedero, quizá en otro lugar remoto, quizá en el vehículo con el que luego fue transportado a la montaña de basura. Las lesiones y abrasiones provocadas por un tan elevado peso sobre el cuerpo dejaron el rostro prácticamente irreconocible lo cual, en conexión con el hecho de que las manos fuesen cortadas, abona la hipótesis de que el asesino no quería que se conociese la identidad del asesinado. La víctima estaba indocumentada. Bueno, en realidad no sólo no llevaba identificación, sino que no llevaba nada en absoluto; ni dinero, ni cartera, ni una puta lista de la compra. Evidentemente, sus bolsillos fueron saqueados, probablemente con la misma intención de esconder su identidad a futuros testigos de la muerte. Evidentemente, ese saqueo no fue post mortem. ¿Por qué? Pues porque el fallecido escondió en sus calzoncillos un anillo. Un intento bastante claro de dejar una pista desesperada sobre sí mismo. Por lo tanto, el muerto no sólo conocía la intención de ser asesinado, sino que conocía la intención de no ser reconocido después de muerto. El anillo. In bello amicitia. Amistad en la guerra. La hipótesis más lógica, un anillo de camaradas del ejército. Sin embargo, no llevaba distintivo de ningún arma, regimiento, división o similar, ni inscripción alguna que indicase fechas, batallas, etc. Fin del informe. ¿Fin del caso? Carlos Luján suspiró. Pensó, desconsolado, que del trabajo de los forenses poco cabría esperar. Aquel ni era un caso que llamase a poner toda la carne en el asador, ni tampoco había por dónde. Releyendo sus notas, Carlos Luján se dio cuenta de que no tenía nada. Arma, motivo, oportunidad. Los tres elementos de un crimen. Hay dos tipos de crímenes, le habían explicado durante su graduación: los que se resuelven y los que no se resuelven. Los primeros son así porque de ellos se conoce o el arma, o el motivo, o la oportunidad. Los segundos son así porque de ellos no conoce ninguna de las tres cosas. Y luego están los crímenes que se resuelven por cojones, porque sí. Pero éste no era de ésos. Luján se dijo: ¿con qué arma fue asesinado el muerto? ¿Por qué motivo? ¿Aprovechando qué circunstancias? No tenía respuesta para ninguna de esas preguntas. Sólo tenía un anillo y un lema en latín escrito en él. Empezó a coquetear con la idea de que el juez de guardia tuviese razón. Poco a poco, consiguieron dar las nueve y los policías de la comisaría, como respondiendo a un resorte, fueron incorporándose a la sala poco a poco. Todos ellos, antes de sentarse y comenzar a trenzar la primera mañana con conversaciones insulsas, cigarrillos y alguna risa, le dedicaban una mirada desaprobatoria. Algunas veces, los ojos viraban hacia la sorna y algunas gotas de desprecio. Carlos entendía. Sin más información que la que ofrecía su aspecto y su olor, que probablemente se percibía de bien lejos, la mayoría daba por hecho que había sido objeto de una novatada y que había reaccionado como un auténtico imbécil, obedeciendo en una noche tan terrible. Luján les dejó pensar. Repasaba su informe, una y otra vez, preocupado por si habría cogido la redacción, algo que el comisario Ramos parecía interesarle mucho. Página 19
  • 20. Sonó su teléfono. Lo cogió y, antes incluso de contestar, escuchó la voz de Laura. -¿Carlos? -Sí… sí, soy yo, cariño. -¿Qué ha pasado? ¿Estás herido? ¿Tengo que…? -Tranquila, cariño, tranquila –le cortó él, no sin trabajo-. Estoy bien, estoy perfectamente. -Pero… ¡no has vuelto a casa! -Ya, ya lo sé. No he tenido tiempo. Tenía prisa por hacer el informe, ya sabes. Aún no sé… -Carlos, Carlos. ¿Sería mucho pedirte que si vas a pasar la noche fuera de casa, me llamaras? Luján se dio cuenta de que estaba apretando el teléfono con demasiada fuerza. Tenía delante de sí al comisario Ramos, tres o cuatro metros más allá, mirando como el maestro que mira al alumno pillado in fraganti en una grave falta. Asintió con la cabeza, sin palabras. El inspector Ramos se fue hacia su despacho, no sin hacerle un gesto con la cabeza que, a todas luces, significaba que le fuese a ver en cuanto colgase. -Cariño, estaba… no sé muy bien, pasado Carabanchel, pasado el fin del mundo. Además, no quería asustarte con un timbrazo a las cuatro. -Carlos… -Es mi trabajo, cariño –zanjó él-. Ahora, éste es mi trabajo. Tendremos que acostumbrarnos. -Dirás que tendré que acostumbrarme yo –respondió, con voz inusitadamente grave, Laura. Lo siguiente que oyó fue el clic de la comunicación cortándose. Carlos Luján se quedó un rato mirando el teléfono, quieto y mudo, después de colgar. Pensando en nada y en todo. Lo sacó de esa ensoñación la voz de un compañero que pasó junto a su mesa. -¡Por Dios, Luján! ¡Cómo vienes a trabajar con esta peste! -Horas extraordinarias –contestó él, sin demasiadas ganas de explicarse más-. Tengo que ir a ver al comisario. Mientras atravesaba la sala, casi sentía las miradas posadas sobre él, y se sabía el objeto de los cuchicheos que apenas conseguía percibir. En el despacho del comisario, ardía ya la escudilla de alcohol, así pues el ambiente estaba ya enrarecido con ese olor tan especial. Ramos lo miró de hito en hito. Su rostro casi no demostró emoción alguna. Página 20
  • 21. -Luján, ¿usted se ha visto? -Pido disculpas, señor –comenzó -. Me gustaría haber pasado por casa a cambiarme, pero quería terminar mi informe pronto. Le alargó los papeles. -Espero haber dado con la redacción. Durante los siguientes dos o tres minutos, el inspector Ramos se aplicó a una a todas luces desapasionada lectura del informe de Carlos Luján. Lo recorrió de principio a fin y, después, pasando y volviendo a pasar páginas, pareció fijarse en tres o cuatro detalles concretos, pero Luján no fue capaz de imaginarse cuáles. Sólo se permitió el primer gesto después de todo aquel dilatado repaso. Y el gesto fue un rictus de la boca, indudablemente de desprecio. -En fin, para ser un primer caso, se estrena usted malamente. -¿Perdón, señor? -Pues que ha pasado usted una noche de su vida en unas condiciones no muy cómodas, y todo por un don Nadie y un crimen de poca monta. Luján tragó saliva. -Discúlpeme, señor comisario, pero, ¿en qué se basa para decir que tanto el crimen como el muerto son de poca monta? Ramos clavó en él dos ojos fríos antes de hablar. -Por muchas cosas que tienen que ver con una experiencia que usted no tiene, y yo sí. -En modo alguno he querido decir… -Y, quizá, porque este hombre tiene todo el aspecto de ser un mendigo. Aspecto que será bastante más que aspecto dentro de seis o siete horas, tiempo tras el cual, puede usted apostárselo sin miedo, no tendremos sobre la mesa la denuncia de la desaparición de ningún buen ciudadano. -Ya, pero… -No podemos saber quién es. No hemos encontrado ni una pista en el lugar del crimen. No hay testigos. Hombre, sabemos el arma. Pero vaya arma, dos mil kilos de mierda. -Con permiso, comisario, si ve usted el informe… -Si veo el informe averiguaré que no lo mataron en el vertedero, sí. Pero, ¿cambia eso las cosas? -Yo creo, señor… Página 21
  • 22. -Lo que usted crea no tiene valor. Tiene valor lo que sepa. Luján se miró la punta de los zapatos. Se preguntó si sería capaz de preguntar lo que estaba pensando. -Con todos los respetos, comisario, las pruebas y certezas antes son hipótesis. Ramos entornó los ojos, como midiéndolo. -Cierto. Por eso tenemos que ser, ¿cómo diría? Económicos. -¿Económicos, señor? -Económicos. Cada caso que investigamos es como tirarse a un río. A veces el río lleva agua, y a veces no. A veces hay que tirarse al río aunque no queramos, porque el interés en el caso es muy grande. Que no es el caso, ¿está usted de acuerdo? Luján asintió torpemente. -Cuando no tenemos esa presión, debemos pensar que tenemos que tirarnos a muchos ríos. Así que tenemos que ser económicos. Selectivos. Luján, si el río no lleva agua, y yo le aseguro que no la lleva, sus hipótesis no le van a salvar de un buen batacazo. Le tendió el informe. El subinspector lo recogió y, después, trató de pensar de prisa. -Señor, señor comisario –terminó por decir-. Créame que no se trata de que haya sido mi primer caso. Aquí hay algo… inquietante. -¿Inquietante? -Inquietante, señor. Alguien quiso claramente que el muerto no fuese identificado y el muerto, a todas luces, ha intentado lo contrario escondiendo su anillo. Ramos se echó hacia atrás en su silla y abrió los brazos, mostrando las palmas de las manos. -¿Y? -Piénselo, señor. El muerto esconde un anillo en sus calzoncillos para ser identificado. Los anillos se llevan en los dedos de la mano. Quizá no sólo sabía que iban a matarlo, lo cual ya es un dato. Sabía, además, cómo. Ramos se alzó de hombros. -Luján, la inmensa mayoría de los asesinados saben por qué lo son, y cómo lo van a ser. ¿Qué hay de extraño en ello? -Pues que es un extraño mendigo, señor. Un extraño hombre sin presente ni futuro, asesinado por cualquier pendencia o negocio ilegal. Extraño, sí, porque se ha atrevido a esperar de nosotros una actitud diferente a… Página 22
  • 23. Sintió que si seguía, traspasaría de verdad la frontera de lo correcto. Por eso, le sorprendió la naturalidad con que Ramos le ayudó. -… ¿la nuestra, Luján? -Sí. Sí, señor. A eso me refería. -Traiga ese informe otra vez –respondió el comisario, exhalando un suspiro. Volvió a leerlo, invirtiendo algo más de tiempo en ello. Cuando volvió a levantar la vista, su rostro era de nuevo pétreo. -Se irá usted a casa ahora mismo –le dijo mientras le devolvía los papeles-. Así no se puede estar en esta comisaría. Además, su gesto es totalmente inútil. Todo lo que usted tiene en este momento es el trabajo de los forenses y éstos, al revés que usted, en cuanto hayan dejado el cadáver se habrán ido a ducharse y a dormir. Haga lo mismo que ellos y, después de comer, pásese por el Anatómico. -Gracias, señor. -Gracias, no. Si mañana no tengo encima de mi mesa antes de las tres un informe con alguna novedad significativa, el caso está cerrado, ¿estamos? -Entendido, señor comisario. El regreso a casa sirvió para tranquilizar la inquietud de Laura, tanto que apenas protestó por el deplorable estado que presentaban las ropas de su marido. El subinspector pasó casi cuarenta minutos bajo la ducha, tratando de arrancarse la peste de la noche anterior en el vertedero. Al salir del baño, Laura lo estaba esperando con una tortilla francesa. La devoró con avidez y, después, se bebió tres tazas de café. Después de eso, besó la mejilla de su mujer, cerró la puerta del dormitorio y cayó sobre la cama a peso. No había tenido tiempo de pensar en su reciente conversación con el comisario y ya estaba dormido. Obediente y cumplidora, Laura le despertó a las tres de la tarde. El tiempo había cambiado y el sol entraba a raudales por la ventana, anunciando el futuro verano con una convicción que hacía la atmósfera de la habitación pesada y difícil. Desde el salón, Carlos Gardel cantaba un tango acompañado de violines. -Me parece imposible que tenga que irme a hablar de un muerto –le dijo Luján, más al techo de su dormitorio que a su propia mujer. -Tú lo dijiste –le contestó, zalamera, su mujer, mientras cepillaba sus pantalones-. Ahora, éste es tu trabajo. Tomó un autobús para llegarse al Anatómico. Una vez allí, preguntó por Beirán o Margal y, cuando le informaron de que era Beirán quien estaba, se sintió aliviado. Prefería, a todas luces, al tipo con lejana pinta de pueblerino. Se saludaron casi como si fueran amigos. -No esperaba volver a verte. Luján sonrió. Página 23
  • 24. -Por lo que veo, piensas lo mismo que mi jefe respecto de este caso. El forense se alzó de hombros. -¿Qué quieres que piense? No creas que no he buscado pruebas, señas, algo. Tan sólo el anillo ése en el que confías tanto. He buscado antojos, defectos. Nada. Sólo una lesión enorme en la pierna derecha. -¿Una lesión? -Una lesión con su cicatriz, sí. Este tipo no debía de andar muy bien. -Pues eso ya es algo. Beirán lo miró con un deje de incredulidad y, después, se echó a reír. -Pero, subinspector, tú, ¿dónde has estado en los últimos veinte años? Estamos en 1948, ¿no? ¿Tú te haces cargo de cuántas personas en Madrid tienen heridas parecidas? -No sé –se defendió, débilmente, Luján-. Por menos que eso hay mucha gente que es mutilada de guerra. Y habrá registros, ¿no? Beirán negó con la cabeza, cómo dándolo por imposible. -Por supuesto que hay registros, señor subinspector. Pero estamos hablando de un tipo con la fea herida de un tiro a mitad de muslo. ¿Cuántos habrá de ésos? A todos les tendrás que ir a preguntar si están muertos o vivos. Oiga, señor –Beirán construyó un teléfono con su mano derecha y se lo aplicó a la oreja derecha, poniendo voz de falsete-, aquí la policía; ¿podría confirmarnos que sigue vivo? -Yo… -Ah, bueno. Y todo eso, contando con que sea un mutilado de guerra. Ya me entiendes… -No mucho. -¡Joder, qué día llevas! Luján, la mitad de los cojitos por balazo no son mutilados de guerra. No pueden serlo porque el tiro que los dejó cojos se lo dimos nosotros, ¿entiendes? Luján comprendió. Era como buscar una aguja en un pajar. Y todo eso sin contar con que la paja roja estaba dispersa por el campo. -Quiero ver el cadáver. -Quieres perder el tiempo. -A eso he venido. A perder el tiempo. Entraron en una sala helada. Era amplia, descuidada. Alicatada de blanco demasiado tiempo atrás. Había ocho camillas enfrentadas en dos filas de cuatro. Pero sólo en una se distinguía el bulto de un cadáver. Por debajo de la sábana blanca Página 24
  • 25. sobresalía un pie y en el dedo gordo de ese pie alguien había colgado un cartelito que decía: desconocido. Beirán desenganchó dos gruesos cinturones que ceñían la sábana al cuerpo y a la camilla, y levantó ésta. Ante Luján se presentó el cadáver destrozado del hombre que habían desenterrado de la basura la noche anterior. El subinspector sintió una nausea pero, afortunadamente para él, había comido poco y hacía bastantes horas. Beirán le pasó un brazo por los hombros y apretó levemente, como tratándole de dar fuerza. Lentamente, Luján se sintió bien, lo suficientemente bien como para poder examinar a fondo el cadáver. El trabajo del asesino y de las toneladas de basura había sido concienzudo. Cualquier signo que pudiera tener aquel cuerpo antes de haber sido aplastado era ya prácticamente irreconocible. -¿Alguna herida además de las propias del aplastamiento? –preguntó Luján, sin dejar de escrutar el cuerpo a la búsqueda de inspiración. -¡Ah, sí! En esto tenías razón. Un tiro –informó Beirán, solícito y desapasionado-. En la tráquea. Traspasando la carótida. Mortal de necesidad. -Así pues, la secuencia de los hechos es: recibe un tiro en la garganta y muere. -Desde luego. No creo que llegase ni al primer golpe. -Ajá. Muere y, luego, alguien le desfigura el rostro golpeándolo con algo contundente y le corta las manos y, cuando todo eso ya ha hecho su efecto y ha sangrado lo que tenga que sangrar, lo llevan al vertedero y lo entierran. -Eso es –concedió el forense-. Todo esto, con las pruebas que tenemos, permite estimar que a este tipo lo tenían que haber matado a lo largo de la tarde de ayer, digamos entre las cinco y las nueve. -Muy seguro te veo. -Ahora mismo hace, según esta hipótesis, unas 24 horas de la muerte –el forense consultó su reloj mientras hablaba-. Un cuerpo muerto empieza a mostrar rigidez y lividez más o menos pasado ese periodo. Durante las ocho primeras horas tras la muerte, la cara y las manos están frías, pero el resto del cuerpo está caliente. A este tipo pudimos tocarlo a eso de las cinco de la mañana y ya estaba frío. Así pues, las cuentas son: no había podido morir más tarde de las cinco de la mañana menos ocho horas, es decir las nueve de la noche, porque ya estaba frío. Pero no pudo morir antes de las cuatro o las cinco de la tarde de ayer, porque es ahora cuando empieza a estar rígido. Luján se irguió y escrutó el rostro relajado de su interlocutor. -Hay que reconocer que no es mucho. -¿Mucho? ¡Nada, diría yo! Sabemos que estamos ante algún tipo de venganza o ajuste de cuentas. Pero nunca sabremos más, te lo apuesto. -¿Y la herida de la pierna? Beirán, con un bufido, le enseñó una enorme cicatriz en la pierna derecha, a medio camino del muslo. Lo recorría de parte a parte como un valle profundo. Página 25
  • 26. -No tiene nada de especial, subinspector. -¿Tienes algo para mirar más de cerca? -¿Una lupa? –protestó, más que preguntó, el forense- ¿Qué te crees ahora, Chelo Joms? -Beirán –Luján sintió arder sus tripas mientras hablaba entre dientes-, dame una puta lupa. Ahora. Beirán desapareció de la sala sin decir nada. Volvió con una lupa de considerables proporciones y se la ofreció desganadamente al subinspector. Luján la tomó y comenzó a escrutar la herida. Trató de recordar otras cicatrices. Su abuelo, que había vivido toda su vida en el campo sin abandonarlo, solía expresar su enorme temor por las cicatrices porque, decía, una herida ya nunca deja de ser una herida, así pues siempre se puede volver a abrir. No obstante, no logró ver nada que excitase su curiosidad. Abandonó la cicatriz y comenzó a escrutar el cuerpo. Escuchó a Beirán bufando de impaciencia a sus espaldas. Al llegar a la cabeza, decidió incorporar el cadáver para observar su espalda. Le pidió a Beirán que sujetase el cadáver, cosa que el forense hizo con desgana. En la espalda no encontró nada pero, cuando iba a abandonar la inspección, algo pasó por delante de sus ojos que le hizo detenerse. -¿Qué pasa? –preguntó el forense, claramente interesado en dejar de aguantar el cuerpo a pulso. -Pongámoslo boca abajo. Beirán no protestó. A estas alturas, se dijo Luján, ya se ha hecho a la idea de que soy un terco. Cuando el muerto estuvo boca abajo, Luján pudo ver bien, bajo los focos, lo que le había llamado la atención. -Beirán, ¿son normales esas orejas? La pregunta era retórica. No podían serlo. Las orejas del muerto carecían de lóbulo, lo cual tampoco dice nada porque hay muchas personas que no los tienen; sin embargo, lo más vistoso era que, en ambos casos, faltaban trozos del arco superior. El forense había tomado la lupa y escrutaba en silencio. -Joder, la hostia. Vaya tipo –masculló. -¿No buscabas una marca de nacimiento? -Esto no es de nacimiento –contestó el forense, sin dejar de mirar. -Coño, ¿quién se detendría a recortarle las orejas a un asesinado? Parece un crimen ritual. -Esto no pasó ayer –respondió el forense. Luego se irguió, miró a Luján y musitó. Página 26
  • 27. -Espera aquí un momento. Y salió de la sala. Diez minutos después, los dos patólogos de guardia y uno más que estaba allí, quizás esperando su turno o demorado en la salida, estaban inclinados delante del cristal de aumento, musitando palabras técnicas, afirmándose y negándose unos a otros. Pero llegaron a un consenso. Cuando se alzaron, parecían satisfechos como alguien que hubiese desenmascarado a un escurridizo ladrón. -La oreja está recortada–informó Beirán, casi pletórico. Luján sintió en su estómago el peso de la decepción. -Con todos los respetos, no necesito tres opiniones para saber eso. Uno de los dos forenses que habían acompañado a Beirán, un hombre bajo y con una poblada barba negra, se adelantó hacia Luján, moviendo con aspavientos las manos. -¡Eso es faltarnos al respeto, señor! -No he pretendido... -¡Y qué importa lo que pretendiese! ¡Esto es ciencia, señor! ¡Ciencia! Hasta lo obvio debe ser discutido. Luján y Beirán cruzaron miradas. El subinspector, a pesar de que el forense y él tampoco se conociesen demasiado, logró leer en sus ojos que estaba delante de alguien importante. Por lo menos importante para el cuerpo de forenses. -Le ruego me disculpe –susurró el policía. -Y más vale que lo haga –respondió el hombre barbado, con orgullo-. De lo contrario, va a tardar usted mucho tiempo en saber qué causó ese recorte en la oreja. -Le ruego que me disculpe de nuevo. El hombre de las barbas pareció sentirse satisfecho, y miró a Luján con expresión benevolente. -Fue el frío, señor subinspector. El General Invierno. -¿El… el frío? Los tres médicos asentían en silencio. -Gangrena por causa de frío, señor. ¿Sabe usted lo que es una gangrena? Luján se alzó de hombros. -Poca cosa. Lo he leído en novelas de aventuras. A alguien se le producía una herida, a menudo en la pierna, eso se complicaba y… Página 27
  • 28. -La carne muere. Necrosis –el hombre de las barbas sonreía al pronunciar la palabra como si estuviese pronunciando el nombre de una mujer bonita-. La muerte se adelanta, en años incluso, en una pequeña porción de nuestro cuerpo. La circulación cesa y es necesario que la zona afectada, ¡zas! Al pronunciar la exclamación, el hombre había dado un corte, de arriba abajo, con su mano derecha en vertical. -¿Zas? -Zas. Amputación. Pérdida de la carne. Lo que está muerto, está muerto. Luján reflexionó rápidamente, mientras el forense esperaba frente a él, a todas luces consciente de que le preguntaría algo. Solazándose con la escena, probablemente. -¿Qué tiene que ver el frío con todo esto? -El frío gangrena la carne. Sobre todo, la que está más expuesta porque no se viste. Orejas y narices, sobre todo. Y manos, si no hay guantes. -Entiendo –Luján sintió como si un peso de plomo en su estómago desapareciese de repente-. Las orejas de este hombre estuvieron sometidas a frío intenso… -Durante mucho tiempo. -… durante mucho tiempo. Deficientemente protegidas. -Es lo que ocurre normalmente cuando quien sufre el frío no está acostumbrado a él. -Ajá. Ya entiendo. Y, ¿quién se fija en unas putas orejas? -¿Cómo dice? -No, nada. Pensaba en voz alta. Así pues, doctor… -Molina, señor. - Molina. En su opinión y la de sus distinguidos colegas, pues, este hombre ha estado sometido a condiciones de frío intenso. -Exacto. Antes las cuales ha estado, ¿cómo dijo usted? -Deficientemente protegido. -… eso es, deficientemente protegido. -¡Me cago en la leche! Había sido Beirán. Mientras Luján y el doctor Molina hablaban, había vuelto a la lupa y al cadáver. Ahora estaba con la lente en mano, y miraba el cadáver lívido, como asustado. Página 28
  • 29. -¿Qué pasa, Beirán? –le preguntó el doctor Molina. El tono de voz que utilizan los superiores con sus subordinados. -Díos mío, doctor, yo… no lo ví. Bueno, no lo miré. Quiero decir, no había marcas especiales ni nada y, bueno, yo no… Todos se acercaron. Beirán señaló con el dedo a un punto de la lupa. Como era grande, todos pudieron ver. A veces las cosas más sencillas son las más difíciles de ver, sobre todo en una autopsia hecha para cubrir el expediente. Era el pie izquierdo del muerto. Un enorme dedo gordo. Luego el resto, apiñados unos contra otros. Uno, dos, tres. Tres. -Falta el cuarto dedo –se escuchó decir Luján. Bajo la atenta mirada de la lupa, separaron el tercer y quinto dedo. Estudiaron la cicatriz. Discutieron. Gangrena. Luján llegó a casa a las siete y media. Del salón le llegó el rumor de voces de una radio. Empezó a cantar Concha Piquer. Abrió la puerta. Su mujer cosía en un bastidor tarareando la copla. Alzó la vista, casi asustada. -¡Carlos, por Dios! ¿No podrías anunciarte? -Hola, mi amor. -Qué cara traes. Parece que hubieras visto a un muerto. -Eso he hecho. Su mujer hizo un mohín con la boca. -Entonces, no quiero saberlo. Volvió a su bastidor. -He hecho ensalada imperial para cenar. ¿Te apetece? -Por supuesto –contestó Luján, dejándose caer en el sillón gemelo de aquél en el cosía su mujer. Pasaron quince minutos. Dos o tres coplas y una serie de consejos para abrillantar la madera. Luján miraba al techo. -¿En qué piensas, Carlos? Se volvió hacia la voz. Qué extraordinariamente bella era Laura. -Has dicho que no quieres saber nada. -Pero algo me podrás contar. Sonrió. Se inclinó hacia ella. Ella le ofreció la mejilla. Besó su piel tersa, sintió el pinchazo del deseo. Pero se dijo que cada cosa tiene su momento. Página 29
  • 30. -El muerto de ayer. Creo que es algo que puede ser grande. Pero mi jefe no lo piensa así. -Carlos, recién llegado, yo creo que no deberías… -Tranquila. Me ha dado hasta mañana a las tres para hacer alguna averiguación que permita avanzar en el caso. -Ah. Y, ¿ya lo has conseguido? -La verdad es que no –respondió él, y suspiró mientras se movía dentro del sillón-. Pero he avanzado. Hace seis horas, era un muerto sin identificación posible. Hoy sabemos muchas cosas de él. Laura dejó el bastidor sobre sus rodillas. Le miró y alzó las cejas. Era su forma de decir: habla, te escucho. Luján fue marcando las informaciones que repasaba presionando con el índice de su mano derecha sobre los dedos de la izquierda, uno a uno. -Primero, esta persona estuvo en una guerra. La herida de la pierna nos lo demuestra. Segundo, estuvo sometido a un frío intenso; según los forenses, no menos de diez grados bajo cero, y no durante un día o dos, sino durante semanas enteras. Tercero, era un frío al que no estaba acostumbrado porque se protegió mal de él, hasta el punto de sufrir consecuencias irreversibles en sus orejas. Perdió parte de ellas. Laura hizo un evidente gesto de asco. -Espera, espera. También perdió un dedo. Del pie izquierdo. Es un dedo no imprescindible para mantener el equilibrio. Además, todo indica que la herida de la pierna obligaba a nuestro hombre a cojear, así pues es fácil que nadie reparara en él. -Y, ¿por qué habrían de hacerlo? -Te ahorraré los detalles –contestó Luján, tratando de impostar ternura-, pero el asesino de ese hombre buscaba, claramente, que no fuese identificado. La falta de un dedo del pie es algo muy particular que puede servir para una identificación. Por eso creo que no lo sabía. Laura reflexionó todo lo que su marido le había dicho. Tras un buen rato, se alzó de hombros. -¿Cómo piensas encontrarle? -Guerra, frío intenso, Laura. Son pistas. -Desgraciadamente –volvió a su bastidor, como con vergüenza-, de eso hemos tenido mucho. -Sí. Pero quizá sea la guerra y el frío que yo imagino. Es una oportunidad. Mañana he de tirar del hilo. Ella lo miró, y su boca se torcía en un rictus que quería ser una sonrisa, sin conseguirlo. Le acarició la cara. Página 30
  • 31. -Carlos, qué poco me gusta que tú… Él agarró suavemente la muñeca de la mano que le acariciaba. Ella se calló inmediatamente. -Amor mío, es lo que quería cuando nos conocimos. Nunca te mentí. -Ya lo sé, pero aún así yo creo que… -Laura. Ya está bien. Sólo es un muerto. No me hará ningún daño. Ella respiró pesadamente. -Alguien tuvo que matarlo. Él se levantó, tirando del brazo de ella para que se levantase también. Le agarró la cara y la besó en los labios. -Yo lo cogeré antes. Otro beso. -Ni siquiera puede imaginarse que esté tan cerca de saber quién era. Tercer beso. -Y, si es quien yo creo que es, te aseguro que mañana no seré el único que estará interesado por este caso. Al día siguiente, a las tres de la tarde, Carlos Luján golpeó débilmente con un nudillo el cristal esmerilado de la puerta del comisario Ramos. Lo hizo con el dedo en el que llevaba su anillo de boda, así que la llamada sonó seca, como un tenue intento de romper el cristal. Una voz le invitó a pasar. Luján se paró frente a su jefe. No sabía qué cara poner. El inspector Ramos levantó los ojos de sus papeles y lo escrutó. -Huele usted bastante mejor que ayer –fue todo su comentario. -Lo sé –Luján trató, sin éxito, de sonreír-. He venido a traerle esto. Depositó sobre la mesa los papeles que había pasado la hora de la comida escribiendo, metidos en una dura carpetilla marrón. En la carpetilla había escrito: «Anselmo López, 12-4-48». En realidad, era todo lo que quería que leyese el comisario. Sabía que con eso entendería. El comisario, sin levantar los ojos de la carpeta y los papeles, preguntó con voz Página 31
  • 32. seca. -¿Querrá ahorrarme la lectura, subinspector? -El fallecido tenía una herida característica en una pierna –habló Luján, que estaba esperando esa oportunidad-. Además, tenía ambas orejas recortadas y presentaba la amputación de un dedo del pie izquierdo. Tres forenses estuvieron de acuerdo ayer en que tanto las orejas como el pie señalan a, a ver… -consultó sus notas-, sí, eso: una importante necrosis como causa de las amputaciones. Una especie de recuerdo de gangrena. Eso me hizo, bueno, les hizo pensar que el sujeto estuvo sometido durante bastante tiempo en unas condiciones, digamos, extremas. -Defina extremas. -Frío intenso, señor. Muy intenso. -Ajá. Y usted pensó: amputaciones y una fea herida en la pierna. Una guerra bajo cero. -Sí, señor. Hay varias posibilidades, pero digamos que exploré una. Se adelantó un paso. Apartó suavemente la mano que el inspector Ramos tenía colocada sobre su informe. Lo abrió. Con pericia, buscó la página que quería. Estaba más o menos a la mitad del fajo de unas veinte páginas. Era un oficio. -La cicatriz responde a una herida muy característica. Pensé: por mucho menos que eso, otros son mutilados de guerra. Así que, esta mañana, he ido al Ministerio y he buscado: personas declaradas mutiladas de guerra o condecoradas en Rusia. -¡Un momento! –interrumpió el inspector-. ¿Por qué en Rusia? -Frío intenso, comisario. Muy intenso. Durante relativamente bastante tiempo. Hablamos de una persona que se protegía deficientemente contra el frío; signo inequívoco de que le era completamente extraño. Por lo demás, la División Azul era mi gran oportunidad. De la otra, ejem, de la otra guerra podría tratarse, ejem… -De un rojo, sí –el inspector Ramos pronunció la palabra «rojo» con una absoluta cotidianeidad. En sus labios, no parecía designar nada más peligroso ni deleznable que cualquier objeto doméstico. -Ya le he dicho que la herida es muy característica. Y, ejem, de la División Azul tampoco regresaron demasiados, y no todos heridos de tanta consideración. Bueno, me ha llevado toda la mañana, pero aquí está. El índice derecho de Luján se troqueló a medio centímetro de una línea del oficio que le estaba enseñando al comisario. -Anselmo López. Aquí tiene su filiación, su brigada, su compañía, todo. Herido en Rusia. No he podido traerla, pero me han prometido una copia de su expediente de mutilado. Dificultades para andar. Orejas recortadas por el frío. Dedo del pie izquierdo gangrenado. Absolutamente todo coincide. Pasó otro par de páginas más. Otro oficio. Página 32
  • 33. -También he tenido tiempo de buscar esto. Afiliado a Falange en 1941. Una página más. -Las condecoraciones. Medalla por mutilado. Y la de herido. Fíjese lo que dice: cinta amarilla con dos rayas verdes y cruz de San Andrés en rojo. -Usted no puede saber lo que significa eso. -Lo he preguntado –concedió Luján-. Herido en acción de guerra. Ramos se demoró en la lectura del oficio y luego pasó, aparentemente con desgana, las páginas del informe de su subinspector. Cuando levantó la vista, lo traspasó con la vista como si no estuviera. -Un puto héroe… –musitó para sí. Después pareció despertar y gritó hacia la puerta. -¡Rebollo! –gritó. Luján sintió un escalofrío en la espalda. Rebollo era uno de los dos. Antúnez y Rebollo. Los dos inspectores del Cielo. Los comisarios cuando no estaba el comisario. Aquello iba en serio. El inspector Rebollo asomó su cabeza por la puerta. Pulcro, repeinado hacia atrás, bigotito fino. Luján se dijo: parece un bailarín de tangos. -¿Da su permiso, comisario? -Rebollo, llévese este informe. Desde hoy, usted coordina este caso. -¿Qué caso, señor? -El muerto del vertedero. -¿El muerto del vertedero? –Rebollo no escondió un rictus de su boca. Luego pareció reparar en Luján, y pareció comprender- Señor, por mucho que le porfíen, ese caso… -Probablemente, era un camarada –le interrumpió Ramos. Rebollo se quedó parado, sin habla. -¿Qué? -He dicho: probablemente, era un camarada. Rebollo alzó las cejas, y volvió a mirar a Luján. -Jodeeeeer –musitó para sí. -Quiero que quede clara una cosa –continuó Ramos, mirándolos a los dos alternativamente-. O varias. Primera: usted –señaló a Luján- ha levantado el caso, pero Página 33
  • 34. aquí tenemos unas reglas. Ni se le ocurra rascarse los huevos sin que lo sepa el inspector Rebollo, ¿estamos? -Sí, señor. -Estupendo. Segunda cosa: en lo que a nosotros respecta, este muerto es sólo eso: un muerto. Esto, de momento, no es ni un crimen político ni una hostia. No quiero a la política tocándonos los cojones. Discreción y profesionalidad, ¿estamos, Rebollo? -Como siempre, señor comisario. -He dicho: ¿Estamos, Rebollo? -¡Ya le he dicho que sí! -Está bien. Llévenme esto con discreción. Pero, eso sí: al hijo de puta que se lo cargó lo quiero encima de esta mesa, asado y con una manzana en la boca. ¿Estamos? Rebollo y Luján dijeron que sí, y salieron del despacho. Una vez fuera, Luján hubiera esperado algún comentario. Pero Rebollo se limitó a sopesar el informe, pasar las páginas sin leerlas, y detenerse levemente en el oficio. Pasados unos largos segundos, lo miró con ojos fríos. -Ya le diré algo. Mientras tanto, hay una investigación rutinaria en marcha. Iglesias le dirá. Adscríbase. Carlos Luján pasó la tarde haciendo decenas de llamadas telefónicas a posibles testigos de una agresión con resultado de muerte. Si alguno de sus interlocutores había visto al asesino, probablemente escapó de la acción de la Justicia, porque no estaba a su trabajo. Pensaba en un héroe de guerra tirado bajo toneladas de basura, y trataba de imaginarse a su captor y asesino. Al terminar el turno, se fue a casa y allí, a pesar de las zalamerías de su mujer, estuvo hosco, distante. Esa noche soñó que Anselmo López era asesinado de nuevo y que él, Carlos Luján, era quien le disparaba y enterraba bajo la basura. Página 34
  • 35. Capítulo dos A mediados de junio, la ola de calor habitual de aquellas fechas se presentó en Madrid. Los madrileños esperaban al autobús a metros de la parada, protegidos por el toldo más cercano. Hacía calor y en la tarde los segundos, derretidos, parecían pararse. En la amplia comisaría de la Brigada los ventanales, a media altura de la pared, eran abiertos a principios de mes y ya nadie los cerraba hasta que estuviese bien avanzado septiembre. Durante esos meses, el ambiente dentro de la sala era diferente. Los ruidos de la calle, algunos pisos más abajo, daban al trabajo cierto espíritu ligero, prevacacional. Las personas vestían de otra manera e incluso hablaban de otra manera. Salir en la tarde, tras el turno, aún de día, era algo celebrado por la mayoría. Al llegar la última hora de la tarde, Madrid olía a campo. Aquella ciudad estaba preñada de hierbas, árboles y matorrales que vivían en los parques, en las terrazas, en los patios y solares. El campo que un día muy lejano fue la ribera del Manzanares estaba oculto tras el hormigón y al ir a caer la noche se demostraba oliendo. A veces, además, la sentencia de las horas rizaba el viento y en el viento llegaban al asfalto los olores intensos, casi acres, del campo que acaba de beber. Entonces los árboles de las aceras se combaban y el viento traía la tormenta y la lluvia. Luego, Castilla olía por debajo del asfalto, como queriendo hacerse ver. Los niños golpeaban pelotas podridas en la calle, gritándole a la oscuridad en cada uno de los mil goles que hay que marcar para llegar a ser adulto. Una ciudad pacata, pueblerina y, a pesar de ello, cada vez menos silenciosa. Hacía ya dos meses que el cadáver de Anselmo López había aparecido en un vertedero del suroeste. Unas pocas semanas que su cuerpo, tras esperar inútilmente el reclamo de alguien, había sido enterrado en un columbario barato. Dos meses desde que Carlos Luján entregase al comisario Ramos primero, y al inspector Rebollo después, los resultados de sus pesquisas. Hacía dos meses que la vida de Carlos Luján era colaborar en labores de vigilancia y revisión de registros. No se había atrevido a hablar con Rebollo del asunto. Cada vez que se lo planteaba, ocurría una de dos cosas. O bien él mismo y sin ayuda se acordaba de la mirada de Rebollo cuando le dijo: ya le diré; así como de los relatos de los compañeros sobre la mala leche del inspector. O bien compartía su inquietud con Laura y era ella la que le convencía de no hacer nada. - Cariño, cariño –le decía siempre-, ¿qué era lo que me repetías antes de casarnos? Trabajar, trabajar y trabajar. Hay una disciplina y un método. Disciplina y método, sí. Pero, ¿qué hacer cuando se enfrentan con la evidencia? Para Carlos Luján, eran pocas las evidencias existentes en el caso Anselmo López, pero sí era claro el hecho de que había muchos hilos de donde tirar. Y un por qué para hacerlo. En realidad, lo realmente extraño de todo aquello era cómo la investigación se había frenado en seco cuando aparecieron tantas evidencias de que el muerto era un falangista llamado Anselmo López. ¿Qué extraño factor podría explicar que no se quisiera saber quién había matado a un camarada? Lo más probable es que nunca hubiera pasado de ahí. Carlos Luján sabía que su función era obedecer y así habría hecho de no haber sido espoleado. Sin embargo, Página 35
  • 36. eso ocurrió a mediados de junio, cuando el caso llevaba abierto –o como fuese que estuviera- dos meses y él ya se había acostumbrado a olvidarse de la primera fila de una investigación y a realizar las labores rutinarias propias de los subinspectores del Infierno. A mediados de junio de 1948, Carlos Luján recibió una llamada. Era del doctor Daudén, del Hospital de Cirugía. En abril, Luján había llegado a él a través de la ficha de mutilado de López. Él era quien le había documentado las dolencias del posible asesinado. -He esperado creo que lo suficiente –le informó el médico- pero creo que ya es momento de decirlo. Tanto en abril como en mayo y ahora en junio, López tenía que haber pasado consulta. Y no ha venido. Quedaron para verse. Ambos trabajaban bastante cerca. Luján se acercó al hospital. El doctor lo esperaba en la puerta. Buscaron una cafetería aledaña y compartieron sendas sodas. El doctor Daudén era un hombre enjuto y ya mayor. De unos sesenta o sesenta y tantos años. La edad lo había disminuido y en su largo cuello se apreciaban sobrantes de piel de años mejores. Fumaba, a veces compulsivamente, cigarrillos que fabricaba con una picadura negra que llevaba en una bolsa de papel. -Ahora sé –le dijo a Luján, una vez que estuvieron sentados- que él es el muerto. Nunca había dejado así de acudir a la consulta. -¿Sabe usted donde vivía? El médico negó, carraspeando tras una chupada especialmente profunda. -No. He tratado de solucionarle eso, pero ha sido imposible. No es normal, para qué negarlo. Pero lo cierto es que en el hospital no hay un solo papel en el que este hombre declarase su domicilio. -Me cuesta creerlo. Es imposible una filiación sin domicilio. -Es… o era listo. Fíjese. El doctor sacó del bolsillo de su americana una ficha de inscripción. Anselmo López. Mutilado de guerra. División Azul. Informaciones médicas con designación precisa de sus padecimientos. Una dirección: Alcalá, número 9. -Usted me dijo que no había dirección –dijo Luján, sintiendo que sus sentidos se ponían alerta y ya con deseos de salir corriendo hacia el lugar. -No se ilusione, subinspector –respondió el médico, con un deje sarcástico en la voz-. Es un truco. Alcalá 9. ¿Quiere ir allí? No va a encontrar otra cosa que no sea un Ministerio. Luján descendió por el tobogán de la desilusión. Comprendió. Una dirección más, ¿quién se iba a preocupar de comprobarla? Pero no estaba dispuesto a desanimarse. Página 36
  • 37. -En su opinión, ¿por qué querría López ocultar su verdadero domicilio? El doctor Daudén torció el rostro. -No lo sé. Aunque lo sospecho. Su vida, probablemente, no era gran cosa. Luján comprendió. -Pero eso es absurdo. Vamos, si hoy hay desempleados que tienen oportunidades, ésos son los de la División Azul, los alféreces, ya sabe usted. Si, además, era… es mutilado… -Hable en pasado, Luján –la garganta del médico retembló-. Anselmo está muerto. Usted y yo lo sabemos. Usted, yo, Anselmo y el cabrón que lo matase. -Como quiera. Pero si era mutilado, ¿por qué entonces tenía tan mala vida? -Quién sabe –Daudén se alzó de hombros-. Hay gente que lleva dentro la mala vida. Además, hay algo en la guerra, algo que no podemos comprender quienes no la hemos vivido. Supongo que es el miedo, las privaciones. Pensar que te vas a morir esa misma tarde y sobrevivir a la tarde y a la noche y a todas las demás. Hay gente que, cuando pasan esos tiempos, daría cualquier cosa por olvidarlos. Hay gente que daría cualquier cosa por volver a vivirlos. Luján pensó en sí mismo. Un tipo que va armado por Madrid sintiendo a veces incluso pánico de tener que usar esa arma. -Me cuesta creer eso. -Piénselo dos veces, subinspector. Dos veces. ¿Cuál es el destino del mutilado de guerra? Pues, pensemos: la concesión de un quiosco. Pero la vida en un quiosco es más complicada que en el frente. -Eso es exagerado. -Eso es cierto, Luján. Cierto. Hay que caerle bien a la clientela. Hay gente que es tan malhuele que sería capaz de caminar cuatro manzanas para comprar el periódico en otro quiosco. Así que, con el tiempo, has de aprender. Los gustos de cada uno, aquello que les mueve a comprar tal o cual periódico, revista o novelita. La vida es así de complicada, hasta para un quiosquero. A cambio, ¿qué es el frente? O disparas, o te disparan. Obedecer. Es mucho más sencillo. Escuchando al doctor, el subinspector Luján veía imágenes. Un hombre a cuyas espaldas corrieron cien hombres para tomar una colina a sangre y fuego, hoy, tratando de convencer a una mujer de mediana edad de que comprase una revista. Todo un contraste. -Creo que entiendo. -Hay gente que nunca vuelve de la guerra –siguió explicando el médico, que encendía un cigarrillo con el rescoldo del último-. Ejem, los fumo de dos en dos. Yo creo que Anselmo era un poco de ésos, no sé si me entiende. Luján asentía. Página 37
  • 38. -Otros tienen nostalgia, otros pesadillas. La mayoría han encerrado lo vivido en una jaula de silencio y, cuando les sacas el tema, reaccionan como una alimaña cuya madriguera amenazases. En ese punto, el doctor Daudén se paró. Miró la brasa de su cigarrillo, y luego miró a Luján. El subinspector pensó: me está midiendo. Todavía le costaba a Luján acordarse de que era policía, de que iba por la vida enseñando una acreditación ante la que la mayoría de las personas sentían miedo y prevención. Pero fue consciente de que el doctor Daudén estaba preguntándose si hablar o no. -Doctor –dijo, finalmente, el policía-. Se lo diré claramente. Estamos en una cafetería, compartiendo una soda y, usted, sus cigarrillos. Usted no está en una sala de interrogatorios. Y si no lo ha estado ya, no lo va a estar. Los ojos del médico parecían derretirse. -Señor subinspector, es que… Dedos temblorosos que apenas sujetan la ruina de una colilla. -… no estoy seguro de haber cumplido con mis… con mis obligaciones. Y luego dijo, tan bajo, tan para sí, que Luján casi tuvo que leerle los labios. -Como español. Luján le puso una mano en el hombro. Apretó levemente para conseguir que levantase el rostro. -Hable, doctor. Entre usted y yo, y nadie más. El médico respiró profundamente, y asintió. -Señor subinspector: Hay veteranos que sólo saben hablar de la guerra, y otros que jamás hablan de ella. Veteranos que llevan sus heridas con orgullo y veteranos que las detestan. Hay veteranos para los que los campos de Rusia fueron su vida y los que sienten que se dejaron allí la suya. Pero nunca he tenido otro paciente como Anselmo. Otro paciente que tuviese tanto miedo como él. -¿Miedo? Miedo, ¿de qué? -Ojalá lo supiera. Le cogí cariño a ese hombre, es, er, era tan… no sé, frágil. Había algo en él que hacía pensar en la persona que ha vivido un destino que no le correspondía. Aunque eso creo que les ha pasado muchos en la…, bueno, que les ha pasado a muchos. El médico siguió hablando mirando al suelo, como si lo que dijese se lo estuviese refiriendo a sí mismo. -Anselmo López era cojo. Mutilado de guerra. Pero también era mutilado por otras muchas cosas. La guerra le había impedido completamente para eso que podríamos llamar, no sé, la cotidianeidad. »En sus raros momentos de sinceridad, solía decirme siempre lo mismo: todo Página 38
  • 39. puede volver. Discutimos mucho sobre eso. Estaba claro que ambos teníamos dos formas distintas de ver las cosas. Yo, puede creerme que no le estoy engañando, señor subinspector, yo le decía: Ea, Anselmo, las naciones también resbalan a veces. Nosotros resbalamos, ahora nos hemos enderezado y… ¡a seguir patinando, joder! Él decía que no. Decía: todas las cosas que nos hicieron resbalar siguen ahí.» -¿Quiere decir que creía en la posibilidad de que los rojos…, ya sabe? El médico miró al techo, buscando la respuesta. -Creer es una palabra muy fuerte, señor subinspector. Anselmo López no parecía creer en nada. Pero hay cosas que se notan. Él hablaba de cuando hicimos la guerra y, al hablar de la División Azul, de cuando fuimos a la otra guerra. -No veo en qué… -Señor subinspector –interrumpió el médico-, no me lo ponga más difícil. -No trato de ponérselo difícil. Es sólo que… Repentinamente, el médico tomó la mano de Luján, que detuvo en seco sus palabras. -Señor Luján, Anselmo López era tan falangista como para irse voluntario a la División Azul. Pero hablaba de hacer y de ir a la guerra. En la cabeza del policía, se hizo la luz. -No de ganarla –continuaba el médico, mientras él comprendía. -Quiere usted decir… -La última vez que me visitó –el médico, más que hablar, salmodiaba mecánicamente, como entregado a un destino-, el pasado mes de marzo, estaba especialmente nervioso. Tanto, que tuve que hacer algunas combinaciones para poder recetarle algún tranquilizante compatible con su medicación. En esas ocasiones, un médico pregunta cosas. Para valorar la situación, solamente. Pero tienes que llegar lejos. Le pregunté qué había pasado en su vida para empeorar su estado de esa manera. Le presioné un poco, con buenas palabras. Ya sabe, lo del resbalón, lo de seguir patinando. Más cosas que le dije, no sé… Y, de repente, él va y me dice: «Doctor, no me diga más tonterías. Todo esto es una farsa.» Yo protesté. Le dije: Anselmo, vas por un tobogán peligroso, no debes dejarte llevar por esos pensamientos o tú… -El doctor comenzó a hablar con voz quebrada por un principio de sollozo, Luján no supo si provocado por la tristeza o por el miedo- Pero él me interrumpió y me dijo: «Lo hecho, hecho está. Si no lo hubiera hecho yo, lo habrían hecho otros». Estaba sobre la camilla, yo lo acababa de sedar para intervenir en la pierna. Se lo llevaba el sueño. Musitó: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima»… y el resto ya no lo comprendí. Le juro por Dios que no lo entendí. Carlos Luján respiró profundamente. Aunque me eches a toda la puta Falange encima. No dejaba de ser la duermevela de alguien medio sedado. Podía ser el recuerdo de cualquier discusión con un camarada. Podía ser una frase sin sentido, un simple sueño. Pero, en combinación con todas las demás confesiones del doctor, Página 39