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GABRIEL GARCIA MARQUEZ Buen viaje, señor presidente
MARIA KAROLINA JIMENEZ PRESENTADOPOR:
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
BUEN VIAJE SEÑOR PRESIDENTE estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, con-templando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda.
Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los des-conocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el som-brero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal
Aquella mañana, sin embar-go, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin reme-dio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no logra-ron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agota-dores y resultados inciertos, y todavía no se vislum-braba el final.
La oficina parecía una celda de monjes, y el mé-dico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apa-gó la luz, apareció en la pantalla la radiografía ilu-minada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un pun-tero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí. Su estilo clínico era tan dramático, que la sen-tencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du BeauSoleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando em-pezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El pre-sidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrusta-ciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Ha-cía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resul-taban al revés.
GINEBRA
EL AVION DEL SEÑOR PRESIDENTE
PRESIDENTE CON SU COMPAÑERA
PRESIDENTE
FIN
MARIA KAROLINA JIMENEZGRACIAS

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  • 1. GABRIEL GARCIA MARQUEZ Buen viaje, señor presidente
  • 2. MARIA KAROLINA JIMENEZ PRESENTADOPOR:
  • 4. BUEN VIAJE SEÑOR PRESIDENTE estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, con-templando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda.
  • 5. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los des-conocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el som-brero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal
  • 6. Aquella mañana, sin embar-go, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin reme-dio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no logra-ron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agota-dores y resultados inciertos, y todavía no se vislum-braba el final.
  • 7. La oficina parecía una celda de monjes, y el mé-dico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apa-gó la luz, apareció en la pantalla la radiografía ilu-minada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un pun-tero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
  • 8. Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí. Su estilo clínico era tan dramático, que la sen-tencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
  • 9. No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du BeauSoleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando em-pezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El pre-sidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
  • 10. El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrusta-ciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Ha-cía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resul-taban al revés.
  • 12. EL AVION DEL SEÑOR PRESIDENTE
  • 13. PRESIDENTE CON SU COMPAÑERA
  • 15. FIN