Tres relatos del alumno de Magisterio Alberto Chamorro, sobre la paz, la justicia y los héroes. Pertenece al proyecto de la Universidad de Jaén Virtus inter Pares.
1. TIEMPOS DE PAZ,
JUSTOS Y HÉROES
11/1/2009 Alberto Chamorro Pérez
2. 1
PROYECTO VIRTUS INTER PARES.
UNIVERSIDAD DE JAÉN
Índice: Página:
—El Tiempo de Paz: «Un saneado negocio»....…………………… 3
—El tiempo del Justo: «El castigo» ..……………………………… 6
—El tiempo del Héroe: «El enviado» ..…………………………… 12
Glosario de Términos aplicados al texto.…..……………………… 20
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3. 2
El tiempo de Paz: «un saneado negocio»
El señor F. criaba palomas blancas de pura raza. En un sotillo cercano, al
resguardo de las aves de presa, tenía su palomar. Él, junto a los hermanos Jensen de
Dinamarca y al magnate Columbus de Dakota del Sur, criaba las autenticas y genuinas
Palomas de la Paz. Entre los tres acaparaban el mercado mundial y las suyas eran las
más cotizadas por su pureza.
Su casa era un museo que podía ser visitado por los turistas. Había logrado reunir la
mayor colección de tratados sobre colombofilia, y entre sus vitrinas, se podían
contemplar desde manuscritos medievales hasta reproducciones exactas de los
palomares en la antigua Roma.
Las fotos de su vida como criador, y las de los mejores ejemplares, adornaban las
paredes de su casa. Junto a la chimenea del gran salón, mostraba disecadas, las tres
parejas de palomas que heredó de su padre y con las que inició hace cincuenta años su
próspero negocio.
Cada mañana, después de desayunar, el señor F. visitaba a su amigo el Coronel Mauser.
Herido de gravedad en la guerra de Crimea, vivía retirado en una vieja casona junto al
río. El coronel, era un gran estudioso, sabía de todas las guerras y era el mejor consejero
del señor F.
—Qué me dice amigo Mauser, ¿hay algún armisticio a la vista…? Le noto algo más
preocupado que ayer.
—No es nada F. Sólo que me voy haciendo viejo. Últimamente no duermo bien.
Mauser, se movía en silla de ruedas y, sin embargo, aquel día rechazó pasear con su
amigo. Apenas hablaron mientras tomaban café y la despedida fue sin decir palabra.
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4. 3
Desde hacía varios días Mauser estaba triste y callado, pero jamás le había rechazado el
paseo. Hablaban de todo y el Coronel solía hacer gala de un humor envidiable. Los
informes del Coronel eran vitales para el comercio de palomas del señor F. El mundo
era un refrito de guerras y cada guerra, por grande o pequeña que fuese, siempre
terminaba con una rendición, un tratado y una gran fiesta donde nunca faltaban las
palomas.
Sin la ayuda del Coronel Mauser, ¿quién le compraría sus Palomas de la Paz? Él, sabía
el momento justo en que debía mandar sus delicados cargamentos.
«Prepárese, F. —le decía apuntándole con el dedo— las tropas del Frente Nacional
acaban de tomar la ciudad de Pest y será cuestión de días que se hagan con el poder en
Buda.»
Pasaron los días y el Coronel Mauser seguía sin hablar. Una mañana de enero, como de
costumbre, F. hizo sonar el timbre de la puerta con un leve toque, al no responderle
nadie insistió, hasta que un sobre se deslizo bajo la puerta. De camino a su Palomar leyó
su carta. «Amigo F. un mal sueño me persigue, hace tiempo que dejé de ver momentos
de Paz, no tengo otra cosa que miedo; y a las puertas de nuestra amada ciudad están
tocando tropas enemigas. Será cuestión de horas que lleguen hasta M. Huye.» F. pensó
que su amigo estaba desvariando, «¿una guerra, aquí…? eso es imposible»
La primera explosión le cogió por sorpresa en el momento justo en que se disponía a
revisar la puesta de huevos del día anterior. Había más de mil palomas zureando
asustadas. Salió del palomar y desde el altozano divisó un gran ejército que avanzaba
implacable. A lo lejos, tierra quemada, aldeas reducidas a escombros y columnas de
humo naranja que se alzaban en el horizonte ahogando la vida: « ¿¡Gas Mostaza!?»
En pocos minutos, todo quedaría arrasado. Debía de darse prisa si quería salvar sus
Palomas de la Paz. Fue espectacular, cientos de ellas iniciaron el vuelo. Acostumbradas
como estaban a volar en círculos cercanos, no hicieron otra cosa que rondar su palomar.
Vuelos rasantes, acrobacias y una hermosa figura en ala delta que se movía al unísono.
El señor F. apenas se había alejado unos cientos de metros cuando un proyectil impacto
en el palomar. Sin un lugar para volver sus palomas se perderían para siempre.
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5. 4
Lo último que pudo ver, antes de que cayera la ciudad de M., fue como sus palomas se
alejaban hacia la seguridad del río. Fue entonces cuando recordó las palabras de su
amigo el Coronel Mauser: «un río, su fresca ribera, y el claro sonido del agua por la
maleza, es todo lo que un soldado desea al final de una gran batalla…»
Fin.
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6. 5
El tiempo del Justo: «el castigo»
Ser hijo de juez no es fácil. Y menos aún cuando tu padre es el juez de una
ciudad tan pequeña como M. Aquí nos conocemos todos. Mis amigos piensan que tener
un padre juez tiene que ser una pasada. Suponen que en casa escucharemos de su boca
las historias más truculentas que imaginarse uno pueda. Y cuando yo les digo, que en
casa no se habla de lo que pasa en el juzgado, piensan que los tomo por tarados y se
enfadan. Ya no suelo discutir con ellos, saben que mi respuesta es inalterable, y si a
pesar de ello insisten, el remedio infalible es invitarlos a casa.
—Si no me crees lo que te digo vente conmigo y le preguntas tu mismo —así le
contesté aquella tarde al idiota de Gustavo.
Gustavo, el mediacuarta, era un pesado y todo lo que tenía de pequeño y cobarde, lo
contrarrestaba con una mala idea y un carácter endemoniado. Viéndolo, nadie diría que
su padre pasaba por ser uno de los hombres más altos de M.
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7. 6
— ¡A tu casa! Qué se me perdió a mí en tu casa, si no quieres contarnos nada,
pues no lo hagas y en paz. Menudo gilí estás hecho. Un día te voy a tomar palabra y…
La fuerza se le iba a Gustavo por la boca, y cuando nadie le hacía caso, la emprendía a
puñetazos con el primero que le petase. Aquel día lo pagó con Joselillo, el pequeño de
los trucaos del callejón de Termes. Sin venir a cuento se fue a buscarlo y después de
sujetarlo por el cuello, la emprendió a puñadas y pescozones hasta que se hartó. El crío
se repuso sin soltar una lágrima, y tras coger distancia, se revolvió tirándonos piedras,
con tanta fuerza y precisión, que a punto estuvo de abrirnos la cabeza a más de uno.
Después de ponernos a resguardo, decidimos ir cada uno para su casa, antes de que una
patulea de trucaos se pasase a buscarnos.
En toda mi vida, que no era mucha, había conocido a una mujer tan nerviosa como mi
madre, era capaz de comerse las uñas de dos en dos y darnos varias órdenes a la vez.
Tampoco conocía a nadie tan terco y tranquilo como mi padre. A veces los miraba y sin
saberlo me hacía la misma pregunta que todos ya se hicieron mucho antes que yo.
¿Cómo dos personas tan diferentes se pueden llegar a enamorar? Mi padre, tan
acostumbrado a mandar y a decir esto se hace y esto otro no, en casa era un ser
complaciente y aburrido. Jamás vi que nos regañase de veras, y yo le di razones
sobradas para que me hubiese condenado a galeras unas cuantas veces. A nosotros, y
hablo de mí y de mi hermana pequeña, nos trataba como si fuésemos dos recién
llegados a una fiesta. En él, un aire de fingida sorpresa, era su natural manera de
hablarnos; y aunque fuésemos encomendados por mi madre a su presencia, para ser
severísimamente amonestados, nunca le vi alterarse lo más mínimo antes de mandarnos
a freír monas de pascua y hacer nuestra vida.
Se había hecho de noche cuando llegué a casa, mi gran defecto era que me entretenía
con cualquier cosa y se me iba el santo al cielo. No podía evitarlo y, aquella tarde,
después de la retirada general, se cruzó en mi camino Rosendo, el mocetón de los
Aranega. A esa hora, Rosendo venía de dar una batida con sus perros, una pareja de
pointer moteados, que en seguida se pusieron a jugar conmigo. Yo hubiese dado media
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8. 7
mano por tener un perro, pero mi madre los odiaba a muerte. Así, que se me fue el santo
al cielo jugando a revolcones y a lanzarles una pelota de goma.
Cuando llegué a casa me estaban esperando. Junto al portal, mi padre, rodeado por
varios policías de la municipal, charlaba con Plácido Porcel, el secretario del Juzgado y
con el forense Tomás Mediavilla. Algo grave pasaba. Instintivamente aflojé el paso
hasta detenerme. Estaba hecho unos zorros, sucio, desgreñado y las rodillas y la cara
llenas de arañados y rozaduras. Mi madre, cuando me vio de aquella guisa prorrumpió a
llorar y a dar gritos. Saltó como un resorte y me abrazó con tanta fuerza que me hacía
daño. Fue necesario que mi padre la sujetara y alguno de aquellos policías le ayudara a
desembarazarme de ella. Las vecinas se llevaron a mi madre y, mi padre, poniéndome
una mano sobre los hombros, me hizo un gesto para que le siguiera.
—Cuéntame Mario, ¿dime que ha pasado esta tarde? —me preguntó sin
alterarse, mientras yo apuraba el segundo vaso de agua y me limpiaba la cara con una
toalla húmeda.
—Esta tarde…?
—Claro, que tarde iba ser si no?
—Pues… —balbuceé— esta tarde me entretuve con los perros de Rosendo, ya
sabes cómo me gustan los perros papá.
—Lo sé Mario, eso lo sé, pero yo te pregunto por el pequeño de los Trucaos.
— ¿Joselillo…? —Dudé ante la afirmación de mi padre—. Pues no pasó nada, lo
vimos esta tarde y nos peleamos. Pero; no fue más que una pelea sin importancia —mi
sentido de la lealtad me impedía delatar al mamarracho de Gustavo.
— ¿Sin importancia…? Sabes que lo encontraron muerto, muy cerca de su casa,
detrás de los bidones de la casa Azul, tenía la cabeza abierta por una piedra.
Me quedé mudo y las piernas comenzaron a temblarme. Le conté todo lo que había
pasado con pelos y señales, incluso le llegue a decir que el enfado de Gustavo vino a
cuenta de una discusión por su causa.
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9. 8
—Ahora quiero que te laves, te pongas ropa limpia y me acompañes, iremos al
juzgado.
Mi madre seguía sollozando en la cocina y sin dejar de hacerlo subió conmigo al baño,
me quitó la ropa y me metió en la bañera. Hacía tiempo que yo me bañaba solo y sentí
cierto pudor cuando empezó a frotarme hasta que mi piel quedó más limpia y lustrosa
que nunca. Mi alma pecadora, también debió de quedar limpia de culpa, pues al
terminar, mientras me pasaba el peine por el pelo húmedo, me miró a los ojos y sonrió.
Esa era su forma de perdonarme: una sonrisa.
Aún no sé por qué, pero no fuimos al Juzgado. Luego me enteré que un nutrido grupo
de parientes y allegados del clan de los trucaos, montaban guardia en las puertas del
Juzgado. Al llegar a la Sala de Capitulares del ayuntamiento, los vi, toda mi pandilla
estaba allí. A mí me llevaba mi padre de la mano cuando entramos, me señaló el lugar
donde debía sentarme y se fue. Fuera, en la antesala y en un silencio sepulcral,
aguardaban todos los padres de mis amigos. Gustavo, el mediacuarta, apartado del
grupo miraba al suelo y sujetaba su cabeza entre las manos en una extraña figura de
constricción que no le vi jamás. Al poco de sentarme, Serafín Laínez, me aplicó un
suave codazo en los costillares haciendo amago para que me acercase a escucharlo en
voz baja.
— ¿Qué nos va a pasar? ¿Sabes tú si estamos detenidos?
—Yo no sé nada, cuando llegué a casa me estaban esperando, Me entretuve
jugando con los perros de Rosendo y se me hizo de noche.
—No sabes que ese gusano de Gustavo ha dicho que lo hicimos entre todos.
—No es posible que sea tan cobarde —contesté mirándolo con rabia—. ¿Por qué
habrá dicho esa mentira tan grande?
—Pareces tonto Mario, por qué ha de ser si no, quiere que carguemos todos con
su culpa. Él, se ha cargado al pobre crío.
Sentí una arcada seca que me hizo toser de asco. No era posible que aquello me
estuviera ocurriendo precisamente a mí.
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No sé qué tiempo trascurrió hasta que vinieron dos alguaciles y se llevaron medio en
volandas a Gustavo.
—Que le den picana en los güevos, verás como así cuenta la verdad ese
alfeñique —gritó Serafín Laínez que había visto muchas películas de guerra.
No sabemos que le ocurrió a Gustavo, el mediacuarta, pensamos que no hizo falta
ponerle una mano encima para que confesara su crimen, al fin y al cabo, no era más que
un cobarde.
Una hora más tarde vimos salir a su padre. Tengo que confesar que sentí lastima por
aquel hombretón abatido que se cubría la cara para que nadie le viese llorar.
Al poco, entró mi padre en la sala, jamás le había visto vestido con toga. Mandó que nos
callásemos y subió al entarimado para hablarnos.
—Ahora, cuando yo termine, podrán ustedes marcharse a casa. Vuestros padres
esperan. Cada uno de vosotros tendrá que cumplir una pena diferente, he dejado libertad
para que cada familia decida que castigo imponeros. Vuestro amigo Gustavo ha
confesado su crimen y pagará por ello. El abuso que comete un cobarde suele ser
siempre el más ruin, porque sus víctimas son los más débiles. Su alimento es la envidia
y el fuego que arde en ellos los lleva a odiar todo aquello que les supera y
empequeñece. Cuando miramos para otro lado o permitimos que golpeen al más frágil,
sin hacer nada, nos convertimos en cómplices de sus abusos. Piensen en ello, y cuando
tengan dudas recuerden lo que ha sucedido hoy. Sus vidas, en adelante, estarán
marcadas por este suceso y sólo espero que la próxima vez no miren para otro lado.
Pueden irse.
Caminamos hasta casa en silencio. Mi padre me cogía de la mano y por primera vez en
mi vida me sentí orgulloso de ser su hijo. A la mañana siguiente, después de desayunar,
se acercó a mi habitación y me entregó un pequeño papel doblado por la mitad.
—Este será tu castigo —desdoblé el papel.
—No has escrito nada papá.
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—Lo sé, quiero que seas tú el que escribas y no tiene porque ser ahora. Tómate
tu tiempo Mario.
Han pasado veinticinco años, mi padre es ahora un viejo testarudo que se esconde de mi
madre para fumar sus pitillos y que me sigue hablando igual que cuando tenía doce
años. Yo, ahora soy Juez Magistrado, y aunque él, nunca me lo ha pedido, cumplo mi
deuda y mi castigo con este relato.
Hay defectos que mejoran con la edad, pocos eso sí. La mayoría, sin embargo, se
agranda como la espuma y crecen hasta desbordarnos. Y a mí, como aquel día de autos,
se me sigue yendo el santo al cielo y me entretengo con cualquier tontería. Disculpa
padre mi tardanza.
Fin.
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12. 11
El tiempo del héroe: «el enviado»
Cuando se oyó la primera explosión, Marcos Buendía regresaba de su turno
de noche en los almacenes El Virginiano. Hiciese frío o calor siempre iba o volvía
caminando al trabajo. Después de diez horas encerrado necesitaba respirar aire
contaminado. Aire que oliese a ciudad. Le gustaba desentumecerse, sintiendo el renacer
de la vida a cada paso.
Detrás de la primera explosión se sucedieron tres más, siendo la última más intensa. En
la distancia y entre edificios una detonación suena como una descarga seca de fusileros,
el sonido se aplaca y te desorienta.
— ¿Qué ha sido eso? —le preguntó una señora que iba a su paso.
— Algo ha explotado a lo lejos —contestó Marcos sin mirarla.
— ¡Dios mío, donde habrá sido!
—Allí sale humo, fíjese bien —dijo señalándole la colina del Poblado
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13. 12
Una columna de humo negro con forma de hongo se espesaba sobre los tejados de las
viejas casas y chabolas. Al poco, y alrededor de Marcos Buendía, se formó un nutrido
grupo de curiosos. Habían sido cuatro detonaciones y alguien afirmó que el gaseoducto
pasaba justo por debajo del Poblado. Alguno más, a coro con el anterior, apostilló que
tarde o temprano tendría que ocurrir. El Poblado estaba en los aledaños del vertedero
municipal de M. y el metano que producía la descomposición de desechos, era
trasportado por grandes tuberías hasta la refinería de Proposol. A Marcos Buendía le
pillaba a trasmano de su ruta, pero sin saber por qué comenzó a correr hacia allí.
Al poco, cambió el trote por un buen paso y cayó en la cuenta que si no avisaba, en su
casa se preocuparían. Su mujer llamaba a los almacenes en cuanto se retrasaba lo más
mínimo, le preocupaba que a Marcos Buendía le diera uno de sus ataques al corazón.
«Por sobrecarga en la red, nos ha sido imposible realizar la conexión, inténtelo de nuevo
más tarde. Gracias» El móvil estaba Out ¿Y si llamaba desde una cabina? La primera
que vio la habían descuajaringado a porrazos y la siguiente estaba tomada por una horda
de ciudadanos que se disputaban a gritos el auricular. No podía detenerse, algo en su
interior le decía que siguiera.
Las calles aledañas eran un confuso ir y venir de gente, las sirenas gemían su
impotencia ante un monumental atasco que taponaba la entrada del puente Ares y los
camiones de bomberos aún estaban muy lejos. Era más la gente que huía que la que
cruzaba hacia el Poblado. Marcos Buendía avanzaba con dificultad, pegado al pretil,
evitando mirar la cara de los que escapaban. Nada más salir del atolladero, un gran
socavón tapizado de hollín y restos de escombro, hacía impracticable la única entrada al
laberinto de callejuelas, pensó en todos los vehículos que a sus espaldas pugnaban por
llegar.
—No servirá de nada, esto es una ratonera —gritó un anciano que trataba de
liberar las ruedas de un carrillo.
— ¿Qué está haciendo buen hombre, necesita ayuda?
—Hombre sí, ayúdeme a sacar este carro, lo necesito para mi Sara.
— ¿Cómo es que usted no huye? —preguntó el anciano.
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—Yo he venido de fuera, salía de mi trabajo cuando oí la primera explosión y,
aún no sé muy bien por qué, pero aquí estoy.
El anciano debía rondar los ochenta años, de baja estatura, desdentado y con una boina
calada hasta las cejas, vestía una vieja chaqueta de pana azul a la que habían arrancado
los bolsillos, seguramente para hacer algún remiendo en el pantalón. La camisa,
abotonada hasta el cuello, dejaba que asomase la mugre de la pobreza.
—Ha sido el gaseoducto —dijo el anciano, mientras arrastraba el carrillo recién
liberado del cascajo que lo aprisionaba—. Hace tiempo que olía a podrido en todo el
barrio, ya se sabe, ese gas viene de la podredumbre del vertedero. Pero; a quién le
interesa, no somos más que un atajo de pobres y malnacidos, si revientan pues que
revienten, así se ahorran el trabajo de desahuciar, hace tiempo que querían echarnos de
aquí. Ayúdeme tengo que sacar a Sara.
La casucha del viejo estaba medio derruida, literalmente se había caído la mitad,
quedando la otra mitad intacta, con las tejas al vuelo, y media escalera a la vista. Bajo la
mesa del comedor, cubierta por una manta de mudanza, una perra de raza indefinida y
orejas gachas, asomó el hocico y empezó a mover la cola, a su rebujo cuatro cachorros
con los ojos cerrados comenzaron a temblar y gemir de frío.
—Venga bonita vámonos. Esta es mí Sara ¿Ha visto usted criatura más bonita?
—Y que lo diga, sí que es bonita la perra, nunca vi otra igual—respondió
complaciente Marcos.
—Yo no sé qué haría sin ella. Y ahora, por si fuera poco, cuatro bocas más que
alimentar.
Sobre la plataforma del carrillo y envuelta en su manta acomodó a Sara y luego uno a
uno, le fue acercando los cachorros mientras la perra no dejaba de lamerle la cara en
señal de agradecimiento.
—Gracias amigo, muchas gracias—dijo el anciano antes de irse— Por cierto,
¿aún no sabe por qué ha venido…?
—No, ya le dije que algo me trajo hasta aquí, yo salía del trabajo y…
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—Lo sabrá enseguida, déjese llevar, hay mucha gente que le necesita. Le
acompañaría pero; ya me ve, no soy más que un pobre viejo que ha de cuidar a su perra.
El viejo se alejó de allí empujando su carrillo, con unos bríos y una fuerza que a Marcos
Buendía le hicieron dudar de sus últimas palabras. Por primera vez estaba indeciso, los
bomberos y las ayudas, no conseguían acercarse al Poblado. Qué podía hacer un sólo
hombre ante tanta necesidad. Además, este trajín no es bueno para mí, —pensó,
extrañado de que su corazón no le hubiese dado ya un aviso después de aquél tute. A
pesar de las dudas, de nuevo caminaba a buen ritmo hacia el interior, sintiendo que
obedecía un extraño mandato.
Conforme se adentraba en aquel dédalo de calles, se iba dando cuenta del alcance de la
catástrofe, el Poblado le recordó las peores imágenes de las guerras en oriente medio.
Las casas, en su mayoría chabolas de una planta y corralones de ladrillo sin enfoscar, no
eran otra cosa que amasijos de escombro, restos de madera y planchas de cinc. Un humo
negro flotaba en el aire, creando una tenue bruma que lo impregnaba todo de cenizas. El
olor azufroso, atemperado por el agua que escapaba de las miles de tuberías
destrozadas, daba idea de la altísima temperatura a la que se había llegado. Conforme
avanzase, las posibilidades de encontrar alguien con vida serían más escasas. No se oía
ni el más mínimo ruido, había una extraña quietud, y tuvo la sensación de andar
encerrado en una gran burbuja, aislado del mundo y solo. El sonido de sus pasos llenaba
el espacio, reverberando hasta llenarlo todo, era un lugar sin tiempo definido, como los
sitios que uno transita en los sueños. No sabía qué hacer, sin embargo, no estaba
angustiado, se sentía extrañamente en paz y fue entonces cuando le asaltó una pregunta:
«Marcos, ¿no te habrás convertido en un enviado…? ¿Un emisario del futuro que ha
llegado para cumplir su misión y luego desaparecer?» Se imaginó como un héroe
anónimo, dando cuentas al viento de sus hazañas: por ahora, ayudar a un viejo
harapiento a salvar a su pulgosa y muy maternal amiga canina. « ¡Menuda hazaña la
tuya!»
Siguió dando vueltas, recorriendo los mismos pasos pero en círculos concéntricos que
se cerraban, hasta que un presentimiento le hizo que se detuviera: «Alguien me va a
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llamar.» instintivamente sacó el móvil y miró su pantalla, fosforecía de verde,
parpadeando y haciéndole sentir un tibio calor de recarga en su mano. Al momento sonó
el timbre de llamada y lo hizo con tal fuerza, que a punto estuvo de soltarlo: ¡Ring, ring,
ring…!
—Dígame, ¿quién es…? —nadie respondió—. Sí, ¿quién me llama?
— ¿Marcos Buendía…? ¿Es usted?
—Sí, soy yo. Pero… ¿quién es?
—Usted no me conoce, digamos que soy su guía —la voz sonaba cavernosa y
gutural a la vez, parecía una grabación en mal estado—. No hay tiempo que perder,
présteme atención se lo ruego.
—Dígame, dígame, le escuchó.
—Mire a su derecha, junto a un poste tronchado verá una especie de plancha
metálica, fíjese bien porque está cubierta de cascajo. ¿La ve?
—Sí, la veo y estoy junto a ella.
—Bien, pues límpiela. Luego busque cualquier cosa que le sirva para hacer
palanca y levántela, la vida de muchos depende de que lo haga lo más rápido posible.
Marcos Buendía, estaba acostumbrado a cumplir órdenes. Siempre fue un trabajador
diligente y eficaz. En su cuadrilla le llamaban el incansable, tanto forzó la maquina que
un buen día el corazón dijo basta: Un infarto que casi le cuesta la vida. Ahora era
vigilante nocturno de los almacenes El Virginiano, poco sueldo y mucha tranquilidad.
La plancha cedió enseguida. Y en cuanto abrió el primer hueco, comenzó a oír gritos de
auxilio. Allí había mucha gente atrapada.
Aquella tapadera dejó al descubierto la entrada de un sótano, un vestigio de las viejas
bodegas Cámpary. Ayudándose unos a otros, consiguieron salir más de un centenar de
refugiados. Todos le abrazaban y con lágrimas en los ojos le daban las gracias. Marcos
Buendía, se sintió por primera vez en su vida útil de verdad. Fuera como fuese, él había
llegado hasta allí. Un desahuciado de la vida, siguiendo un presentimiento, un mandato
o una simple intuición, había conseguido algo verdaderamente bueno. ¿Pero; y el
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anonimato? Algo le decía, que para ser bueno de verdad, lo que había conseguido tenía
que quedar entre él y la misteriosa fuerza que le había guiado hasta allí. Así sería.
Cuando todos los atrapados en el sótano hubieron salido, esperó haciendo una rutinaria
inspección por los alrededores. Debía buscar una salida distinta si quería pasar
desapercibido. Quiso, no obstante, llamar con su móvil y entonces fue cuando se dio
cuenta de que estaba roto, el aparato había perdido su forma y ahora no era más que un
conglomerado informe de plástico fundido. La tierra bajo sus pies empezó a temblar, de
nuevo olía a gas y se temió lo peor. Quiso huir pero no pudo, su corazón empezó a
latirle tan fuerte que tuvo la sensación de que iba salírsele por la boca y llegó el dolor,
¡y qué dolor…! Le faltaba el aire, era como si se hubiera sentado en su pecho una vaca.
La explosión fue lo último que recuerda, después debieron de rescatarle, pues aunque
nadie se lo crea, seguía vivito y coleando.
Cuando abrió los ojos, lo primero que vio le resulto familiar, estaba en la unidad de
cuidados intensivos del Hospital Central de M. Reconoció a su Cardiólogo, el doctor
Perales; le estaban retirando la sedación y todo le daba vueltas.
—Bienvenido a la Tierra, ¿cómo se encuentra Marcos?
—He tenido mejores aterrizajes —respondió, siguiendo la sorna del médico.
—He pedido que avisen a tu mujer, la pobre lo ha pasado fatal.
— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Tres días.
— ¿¡Tres días!? No es posible.
—Sí que lo es, tú, durmiendo como un lirón y tu santa esposa aquí, al pie del
cañón. Después de que mejorases le ordené que se fuera a descansar.
—No sabes la suerte que tienes, si te hubiesen traído diez minutos más tarde,
ahora estarías criando malvas. Llegaste clínicamente muerto, nadie dábamos un duro
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por ti. Por lo visto, tu mujer, al ver que no regresabas, llamó al almacén y aunque le
dijeron que ya te habías ido; ella, insistió una y otra vez al encargado, hasta que dieron
contigo en la Planta de Oportunidades. Lo demás ya te lo imaginas, un infarto de
campeonato, de esos muy pocos se recuperan.
—Y los del Poblado, ¿cómo están…? Al final, ¿Cuántos se han salvado? —
preguntó Marcos.
— ¡Hombre!, por lo que veo, el señor no ha estado tan dormido como creíamos.
—Sí, recuerdo vagamente haber oído algo sobre una gran explosión de gas.
—Muertos ha habido muchos, aún siguen buscando, pero van más de mil
doscientos, ha sido terrible. Pero al que buscan de verdad ha sido a un hombre, que sin
encomendarse a nadie, se metió el solo y; después de ayudar a un anciano a escapar con
su perra y cuatro cachorros, rescató a más de ciento sesenta personas que estaban medio
enterradas en un sótano. Si no llega a ser por él… ¿quién sabe lo qué habría pasado con
esos desgraciados? Es el héroe de M.
—Ya veo lo que me he perdido, se me escapan las mejores.
— ¿Marcos…?
— Dígame doctor Perales.
—No viene al caso, pero; es que la curiosidad nos puede a todos los del Servicio.
—Usted dirá
—Verás, cuando llegaste aquí, al quitarte la ropa se te cayo esto —el cardiólogo,
abrió el cajón de la mesa auxiliar y sacó un mazacote negro de plástico retorcido—
¿Esto es su móvil…?
—Sí, ese debió de ser mi móvil en la otra vida —contestó Marcos con cierta
resignación—. Ahora, no me pregunte por qué está así, no me lo pregunte doctor, que ni
yo mismo lo sé.
—Bueno, aclarado el misterio, ahora toca descansar un poco. Luego, antes de
marcharme, pasaré a ver como sigue.
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—Gracias doctor Perales, es usted todo un señor —respondió Marcos Buendía,
mientras se rebullía en la cama y dejaba escapar una leve sonrisa de satisfacción—.
Ciento sesenta, no está mal; sí señor, no está nada mal.
Fin.
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20. 19
Glosario de Términos aplicados al texto
Relato1
Sotillo: Sitio que en las riberas o vegas está poblado de árboles y arbustos.
Colombofilia: Técnica de la cría de palomas, en especial mensajeras. Deportivamente, afición a poseer,
criar, adiestrar, etc., palomas.
Armisticio: Suspensión de hostilidades pactada entre pueblos o ejércitos beligerantes.
Máuser Paul: Armero alemán. Nació el 27 de junio de 1838. Creador del famoso rifle Máuser.
Desvariar: Delirar, decir locuras o despropósitos.
Zurear: Dicho de una paloma: Hacer arrullos.
Altozano: Cerro o monte de poca altura en terreno llano.
Gas Mostaza: Es un tipo de agente químico utilizado como arma de guerra. Esta clase de agentes son
llamados vesicantes, porque con el contacto, causan graves quemaduras con ampollas en la piel y las
membranas mucosas,
Relato2
Truculenta: Que sobrecoge o asusta por su morbosidad, exagerada crueldad o dramatismo.
Tarado: Tonto, bobo, alocado.
Petar: Coloquialmente agradar complacer.
Puñada: Golpe con la mano cerrada.
Pescozón: Golpe que se da con la mano en el pescuezo o en la cabeza.
Patulea: Gente desbandada y maleante. Muchedumbre de chiquillos.
Terco: Pertinaz, obstinado e irreducible.
Amonestar: Advertir, prevenir, reprender.
Desgreñado: Despeinado, con el cabello en desorden.
Guisa: Modo, manera o semejanza de algo.
Balbucear: Hablar o leer con pronunciación dificultosa, tarda y vacilante, trastocando a veces las letras o
las sílabas.
Mamarracho: Persona o cosa defectuosa, ridícula o extravagante.
Lustrosa: Que tiene Lustre (brillo de las cosas, tersas o bruñidas).
Sala Capitulares: Sala de plenos en un ayuntamiento.
Constricción: Acto de oprimir, reducir o limitar, dícese de la actitud del que suplica perdón.
Volandas: Por el aire o levantado del suelo y como que va volando.
Picana: Instrumento de tortura con el que se aplican descargas eléctricas en cualquier parte del cuerpo de
la víctima.
Toga: Traje principal exterior y de ceremonia, que usan los magistrados, Jueces, letrados, catedráticos,
etc., encima del ordinario.
Relato 3
Desentumecer: Hacer que un miembro entorpecido recobre su agilidad y soltura.
Apostillar: Poner apostilla (Acotación que comenta, interpreta o completa un texto.)
Trasmano: Fuera de los caminos frecuentados o desviado del trato corriente de las gentes.
Descuajaringar: Desvencijar, desunir, desconcertar algo.
Horda: Grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia.
Pugnar: Porfiar con tesón, instar por el logro de algo.
Cascajo: Guijo, fragmentos de piedra y de otras cosas que se quiebran.
Desahuciar: Dicho de un dueño o de un arrendador: Despedir al inquilino o arrendatario mediante una
acción legal.
Gacha: Encorvado, inclinado hacia la tierra.
Rebujo: Envoltorio que con desaliño y sin orden se hace de papel, trapos u otras cosas.
Tute: Esfuerzo excesivo que se obliga a hacer a personas o animales en un trabajo o ejercicio.
Dédalo: Laberinto
Reverberar: Dicho de un sonido: Reflejarse en una superficie que no lo absorba.
Harapiento: lleno de harapos.
Cavernosa: Dicho de la voz, de la tos, o de cualquier sonido: Sordo y bronco.
Gutural: Dicho de un sonido: Que se articula tocando el dorso de la lengua con la parte posterior del velo
del paladar o acercándose a él formando una estrechez por la que pasa el aire espirado.
Sorna: Tono burlón con que se dice algo.
Lirón: Persona dormilona.
Encomendar: Encargar a alguien que haga algo o que cuide de algo o de alguien.
Rebullir: Dicho de algo que estaba quieto: Empezar a moverse.
Alberto Chamorro Pérez chamot83@hotmail.com