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Nicole Montineri -- Vivir en Conciencia
Presentación
Muy temprano, fui empujada desde dentro por una fuerte exigencia de comprensión.
Ya en mi juventud, el cuestionarme sobre mí misma, sobre el mundo, sobre el sentido
de la vida, ocupó la parte esencial de mi pensamiento.
Me parecía que no tenía elección, que mi existencia no podía tomar otro camino que no
fuera éste. Era una niña sensible, experimentaba todo con intensidad y tenía una
percepción aguda de la naturaleza efímera de cada cosa.
Mi tendencia natural a interiorizarme provocó el comienzo de un recorrido en solitario
que duró más de treinta años, para descubrir el misterio de lo eterno escondido en lo
más profundo de nosotros mismos. Numerosos libros me ayudaron a lo largo del
camino. Mi espíritu exploró intensamente todas las respuestas antes de comprender que
no era el instrumento para realizar la libertad infinita. Fue cuando dejé aquella búsqueda
que descubrí lo que buscaba.
La realización llegó de repente en el transcurso de una grave enfermedad en 2006. Pude
contemplar la realidad de la naturaleza inmortal e ilimitada de la conciencia.
En aquel estado tan cercano a la muerte que conocí, mi propia conciencia, pura, vacía de
objeto, no era más que conciencia, conciencia de sí mismo, enlazada al flujo luminoso
hasta el punto de disolverse en él. Totalmente abierta, sin límite, la conciencia abrazaba
el espacio del universo entero.
La sensación era dulce, apacible. Me sentía en paz como si hubiera estado allí desde
siempre. Un momento de atemporalidad.
La conciencia había pasado a otro plano de realidad. La luz que la atravesaba no
ocupaba el mundo objetivo que la rodeaba: era su propia sustancia.
Supe que lo que veía era el despliegue de mi propia conciencia. Vivía ciertamente una
realidad no dual porque, ya no había diferencia entre él que percibía y lo percibido. Las
percepciones eran la expresión misma del resplandor de mi conciencia.
Todo estaba claro. Una sutil y profunda comprensión de la vida, que me dio la
sensación de pertenecer a una unidad cósmica provista de sentido, me penetraba sin
trabas. Fue el silencio del vacío cósmico él que me enseñó con un amor infinito que
permitía ser.
Nuestra Verdadera Naturaleza
Detrás de las apariencias del universo se encuentra la única realidad: la conciencia.
Ella no es el centro: fuera de ella, no hay nada.
Ella es el continente del cosmos.
Ella es también el impulso, el movimiento que organiza la vida, que crea la variedad
infinita de formas y que las reabsorbe. Ella es la danza del vacío.
Todo existe por su potencia ilimitada, ella es la matriz que lo fecunda todo. Cada
fenómeno emerge de ella y vuelve a ella. Es la única fuente. Hemos nacido de ella.
Somos su expresión.
De la conciencia emana el amor incondicional, sin objeto, sin dirección, que lo penetra
todo. Es la energía cósmica que nos atraviesa, nos anima y nos lleva. Lo manifestamos
en cuanto la percepción de la unidad de la vida se manifiesta en nosotros.
El pensamiento procede de la misma fuente de energía, pero en su aproximación
fragmentaria de la realidad oculta este origen.
No hay que hacer nada particular para ser lo que somos para toda la eternidad. Todo
esfuerzo es una proyección de la mente que tiende a conseguir algo. La Realidad no
puede ser objeto de búsqueda o de meditación. No hay nada fuera de ella. Acojamos
sencillamente toda actividad del cuerpo y de la mente. Las numerosas manifestaciones
no son yo, ni mías, sino un juego de la vida. Permanezcamos en silencio, desapegados
de todos los fenómenos. Nuestra verdadera naturaleza es paz. No está sujeta a las
acciones del cuerpo y de la mente.
La ignorancia consiste en identificarse con esto o aquello.
Cuando vivimos en nuestra totalidad – el espacio luminoso de la pura conciencia – la
energía de vida, expresión del flujo infinito, puede alcanzar su plenitud libremente en
nosotros y a través de nosotros. No tiene otra meta que no sea ella misma. Nuestros
actos brotan entonces espontáneamente de este vacío fuera del tiempo.
En cuanto permanecemos “en conciencia” en este espacio, sentimos que nos
estabilizamos, ya que es nuestra propia sustancia lo que realizamos.
Nuestra verdadera naturaleza no es un estado. Es el despliegue continuo de la vida en
nuestro espacio de paz y de silencio.
Es la inteligencia que obra dentro de la energía de vida que nos cuida. No nos toca a
nosotros hacerlo. La vida nos lleva a donde quiere.
Nuestra existencia terrenal es la historia de la vida que busca realizarse en cada ser,
pacientemente, amorosamente.
Procedemos de su vibración original. Somos el universo en el punto de su fuente
vibratoria, de donde brota la energía.
Aquí está la raíz de la conciencia.
La vida reside en la conciencia. Sólo puede desplegarse en el espacio vacío, potencial
ilimitado, que es nuestra verdadera naturaleza. Es éste el misterio que hay que descubrir.
No hay otro.
Somos conciencia, aquí está nuestra verdadera identidad, por toda la eternidad. Somos
su movimiento infinito, fuera del tiempo.
Veámonos siendo este flujo sin principio ni fin, armonicemos nuestro ritmo a su
pulsación eterna.
Sólo hay una llamada, la del espacio eterno en nosotros. Es nuestra verdadera sustancia,
el lugar vacío del latir único de la vida. Esta realidad no está fuera de donde vivimos. Su
eternidad se nos revela en cada momento.
Despleguémonos hacia el exterior, participemos activamente en el mundo, conociéndolo
como juego, sin dejar de estar dentro de nosotros mismos. Contracción y expansión son
los dos movimientos de la vida.
Tengamos el valor de aligerarnos de todas las presiones de la sociedad y vayamos al
encuentro, solitario, de la Realidad.
Nuestra dignidad de ser humano nos pide unirnos en conciencia a la esencia de nuestro
ser.
Simplifiquémonos, despojémonos, y en este vacío, descubriremos la inteligencia de la
vida realizándose.
La aceptación de lo que es
La aceptación es la ausencia de soporte mental y egótico en la vivencia de lo que nos es
propuesto, la ausencia de oscilaciones entre la implicación en los acontecimientos y el
rechazo de los mismos.
Todos los acontecimientos son movimientos espontáneos de la vida que la mente, en su
funcionamiento condicionado, se empeña en paralizar, clasificándolos, según sus deseos
egóticos. En cuanto sabe quedarse estable, sin espera, sin proyección, se apoya en la
simple evidencia de lo que es y se deja llevar por la situación. Entonces, los
acontecimientos son acogidos en este vacío, en esta paz y en esta libertad. El
espectáculo de la vida se ve desde esta mirada tranquila que se maravilla ante la
variedad de los fenómenos, ante tanta belleza renovada en cada momento. Esta mirada
tiene lugar desde ella misma, sin nadie que la dirija.
Los pensamientos pueden aparecer, no se les da ninguna importancia y se desvanecen
tan pronto como han aparecido. Los deseos han desaparecido, incluso el deseo de paz
que es la señal de la espera egótica de una satisfacción que calmaría todos los otros
deseos. La espera, sea la que sea, dificulta la acogida e impide el desarrollo del acto
libre, el cual está perfectamente adaptado a lo que es.
En la aceptación, se inicia el proceso de des-identificación. Nos adherimos serenamente
a lo real, sin calificar los acontecimientos en función de los deseos del ego; aceptamos
la enfermedad, el fracaso, la vejez, la muerte; acogemos lo que se presenta como el
transcurso natural de las cosas, sin implicarnos. Es como una meditación constante, una
atención vigilante y sensible a lo que se piensa, a lo que se dice, a lo que se hace en el
día a día. La mente es impasible, en un estado de equilibrio y de neutralidad. Ya no
busca nada en el exterior, ya no se proyecta sin cesar en una ilusión de distancia con un
pasado feliz o infeliz, con un futuro prometedor. Vivir cada instante es vivir en el
tiempo sin duración, es decir en la eternidad. Aceptar no significa vivir bajo un control
mental que creará, ciertamente, un estado de tranquilidad, pero será incapaz de
adaptarse a cambios repentinos. Es, al contrario, ver la realidad siempre renovada en
cada momento y vivirla plenamente, con una mente lo suficientemente flexible y ágil
para adaptarse de manera eficiente.
La aceptación es activa. Lejos de ser pasivos o indiferentes, estamos totalmente
presentes al mundo, creativos, en armonía con cada situación, con cada encuentro.
Actuamos con audacia, con una energía que no procede de nuestro único y pequeño yo.
Nuestros actos son justos, porque son el resultado de las circunstancias en lugar de ser
dependientes de móviles egóicos.
La aceptación es una no intervención de la voluntad personal que a menudo impide que
las cosas se vivan según su propio ritmo. Es el desarrollo pleno de un espacio donde
sólo los acontecimientos aparecen. Es una mirada abierta, receptiva a las llamadas de la
vida, desde este espacio.
El viaje tiene lugar aquí y ahora. Es aquí donde la conciencia se amplia para abarcar al
universo entero. Es ahora cuando la vida se vive como una expresión constante de la
alegría.
Este viaje que efectuamos es el que nos toca ya que, efectivamente, lo vivimos.
Depende de nosotros dejar que las cosas se produzcan por ellas mismas, en el mero
hecho de vivir; depende de nosotros consentir de manera generosa y sensible a lo que la
vida propone, en el reconocimiento de nuestra verdadera identidad. No hay ninguna
necesidad de proyectarse mentalmente, hacia una meta egótica. ÉL que ve todo lo que
se manifiesta como algo separado no puede realizar nada. Se trata de aceptar lo que se
presenta en una visión global, la mente reposando en el centro de cada cosa, en el
corazón de la inteligencia que obra en cada movimiento.
La aceptación es la atención aguda y espontánea de lo que se manifiesta cotidianamente
en el campo de nuestra mirada. Cada acontecimiento revela la unidad de su fuente
gracias a la inteligencia que se encuentra en el seno de su energía. Su percepción
instantánea es la de la conciencia. Nuestro cotidiano es la realidad que se desvela en
cada uno de sus instantes, es la conciencia que juega en reconocerse en cada gesto, en
cada encuentro, en cada hecho. Los actos de nuestra vida cotidiana no nos parecen
importantes, no obstante abarcan a todo el universo.
Nuestro papel es vivir con una total atención el momento presente, con una fina
sensibilidad hacia su vibración única, sin exigencia de una actitud particular, sin
necesidad de prácticas o reglas preconcebidas, simplemente en acuerdo con la unidad de
la energía cósmica.
Dejar los fenómenos, vacíos por naturaleza, manifestarse para luego liberarse por sí
mismos, es permitir a la energía obrar según su propia ley, sin el control de este yo que
de entrada cree ser el que actúa. No vemos con suficiente claridad que las cosas suceden
por sí mismas. Todo lo que se manifiesta participa de un despliegue libre de esfuerzo.
Siguiendo el movimiento de la vida, dejando libre cada cosa que se presenta en lugar de
querer controlarlo todo, viviendo en la espontaneidad del instante, entramos en el ritmo
de lo que somos verdaderamente. Así nuestra conciencia personal se des- identifica
poco a poco de los fenómenos que proyecta para alcanzar su plenitud hasta realizarse en
conciencia cósmica.
El conjunto de todo lo que se presenta en el espacio y en el tiempo, el despliegue del
mundo en sujetos y objetos, aparece en la luz de la conciencia. Tenemos que aceptar en
su totalidad este mecanismo de la manifestación del cual somos parte íntegra. Se trata
de cogerlo todo en esta corriente continua de aparición y desaparición, acogerlo todo a
fin de percibir la potencia de amor en el origen de cada manifestación, a fin de descubrir
lo que es la realidad subyacente y penetrar en el corazón del misterio. En esta acogida
libre de toda espera, abierta a cada hecho, a cada percepción que surge, estamos
naturalmente dentro de la energía inteligente de la vida. La única manera de vivir es
abandonarnos en confianza bien asentados en nuestra interioridad. Es también, desde un
impulso que sale de nuestro corazón, atreverse a lanzarse sin miedo a la aventura que se
nos propone, es desarrollar todo nuestro potencial de ser humano, todas nuestras
facultades de realización para una existencia digna de lo que ha sido previsto para
nosotros. Tengamos confianza y nos quedaremos sorprendidos al ver a dónde nos lleva
la fuerza de la vida.
La vida no es lo que fabrica nuestra mente, con sus dudas y sus certezas. Ella no es este
contenido mental que estorba el flujo de energía. La mente, dividida entre la memoria
de las heridas y la espera de la felicidad nos hace vivir en un estado artificial de tensión
Ella es la que crea esta división en nuestro interior y la proyecta en el mundo a través de
pensamientos duales. Su instrumento, el ego, fascinado por las experiencias, lo recubre
todo con sus exigencias. Mira cada acontecimiento con la misma actitud: si la situación
proporciona placer, se agarra a ella con la esperanza de prolongarla, si el hecho que se
presenta es doloroso, lo rechaza enseguida, lo condena y luego refuerza su caparazón.
Ahora bien, cada cosa que sucede es la vida que se ofrece a nosotros a través de la
conciencia. La potencia de una inteligencia sin límite está obrando en el seno del
acontecimiento que se presenta. Este es la expresión de la fuerza misteriosa que nos
lleva a donde quiere, la manifestación exterior de la realidad que está dentro de
nosotros. La mente sola es incapaz de ver el movimiento universal que ha creado esta
circunstancia entrando en resonancia con lo que está dentro de nosotros. No puede
captar este espacio ilimitado e intemporal.
Cuando consentimos, sin trabas mentales, a lo que surge dentro y fuera de nosotros,
reconocemos la inteligencia intrínseca de la vida y nos conectamos a ella en confianza.
Es inútil luchar para obtener algo. Basta con aceptar esta vida intensa que fluye dentro
de nosotros, basta con fundirse en su realidad y representar totalmente su juego, sin no
obstante, extraviarnos en el seno de la diversidad de sus manifestaciones.
Vivir intensamente el cotidiano, con sus pequeñas y grandes alegrías, con sus pequeños
y grandes disgustos, significa también no resistirse al despojamiento que la vida nos
invita a efectuar. Es aceptar la perdida de los nuestros, de nuestros bienes, de nuestro
trabajo, de nuestra reputación... la perdida de todo, que será al final inevitable.
Nuestro destino terrestre es este lugar de experimentación que nos conduce hacia el
descubrimiento de lo que somos. En cada paso de nuestro viaje nos corresponde abrir
nuestro espacio de manera que, lo que se nos presenta pueda desplegarse y apaciguarse
en su interior. La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta al instante,
acogida en perfecto acuerdo con su movimiento, sin anticipar o precipitar su ritmo, sin
referirse al pasado que condiciona nuestra visión o al futuro que espera la realización de
sus deseos. La vida solamente existe en el momento presente. Cuando perdemos el
contacto con éste, nos separamos de la vida.
Todo fluye cuando ya no son los egos que desean sino las fuerzas de la vida que actúan
a través de nosotros y nos llevan a donde quieren. No podemos ser los amos de estas
fuerzas. Nos conducen hacia nuestra destinación, a través de los desafíos que
corresponden a nuestro destino. Procedemos de este flujo energético y viajamos en su
seno, libres de abandonarnos a él, en confianza, o bloquearlo según nuestras
crispaciones mentales. En cuanto estamos en contacto directo con este flujo, en la
humildad de la renuncia de los deseos egóticos, el espacio, sustancia de la conciencia-
matriz que lo abarca todo, se despliega alegremente, conmueve profundamente cada ser,
cada cosa, y revela su belleza. Sentimos que la paz se instala en nosotros. Esta paz es la
unión, segundo tras segundo, a lo que es.
Percibimos así que la vida es una, a pesar de nuestras alternancias emocionales de
alegría y tristeza, a pesar de nuestros pensamientos dualistas. Cada acontecimiento es
recibido y vivido en una presencia atenta, sensible, en una apertura sin exigencias.
Dejamos pasar a través de nosotros la energía de la cual es portador, tal como el aire que
inspiramos y expiramos, con la misma naturalidad, sin apego mental. Permanecemos
sencillamente en la acogida de lo real, sin impaciencia, sin proyección.
Dejemos que el movimiento orgánico del cosmos se cumpla en nosotros y nos lleve
hacia el acuerdo perfecto entre nuestra propia vibración y la pulsación de la conciencia
universal. Cuando le acogemos sin condiciones, sin miedo al sufrimiento, en un estado
de abandono de sí mismo y de vulnerabilidad, que es parte de nuestra grandeza, nos
llena de su luz y de su amor. Entonces somos capaces de vivir como un observador
sereno, en paz con nuestro recorrido terrestre, permaneciendo en el silencio de nuestra
parte eterna.
Es en el reposo de lo que somos, reconocidos como Sujeto último y ya no como objeto
de conocimiento, que la mente admite su impotencia, etapa necesaria al advenimiento
de la identificación universal en un instante de iluminación.
Solamente el que se deja penetrar libremente por la energía cósmica, energía que no es
otra cosa que el fuego del amor, purifica su corazón de los residuos existenciales. Es
gracias a este corazón purificado que la Realidad es reconocida.
El Amor
El amor es la fuente de cada cosa. Es la expresión misma de la vida cuyo flujo nunca se
agota. Es la energía que impregna el universo entero con sus vibraciones, lo penetra y lo
sostiene. Cada ínfimo elemento de la totalidad es atravesado por esta energía
impersonal, sin condición, sin límite. Ella es el espacio vibrante de la vida, silencioso y
vacío.
El amor es esta energía que “mueve el sol y las demás estrellas” (último verso de la
Divina Comedia de Dante). Por lo tanto no puede provenir de la voluntad personal, del
conocimiento, de la ascesis. No se puede someter a nuestros deseos egóticos.
El amor no pide nada, no exige nada. Es solamente una expresión de alegría que brota
perpetuamente, esencia de la vida. No puede ser fuente de sufrimiento. Solamente el
apego lo es.
Lo buscamos sin cesar cuando siempre es presente. Todo el mundo lo busca, incluso los
que parecen rechazarlo. Nuestras búsquedas son torpes, confusas, porque son dirigidas
bajo la autoridad compulsiva de nuestros egos. Intentamos amar… cuando somos el
amor que buscamos. Él es la naturaleza de la vida, es lo que somos. Por lo tanto no
podemos tenerlo, poseerlo. Nuestros egos no podrán nunca abrazar esta energía, siempre
quedarán decepcionados. Sólo podemos responder espontáneamente a su vibración
desde nuestro propio corazón que vive al ritmo del Corazón cósmico.
Es esta obsesión de la búsqueda de amor que nos aleja de la presencia continua del
amor.
La búsqueda sólo puede apaciguarse cuando el amor es reconocido por lo que es. Así
que nos invita a interiorizarnos, a volver a su fuente silenciosa. Entonces lo vemos en
cada cosa…
Siempre es presente y se revela como la trama de la vida, lo que sostiene el universo en
el silencio de la conciencia, liberado del ruido del yo y de la mente.
A menudo atribuimos al amor una coloración sentimental. Lo vemos donde sólo existe
una dependencia afectiva o un apego exclusivo a un ser. Este supuesto amor se nutre de
nuestras esperanzas, de nuestras demoras, de nuestras necesidades de protección, de
nuestros deseos de poseer o dominar al otro. Exigimos de él que satisfaga todos nuestros
deseos, nuestros sueños, nuestras ilusiones de seguridad. Nos esforzamos para que entre
en el mundo conflictivo de nuestros pequeños yoes crispados por miedos y heridas. El
amor no está a nuestro servicio personal.
Es ausente donde hay espera, posesión, sed de seguridad, necesidad de poseer. La mente
manipuladora e inestable no lo alcanza. El amor está fuera de todo dominio mental. Es
libre, como la vida.
Es la necesidad egótica de seguridad que crea este desierto que nos empeñamos en
llamar amor. Pero el amor sólo puede expresarse cuando la ilusión de un yo distinto ya
ha sido trascendida. El amor no fuerza la entrada del caparazón forjado por el ego. No
es la expresión de un proceso mental y no se puede provocar. Nos penetra libremente
cuando ya no hay alguien que persigue algo, cuando la mente se apacigua, cuando
estamos profundamente en el corazón de la vida. Se ofrece a nosotros en cuanto el yo se
olvida de él mismo dentro del espacio de paz que se desvela.
Permanentemente bloqueamos su movimiento intenso al expresarnos por medio del
temor o del rechazo. No sentimos que estamos unidos a la totalidad, nos percibimos
como seres separados, aislados, agredidos por un mundo hostil que no corresponde a
nuestros deseos. Nos aislamos, nos cerramos a la energía que anima al universo. Nos
apegamos a unos seres, pero nos falta la confianza que es la expresión espontanea del
amor. Somos incapaces de abrirnos, sin motivo, en una atención sensible renovada de
instante en instante, que desvela nuestra vulnerabilidad pero también nuestra grandeza.
Cuando estamos en esta acogida, encontramos el amor en cada segundo de nuestra
existencia, en cada detalle de nuestra vida cotidiana, un gesto tierno, una escucha
paciente, una palabra agradable. El amor se encuentra en el respeto del camino de cada
uno, en la atención sensible al sufrimiento del otro, en los cuidados a un cuerpo
debilitado, en la aceptación de la impermanencia en el corazón de los seres y de las
cosas. Es en el seno del silencio de nuestro ser profundo que el amor es percibido.
Sentimos que emerge de este silencio, nos atraviesa y se difumina libremente alrededor
de nosotros. Cuando dejamos que esté en contacto directo con nuestros espacio interior,
en la humildad del yo, se despliega, alcanza a cada ser encontrado y vuelve, inalterado a
su fuente. Esta energía es de una intensidad increíble, sin embargo su vibración nos
penetra con dulzura. Nos sentimos entonces tan inmensos que ya no podemos infligir
sufrimiento a los demás, ni a nosotros mismos. Vivimos sin miedo. Tenemos una
mirada unificada sobre los seres humanos, los animales, la naturaleza, la vida. Estamos
en una percepción de presencia continua, de no separación. La paz se instala en esta
fluidez del presente continuo. Cada acontecimiento es vivido en una apertura sin
condición. Lo absoluto es aquí, en este instante. No es otra cosa sino esta energía de
amor que nos lleva y nos penetra.
En cada segundo nos movemos en un océano de amor, mucho más grande y profundo
que nuestra mente, sin embargo su realidad no es percibida. Es nuestro estancamiento
egótico que nos da la ilusión de estar separados de la corriente universal y propaga el
caos en la tierra. Es la profusión compulsiva de ideas para solucionar los problemas del
mundo que nos extravía. En cuanto nos abrimos, apartando nuestras crispaciones
egocentradas, se despliega lo que siempre ha existido: el amor, la expresión del Sujeto
último de lo absoluto, de la unicidad.
No experimentamos lo suficientemente esta potente vibración que nos lleva. No
obstante todo es recorrido por esta sola y única energía. Nunca y en ningún lugar
podemos estar fuera del amor. En cuanto lo manifestamos, despertamos a la unidad de
la vida. Lo vemos en todo lo que existe; tenemos una visión global, integrándolo todo,
sin escoger, sin discriminar. Hemos encontrado la esencia de cada cosa y la alegría
suprema es presente. Ningún conflicto puede ya presentarse. El amor no tiene opuesto
porque es la vida misma, una, infinita, que se cumple libremente en ella misma. Dejad
que el amor se despliegue a diario y la vida se revelará ligera.
La vía directa para realizar la identificación con el Ser verdadero es el amor. Es la
llamada inmediata al despertar, al brotar espontáneo de la realidad, a la presencia.
Permite cumplirse totalmente, estabilizando la realización. La intensidad de su energía
barre todos los residuos de las experiencias pasadas. El amor es indisociable de la
renunciación que conduce a la indiferenciación.
La vía de amor es libertad porque la Gracia es libertad. Libertad y amor son uno. Es lo
que se me permitió realizar en un impulso de confianza absoluta seguido por la
absorción en el vacío y el silencio cósmicos, desvelándose así el conocimiento que
emanaba de esta absorción. Nos descubrimos siendo la energía misma del cosmos,
libres con su libertad… Este conocimiento es la luz misma de la conciencia. En mi libro
“No tengamos miedo a morir “, escribía : “ el amor que eleva también para convertirse
en poder de conocimiento, el amor que nos impregna totalmente y dirige el ser hacia el
conocimiento intimo y profundo de lo que ama . Este conocimiento sólo es posible
cuando un vínculo lo suficientemente potente nos une, en la renuncia a si mismo. Esta
unión absoluta, inalterable, es la consagración de la manifestación de nuestro ser
profundo en su experiencia terrestre de forma finita.”
El despertar a la realidad
El buscador de la verdad es un ser de pasión, entusiasta, audaz, perseverante, que deja
que la vida se manifieste plenamente en él, dejando que circule libremente a través de su
propio espacio. Este espacio es tranquilo porque está despejado, vacío de cualquier
representación objetiva.
“Se necesita un corazón ardiente dentro de una paz vacía y silenciosa” nos dice el
Maestro Eckhart .
La realidad no puede ser vista mientras no hayamos renunciado a nuestras
identificaciones falsas, mientras el despojamiento necesario no haya sido llevado a
cabo, mientras no hayamos comprendido que nada nos separa de nuestra esencia; es
solamente nuestra mente que fabrica esta idea de distancia, que crea etapas y metas por
alcanzar.
Por lo tanto, la realización es inseparable del despojamiento, de la desnudez del ser. El
despertar presupone dejar de lado un yo actor, el desvanecimiento de el que desea la
iluminación.
No ocurre nada mientras existe esta entidad que quiere conocer la respuesta a la
pregunta: ¿ quién soy ¿ El despertar no puede ser provocado por un ego, él mismo
objeto en este mundo fenoménico. La realidad intemporal tampoco puede ser
descubierta por una mente siempre en movimiento, que se nutre del tiempo. Cualquier
búsqueda es en vano, porque es mental y sólo puede provocar un estado psíquico
particular. Ahora bien, el despertar no es un estado especial: es el retorno a la fuente de
nuestro ser. Esta realidad siempre es presente pero solamente podemos verla cuando se
detiene la mente. Entonces el tiempo se detiene. La realización de nuestra naturaleza
eterna es ahora posible: estamos en la pura presencia, sin la espera del gran salto fuera
del tiempo.
El despertar es la realidad que se revela desde ella misma hacia ella misma. En este
instante ya no hay ni cuerpo ni mente. Es el reconocimiento por la conciencia de lo que
es, reconocimiento instantáneo, directo, sin intermediarios conceptuales. La conciencia
se capta ella misma, en un impulso impersonal. Hay una fuerza misteriosa que permite
este retorno hacia la fuente, este movimiento de la conciencia que penetra en ella misma
y reconoce, maravillada, su naturaleza.
Anteriormente, enseñanzas, lecturas, meditaciones habrán podido parecer necesarias
para disolver el velo egótico y volver la mente transparente, para estimular la atención y
la perseverancia como si se tratara de llamadas de gracia. No obstante, la gracia se da
sin condición y sin esperar nada. Todo es posible en cualquier momento. El despertar
siempre es repentino y sin motivo.
No es una experiencia, inscrita en el tiempo y forzosamente dual, con alguien que
experimenta y un objeto de experimentación. Por lo tanto, no hay que hacer nada
particular, ningún esfuerzo en concreto. Al contrario, el despertar pone fin a la creencia
en este concepto de una individualidad autónoma implicada en una actividad personal.
En cuanto la mente entiende la futilidad de su deseo, se produce una renuncia propicia a
la acogida. Los cuestionamientos, las proyecciones y los deseos se resorben. Hemos
transcendido todos los miedos. Estamos dispuestos a darlo todo, a perderlo todo, sin
posibilidad de retorno. Estamos preparados… pero no es nuestra acogida que crea la
gracia. No hay causa para que se dé la gracia.
Este salto fuera del tiempo se efectúa en el vacío silencioso. Uno no vuelve de este viaje
último. El retorno aparente a este mundo va más allá de la dimensión relativa del
espacio y del tiempo, que solamente es activa para la supervivencia del cuerpo y el
funcionamiento armonizado de la mente. La muerte de todo lo que ha sido, la absoluta
desnudez interior permite quedarse en esta profundidad donde todo es percibido como
movimiento de la conciencia. El reconocimiento de la realidad absoluta no se manifiesta
a través de discursos, prodigios o acciones que buscan convencer, tampoco a través de
la soledad. Tan solo queda el Amor.
A diario, esto se expresa en meditación constante, cualquiera que sean las
circunstancias, con paz, con paciencia, con bondad, con humildad, con una atención
amable hacia los que no viven esta libertad. El reposo es constante. No es un cese de la
actividad sino un acuerdo sutil con la vibración cósmica.
La realización de nuestra naturaleza es libertad. Una vez vista la última realidad, ya no
existen identificaciones erróneas, ni reglas creadas por una mente que ya nada puede
perturbar. La mente está restablecida en su unidad, ella también testigo, en armonía con
lo que la contiene, la conciencia que abraza al universo entero. Ya no busca nada en el
“exterior”, no se extravía persiguiendo objetos. Los pensamientos no desaparecen pero
su aparición es objeto de una mirada neutra, libre de ellos.
Todo lo que se vive se integra en la unidad realizada, fundamento último de la vida.
Sí, el despertar produce un cambio en la mirada. Como ya no se identifica con lo
percibido, se da cuenta de que es el continente de todas las percepciones. Esta mirada
abraza a la totalidad, en el seno mismo de nuestra vida cotidiana dualizante.
Nuestra conciencia implicada en una forma humana se ha vuelto conciencia impersonal,
y eso explica esta unidad reencontrada con el cosmos, con el conjunto de la
manifestación percibida como una aparición en el seno de este campo infinito. Y la
unicidad es alegría…
Separación y causalidad han desaparecido. La dualidad es vista como una ilusión unida
a la manifestación, la multiplicidad como una apariencia, un reflejo de la fuente. El
reflejo ya no se confunde con la fuente que él refleja. La conciencia ya no se “pierde” en
los fenómenos porque sabe de manera irreversible que es la luz que permite ver estos
fenómenos. Lo que somos es luz. Siempre está presente, y nada nos lleva hacia ella.
La unidad se ve en la multiplicidad, la no- forma en la forma. Ya no hay sensación de
diferencia: soy tu sufrimiento, soy también el espacio sin sufrimiento, en una misma
vibración. La realización es esto, vivir en la no-separación en la visión global, unitiva de
la vida, sin diferencia entre la fuente y la expresión, entre lo indiferenciado y lo
manifestado, entre la realidad absoluta y la realidad relativa. La vida es una. Se vive
instantáneamente, como una fuente brotando eternalmente y como un pasaje transitorio
a través de formas limitadas.
La única traba a nuestra realización, y el origen de nuestros tormentos, es creernos
separados, distintos del resto del universo. El único cambio corresponde al hecho de que
tenemos desde ahora una mirada unitiva sobre la vida. La mente en reposo ya no divide
el mundo y ve en cada cosa el funcionamiento de la totalidad.
En el vacío de la mente silenciosa, en la humildad de un yo que se desvanece nos
abandonamos al flujo suave y potente de la energía de la vida. Su origen luminoso no
tiene contrarios. Es esa realidad que nos empeñamos todos en descubrir detrás de las
oposiciones de este mundo. Aspiramos a realizar esto que percibe directamente, con
claridad, que nos hace penetrar en lo más profundo de cada acontecimiento. Para
descubrirlo hay que atreverse a lanzarse sin miedo en la aventura de la vida, aceptar con
todo nuestro ser su movimiento en apariencia contradictorio, penetrar intensamente en
el corazón de lo que es en cada instante.
El acceso a la realidad no está separado de nuestra vida cotidiana. Todo lo que aparece
es la expresión de la energía cósmica, pura en su esencia. El sentido de nuestro destino
terrestre es ir a la fuente de esta energía, ir hacia la morada oculta donde nos
descubrimos uno, en un espacio infinito de luz y amor. Solamente la conciencia liberada
de la identificación con una entidad distinta puede percibir claramente la totalidad.
Estamos permanentemente en contacto con todas las manifestaciones de vida en el
universo y cada uno de nuestros actos tiene una resonancia cósmica. En cuanto estamos
en conciencia en el corazón de la vida, en cuanto expresamos plenamente lo que somos,
tenemos una visión global de la vida.
Esto es el despertar a la realidad: ser percepción global, mirada-espejo de la conciencia,
presencia a todo lo que vive y presencia de sí mismo, cualesquiera que sean las
innumerables experiencias que se presentan. Bien y mal, salud y enfermedad, vida y
muerte ya no están separados. Hemos logrado la unidad. Nos sentimos reconciliados y
libres, felices sencillamente porque vivimos. Estamos en comunión con todo lo que
existe, con todo lo que aparece en el campo luminoso de nuestro espacio.
La inteligencia de la vida ya se expresa como lo desea, sin trabas. En esta ausencia total
de identificación, lo que es de toda eternidad puede aparecer. Es la conciencia
contemplada por la conciencia.
“El Sí mismo, cuya maravillosa esencia es luz, por el juego impetuoso de su libertad,
primero oculta su propia esencia, para luego, repentinamente o paulatinamente,
revelarla de nuevo en su plenitud. Y este advenimiento de la gracia es enteramente
independiente.” Abhinavagupta –
El Sujeto último: la Conciencia
Nada puede decirse acerca de la conciencia. En cuanto hablamos de algo, o pensamos
en algo, creamos una distancia, una separación. No obstante, la conciencia es lo que
somos, nuestra verdadera naturaleza y la fuente de todo. La mente no puede captarla, ni
explicarla, ya que el Sujeto último no puede pensarse. Está más allá de las
formulaciones. Por lo tanto es imposible pensar en él, meditar sobre él o imaginárselo.
Solamente podemos emplear palabras evocadoras para decir lo no calificable: energía,
luz, silencio, vacío. Hablaremos pues de una representación mental de la conciencia.
Somos la conciencia. Porque creemos que esto debe experimentarse, intentamos
alcanzar esta realidad. Pero la conciencia no puede ser experimentada. El mundo y
todos sus fenómenos pueden ser objeto de una experiencia, nunca la conciencia que los
contiene.
Creemos conocernos a través de todos estos objetos de percepción de la conciencia
como el ego, el pensamiento, la sensación. Vivimos teniendo siempre conciencia de
algo. Pero los objetos no tienen realidad sin un sujeto que los observa. Este sujeto, el Yo
último, no puede ser percibido. Nunca podemos objetivarlo. En vano lo buscamos en los
pensamientos, las emociones, las sensaciones que solamente son sus reflejos, sus
expresiones temporales. La conciencia no puede ser asociada con nada aparente, no es
perceptible por los sentidos, no puede ser captada por el pensamiento. Se manifiesta a
través de ellos pero permanece desapegada. Si nos olvidamos de ella sigue estando aquí.
No podemos alejarnos de nosotros mismos. Así que, dejemos que se abandone a ella
misma. Aunque no pueda ser objeto de percepción para ella misma, sabe reconocerse.
Aceptemos el hecho de no poder encontrarnos en la proyección, en la sensación
corporal, en la comprensión o en la percepción mental. La conciencia es lo que somos
más allá de los movimientos que van y vienen.
A causa de la identificación con el cuerpo, el yo que es objeto de percepción como los
otros objetos, se toma por el sujeto autónomo que actúa. Cuando la realización repentina
pone fin a la creencia de que hay una individualidad autónoma que busca y actúa, nos
queda una mirada testigo, neutra, una observación. Este darse cuenta de que somos
conciencia no es una experiencia que necesite de alguien. Surge cuando la
experimentación se detiene por ella misma, en el momento en que el sujeto se reconoce
como el espacio en el seno del cual todo aparece. La conciencia es entonces conciencia
de sí misma, pura, vacía, ya no es conciencia de algo. Cuando experimenté la “muerte”,
mi conciencia se realizó espacio infinito, conciencia universal. Estaba viva,
completamente viva. Incluso cuando no somos conscientes de algo, lo que somos
verdaderamente no deja de ser. Es porque no hemos realizado nuestra verdadera
naturaleza que creemos que nos morimos cuando el cuerpo desaparece o que los
pensamientos se paran. La conciencia no es un estado. Es la esencia de la vida, es
eterna.
Es por la conciencia que todo es percibido. Ella ve el espectáculo del mundo
manifestado por ella misma en un campo que no es otro que ella misma. Esto no
significa que este espectáculo sea irreal, pero es falso considerarlo como una realidad
absoluta, es decir que existe por ella misma. Todas las percepciones, todos los objetos
no pueden existir sin una energía luz que los alumbra: la conciencia.
La totalidad de la manifestación es una aparición en la conciencia . Todo lo que es
percibido, visto, aparece en ella. Cada pensamiento, cada acontecimiento es un
movimiento en la conciencia, provocado por ella. Todo es objeto para la conciencia, el
Sujeto último no conocible.
El hombre es parte de lo manifestado del mismo modo que el mundo. El mundo no ha
sido creado para el hombre. Los animales, las plantas, la tierra no son diferentes de
nosotros, aunque no vivan del mismo modo. Todo participa de la misma expresión. La
conciencia es una y lo abarca todo. Las diferencias sólo existen en la mente.
En cuanto se para la conceptualización la paz es presente, el silencio, la percepción
pura, porque solamente aflora la conciencia. Es pura presencia. La energía de su juego
puede obrar libremente cuando todo nuestro ser expresa con evidencia esta pura
presencia.
La conciencia es omnipresente, en cada criatura, en la naturaleza y en la tierra.
Cuando entendemos que todo es ella, la carga de los cuestionamientos y de los
sufrimientos es enseguida abandonada. Todos los movimientos de la vida son
percibidos por lo que son, manifestaciones en un tiempo y en un lugar dados. Vemos
que todo lo que nace y muere es el reflejo de nuestra verdadera naturaleza, inmutable.
Somos todo. La cuestión de la diferenciación entre bien y mal, limitado e infinito,
servidumbre y liberación ya no se plantea. Está claro que el universo es una única y
misma sustancia y que somos inseparables de él. Cuando nos encontramos con alguien,
cuando vemos algo, nos encontramos y nos vemos a nosotros mismos. Es una misma
realidad, un mismo espacio vacío. La conciencia es este espacio vacío. A causa de la
existencia de formas variadas, el espacio interior parece diferente. Pero, cuando la
forma desaparece, el espacio interior se vuelve uno con el espacio universal. Siempre ha
sido así…
En nuestra dimensión terrestre, dejamos que nuestra conciencia funcione como una
entidad condicionada por lo que manifiesta. En cada experiencia, este espacio de
percepción se identifica con el cuerpo y genera el sentimiento de un yo.
Incansablemente, nuestra mente formula juicios sobre la multitud de fenómenos que
aparecen, neutros en su fuente. Nuestra existencia se vuelve una sucesión de deseos y
miedos, una lucha, en definitiva. Cuando todo lo que surge es la vida misma, pura en su
esencia, que se ofrece a nosotros por y en la conciencia. Todo emerge desde este
espacio y se desarrolla en este espacio. Se trata de entender que nada depende de algo
exterior creado por la mente. Cada fenómeno está dentro de nosotros, como expresión
visible de la realidad una. El destino que es una sucesión de circunstancias unidas al
tiempo, emana de este espacio vacío. Así, cada acontecimiento es importante y debe ser
considerado como una bendición. Debemos acoger todo en el silencio de nuestra
conciencia intemporal. Todo emerge desde allí y volverá allí en el movimiento perfecto
que es.
Nuestra individualidad es un reflejo en la energía luz. No soy el reflejo: Soy la
conciencia. No es la conciencia que se dice sujeto, porque en ella no hay ninguna
separación. Ella es todo, la sustancia de todas las manifestaciones. No hay ninguna
distinción fundamental entre lo absoluto y el mundo manifestado. La última realidad y
sus objetos de expresión son uno. Todo lo que existe es la conciencia, en la cual todo
surge.
Cuando toda la manifestación es percibida como una aparición en el seno de la
conciencia, la mente ya no busca nada en el exterior. ¿En el exterior de qué? Está
incluida ella misma así como los objetos que persigue. “Yo” es presente en todo y todo
está en Él.
Nada está separado de la conciencia. Por este motivo no podemos objetivarla. Todo lo
que puede ser experimentado o incluso solamente observado, no es la conciencia ella
misma. Incluso cuando el silencio es percibido, no es lo que somos. Es un reflejo, una
emanación. Lo que somos verdaderamente es la percepción ella misma, la observación
ella misma, en la ausencia de observador y observado.
La conciencia es observación y a ella no le sucede nada. Nunca es alterada, pase lo que
pase, sea cual sea el acontecimiento que experimentamos o el sufrimiento que sentimos.
Somos esta observación inmutable y no el espectáculo que se desarrolla continuamente
y al cual nos identificamos por error. El mundo puede desaparecer en este instante. La
conciencia es. No está unida al mundo, no se preocupa del final de los fenómenos o de
las formas de vida. Nunca se ve afectada por los cambios, las desapariciones, por todo
lo que refleja. Siempre conserva su naturaleza indiferenciada, incluso a través de sus
expresiones limitadas. Es el continente de la totalidad de lo manifestado y también de lo
no manifestado. Cuando es sin objeto, es conciencia infinita, impersonal, sin forma, sin
causa. También se la puede llamar vacío, plenitud, silencio. Es lo que somos de toda
eternidad.
Somos, en este mismo instante, este receptáculo sin límite, luminoso, intemporal, esta
vacuidad silenciosa en el seno de la cual todo se produce. Somos en esencia en cada
cosa, los unos dentro de los otros en el seno de una misma sustancia cósmica. No hay
nada que alcanzar de lo cual estemos separados.
Cuando el espacio está libre de la mente divisora, cuando es apacible, totalmente
abierto, la conciencia aflora y nos hace percibir la realidad última dentro de la multitud
de los fenómenos que se manifiestan. Esta parte eterna se revela en cuanto todo nuestro
ser se abandona a lo que le es propuesto. No está unida a nuestra personalidad, no
depende de nuestros pensamientos, tampoco de nuestros actos. No tiene nada que ver
con nuestro sufrimiento, ni con nuestra espera de la felicidad. Ella es el flujo
ininterrumpido presente en todas las formas, este testigo que observa en silencio todo lo
que aparece y desaparece en su campo. No tenemos que hacer nada sino descubrir
dentro de nosotros esta fuente silenciosa que resplandece bajo las dimensiones infinitas
del universo y absorbernos en ella.
“Oh tú que buscas el camino, vuelve sobre tus pasos, pues dentro de ti es donde se
encuentra el secreto “. (Ibn Arabî)
El funcionamiento de la mente
La mente es, a la vez, la causante de todas nuestras preocupaciones, alimentando deseos
y angustias, creando el concepto de un yo separado, y la llave que nos permite
comprender este viaje terrenal emprendido por la conciencia. No se la puede condenar
en si misma ya que puede ser un aliado y permitirnos entender que no somos tan solo
este flujo mental.
Sin embargo la hemos dejado ejercer un dominio absoluto sobre la vida y parasitar el
conjunto de nuestras existencias.
La mente se agota queriendo cambiar lo real fabricando ideales, creencias y certezas,
formando una representación de lo que es, paralizando así el movimiento perpetuo de la
vida. Crea esta realidad terrenal, constituida por ilusiones de las cuales se ha llenado,
establece el yo y el mundo fuera del yo, el sujeto que pensante y el objeto pensado, sin
realidad autónoma. Pensar desplaza la mirada hacia el objeto. La actividad mental nos
proyecta hacia los objetos, y crea la creencia de una separación, de una distancia,
desplegando su energía en el tiempo. Estamos tan acostumbrados a dirigir nuestra mente
hacia el exterior, hacia los objetos que la retienen y la distraen que solamente vemos lo
que la llena. La dejamos ejercer sin cesar una presión sobre cada cosa que se presenta,
creyendo controlarla reteniendo ciertos aspectos y rechazando otros. Nos lleva a vivir
con la ayuda de conceptos en lugar de dejar que la vida se realice a través de nosotros.
Obstruida por todo lo que acumula, es incapaz de reflejar la situación del momento
presente tal como es.
La mente nos enseña la diferenciación. Está implicada en toda experiencia de dualidad.
Funciona por comparación y oposición.
Nos identificamos con esta diferenciación, la pensamos como si fuera el fundamento de
nuestra realidad.
Sin embargo, no hay dualidad: los dos polos no están separados sino en interacción.
La mente es la causante de la separación entre dos opuestos que son inseparables, que
no pueden existir el uno sin el otro en la expresión de la vida. Está condicionada para
excluir lo que parece inaceptable. La interdependencia de los opuestos es el fundamento
mismo del movimiento de la vida. Nuestro problema nace cuando intentamos suprimir
uno de los dos opuestos.
La dispersión, la sumisión a las distracciones incesantes que alimentan el flujo de
pensamientos, la ausencia de descanso, de estabilidad, la búsqueda perpetua es lo que
caracteriza habitualmente nuestra mente y la vuelve permanentemente ansiosa y
cansada.
Está casi siempre dividida, deseo o rechazo. Las opiniones incesantes hacen que nuestra
existencia sea compleja. Comparamos, cogemos o rechazamos. Excluimos cuando la
vida lo incluye todo. Cada acontecimiento ha de pertenecer a una categoría. Nuestra
mente atrapada en la dualidad y la temporalidad sólo sabe juzgar si un acontecimiento
es feliz o infeliz. Es incapaz de captar en profundidad la realidad de una situación, e
incapaz de percibir la inteligencia infinitamente extensa que preside al enlace de las
circunstancias.
Olvidamos la unidad o la buscamos con el pensamiento estructurado yo/otro, sujeto,
objeto.
Para trascender la división, la mente debe reconocer la limitación de la relación
sujeto/objeto, y luego sus propias limitaciones.
Podemos ser conscientes del funcionamiento de nuestra mente. Por lo tanto, no
podemos ser esta mente que nos arrastra hacia donde quiere en sus creencias, emociones
y sufrimiento.
La mente es una función, no lo que somos. Aceptar que sea sólo un instrumento, el del
ser profundo, la conciencia.
Hacer que mire hacia dentro, no con esfuerzo, sino como un movimiento natural en el
seno de la conciencia.
La naturaleza de la mente es movimiento. No hay que esforzarse en bloquear este
movimiento ya que el pensamiento es un medio de experimentar la vida y este esfuerzo
es únicamente mental. Todo esfuerzo para controlarla solamente puede hacer que se
vuelva más hábil y conducir al fortalecimiento del ego.
No se trata de ser sin mente, sino de estar libre de la mente. O sea, no ser únicamente un
conjunto de deseos y miedos.
No hay que oponerse al movimiento natural del pensamiento, pero hay que dejar de
alimentarlo considerándolo como real y ver que su fuente está vacía. Somos este espacio
silencioso y vacío en el seno del cual el pensamiento aparece. Esta Realidad última está
fuera del alcance del pensamiento.
El cuestionamiento sobre el sentido de la vida y sobre nuestra verdadera naturaleza nace
necesariamente de la búsqueda de la mente. Pero sólo puede preguntar, y rápidamente
conceptualizar y por lo tanto dudar. No puede dar la respuesta: la realización de la
Realidad no puede ser objetivada, el Sujeto último no puede ser objeto de conocimiento.
En su búsqueda, la mente puede entender hasta cierto punto la naturaleza de la Realidad,
pero no puede realizarla. Si encuentra una respuesta, sólo puede ser ella misma, y en
esta ilusión creada, va a concebir una realidad mental que luego se empeñará en
explicar.
En cuanto se para la conceptualización, la percepción pura emerge. Con ella, la paz. Ella
es nuestra naturaleza original. Las dificultades y el sufrimiento aparecen cuando ya no
estamos en contacto directo con el flujo de la vida, cuando la mente pone una distancia
entre lo que piensa vivir y la realidad.
Podemos muy bien vivir sin una actividad mental incesante, acogiendo las percepciones
tales como se presentan, sin analizarlas o juzgarlas, sin fabricar imágenes.
Que haya simple observación de cada fenómeno, pensamiento, emoción, sentimiento,
sin calificaciones, sin juicio.
Observar no es analizar. Solamente una atención aguda y sensible de los mecanismos de
la mente, de sus esquemas repetitivos y condicionados. La atención que acoge es una
posición de mirada neutra. Acogemos todo lo que se presenta a nuestra mente, un
conjunto de fenómenos vistos por la luz de la conciencia.
¿Quién observa? Nuestro ser profundo, que demuestra en esta observación que él no es
la mente. No podemos verle este ser verdadero, no podemos conocerle como un objeto y
conceptualizarlo.
Es aquí donde reside el problema para nosotros cuando vivimos identificados con la
mente.
Los pensamientos se sostienen únicamente por nuestras identificaciones.
Ser testigo de nuestros pensamientos, sin identificación.
Observar no desencadena una sucesión de pensamientos. En la observación, la energía
de la mente se tranquiliza. Apacigua su funcionamiento parásito, vuelve a su justo lugar,
ya no nos lleva a reacciones de miedo, de agresión o desánimo. Un desapego surge y la
energía ya no alimenta a la mente sin cesar.
Su funcionamiento disminuye por si mismo, sin coacción, por la sola observación de sus
movimientos. Se tranquiliza a través de la atención, sin esfuerzo. Ve sus limitaciones, se
vuelve humilde, receptiva, abierta. Sigue funcionando, pero los pensamientos brotan del
silencio, nuestra realidad profunda, no del intelecto. Los pensamientos aparecen,
desaparecen, percibimos su naturaleza vacía, simples reflejos en el campo de la
conciencia. Entonces ya no hay traba al fluir de la conciencia pura y la verdadera
inteligencia puede obrar.
A partir de aquí la intuición emerge: es la respuesta inmediata a la vida, sin el
intermediario de conceptos. Viene del corazón, no del intelecto. Capta la realidad de
manera sintética, en la coexistencia de los polos.
La mente puede tener cierto conocimiento de la inteligencia que sostiene la vida, pero
no puede tener de ella un conocimiento total. Es parte del mundo fenoménico.¿ Cómo
podría ir más allá de los fenómenos, abrazar lo que la abarca? Lo que es infinito, sin
forma, no puede ser abarcado por la mente, siendo ella misma el obstáculo a la
respuesta que busca. Que lo reconozca, en una humildad reencontrada, es su única
realización posible.
Y estará en reposo, establecida en su fuente, transparente, sin juicio, sin opción. Entera,
sin ningún conflicto, se convertirá en el instrumento del funcionamiento de la vida en su
globalidad.
Lo que hay más allá del pensamiento sólo lo sabemos cuando el pensamiento se detiene.
El pensamiento es impotente a la hora de descubrir la verdadera naturaleza de la vida,
porque es memoria y tapa la realidad, el brotar siempre nuevo del movimiento de la
vida. Con sus esquemas repetitivos encubre el juego libre de la vida.
La mente está hecha de pasado y de su reactualización en la proyección hacia el futuro.
Siempre en movimiento, no puede captar el momento presente. En cuanto interviene, el
contacto con el momento presente se rompe. El proceso del tiempo psicológico se ha
puesto en marcha. Entonces todo se mira a partir de la memoria y todo es evaluado a
partir de condicionamientos. Cuando la mente se calla, el tiempo se detiene. Estamos en
el momento presente, o sea en la Realidad. La realización de nuestra intemporalidad, de
nuestra verdadera naturaleza es entonces posible. Realizada la última realidad, ya no
existen reglas, ni ilusiones creadas por una mente que ya nada viene a turbar. Descansa,
sin división, en armonía con el flujo de la vida, con la fuente de cada cosa.
La conciencia se refleja tal como es, pura, sin deformar, en esta mente estable, relajada,
calmada. El reposo es lo que somos de forma natural.
En esta visión global de la Realidad, la mente en reposo deja brotar y después
reabsorberse lo que se presenta, sin conceptualizar, sin dividir nada.
Entonces, la energía del amor puede fluir.
El ego y sus deseos
El ego es un elemento funcional que existe mientras existe este complejo cuerpo-mente.
Tiene una existencia fenoménica. Así que no se trata de suprimir algo. Esta entidad es la
vida que se expresa en esta dimensión terrenal y temporal, a través de aptitudes y
características relacionadas con este cuerpo-mente. Es una expresión natural de la vida.
El problema surge cuando el ego intenta adueñarse de esta expresión y dice: soy yo
quien decide, quien actúa. El sentimiento de un yo actor, de una identidad separada que
actúa, es la identificación con este cuerpo-mente, con lo que es solamente una expresión
temporal del verdadero Sujeto. Esta identificación implica la creencia en un actor que
sería el creador de los pensamientos y de los actos. Puede serlo temporalmente, pero al
final, siempre decide la vida.
El sentimiento obstinado de un yo autónomo nace de la afluencia incesante de
pensamientos, emociones, experiencias que consideramos nuestros, convencidos de que
el yo está en su origen. Sin embargo los pensamientos y las experiencias son
impersonales si no nos adueñamos de ellos.
La creencia en un actor es un concepto nacido de la presencia del cuerpo. La mente
maravillada por lo que experimenta, se apoya en él, reforzando así la idea de un yo que
vive personalmente todas estas experiencias a medida que se desarrolla su historia
existencial.
Hay que disolver este concepto que pertenece a la construcción mental dual, esta idea de
un yo separado y actor, y no la expresión natural de la vida, reflejo de la fuente. Las
tentativas para reprimir esta expresión de la vida están en el miedo frente a ella, un
pensamiento que refuerza el concepto de ego y exacerba la identificación. De nuevo es
el ego que se rechaza a sí mismo, que actúa y se refuerza en esta acción. La vida, ella,
no busca rechazar sus expresiones. No excluye nada, lo incluye todo.
Es la mente con su repetición de memorias, que tiende a condicionar y a cristalizar la
energía de esta expresión de la vida, manipulando la realidad para someterla a los
deseos proyectados por el ego. Los deseos fabricados representan un atractivo para la
mente en este mundo de objetos. De esta manera, un yo se siente existir, en el apego, la
posesión, el dominio. Sin esta apropiación permanente, el yo no es nada. El vacío es la
naturaleza misma de la manifestación. Cada forma es vacío.
En cuanto ha obtenido lo que deseaba, el ego sale en seguida en búsqueda de una nueva
posesión, de un nuevo apego con la memoria de lo que acaba de perder o de ganar, con
la cristalización de sus deleites y de sus heridas. El miedo a perder genera tensiones
interiores, conflictos con los demás y por consiguiente sufrimiento. Sólo miramos la
vida desde esta entidad repleta de deseos, miedos y resentimientos. Esto limita
considerablemente el potencial de nuestras existencias. Somos incapaces de tener una
visión global de la vida. Un ego fuerte que proyecta sin cesar deseos de apropiación, de
dominación, es fuente de complicaciones porque nos impide armonizarnos con el flujo
energético del universo. Los problemas actuales del mundo están relacionados con estos
comportamientos egóicos reforzados.
Nuestras individualidades se identifican con los deleites y pesares que se presentan,
aferrándose a unos y rechazando a otros, y así bloquean el flujo de la vida, impidiéndole
desarrollarse según su propia inteligencia. Los deseos generados por este yo que se toma
por un actor nos dispersan en este mundo de fenómenos y crean el hábito de
identificarse con lo que vemos. El deseo nace en cuanto la vivencia no corresponde a lo
que espera el ego y mientras es presente la ilusión de separación con la realidad. Poco
importa que el deseo sea elevado. El deseo siempre supone la presencia de un yo
centrado en él mismo, a la espera de un resultado, una gratificación, y que se siente
herido si no recibe lo que espera. El fundamento del sufrimiento es: deseamos algo
diferente o que no está.
Nuestras heridas son proporcionales a nuestra creencia en la realidad de esta idea de
individuo separado y actor, y del apego que le tenemos.
En cuanto la realidad es vista como lo que soy, ¿dónde está el deseo?
El cambio de visión es un cambio de perspectiva sobre uno mismo, un retorno a su ser
profundo, a la fuente. Para encontrarse, hay que aceptar dejar morir todas las
expresiones de la vida. No hay nada que añadir, sino quitarlo todo. Es el deseo de
permanencia de un yo en el seno del movimiento incesante de la vida que nos hace
sufrir tanto. Nuestro sufrimiento se aleja por si solo si sabemos morir cada día a
nosotros mismos y a todo lo que se presenta. Vivir, es abandonarse a este movimiento
de renuncia que la vida nos invita a efectuar para así cumplirse plenamente a través de
nosotros.
La apertura al espacio de libertad donde todo tiene lugar, donde la vida toma conciencia
de ella misma, sólo puede producirse si morimos a todo lo que se manifiesta, a todo lo
que se apega nuestra mente y que obstruye este espacio, a todo lo que llena nuestro ego
y hace de pantalla a la tranquilidad original de nuestro ser verdadero.
Esta renuncia es insoportable para el ego nutrido por los deseos. No obstante, en cuanto
el funcionamiento egocéntrico ha sido identificado, y con él, el apego, las exigencias y
las pretensiones, entonces las proyecciones egóticas, causantes de deseos constantes y
sufrimiento cesan naturalmente. Hay abandono de cualquier implicación personal y la
vida se vuelve armoniosa, fluida. No es el ego que ha renunciado a algo. Simplemente
ya no hay implicación. Nos queda una alegría pura, sin causa, que es nuestro estado
natural. Solamente somos canal, vía de expresión de la conciencia.
En este camino de renuncia somos colmados en la medida que abandonamos nuestro yo.
Sin voluntad de imponer nuestro ego para controlarlo todo, estamos conducidos desde el
interior. En este consentimiento, conservamos una personalidad, características propias,
pero la idea de un yo centrado en exigencias y deseos ha desaparecido. Seguimos
funcionando, sin embargo nos hemos vuelto el instrumento de la energía inteligente que
obra a través de nosotros. Nos volvemos tan libres como ella. Nuestra existencia a partir
de entonces, es más dinámica, más creativa en el seno de este espacio amplio y abierto.
En este estado sin identificación al ego, nuestros actos, libres, son la expresión de la
alegría, y no el resultado de un deseo o de una obligación. Son justos porque no están
nunca en contradicción con la vida. La libertad es el andar sin equipaje, sin apego a
nuestro yo y a otras individualidades, sin dependencia de experiencias, resultados o
metas.
En esta acogida de cada cosa que se presenta, las resistencias y las tensiones que
generan sufrimiento desaparecen.
Cuanto más permanecemos en la acogida, en la atención sin motivo, en la observación
sin conceptualización, menos nos objetivamos como imagen de un actor separado. En la
observación, ya no estamos implicados. Estamos en la espontaneidad, en el primer
momento de la percepción pura, en perfecto acuerdo con lo que es. Si conseguimos
permanecer allí en conciencia, sin posicionarnos como un yo frente a un no -yo, los
pensamientos y los actos reflejan la situación tal como es, sin que haya alguien para
apropiarse de ellos. En la atención, el cuerpo y el pensamiento funcionan de manera
distendida, los condicionamientos que constituyen el ego ya no están alimentados. Por
lo tanto van a disolverse naturalmente. El yo ya no está alimentado y se disuelve en el
silencio. El Sujeto último es este silencio.
Observar simplemente los movimientos de la personalidad, que es solamente un reflejo
de lo que somos. En la observación neutra, somos verdaderamente nosotros mismos.
Mientras nos concibamos como identidades separadas, viviremos en la superficialidad
de nuestro ser verdadero, en su reflejo. Y viviremos en el sufrimiento de este
sentimiento de separación. En este sentimiento anida el germen de conflictos, violencias
y guerras.
El obstáculo al amor es este concepto de una identidad separada. No hay otros.
Mientras obra, el ego crea problemas que luego se empeña en resolver. Esto no tiene fin.
Bloqueados, estancados en el egocentrismo, no tenemos otra salida que la de
interiorizarnos, ir más allá de las oposiciones yo/otro, sujeto/objeto, reencontrar nuestro
centro, este yo cósmico. En realidad, no dejamos nunca este centro, pero dejándonos
llevar por múltiples experiencias, sin saberlo, estamos en este centro de manera agitada
y atormentada, y no en conciencia. Nos dejamos guiar por este yo, para vivir
mentalmente en la periferia de nuestro ser profundo. Creemos que estamos separados de
la totalidad y solamente vemos la realidad como múltiples fragmentos limitados. Ya no
vemos el sustrato único, la conciencia.
A lo largo de nuestra existencia, dejamos nuestra conciencia funcionar como una
entidad condicionada por todo lo que manifiesta. En cada experiencia este espacio de
percepción se identifica con el complejo cuerpo/mente generando así el sentimiento de
un yo separado. Esta individualidad que tan solo es una expresión de la pura conciencia,
está tan maravillada por los acontecimientos que le afectan que se olvida de la fuente.
Ahora bien, cada cosa que se presenta es la vida que se ofrece a nosotros a través de la
conciencia. Todo es don de una inteligencia sin límite obrando en cada hecho que
sucede. Esta inteligencia es la energía cósmica, el infinito y creativo movimiento
universal que se revela en cada circunstancia a través de una forma fuera de toda
implicación de un yo.
Todo fluye con facilidad cuando ya no son nuestros egos que desean, sino las fuerzas de
la vida que actúan a través de nosotros y nos conducen a donde quieren. Todo lo que se
nos propone es justo porque es la inteligencia en el corazón de la vida que nos lo
propone. Es solamente este yo que se cree herido por la vida.
Todos somos capaces de vivir como observadores tranquilos con gestos libres de
agitación y de pretensión. Permanecemos así en el silencio de nuestra parte eterna. Es
dentro de este espacio silencioso que el yo se desvanece. Somos este espacio vacío.
Abandonarse al movimiento del universo se produce en la humildad del recogimiento de
este yo centrado en sus pretensiones. Tenemos que aprender a retirarle del campo de la
realidad cotidiana a fin de percibir, en el fondo, el espacio silencioso. El amor y la paz
son su sustancia. Este espacio es la esencia de nuestra conciencia que lo abarca todo.
Cuando le permitimos ser plenamente presente detrás de cada hecho cotidiano, la
alegría es permanente porque ya no guarda relación con las intenciones del ego.
Dejamos de ver la vida como algo que se despliega en el exterior partiendo de una
entidad personal. Estamos entonces verdaderamente en la vida, vivida para ella misma.
Ya no actuamos en función de esta entidad y de sus deseos, sino que la utilizamos
simplemente y la dejamos volver a su fuente sin apegarnos a ella.
El yo es solamente la expresión efímera de esta fuente de movimiento eterno, y en este
juego terrestre donde se mueve la conciencia, él es objeto de conocimiento, de
observación. Por lo tanto no puede ser el Sujeto último. Confundimos esta expresión
con su fuente. Confundimos la vida, una, eterna, con sus expresiones múltiples,
efímeras, que tienen la capacidad de reflejar la vida tal como es. Invirtamos nuestra
mirada, estemos en el lugar desde donde emerge la vida y sus manifestaciones.
Observémoslo todo desde este lugar inmutable, y no a partir de la manifestación, es
decir lo transitorio.
El yo, con el soporte de la mente, se proyecta sin cesar hacia el exterior, persiguiendo
deseos, dejándose distraer e impresionar por todas las experiencias que encuentra y que
personaliza, cuando las experiencias son tan solo la vida que se vive a través de
nosotros.
Con la desaparición del concepto de un yo actor, desaparece también el sentimiento de
separación. La mente, que ya no está dividida, descansa y puede expresar con precisión,
a través de este yo, el flujo ininterrumpido de lo que emerge del origen silencioso. El yo
refleja para qué ha sido previsto: la vida.
Se trata de verlo así, como una expresión de lo que lo contiene. Expresa la vida y la
inteligencia en el corazón de la vida. Nuestra naturaleza verdadera es la vida, tanto en su
fuente como en su expresión. Aceptemos el yo como una expresión de lo que somos, no
lo que somos. No confundamos la expresión con su fuente. No nos impliquemos en lo
que representa esta expresión, en pensamientos y actos. No nos apeguemos a la
expresión cuando ya no tiene motivo para manifestarse. La idea de un yo separado
desaparecerá así naturalmente.
Que el ego sea la expresión espontánea de la energía de la vida. El bloqueo de la energía
es un proceso mental. La percepción pura, que es la energía brotando directamente del
Corazón, es habitualmente transformada mentalmente según los deseos del ego. Este
bloqueo conduce al sufrimiento. En cuanto hay acogida el ego abandona sus exigencias.
Se desvanece en esta mirada neutra.
Somos más que un pequeño yo. Somos lo que lo contiene.
El sufrimiento
El sufrimiento aparece en cuanto hay una implicación de todo el ser en lo que se
presenta, identificación total a un movimiento que sólo existe temporalmente en el seno
de la conciencia. El sufrimiento está asociado con el sentimiento de un yo autónomo y
activo, que ocupa todo el espacio interior, y se apoya en el funcionamiento de un
pensamiento dual y la creencia en una permanencia de lo manifestado. Su raíz es la
identificación errónea con lo que sólo son expresiones del ser verdadero, un cuerpo
percibido a través de los sentidos y un aluvión incesante de pensamientos/conceptos.
Es el olvido de este juego de la conciencia que consiste en limitarse y esconderse a
través de formas temporales, para luego reconocerse mejor al final del viaje. Es la
historia varias veces milenaria del ser humano, el cual, una vez instalada la confusión,
busca iniciar el camino en el seno de su propio espacio para reencontrar la realidad de
su verdadera naturaleza.
El sufrimiento es un rechazo de la mente a lo que es en cada momento. Nace de las
tensiones y resistencias al flujo de la vida. La mente, soporte del ego que quiere
controlarlo todo, crea sin cesar una realidad existencial ilusoria con la cual nos
identificamos, olvidando que tan sólo es una creación del pensamiento. Tomamos sus
concepciones como fundamentos de la realidad, que se vuelven luego fundamentos de
nuestro sufrimiento. Si remontamos al nacimiento de un sufrimiento, encontramos
siempre un pensamiento, vibración efímera que ha surgido a partir de un acontecimiento
propuesto, y que ha sido prolongado aunque este acontecimiento ya no exista. Podemos
ver como todos nuestros hábitos nacen de estos pensamientos memorizados y siempre
reactualizados.
Llevamos una carga mental de sufrimiento que se acrecienta a medida que avanzamos
por nuestro camino de ignorancia, constituido por nuestros apegos a las experiencias, a
las situaciones, a todos los acontecimientos destacados, pero también a todas las peccata
minuta (del Latín: poca importancia) de nuestras existencias, y que generan residuos
que invaden nuestro espacio. Atravesamos la vida cargando con la memoria de nuestras
decepciones, de nuestras cóleras, de nuestros rechazos, con las cicatrices dejadas por
todas las experiencias dolorosas que nos hemos atribuido mentalmente. Nos percibimos
como seres aislados, agredidos por un mundo que creemos hostil porque no se
corresponde con nuestros deseos. El sentimiento de un yo separado, que es la
identificación con un cuerpo/mente, nos hace vivir siempre a la defensiva, en una
relación conflictiva con los demás. No somos capaces de relacionarnos con confianza,
de escuchar sin enjuiciar. Nos falta comprensión y amor porque nos hemos aislado en el
seno de la gran corriente de energía que anima al universo. Preferimos apiadarnos de
nosotros mismos y sentirnos víctimas en lugar de ver que somos responsables de
nuestras heridas, y que es en nuestro interior que se crea el sufrimiento. Todas nuestras
penas nacen de los pensamientos. Mientras nos identifiquemos con estas creaciones
dolorosas de la mente, parecerán reales; mientras nos tomemos por este movimiento
efímero de vibraciones al cual nos apegamos, conoceremos la desesperación.
No entendemos el sentido de lo que la vida nos propone. Buscamos causas y remedios
en el exterior. Esperamos protegernos de la desdicha, de la enfermedad, de lo imprevisto
dándonos la ilusión de que lo controlamos todo. Así vivimos en el sueño de una
felicidad permanente, con la seguridad de una existencia de bienestar, hasta que la vida
nos sacude. Entonces, solamente vemos nuestras dificultades, nuestras luchas, nuestros
sufrimientos. Consideramos nuestra existencia difícil, desesperante, incapaz de
responder a nuestras necesidades infantiles de protección. Pero, el camino es como es, y
la vida es perfecta tal como se nos ofrece. En nuestra desconfianza querríamos que fuera
otra y la convertimos en algo penoso.
La energía de la vida nunca nos es hostil, ya que esta energía es nuestra esencia. Por lo
tanto ningún acontecimiento propuesto puede sernos contrario, ya que, en realidad,
somos nosotros mismos que nos lo proponemos. Si dejamos que se cumpla tal como lo
expresa su flujo de energía, todo nuestro ser se desplegará entonces en el sentido
previsto por la inteligencia que lo sostiene... Los acontecimientos están en perfecta
concordancia con lo que debemos y podemos vivir. Lo que vemos como una prueba nos
es propuesto para sacarnos de nuestra inmovilidad, para hacernos reflexionar acerca de
nuestras certidumbres, y, finalmente para pararnos en nuestras conquistas exteriores.
Cada movimiento de la vida nos desvela la Realidad, nos invita a ir más allá de la
apariencia de los contrarios, felicidad/desdicha, bien/mal, salud/enfermedad...
Nuestro sufrimiento no proviene de la energía de vida en sí, sino de nuestro rechazo en
dejarnos atravesar libremente por su movimiento. Es este rechazo que se trata de ver.
Todo es don. Cada cosa que sucede es la vida, pura en su esencia, que se ofrece a
nosotros a través de la conciencia. Todo emerge desde este espacio inmutable donde la
vida se mueve libremente. Así cada acontecimiento es valioso y debe ser considerado
como una bendición. Sin embargo, a menudo, su significado se pierde porque no
estamos dispuestos a escucharlo, o tenemos de él una visión parcial, seleccionando los
acontecimientos y rechazando los que consideramos como difíciles. Solamente la
percepción global del acontecimiento permite darle un sentido diferente que el de
necesidad molesta y generadora de adversidades.
El nacimiento de un sufrimiento depende totalmente del color que nuestra mente da al
hecho que se produce. Una vez instalado, se refuerza en la creencia de que somos lo que
experimentamos. Pero somos la fuente de todas las transformaciones que se producen
en el transcurso de nuestro destino terrestre, el espacio de paz y amor desde donde
emergen.
Todo tiene que acogerse en el silencio de este espacio, la conciencia. Todo procede de
allí y volverá allí, en un movimiento perfecto tal como es. No hay nada que tengamos
que retener o rechazar. Cada acontecimiento que encontramos es un reflejo de la
conciencia que somos, y una invitación a reajustarnos a la realidad tal como es. Sólo
importa nuestra apertura acerca de lo que la vida nos ofrece. Esta es nuestro maestro
siempre justo en sus actos. El sentido de nuestra estancia en esta tierra es penetrar
siempre más intensamente en el corazón de esta vida, en su flujo incesante de
percepciones y sensaciones, y ser cada vez más presentes en nuestra verdadera
naturaleza. Cuando huimos de las penas, huimos de la vida. Las alternancias de alegrías
y penas son el juego de la vida. Se trata de vivir sus expresiones, dejarlas expresarse y
luego dejarlas desvanecerse, sin retener nada. Ellas son la proyección de la conciencia
en ella misma, espacio libre.
Tomemos el ejemplo de la enfermedad. Cuando estamos enfermos, tenemos la
capacidad de percibir integralmente esta manifestación de la energía de vida tal como se
expresa, sin la interferencia de pensamientos parásitos. Los pensamientos crean la
separación, fuente de sufrimiento. No dejemos que nuestra mente separe el dolor de
nosotros que lo percibimos, lo conceptualizamos, queriendo ir hacia una meta, aquí, la
curación, meta que solamente genera tensiones y angustias. Hagamos nuestra la
enfermedad, integrémosla a fin de abolir toda dualidad. Querer curarse a toda costa es
señal de rechazo de la impermanencia en el seno de cada fenómeno. El cuerpo no es
nada más que una forma aparente de nuestro ser verdadero. ¿Por qué conocería
solamente el estado de salud? Respiremos lentamente, en conciencia, a fin de calmar las
emociones vinculadas a la enfermedad. Es en el corazón de nuestra respiración que
podemos percibir la inteligencia de la energía de la vida. Su fuente nunca se degrada,
nunca se ve alterada. La enfermedad es un aspecto temporal de esta fuente que se
expresa así en este momento de nuestro viaje terrestre.
Cada cosa que experimentamos tiene sentido. La enfermedad puede llevarnos a nuestro
miedo más profundo, el de la muerte. Puede indicarnos un reajuste, invitarnos a tener
más paciencia, más sabiduría, más amor, ofrecernos la oportunidad del abandono de sí
mismo, sin exigencias. Nos puede hace descubrir que no somos este cuerpo disminuido,
sino la conciencia siempre pura que lo contiene. Comprendemos entonces que en un
nivel absoluto, el de nuestra verdadera naturaleza, la enfermedad no existe y que no hay
nada que curar… Aceptamos así, sin condición, que sea parte de nuestro viaje.
La herida es una apertura, un corte en la coraza del yo, un acceso a nuestro ser íntimo.
Nos invita a participar de manera diferente a la danza de la vida, a vislumbrar otra
manera de avanzar con su movimiento perpetuo. Nos invita a forjar nuestra libertad
interior abriéndonos. Cuando adviene una desgracia, dejémonos guiar por la fuerza
misma de la vida contenida en este acontecimiento. Nos enseña el camino de vida que
abraza la realidad relativa de este mundo y que nos lleva al descubrimiento absoluto
donde todo es paz. Sentirse separado de la energía tal como se expresa en el
acontecimiento es sufrimiento.
La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta ahora, percibida en el espejo
de la conciencia. Es el momento que vivimos en armonía con el movimiento universal.
En cuanto perdemos el contacto con él, en la ilusión de una separación, nos apartamos
de la vida, la vemos a la vez como algo que se despliega en el exterior de nosotros y
como un movimiento personal, identificado a un yo.
Vivir, es ser enteramente en el flujo impersonal de la energía, en el seno del movimiento
de aparición y desaparición, sin deseo de permanencia, sin resistencia al despojamiento
que la vida nos invita a efectuar para cumplirse plenamente en nosotros. Nuestro
sufrimiento se aleja por sí mismo si sabemos morir a cada instante, sin cargar con cada
acontecimiento mentalmente.
Estamos arrastrados, nos guste o no, en este ritmo cósmico. Todos los fenómenos son
movimientos de la energía. Esta no es ni buena ni mala, ni fácil, ni difícil. Ella es vacío.
Es la mente que le otorga la idea de adversidad. Nuestro sufrimiento no proviene de la
energía de vida, sino de nuestro rechazo en dejarnos atravesar por sus movimientos.
Ahora bien, siempre es la vida que se presenta ante nosotros con amor, y nosotros
seleccionamos lo que nos ofrece. Hay que abandonarse a su energía. No existe otra
inteligencia.
Así que no se trata de escapar de nuestras penas, mantenerlas alejadas, sino aceptar su
energía y devolverlas conscientemente a su fuente, en el lugar de donde emergieron
como ondulaciones en el campo siempre apacible de la conciencia. Es esencial
descubrir este lugar desde el cual todo se manifiesta, de esta realidad última que, ella, no
cambia nunca. Incluso si el universo entero estuviera destruido…
Se trata para nosotros de hacer “entrar” todos los acontecimientos, incluso los que nos
conmueven por su brutalidad, en este espacio puro, inmutable, en nuestro interior, que
lo contiene todo.
Cuando se realiza la unidad, las penas ya no están separadas de las alegrías, todo está
integrado en esta unidad. El sufrimiento desaparece en el momento en que la dualidad
se desvanece.
Cuando no hay separaciones y distancias mentales, solamente queda la paz. Los que se
han dado cuenta de que no son lo que experimentan, han encontrado esta paz que nada
puede perturbar, independientemente de las circunstancias, sustancia de su ser
verdadero, alegría sin causa.
“Atracción y repulsión, placer y dolor, elevarse y menguar, infatuación y abatimiento,
todos estos estados de participación en las formas del universo se manifiestan de manera
diversificada, pero en su naturaleza no son distintos. Cada vez que captas la
particularidad de uno de estos estados, atento en seguida a la naturaleza de la
Conciencia como idéntica a él, ¿por qué, lleno de esta contemplación no te alegras ¿”
--Abhinavagupta –
El silencio
Puede parecer paradójico hablar del silencio, pero el silencio del cual hablamos aquí no
es una ausencia de pensamientos, palabras o ruidos. Es la sustancia misma del universo
y lo abarca todo. Es un espacio vacío, que no puede ser alcanzado como un objeto.
Siempre presente, no hay que hacer nada particular para encontrarlo. Quien lo busca es
el obstáculo.
Porque el silencio es lo que somos. Es otra palabra para nombrar la conciencia. Cuanto
más crece el silencio dentro de nosotros, más se despliega, se ensancha, ocupa el sitio
ocupado por la mente. Entonces, cada uno de nuestros actos es alumbrado por la luz de
la conciencia.
Todos los seres tienen la capacidad de dejar crecer el silencio dentro de ellos mismos.
Sencillamente se trata de tener confianza en su propia capacidad. La meditación puede
ser una ayuda para percibir nuestra capacidad de fundirnos en el silencio, el cuerpo y la
mente naturalmente en reposo.
Cuando, así, somos receptivos a las sensaciones del cuerpo, a las percepciones de la
mente y los acogemos con una mirada y una escucha neutras, nos abrimos a nuestro ser
profundo que es silencio.
La existencia, en cada instante, nos ofrece varias oportunidades, si queremos prestar
atención a cada intervalo de silencio que aparece subrepticiamente en medio de nuestro
jaleo mental o de la algarabía exterior, a este fondo inmutable sobre el cual se impone
todo ruido.
Así que el silencio no es una ausencia de sonidos. Además, ciertos sonidos nos revelan
el silencio subyacente, lo acentúan, y a veces nos llevan hasta él. Observemos como
notas de música o cantos de pájaros no lo estorban sino que lo realzan…
El silencio no tiene nada que ver con el hecho de no pensar o no hablar. Es el origen del
pensamiento lleno de humildad y la palabra justa. La vida brota de este fondo y vuelve a
él, el pensamiento o la palabra que no tiene a donde ir consiente en volver allí… Que la
palabras sean utilizadas o no, que los actos surjan espontáneamente o no, todo vuelve al
silencio. Cuando ninguna voluntad personal interviene para cristalizar el movimiento
energético de la mente, la percepción pura se disuelve naturalmente dentro del
silencio… Esto no deja ningún residuo, ya que no hay nadie para apropiarse del
pensamiento o de la acción. La energía es aquí poderosa, sin nadie para torcerla o
disiparla, una gran creatividad está obrando, sin ningún pensamiento para restringirla o
manipularla.
El silencio tampoco es solamente una noción de bienestar. Es la naturaleza de nuestro
ser verdadero, lo mismo que la paz. Tenemos que llegar a sentirlo en segundo término, a
vivir constantemente con esta sutil atención que transciende el tiempo. Entonces los
pensamientos ya no están proyectados a partir de la memoria, las acciones surgen
espontáneamente, sin miedo.
¿Cómo podremos percibirlo si no calmamos la hiperexcitación de nuestros cerebros,
este mal del cual sufre el hombre contemporáneo y que lo aleja de su fondo? Ya no
comprendemos lo que la vida, brotando perpetuamente de este fondo, tiene que
decirnos. Ya no nos entendemos los unos con los otros. La verdadera comunicación es
una interconexión en el seno de este silencio.
Sólo el ser de corazón purificado, de alma despojada por su travesía del desierto es
digno de encontrar Esto que lo espera de toda eternidad y que le hará oír lo que nace del
silencio. Es a través del sonido de un silencio sutil, a través de una brisa ligera, un
murmullo dulce y ligero, que Elías tuvo la revelación de lo divino, después de andar 40
días y 40 noches en el desierto. En el Monte Horeb, allí mismo donde tuvo lugar el
encuentro de Moisés con el Yo Soy, Elías oyó al Eterno… Él no estaba ni en el viento
violento, ni en el terremoto, ni en el fuego, está escrito…
El contacto con la verdadera realidad se produce únicamente dentro del silencio, cuando
la mente está en calma, cuando ya no es el yo que actúa. Una vez percibida la naturaleza
del pensamiento y del ego, es posible traspasar el umbral que nos conduce al silencio
original, esta vibración eterna que sigue envolviéndolo y penetrándolo todo en cada
momento. Es solamente dentro de este silencio que el salto dentro de nuestra
profundidad puede producirse… Un espacio vacío, donde no hay nadie, ni un yo, por lo
tanto ningún objeto que nombrar.
Al principio, experimentamos un estado silencioso. Para conseguirlo, somos solamente
observador de cada pensamiento, de cada fenómeno, sin calificar, sin juzgar. Solamente
una mirada apacible, desapegada, sin motivo particular. Esta visión disminuye
naturalmente el funcionamiento de la mente. Nos convertimos en esta contemplación
silenciosa… Poco a poco, el observador se disuelve dentro del silencio. Un día, somos
el silencio, que haya o no ausencia de manifestaciones. El sujeto último es este silencio.
La mente vacía, seguimos pensando, hablando y actuando. El proceso es espontáneo.
Todo proviene directamente de este fondo silencioso, y todo tiene lugar dentro de él.
Nuestra atención, nuestra visión, nuestra escucha, son silencio.
Estamos asentados en nuestro ser profundo, podemos hablar o actuar, esto no cambia
nada. El silencio es la esencia de nuestro ser profundo. Es continuo. No hace falta
ningún esfuerzo para obtenerlo. Es el corazón, la matriz de donde emerge el aliento
indiferenciado y donde convergen las energías manifestadas, donde todos los objetos
desparecen (incluso el yo). Es el lugar donde se encuentran y se disuelven los opuestos.
El silencio se despliega en nosotros cuando se revela la identidad exacta entre lo
absoluto y lo relativo, entre la fuente y la expresión.
El silencio es uno de los nombres de la conciencia vacía, sin objeto. Es su sustancia, el
espacio devuelto a su vacuidad original, cuando la mente descansa en su vacante.
Él es nosotros mismos. No somos el contenido a menudo ruidoso que obstruye nuestro
espacio interior. Somos el continente cuya naturaleza es silencio. La conciencia es pura
percepción, libre de todo comentario, el continente que contiene todos los ruidos. Este
continente – sujeto último, silencio, vacío – no es perceptible, objetivable. En cuanto le
percibimos es el reflejo del silencio – conciencia – sujeto último – que es percibido.
Cuando, en la experiencia de la muerte cercana, se realizó el salto dentro del espacio de
la conciencia pura, sin objeto, todo mi ser estuvo en un estado de renuncia total, la
mente vacía, los sentidos apartados, fue el silencio.
No hubo ningún sonido cuando mi conciencia se sumergió dentro de la Conciencia
cósmica. No era aterrador. Uno se siente plenamente en vida en este vacío que es paz y
alegría… La percepción era la de una respiración única, como una pulsación continua.
La inteligencia de la energía cósmica está aquí, dentro de esta vacuidad silenciosa. Es
ella que enseña. Dentro de este vacío de una profundidad sin límite, el silencio, especie
de murmullo divino, comunica el misterio de la vida. A través del silencio se revela lo
que nos conduce al Silencio. La realidad sólo se puede alcanzar a través y dentro del
silencio. Entonces, todo es conocido dentro de la luz y a través de la luz…
Cuando volvemos a la percepción del mundo terrestre, el silencio es vivido
continuamente como nuestro verdadero hogar, como la matriz del universo. Impregna
todo nuestro ser, acompaña todos nuestros gestos, lo abarca todo.
Solamente se nos pide escuchar lo que nos dice el universo. Para esto ninguna religión,
ningún dogma, ningún sistema organizado es necesario… Cada ser humano tiene la
capacidad, solo, de escuchar el mensaje ininterrumpido
Este sonido del silencio que es percibido, oído, es parecido al que percibe, oye. Esta
vibración no tiene comienzo ni final, eterna y siempre renovada; inmóvil y en
movimiento; poderosa y sutil. Está dentro de cada ser, de manera sustancial. Es él
mismo… Es solo, aspirado desde dentro, que puede descubrirse ser el universo entero.
“Mantente en silencio y tu palabra será Su palabra” (Rûmi)
El silencio es la sustancia eterna dentro de la cual el universo está inmerso. Él es el
origen. No hay que temerle cuando lo descubrimos. Emana de lo más profundo de lo
que somos y allí nos conduce. Es el aliento cósmico que nos atraviesa. Es la libertad de
nuestro espacio interior. Es presente en cuanto salimos de nuestros pequeños yoes, en
cuanto la mente divisora entre el mundo y nuestra repuesta al mundo se calma. Nos
revela lo que realmente es manifestado.
Es esta voz sin sonido que canta la melodía de amor del universo. El silencio es la
culminación del amor, su exaltación y su reposo.
Absorberse dentro de él no es otra cosa que realizar nuestra naturaleza eterna. Fluir con
él, es fundirse dentro del océano y desparecer, como la gota de agua.
Cerca de Pondichéry, se encuentra el santuario de Natarâja, que representa a Shiva
ejecutando su danza cósmica, esta pulsación eterna de creación y destrucción. A su lado
se encuentra, se dice, el verdadero dios de la danza oculto detrás de un velo. Cuando se
corre este velo, sólo hay un espacio vacío…

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Vivir en conciencia Nicole Montineri

  • 1. Nicole Montineri -- Vivir en Conciencia Presentación Muy temprano, fui empujada desde dentro por una fuerte exigencia de comprensión. Ya en mi juventud, el cuestionarme sobre mí misma, sobre el mundo, sobre el sentido de la vida, ocupó la parte esencial de mi pensamiento. Me parecía que no tenía elección, que mi existencia no podía tomar otro camino que no fuera éste. Era una niña sensible, experimentaba todo con intensidad y tenía una percepción aguda de la naturaleza efímera de cada cosa. Mi tendencia natural a interiorizarme provocó el comienzo de un recorrido en solitario que duró más de treinta años, para descubrir el misterio de lo eterno escondido en lo más profundo de nosotros mismos. Numerosos libros me ayudaron a lo largo del camino. Mi espíritu exploró intensamente todas las respuestas antes de comprender que no era el instrumento para realizar la libertad infinita. Fue cuando dejé aquella búsqueda que descubrí lo que buscaba. La realización llegó de repente en el transcurso de una grave enfermedad en 2006. Pude contemplar la realidad de la naturaleza inmortal e ilimitada de la conciencia. En aquel estado tan cercano a la muerte que conocí, mi propia conciencia, pura, vacía de objeto, no era más que conciencia, conciencia de sí mismo, enlazada al flujo luminoso hasta el punto de disolverse en él. Totalmente abierta, sin límite, la conciencia abrazaba el espacio del universo entero. La sensación era dulce, apacible. Me sentía en paz como si hubiera estado allí desde siempre. Un momento de atemporalidad. La conciencia había pasado a otro plano de realidad. La luz que la atravesaba no ocupaba el mundo objetivo que la rodeaba: era su propia sustancia. Supe que lo que veía era el despliegue de mi propia conciencia. Vivía ciertamente una realidad no dual porque, ya no había diferencia entre él que percibía y lo percibido. Las percepciones eran la expresión misma del resplandor de mi conciencia. Todo estaba claro. Una sutil y profunda comprensión de la vida, que me dio la sensación de pertenecer a una unidad cósmica provista de sentido, me penetraba sin trabas. Fue el silencio del vacío cósmico él que me enseñó con un amor infinito que permitía ser.
  • 2. Nuestra Verdadera Naturaleza Detrás de las apariencias del universo se encuentra la única realidad: la conciencia. Ella no es el centro: fuera de ella, no hay nada. Ella es el continente del cosmos. Ella es también el impulso, el movimiento que organiza la vida, que crea la variedad infinita de formas y que las reabsorbe. Ella es la danza del vacío. Todo existe por su potencia ilimitada, ella es la matriz que lo fecunda todo. Cada fenómeno emerge de ella y vuelve a ella. Es la única fuente. Hemos nacido de ella. Somos su expresión. De la conciencia emana el amor incondicional, sin objeto, sin dirección, que lo penetra todo. Es la energía cósmica que nos atraviesa, nos anima y nos lleva. Lo manifestamos en cuanto la percepción de la unidad de la vida se manifiesta en nosotros. El pensamiento procede de la misma fuente de energía, pero en su aproximación fragmentaria de la realidad oculta este origen. No hay que hacer nada particular para ser lo que somos para toda la eternidad. Todo esfuerzo es una proyección de la mente que tiende a conseguir algo. La Realidad no puede ser objeto de búsqueda o de meditación. No hay nada fuera de ella. Acojamos sencillamente toda actividad del cuerpo y de la mente. Las numerosas manifestaciones no son yo, ni mías, sino un juego de la vida. Permanezcamos en silencio, desapegados de todos los fenómenos. Nuestra verdadera naturaleza es paz. No está sujeta a las acciones del cuerpo y de la mente. La ignorancia consiste en identificarse con esto o aquello. Cuando vivimos en nuestra totalidad – el espacio luminoso de la pura conciencia – la energía de vida, expresión del flujo infinito, puede alcanzar su plenitud libremente en nosotros y a través de nosotros. No tiene otra meta que no sea ella misma. Nuestros actos brotan entonces espontáneamente de este vacío fuera del tiempo. En cuanto permanecemos “en conciencia” en este espacio, sentimos que nos estabilizamos, ya que es nuestra propia sustancia lo que realizamos. Nuestra verdadera naturaleza no es un estado. Es el despliegue continuo de la vida en nuestro espacio de paz y de silencio. Es la inteligencia que obra dentro de la energía de vida que nos cuida. No nos toca a nosotros hacerlo. La vida nos lleva a donde quiere. Nuestra existencia terrenal es la historia de la vida que busca realizarse en cada ser, pacientemente, amorosamente. Procedemos de su vibración original. Somos el universo en el punto de su fuente vibratoria, de donde brota la energía. Aquí está la raíz de la conciencia. La vida reside en la conciencia. Sólo puede desplegarse en el espacio vacío, potencial ilimitado, que es nuestra verdadera naturaleza. Es éste el misterio que hay que descubrir. No hay otro.
  • 3. Somos conciencia, aquí está nuestra verdadera identidad, por toda la eternidad. Somos su movimiento infinito, fuera del tiempo. Veámonos siendo este flujo sin principio ni fin, armonicemos nuestro ritmo a su pulsación eterna. Sólo hay una llamada, la del espacio eterno en nosotros. Es nuestra verdadera sustancia, el lugar vacío del latir único de la vida. Esta realidad no está fuera de donde vivimos. Su eternidad se nos revela en cada momento. Despleguémonos hacia el exterior, participemos activamente en el mundo, conociéndolo como juego, sin dejar de estar dentro de nosotros mismos. Contracción y expansión son los dos movimientos de la vida. Tengamos el valor de aligerarnos de todas las presiones de la sociedad y vayamos al encuentro, solitario, de la Realidad. Nuestra dignidad de ser humano nos pide unirnos en conciencia a la esencia de nuestro ser. Simplifiquémonos, despojémonos, y en este vacío, descubriremos la inteligencia de la vida realizándose.
  • 4. La aceptación de lo que es La aceptación es la ausencia de soporte mental y egótico en la vivencia de lo que nos es propuesto, la ausencia de oscilaciones entre la implicación en los acontecimientos y el rechazo de los mismos. Todos los acontecimientos son movimientos espontáneos de la vida que la mente, en su funcionamiento condicionado, se empeña en paralizar, clasificándolos, según sus deseos egóticos. En cuanto sabe quedarse estable, sin espera, sin proyección, se apoya en la simple evidencia de lo que es y se deja llevar por la situación. Entonces, los acontecimientos son acogidos en este vacío, en esta paz y en esta libertad. El espectáculo de la vida se ve desde esta mirada tranquila que se maravilla ante la variedad de los fenómenos, ante tanta belleza renovada en cada momento. Esta mirada tiene lugar desde ella misma, sin nadie que la dirija. Los pensamientos pueden aparecer, no se les da ninguna importancia y se desvanecen tan pronto como han aparecido. Los deseos han desaparecido, incluso el deseo de paz que es la señal de la espera egótica de una satisfacción que calmaría todos los otros deseos. La espera, sea la que sea, dificulta la acogida e impide el desarrollo del acto libre, el cual está perfectamente adaptado a lo que es. En la aceptación, se inicia el proceso de des-identificación. Nos adherimos serenamente a lo real, sin calificar los acontecimientos en función de los deseos del ego; aceptamos la enfermedad, el fracaso, la vejez, la muerte; acogemos lo que se presenta como el transcurso natural de las cosas, sin implicarnos. Es como una meditación constante, una atención vigilante y sensible a lo que se piensa, a lo que se dice, a lo que se hace en el día a día. La mente es impasible, en un estado de equilibrio y de neutralidad. Ya no busca nada en el exterior, ya no se proyecta sin cesar en una ilusión de distancia con un pasado feliz o infeliz, con un futuro prometedor. Vivir cada instante es vivir en el tiempo sin duración, es decir en la eternidad. Aceptar no significa vivir bajo un control mental que creará, ciertamente, un estado de tranquilidad, pero será incapaz de adaptarse a cambios repentinos. Es, al contrario, ver la realidad siempre renovada en cada momento y vivirla plenamente, con una mente lo suficientemente flexible y ágil para adaptarse de manera eficiente. La aceptación es activa. Lejos de ser pasivos o indiferentes, estamos totalmente presentes al mundo, creativos, en armonía con cada situación, con cada encuentro. Actuamos con audacia, con una energía que no procede de nuestro único y pequeño yo. Nuestros actos son justos, porque son el resultado de las circunstancias en lugar de ser dependientes de móviles egóicos. La aceptación es una no intervención de la voluntad personal que a menudo impide que las cosas se vivan según su propio ritmo. Es el desarrollo pleno de un espacio donde sólo los acontecimientos aparecen. Es una mirada abierta, receptiva a las llamadas de la vida, desde este espacio. El viaje tiene lugar aquí y ahora. Es aquí donde la conciencia se amplia para abarcar al universo entero. Es ahora cuando la vida se vive como una expresión constante de la alegría. Este viaje que efectuamos es el que nos toca ya que, efectivamente, lo vivimos. Depende de nosotros dejar que las cosas se produzcan por ellas mismas, en el mero hecho de vivir; depende de nosotros consentir de manera generosa y sensible a lo que la vida propone, en el reconocimiento de nuestra verdadera identidad. No hay ninguna necesidad de proyectarse mentalmente, hacia una meta egótica. ÉL que ve todo lo que
  • 5. se manifiesta como algo separado no puede realizar nada. Se trata de aceptar lo que se presenta en una visión global, la mente reposando en el centro de cada cosa, en el corazón de la inteligencia que obra en cada movimiento. La aceptación es la atención aguda y espontánea de lo que se manifiesta cotidianamente en el campo de nuestra mirada. Cada acontecimiento revela la unidad de su fuente gracias a la inteligencia que se encuentra en el seno de su energía. Su percepción instantánea es la de la conciencia. Nuestro cotidiano es la realidad que se desvela en cada uno de sus instantes, es la conciencia que juega en reconocerse en cada gesto, en cada encuentro, en cada hecho. Los actos de nuestra vida cotidiana no nos parecen importantes, no obstante abarcan a todo el universo. Nuestro papel es vivir con una total atención el momento presente, con una fina sensibilidad hacia su vibración única, sin exigencia de una actitud particular, sin necesidad de prácticas o reglas preconcebidas, simplemente en acuerdo con la unidad de la energía cósmica. Dejar los fenómenos, vacíos por naturaleza, manifestarse para luego liberarse por sí mismos, es permitir a la energía obrar según su propia ley, sin el control de este yo que de entrada cree ser el que actúa. No vemos con suficiente claridad que las cosas suceden por sí mismas. Todo lo que se manifiesta participa de un despliegue libre de esfuerzo. Siguiendo el movimiento de la vida, dejando libre cada cosa que se presenta en lugar de querer controlarlo todo, viviendo en la espontaneidad del instante, entramos en el ritmo de lo que somos verdaderamente. Así nuestra conciencia personal se des- identifica poco a poco de los fenómenos que proyecta para alcanzar su plenitud hasta realizarse en conciencia cósmica. El conjunto de todo lo que se presenta en el espacio y en el tiempo, el despliegue del mundo en sujetos y objetos, aparece en la luz de la conciencia. Tenemos que aceptar en su totalidad este mecanismo de la manifestación del cual somos parte íntegra. Se trata de cogerlo todo en esta corriente continua de aparición y desaparición, acogerlo todo a fin de percibir la potencia de amor en el origen de cada manifestación, a fin de descubrir lo que es la realidad subyacente y penetrar en el corazón del misterio. En esta acogida libre de toda espera, abierta a cada hecho, a cada percepción que surge, estamos naturalmente dentro de la energía inteligente de la vida. La única manera de vivir es abandonarnos en confianza bien asentados en nuestra interioridad. Es también, desde un impulso que sale de nuestro corazón, atreverse a lanzarse sin miedo a la aventura que se nos propone, es desarrollar todo nuestro potencial de ser humano, todas nuestras facultades de realización para una existencia digna de lo que ha sido previsto para nosotros. Tengamos confianza y nos quedaremos sorprendidos al ver a dónde nos lleva la fuerza de la vida. La vida no es lo que fabrica nuestra mente, con sus dudas y sus certezas. Ella no es este contenido mental que estorba el flujo de energía. La mente, dividida entre la memoria de las heridas y la espera de la felicidad nos hace vivir en un estado artificial de tensión Ella es la que crea esta división en nuestro interior y la proyecta en el mundo a través de pensamientos duales. Su instrumento, el ego, fascinado por las experiencias, lo recubre todo con sus exigencias. Mira cada acontecimiento con la misma actitud: si la situación proporciona placer, se agarra a ella con la esperanza de prolongarla, si el hecho que se presenta es doloroso, lo rechaza enseguida, lo condena y luego refuerza su caparazón. Ahora bien, cada cosa que sucede es la vida que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. La potencia de una inteligencia sin límite está obrando en el seno del
  • 6. acontecimiento que se presenta. Este es la expresión de la fuerza misteriosa que nos lleva a donde quiere, la manifestación exterior de la realidad que está dentro de nosotros. La mente sola es incapaz de ver el movimiento universal que ha creado esta circunstancia entrando en resonancia con lo que está dentro de nosotros. No puede captar este espacio ilimitado e intemporal. Cuando consentimos, sin trabas mentales, a lo que surge dentro y fuera de nosotros, reconocemos la inteligencia intrínseca de la vida y nos conectamos a ella en confianza. Es inútil luchar para obtener algo. Basta con aceptar esta vida intensa que fluye dentro de nosotros, basta con fundirse en su realidad y representar totalmente su juego, sin no obstante, extraviarnos en el seno de la diversidad de sus manifestaciones. Vivir intensamente el cotidiano, con sus pequeñas y grandes alegrías, con sus pequeños y grandes disgustos, significa también no resistirse al despojamiento que la vida nos invita a efectuar. Es aceptar la perdida de los nuestros, de nuestros bienes, de nuestro trabajo, de nuestra reputación... la perdida de todo, que será al final inevitable. Nuestro destino terrestre es este lugar de experimentación que nos conduce hacia el descubrimiento de lo que somos. En cada paso de nuestro viaje nos corresponde abrir nuestro espacio de manera que, lo que se nos presenta pueda desplegarse y apaciguarse en su interior. La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta al instante, acogida en perfecto acuerdo con su movimiento, sin anticipar o precipitar su ritmo, sin referirse al pasado que condiciona nuestra visión o al futuro que espera la realización de sus deseos. La vida solamente existe en el momento presente. Cuando perdemos el contacto con éste, nos separamos de la vida. Todo fluye cuando ya no son los egos que desean sino las fuerzas de la vida que actúan a través de nosotros y nos llevan a donde quieren. No podemos ser los amos de estas fuerzas. Nos conducen hacia nuestra destinación, a través de los desafíos que corresponden a nuestro destino. Procedemos de este flujo energético y viajamos en su seno, libres de abandonarnos a él, en confianza, o bloquearlo según nuestras crispaciones mentales. En cuanto estamos en contacto directo con este flujo, en la humildad de la renuncia de los deseos egóticos, el espacio, sustancia de la conciencia- matriz que lo abarca todo, se despliega alegremente, conmueve profundamente cada ser, cada cosa, y revela su belleza. Sentimos que la paz se instala en nosotros. Esta paz es la unión, segundo tras segundo, a lo que es. Percibimos así que la vida es una, a pesar de nuestras alternancias emocionales de alegría y tristeza, a pesar de nuestros pensamientos dualistas. Cada acontecimiento es recibido y vivido en una presencia atenta, sensible, en una apertura sin exigencias. Dejamos pasar a través de nosotros la energía de la cual es portador, tal como el aire que inspiramos y expiramos, con la misma naturalidad, sin apego mental. Permanecemos sencillamente en la acogida de lo real, sin impaciencia, sin proyección. Dejemos que el movimiento orgánico del cosmos se cumpla en nosotros y nos lleve hacia el acuerdo perfecto entre nuestra propia vibración y la pulsación de la conciencia universal. Cuando le acogemos sin condiciones, sin miedo al sufrimiento, en un estado de abandono de sí mismo y de vulnerabilidad, que es parte de nuestra grandeza, nos llena de su luz y de su amor. Entonces somos capaces de vivir como un observador sereno, en paz con nuestro recorrido terrestre, permaneciendo en el silencio de nuestra parte eterna.
  • 7. Es en el reposo de lo que somos, reconocidos como Sujeto último y ya no como objeto de conocimiento, que la mente admite su impotencia, etapa necesaria al advenimiento de la identificación universal en un instante de iluminación. Solamente el que se deja penetrar libremente por la energía cósmica, energía que no es otra cosa que el fuego del amor, purifica su corazón de los residuos existenciales. Es gracias a este corazón purificado que la Realidad es reconocida.
  • 8. El Amor El amor es la fuente de cada cosa. Es la expresión misma de la vida cuyo flujo nunca se agota. Es la energía que impregna el universo entero con sus vibraciones, lo penetra y lo sostiene. Cada ínfimo elemento de la totalidad es atravesado por esta energía impersonal, sin condición, sin límite. Ella es el espacio vibrante de la vida, silencioso y vacío. El amor es esta energía que “mueve el sol y las demás estrellas” (último verso de la Divina Comedia de Dante). Por lo tanto no puede provenir de la voluntad personal, del conocimiento, de la ascesis. No se puede someter a nuestros deseos egóticos. El amor no pide nada, no exige nada. Es solamente una expresión de alegría que brota perpetuamente, esencia de la vida. No puede ser fuente de sufrimiento. Solamente el apego lo es. Lo buscamos sin cesar cuando siempre es presente. Todo el mundo lo busca, incluso los que parecen rechazarlo. Nuestras búsquedas son torpes, confusas, porque son dirigidas bajo la autoridad compulsiva de nuestros egos. Intentamos amar… cuando somos el amor que buscamos. Él es la naturaleza de la vida, es lo que somos. Por lo tanto no podemos tenerlo, poseerlo. Nuestros egos no podrán nunca abrazar esta energía, siempre quedarán decepcionados. Sólo podemos responder espontáneamente a su vibración desde nuestro propio corazón que vive al ritmo del Corazón cósmico. Es esta obsesión de la búsqueda de amor que nos aleja de la presencia continua del amor. La búsqueda sólo puede apaciguarse cuando el amor es reconocido por lo que es. Así que nos invita a interiorizarnos, a volver a su fuente silenciosa. Entonces lo vemos en cada cosa… Siempre es presente y se revela como la trama de la vida, lo que sostiene el universo en el silencio de la conciencia, liberado del ruido del yo y de la mente. A menudo atribuimos al amor una coloración sentimental. Lo vemos donde sólo existe una dependencia afectiva o un apego exclusivo a un ser. Este supuesto amor se nutre de nuestras esperanzas, de nuestras demoras, de nuestras necesidades de protección, de nuestros deseos de poseer o dominar al otro. Exigimos de él que satisfaga todos nuestros deseos, nuestros sueños, nuestras ilusiones de seguridad. Nos esforzamos para que entre en el mundo conflictivo de nuestros pequeños yoes crispados por miedos y heridas. El amor no está a nuestro servicio personal. Es ausente donde hay espera, posesión, sed de seguridad, necesidad de poseer. La mente manipuladora e inestable no lo alcanza. El amor está fuera de todo dominio mental. Es libre, como la vida. Es la necesidad egótica de seguridad que crea este desierto que nos empeñamos en llamar amor. Pero el amor sólo puede expresarse cuando la ilusión de un yo distinto ya ha sido trascendida. El amor no fuerza la entrada del caparazón forjado por el ego. No es la expresión de un proceso mental y no se puede provocar. Nos penetra libremente cuando ya no hay alguien que persigue algo, cuando la mente se apacigua, cuando estamos profundamente en el corazón de la vida. Se ofrece a nosotros en cuanto el yo se olvida de él mismo dentro del espacio de paz que se desvela. Permanentemente bloqueamos su movimiento intenso al expresarnos por medio del temor o del rechazo. No sentimos que estamos unidos a la totalidad, nos percibimos como seres separados, aislados, agredidos por un mundo hostil que no corresponde a
  • 9. nuestros deseos. Nos aislamos, nos cerramos a la energía que anima al universo. Nos apegamos a unos seres, pero nos falta la confianza que es la expresión espontanea del amor. Somos incapaces de abrirnos, sin motivo, en una atención sensible renovada de instante en instante, que desvela nuestra vulnerabilidad pero también nuestra grandeza. Cuando estamos en esta acogida, encontramos el amor en cada segundo de nuestra existencia, en cada detalle de nuestra vida cotidiana, un gesto tierno, una escucha paciente, una palabra agradable. El amor se encuentra en el respeto del camino de cada uno, en la atención sensible al sufrimiento del otro, en los cuidados a un cuerpo debilitado, en la aceptación de la impermanencia en el corazón de los seres y de las cosas. Es en el seno del silencio de nuestro ser profundo que el amor es percibido. Sentimos que emerge de este silencio, nos atraviesa y se difumina libremente alrededor de nosotros. Cuando dejamos que esté en contacto directo con nuestros espacio interior, en la humildad del yo, se despliega, alcanza a cada ser encontrado y vuelve, inalterado a su fuente. Esta energía es de una intensidad increíble, sin embargo su vibración nos penetra con dulzura. Nos sentimos entonces tan inmensos que ya no podemos infligir sufrimiento a los demás, ni a nosotros mismos. Vivimos sin miedo. Tenemos una mirada unificada sobre los seres humanos, los animales, la naturaleza, la vida. Estamos en una percepción de presencia continua, de no separación. La paz se instala en esta fluidez del presente continuo. Cada acontecimiento es vivido en una apertura sin condición. Lo absoluto es aquí, en este instante. No es otra cosa sino esta energía de amor que nos lleva y nos penetra. En cada segundo nos movemos en un océano de amor, mucho más grande y profundo que nuestra mente, sin embargo su realidad no es percibida. Es nuestro estancamiento egótico que nos da la ilusión de estar separados de la corriente universal y propaga el caos en la tierra. Es la profusión compulsiva de ideas para solucionar los problemas del mundo que nos extravía. En cuanto nos abrimos, apartando nuestras crispaciones egocentradas, se despliega lo que siempre ha existido: el amor, la expresión del Sujeto último de lo absoluto, de la unicidad. No experimentamos lo suficientemente esta potente vibración que nos lleva. No obstante todo es recorrido por esta sola y única energía. Nunca y en ningún lugar podemos estar fuera del amor. En cuanto lo manifestamos, despertamos a la unidad de la vida. Lo vemos en todo lo que existe; tenemos una visión global, integrándolo todo, sin escoger, sin discriminar. Hemos encontrado la esencia de cada cosa y la alegría suprema es presente. Ningún conflicto puede ya presentarse. El amor no tiene opuesto porque es la vida misma, una, infinita, que se cumple libremente en ella misma. Dejad que el amor se despliegue a diario y la vida se revelará ligera. La vía directa para realizar la identificación con el Ser verdadero es el amor. Es la llamada inmediata al despertar, al brotar espontáneo de la realidad, a la presencia. Permite cumplirse totalmente, estabilizando la realización. La intensidad de su energía barre todos los residuos de las experiencias pasadas. El amor es indisociable de la renunciación que conduce a la indiferenciación. La vía de amor es libertad porque la Gracia es libertad. Libertad y amor son uno. Es lo que se me permitió realizar en un impulso de confianza absoluta seguido por la absorción en el vacío y el silencio cósmicos, desvelándose así el conocimiento que emanaba de esta absorción. Nos descubrimos siendo la energía misma del cosmos, libres con su libertad… Este conocimiento es la luz misma de la conciencia. En mi libro “No tengamos miedo a morir “, escribía : “ el amor que eleva también para convertirse
  • 10. en poder de conocimiento, el amor que nos impregna totalmente y dirige el ser hacia el conocimiento intimo y profundo de lo que ama . Este conocimiento sólo es posible cuando un vínculo lo suficientemente potente nos une, en la renuncia a si mismo. Esta unión absoluta, inalterable, es la consagración de la manifestación de nuestro ser profundo en su experiencia terrestre de forma finita.”
  • 11. El despertar a la realidad El buscador de la verdad es un ser de pasión, entusiasta, audaz, perseverante, que deja que la vida se manifieste plenamente en él, dejando que circule libremente a través de su propio espacio. Este espacio es tranquilo porque está despejado, vacío de cualquier representación objetiva. “Se necesita un corazón ardiente dentro de una paz vacía y silenciosa” nos dice el Maestro Eckhart . La realidad no puede ser vista mientras no hayamos renunciado a nuestras identificaciones falsas, mientras el despojamiento necesario no haya sido llevado a cabo, mientras no hayamos comprendido que nada nos separa de nuestra esencia; es solamente nuestra mente que fabrica esta idea de distancia, que crea etapas y metas por alcanzar. Por lo tanto, la realización es inseparable del despojamiento, de la desnudez del ser. El despertar presupone dejar de lado un yo actor, el desvanecimiento de el que desea la iluminación. No ocurre nada mientras existe esta entidad que quiere conocer la respuesta a la pregunta: ¿ quién soy ¿ El despertar no puede ser provocado por un ego, él mismo objeto en este mundo fenoménico. La realidad intemporal tampoco puede ser descubierta por una mente siempre en movimiento, que se nutre del tiempo. Cualquier búsqueda es en vano, porque es mental y sólo puede provocar un estado psíquico particular. Ahora bien, el despertar no es un estado especial: es el retorno a la fuente de nuestro ser. Esta realidad siempre es presente pero solamente podemos verla cuando se detiene la mente. Entonces el tiempo se detiene. La realización de nuestra naturaleza eterna es ahora posible: estamos en la pura presencia, sin la espera del gran salto fuera del tiempo. El despertar es la realidad que se revela desde ella misma hacia ella misma. En este instante ya no hay ni cuerpo ni mente. Es el reconocimiento por la conciencia de lo que es, reconocimiento instantáneo, directo, sin intermediarios conceptuales. La conciencia se capta ella misma, en un impulso impersonal. Hay una fuerza misteriosa que permite este retorno hacia la fuente, este movimiento de la conciencia que penetra en ella misma y reconoce, maravillada, su naturaleza. Anteriormente, enseñanzas, lecturas, meditaciones habrán podido parecer necesarias para disolver el velo egótico y volver la mente transparente, para estimular la atención y la perseverancia como si se tratara de llamadas de gracia. No obstante, la gracia se da sin condición y sin esperar nada. Todo es posible en cualquier momento. El despertar siempre es repentino y sin motivo. No es una experiencia, inscrita en el tiempo y forzosamente dual, con alguien que experimenta y un objeto de experimentación. Por lo tanto, no hay que hacer nada particular, ningún esfuerzo en concreto. Al contrario, el despertar pone fin a la creencia en este concepto de una individualidad autónoma implicada en una actividad personal. En cuanto la mente entiende la futilidad de su deseo, se produce una renuncia propicia a la acogida. Los cuestionamientos, las proyecciones y los deseos se resorben. Hemos transcendido todos los miedos. Estamos dispuestos a darlo todo, a perderlo todo, sin posibilidad de retorno. Estamos preparados… pero no es nuestra acogida que crea la gracia. No hay causa para que se dé la gracia.
  • 12. Este salto fuera del tiempo se efectúa en el vacío silencioso. Uno no vuelve de este viaje último. El retorno aparente a este mundo va más allá de la dimensión relativa del espacio y del tiempo, que solamente es activa para la supervivencia del cuerpo y el funcionamiento armonizado de la mente. La muerte de todo lo que ha sido, la absoluta desnudez interior permite quedarse en esta profundidad donde todo es percibido como movimiento de la conciencia. El reconocimiento de la realidad absoluta no se manifiesta a través de discursos, prodigios o acciones que buscan convencer, tampoco a través de la soledad. Tan solo queda el Amor. A diario, esto se expresa en meditación constante, cualquiera que sean las circunstancias, con paz, con paciencia, con bondad, con humildad, con una atención amable hacia los que no viven esta libertad. El reposo es constante. No es un cese de la actividad sino un acuerdo sutil con la vibración cósmica. La realización de nuestra naturaleza es libertad. Una vez vista la última realidad, ya no existen identificaciones erróneas, ni reglas creadas por una mente que ya nada puede perturbar. La mente está restablecida en su unidad, ella también testigo, en armonía con lo que la contiene, la conciencia que abraza al universo entero. Ya no busca nada en el “exterior”, no se extravía persiguiendo objetos. Los pensamientos no desaparecen pero su aparición es objeto de una mirada neutra, libre de ellos. Todo lo que se vive se integra en la unidad realizada, fundamento último de la vida. Sí, el despertar produce un cambio en la mirada. Como ya no se identifica con lo percibido, se da cuenta de que es el continente de todas las percepciones. Esta mirada abraza a la totalidad, en el seno mismo de nuestra vida cotidiana dualizante. Nuestra conciencia implicada en una forma humana se ha vuelto conciencia impersonal, y eso explica esta unidad reencontrada con el cosmos, con el conjunto de la manifestación percibida como una aparición en el seno de este campo infinito. Y la unicidad es alegría… Separación y causalidad han desaparecido. La dualidad es vista como una ilusión unida a la manifestación, la multiplicidad como una apariencia, un reflejo de la fuente. El reflejo ya no se confunde con la fuente que él refleja. La conciencia ya no se “pierde” en los fenómenos porque sabe de manera irreversible que es la luz que permite ver estos fenómenos. Lo que somos es luz. Siempre está presente, y nada nos lleva hacia ella. La unidad se ve en la multiplicidad, la no- forma en la forma. Ya no hay sensación de diferencia: soy tu sufrimiento, soy también el espacio sin sufrimiento, en una misma vibración. La realización es esto, vivir en la no-separación en la visión global, unitiva de la vida, sin diferencia entre la fuente y la expresión, entre lo indiferenciado y lo manifestado, entre la realidad absoluta y la realidad relativa. La vida es una. Se vive instantáneamente, como una fuente brotando eternalmente y como un pasaje transitorio a través de formas limitadas. La única traba a nuestra realización, y el origen de nuestros tormentos, es creernos separados, distintos del resto del universo. El único cambio corresponde al hecho de que tenemos desde ahora una mirada unitiva sobre la vida. La mente en reposo ya no divide el mundo y ve en cada cosa el funcionamiento de la totalidad. En el vacío de la mente silenciosa, en la humildad de un yo que se desvanece nos abandonamos al flujo suave y potente de la energía de la vida. Su origen luminoso no tiene contrarios. Es esa realidad que nos empeñamos todos en descubrir detrás de las oposiciones de este mundo. Aspiramos a realizar esto que percibe directamente, con claridad, que nos hace penetrar en lo más profundo de cada acontecimiento. Para descubrirlo hay que atreverse a lanzarse sin miedo en la aventura de la vida, aceptar con
  • 13. todo nuestro ser su movimiento en apariencia contradictorio, penetrar intensamente en el corazón de lo que es en cada instante. El acceso a la realidad no está separado de nuestra vida cotidiana. Todo lo que aparece es la expresión de la energía cósmica, pura en su esencia. El sentido de nuestro destino terrestre es ir a la fuente de esta energía, ir hacia la morada oculta donde nos descubrimos uno, en un espacio infinito de luz y amor. Solamente la conciencia liberada de la identificación con una entidad distinta puede percibir claramente la totalidad. Estamos permanentemente en contacto con todas las manifestaciones de vida en el universo y cada uno de nuestros actos tiene una resonancia cósmica. En cuanto estamos en conciencia en el corazón de la vida, en cuanto expresamos plenamente lo que somos, tenemos una visión global de la vida. Esto es el despertar a la realidad: ser percepción global, mirada-espejo de la conciencia, presencia a todo lo que vive y presencia de sí mismo, cualesquiera que sean las innumerables experiencias que se presentan. Bien y mal, salud y enfermedad, vida y muerte ya no están separados. Hemos logrado la unidad. Nos sentimos reconciliados y libres, felices sencillamente porque vivimos. Estamos en comunión con todo lo que existe, con todo lo que aparece en el campo luminoso de nuestro espacio. La inteligencia de la vida ya se expresa como lo desea, sin trabas. En esta ausencia total de identificación, lo que es de toda eternidad puede aparecer. Es la conciencia contemplada por la conciencia. “El Sí mismo, cuya maravillosa esencia es luz, por el juego impetuoso de su libertad, primero oculta su propia esencia, para luego, repentinamente o paulatinamente, revelarla de nuevo en su plenitud. Y este advenimiento de la gracia es enteramente independiente.” Abhinavagupta –
  • 14. El Sujeto último: la Conciencia Nada puede decirse acerca de la conciencia. En cuanto hablamos de algo, o pensamos en algo, creamos una distancia, una separación. No obstante, la conciencia es lo que somos, nuestra verdadera naturaleza y la fuente de todo. La mente no puede captarla, ni explicarla, ya que el Sujeto último no puede pensarse. Está más allá de las formulaciones. Por lo tanto es imposible pensar en él, meditar sobre él o imaginárselo. Solamente podemos emplear palabras evocadoras para decir lo no calificable: energía, luz, silencio, vacío. Hablaremos pues de una representación mental de la conciencia. Somos la conciencia. Porque creemos que esto debe experimentarse, intentamos alcanzar esta realidad. Pero la conciencia no puede ser experimentada. El mundo y todos sus fenómenos pueden ser objeto de una experiencia, nunca la conciencia que los contiene. Creemos conocernos a través de todos estos objetos de percepción de la conciencia como el ego, el pensamiento, la sensación. Vivimos teniendo siempre conciencia de algo. Pero los objetos no tienen realidad sin un sujeto que los observa. Este sujeto, el Yo último, no puede ser percibido. Nunca podemos objetivarlo. En vano lo buscamos en los pensamientos, las emociones, las sensaciones que solamente son sus reflejos, sus expresiones temporales. La conciencia no puede ser asociada con nada aparente, no es perceptible por los sentidos, no puede ser captada por el pensamiento. Se manifiesta a través de ellos pero permanece desapegada. Si nos olvidamos de ella sigue estando aquí. No podemos alejarnos de nosotros mismos. Así que, dejemos que se abandone a ella misma. Aunque no pueda ser objeto de percepción para ella misma, sabe reconocerse. Aceptemos el hecho de no poder encontrarnos en la proyección, en la sensación corporal, en la comprensión o en la percepción mental. La conciencia es lo que somos más allá de los movimientos que van y vienen. A causa de la identificación con el cuerpo, el yo que es objeto de percepción como los otros objetos, se toma por el sujeto autónomo que actúa. Cuando la realización repentina pone fin a la creencia de que hay una individualidad autónoma que busca y actúa, nos queda una mirada testigo, neutra, una observación. Este darse cuenta de que somos conciencia no es una experiencia que necesite de alguien. Surge cuando la experimentación se detiene por ella misma, en el momento en que el sujeto se reconoce como el espacio en el seno del cual todo aparece. La conciencia es entonces conciencia de sí misma, pura, vacía, ya no es conciencia de algo. Cuando experimenté la “muerte”, mi conciencia se realizó espacio infinito, conciencia universal. Estaba viva, completamente viva. Incluso cuando no somos conscientes de algo, lo que somos verdaderamente no deja de ser. Es porque no hemos realizado nuestra verdadera naturaleza que creemos que nos morimos cuando el cuerpo desaparece o que los pensamientos se paran. La conciencia no es un estado. Es la esencia de la vida, es eterna. Es por la conciencia que todo es percibido. Ella ve el espectáculo del mundo manifestado por ella misma en un campo que no es otro que ella misma. Esto no significa que este espectáculo sea irreal, pero es falso considerarlo como una realidad absoluta, es decir que existe por ella misma. Todas las percepciones, todos los objetos no pueden existir sin una energía luz que los alumbra: la conciencia. La totalidad de la manifestación es una aparición en la conciencia . Todo lo que es percibido, visto, aparece en ella. Cada pensamiento, cada acontecimiento es un
  • 15. movimiento en la conciencia, provocado por ella. Todo es objeto para la conciencia, el Sujeto último no conocible. El hombre es parte de lo manifestado del mismo modo que el mundo. El mundo no ha sido creado para el hombre. Los animales, las plantas, la tierra no son diferentes de nosotros, aunque no vivan del mismo modo. Todo participa de la misma expresión. La conciencia es una y lo abarca todo. Las diferencias sólo existen en la mente. En cuanto se para la conceptualización la paz es presente, el silencio, la percepción pura, porque solamente aflora la conciencia. Es pura presencia. La energía de su juego puede obrar libremente cuando todo nuestro ser expresa con evidencia esta pura presencia. La conciencia es omnipresente, en cada criatura, en la naturaleza y en la tierra. Cuando entendemos que todo es ella, la carga de los cuestionamientos y de los sufrimientos es enseguida abandonada. Todos los movimientos de la vida son percibidos por lo que son, manifestaciones en un tiempo y en un lugar dados. Vemos que todo lo que nace y muere es el reflejo de nuestra verdadera naturaleza, inmutable. Somos todo. La cuestión de la diferenciación entre bien y mal, limitado e infinito, servidumbre y liberación ya no se plantea. Está claro que el universo es una única y misma sustancia y que somos inseparables de él. Cuando nos encontramos con alguien, cuando vemos algo, nos encontramos y nos vemos a nosotros mismos. Es una misma realidad, un mismo espacio vacío. La conciencia es este espacio vacío. A causa de la existencia de formas variadas, el espacio interior parece diferente. Pero, cuando la forma desaparece, el espacio interior se vuelve uno con el espacio universal. Siempre ha sido así… En nuestra dimensión terrestre, dejamos que nuestra conciencia funcione como una entidad condicionada por lo que manifiesta. En cada experiencia, este espacio de percepción se identifica con el cuerpo y genera el sentimiento de un yo. Incansablemente, nuestra mente formula juicios sobre la multitud de fenómenos que aparecen, neutros en su fuente. Nuestra existencia se vuelve una sucesión de deseos y miedos, una lucha, en definitiva. Cuando todo lo que surge es la vida misma, pura en su esencia, que se ofrece a nosotros por y en la conciencia. Todo emerge desde este espacio y se desarrolla en este espacio. Se trata de entender que nada depende de algo exterior creado por la mente. Cada fenómeno está dentro de nosotros, como expresión visible de la realidad una. El destino que es una sucesión de circunstancias unidas al tiempo, emana de este espacio vacío. Así, cada acontecimiento es importante y debe ser considerado como una bendición. Debemos acoger todo en el silencio de nuestra conciencia intemporal. Todo emerge desde allí y volverá allí en el movimiento perfecto que es. Nuestra individualidad es un reflejo en la energía luz. No soy el reflejo: Soy la conciencia. No es la conciencia que se dice sujeto, porque en ella no hay ninguna separación. Ella es todo, la sustancia de todas las manifestaciones. No hay ninguna distinción fundamental entre lo absoluto y el mundo manifestado. La última realidad y sus objetos de expresión son uno. Todo lo que existe es la conciencia, en la cual todo surge. Cuando toda la manifestación es percibida como una aparición en el seno de la conciencia, la mente ya no busca nada en el exterior. ¿En el exterior de qué? Está incluida ella misma así como los objetos que persigue. “Yo” es presente en todo y todo está en Él.
  • 16. Nada está separado de la conciencia. Por este motivo no podemos objetivarla. Todo lo que puede ser experimentado o incluso solamente observado, no es la conciencia ella misma. Incluso cuando el silencio es percibido, no es lo que somos. Es un reflejo, una emanación. Lo que somos verdaderamente es la percepción ella misma, la observación ella misma, en la ausencia de observador y observado. La conciencia es observación y a ella no le sucede nada. Nunca es alterada, pase lo que pase, sea cual sea el acontecimiento que experimentamos o el sufrimiento que sentimos. Somos esta observación inmutable y no el espectáculo que se desarrolla continuamente y al cual nos identificamos por error. El mundo puede desaparecer en este instante. La conciencia es. No está unida al mundo, no se preocupa del final de los fenómenos o de las formas de vida. Nunca se ve afectada por los cambios, las desapariciones, por todo lo que refleja. Siempre conserva su naturaleza indiferenciada, incluso a través de sus expresiones limitadas. Es el continente de la totalidad de lo manifestado y también de lo no manifestado. Cuando es sin objeto, es conciencia infinita, impersonal, sin forma, sin causa. También se la puede llamar vacío, plenitud, silencio. Es lo que somos de toda eternidad. Somos, en este mismo instante, este receptáculo sin límite, luminoso, intemporal, esta vacuidad silenciosa en el seno de la cual todo se produce. Somos en esencia en cada cosa, los unos dentro de los otros en el seno de una misma sustancia cósmica. No hay nada que alcanzar de lo cual estemos separados. Cuando el espacio está libre de la mente divisora, cuando es apacible, totalmente abierto, la conciencia aflora y nos hace percibir la realidad última dentro de la multitud de los fenómenos que se manifiestan. Esta parte eterna se revela en cuanto todo nuestro ser se abandona a lo que le es propuesto. No está unida a nuestra personalidad, no depende de nuestros pensamientos, tampoco de nuestros actos. No tiene nada que ver con nuestro sufrimiento, ni con nuestra espera de la felicidad. Ella es el flujo ininterrumpido presente en todas las formas, este testigo que observa en silencio todo lo que aparece y desaparece en su campo. No tenemos que hacer nada sino descubrir dentro de nosotros esta fuente silenciosa que resplandece bajo las dimensiones infinitas del universo y absorbernos en ella. “Oh tú que buscas el camino, vuelve sobre tus pasos, pues dentro de ti es donde se encuentra el secreto “. (Ibn Arabî)
  • 17. El funcionamiento de la mente La mente es, a la vez, la causante de todas nuestras preocupaciones, alimentando deseos y angustias, creando el concepto de un yo separado, y la llave que nos permite comprender este viaje terrenal emprendido por la conciencia. No se la puede condenar en si misma ya que puede ser un aliado y permitirnos entender que no somos tan solo este flujo mental. Sin embargo la hemos dejado ejercer un dominio absoluto sobre la vida y parasitar el conjunto de nuestras existencias. La mente se agota queriendo cambiar lo real fabricando ideales, creencias y certezas, formando una representación de lo que es, paralizando así el movimiento perpetuo de la vida. Crea esta realidad terrenal, constituida por ilusiones de las cuales se ha llenado, establece el yo y el mundo fuera del yo, el sujeto que pensante y el objeto pensado, sin realidad autónoma. Pensar desplaza la mirada hacia el objeto. La actividad mental nos proyecta hacia los objetos, y crea la creencia de una separación, de una distancia, desplegando su energía en el tiempo. Estamos tan acostumbrados a dirigir nuestra mente hacia el exterior, hacia los objetos que la retienen y la distraen que solamente vemos lo que la llena. La dejamos ejercer sin cesar una presión sobre cada cosa que se presenta, creyendo controlarla reteniendo ciertos aspectos y rechazando otros. Nos lleva a vivir con la ayuda de conceptos en lugar de dejar que la vida se realice a través de nosotros. Obstruida por todo lo que acumula, es incapaz de reflejar la situación del momento presente tal como es. La mente nos enseña la diferenciación. Está implicada en toda experiencia de dualidad. Funciona por comparación y oposición. Nos identificamos con esta diferenciación, la pensamos como si fuera el fundamento de nuestra realidad. Sin embargo, no hay dualidad: los dos polos no están separados sino en interacción. La mente es la causante de la separación entre dos opuestos que son inseparables, que no pueden existir el uno sin el otro en la expresión de la vida. Está condicionada para excluir lo que parece inaceptable. La interdependencia de los opuestos es el fundamento mismo del movimiento de la vida. Nuestro problema nace cuando intentamos suprimir uno de los dos opuestos. La dispersión, la sumisión a las distracciones incesantes que alimentan el flujo de pensamientos, la ausencia de descanso, de estabilidad, la búsqueda perpetua es lo que caracteriza habitualmente nuestra mente y la vuelve permanentemente ansiosa y cansada. Está casi siempre dividida, deseo o rechazo. Las opiniones incesantes hacen que nuestra existencia sea compleja. Comparamos, cogemos o rechazamos. Excluimos cuando la vida lo incluye todo. Cada acontecimiento ha de pertenecer a una categoría. Nuestra mente atrapada en la dualidad y la temporalidad sólo sabe juzgar si un acontecimiento es feliz o infeliz. Es incapaz de captar en profundidad la realidad de una situación, e incapaz de percibir la inteligencia infinitamente extensa que preside al enlace de las circunstancias. Olvidamos la unidad o la buscamos con el pensamiento estructurado yo/otro, sujeto, objeto.
  • 18. Para trascender la división, la mente debe reconocer la limitación de la relación sujeto/objeto, y luego sus propias limitaciones. Podemos ser conscientes del funcionamiento de nuestra mente. Por lo tanto, no podemos ser esta mente que nos arrastra hacia donde quiere en sus creencias, emociones y sufrimiento. La mente es una función, no lo que somos. Aceptar que sea sólo un instrumento, el del ser profundo, la conciencia. Hacer que mire hacia dentro, no con esfuerzo, sino como un movimiento natural en el seno de la conciencia. La naturaleza de la mente es movimiento. No hay que esforzarse en bloquear este movimiento ya que el pensamiento es un medio de experimentar la vida y este esfuerzo es únicamente mental. Todo esfuerzo para controlarla solamente puede hacer que se vuelva más hábil y conducir al fortalecimiento del ego. No se trata de ser sin mente, sino de estar libre de la mente. O sea, no ser únicamente un conjunto de deseos y miedos. No hay que oponerse al movimiento natural del pensamiento, pero hay que dejar de alimentarlo considerándolo como real y ver que su fuente está vacía. Somos este espacio silencioso y vacío en el seno del cual el pensamiento aparece. Esta Realidad última está fuera del alcance del pensamiento. El cuestionamiento sobre el sentido de la vida y sobre nuestra verdadera naturaleza nace necesariamente de la búsqueda de la mente. Pero sólo puede preguntar, y rápidamente conceptualizar y por lo tanto dudar. No puede dar la respuesta: la realización de la Realidad no puede ser objetivada, el Sujeto último no puede ser objeto de conocimiento. En su búsqueda, la mente puede entender hasta cierto punto la naturaleza de la Realidad, pero no puede realizarla. Si encuentra una respuesta, sólo puede ser ella misma, y en esta ilusión creada, va a concebir una realidad mental que luego se empeñará en explicar. En cuanto se para la conceptualización, la percepción pura emerge. Con ella, la paz. Ella es nuestra naturaleza original. Las dificultades y el sufrimiento aparecen cuando ya no estamos en contacto directo con el flujo de la vida, cuando la mente pone una distancia entre lo que piensa vivir y la realidad. Podemos muy bien vivir sin una actividad mental incesante, acogiendo las percepciones tales como se presentan, sin analizarlas o juzgarlas, sin fabricar imágenes. Que haya simple observación de cada fenómeno, pensamiento, emoción, sentimiento, sin calificaciones, sin juicio. Observar no es analizar. Solamente una atención aguda y sensible de los mecanismos de la mente, de sus esquemas repetitivos y condicionados. La atención que acoge es una posición de mirada neutra. Acogemos todo lo que se presenta a nuestra mente, un conjunto de fenómenos vistos por la luz de la conciencia. ¿Quién observa? Nuestro ser profundo, que demuestra en esta observación que él no es la mente. No podemos verle este ser verdadero, no podemos conocerle como un objeto y conceptualizarlo. Es aquí donde reside el problema para nosotros cuando vivimos identificados con la mente. Los pensamientos se sostienen únicamente por nuestras identificaciones. Ser testigo de nuestros pensamientos, sin identificación.
  • 19. Observar no desencadena una sucesión de pensamientos. En la observación, la energía de la mente se tranquiliza. Apacigua su funcionamiento parásito, vuelve a su justo lugar, ya no nos lleva a reacciones de miedo, de agresión o desánimo. Un desapego surge y la energía ya no alimenta a la mente sin cesar. Su funcionamiento disminuye por si mismo, sin coacción, por la sola observación de sus movimientos. Se tranquiliza a través de la atención, sin esfuerzo. Ve sus limitaciones, se vuelve humilde, receptiva, abierta. Sigue funcionando, pero los pensamientos brotan del silencio, nuestra realidad profunda, no del intelecto. Los pensamientos aparecen, desaparecen, percibimos su naturaleza vacía, simples reflejos en el campo de la conciencia. Entonces ya no hay traba al fluir de la conciencia pura y la verdadera inteligencia puede obrar. A partir de aquí la intuición emerge: es la respuesta inmediata a la vida, sin el intermediario de conceptos. Viene del corazón, no del intelecto. Capta la realidad de manera sintética, en la coexistencia de los polos. La mente puede tener cierto conocimiento de la inteligencia que sostiene la vida, pero no puede tener de ella un conocimiento total. Es parte del mundo fenoménico.¿ Cómo podría ir más allá de los fenómenos, abrazar lo que la abarca? Lo que es infinito, sin forma, no puede ser abarcado por la mente, siendo ella misma el obstáculo a la respuesta que busca. Que lo reconozca, en una humildad reencontrada, es su única realización posible. Y estará en reposo, establecida en su fuente, transparente, sin juicio, sin opción. Entera, sin ningún conflicto, se convertirá en el instrumento del funcionamiento de la vida en su globalidad. Lo que hay más allá del pensamiento sólo lo sabemos cuando el pensamiento se detiene. El pensamiento es impotente a la hora de descubrir la verdadera naturaleza de la vida, porque es memoria y tapa la realidad, el brotar siempre nuevo del movimiento de la vida. Con sus esquemas repetitivos encubre el juego libre de la vida. La mente está hecha de pasado y de su reactualización en la proyección hacia el futuro. Siempre en movimiento, no puede captar el momento presente. En cuanto interviene, el contacto con el momento presente se rompe. El proceso del tiempo psicológico se ha puesto en marcha. Entonces todo se mira a partir de la memoria y todo es evaluado a partir de condicionamientos. Cuando la mente se calla, el tiempo se detiene. Estamos en el momento presente, o sea en la Realidad. La realización de nuestra intemporalidad, de nuestra verdadera naturaleza es entonces posible. Realizada la última realidad, ya no existen reglas, ni ilusiones creadas por una mente que ya nada viene a turbar. Descansa, sin división, en armonía con el flujo de la vida, con la fuente de cada cosa. La conciencia se refleja tal como es, pura, sin deformar, en esta mente estable, relajada, calmada. El reposo es lo que somos de forma natural. En esta visión global de la Realidad, la mente en reposo deja brotar y después reabsorberse lo que se presenta, sin conceptualizar, sin dividir nada. Entonces, la energía del amor puede fluir.
  • 20. El ego y sus deseos El ego es un elemento funcional que existe mientras existe este complejo cuerpo-mente. Tiene una existencia fenoménica. Así que no se trata de suprimir algo. Esta entidad es la vida que se expresa en esta dimensión terrenal y temporal, a través de aptitudes y características relacionadas con este cuerpo-mente. Es una expresión natural de la vida. El problema surge cuando el ego intenta adueñarse de esta expresión y dice: soy yo quien decide, quien actúa. El sentimiento de un yo actor, de una identidad separada que actúa, es la identificación con este cuerpo-mente, con lo que es solamente una expresión temporal del verdadero Sujeto. Esta identificación implica la creencia en un actor que sería el creador de los pensamientos y de los actos. Puede serlo temporalmente, pero al final, siempre decide la vida. El sentimiento obstinado de un yo autónomo nace de la afluencia incesante de pensamientos, emociones, experiencias que consideramos nuestros, convencidos de que el yo está en su origen. Sin embargo los pensamientos y las experiencias son impersonales si no nos adueñamos de ellos. La creencia en un actor es un concepto nacido de la presencia del cuerpo. La mente maravillada por lo que experimenta, se apoya en él, reforzando así la idea de un yo que vive personalmente todas estas experiencias a medida que se desarrolla su historia existencial. Hay que disolver este concepto que pertenece a la construcción mental dual, esta idea de un yo separado y actor, y no la expresión natural de la vida, reflejo de la fuente. Las tentativas para reprimir esta expresión de la vida están en el miedo frente a ella, un pensamiento que refuerza el concepto de ego y exacerba la identificación. De nuevo es el ego que se rechaza a sí mismo, que actúa y se refuerza en esta acción. La vida, ella, no busca rechazar sus expresiones. No excluye nada, lo incluye todo. Es la mente con su repetición de memorias, que tiende a condicionar y a cristalizar la energía de esta expresión de la vida, manipulando la realidad para someterla a los deseos proyectados por el ego. Los deseos fabricados representan un atractivo para la mente en este mundo de objetos. De esta manera, un yo se siente existir, en el apego, la posesión, el dominio. Sin esta apropiación permanente, el yo no es nada. El vacío es la naturaleza misma de la manifestación. Cada forma es vacío. En cuanto ha obtenido lo que deseaba, el ego sale en seguida en búsqueda de una nueva posesión, de un nuevo apego con la memoria de lo que acaba de perder o de ganar, con la cristalización de sus deleites y de sus heridas. El miedo a perder genera tensiones interiores, conflictos con los demás y por consiguiente sufrimiento. Sólo miramos la vida desde esta entidad repleta de deseos, miedos y resentimientos. Esto limita considerablemente el potencial de nuestras existencias. Somos incapaces de tener una visión global de la vida. Un ego fuerte que proyecta sin cesar deseos de apropiación, de dominación, es fuente de complicaciones porque nos impide armonizarnos con el flujo energético del universo. Los problemas actuales del mundo están relacionados con estos comportamientos egóicos reforzados. Nuestras individualidades se identifican con los deleites y pesares que se presentan, aferrándose a unos y rechazando a otros, y así bloquean el flujo de la vida, impidiéndole desarrollarse según su propia inteligencia. Los deseos generados por este yo que se toma
  • 21. por un actor nos dispersan en este mundo de fenómenos y crean el hábito de identificarse con lo que vemos. El deseo nace en cuanto la vivencia no corresponde a lo que espera el ego y mientras es presente la ilusión de separación con la realidad. Poco importa que el deseo sea elevado. El deseo siempre supone la presencia de un yo centrado en él mismo, a la espera de un resultado, una gratificación, y que se siente herido si no recibe lo que espera. El fundamento del sufrimiento es: deseamos algo diferente o que no está. Nuestras heridas son proporcionales a nuestra creencia en la realidad de esta idea de individuo separado y actor, y del apego que le tenemos. En cuanto la realidad es vista como lo que soy, ¿dónde está el deseo? El cambio de visión es un cambio de perspectiva sobre uno mismo, un retorno a su ser profundo, a la fuente. Para encontrarse, hay que aceptar dejar morir todas las expresiones de la vida. No hay nada que añadir, sino quitarlo todo. Es el deseo de permanencia de un yo en el seno del movimiento incesante de la vida que nos hace sufrir tanto. Nuestro sufrimiento se aleja por si solo si sabemos morir cada día a nosotros mismos y a todo lo que se presenta. Vivir, es abandonarse a este movimiento de renuncia que la vida nos invita a efectuar para así cumplirse plenamente a través de nosotros. La apertura al espacio de libertad donde todo tiene lugar, donde la vida toma conciencia de ella misma, sólo puede producirse si morimos a todo lo que se manifiesta, a todo lo que se apega nuestra mente y que obstruye este espacio, a todo lo que llena nuestro ego y hace de pantalla a la tranquilidad original de nuestro ser verdadero. Esta renuncia es insoportable para el ego nutrido por los deseos. No obstante, en cuanto el funcionamiento egocéntrico ha sido identificado, y con él, el apego, las exigencias y las pretensiones, entonces las proyecciones egóticas, causantes de deseos constantes y sufrimiento cesan naturalmente. Hay abandono de cualquier implicación personal y la vida se vuelve armoniosa, fluida. No es el ego que ha renunciado a algo. Simplemente ya no hay implicación. Nos queda una alegría pura, sin causa, que es nuestro estado natural. Solamente somos canal, vía de expresión de la conciencia. En este camino de renuncia somos colmados en la medida que abandonamos nuestro yo. Sin voluntad de imponer nuestro ego para controlarlo todo, estamos conducidos desde el interior. En este consentimiento, conservamos una personalidad, características propias, pero la idea de un yo centrado en exigencias y deseos ha desaparecido. Seguimos funcionando, sin embargo nos hemos vuelto el instrumento de la energía inteligente que obra a través de nosotros. Nos volvemos tan libres como ella. Nuestra existencia a partir de entonces, es más dinámica, más creativa en el seno de este espacio amplio y abierto. En este estado sin identificación al ego, nuestros actos, libres, son la expresión de la alegría, y no el resultado de un deseo o de una obligación. Son justos porque no están nunca en contradicción con la vida. La libertad es el andar sin equipaje, sin apego a nuestro yo y a otras individualidades, sin dependencia de experiencias, resultados o metas. En esta acogida de cada cosa que se presenta, las resistencias y las tensiones que generan sufrimiento desaparecen. Cuanto más permanecemos en la acogida, en la atención sin motivo, en la observación sin conceptualización, menos nos objetivamos como imagen de un actor separado. En la observación, ya no estamos implicados. Estamos en la espontaneidad, en el primer momento de la percepción pura, en perfecto acuerdo con lo que es. Si conseguimos
  • 22. permanecer allí en conciencia, sin posicionarnos como un yo frente a un no -yo, los pensamientos y los actos reflejan la situación tal como es, sin que haya alguien para apropiarse de ellos. En la atención, el cuerpo y el pensamiento funcionan de manera distendida, los condicionamientos que constituyen el ego ya no están alimentados. Por lo tanto van a disolverse naturalmente. El yo ya no está alimentado y se disuelve en el silencio. El Sujeto último es este silencio. Observar simplemente los movimientos de la personalidad, que es solamente un reflejo de lo que somos. En la observación neutra, somos verdaderamente nosotros mismos. Mientras nos concibamos como identidades separadas, viviremos en la superficialidad de nuestro ser verdadero, en su reflejo. Y viviremos en el sufrimiento de este sentimiento de separación. En este sentimiento anida el germen de conflictos, violencias y guerras. El obstáculo al amor es este concepto de una identidad separada. No hay otros. Mientras obra, el ego crea problemas que luego se empeña en resolver. Esto no tiene fin. Bloqueados, estancados en el egocentrismo, no tenemos otra salida que la de interiorizarnos, ir más allá de las oposiciones yo/otro, sujeto/objeto, reencontrar nuestro centro, este yo cósmico. En realidad, no dejamos nunca este centro, pero dejándonos llevar por múltiples experiencias, sin saberlo, estamos en este centro de manera agitada y atormentada, y no en conciencia. Nos dejamos guiar por este yo, para vivir mentalmente en la periferia de nuestro ser profundo. Creemos que estamos separados de la totalidad y solamente vemos la realidad como múltiples fragmentos limitados. Ya no vemos el sustrato único, la conciencia. A lo largo de nuestra existencia, dejamos nuestra conciencia funcionar como una entidad condicionada por todo lo que manifiesta. En cada experiencia este espacio de percepción se identifica con el complejo cuerpo/mente generando así el sentimiento de un yo separado. Esta individualidad que tan solo es una expresión de la pura conciencia, está tan maravillada por los acontecimientos que le afectan que se olvida de la fuente. Ahora bien, cada cosa que se presenta es la vida que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. Todo es don de una inteligencia sin límite obrando en cada hecho que sucede. Esta inteligencia es la energía cósmica, el infinito y creativo movimiento universal que se revela en cada circunstancia a través de una forma fuera de toda implicación de un yo. Todo fluye con facilidad cuando ya no son nuestros egos que desean, sino las fuerzas de la vida que actúan a través de nosotros y nos conducen a donde quieren. Todo lo que se nos propone es justo porque es la inteligencia en el corazón de la vida que nos lo propone. Es solamente este yo que se cree herido por la vida. Todos somos capaces de vivir como observadores tranquilos con gestos libres de agitación y de pretensión. Permanecemos así en el silencio de nuestra parte eterna. Es dentro de este espacio silencioso que el yo se desvanece. Somos este espacio vacío. Abandonarse al movimiento del universo se produce en la humildad del recogimiento de este yo centrado en sus pretensiones. Tenemos que aprender a retirarle del campo de la realidad cotidiana a fin de percibir, en el fondo, el espacio silencioso. El amor y la paz son su sustancia. Este espacio es la esencia de nuestra conciencia que lo abarca todo. Cuando le permitimos ser plenamente presente detrás de cada hecho cotidiano, la alegría es permanente porque ya no guarda relación con las intenciones del ego. Dejamos de ver la vida como algo que se despliega en el exterior partiendo de una entidad personal. Estamos entonces verdaderamente en la vida, vivida para ella misma.
  • 23. Ya no actuamos en función de esta entidad y de sus deseos, sino que la utilizamos simplemente y la dejamos volver a su fuente sin apegarnos a ella. El yo es solamente la expresión efímera de esta fuente de movimiento eterno, y en este juego terrestre donde se mueve la conciencia, él es objeto de conocimiento, de observación. Por lo tanto no puede ser el Sujeto último. Confundimos esta expresión con su fuente. Confundimos la vida, una, eterna, con sus expresiones múltiples, efímeras, que tienen la capacidad de reflejar la vida tal como es. Invirtamos nuestra mirada, estemos en el lugar desde donde emerge la vida y sus manifestaciones. Observémoslo todo desde este lugar inmutable, y no a partir de la manifestación, es decir lo transitorio. El yo, con el soporte de la mente, se proyecta sin cesar hacia el exterior, persiguiendo deseos, dejándose distraer e impresionar por todas las experiencias que encuentra y que personaliza, cuando las experiencias son tan solo la vida que se vive a través de nosotros. Con la desaparición del concepto de un yo actor, desaparece también el sentimiento de separación. La mente, que ya no está dividida, descansa y puede expresar con precisión, a través de este yo, el flujo ininterrumpido de lo que emerge del origen silencioso. El yo refleja para qué ha sido previsto: la vida. Se trata de verlo así, como una expresión de lo que lo contiene. Expresa la vida y la inteligencia en el corazón de la vida. Nuestra naturaleza verdadera es la vida, tanto en su fuente como en su expresión. Aceptemos el yo como una expresión de lo que somos, no lo que somos. No confundamos la expresión con su fuente. No nos impliquemos en lo que representa esta expresión, en pensamientos y actos. No nos apeguemos a la expresión cuando ya no tiene motivo para manifestarse. La idea de un yo separado desaparecerá así naturalmente. Que el ego sea la expresión espontánea de la energía de la vida. El bloqueo de la energía es un proceso mental. La percepción pura, que es la energía brotando directamente del Corazón, es habitualmente transformada mentalmente según los deseos del ego. Este bloqueo conduce al sufrimiento. En cuanto hay acogida el ego abandona sus exigencias. Se desvanece en esta mirada neutra. Somos más que un pequeño yo. Somos lo que lo contiene.
  • 24. El sufrimiento El sufrimiento aparece en cuanto hay una implicación de todo el ser en lo que se presenta, identificación total a un movimiento que sólo existe temporalmente en el seno de la conciencia. El sufrimiento está asociado con el sentimiento de un yo autónomo y activo, que ocupa todo el espacio interior, y se apoya en el funcionamiento de un pensamiento dual y la creencia en una permanencia de lo manifestado. Su raíz es la identificación errónea con lo que sólo son expresiones del ser verdadero, un cuerpo percibido a través de los sentidos y un aluvión incesante de pensamientos/conceptos. Es el olvido de este juego de la conciencia que consiste en limitarse y esconderse a través de formas temporales, para luego reconocerse mejor al final del viaje. Es la historia varias veces milenaria del ser humano, el cual, una vez instalada la confusión, busca iniciar el camino en el seno de su propio espacio para reencontrar la realidad de su verdadera naturaleza. El sufrimiento es un rechazo de la mente a lo que es en cada momento. Nace de las tensiones y resistencias al flujo de la vida. La mente, soporte del ego que quiere controlarlo todo, crea sin cesar una realidad existencial ilusoria con la cual nos identificamos, olvidando que tan sólo es una creación del pensamiento. Tomamos sus concepciones como fundamentos de la realidad, que se vuelven luego fundamentos de nuestro sufrimiento. Si remontamos al nacimiento de un sufrimiento, encontramos siempre un pensamiento, vibración efímera que ha surgido a partir de un acontecimiento propuesto, y que ha sido prolongado aunque este acontecimiento ya no exista. Podemos ver como todos nuestros hábitos nacen de estos pensamientos memorizados y siempre reactualizados. Llevamos una carga mental de sufrimiento que se acrecienta a medida que avanzamos por nuestro camino de ignorancia, constituido por nuestros apegos a las experiencias, a las situaciones, a todos los acontecimientos destacados, pero también a todas las peccata minuta (del Latín: poca importancia) de nuestras existencias, y que generan residuos que invaden nuestro espacio. Atravesamos la vida cargando con la memoria de nuestras decepciones, de nuestras cóleras, de nuestros rechazos, con las cicatrices dejadas por todas las experiencias dolorosas que nos hemos atribuido mentalmente. Nos percibimos como seres aislados, agredidos por un mundo que creemos hostil porque no se corresponde con nuestros deseos. El sentimiento de un yo separado, que es la identificación con un cuerpo/mente, nos hace vivir siempre a la defensiva, en una relación conflictiva con los demás. No somos capaces de relacionarnos con confianza, de escuchar sin enjuiciar. Nos falta comprensión y amor porque nos hemos aislado en el seno de la gran corriente de energía que anima al universo. Preferimos apiadarnos de nosotros mismos y sentirnos víctimas en lugar de ver que somos responsables de nuestras heridas, y que es en nuestro interior que se crea el sufrimiento. Todas nuestras penas nacen de los pensamientos. Mientras nos identifiquemos con estas creaciones dolorosas de la mente, parecerán reales; mientras nos tomemos por este movimiento efímero de vibraciones al cual nos apegamos, conoceremos la desesperación. No entendemos el sentido de lo que la vida nos propone. Buscamos causas y remedios en el exterior. Esperamos protegernos de la desdicha, de la enfermedad, de lo imprevisto dándonos la ilusión de que lo controlamos todo. Así vivimos en el sueño de una felicidad permanente, con la seguridad de una existencia de bienestar, hasta que la vida nos sacude. Entonces, solamente vemos nuestras dificultades, nuestras luchas, nuestros
  • 25. sufrimientos. Consideramos nuestra existencia difícil, desesperante, incapaz de responder a nuestras necesidades infantiles de protección. Pero, el camino es como es, y la vida es perfecta tal como se nos ofrece. En nuestra desconfianza querríamos que fuera otra y la convertimos en algo penoso. La energía de la vida nunca nos es hostil, ya que esta energía es nuestra esencia. Por lo tanto ningún acontecimiento propuesto puede sernos contrario, ya que, en realidad, somos nosotros mismos que nos lo proponemos. Si dejamos que se cumpla tal como lo expresa su flujo de energía, todo nuestro ser se desplegará entonces en el sentido previsto por la inteligencia que lo sostiene... Los acontecimientos están en perfecta concordancia con lo que debemos y podemos vivir. Lo que vemos como una prueba nos es propuesto para sacarnos de nuestra inmovilidad, para hacernos reflexionar acerca de nuestras certidumbres, y, finalmente para pararnos en nuestras conquistas exteriores. Cada movimiento de la vida nos desvela la Realidad, nos invita a ir más allá de la apariencia de los contrarios, felicidad/desdicha, bien/mal, salud/enfermedad... Nuestro sufrimiento no proviene de la energía de vida en sí, sino de nuestro rechazo en dejarnos atravesar libremente por su movimiento. Es este rechazo que se trata de ver. Todo es don. Cada cosa que sucede es la vida, pura en su esencia, que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. Todo emerge desde este espacio inmutable donde la vida se mueve libremente. Así cada acontecimiento es valioso y debe ser considerado como una bendición. Sin embargo, a menudo, su significado se pierde porque no estamos dispuestos a escucharlo, o tenemos de él una visión parcial, seleccionando los acontecimientos y rechazando los que consideramos como difíciles. Solamente la percepción global del acontecimiento permite darle un sentido diferente que el de necesidad molesta y generadora de adversidades. El nacimiento de un sufrimiento depende totalmente del color que nuestra mente da al hecho que se produce. Una vez instalado, se refuerza en la creencia de que somos lo que experimentamos. Pero somos la fuente de todas las transformaciones que se producen en el transcurso de nuestro destino terrestre, el espacio de paz y amor desde donde emergen. Todo tiene que acogerse en el silencio de este espacio, la conciencia. Todo procede de allí y volverá allí, en un movimiento perfecto tal como es. No hay nada que tengamos que retener o rechazar. Cada acontecimiento que encontramos es un reflejo de la conciencia que somos, y una invitación a reajustarnos a la realidad tal como es. Sólo importa nuestra apertura acerca de lo que la vida nos ofrece. Esta es nuestro maestro siempre justo en sus actos. El sentido de nuestra estancia en esta tierra es penetrar siempre más intensamente en el corazón de esta vida, en su flujo incesante de percepciones y sensaciones, y ser cada vez más presentes en nuestra verdadera naturaleza. Cuando huimos de las penas, huimos de la vida. Las alternancias de alegrías y penas son el juego de la vida. Se trata de vivir sus expresiones, dejarlas expresarse y luego dejarlas desvanecerse, sin retener nada. Ellas son la proyección de la conciencia en ella misma, espacio libre. Tomemos el ejemplo de la enfermedad. Cuando estamos enfermos, tenemos la capacidad de percibir integralmente esta manifestación de la energía de vida tal como se expresa, sin la interferencia de pensamientos parásitos. Los pensamientos crean la separación, fuente de sufrimiento. No dejemos que nuestra mente separe el dolor de nosotros que lo percibimos, lo conceptualizamos, queriendo ir hacia una meta, aquí, la curación, meta que solamente genera tensiones y angustias. Hagamos nuestra la enfermedad, integrémosla a fin de abolir toda dualidad. Querer curarse a toda costa es señal de rechazo de la impermanencia en el seno de cada fenómeno. El cuerpo no es
  • 26. nada más que una forma aparente de nuestro ser verdadero. ¿Por qué conocería solamente el estado de salud? Respiremos lentamente, en conciencia, a fin de calmar las emociones vinculadas a la enfermedad. Es en el corazón de nuestra respiración que podemos percibir la inteligencia de la energía de la vida. Su fuente nunca se degrada, nunca se ve alterada. La enfermedad es un aspecto temporal de esta fuente que se expresa así en este momento de nuestro viaje terrestre. Cada cosa que experimentamos tiene sentido. La enfermedad puede llevarnos a nuestro miedo más profundo, el de la muerte. Puede indicarnos un reajuste, invitarnos a tener más paciencia, más sabiduría, más amor, ofrecernos la oportunidad del abandono de sí mismo, sin exigencias. Nos puede hace descubrir que no somos este cuerpo disminuido, sino la conciencia siempre pura que lo contiene. Comprendemos entonces que en un nivel absoluto, el de nuestra verdadera naturaleza, la enfermedad no existe y que no hay nada que curar… Aceptamos así, sin condición, que sea parte de nuestro viaje. La herida es una apertura, un corte en la coraza del yo, un acceso a nuestro ser íntimo. Nos invita a participar de manera diferente a la danza de la vida, a vislumbrar otra manera de avanzar con su movimiento perpetuo. Nos invita a forjar nuestra libertad interior abriéndonos. Cuando adviene una desgracia, dejémonos guiar por la fuerza misma de la vida contenida en este acontecimiento. Nos enseña el camino de vida que abraza la realidad relativa de este mundo y que nos lleva al descubrimiento absoluto donde todo es paz. Sentirse separado de la energía tal como se expresa en el acontecimiento es sufrimiento. La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta ahora, percibida en el espejo de la conciencia. Es el momento que vivimos en armonía con el movimiento universal. En cuanto perdemos el contacto con él, en la ilusión de una separación, nos apartamos de la vida, la vemos a la vez como algo que se despliega en el exterior de nosotros y como un movimiento personal, identificado a un yo. Vivir, es ser enteramente en el flujo impersonal de la energía, en el seno del movimiento de aparición y desaparición, sin deseo de permanencia, sin resistencia al despojamiento que la vida nos invita a efectuar para cumplirse plenamente en nosotros. Nuestro sufrimiento se aleja por sí mismo si sabemos morir a cada instante, sin cargar con cada acontecimiento mentalmente. Estamos arrastrados, nos guste o no, en este ritmo cósmico. Todos los fenómenos son movimientos de la energía. Esta no es ni buena ni mala, ni fácil, ni difícil. Ella es vacío. Es la mente que le otorga la idea de adversidad. Nuestro sufrimiento no proviene de la energía de vida, sino de nuestro rechazo en dejarnos atravesar por sus movimientos. Ahora bien, siempre es la vida que se presenta ante nosotros con amor, y nosotros seleccionamos lo que nos ofrece. Hay que abandonarse a su energía. No existe otra inteligencia. Así que no se trata de escapar de nuestras penas, mantenerlas alejadas, sino aceptar su energía y devolverlas conscientemente a su fuente, en el lugar de donde emergieron como ondulaciones en el campo siempre apacible de la conciencia. Es esencial descubrir este lugar desde el cual todo se manifiesta, de esta realidad última que, ella, no cambia nunca. Incluso si el universo entero estuviera destruido… Se trata para nosotros de hacer “entrar” todos los acontecimientos, incluso los que nos conmueven por su brutalidad, en este espacio puro, inmutable, en nuestro interior, que lo contiene todo. Cuando se realiza la unidad, las penas ya no están separadas de las alegrías, todo está integrado en esta unidad. El sufrimiento desaparece en el momento en que la dualidad se desvanece.
  • 27. Cuando no hay separaciones y distancias mentales, solamente queda la paz. Los que se han dado cuenta de que no son lo que experimentan, han encontrado esta paz que nada puede perturbar, independientemente de las circunstancias, sustancia de su ser verdadero, alegría sin causa. “Atracción y repulsión, placer y dolor, elevarse y menguar, infatuación y abatimiento, todos estos estados de participación en las formas del universo se manifiestan de manera diversificada, pero en su naturaleza no son distintos. Cada vez que captas la particularidad de uno de estos estados, atento en seguida a la naturaleza de la Conciencia como idéntica a él, ¿por qué, lleno de esta contemplación no te alegras ¿” --Abhinavagupta –
  • 28. El silencio Puede parecer paradójico hablar del silencio, pero el silencio del cual hablamos aquí no es una ausencia de pensamientos, palabras o ruidos. Es la sustancia misma del universo y lo abarca todo. Es un espacio vacío, que no puede ser alcanzado como un objeto. Siempre presente, no hay que hacer nada particular para encontrarlo. Quien lo busca es el obstáculo. Porque el silencio es lo que somos. Es otra palabra para nombrar la conciencia. Cuanto más crece el silencio dentro de nosotros, más se despliega, se ensancha, ocupa el sitio ocupado por la mente. Entonces, cada uno de nuestros actos es alumbrado por la luz de la conciencia. Todos los seres tienen la capacidad de dejar crecer el silencio dentro de ellos mismos. Sencillamente se trata de tener confianza en su propia capacidad. La meditación puede ser una ayuda para percibir nuestra capacidad de fundirnos en el silencio, el cuerpo y la mente naturalmente en reposo. Cuando, así, somos receptivos a las sensaciones del cuerpo, a las percepciones de la mente y los acogemos con una mirada y una escucha neutras, nos abrimos a nuestro ser profundo que es silencio. La existencia, en cada instante, nos ofrece varias oportunidades, si queremos prestar atención a cada intervalo de silencio que aparece subrepticiamente en medio de nuestro jaleo mental o de la algarabía exterior, a este fondo inmutable sobre el cual se impone todo ruido. Así que el silencio no es una ausencia de sonidos. Además, ciertos sonidos nos revelan el silencio subyacente, lo acentúan, y a veces nos llevan hasta él. Observemos como notas de música o cantos de pájaros no lo estorban sino que lo realzan… El silencio no tiene nada que ver con el hecho de no pensar o no hablar. Es el origen del pensamiento lleno de humildad y la palabra justa. La vida brota de este fondo y vuelve a él, el pensamiento o la palabra que no tiene a donde ir consiente en volver allí… Que la palabras sean utilizadas o no, que los actos surjan espontáneamente o no, todo vuelve al silencio. Cuando ninguna voluntad personal interviene para cristalizar el movimiento energético de la mente, la percepción pura se disuelve naturalmente dentro del silencio… Esto no deja ningún residuo, ya que no hay nadie para apropiarse del pensamiento o de la acción. La energía es aquí poderosa, sin nadie para torcerla o disiparla, una gran creatividad está obrando, sin ningún pensamiento para restringirla o manipularla. El silencio tampoco es solamente una noción de bienestar. Es la naturaleza de nuestro ser verdadero, lo mismo que la paz. Tenemos que llegar a sentirlo en segundo término, a vivir constantemente con esta sutil atención que transciende el tiempo. Entonces los pensamientos ya no están proyectados a partir de la memoria, las acciones surgen espontáneamente, sin miedo. ¿Cómo podremos percibirlo si no calmamos la hiperexcitación de nuestros cerebros, este mal del cual sufre el hombre contemporáneo y que lo aleja de su fondo? Ya no comprendemos lo que la vida, brotando perpetuamente de este fondo, tiene que decirnos. Ya no nos entendemos los unos con los otros. La verdadera comunicación es una interconexión en el seno de este silencio.
  • 29. Sólo el ser de corazón purificado, de alma despojada por su travesía del desierto es digno de encontrar Esto que lo espera de toda eternidad y que le hará oír lo que nace del silencio. Es a través del sonido de un silencio sutil, a través de una brisa ligera, un murmullo dulce y ligero, que Elías tuvo la revelación de lo divino, después de andar 40 días y 40 noches en el desierto. En el Monte Horeb, allí mismo donde tuvo lugar el encuentro de Moisés con el Yo Soy, Elías oyó al Eterno… Él no estaba ni en el viento violento, ni en el terremoto, ni en el fuego, está escrito… El contacto con la verdadera realidad se produce únicamente dentro del silencio, cuando la mente está en calma, cuando ya no es el yo que actúa. Una vez percibida la naturaleza del pensamiento y del ego, es posible traspasar el umbral que nos conduce al silencio original, esta vibración eterna que sigue envolviéndolo y penetrándolo todo en cada momento. Es solamente dentro de este silencio que el salto dentro de nuestra profundidad puede producirse… Un espacio vacío, donde no hay nadie, ni un yo, por lo tanto ningún objeto que nombrar. Al principio, experimentamos un estado silencioso. Para conseguirlo, somos solamente observador de cada pensamiento, de cada fenómeno, sin calificar, sin juzgar. Solamente una mirada apacible, desapegada, sin motivo particular. Esta visión disminuye naturalmente el funcionamiento de la mente. Nos convertimos en esta contemplación silenciosa… Poco a poco, el observador se disuelve dentro del silencio. Un día, somos el silencio, que haya o no ausencia de manifestaciones. El sujeto último es este silencio. La mente vacía, seguimos pensando, hablando y actuando. El proceso es espontáneo. Todo proviene directamente de este fondo silencioso, y todo tiene lugar dentro de él. Nuestra atención, nuestra visión, nuestra escucha, son silencio. Estamos asentados en nuestro ser profundo, podemos hablar o actuar, esto no cambia nada. El silencio es la esencia de nuestro ser profundo. Es continuo. No hace falta ningún esfuerzo para obtenerlo. Es el corazón, la matriz de donde emerge el aliento indiferenciado y donde convergen las energías manifestadas, donde todos los objetos desparecen (incluso el yo). Es el lugar donde se encuentran y se disuelven los opuestos. El silencio se despliega en nosotros cuando se revela la identidad exacta entre lo absoluto y lo relativo, entre la fuente y la expresión. El silencio es uno de los nombres de la conciencia vacía, sin objeto. Es su sustancia, el espacio devuelto a su vacuidad original, cuando la mente descansa en su vacante. Él es nosotros mismos. No somos el contenido a menudo ruidoso que obstruye nuestro espacio interior. Somos el continente cuya naturaleza es silencio. La conciencia es pura percepción, libre de todo comentario, el continente que contiene todos los ruidos. Este continente – sujeto último, silencio, vacío – no es perceptible, objetivable. En cuanto le percibimos es el reflejo del silencio – conciencia – sujeto último – que es percibido. Cuando, en la experiencia de la muerte cercana, se realizó el salto dentro del espacio de la conciencia pura, sin objeto, todo mi ser estuvo en un estado de renuncia total, la mente vacía, los sentidos apartados, fue el silencio. No hubo ningún sonido cuando mi conciencia se sumergió dentro de la Conciencia cósmica. No era aterrador. Uno se siente plenamente en vida en este vacío que es paz y alegría… La percepción era la de una respiración única, como una pulsación continua. La inteligencia de la energía cósmica está aquí, dentro de esta vacuidad silenciosa. Es ella que enseña. Dentro de este vacío de una profundidad sin límite, el silencio, especie de murmullo divino, comunica el misterio de la vida. A través del silencio se revela lo que nos conduce al Silencio. La realidad sólo se puede alcanzar a través y dentro del silencio. Entonces, todo es conocido dentro de la luz y a través de la luz…
  • 30. Cuando volvemos a la percepción del mundo terrestre, el silencio es vivido continuamente como nuestro verdadero hogar, como la matriz del universo. Impregna todo nuestro ser, acompaña todos nuestros gestos, lo abarca todo. Solamente se nos pide escuchar lo que nos dice el universo. Para esto ninguna religión, ningún dogma, ningún sistema organizado es necesario… Cada ser humano tiene la capacidad, solo, de escuchar el mensaje ininterrumpido Este sonido del silencio que es percibido, oído, es parecido al que percibe, oye. Esta vibración no tiene comienzo ni final, eterna y siempre renovada; inmóvil y en movimiento; poderosa y sutil. Está dentro de cada ser, de manera sustancial. Es él mismo… Es solo, aspirado desde dentro, que puede descubrirse ser el universo entero. “Mantente en silencio y tu palabra será Su palabra” (Rûmi) El silencio es la sustancia eterna dentro de la cual el universo está inmerso. Él es el origen. No hay que temerle cuando lo descubrimos. Emana de lo más profundo de lo que somos y allí nos conduce. Es el aliento cósmico que nos atraviesa. Es la libertad de nuestro espacio interior. Es presente en cuanto salimos de nuestros pequeños yoes, en cuanto la mente divisora entre el mundo y nuestra repuesta al mundo se calma. Nos revela lo que realmente es manifestado. Es esta voz sin sonido que canta la melodía de amor del universo. El silencio es la culminación del amor, su exaltación y su reposo. Absorberse dentro de él no es otra cosa que realizar nuestra naturaleza eterna. Fluir con él, es fundirse dentro del océano y desparecer, como la gota de agua. Cerca de Pondichéry, se encuentra el santuario de Natarâja, que representa a Shiva ejecutando su danza cósmica, esta pulsación eterna de creación y destrucción. A su lado se encuentra, se dice, el verdadero dios de la danza oculto detrás de un velo. Cuando se corre este velo, sólo hay un espacio vacío…