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Sacados de las tinieblas

         Todo cristiano bautizado
está obligado por las promesas
del bautismo a renunciar al
pecado y entregarse por entero,
sin reservas, a Cristo, con el fin
de cumplir su vocación, salvar
su alma, entrar en el misterio de
Dios      y     allí    encontrarse
perfectamente «en la luz de
Cristo».
         Como nos recuerda san
Pablo (1 Co 6,19), «no nos
pertenecemos». Pertenecemos
enteramente a Cristo. Su
Espíritu tomó posesión de
nosotros en el bautismo. Somos Templos del Espíritu Santo. Nuestros pensamientos,
nuestras acciones, nuestros deseos son de pleno derecho más suyos que nuestros. Pero
hemos de luchar para asegurarnos de que Dios recibe siempre de nosotros lo que le debemos
por derecho propio. Si no nos esforzamos por superar nuestra debilidad natural, nuestras
pasiones desordenadas y egoístas, lo que en nosotros pertenece a Dios quedará fuera de la
influencia del poder santificante de su amor, será corrompido por el egoísmo, cegado por el
deseo irracional, endurecido por el orgullo, y a la larga terminará hundiéndose en el abismo
de negación moral que llamamos pecado.
         El pecado es el rechazo de la vida espiritual, el rehusar el orden y la paz interiores
que provienen de nuestra unión con la voluntad divina. En una palabra, el pecado es el
rechazo de la voluntad de Dios y de su amor. No es sólo el negarse a «hacer» esto o aquello
que Dios quiere, ni la determinación de «hacer» lo que Dios prohíbe. Es, más radicalmente,
la obstinación en no ser lo que somos, el rechazo de nuestra realidad espiritual misteriosa y
contingente, oculta en el misterio mismo de Dios. El pecado es la negativa a ser aquello para
lo que fuimos creados: hijos de Dios, imágenes de Dios. En último término, el pecado,
aunque parezca una afirmación de libertad, es una huida de la libertad y la responsabilidad
de la filiación divina.
         Todo cristiano, por consiguiente, está llamado a la santidad y a la unión con Cristo,
mediante la guarda de los mandamientos de Dios. Sin embargo, algunas personas con
vocaciones especiales han contraído por votos religiosos una obligación más solemne y se
han comprometido a tomar de un modo especialmente serio la vocación cristiana
fundamental a la santidad. Han prometido emplear ciertos medios definidos y más eficaces
para «ser perfectas»: los consejos evangélicos. Se obligan a sí mismas a ser pobres, castas y
obedientes, renunciando con ello a su propia voluntad, negándose a sí mismas, y liberándose
de lazos mundanos con el fin de entregarse a Cristo de un modo aún más perfecto. Para
ellas, la santidad no es simplemente algo que se busca como un fin último, sino que es su
«profesión»: no tienen otro trabajo en la vida que ser santas, y todo se subordina a ese fin,
que para ellas es primario e inmediato.
         Sin embargo, el hecho de que las religiosas, los religiosos y los clérigos tengan una
obligación profesional de esforzarse por ser santos debe entenderse con propiedad. No
significa que sólo ellos son plenamente cristianos, como si los laicos fueran en algún sentido

                                              1
menos verdaderamente cristianos y miembros menos plenos de Cristo que ellos. San Juan
Crisóstomo, que en su juventud estuvo muy cerca de creer que nadie se podía salvar si no
huía al desierto, reconoció en su edad madura, siendo obispo de Antioquía y después de
Constantinopla, que todos los miembros de Cristo son llamados a la santidad por el mero
hecho de ser sus miembros. Sólo hay una moral, una santidad para los cristianos, y es la que
se propone a todos en los Evangelios. El estado laical es necesariamente bueno y santo, ya
que el Nuevo Testamento nos deja libres para elegirlo. Pero para vivir el estado laical no es
suficiente mantener un tipo de santidad estática y mínima, simplemente «evitando el
pecado». A veces la diferencia entre los estados de vida se deforma y simplifica tan
exageradamente en las mentes de los cristianos que parece que éstos piensan que, mientras
los sacerdotes, los monjes y las monjas están obligados a crecer y progresar en la perfección,
del laico sólo se espera que se mantenga en estado de gracia y, pegándose, por decirlo así, a
la sotana del sacerdote, se deje llevar al cielo por aquellos especialistas, que son los únicos
llamados a la «perfección».
        San Juan Crisóstomo señala que el mero hecho de que la vida del monje sea más
austera y más difícil no debería llevarnos a pensar que la santidad cristiana es principalmente
una cuestión de dificultad. Esto llevaría a la falsa conclusión de que, como la salvación
parece menos ardua para el laico, también es, de alguna manera extraña, una salvación
menos verdadera. Por el contrario, dice Crisóstomo, «Dios no nos ha tratado [a los laicos y
al clero secular] con tanta severidad como para exigirnos austeridades monásticas como una
obligación, sino que ha dejado a todos la libertad de elegir [en materia de consejos]. Hay que
ser castos en el matrimonio, hay que ser moderados en las comidas... No se os ha ordenado
que renunciéis a vuestras propiedades. Dios sólo os ordena que no robéis y que compartáis
vuestras propiedades con aquellos que carecen de lo que necesitan» (Comentario a la
Primera carta a los Corintios 9,2).
        En otras palabras, la templanza, la justicia y la caridad ordinarias que todo cristiano
debe practicar, son santificantes de la misma manera que la virginidad y la pobreza de la
religiosa. Cierto es que la vida de los religiosos consagrados tiene una dignidad y una
perfección intrínseca mayores. El religioso asume un compromiso más radical y más total de
amor a Dios y al prójimo. Pero no hay que pensar que esto significa que la vida del laico
queda degradada hasta la insignificancia. Por el contrario, hemos de reconocer que el estado
matrimonial es también santificante en grado sumo por su misma naturaleza y puede,
ocasionalmente, implicar tales sacrificios y tal abnegación que, en determinados casos,
podrían ser incluso más efectivos que los sacrificios de la vida religiosa. Quien de hecho
ame más perfectamente estará más cerca de Dios, sea o no laico.
        De aquí que san Juan Crisóstomo proteste de nuevo contra el error de que sólo los
monjes tienen que esforzarse por alcanzar la perfección, mientras que los laicos sólo tienen
que evitar el infierno. Por el contrario, tanto los laicos como los monjes han de llevar una
virtuosa vida cristiana, muy positiva y constructiva. No es suficiente que el árbol
permanezca vivo, sino que también ha de dar fruto. «No basta con dejar Egipto», nos dice,
«hay que caminar, además, hacia la Tierra prometida» (Homilía XVI sobre la Carta a los
Efesios). Al mismo tiempo, aun la práctica perfecta de uno u otro de los consejos, como, por
ejemplo, la virginidad, no tendría sentido si quien lo practicara careciese de las virtudes más
elementales y universales de justicia y caridad. Dice: «En vano ayunáis y dormís en el duro
suelo, coméis cenizas y lloráis sin cesar. Si no sois útiles a nadie, no hacéis nada de
importancia» (Homilía VI sobre la Carta a Tito). «Aunque seas una virgen, serás arrojada de
la cámara nupcial si no das limosnas» (Homilía LXXVII sobre el Evangelio de Mateo). No
obstante, los monjes tienen un papel importante que desempeñar dentro de la Iglesia. Sus
oraciones y su santidad son de un valor insustituible para toda la Iglesia. Su ejemplo enseña
al laico a vivir también como «un extraño y peregrino en esta tierra», desasido de las cosas

                                              2
materiales, y preservando su libertad cristiana en medio de la vana agitación de las ciudades,
porque él busca en todas las cosas únicamente complacer a Cristo y servirlo en el prójimo.
        En pocas palabras, según Juan Crisóstomo, «las bienaventuranzas pronunciadas por
Cristo no pueden quedar reservadas para el exclusivo uso de los monjes, porque ello sería la
ruina del universo»1.
        En realidad, todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo y nos hemos «vestido de
Cristo» como nueva identidad, estamos obligados a ser santos como Él es santo. Estamos
obligados a vivir vidas dignas, y nuestras acciones deben ser testigos de nuestra unión con
Él. Él deberá manifestar su presencia en nosotros y a través de nosotros. Aunque es posible
que la cita nos sonroje, hemos de reconocer que estas solemnes palabras de Cristo van
dirigidas a nosotros:

       «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de
       un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para
       ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz
       a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que
       está en el cielo» (Mt 5,14-16).

        Los Padres de la Iglesia, particularmente Clemente de Alejandría, creían que la «luz»
en el hombre es su filiación divina, la Palabra que habita en él. Por lo tanto, enseñaban que
toda la vida cristiana se resume en un servicio a Dios que no es sólo cuestión de culto
externo, sino de «avivar lo que en nosotros hay de divino por medio de una infatigable
caridad» (Stromata 7,1). Clemente añade que el propio Cristo nos enseña el camino de la
perfección y que toda la vida cristiana es un curso de educación espiritual a cargo del único
Maestro, a través de su Espíritu Santo. Al escribir esto, se dirigía a los laicos.
        Se supone que somos la luz del mundo. Se supone que somos luz para nosotros y
para los demás. ¡Quizás esto explique por qué el mundo está sumido en tinieblas! Entonces,
¿qué se entiende por la luz de Cristo en nuestras vidas? ¿Qué es la «santidad»? ¿Qué es la
filiación divina? ¿En serio se supone que somos santos? ¿Se puede desear tal cosa sin pasar
a los ojos de los demás por loco de remate? ¿No será presuntuoso? En todo caso, ¿es ello
posible? Para decir la verdad, muchos laicos, e incluso
muchos religiosos, no creen que, en la práctica, la santidad
sea posible para ellos. ¿Es esto sólo sentido común? ¿Es
quizás humildad? ¿O es traición, derrotismo y
desesperanza?
        Si somos llamados por Dios a la santidad de vida, y
si la santidad está fuera del alcance de nuestra capacidad
natural (lo cual es cierto), se sigue entonces que el propio
Dios ha de darnos la luz, la fuerza y el valor para cumplir
la tarea que Él nos pide. Nos dará ciertamente la gracia
que necesitamos. Si no acabamos siendo santos, es porque
no sabemos aprovechar su don.




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Sacados de las tinieblas

  • 1. Sacados de las tinieblas Todo cristiano bautizado está obligado por las promesas del bautismo a renunciar al pecado y entregarse por entero, sin reservas, a Cristo, con el fin de cumplir su vocación, salvar su alma, entrar en el misterio de Dios y allí encontrarse perfectamente «en la luz de Cristo». Como nos recuerda san Pablo (1 Co 6,19), «no nos pertenecemos». Pertenecemos enteramente a Cristo. Su Espíritu tomó posesión de nosotros en el bautismo. Somos Templos del Espíritu Santo. Nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestros deseos son de pleno derecho más suyos que nuestros. Pero hemos de luchar para asegurarnos de que Dios recibe siempre de nosotros lo que le debemos por derecho propio. Si no nos esforzamos por superar nuestra debilidad natural, nuestras pasiones desordenadas y egoístas, lo que en nosotros pertenece a Dios quedará fuera de la influencia del poder santificante de su amor, será corrompido por el egoísmo, cegado por el deseo irracional, endurecido por el orgullo, y a la larga terminará hundiéndose en el abismo de negación moral que llamamos pecado. El pecado es el rechazo de la vida espiritual, el rehusar el orden y la paz interiores que provienen de nuestra unión con la voluntad divina. En una palabra, el pecado es el rechazo de la voluntad de Dios y de su amor. No es sólo el negarse a «hacer» esto o aquello que Dios quiere, ni la determinación de «hacer» lo que Dios prohíbe. Es, más radicalmente, la obstinación en no ser lo que somos, el rechazo de nuestra realidad espiritual misteriosa y contingente, oculta en el misterio mismo de Dios. El pecado es la negativa a ser aquello para lo que fuimos creados: hijos de Dios, imágenes de Dios. En último término, el pecado, aunque parezca una afirmación de libertad, es una huida de la libertad y la responsabilidad de la filiación divina. Todo cristiano, por consiguiente, está llamado a la santidad y a la unión con Cristo, mediante la guarda de los mandamientos de Dios. Sin embargo, algunas personas con vocaciones especiales han contraído por votos religiosos una obligación más solemne y se han comprometido a tomar de un modo especialmente serio la vocación cristiana fundamental a la santidad. Han prometido emplear ciertos medios definidos y más eficaces para «ser perfectas»: los consejos evangélicos. Se obligan a sí mismas a ser pobres, castas y obedientes, renunciando con ello a su propia voluntad, negándose a sí mismas, y liberándose de lazos mundanos con el fin de entregarse a Cristo de un modo aún más perfecto. Para ellas, la santidad no es simplemente algo que se busca como un fin último, sino que es su «profesión»: no tienen otro trabajo en la vida que ser santas, y todo se subordina a ese fin, que para ellas es primario e inmediato. Sin embargo, el hecho de que las religiosas, los religiosos y los clérigos tengan una obligación profesional de esforzarse por ser santos debe entenderse con propiedad. No significa que sólo ellos son plenamente cristianos, como si los laicos fueran en algún sentido 1
  • 2. menos verdaderamente cristianos y miembros menos plenos de Cristo que ellos. San Juan Crisóstomo, que en su juventud estuvo muy cerca de creer que nadie se podía salvar si no huía al desierto, reconoció en su edad madura, siendo obispo de Antioquía y después de Constantinopla, que todos los miembros de Cristo son llamados a la santidad por el mero hecho de ser sus miembros. Sólo hay una moral, una santidad para los cristianos, y es la que se propone a todos en los Evangelios. El estado laical es necesariamente bueno y santo, ya que el Nuevo Testamento nos deja libres para elegirlo. Pero para vivir el estado laical no es suficiente mantener un tipo de santidad estática y mínima, simplemente «evitando el pecado». A veces la diferencia entre los estados de vida se deforma y simplifica tan exageradamente en las mentes de los cristianos que parece que éstos piensan que, mientras los sacerdotes, los monjes y las monjas están obligados a crecer y progresar en la perfección, del laico sólo se espera que se mantenga en estado de gracia y, pegándose, por decirlo así, a la sotana del sacerdote, se deje llevar al cielo por aquellos especialistas, que son los únicos llamados a la «perfección». San Juan Crisóstomo señala que el mero hecho de que la vida del monje sea más austera y más difícil no debería llevarnos a pensar que la santidad cristiana es principalmente una cuestión de dificultad. Esto llevaría a la falsa conclusión de que, como la salvación parece menos ardua para el laico, también es, de alguna manera extraña, una salvación menos verdadera. Por el contrario, dice Crisóstomo, «Dios no nos ha tratado [a los laicos y al clero secular] con tanta severidad como para exigirnos austeridades monásticas como una obligación, sino que ha dejado a todos la libertad de elegir [en materia de consejos]. Hay que ser castos en el matrimonio, hay que ser moderados en las comidas... No se os ha ordenado que renunciéis a vuestras propiedades. Dios sólo os ordena que no robéis y que compartáis vuestras propiedades con aquellos que carecen de lo que necesitan» (Comentario a la Primera carta a los Corintios 9,2). En otras palabras, la templanza, la justicia y la caridad ordinarias que todo cristiano debe practicar, son santificantes de la misma manera que la virginidad y la pobreza de la religiosa. Cierto es que la vida de los religiosos consagrados tiene una dignidad y una perfección intrínseca mayores. El religioso asume un compromiso más radical y más total de amor a Dios y al prójimo. Pero no hay que pensar que esto significa que la vida del laico queda degradada hasta la insignificancia. Por el contrario, hemos de reconocer que el estado matrimonial es también santificante en grado sumo por su misma naturaleza y puede, ocasionalmente, implicar tales sacrificios y tal abnegación que, en determinados casos, podrían ser incluso más efectivos que los sacrificios de la vida religiosa. Quien de hecho ame más perfectamente estará más cerca de Dios, sea o no laico. De aquí que san Juan Crisóstomo proteste de nuevo contra el error de que sólo los monjes tienen que esforzarse por alcanzar la perfección, mientras que los laicos sólo tienen que evitar el infierno. Por el contrario, tanto los laicos como los monjes han de llevar una virtuosa vida cristiana, muy positiva y constructiva. No es suficiente que el árbol permanezca vivo, sino que también ha de dar fruto. «No basta con dejar Egipto», nos dice, «hay que caminar, además, hacia la Tierra prometida» (Homilía XVI sobre la Carta a los Efesios). Al mismo tiempo, aun la práctica perfecta de uno u otro de los consejos, como, por ejemplo, la virginidad, no tendría sentido si quien lo practicara careciese de las virtudes más elementales y universales de justicia y caridad. Dice: «En vano ayunáis y dormís en el duro suelo, coméis cenizas y lloráis sin cesar. Si no sois útiles a nadie, no hacéis nada de importancia» (Homilía VI sobre la Carta a Tito). «Aunque seas una virgen, serás arrojada de la cámara nupcial si no das limosnas» (Homilía LXXVII sobre el Evangelio de Mateo). No obstante, los monjes tienen un papel importante que desempeñar dentro de la Iglesia. Sus oraciones y su santidad son de un valor insustituible para toda la Iglesia. Su ejemplo enseña al laico a vivir también como «un extraño y peregrino en esta tierra», desasido de las cosas 2
  • 3. materiales, y preservando su libertad cristiana en medio de la vana agitación de las ciudades, porque él busca en todas las cosas únicamente complacer a Cristo y servirlo en el prójimo. En pocas palabras, según Juan Crisóstomo, «las bienaventuranzas pronunciadas por Cristo no pueden quedar reservadas para el exclusivo uso de los monjes, porque ello sería la ruina del universo»1. En realidad, todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo y nos hemos «vestido de Cristo» como nueva identidad, estamos obligados a ser santos como Él es santo. Estamos obligados a vivir vidas dignas, y nuestras acciones deben ser testigos de nuestra unión con Él. Él deberá manifestar su presencia en nosotros y a través de nosotros. Aunque es posible que la cita nos sonroje, hemos de reconocer que estas solemnes palabras de Cristo van dirigidas a nosotros: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,14-16). Los Padres de la Iglesia, particularmente Clemente de Alejandría, creían que la «luz» en el hombre es su filiación divina, la Palabra que habita en él. Por lo tanto, enseñaban que toda la vida cristiana se resume en un servicio a Dios que no es sólo cuestión de culto externo, sino de «avivar lo que en nosotros hay de divino por medio de una infatigable caridad» (Stromata 7,1). Clemente añade que el propio Cristo nos enseña el camino de la perfección y que toda la vida cristiana es un curso de educación espiritual a cargo del único Maestro, a través de su Espíritu Santo. Al escribir esto, se dirigía a los laicos. Se supone que somos la luz del mundo. Se supone que somos luz para nosotros y para los demás. ¡Quizás esto explique por qué el mundo está sumido en tinieblas! Entonces, ¿qué se entiende por la luz de Cristo en nuestras vidas? ¿Qué es la «santidad»? ¿Qué es la filiación divina? ¿En serio se supone que somos santos? ¿Se puede desear tal cosa sin pasar a los ojos de los demás por loco de remate? ¿No será presuntuoso? En todo caso, ¿es ello posible? Para decir la verdad, muchos laicos, e incluso muchos religiosos, no creen que, en la práctica, la santidad sea posible para ellos. ¿Es esto sólo sentido común? ¿Es quizás humildad? ¿O es traición, derrotismo y desesperanza? Si somos llamados por Dios a la santidad de vida, y si la santidad está fuera del alcance de nuestra capacidad natural (lo cual es cierto), se sigue entonces que el propio Dios ha de darnos la luz, la fuerza y el valor para cumplir la tarea que Él nos pide. Nos dará ciertamente la gracia que necesitamos. Si no acabamos siendo santos, es porque no sabemos aprovechar su don. 3