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DE LA TRANSICIÓN MODÉLICA A LA CRISIS DE LA II RESTAURACIÓN
Julio Pérez Serrano
Universidad de Cádiz


Quiero comenzar agradeciendo a las instituciones de Simat de la Valldigna que organizan
estas jornadas, y muy singularmente a mi colega Eladi Mainar, artífice de este evento, la
posibilidad de poder debatir aquí hoy con ustedes, en el plano académico, sobre la situación
actual de España, y sobre la dimensión histórica que a mi juicio tiene la crisis que está
sufriendo el país. En este caso el agradecimiento es especialmente sincero, porque me ha
permitido ordenar ideas y revisar algunos trabajos parciales anteriores, que intentaré
sintetizar ahora en esta exposición.
La Operación Bicentenario
España está en boca de todos. Donde hay un académico español, se habla de España. La
prensa internacional, que hace poco nos ignoraba, ahora recoge diariamente nuestras noticias.
Fotos de indigentes españoles aparecen en el New York Times. La #spanish revolution es
trending topic en Internet. ¿Qué está sucediendo?
En 2012 España conmemoró el bicentenario de su primera Constitución, elaborada en Cádiz
durante la ocupación de las tropas napoleónicas. Es cierto que esta Constitución tuvo una
existencia azarosa y una vigencia efímera, pero el gobierno de España y las grandes empresas
españolas, con el liderazgo de la Casa Real, habían imaginado una celebración magna de este
200 Aniversario constitucional. Durante más de una década trabajaron sistemática y
pacientemente para popularizar y dotar de significado a un evento que, de otro modo, hubiera
pasado desapercibido dentro y fuera de nuestro país, como sucedió en su primer Centenario.
Pero los incentivos eran muchos, no todos confesables ni desinteresados:
1. Por un lado el gobierno pretendía legitimar el sistema de la monarquía constitucional,
relativamente decaído por el paso del tiempo. Aunque todavía a finales de los noventa el
deterioro del sistema no era tan visible y los beneficios de la construcción y el negocio fácil
alimentaban la idea de que “España iba bien”, la edad del Rey obligaba a pensar en la
sucesión. España era un país monárquico, pero sin monárquicos, o mejor, con defensores de la
figura de Juan Carlos, pero no entusiastas de la monarquía como sistema político. Esta
adhesión al Rey se había conseguido gracias a la fuerza legitimadora del truculento (y todavía
oscuro) episodio del golpe militar del 23 de Febrero de 1981, cuando la democracia pendió de
un hilo y fue el monarca quién la rescató. Con independencia de lo que pueda esconderse tras
este episodio (posiblemente un buen guión hollywoodense), lo cierto es que fue decisivo para
asentar la monarquía. Pero este prestigio no es transferible y el príncipe Felipe no tiene una
Transición que le ayude a proyectar su figura. ¿Qué puede hacer Felipe por España que sea
equiparable en su magnitud a la Transición? Posiblemente nada.
Por ello, los estrategas de la Casa Real, con el bloque de las grandes empresas españolas y los
líderes de los grandes partidos comprometidos (y beneficiarios) del sistema, el PP y el PSOE,
pensaron que lo más eficiente era revitalizar la propia Transición, para que siguiera dando
réditos al heredero de la Corona. En verdad, no fueron muy originales, pero es cierto que la
mina de la Transición a la democracia todavía posee vetas que se pueden explotar.
Y este es el sentido que tiene la gran conmemoración de la Constitución de 1812, a la que en
adelante nos referiremos como Operación Bicentenario. Su fundamento era muy simple.
Dado que la apología directa de la Transición había comenzado a dar rendimientos
decrecientes, se trataba de exaltarla de forma indirecta, a través de metáforas o símbolos que
evocaran subliminalmente los logros de la Transición.
La proximidad del bicentenario de 1812 señaló el camino a seguir. Había que mixtificar y
engrandecer el legado de la Constitución, popularizarla -para lo cual se rescató el apelativo de
“La Pepa”- y convertirla en el mito fundacional de la Nación española, con lo que de paso se
ponía freno también a las demandas de los nacionalistas periféricos.
Utilizando verdades, medias verdades, mentiras y omisiones clamorosas había que volver a
dar vida, en la esfera simbólica, a la Constitución de 1812 para que fuera el alma de un
cuerpo, la Constitución de 1978, que comenzaba a envejecer. En otras palabras, el objetivo de
la Operación Bicentenario era utilizar el Doce para bombardear a los ciudadanos en un
persistente adoctrinamiento, aparentemente inocuo y festivo, pues se trata de Historia, de
conmemoración, con el fin de revitalizar el legado de la Transición y reforzar la legitimidad
de la dinastía reinante. Había que presentar así a la Constitución de 1978 como la genuina
continuadora de la obra liberal de Cádiz, aunque es obvio que ambos textos, salvo su carácter
monárquico y que fue producto del consenso no tienen nada que ver. Baste mencionar el
hecho de que fue precisamente un Borbón, Fernando VII, quien abolió la Constitución de
Cádiz, y quien ejecutó, encarceló y envió al exilio a los liberales doceañistas.
Sin embargo, en el campo simbólico, es el Rey Juan Carlos quien patrimonializa el legado del
Doce, ya que es él quien lo ha hecho realidad al establecer la democracia en España. Es por
eso también el Rey quien descubre las innumerables placas conmemorativas y quien alecciona
al pueblo con la retórica pomposa y vacía que ha generado esta operación.
2. En el ámbito internacional también se pensó que podía ser eficaz esta campaña de prestigio
de la monarquía borbónica. El contexto parecía favorable a finales de los noventa. Las
grandes corporaciones surgidas de la privatización de los monopolios públicos de la dictadura
(Telefónica, Repsol, Endesa) y los grandes bancos (Santander, BBVA), que se habían
beneficiado del boom económico de los ochenta y noventa, habían logrado penetrar sin
problemas en el mercado internacional, principalmente en América Latina. Para España el
retorno al continente americano, aprovechando los lazos culturales e históricos que se habían
conservado, era también una forma de reforzar su peso en una Europa a la que había accedido,
por fin, en 1986, pero donde no ocupaba un lugar preferente.
Utilizar a América para ser fuertes en Europa. Vieja idea que había traído a Colón a estas
tierras, y que ya habían ensayado sin éxito los Austrias, ocasionando a la vez el expolio
americano y la ruina de las arcas españolas. No obstante, como los conocimientos de Historia
no son esenciales en el curriculum académico de los gobernantes y grandes directivos, se
diseñó una estrategia para “recuperar”, en la medida de lo posible, la influencia sobre las
antiguas colonias americanas, y de paso, también sobre Portugal y Brasil, desempolvando el
sueño de Felipe II.
Tal es el significado que para España pasaron a tener las Cumbres Iberoamericanas que
venían celebrándose desde comienzos de los noventa. La Operación Bicentenario extendió sus
tentáculos a la América hispana, simplemente añadiendo una “s”, y hablando de “Los
Bicentenarios”, como si la Constitución de Cádiz y las independencias de las naciones de la
América hispana formaran parte de un mismo proyecto histórico. Aquí la ignorancia o la
falsificación histórica adquieren proporciones inusitadas, pues se ha pretendido convertir a la
Constitución española de 1812 en el origen de las Constituciones que se elaboran en América
durante el proceso de independencia, muchas de las cuales fueron aprobadas con anterioridad
a la de Cádiz por cabildos y provincias. De igual modo, y sin pudor, se ha englobado en esta
entelequia del “legado gaditano” a los diputados americanos españolistas que elaboraron la
Constitución de 1812, como Ramón Power o José Mejía, y a los próceres independentistas
que la rechazaron. Se ha omitido en fin, con el mayor descaro, la influencia de la Constitución
de Filadelfia de 1787 y la de la obra legislativa de la Revolución Francesa en las
independencias de las Repúblicas americanas.
¡Cuánto dinero se ha invertido en la Operación Bicentenario! ¡Cuántos congresos, coloquios y
jornadas! ¡Cuántas publicaciones al mejor servicio de la causa! En la última década una parte
importante de la academia española ha contribuido de forma entusiasta a mitificar la
Constitución de 1812, magnificándola y presentándola como el texto más influyente en la
historia constitucional del mundo. La última secuela de este delirio, todavía
sorprendentemente vivo, es la propuesta que el gobierno de España presentó en la Cumbre
Iberoamericana celebrada en Cádiz en noviembre pasado, para que esta diminuta ciudad, en la
que yo resido, sea designada “capital mundial del constitucionalismo”. Sin duda se desconoce
que en Filadelfia, París, y hasta Catamarca, se elaboraron con anterioridad Constituciones –
por cierto, bastante más avanzadas que la de Cádiz.
Pese a todas estas incongruencias y otras que sería muy prolijo detallar, España consiguió
involucrar a la mayor pare de los países iberoamericanos en esta estrategia, sin generar recelos
en sus socios europeos. La coyuntura era favorable, y nadie puso demasiadas objeciones. Los
países iberoamericanos, porque necesitaban reequilibrar sus relaciones con los Estados
Unidos. Y la Unión Europea, porque aspiraba a convertirse en un actor internacional pleno, lo
que conllevaba tener presencia en América Latina, una de las regiones en desarrollo más
importantes del planeta. Fue así, por esta conjunción azarosa de factores, como España
consiguió avanzar sin grandes trabas hacia la “segunda colonización”. Con esta nueva
diplomacia pública, la marca España subió como la espuma en el ranking marca-País,
llegando a alcanzar en 2011 (en plena crisis), el puesto 16, casi igualada con Alemania y por
encima de Japón, el Reino Unido, Francia o Estados Unidos. Nadie se molestaba, porque los
beneficios de las empresas y bancos españoles fluían hacia los bolsillos de sus auténticos
propietarios, los accionistas europeos, principalmente alemanes.
En estas condiciones, la Operación Bicentenario dejaba de ser un asunto interno y adquiría
dimensión internacional. Haciendo de la necesidad virtud, con una visión estática del
momento histórico y sin contemplar seriamente todos los factores y actores en liza, el
gobierno de España imaginó a finales de los noventa un escenario pletórico para 2012. La
monarquía constitucional cobraría el impulso necesario para superar el bache y garantizar la
sucesión. Las grandes empresas harían su gran negocio en América. Finalmente, se programó
una incisiva campaña para elevar el bajo perfil del príncipe Felipe, incluyendo su matrimonio
con una mujer “del pueblo”, “moderna”, divorciada y con arraigo en los medios de
comunicación, pretendió completar este flanco débil de la estrategia.
Triste Bicentenario
Pero en los últimos años un cúmulo de factores de etiología muy diversa lo ha trastocado
todo. La milagrosa prosperidad de los noventa se ha mudado hoy en creciente deterioro
político, social, económico y hasta identitario.
El sistema pactado en la Transición ha comenzado a agrietarse por la corrupción y los
escándalos económicos, el desprestigio de los grandes partidos, el abstencionismo en las
elecciones, el auge de los nacionalismos periféricos en Cataluña y el País Vasco, la falta de
expectativas de las generaciones jóvenes y el deterioro creciente de la imagen de la familia
real (afectada directamente por casos de corrupción). La decadencia física del rey Juan Carlos
es una metáfora del agotamiento del modelo establecido tras la muerte de Franco. El “milagro
español”, antaño tan valorado, se ha desvanecido. Como decía hace poco una viñeta satírica:
hoy el “milagro” es “tener un empleo y que el banco no te eche de la casa”.
También en el ámbito internacional los planes del II Imperio español se deshacen ante la
cruda realidad de una crisis que está sacando a la luz todas las contradicciones del sistema, sin
que por ello se adopte medida alguna que ayude a paliarla. En la Unión Europea, sobre todo
después de la ampliación a 27, el peso de España ha decaído significativamente, y la crisis no
ha hecho sino extremar esta debilidad. Como los otros países ahora denominados
“periféricos” - ya antes lo éramos, aunque no se hablara en esos términos- España ha entrado
en una espiral depresiva que no parece tener fin. El control del Banco Central Europeo por
parte de Alemania y la creciente dependencia financiera y funcional de los países del sur
respecto al núcleo de países de la “primera velocidad” (Alemania, Francia, Austria, Holanda y
Finlandia) dejan a España muy poco margen para desarrollar las ilusorias estrategias de “gran
potencia” con las que habían soñado Felipe González en los ochenta y, sobre todo, José María
Aznar en el cambio de siglo.
El ambiente previo a la Cumbre Iberoamericana no es el que estos agudos estrategas habían
imaginado. La crisis, los desahucios, las protestas callejeras, las proclamas independentistas,
el “temido” rescate europeo…, y no el Bicentenario, preocupan a los españoles. No somos
noticia por haber recolonizado América, sino por haber perdido la soberanía económica (que
es también política) y por estar al borde de la desintegración como país. Nuestro monarca no
es conocido, como estaba previsto, por liderar un nuevo Imperio en América, sino por cazar
elefantes en Bostwana, acompañado de su supuesta amante (por cierto, una aristócrata
alemana), y por ser el suegro de un presunto delincuente.
Cómo hemos llegado hasta aquí.
No es extraño que ante esta situación algunos académicos hayamos tomado distancia desde
hace tiempo de este discurso ideológico en torno a la Constitución de Cádiz y su Bicentenario.
Sin embargo, he querido referirme a él porque permite comprender la naturaleza del sistema
político, social, económico y de valores que se instala en España después de 1975. La
vaciedad, la mentira, la manipulación, el desprecio a la ciudadanía, junto a una falta de
calidad evidente en el trabajo de las élites, explican que la llegada de la crisis haya adquirido
en España el carácter de una auténtica tragedia nacional.
Uno puede tender entonces a buscar culpables. El anterior presidente del Gobierno, José Luis
Rodríguez Zapatero, y su partido, el socialista, sufrieron ya en sus carnes esta respuesta
primaria de un electorado poco formado que necesitaba encontrar un chivo expiatorio ante lo
que estaba pasando. Obviamente, Rodríguez Zapatero no tenía más culpa que los anteriores
presidentes, aunque tampoco menos. Y es posible que tampoco Mariano Rajoy sea
plenamente responsable del desastre que está provocando su gobierno. Tampoco es un
problema exclusivo de la llamada “clase política”, ya que ésta no actúa autónomamente de la
sociedad de la que surge, salvo que se crea en fórmulas no representativas de gobierno. Lo
mismo cabe decir de los agentes sociales, que responden a la crisis desde sus intereses de
clase, pero que obviamente no la han generado ni tienen en sus manos las soluciones. El
problema está en la estructura, en el enorme peso que en ella han adquirido los sectores
parasitarios, y en las decisiones estratégicas adoptadas en los últimos 35 años, entre ellas y
muy especialmente dos: a) la salida reformista a la dictadura, que posibilitó la continuidad de
las estructuras y prácticas económicas del periodo desarrollista de los años 60, así como la
reproducción de las élites políticas procedentes del franquismo, y b) el ingreso en la CEE
aceptando un Tratado de Adhesión que conllevaba el desmantelamiento del tejido productivo
y dejar el país a merced de los intereses del gran capital alemán, que ya a mediados de los 80
marcaba la agenda europea.
Con la entrada en vigor de este Tratado en 1986 España se convirtió, como Portugal, y como
Grecia en 1981, en un socio político, pero también en un elemento potencialmente vulnerable
del sistema europeo. Sólo ha hecho falta que la coyuntura internacional alterara los equilibrios
artificiales que regían la UE para que se produzca la fractura.
Para entender la trascendencia de esto hay que hacer un nuevo viaje en el tiempo. Esta vez no
a 1812, sino a 1975. Tras la muerte de Franco, el conflicto social, que se había intensificado
desde la década de 1960, se saldó con el triunfo del proyecto diseñado por los Estados Unidos
y ejecutado por el Rey, en colaboración con los sectores liberales del régimen y con la
oligarquía económica. Se impuso así, con el respaldo mayoritario de una ciudadanía todavía
en proceso de gestación, una salida reformista en lo político y continuista en lo social y
económico. Es lo que se conoce como Transición.
La monarquía restaurada y el sistema de partidos que se diseña se inspiraron en los de la
primera Restauración canovista, consagrada en la Constitución de 1876, por lo que la
evolución del país ha reproducido casi mecánicamente los vicios de aquella: el peso
desmedido de la oligarquía, el caciquismo, las diferencias entre la España oficial y la real. La
única innovación procede del exterior, ya que las grandes directrices políticas vendrán ahora
marcadas por Alemania, en forma de criterios de convergencia, primero para lograr el ingreso
en la CEE y luego para entrar en el euro.
La convergencia europea se plasmó en España en un deterioro continuo de los salarios y de
las rentas del trabajo, en beneficio de las rentas de un capital cada vez en mayor medida
especulativo. Las empresas extranjeras se asentaron en el país por los bajos salarios y la baja
conflictividad social, lo que, junto a las ayudas europeas –la engañosa “gran conquista” del
ingreso en Europa-, palió el desempleo provocado por la reconversión económica en la
agricultura y en la industria. Sólo quedó, como es habitual en los países periféricos, el sector
turístico, muy rentable, pero dominado por los grandes tour-operadores británicos y alemanes.
La construcción y la especulación financiera crearon una burbuja que se retroalimentó con la
corrupción política propiciada por el bipartidismo y por la inexistencia de una verdadera
división de poderes.
El sistema funcionó casi sin generar ingresos, al margen del turismo y el ladrillo, y apuntalado
por millonarias ayudas europeas que fueron a parar en buena parte a los bolsillos de la
oligarquía que las gestionaba, incluidas algunas grandes casas nobiliarias. Las obras
faraónicas, muchas de ellas innecesarias, realizadas en la década de los noventa y hasta 2010,
de las que los medios de comunicación culpan a la clase política, a quienes enriquecieron
realmente fue a las grandes constructoras que se hicieron con todos los contratos, en una
época en que la recalificación de un terreno o el soborno de un cargo público resultaban
relativamente baratos.
La construcción de viviendas fue el otro gran negocio de estas empresas, en un mercado en
expansión debido al bajo precio del dinero decretado por el Banco Central Europeo, que ahora
nos censura por haberlo utilizado. Las facilidades para obtener créditos permitieron a las
empresas construir sin recursos propios, y a los ciudadanos comprar viviendas, hipotecándose,
también sin recursos. De ahí la necesidad de la especulación, es decir, comprar para vender,
porque en la mayoría de los casos pagar era imposible.
Estas constructoras, para maximizar beneficios, emplearon a inmigrantes y a trabajadores con
baja cualificación, pero no dejaron de atraer mano de obra de todos los sectores, dada la
hipertrofia del sector. El resultado fue que el empleo se vinculó estructuralmente a la
construcción, y ésta a las ayudas europeas y al sector bancario, proveedores de los recursos.
Justamente los dos pilares que han quebrado en los últimos años: las ayudas europeas
desaparecen y el sector bancario quiebra.
Como efecto colateral de este modelo de capitalismo parasitario que tiene su origen en los
años sesenta es obligado citar el deterioro del sistema educativo, en parte por la falta de
inversiones, pero sobre todo por la falta de incentivos para los estudiantes. Dado que el
empleo cualificado era difícil y en la construcción y los servicios la demanda crecía, muchos
jóvenes abandonaron los estudios para incorporarse al trabajo sin una mínima cualificación.
Después de dos décadas con estas prácticas, hay una generación que no tiene reciclaje posible,
debido a su falta de formación, y ello suponiendo que pudiera crearse empleo en otros
sectores, algo que por el momento es harto improbable, debido a las carencias estructurales.
Con este panorama no debe extrañar que la crisis adoptara en España unas dimensiones
excepcionales. Pero el análisis de los casos de Portugal y Grecia confirma que no se trata de
un episodio aislado. Revisando los Tratados de Adhesión de estos dos países a la CEE se
comprueba que ambos debieron pagar el mismo o similar tributo de desmantelar sus sistemas
productivos: agricultura, ganadería, siderurgia, altos hornos, construcción naval… todo lo que
pudiera resultar competitivo para los intereses de los países centrales (Francia y Alemania) se
limitó, o directamente se eliminó.
Cuando dio la cara la crisis hipotecaria en Estados Unidos, algunos bancos españoles se
vieron afectados, pero en general el sistema no lo hizo, e incluso se siguió construyendo, en
parte porque no se podía ni se sabía hacer otra cosa. El siguiente momento, la crisis
financiera, frenó la construcción y la compra-venta de viviendas, por la falta de crédito, pero
tampoco provocó el colapso inmediato del momento. No obstante, ante la incertidumbre, los
bancos comenzaron a no prestarse dinero y a atesorar recursos por si estallaba el pánico y
comenzaba la retirada de los depósitos, algo que hasta el momento no ha sucedido. Las
presiones internacionales, sobre todo de Alemania, para recapitalizar los bancos españoles
tienen mucho que ver con la composición del capital de estas entidades, en buena parte en
manos de inversores y accionistas alemanes.
La persistencia de estas condiciones desde 2008 comenzó a desequilibrar gradualmente el
sistema, pues el motor de la economía se había parado, y con él la principal la fuente de
ingresos fiscales del Estado. El desempleo se disparó exponencialmente, hundiendo el
consumo, y comenzó la espiral de la depresión. El Gobierno intentó paliar la crisis con
medidas poco acertadas, como un modesto Plan E (por empleo) que distribuyó apenas 1.000
millones de euros y fue del todo ineficiente, al tiempo que entregaba a los bancos 66.000
millones para que volvieran a conceder créditos, un dinero que se usó para cubrir los agujeros
de la crisis hipotecaria que comenzaba a generarse en España por la creciente morosidad y el
impago de las deudas de quienes perdían sus empleos.
Como en los otros países del sur de Europa, esta fase de la crisis se agravó por la salida
masiva de capitales, casi 250.000 millones de euros en el último año (el 27% del PIB), y la
deslocalización de las empresas hacia el Este de Europa, la India y Asia Oriental. La falta de
ingresos de los Estados, combinada con el estallido de la burbuja inmobiliaria, hundió lo poco
que quedaba después del ingreso en la CEE de un sector empresarial propio (pequeña y
mediana empresa y autónomos).
En estas condiciones es cuando empezó la tercera y más grave fase de la crisis, la que afecta a
la deuda soberana. El déficit del Estado podía dispararse, así que Alemania impuso a sus
socios la “ley de oro” del déficit, es decir, la limitación constitucional del techo del
endeudamiento público. Los dos grandes partidos del turno acordaron sin el menor conflicto
imponerla y en pocas semanas fue aprobada la reforma constitucional, algo que muchos
ciudadanos ven como una burla, ya que uno de los dogmas de la Transición, para frenar las
reivindicaciones soberanistas, había sido el carácter intocable de la Constitución.
La aplicación de esta norma no ha impedido, sin embargo, que la prima de riesgo española se
dispare en los mercados financieros, limitando el acceso efectivo del país al crédito.
Aprovechando su vulnerabilidad, España es entregada a la codicia de los especuladores
financieros, que le exigen intereses usurarios, al tiempo que Alemania, como efecto sistémico,
se financia casi sin coste, e incluso con intereses negativos (cobrando por recibir dinero). En
esta depredación del tesoro público español participan los propios bancos rescatados por el
Estado, a los que el Banco Central Europeo presta dinero a bajo interés para que hagan
negocio saqueando las arcas públicas.
En este contexto no hay otra salida que reducir drásticamente el gasto público, por lo que los
Gobiernos, ya desde mayo de 2010, comienzan a realizar recortes que afectan a las
inversiones y a los servicios públicos (sanidad y educación), y reformas desreguladoras en el
mercado laboral, los salarios y las pensiones. Estas directrices, emanadas del FMI, el BCE y
la Comisión Europea, han impedido a los últimos dos Gobiernos adoptar estrategias anticrisis,
por lo que están a merced de la especulación financiera, hundiéndose en una espiral de deuda
que recuerda los casos América Latina y otros países del Tercer Mundo en los años del
necolonialismo.
He querido detenerme en esta explicación para señalar que se trata de tres crisis sucesivas,
encadenadas, pero que definen una tendencia en la que cada una va restando opciones y
añadiendo gravedad a la situación. Hoy la única esperanza es confiar en la benevolencia de
los mercados (cuya naturaleza, lamentablemente, es incompatible con esta virtud) y rezar para
que la deuda no se dispare más allá de niveles sostenibles, porque en ese caso no habría más
remedio que aceptar nuevas restricciones y un agravamiento a corto y medio plazo de la
situación social, que ya comienza a ser crítica.
No es sólo economía, es política
Pero si nos distanciamos de la esfera económica podemos entender mejor el sentido de este
proceso. Alemania es el principal actor europeo. Su acción ante la crisis de los países
“periféricos” ha consistido hasta ahora en exigir plazos y condiciones imposibles para que
limiten su déficit público, lo que supone desarticular sus administraciones e introducirlos en
dinámicas centrífugas como la que viene sufriendo en este momento España con Cataluña,
que pronto se extenderá al País Vasco. Paralelamente reordena el presupuesto de la UE, con
un enfoque restrictivo, para hacerla más competitiva en el terreno de la concurrencia
internacional, reduciendo o eliminando las ayudas estructurales a los países periféricos y
forzándolos a adoptar condiciones de trabajo extremadamente precarias, en un contexto de
desempleo masivo, con la esperanza de atraer inversiones extranjeras al acercarse a los
niveles de explotación de China y Asia. Si no resultara antiguo, cabría decir que Alemania
está creando el “ejército de reserva” de fuerza de trabajo necesario para mantenerse a flote en
esta nueva guerra mundial por los mercados.
La prensa nacional y la europea sacan a la luz la corrupción política existente, con tal
profusión de datos que resulta difícil no pensar que eran conocidos. El modelo de Estado
autonómico se coloca en el punto de mira, como insostenible por las duplicidades
presupuestarias, pero esto lejos de racionalizar el debate lo envenena, polarizando las
opciones entre los defensores de la recentralización españolista y los nacionalistas periféricos,
que se escoran al independentismo ante el riesgo de ver restringida o anula la autonomía por
“razones técnicas”. Con la represión desmedida de sus acciones, los movimientos sociales son
empujados hacia posiciones radicales, por lo que son criminalizados, al tiempo que los
medios -la gran mayoría de ellos en manos de derecha- pretenden deslegitimar el sistema
democrático y a los partidos y sindicatos de izquierdas, que ciertamente se habían dejado
implicar en todo el entramado corrupto y han vivido subsidiados como aparatos de Estado.
Volviendo al inicio, la monarquía española está en cuestión. Y lo está porque su funcionalidad
ya casi ha terminado. Fue operativa para garantizar la salida reformista de la dictadura,
abortando la opción de la ruptura democrática. Pero puede parecer superfluo, y hasta
inconveniente, que una provincia (o varias, según quede finalmente la reordenación política
del territorio), tenga su propio monarca.
El sistema político también se cuestiona, con el argumento de la corrupción y el coste elevado
de su financiación, por lo que se reduce el número de representantes en las cámaras y se le
retira el salario a los que no ostentan cargos de gobierno. Una parte de la sociedad,
hegemoniza por un discurso falsamente regeneracionista celebra estas medidas, por el
supuesto ahorro y porque supuestamente golpean a la denostada clase política. Pero en
realidad sirven para todo lo contrario, ya que refuerzan el bipartidismo y restan medios a la
izquierda para que pueda realizar la oposición, es decir, nos orienta a un modelo tecnocrático
fascistizante, cada vez con menor legitimidad y control ciudadano, y que pueda sea fácilmente
dirigido desde el centro de un renovado “IV Reich”.
La organización autonómica también se pretende desmantelar, con el mismo argumento de la
imposible financiación, que encubre la finalidad de eliminar las instancias de poder en las
nacionalidades, potenciales focos de resistencia a la recentralización. Por su parte, y como
contribución a esta estrategia, la extrema derecha, en España y en Europa, magnifica el
problema de la financiación del Estado, no sólo para privatizar los servicios públicos, sino
principalmente para realizar una reorganización del poder a nivel social y territorial, y
deteriorar el sistema democrático, facilitando la integración en una potencial Europa
autoritaria.
Salidas imposibles
A medio plazo hay dos opciones para España, que son quizá las mismas que tienen Grecia,
Portugal e Italia. La primera, salir del euro. Pero esto potenciaría y aceleraría la secesión de
Cataluña y el País Vasco, que serían así más fácilmente reconocidos por el centro alemán,
como ya hizo con Croacia y Eslovenia en 1990. El resto del país quedaría en manos de la
derecha más reaccionaria, hegemónica en estos territorios, posiblemente con una dictadura
esencialista, católico-españolista, análoga a la impuesta por los nacionalistas en Serbia, con el
apoyo de la Iglesia ortodoxa, en la última década del XX. La supervivencia en la UE de una
España no sometida a la disciplina del euro sería harto improbable. Los países del bloque
central no perdonarían la deserción y, en todo caso, sería el fin de las ayudas europeas. Sin el
euro, y con una nueva peseta devaluada hasta el extremo (inicialmente eran 166,386 pesetas,
pero el euro puede llegar a las 1.000 pesetas en la situación actual) el pago de las energías y
las materias primas en un mercado internacional dominado por el dólar sería muy complicado,
al igual que el acceso a las importaciones de productos industriales, tecnología y bienes de
equipo. España volvería a una suerte de autarquía que la haría retroceder posiblemente medio
siglo. Todo ello sin contar que las deudas adquiridas en euros o en dólares, que son muy
elevadas (casi el 80 por 100 del PIB en 2012) habría que pagarlas en estas monedas, lo que
obligaría a continuas refinanciaciones, en una espiral que podría acabar con la insolvencia
absoluta del país. Mala solución…
La otra opción es aceptar el nuevo papel que impone el centro en el nuevo reparto de poder de
Europa: ser de facto una provincia de la UE, aunque se mantengan –temporalmente- los
ropajes y las formas de un Estado soberano. Esta opción ya está en curso en el caso de Grecia,
y vendría después de que se decretara la insolvencia, pero no antes de que, tras sucesivas
recaídas, se demostrara la “inviabilidad del Estado” en su expresión plenamente
independiente y hubiera una opinión pública favorable a la “plena integración” en Europa.
España, por medio del control tecnocrático de los presupuestos y de las condiciones laborales,
pasaría a estar sometida a un rígido sistema de explotación que, salvando las distancias
formales, podría recordarnos al que ya Alemania impuso en las regiones dominadas en 1942,
con una soberanía nacional ficticia y sin derechos socio-laborales. Este modelo propiciaría
también el trasvase de los recursos humanos más cualificados hacia los países del centro,
potenciando la vieja categoría de los trabajadores inmigrantes (gastarbeiter), con condiciones
laborales más precarias, segregados socialmente y sin derechos políticos. De hecho, son ya
muchos los graduados y posgraduados españoles que trabajan en Alemania con fórmulas
precarizantes, como de la los minijobs, implantados por el gobierno de Angela Merkel, que
también se aplican a los trabajadores alemanes depauperados por la crisis.
Se cumplan o no estas previsiones, es evidente que en España el modelo de la II Restauración
Borbónica ha entrado en crisis y se encamina a su etapa final. Tres de sus pilares, el sistema
bipartidista, las autonomías y los pactos sociales, ya no tienen solidez o directamente se están
descomponiendo. El único que subsiste es el cuarto, la integración en Occidente, porque
garantiza la intervención exterior y asegura que a España acepte su papel de primera línea de
choque en una eventual conflagración en Mediterráneo. Confirma esta idea el hecho de que
una de las primeras exigencias, cuando empezó la crisis, fue precisamente que España
aceptara –como en efecto hizo el gobierno de Rodríguez Zapatero- el traslado a la base
aeronaval de Rota de Africom, el mando de la OTAN para África, y la instalación del escudo
antimisiles en esta base.
2012 acabó con pocas celebraciones y muy malos augurios. Queda por saber qué será de la
Operación Bicentenario una vez que ha terminado la fiesta. Es probable que quede archivada
en el baúl sin fondo de los proyectos fracasados del Reino de España, donde yacen los restos
de la Armada Invencible. Contemplando el ambiente parecería que estemos muy lejos de una
celebración y más cerca de un nuevo Desastre colonial, solo que ahora nosotros seríamos las
colonias. Faltaría conocer si como en 1898 surgirá una conciencia crítica, una nueva
generación de pensadores y activistas que sueñen con reinventar España, una generación
capaz de comprometerse políticamente para construir una nueva sociedad.
En este sentido, y para terminar, expondré algunas tendencias que, a mi juicio, pueden tomar
forma en el medio plazo, a partir de la experiencia histórica de aquel primer 98 que
condicionó la evolución del país en el primer tercio del siglo XX.
Respecto al sistema político, en la próxima década los grandes partidos dinásticos implicados
en el turno podrían perder apoyo y credibilidad, e incluso fraccionarse. La derecha, que
agrupa casi todas sus corrientes en el PP, como hizo el Partido Conservador de Cánovas,
tendrá que hacer frente a la decisión de someterse a un poder extranjero, y ante esa disyuntiva
podrían emerger alas centristas o nacionalistas (defensoras de la soberanía nacional, grupos
regionalistas, social-cristianas), frente a otras claramente fascistas abiertamente partidarias de
una dictadura tecnocrática bajo el paraguas de una nueva UE que está diseñando Alemania.
Ya esto sucedió en el primer franquismo, con la división entre falangistas (totalitarios y pro
alemanes), de un lado, y monárquicos, liberales y regionalistas, de otro. La monarquía tendrá
que elegir, como le sucedió a Alfonso XIII, cuando aceptó la dictadura de Primo de Rivera, y
más tarde a Juan de Borbón, que intentó lo mismo al estallar la Guerra Civil, aunque acabó
por oponerse a la dictadura tras el rechazo de Franco a entregarle la Corona una vez terminada
la guerra.
El PSOE, la izquierda dinástica, inspirada en el Partido Liberal de la I Restauración, también
debe hacer frente al descrédito de largos periodos de gobierno funcional al sistema, marcados
por la corrupción y el adocenamiento. Su papel como aparato de estado se ha visto
difuminado por discursos ideológicos, como los que hacía el Partido Liberal, centrados
principalmente en el enfrentamiento verbal (no efectivo) con la jerarquía de la Iglesia Católica
en cuestiones morales, políticas de género y reconocimiento de la diversidad de orientación
sexual. Todo ello sin cuestionar el orden económico, el sistema político, la estructura de poder
social y la alineación internacional, en todo lo cual comparte posiciones con el PP.
Al margen de los partidos dinásticos existe una extrema derecha minoritaria que apoya de
facto, pese a la retórica españolista, la estrategia de refundar España en una nueva UE, que
podría converger con los partidarios de este proyecto que también existen en el ala más
extremista del PP.
En el centro intenta abrirse camino UPyD, equivalente quizá del Partido Radical de Lerroux,
con vocación españolista, centralista y regeneracionista, enemigo del caciquismo y del
bipartidismo, pero oportunista y posibilista, aunque por ahora sin cuestionar el sistema
democrático. Algo que, más pronto que tarde, alguien acabará haciendo, si como parece estas
instituciones y quienes las monopolizan resultaran incapaces regenerarse y los ciudadanos no
pudieran aguantar ya más tanto abuso.
A la izquierda, y también fuera del bipartidismo, existe una gran división y mayor confusión.
Falta un diagnóstico común del problema, tanto a nivel internacional como en el ámbito
español. La fuerza mayoritaria, IU, engloba una amplia variedad de corrientes disidentes del
socialismo, pero sin un proyecto estratégico común. De acuerdo con el modelo de la I
Restauración, cuando avanzaran las posiciones autoritarias esta amalgama de la izquierda
debería asumir la tarea de articular una opción republicana y federalista de amplia base. Pero
sus malas relaciones con el ala más radical de la izquierda (comunistas revolucionarios,
nacionalistas radicales) y con el anarquismo, renacido en los nuevos movimientos sociales,
podrían reproducir los mismos enfrentamientos que hubo en la II República.
Este cuadro identifica los actores del sistema político en la fase actual y sus posibles líneas de
evolución. Pero no son los partidos los que tienen la mayor ascendencia sobre los ciudadanos
en un país como España, desmovilizado y con una muy baja tasa de afiliación política. El
control social se ejerce por los medios de comunicación, principalmente la televisión, la radio
e Internet, y en menor medida por los periódicos en papel. Todos los medios de masas se
encuentran en manos de los grandes grupos oligárquicos, incluida la Iglesia Católica, que
tiene sus propias cadenas de radio y televisión. En la esfera de los medios, se reproduce no
obstante la misma distribución de papeles que en el sistema bipartidista: hay dos grandes
conglomerados que se reparte el control de la opinión pública.
El discurso de la derecha se difunde en los medios televisivos a través del grupo Antena 3
(A3, Nova, Neox), la 13, Intereconomía, Libertad Digital, Veo 7 y las televisiones
autonómicas controladas por el PP, que son casi todas, y de las que la más influyente ha sido
Telemadrid. La derecha controla también la mayor parte de los periódicos en papel, con ABC,
El Mundo, La Razón, La Gaceta y la mayor parte de la prensa regional y provincial, adscrita
al Grupo Vocento o independiente. Las ondas de radio también emiten su discruso: la COPE,
ABC.Radio, IntereconomíaRadio, etc.
La izquierda dinástica usufructúa todavía una cadena (La Sexta) que ya ha sido absorbida por
Antena 3, y se beneficia de una corporación televisiva, Mediaset (propietaria de Telecinco,
Cuatro, Siete, FDF y otras), cuyo gran accionista es Silvio Berlusconi. Cuenta también con
los canales autonómicos controlados por el PSOE, el más importante de los cuales es el
andaluz Canal Sur, con El País como único periódico en papel, y con Elplural.com y otros
recursos menores en Internet. En las ondas, el grupo PRISA, editor de El País pero
desaparecido de la televisión, conserva la cadena SER.
Aunque hay un claro desequilibrio a favor de la derecha, todo este entramado es en última
instancia dependiente de Reuters y las otras grandes agencias de noticias occidentales, que
marcan los tiempos, señalan las prioridades y dan las consignas en cada momento. Las
grandes cadenas norteamericanas, británicas y alemanas crean la opinión monolítica que
luego difunden con matices irrelevantes las dos ramas en que se dividen los medios españoles.
Recordemos con cuanto enojo y falsa dignidad se recibió en España aquella denominación de
PIGS (cerdos), que, disfrazada de sigla, la prensa británica aplicó a Portugal, Italia, Grecia y
España en los preliminares de que estos países iniciaran su calvario. Hoy nuestros medios y
nuestros responsables políticos omiten una palabra tan fea, pero asumen con incomprensible
resignación su contenido, al tiempo que conducen al país al matadero.
La influencia de los medios de comunicación se potencia con el deterioro intencionado que ha
sufrido el sistema educativo en las casi cuatro décadas de la II Restauración, lo que ha dejado
a los ciudadanos a merced de la manipulación ideológica. La desarticulación de la sociedad
civil y sus organizaciones críticas con el modelo de la Transición también ha facilitado el
control social de las conciencias, del mismo modo que el uso de las fiestas religiosas, del
fútbol, el deporte y los toros, como medios de alienación y fomento de un nacionalismo
español superficial, acrítico, autocomplaciente y violento.
Qué hacer?
En las ocasiones en que he tenido la ocasión de debatir global o parcialmente sobre las
cuestiones que acabo de plantear ha brotado siempre una pregunta inevitable: ¿Qué hacer? En
la soledad de los hogares o en la multitud de la protesta los españoles no escapan a este
interrogante… ¿Qué hacer? En 2012 la tasa de suicidios se disparó, aunque los medios se
esfuerzan por silenciar estas noticias. El 34% de ellos están motivados por la crisis. A mi
modo de ver estamos cerrando un ciclo. La desesperación individual dará paso a una respuesta
organizada de los ciudadanos. La Transición que iniciamos en 1975 está encaminándose hacia
su inevitable desenlace. Hace ya algunos años escribí que la Transición cambiaría su
significado, pasando a definir al conjunto del reinado de Juan Carlos I, y no sólo sus primeros
tres años. Los historiadores del futuro, opino, verán a la II Restauración no como un sistema
plenamente democrático, sino como una dilatada transición del régimen franquista hacia la
democracia. Este reinado ha durado ya 37 años, sólo un año menos que la interminable
dictadura de Franco, por lo que es previsible que iguale su longevidad. La cultura cívica, la
cultura democrática, el reconocimiento de los derechos y libertades de los ciudadanos se han
desarrollado mucho en este periodo. Eso es incuestionable, y sin duda quedará en el haber de
este monarca y de este sistema, pese a todas sus limitaciones.
Pero, por eso mismo, la sociedad española de 2013 no es la temerosa y traumatizada
población de 1975, no existe ruido de sables ni riesgo de una nueva Guerra Civil. Hoy
sabemos que la paz y la unidad de España se defienden mejor con el diálogo y el respeto a la
diversidad que con la imposición forzada de instituciones y valores tradicionales. De la
antipolítica y de los movimientos sociales, nacerá una nueva política. Una derecha y una
izquierda no dinásticas deberán emerger, y de los grandes partidos dinásticos surgirán
también sin duda brotes verdes, que regeneren la vida política de España -porque no todos
somos Bárcenas. No sabría decir si antes tendremos que hacer frente a los fantasmas del
autoritarismo, a un cirujano o cirujana de hierro que venga a complicar aún más las cosas,
como le sucedió a la generación de nuestros abuelos con Primo de Rivera. Es posible también
que la monarquía parlamentaria tenga todavía un último cartucho, si la sucesión a la Corona
llega pronto y si se logra evitar que la compleja situación derivada de la crisis arrastre también
al nuevo monarca y a la nueva Corte que ahora se está gestando. En cualquier caso, la
República, y con ella, el pacto federal, están ya en la agenda histórica de España…, si es que
ésta no quiere desaparecer, fragmentada en pedazos, en la nueva arquitectura imperial europea
que estamos viendo nacer.


En definitiva,
… a los españoles de nuestra generación nos ha tocado vivir un cambio de época. A lo largo
de la historia hay momentos en los que, en muy pocos años, se viven mutaciones de largo
alcance, profundas transformaciones económicas, sociales, políticas y de los valores
esenciales que orientan a las sociedades. Hoy vivimos en España, y me temo que en Europa,
uno de esos tiempos. En las páginas que he leído he intentado aportar algunas ideas que
ayuden a entender la dimensión histórica de los acontecimientos que estamos viviendo. He
intentado explicar lo que pasa, pero también señalar las posibles evoluciones de los actores
implicados en el problema. La Historia tradicional prohíbe expresamente la predicción, pero
la sociedad nos exige respuestas, ideas para orientarnos en el camino a seguir. He optado por
servir a la segunda, porque amén de historiadores somos ciudadanos. Hay que comenzar a
decir, tanto en la academia como en los foros sociales, lo que entendemos que está sucediendo
y hacia donde nos dirigimos, sin artificios y sin más pretensión que la de aportar ideas
diferentes de personas distintas que debaten civilizadamente sobre el mundo que nos ha
tocado vivir.

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Transición a la crisis II Restauración

  • 1. DE LA TRANSICIÓN MODÉLICA A LA CRISIS DE LA II RESTAURACIÓN Julio Pérez Serrano Universidad de Cádiz Quiero comenzar agradeciendo a las instituciones de Simat de la Valldigna que organizan estas jornadas, y muy singularmente a mi colega Eladi Mainar, artífice de este evento, la posibilidad de poder debatir aquí hoy con ustedes, en el plano académico, sobre la situación actual de España, y sobre la dimensión histórica que a mi juicio tiene la crisis que está sufriendo el país. En este caso el agradecimiento es especialmente sincero, porque me ha permitido ordenar ideas y revisar algunos trabajos parciales anteriores, que intentaré sintetizar ahora en esta exposición. La Operación Bicentenario España está en boca de todos. Donde hay un académico español, se habla de España. La prensa internacional, que hace poco nos ignoraba, ahora recoge diariamente nuestras noticias. Fotos de indigentes españoles aparecen en el New York Times. La #spanish revolution es trending topic en Internet. ¿Qué está sucediendo? En 2012 España conmemoró el bicentenario de su primera Constitución, elaborada en Cádiz durante la ocupación de las tropas napoleónicas. Es cierto que esta Constitución tuvo una existencia azarosa y una vigencia efímera, pero el gobierno de España y las grandes empresas españolas, con el liderazgo de la Casa Real, habían imaginado una celebración magna de este 200 Aniversario constitucional. Durante más de una década trabajaron sistemática y pacientemente para popularizar y dotar de significado a un evento que, de otro modo, hubiera pasado desapercibido dentro y fuera de nuestro país, como sucedió en su primer Centenario. Pero los incentivos eran muchos, no todos confesables ni desinteresados: 1. Por un lado el gobierno pretendía legitimar el sistema de la monarquía constitucional, relativamente decaído por el paso del tiempo. Aunque todavía a finales de los noventa el deterioro del sistema no era tan visible y los beneficios de la construcción y el negocio fácil alimentaban la idea de que “España iba bien”, la edad del Rey obligaba a pensar en la sucesión. España era un país monárquico, pero sin monárquicos, o mejor, con defensores de la figura de Juan Carlos, pero no entusiastas de la monarquía como sistema político. Esta adhesión al Rey se había conseguido gracias a la fuerza legitimadora del truculento (y todavía oscuro) episodio del golpe militar del 23 de Febrero de 1981, cuando la democracia pendió de un hilo y fue el monarca quién la rescató. Con independencia de lo que pueda esconderse tras este episodio (posiblemente un buen guión hollywoodense), lo cierto es que fue decisivo para asentar la monarquía. Pero este prestigio no es transferible y el príncipe Felipe no tiene una Transición que le ayude a proyectar su figura. ¿Qué puede hacer Felipe por España que sea equiparable en su magnitud a la Transición? Posiblemente nada. Por ello, los estrategas de la Casa Real, con el bloque de las grandes empresas españolas y los líderes de los grandes partidos comprometidos (y beneficiarios) del sistema, el PP y el PSOE, pensaron que lo más eficiente era revitalizar la propia Transición, para que siguiera dando réditos al heredero de la Corona. En verdad, no fueron muy originales, pero es cierto que la mina de la Transición a la democracia todavía posee vetas que se pueden explotar. Y este es el sentido que tiene la gran conmemoración de la Constitución de 1812, a la que en adelante nos referiremos como Operación Bicentenario. Su fundamento era muy simple. Dado que la apología directa de la Transición había comenzado a dar rendimientos decrecientes, se trataba de exaltarla de forma indirecta, a través de metáforas o símbolos que evocaran subliminalmente los logros de la Transición.
  • 2. La proximidad del bicentenario de 1812 señaló el camino a seguir. Había que mixtificar y engrandecer el legado de la Constitución, popularizarla -para lo cual se rescató el apelativo de “La Pepa”- y convertirla en el mito fundacional de la Nación española, con lo que de paso se ponía freno también a las demandas de los nacionalistas periféricos. Utilizando verdades, medias verdades, mentiras y omisiones clamorosas había que volver a dar vida, en la esfera simbólica, a la Constitución de 1812 para que fuera el alma de un cuerpo, la Constitución de 1978, que comenzaba a envejecer. En otras palabras, el objetivo de la Operación Bicentenario era utilizar el Doce para bombardear a los ciudadanos en un persistente adoctrinamiento, aparentemente inocuo y festivo, pues se trata de Historia, de conmemoración, con el fin de revitalizar el legado de la Transición y reforzar la legitimidad de la dinastía reinante. Había que presentar así a la Constitución de 1978 como la genuina continuadora de la obra liberal de Cádiz, aunque es obvio que ambos textos, salvo su carácter monárquico y que fue producto del consenso no tienen nada que ver. Baste mencionar el hecho de que fue precisamente un Borbón, Fernando VII, quien abolió la Constitución de Cádiz, y quien ejecutó, encarceló y envió al exilio a los liberales doceañistas. Sin embargo, en el campo simbólico, es el Rey Juan Carlos quien patrimonializa el legado del Doce, ya que es él quien lo ha hecho realidad al establecer la democracia en España. Es por eso también el Rey quien descubre las innumerables placas conmemorativas y quien alecciona al pueblo con la retórica pomposa y vacía que ha generado esta operación. 2. En el ámbito internacional también se pensó que podía ser eficaz esta campaña de prestigio de la monarquía borbónica. El contexto parecía favorable a finales de los noventa. Las grandes corporaciones surgidas de la privatización de los monopolios públicos de la dictadura (Telefónica, Repsol, Endesa) y los grandes bancos (Santander, BBVA), que se habían beneficiado del boom económico de los ochenta y noventa, habían logrado penetrar sin problemas en el mercado internacional, principalmente en América Latina. Para España el retorno al continente americano, aprovechando los lazos culturales e históricos que se habían conservado, era también una forma de reforzar su peso en una Europa a la que había accedido, por fin, en 1986, pero donde no ocupaba un lugar preferente. Utilizar a América para ser fuertes en Europa. Vieja idea que había traído a Colón a estas tierras, y que ya habían ensayado sin éxito los Austrias, ocasionando a la vez el expolio americano y la ruina de las arcas españolas. No obstante, como los conocimientos de Historia no son esenciales en el curriculum académico de los gobernantes y grandes directivos, se diseñó una estrategia para “recuperar”, en la medida de lo posible, la influencia sobre las antiguas colonias americanas, y de paso, también sobre Portugal y Brasil, desempolvando el sueño de Felipe II. Tal es el significado que para España pasaron a tener las Cumbres Iberoamericanas que venían celebrándose desde comienzos de los noventa. La Operación Bicentenario extendió sus tentáculos a la América hispana, simplemente añadiendo una “s”, y hablando de “Los Bicentenarios”, como si la Constitución de Cádiz y las independencias de las naciones de la América hispana formaran parte de un mismo proyecto histórico. Aquí la ignorancia o la falsificación histórica adquieren proporciones inusitadas, pues se ha pretendido convertir a la Constitución española de 1812 en el origen de las Constituciones que se elaboran en América durante el proceso de independencia, muchas de las cuales fueron aprobadas con anterioridad a la de Cádiz por cabildos y provincias. De igual modo, y sin pudor, se ha englobado en esta entelequia del “legado gaditano” a los diputados americanos españolistas que elaboraron la Constitución de 1812, como Ramón Power o José Mejía, y a los próceres independentistas que la rechazaron. Se ha omitido en fin, con el mayor descaro, la influencia de la Constitución de Filadelfia de 1787 y la de la obra legislativa de la Revolución Francesa en las independencias de las Repúblicas americanas.
  • 3. ¡Cuánto dinero se ha invertido en la Operación Bicentenario! ¡Cuántos congresos, coloquios y jornadas! ¡Cuántas publicaciones al mejor servicio de la causa! En la última década una parte importante de la academia española ha contribuido de forma entusiasta a mitificar la Constitución de 1812, magnificándola y presentándola como el texto más influyente en la historia constitucional del mundo. La última secuela de este delirio, todavía sorprendentemente vivo, es la propuesta que el gobierno de España presentó en la Cumbre Iberoamericana celebrada en Cádiz en noviembre pasado, para que esta diminuta ciudad, en la que yo resido, sea designada “capital mundial del constitucionalismo”. Sin duda se desconoce que en Filadelfia, París, y hasta Catamarca, se elaboraron con anterioridad Constituciones – por cierto, bastante más avanzadas que la de Cádiz. Pese a todas estas incongruencias y otras que sería muy prolijo detallar, España consiguió involucrar a la mayor pare de los países iberoamericanos en esta estrategia, sin generar recelos en sus socios europeos. La coyuntura era favorable, y nadie puso demasiadas objeciones. Los países iberoamericanos, porque necesitaban reequilibrar sus relaciones con los Estados Unidos. Y la Unión Europea, porque aspiraba a convertirse en un actor internacional pleno, lo que conllevaba tener presencia en América Latina, una de las regiones en desarrollo más importantes del planeta. Fue así, por esta conjunción azarosa de factores, como España consiguió avanzar sin grandes trabas hacia la “segunda colonización”. Con esta nueva diplomacia pública, la marca España subió como la espuma en el ranking marca-País, llegando a alcanzar en 2011 (en plena crisis), el puesto 16, casi igualada con Alemania y por encima de Japón, el Reino Unido, Francia o Estados Unidos. Nadie se molestaba, porque los beneficios de las empresas y bancos españoles fluían hacia los bolsillos de sus auténticos propietarios, los accionistas europeos, principalmente alemanes. En estas condiciones, la Operación Bicentenario dejaba de ser un asunto interno y adquiría dimensión internacional. Haciendo de la necesidad virtud, con una visión estática del momento histórico y sin contemplar seriamente todos los factores y actores en liza, el gobierno de España imaginó a finales de los noventa un escenario pletórico para 2012. La monarquía constitucional cobraría el impulso necesario para superar el bache y garantizar la sucesión. Las grandes empresas harían su gran negocio en América. Finalmente, se programó una incisiva campaña para elevar el bajo perfil del príncipe Felipe, incluyendo su matrimonio con una mujer “del pueblo”, “moderna”, divorciada y con arraigo en los medios de comunicación, pretendió completar este flanco débil de la estrategia. Triste Bicentenario Pero en los últimos años un cúmulo de factores de etiología muy diversa lo ha trastocado todo. La milagrosa prosperidad de los noventa se ha mudado hoy en creciente deterioro político, social, económico y hasta identitario. El sistema pactado en la Transición ha comenzado a agrietarse por la corrupción y los escándalos económicos, el desprestigio de los grandes partidos, el abstencionismo en las elecciones, el auge de los nacionalismos periféricos en Cataluña y el País Vasco, la falta de expectativas de las generaciones jóvenes y el deterioro creciente de la imagen de la familia real (afectada directamente por casos de corrupción). La decadencia física del rey Juan Carlos es una metáfora del agotamiento del modelo establecido tras la muerte de Franco. El “milagro español”, antaño tan valorado, se ha desvanecido. Como decía hace poco una viñeta satírica: hoy el “milagro” es “tener un empleo y que el banco no te eche de la casa”. También en el ámbito internacional los planes del II Imperio español se deshacen ante la cruda realidad de una crisis que está sacando a la luz todas las contradicciones del sistema, sin que por ello se adopte medida alguna que ayude a paliarla. En la Unión Europea, sobre todo después de la ampliación a 27, el peso de España ha decaído significativamente, y la crisis no ha hecho sino extremar esta debilidad. Como los otros países ahora denominados “periféricos” - ya antes lo éramos, aunque no se hablara en esos términos- España ha entrado
  • 4. en una espiral depresiva que no parece tener fin. El control del Banco Central Europeo por parte de Alemania y la creciente dependencia financiera y funcional de los países del sur respecto al núcleo de países de la “primera velocidad” (Alemania, Francia, Austria, Holanda y Finlandia) dejan a España muy poco margen para desarrollar las ilusorias estrategias de “gran potencia” con las que habían soñado Felipe González en los ochenta y, sobre todo, José María Aznar en el cambio de siglo. El ambiente previo a la Cumbre Iberoamericana no es el que estos agudos estrategas habían imaginado. La crisis, los desahucios, las protestas callejeras, las proclamas independentistas, el “temido” rescate europeo…, y no el Bicentenario, preocupan a los españoles. No somos noticia por haber recolonizado América, sino por haber perdido la soberanía económica (que es también política) y por estar al borde de la desintegración como país. Nuestro monarca no es conocido, como estaba previsto, por liderar un nuevo Imperio en América, sino por cazar elefantes en Bostwana, acompañado de su supuesta amante (por cierto, una aristócrata alemana), y por ser el suegro de un presunto delincuente. Cómo hemos llegado hasta aquí. No es extraño que ante esta situación algunos académicos hayamos tomado distancia desde hace tiempo de este discurso ideológico en torno a la Constitución de Cádiz y su Bicentenario. Sin embargo, he querido referirme a él porque permite comprender la naturaleza del sistema político, social, económico y de valores que se instala en España después de 1975. La vaciedad, la mentira, la manipulación, el desprecio a la ciudadanía, junto a una falta de calidad evidente en el trabajo de las élites, explican que la llegada de la crisis haya adquirido en España el carácter de una auténtica tragedia nacional. Uno puede tender entonces a buscar culpables. El anterior presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y su partido, el socialista, sufrieron ya en sus carnes esta respuesta primaria de un electorado poco formado que necesitaba encontrar un chivo expiatorio ante lo que estaba pasando. Obviamente, Rodríguez Zapatero no tenía más culpa que los anteriores presidentes, aunque tampoco menos. Y es posible que tampoco Mariano Rajoy sea plenamente responsable del desastre que está provocando su gobierno. Tampoco es un problema exclusivo de la llamada “clase política”, ya que ésta no actúa autónomamente de la sociedad de la que surge, salvo que se crea en fórmulas no representativas de gobierno. Lo mismo cabe decir de los agentes sociales, que responden a la crisis desde sus intereses de clase, pero que obviamente no la han generado ni tienen en sus manos las soluciones. El problema está en la estructura, en el enorme peso que en ella han adquirido los sectores parasitarios, y en las decisiones estratégicas adoptadas en los últimos 35 años, entre ellas y muy especialmente dos: a) la salida reformista a la dictadura, que posibilitó la continuidad de las estructuras y prácticas económicas del periodo desarrollista de los años 60, así como la reproducción de las élites políticas procedentes del franquismo, y b) el ingreso en la CEE aceptando un Tratado de Adhesión que conllevaba el desmantelamiento del tejido productivo y dejar el país a merced de los intereses del gran capital alemán, que ya a mediados de los 80 marcaba la agenda europea. Con la entrada en vigor de este Tratado en 1986 España se convirtió, como Portugal, y como Grecia en 1981, en un socio político, pero también en un elemento potencialmente vulnerable del sistema europeo. Sólo ha hecho falta que la coyuntura internacional alterara los equilibrios artificiales que regían la UE para que se produzca la fractura. Para entender la trascendencia de esto hay que hacer un nuevo viaje en el tiempo. Esta vez no a 1812, sino a 1975. Tras la muerte de Franco, el conflicto social, que se había intensificado desde la década de 1960, se saldó con el triunfo del proyecto diseñado por los Estados Unidos y ejecutado por el Rey, en colaboración con los sectores liberales del régimen y con la oligarquía económica. Se impuso así, con el respaldo mayoritario de una ciudadanía todavía
  • 5. en proceso de gestación, una salida reformista en lo político y continuista en lo social y económico. Es lo que se conoce como Transición. La monarquía restaurada y el sistema de partidos que se diseña se inspiraron en los de la primera Restauración canovista, consagrada en la Constitución de 1876, por lo que la evolución del país ha reproducido casi mecánicamente los vicios de aquella: el peso desmedido de la oligarquía, el caciquismo, las diferencias entre la España oficial y la real. La única innovación procede del exterior, ya que las grandes directrices políticas vendrán ahora marcadas por Alemania, en forma de criterios de convergencia, primero para lograr el ingreso en la CEE y luego para entrar en el euro. La convergencia europea se plasmó en España en un deterioro continuo de los salarios y de las rentas del trabajo, en beneficio de las rentas de un capital cada vez en mayor medida especulativo. Las empresas extranjeras se asentaron en el país por los bajos salarios y la baja conflictividad social, lo que, junto a las ayudas europeas –la engañosa “gran conquista” del ingreso en Europa-, palió el desempleo provocado por la reconversión económica en la agricultura y en la industria. Sólo quedó, como es habitual en los países periféricos, el sector turístico, muy rentable, pero dominado por los grandes tour-operadores británicos y alemanes. La construcción y la especulación financiera crearon una burbuja que se retroalimentó con la corrupción política propiciada por el bipartidismo y por la inexistencia de una verdadera división de poderes. El sistema funcionó casi sin generar ingresos, al margen del turismo y el ladrillo, y apuntalado por millonarias ayudas europeas que fueron a parar en buena parte a los bolsillos de la oligarquía que las gestionaba, incluidas algunas grandes casas nobiliarias. Las obras faraónicas, muchas de ellas innecesarias, realizadas en la década de los noventa y hasta 2010, de las que los medios de comunicación culpan a la clase política, a quienes enriquecieron realmente fue a las grandes constructoras que se hicieron con todos los contratos, en una época en que la recalificación de un terreno o el soborno de un cargo público resultaban relativamente baratos. La construcción de viviendas fue el otro gran negocio de estas empresas, en un mercado en expansión debido al bajo precio del dinero decretado por el Banco Central Europeo, que ahora nos censura por haberlo utilizado. Las facilidades para obtener créditos permitieron a las empresas construir sin recursos propios, y a los ciudadanos comprar viviendas, hipotecándose, también sin recursos. De ahí la necesidad de la especulación, es decir, comprar para vender, porque en la mayoría de los casos pagar era imposible. Estas constructoras, para maximizar beneficios, emplearon a inmigrantes y a trabajadores con baja cualificación, pero no dejaron de atraer mano de obra de todos los sectores, dada la hipertrofia del sector. El resultado fue que el empleo se vinculó estructuralmente a la construcción, y ésta a las ayudas europeas y al sector bancario, proveedores de los recursos. Justamente los dos pilares que han quebrado en los últimos años: las ayudas europeas desaparecen y el sector bancario quiebra. Como efecto colateral de este modelo de capitalismo parasitario que tiene su origen en los años sesenta es obligado citar el deterioro del sistema educativo, en parte por la falta de inversiones, pero sobre todo por la falta de incentivos para los estudiantes. Dado que el empleo cualificado era difícil y en la construcción y los servicios la demanda crecía, muchos jóvenes abandonaron los estudios para incorporarse al trabajo sin una mínima cualificación. Después de dos décadas con estas prácticas, hay una generación que no tiene reciclaje posible, debido a su falta de formación, y ello suponiendo que pudiera crearse empleo en otros sectores, algo que por el momento es harto improbable, debido a las carencias estructurales. Con este panorama no debe extrañar que la crisis adoptara en España unas dimensiones excepcionales. Pero el análisis de los casos de Portugal y Grecia confirma que no se trata de
  • 6. un episodio aislado. Revisando los Tratados de Adhesión de estos dos países a la CEE se comprueba que ambos debieron pagar el mismo o similar tributo de desmantelar sus sistemas productivos: agricultura, ganadería, siderurgia, altos hornos, construcción naval… todo lo que pudiera resultar competitivo para los intereses de los países centrales (Francia y Alemania) se limitó, o directamente se eliminó. Cuando dio la cara la crisis hipotecaria en Estados Unidos, algunos bancos españoles se vieron afectados, pero en general el sistema no lo hizo, e incluso se siguió construyendo, en parte porque no se podía ni se sabía hacer otra cosa. El siguiente momento, la crisis financiera, frenó la construcción y la compra-venta de viviendas, por la falta de crédito, pero tampoco provocó el colapso inmediato del momento. No obstante, ante la incertidumbre, los bancos comenzaron a no prestarse dinero y a atesorar recursos por si estallaba el pánico y comenzaba la retirada de los depósitos, algo que hasta el momento no ha sucedido. Las presiones internacionales, sobre todo de Alemania, para recapitalizar los bancos españoles tienen mucho que ver con la composición del capital de estas entidades, en buena parte en manos de inversores y accionistas alemanes. La persistencia de estas condiciones desde 2008 comenzó a desequilibrar gradualmente el sistema, pues el motor de la economía se había parado, y con él la principal la fuente de ingresos fiscales del Estado. El desempleo se disparó exponencialmente, hundiendo el consumo, y comenzó la espiral de la depresión. El Gobierno intentó paliar la crisis con medidas poco acertadas, como un modesto Plan E (por empleo) que distribuyó apenas 1.000 millones de euros y fue del todo ineficiente, al tiempo que entregaba a los bancos 66.000 millones para que volvieran a conceder créditos, un dinero que se usó para cubrir los agujeros de la crisis hipotecaria que comenzaba a generarse en España por la creciente morosidad y el impago de las deudas de quienes perdían sus empleos. Como en los otros países del sur de Europa, esta fase de la crisis se agravó por la salida masiva de capitales, casi 250.000 millones de euros en el último año (el 27% del PIB), y la deslocalización de las empresas hacia el Este de Europa, la India y Asia Oriental. La falta de ingresos de los Estados, combinada con el estallido de la burbuja inmobiliaria, hundió lo poco que quedaba después del ingreso en la CEE de un sector empresarial propio (pequeña y mediana empresa y autónomos). En estas condiciones es cuando empezó la tercera y más grave fase de la crisis, la que afecta a la deuda soberana. El déficit del Estado podía dispararse, así que Alemania impuso a sus socios la “ley de oro” del déficit, es decir, la limitación constitucional del techo del endeudamiento público. Los dos grandes partidos del turno acordaron sin el menor conflicto imponerla y en pocas semanas fue aprobada la reforma constitucional, algo que muchos ciudadanos ven como una burla, ya que uno de los dogmas de la Transición, para frenar las reivindicaciones soberanistas, había sido el carácter intocable de la Constitución. La aplicación de esta norma no ha impedido, sin embargo, que la prima de riesgo española se dispare en los mercados financieros, limitando el acceso efectivo del país al crédito. Aprovechando su vulnerabilidad, España es entregada a la codicia de los especuladores financieros, que le exigen intereses usurarios, al tiempo que Alemania, como efecto sistémico, se financia casi sin coste, e incluso con intereses negativos (cobrando por recibir dinero). En esta depredación del tesoro público español participan los propios bancos rescatados por el Estado, a los que el Banco Central Europeo presta dinero a bajo interés para que hagan negocio saqueando las arcas públicas. En este contexto no hay otra salida que reducir drásticamente el gasto público, por lo que los Gobiernos, ya desde mayo de 2010, comienzan a realizar recortes que afectan a las inversiones y a los servicios públicos (sanidad y educación), y reformas desreguladoras en el mercado laboral, los salarios y las pensiones. Estas directrices, emanadas del FMI, el BCE y la Comisión Europea, han impedido a los últimos dos Gobiernos adoptar estrategias anticrisis,
  • 7. por lo que están a merced de la especulación financiera, hundiéndose en una espiral de deuda que recuerda los casos América Latina y otros países del Tercer Mundo en los años del necolonialismo. He querido detenerme en esta explicación para señalar que se trata de tres crisis sucesivas, encadenadas, pero que definen una tendencia en la que cada una va restando opciones y añadiendo gravedad a la situación. Hoy la única esperanza es confiar en la benevolencia de los mercados (cuya naturaleza, lamentablemente, es incompatible con esta virtud) y rezar para que la deuda no se dispare más allá de niveles sostenibles, porque en ese caso no habría más remedio que aceptar nuevas restricciones y un agravamiento a corto y medio plazo de la situación social, que ya comienza a ser crítica. No es sólo economía, es política Pero si nos distanciamos de la esfera económica podemos entender mejor el sentido de este proceso. Alemania es el principal actor europeo. Su acción ante la crisis de los países “periféricos” ha consistido hasta ahora en exigir plazos y condiciones imposibles para que limiten su déficit público, lo que supone desarticular sus administraciones e introducirlos en dinámicas centrífugas como la que viene sufriendo en este momento España con Cataluña, que pronto se extenderá al País Vasco. Paralelamente reordena el presupuesto de la UE, con un enfoque restrictivo, para hacerla más competitiva en el terreno de la concurrencia internacional, reduciendo o eliminando las ayudas estructurales a los países periféricos y forzándolos a adoptar condiciones de trabajo extremadamente precarias, en un contexto de desempleo masivo, con la esperanza de atraer inversiones extranjeras al acercarse a los niveles de explotación de China y Asia. Si no resultara antiguo, cabría decir que Alemania está creando el “ejército de reserva” de fuerza de trabajo necesario para mantenerse a flote en esta nueva guerra mundial por los mercados. La prensa nacional y la europea sacan a la luz la corrupción política existente, con tal profusión de datos que resulta difícil no pensar que eran conocidos. El modelo de Estado autonómico se coloca en el punto de mira, como insostenible por las duplicidades presupuestarias, pero esto lejos de racionalizar el debate lo envenena, polarizando las opciones entre los defensores de la recentralización españolista y los nacionalistas periféricos, que se escoran al independentismo ante el riesgo de ver restringida o anula la autonomía por “razones técnicas”. Con la represión desmedida de sus acciones, los movimientos sociales son empujados hacia posiciones radicales, por lo que son criminalizados, al tiempo que los medios -la gran mayoría de ellos en manos de derecha- pretenden deslegitimar el sistema democrático y a los partidos y sindicatos de izquierdas, que ciertamente se habían dejado implicar en todo el entramado corrupto y han vivido subsidiados como aparatos de Estado. Volviendo al inicio, la monarquía española está en cuestión. Y lo está porque su funcionalidad ya casi ha terminado. Fue operativa para garantizar la salida reformista de la dictadura, abortando la opción de la ruptura democrática. Pero puede parecer superfluo, y hasta inconveniente, que una provincia (o varias, según quede finalmente la reordenación política del territorio), tenga su propio monarca. El sistema político también se cuestiona, con el argumento de la corrupción y el coste elevado de su financiación, por lo que se reduce el número de representantes en las cámaras y se le retira el salario a los que no ostentan cargos de gobierno. Una parte de la sociedad, hegemoniza por un discurso falsamente regeneracionista celebra estas medidas, por el supuesto ahorro y porque supuestamente golpean a la denostada clase política. Pero en realidad sirven para todo lo contrario, ya que refuerzan el bipartidismo y restan medios a la izquierda para que pueda realizar la oposición, es decir, nos orienta a un modelo tecnocrático fascistizante, cada vez con menor legitimidad y control ciudadano, y que pueda sea fácilmente dirigido desde el centro de un renovado “IV Reich”.
  • 8. La organización autonómica también se pretende desmantelar, con el mismo argumento de la imposible financiación, que encubre la finalidad de eliminar las instancias de poder en las nacionalidades, potenciales focos de resistencia a la recentralización. Por su parte, y como contribución a esta estrategia, la extrema derecha, en España y en Europa, magnifica el problema de la financiación del Estado, no sólo para privatizar los servicios públicos, sino principalmente para realizar una reorganización del poder a nivel social y territorial, y deteriorar el sistema democrático, facilitando la integración en una potencial Europa autoritaria. Salidas imposibles A medio plazo hay dos opciones para España, que son quizá las mismas que tienen Grecia, Portugal e Italia. La primera, salir del euro. Pero esto potenciaría y aceleraría la secesión de Cataluña y el País Vasco, que serían así más fácilmente reconocidos por el centro alemán, como ya hizo con Croacia y Eslovenia en 1990. El resto del país quedaría en manos de la derecha más reaccionaria, hegemónica en estos territorios, posiblemente con una dictadura esencialista, católico-españolista, análoga a la impuesta por los nacionalistas en Serbia, con el apoyo de la Iglesia ortodoxa, en la última década del XX. La supervivencia en la UE de una España no sometida a la disciplina del euro sería harto improbable. Los países del bloque central no perdonarían la deserción y, en todo caso, sería el fin de las ayudas europeas. Sin el euro, y con una nueva peseta devaluada hasta el extremo (inicialmente eran 166,386 pesetas, pero el euro puede llegar a las 1.000 pesetas en la situación actual) el pago de las energías y las materias primas en un mercado internacional dominado por el dólar sería muy complicado, al igual que el acceso a las importaciones de productos industriales, tecnología y bienes de equipo. España volvería a una suerte de autarquía que la haría retroceder posiblemente medio siglo. Todo ello sin contar que las deudas adquiridas en euros o en dólares, que son muy elevadas (casi el 80 por 100 del PIB en 2012) habría que pagarlas en estas monedas, lo que obligaría a continuas refinanciaciones, en una espiral que podría acabar con la insolvencia absoluta del país. Mala solución… La otra opción es aceptar el nuevo papel que impone el centro en el nuevo reparto de poder de Europa: ser de facto una provincia de la UE, aunque se mantengan –temporalmente- los ropajes y las formas de un Estado soberano. Esta opción ya está en curso en el caso de Grecia, y vendría después de que se decretara la insolvencia, pero no antes de que, tras sucesivas recaídas, se demostrara la “inviabilidad del Estado” en su expresión plenamente independiente y hubiera una opinión pública favorable a la “plena integración” en Europa. España, por medio del control tecnocrático de los presupuestos y de las condiciones laborales, pasaría a estar sometida a un rígido sistema de explotación que, salvando las distancias formales, podría recordarnos al que ya Alemania impuso en las regiones dominadas en 1942, con una soberanía nacional ficticia y sin derechos socio-laborales. Este modelo propiciaría también el trasvase de los recursos humanos más cualificados hacia los países del centro, potenciando la vieja categoría de los trabajadores inmigrantes (gastarbeiter), con condiciones laborales más precarias, segregados socialmente y sin derechos políticos. De hecho, son ya muchos los graduados y posgraduados españoles que trabajan en Alemania con fórmulas precarizantes, como de la los minijobs, implantados por el gobierno de Angela Merkel, que también se aplican a los trabajadores alemanes depauperados por la crisis. Se cumplan o no estas previsiones, es evidente que en España el modelo de la II Restauración Borbónica ha entrado en crisis y se encamina a su etapa final. Tres de sus pilares, el sistema bipartidista, las autonomías y los pactos sociales, ya no tienen solidez o directamente se están descomponiendo. El único que subsiste es el cuarto, la integración en Occidente, porque garantiza la intervención exterior y asegura que a España acepte su papel de primera línea de choque en una eventual conflagración en Mediterráneo. Confirma esta idea el hecho de que una de las primeras exigencias, cuando empezó la crisis, fue precisamente que España aceptara –como en efecto hizo el gobierno de Rodríguez Zapatero- el traslado a la base
  • 9. aeronaval de Rota de Africom, el mando de la OTAN para África, y la instalación del escudo antimisiles en esta base. 2012 acabó con pocas celebraciones y muy malos augurios. Queda por saber qué será de la Operación Bicentenario una vez que ha terminado la fiesta. Es probable que quede archivada en el baúl sin fondo de los proyectos fracasados del Reino de España, donde yacen los restos de la Armada Invencible. Contemplando el ambiente parecería que estemos muy lejos de una celebración y más cerca de un nuevo Desastre colonial, solo que ahora nosotros seríamos las colonias. Faltaría conocer si como en 1898 surgirá una conciencia crítica, una nueva generación de pensadores y activistas que sueñen con reinventar España, una generación capaz de comprometerse políticamente para construir una nueva sociedad. En este sentido, y para terminar, expondré algunas tendencias que, a mi juicio, pueden tomar forma en el medio plazo, a partir de la experiencia histórica de aquel primer 98 que condicionó la evolución del país en el primer tercio del siglo XX. Respecto al sistema político, en la próxima década los grandes partidos dinásticos implicados en el turno podrían perder apoyo y credibilidad, e incluso fraccionarse. La derecha, que agrupa casi todas sus corrientes en el PP, como hizo el Partido Conservador de Cánovas, tendrá que hacer frente a la decisión de someterse a un poder extranjero, y ante esa disyuntiva podrían emerger alas centristas o nacionalistas (defensoras de la soberanía nacional, grupos regionalistas, social-cristianas), frente a otras claramente fascistas abiertamente partidarias de una dictadura tecnocrática bajo el paraguas de una nueva UE que está diseñando Alemania. Ya esto sucedió en el primer franquismo, con la división entre falangistas (totalitarios y pro alemanes), de un lado, y monárquicos, liberales y regionalistas, de otro. La monarquía tendrá que elegir, como le sucedió a Alfonso XIII, cuando aceptó la dictadura de Primo de Rivera, y más tarde a Juan de Borbón, que intentó lo mismo al estallar la Guerra Civil, aunque acabó por oponerse a la dictadura tras el rechazo de Franco a entregarle la Corona una vez terminada la guerra. El PSOE, la izquierda dinástica, inspirada en el Partido Liberal de la I Restauración, también debe hacer frente al descrédito de largos periodos de gobierno funcional al sistema, marcados por la corrupción y el adocenamiento. Su papel como aparato de estado se ha visto difuminado por discursos ideológicos, como los que hacía el Partido Liberal, centrados principalmente en el enfrentamiento verbal (no efectivo) con la jerarquía de la Iglesia Católica en cuestiones morales, políticas de género y reconocimiento de la diversidad de orientación sexual. Todo ello sin cuestionar el orden económico, el sistema político, la estructura de poder social y la alineación internacional, en todo lo cual comparte posiciones con el PP. Al margen de los partidos dinásticos existe una extrema derecha minoritaria que apoya de facto, pese a la retórica españolista, la estrategia de refundar España en una nueva UE, que podría converger con los partidarios de este proyecto que también existen en el ala más extremista del PP. En el centro intenta abrirse camino UPyD, equivalente quizá del Partido Radical de Lerroux, con vocación españolista, centralista y regeneracionista, enemigo del caciquismo y del bipartidismo, pero oportunista y posibilista, aunque por ahora sin cuestionar el sistema democrático. Algo que, más pronto que tarde, alguien acabará haciendo, si como parece estas instituciones y quienes las monopolizan resultaran incapaces regenerarse y los ciudadanos no pudieran aguantar ya más tanto abuso. A la izquierda, y también fuera del bipartidismo, existe una gran división y mayor confusión. Falta un diagnóstico común del problema, tanto a nivel internacional como en el ámbito español. La fuerza mayoritaria, IU, engloba una amplia variedad de corrientes disidentes del socialismo, pero sin un proyecto estratégico común. De acuerdo con el modelo de la I Restauración, cuando avanzaran las posiciones autoritarias esta amalgama de la izquierda
  • 10. debería asumir la tarea de articular una opción republicana y federalista de amplia base. Pero sus malas relaciones con el ala más radical de la izquierda (comunistas revolucionarios, nacionalistas radicales) y con el anarquismo, renacido en los nuevos movimientos sociales, podrían reproducir los mismos enfrentamientos que hubo en la II República. Este cuadro identifica los actores del sistema político en la fase actual y sus posibles líneas de evolución. Pero no son los partidos los que tienen la mayor ascendencia sobre los ciudadanos en un país como España, desmovilizado y con una muy baja tasa de afiliación política. El control social se ejerce por los medios de comunicación, principalmente la televisión, la radio e Internet, y en menor medida por los periódicos en papel. Todos los medios de masas se encuentran en manos de los grandes grupos oligárquicos, incluida la Iglesia Católica, que tiene sus propias cadenas de radio y televisión. En la esfera de los medios, se reproduce no obstante la misma distribución de papeles que en el sistema bipartidista: hay dos grandes conglomerados que se reparte el control de la opinión pública. El discurso de la derecha se difunde en los medios televisivos a través del grupo Antena 3 (A3, Nova, Neox), la 13, Intereconomía, Libertad Digital, Veo 7 y las televisiones autonómicas controladas por el PP, que son casi todas, y de las que la más influyente ha sido Telemadrid. La derecha controla también la mayor parte de los periódicos en papel, con ABC, El Mundo, La Razón, La Gaceta y la mayor parte de la prensa regional y provincial, adscrita al Grupo Vocento o independiente. Las ondas de radio también emiten su discruso: la COPE, ABC.Radio, IntereconomíaRadio, etc. La izquierda dinástica usufructúa todavía una cadena (La Sexta) que ya ha sido absorbida por Antena 3, y se beneficia de una corporación televisiva, Mediaset (propietaria de Telecinco, Cuatro, Siete, FDF y otras), cuyo gran accionista es Silvio Berlusconi. Cuenta también con los canales autonómicos controlados por el PSOE, el más importante de los cuales es el andaluz Canal Sur, con El País como único periódico en papel, y con Elplural.com y otros recursos menores en Internet. En las ondas, el grupo PRISA, editor de El País pero desaparecido de la televisión, conserva la cadena SER. Aunque hay un claro desequilibrio a favor de la derecha, todo este entramado es en última instancia dependiente de Reuters y las otras grandes agencias de noticias occidentales, que marcan los tiempos, señalan las prioridades y dan las consignas en cada momento. Las grandes cadenas norteamericanas, británicas y alemanas crean la opinión monolítica que luego difunden con matices irrelevantes las dos ramas en que se dividen los medios españoles. Recordemos con cuanto enojo y falsa dignidad se recibió en España aquella denominación de PIGS (cerdos), que, disfrazada de sigla, la prensa británica aplicó a Portugal, Italia, Grecia y España en los preliminares de que estos países iniciaran su calvario. Hoy nuestros medios y nuestros responsables políticos omiten una palabra tan fea, pero asumen con incomprensible resignación su contenido, al tiempo que conducen al país al matadero. La influencia de los medios de comunicación se potencia con el deterioro intencionado que ha sufrido el sistema educativo en las casi cuatro décadas de la II Restauración, lo que ha dejado a los ciudadanos a merced de la manipulación ideológica. La desarticulación de la sociedad civil y sus organizaciones críticas con el modelo de la Transición también ha facilitado el control social de las conciencias, del mismo modo que el uso de las fiestas religiosas, del fútbol, el deporte y los toros, como medios de alienación y fomento de un nacionalismo español superficial, acrítico, autocomplaciente y violento. Qué hacer? En las ocasiones en que he tenido la ocasión de debatir global o parcialmente sobre las cuestiones que acabo de plantear ha brotado siempre una pregunta inevitable: ¿Qué hacer? En la soledad de los hogares o en la multitud de la protesta los españoles no escapan a este interrogante… ¿Qué hacer? En 2012 la tasa de suicidios se disparó, aunque los medios se
  • 11. esfuerzan por silenciar estas noticias. El 34% de ellos están motivados por la crisis. A mi modo de ver estamos cerrando un ciclo. La desesperación individual dará paso a una respuesta organizada de los ciudadanos. La Transición que iniciamos en 1975 está encaminándose hacia su inevitable desenlace. Hace ya algunos años escribí que la Transición cambiaría su significado, pasando a definir al conjunto del reinado de Juan Carlos I, y no sólo sus primeros tres años. Los historiadores del futuro, opino, verán a la II Restauración no como un sistema plenamente democrático, sino como una dilatada transición del régimen franquista hacia la democracia. Este reinado ha durado ya 37 años, sólo un año menos que la interminable dictadura de Franco, por lo que es previsible que iguale su longevidad. La cultura cívica, la cultura democrática, el reconocimiento de los derechos y libertades de los ciudadanos se han desarrollado mucho en este periodo. Eso es incuestionable, y sin duda quedará en el haber de este monarca y de este sistema, pese a todas sus limitaciones. Pero, por eso mismo, la sociedad española de 2013 no es la temerosa y traumatizada población de 1975, no existe ruido de sables ni riesgo de una nueva Guerra Civil. Hoy sabemos que la paz y la unidad de España se defienden mejor con el diálogo y el respeto a la diversidad que con la imposición forzada de instituciones y valores tradicionales. De la antipolítica y de los movimientos sociales, nacerá una nueva política. Una derecha y una izquierda no dinásticas deberán emerger, y de los grandes partidos dinásticos surgirán también sin duda brotes verdes, que regeneren la vida política de España -porque no todos somos Bárcenas. No sabría decir si antes tendremos que hacer frente a los fantasmas del autoritarismo, a un cirujano o cirujana de hierro que venga a complicar aún más las cosas, como le sucedió a la generación de nuestros abuelos con Primo de Rivera. Es posible también que la monarquía parlamentaria tenga todavía un último cartucho, si la sucesión a la Corona llega pronto y si se logra evitar que la compleja situación derivada de la crisis arrastre también al nuevo monarca y a la nueva Corte que ahora se está gestando. En cualquier caso, la República, y con ella, el pacto federal, están ya en la agenda histórica de España…, si es que ésta no quiere desaparecer, fragmentada en pedazos, en la nueva arquitectura imperial europea que estamos viendo nacer. En definitiva, … a los españoles de nuestra generación nos ha tocado vivir un cambio de época. A lo largo de la historia hay momentos en los que, en muy pocos años, se viven mutaciones de largo alcance, profundas transformaciones económicas, sociales, políticas y de los valores esenciales que orientan a las sociedades. Hoy vivimos en España, y me temo que en Europa, uno de esos tiempos. En las páginas que he leído he intentado aportar algunas ideas que ayuden a entender la dimensión histórica de los acontecimientos que estamos viviendo. He intentado explicar lo que pasa, pero también señalar las posibles evoluciones de los actores implicados en el problema. La Historia tradicional prohíbe expresamente la predicción, pero la sociedad nos exige respuestas, ideas para orientarnos en el camino a seguir. He optado por servir a la segunda, porque amén de historiadores somos ciudadanos. Hay que comenzar a decir, tanto en la academia como en los foros sociales, lo que entendemos que está sucediendo y hacia donde nos dirigimos, sin artificios y sin más pretensión que la de aportar ideas diferentes de personas distintas que debaten civilizadamente sobre el mundo que nos ha tocado vivir.