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                     Equipo de redacción: 33 y 1/tercio
    Portada: composición de Raúl Flores Iriarte sobre fotografías de Robert
                Freeman y Yamel Santana Valdés-Hernández
                  Diseño de portada: Damián Flores Iriarte
                     Fotografía interior: Elena V. Molina



                                                              Agradecimientos
                                                                    Ya Saben:
                                                               Duanee Suárez,
                                                                Yoansis Pérez,
                                                             Yunior Figueredo,
                                                           Ihoeldis Rodríguez,
                                                                Yumey López,
                                                   John, Paul, George, Ringo
  Orlando Luis Pardo, Elena V. Molina, Ahmel Echevarría, Lizabel Mónica, JAAD,
            Raúl Aguiar, Kmilo Valdés Fortes, Michel Encinosa, Adriana Zamora




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33 y 1/tercio
«La censura no autorizará su novela y no podrá publicarla en ningún sitio. No la
admitirán ni en Amanecer ni en Aurora.
–Ya lo sé –repliqué en tono firme.
–Y sin embargo, me la llevo –prosiguió Rudolfi severamente (mi corazón dio un
vuelco)–, le pagaré tanto (indicó una cifra misérrima) por pliego de imprenta.
Mañana lo pasarán todo a limpio.
–Son cuatrocientas páginas –exclamé.
–Lo dividiré en partes –dijo Rudolfi con voz de hierro–, y doce mecanografas de
la oficina tendrán listas las copias mañana por la tarde.
Dejé de protestar y decidí someterme a la voluntad de Rudolfi.
–Las copias serán por su cuenta –siguió él, limitándome por mi parte a asentir
con un movimiento de la cabeza, como un muñeco–; y otra cosa: tendré que
tachar tres palabras: están en la página primera, setentaiuna y trescientas dos.
Miré los cuadernos y vi que la primera palabra era “apocalipsis”, la segunda
“arcángeles”, y la tercera “diablo”. Las taché dócilmente: cierto, tuve deseos de
decir que se trataba de una ingenuidad, pero miré a Rudolfi y guardé silencio.
–Luego –añadió Rudolfi– vendrá usted conmigo a la Censura. Y le ruego muy
encarecidamente que mientras estemos allí, se abstenga de pronunciar ni una
sola palabra.
Acabé por ofenderme.
–Si usted considera que soy capaz de decir algo … –empecé a balbucear en un
tono digno– puedo quedarme en casa.
Rudolfi no prestó atención alguna a ese intento mío de irritarme y prosiguió:
–No, usted no puede quedarse en casa, sino que vendrá conmigo.
–¿Y que haré allí?
–Se quedará sentado en la silla –ordenó Rudolfi– y a todo cuanto le digan
contestará con una sonrisa amable.«

                                                               Mijaíl Bulgakov
                                                               Novela teatral
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                           boulevard
                          (a la green day)

                               play

               todo es verde (david foster wallace

           ¿hay alguien allá afuera? (francisco ortega

                      expediente polaroid

                    4cuentos (adriana zamora

                   2cuentos (jorge enrique lage

                   3cuentos (raúl flores iriarte

  nuevos cronistas del planeta de los simios (juan trejo álvarez

                   poetry / poesía (bob dylan

                        expediente king

                      2textos (stephen king

                      poesía (lizabel mónica

new american cookbook: el aquí y el ahora en veinticinco libros
                  cardinales (rodrigo fresán

         nunca llores delante del carpintero (ray loriga

                               stop
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                                     play




la mirada del cómplice, canciones puestas una y otra vez en la radio, los discos
hi-fidelity de mamá


como cuando nos sentábamos de espaldas al sol, ojos en la
luna
para ver en el fantasma de un L.P. girando en el plato de un tocadiscos: la
respuesta a todas
nuestras inquietudes.
esa placa de acetato girando a 33 revoluciones
y 1 tercio
nos
llevaba
a
otra
dimensión


Tommy, Abbey Road, Sounds of silence, Al final de este viaje, Blonde on
blonde, Diamond dogs, Mediterráneo, Dark side of the moon.
dABA IGUAL


33 y 1/tercio no quiere ser una revista más
33 y 1/tercio no quiere ser una revista
(¿pasar revista? ¿revisionista?)
simplemente trata de escapar de líneas
(no por grande el concepto se amplían los horizontes)


33 y 1/tercio quiere ser una revista menos


¿equidistancia? ¿eclecticismo?
NO
... ¿o sí?


las palabras
se transforman en jpgs,
en tiffs,
en mp3s,
33 y 1/tercio
adquieren alguna proximidad con el videoclip
con el tiempo de 3 minutos de una canción
en
la
radio


Fiction is things happening not things described: dynamic, not static.
Use your imagination or someone will use it for you.
                                        (R. Sukenick)


ayer alexandra vio una vista nocturna de este pequeño planeta.
japón era una mancha alegre y superpoblada de luz eléctrica,
cuba no se divisaba
(como siempre, estábamos completamente a OsCuRaS)


literatura
pop lit, thrash writing, paperback writers,
splatterlight fiction
casitas de plástico reciclado entre todos los rascacielos


percepción atomizada de multiverso cultural atomizado
ampliar las fronteras que una vez fueron impuestas
borrarlas


«Entiendo», dice alexandra, «pero exactamente, ¿que intentas hacer?»
Me encojo de hombros.
«Algo», le digo, «no lo tengo muy claro todavía»
«Mejor acláralo», dice ella, «y después me dices»


Una oso panda queda embarazada tras mirar videos de sexo en China.
                                                          (CNN)


See how they fly like Lucy in the sky
See how they run
I´m crying
                             I´m cryi-i-i-i-ii-i-i-i-i-ing
                                                                     I´m crying?
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                                       replay
                                david foster wallace
(new york, 1962. autor de the broom of the system y infinite jest. el presente cuento está
                   tomado de la niña del pelo raro, mondadori, 2000)



                                  todo es verde



Ella dice me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que
quieras. Por tanto, está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se
vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado.
Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mi, tiene un aspecto perverso con
el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien que
decir.
Le digo Mayfly, no sé muy bien que hacer ni que decir y ya no me creo nada de
ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que
tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te
lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he
convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado
construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea
un sitio agradable.
Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas,
platos sucios, una esponja, y cosas de esas.
Le digo Mayfly, mi corazón la ha pasado mal por ti, pero ya tengo cuarentiocho
años. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que
tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien
conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mi
tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes
demasiadas necesidades que te las tapan.
Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la
verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos
y se sienta encima de las piernas.
Le digo no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver. Esa ya no
es la cuestión. Sé que soy mayor y tú no. Pero ahora me siento como si yo te lo
diera todo y tú ya no me dieras nada.
Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada
en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir
afuera a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada junto a mi
sofá de jardín.
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Todo es verde dice ella. Mira que verde es todo Mitch. Como puedes decir que
sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde.
La ventana que hay junto a mi cocina se ha limpiado gracias a las lluvias
torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y
fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los
badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás
caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena
de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros no es
verde, ni tampoco mi camión, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de
ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a
la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos niños.
Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no
es para mí.
Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de
algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de
jardín.
Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mi
que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y
ella es mi mañana. Digo su nombre.
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replay
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                                francisco ortega
  (es chileno y pone en su blog, fortegaverso.blogspot.com: Soy periodista y me he
  pasado la vida escribiendo, incluso de minas ricas. Soy un basurero ambulante de
                                     cultura pop.)


                          ¿hay alguien allá afuera?



La pregunta que usamos de título la cantó el grupo Pink Floyd en 1979 en la
segunda parte de su emblemático disco "The Wall". Y por más guitarras y
orquestaciones que incluyó la banda, su bajista y letrista Roger Waters fue
incapaz de responderla. "Is there Anybody Out There?", la frase es lo único que
reza el tema homónimo. Sólo una pregunta. Nada más. Sin contestación. Y se
entiende que no la haya. Es cosa de pensar un segundo en la pregunta, sus
rítmicas cuatro palabras (seis en inglés) suenan grandes, difíciles de aterrizar,
más complicadas aún de aplicar. Por lo mismo funciona tan bien al momento de
introducirnos en la búsqueda de las nuevas voces de la narrativa mundial.
¿Hay alguien allá afuera? Lo más probable es que en la superficie la respuesta
sea afirmativa y que de hecho abunden los "nuevos nombres". Lo complicado
pasa por lo que viene de inmediato. Si tenemos claro que hay "alguienes", ¿qué
demonios están haciendo (o mejor dicho escribiendo) esos "alguienes"?



                                 Hombres Post-X

Otra interrogante: ¿Qué sucedió después de la Generación X? En la segunda
mitad de la década final del siglo veinte prácticamente todas las revistas
literarias del planeta trataron de contestarla. Cada escritor nuevo que aparecía,
bendecido por medios tan influyentes como "The New Yorker" o la poderosa
venia de Santa Amazon.com era levantado al sitial de la nueva esperanza
blanca de la novelística. Pero lo cierto es que ningún autor joven post 1995
logró el impacto medial - que no es lo mismo que artístico- de sus antecesores
de la era yuppie, de la época de la X.
A estas alturas resulta obvio que la Generación X tuvo más de fenómeno
comercial y sociológico que de literario, pero no puede negarse que algo
potente nadaba bajo la superficie. Una serie de motivos y temas que unió a
gentes tan diversa (y dispersa) como Bret Easton Ellis, Douglas Coupland y Jay
McInnerney. Sus novelas estuvieron lejos de marcar un precedente artístico
pero vaya que supieron ser polaroids de su momento. Sobre críticas y gustos,
un libro como American Psycho (Ediciones B, 1991) -por un lado- y un disco
como "Nevermind" de Nirvana - por el otro- existen como absolutos marcos de
una época, retratos lucidísimos de las formas de fines del siglo pasado. ¿Qué
pasó después? Muerta la X, un nuevo movimiento de narradores americanos
asaltó la posta del relevo. Gente como Michael Chabon, Chuck Palahniuk y
Jonathan Frazer entre otros, surgieron como las nuevas glorias de la narrativa
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"joven" americana. La calidad de éstos es indiscutible, pero carecen de aquello
que unió a los autores de la Generación X e hizo de ellos precisamente eso, una
generación: la obsesión común de redactar su presente, algo que hasta los más
furibundos opositores al movimiento deben reconocerle. No deja de ser
significativo que uno de los mejores retratos de la presente primera década del
siglo veintiuno se daba justamente a un jubilado de la X. Hey Nostradamus
(Bloombury USA, 2003), la última novela de Douglas Coupland, narrada por
fantasmas adolescentes inspirados en la matanza de Columbine, consigue un
fresco de la América media más transparente y real que cualquier vuelo
intelectual y post todo de un David Foster Wallace o un Jeffrey Eugenides.



                       Nuevas voces, demasiados mundos

Fuera de Norteamérica el dilema del relevo también ha sabido contestarse con
puntos suspensivos. Es verdad que tras los pasos de los Ray Lorigas y las
Lucías Etxeberrías se han presentado nombres - como el potente Nicolás
Casariego- que han alimentado con savia nueva a la narrativa contemporánea
española, pero al igual que con los novísimos gringos no puede hablarse de
ellos como un movimiento de relevo y mucho menos de una generación. Las
motivaciones son demasiado individuales y salvo el haber nacido después (y
alrededor) de 1970, no hay algo realmente común entre ellos. Distinto es el
caso de los italianos, donde la llamada generación caníbal, integrada por
autores como Niccolo Ammanitti (La última Nochevieja de la humanidad.
Mondadori, 1997) supo aglutinar a una comunidad de autores novatos
impulsados por una escritura rápida, a lo fast food, llena de referencias a la
animación japonesa, nuevas drogas, la estética del cómic, del gore y del
splatter. El leit motiv del canibalismo fue tan concreto en sus temas como
metafórico en lo estilístico. Similar es el caso de los no-muertos británicos,
llamados así por la rutilante pero influyente revista "The Face" a partir del guión
de Alex Garland (La Playa. Ediciones B, 1999) para la película "28 días después:
Exterminio". Estos, junto a sus colegas caníbales italianos, son de los pocos
movimientos de nuevos escritores de principios de siglo con una real temática
en común. O lo que es lo mismo un verdadero concepto de generación a sus
espaldas.


                            Los que están allá afuera

Tienen menos de treinta años, algunos incluso bajan de los veinte. No aparecen
aglutinados en obsesiones comunes, ni cabe hablar de ellos como una
generación hecha y derecha. Algunos escriben desde el corazón más interno de
las cosas, otros desde los mundos más alejados. Adeudan lo justo de sus
predecesores, están conscientes de sus estímulos externos, de la velocidad de
sus cosas y les sobran las ganas de hacer (escribir) cosas. Y sobre todo de
decirlas con fuerza. Más que libros, estos nombres redactan las pautas hacia
donde se moverá la literatura en las próximas décadas.
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Nacido en 1985, Nick McDonell es quien encabeza - al menos desde la mirada
más rápida- al batallón norteamericano. Su novela Twelve (Anagrama, 2003)
dibuja el retrato rudo de la Norteamérica adolescente más luminosa y
superficial. Divagaciones internas, vicios, sexo rápido, vida fotografiada como
en el cine y nuevos tipos de droga, como la que da nombre a su novela, nadan
a estilo libre en sus párrafos. La receta lo construye como un narrador que si
bien no cuenta nada muy nuevo es propietario de una envidiable lucidez. Cada
capítulo suyo es una instantánea de la vida adolescente gringa bien-gringa post
matanza de Columbine, post 11 de septiembre de 2001.
Con 19 años recién cumplidos, Christopher Paolini está en una orilla muy
distinta a la de su previo colega. Obsesionado con los videojuegos y los mundos
de Tolkien, este casi púber autor se embarcó en la ambiciosa tarea de crear
una trilogía de fantasía heroica, con códigos ultra modernos. En su prosa hay
magos y hechizos, pero también Playstation y Messenger. Original en su
propuesta, su Inheritance Trilogy se inició el año pasado con Eragon (Knopf,
2003), protagonizada por un skater adicto a Internet que posee el poder de
controlar un dragón.
Nacido en 1977, Jonathan Safran Foer, autor de Todo está iluminado (Lumen,
2002) va por un realismo mágico-no mágico gringo. Fan de García Márquez,
Safran Foer ha declarado que su manía literaria apunta a huir de los excesos de
la narrativa urbana en pos de la humildad que puede hallarse en el lado más
íntimo y rural de Norteamérica, ese de los suburbios y los campos. Lo suyo no
son ni las marcas, ni la velocidad, sino las personas. Destaca el sentido del
humor de este escritor, detalle no menor que le perdona muchas de sus
falencias técnicas.
Ya alejada de las pautas de la primera novela y las historias de iniciación, la
neoyorquina Cecily Von Ziegesar (1979) apunta sus dardos a todas las formas
de amor y de amistad que pueden experimentar las chicas de clase alta,
alumnas de colegios y universidades privadas de la costa oeste. Definida como
la Candace Bushnell (Sex and the City) de la era del Messenger, tras su debut
con la cínica You Know You Love Me: Gossip Girl 1 (Little Brown & Company,
2001), esta señorita de anteojos y mirada de mala, camina cosechando mejores
ventas y críticas con la segunda -Gossip Girl 2 (Little Brown & Company, 2002)-
y tercera parte -All I Want is Everything: Gossip Girl 3 (Little Brown & Company,
2003)- de la que ella misma ha llamado "gran saga superficial". Amante de la
interactividad, la autora administra en forma paralela el sitio www.gossip-
girl.com donde invita a sus lectoras a aportar con ideas e historias para las
futuras entregas de esta epopeya de tacos altos y conciertos de Britney Spears.
Siguiendo lo libreteado en su celebrado debut, 10th Grade (Random House,
2003), Joe Weisberg (1979) debería estar en una línea similar a la de Nick
McDonell. Comparte con el autor de Twelve el deseo de retratar las formas del
adolescente medio en los Estados Unidos de la era Bush hijo. Su historia es
frívola, estructurada a modo de serie de televisión, sin personajes principales,
construido el todo como un gran y desordenado coro al interior de un colegio
de clase media de Chicago. Telón que según su autor le sirve de vehículo
perfecto para camuflar una sátira política bastante inteligente. Lo de Weisberg
33 y 1/tercio
puede apuntarse como un neominimalismo, mezclado con las formas de una
serie adolescente del canal Warner a lo "The OC".
A sus 33 años Colson Whitehead es uno de los veteranos del grupo. Su
aclamado debut The Intuitionist (Anchor, 2000) lo levantó como el alumno más
aventajado de su clase. Su reconstrucción del género detectivesco a medio
camino entre un cuento de Borges y una película de Woody Allen le ha valido
ser comparado con el Paul Auster de Trilogía de Nueva York. Nombrado
continuamente entre los mejores autores nuevos, a fines de marzo presentó
The Colossus of New York: A City in 13 Parts (Doubleday, 2003), monumental
novela río sobre un Manhattan construido a trazos de pura cultura pop.
Por su edad, Jonathan Lethem (1964) bien podría ser el padre o el tío de Nick
McDonell o Christopher Paolini. Su última novela, Fortress of Solitute
(Doubleday, 2003) -que coge su nombre de la mítica fortaleza en el Polo Norte
de Superman- sigue las miradas de dos amigos de Brooklyn a través de los
últimos 30 años. Las coordenadas de su ruta pasan por la irrupción del punk,
del hip hop, de la televisión por cable y la eterna pasión por los cómics de
superhéroes.
El más prolífico -ha publicado 11 libros desde 1998- de los autodenominados
no-muertos ingleses, Steve Aylett (1967) se presenta como una de las apuestas
literarias más novedosas venidas de las islas británicas tras Irvine Welsh
(Trainspotting. Anagrama, 1996). Agrupado junto a su socio Jeff Noon ( La
aguja en el surco. Mondadori, 2003) en la misión de escribir según la técnica
que usa un DJ para armar su set, los libros de Aylett -como Automatanza
(Mondadori, 1999)- son para bailarlos. Lo suyo no son palabras, sino beat
escritos, con todo lo bueno y malo que ello acarrea. Es probable que la
literatura de Aylett no envejezca bien. Es tan de aquí, tan de ahora que se hace
complejo visualizar cómo será leída en una década más, pero esa misma
falencia es su mayor encanto.
Con gente como Alex de la Iglesia y Santiago Segura en el cine y Carlos
Pacheco en los cómics, España se las ha ingeniado para destacar fuerte al
interior de las fronteras de la llamada cultura freak. La televisión, el saber
basura y las historietas tienen un lugar privilegiado en su industria artística y la
literatura no es la excepción. El catalán Josán Hatero (1970) confiesa su abuso
en sacar provecho a la cultura de la hamburguesa, plagando su obra - en la
que destaca su volumen de relatos Tu parte del trato (Debate, 2003)- de
referencias a filmes de terror, dibujos animados viejos y el cine de Almodóvar.
Pero es él mismo quien se apresura en declarar que en esta intertextualidad,
más lejos han llegado sus colegas Javier Calvo (1973) y Eloy Fernández Porta
(1974). Con El dios reflectante (Mondadori, 2003), Javier Calvo reluce como
uno de los más originales autores españoles de los últimos años. Traductor,
profesor de literatura y guionista ocasional de tiras cómicas, Calvo ha entendido
la necesidad de llevar sus historias más allá de los límites geográficos de
España. Él mismo lo señaló respecto de su novela, "una historia puede
transcurrir en Japón o Australia y ser perfectamente española". Porque así pasa
en la notable El dios reflectante, 368 páginas para un trayecto coral que sigue
la vida de un precoz genio japonés, convertido en cineasta de género y de culto
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que al inicio de su historia se ve de pie ante la disyuntiva de tener que filmar su
segunda película y no tener las ganas ni las patas de hacerlo. El escritor usa las
referencias y las citas para construir una trama desbordante en originalidad y
nuevas formas estéticas. Actores pornos, telépatas lunáticos y monstruos
mutantes desfilan por una prosa rica en elementos imaginativos, en extremo
contemporánea. En su moral literaria, el escritor asegura no hacer más que
hablar de los miedos y violencias cotidianas usando máscaras de monstruos
imposibles.
Antologado en colecciones como Invasores de Marte (Mondadori, 2001), a sus
29 años Eloy Fernández Porta comparte con Javier Calvo -quien además es su
especie de padrino literario- la fijación por el lado más bizarro del pop. Su prosa
rebosa de citas al cine de horror, la space opera (subgénero de la ciencia
ficción poblado de naves espaciales) y anacronismos a lo Julio Verne. El cóctel
llega a ser subversivo, pero coherente con su línea e ideología narrativa. El
desorden post todo de Fernández Porta lo ha hecho firmar los libros de relatos
Los minutos de la basura (Montesinos, 1997) y el notable Caras B: De la música
de las esferas (Debate, 2001), poblada de cuentos desarmables y ensayos
literarios protagonizados por dibujos animados y criaturas imaginarias. No es
gratuita la ostentosa adjetivación que lo define como el David Foster Wallace
hispano.
Un regreso a la belleza de los escándalos familiares es lo que propone Andrés
Barba (1975). Ahora tocan música de baile (Anagrama, 2004), su tercera
novela, le ha valido críticas ensordecedoras en su país, la mayoría seducidos
por la limpia belleza de una prosa directa, sin concesiones, concentrada en
nada más que contar una buena historia. Crítico de Ray Loriga y otros autores
de la Generación X hispana, Barba ha argumentado que el gran pecado de los
autores jóvenes españoles es que en su búsqueda de querer ser originales, de
desear contar algo totalmente nuevo, se han vuelto predecibles y, lo que es
peor, cada vez más lejanos a la ansiada originalidad.
A sus 28 años, Marcos Rebollo se detiene en medio de las propuestas de Barba
y Calvo. Sus cuentos se concentran en dramas de familia, sobre todo en las
relaciones padres e hijos, pero tampoco rehuyen del recetario pop. Los hijos
del mundo (Ediciones del Cobre, 2003) su más reciente novela nos traslada a
una anónima ciudad del norte español, en la que un profesor que acaba de ver
"Paris Texas" de Win Wenders empieza a alucinar con el fin del mundo mientras
en forma paralela su hijo drogadicto busca maneras de acabar con su vida en
las calles nocturnas de esa ciudad invisible que parece no estar en ninguna
parte.
Es una lástima -y también un hecho detonante- que el representante mexicano
en esta lista, Gerardo Sifuentes, de 29 años, hiciera más noticia por un confuso
incidente policial que lo puso tras las rejas que por su promisoria carrera
literaria. Tras un par de novelas cortas, Sifuentes publicó Pilotos infernales
(Ediciones ViD, 2001), una de las mejores colecciones de relatos de ciencia
ficción escritas en nuestro idioma. Quizás porque Sifuentes entendió que a un
mundo no industrializado como Latinoamérica nada le es más ajeno que la
anticipación científica, que en nuestra geografía no es válido hablar de
33 y 1/tercio
realidades virtuales ni de avances de última tecnología, pero sí de un post
realismo mágico como forma de futuro, los mundos de Pilotos infernales pasan
por un D.F. poblado de pandillas neopunk adoradoras de dioses aztecas,
telenovelas de Televisa protagonizadas por actrices operadas cientos de veces
con tal de conseguir la juventud eterna y cielos mexicanos donde los Ovnis van
y vienen, como manifestaciones de nuevas religiones. Sifuentes es originalidad
marginal y atrevida, a medio tiempo en la literatura, dice que prefiere escribir
columnas subversivas por Internet.

Una generación (o degeneración) nueva. En el código binario de la era
electrónica, quizás cabría llamarla 2.0. o 3.0. Esa es tarea de los relacionadores
públicos y la gente de marketing del mundo editorial.

                                     (tomado de Revista de Libros, suplemento de El Mercurio)




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33 y 1/tercio
                            expediente polaroid

polaroid
(marca registrada)
m. Material plástico transparente que polariza la luz.
2 f. Cámara fotográfica de revelado instantáneo.
3 m. Grupo literario fundado en La Habana hacia noviembre/2003

...hacia 1926, un joven estadounidense llamado Edwin Herbert Land abandonó
la universidad y desarrolló un nuevo tipo de polarizador de luz al que llamó
Polaroid.

...el Polaroid está formado por cristales de pequeño tamaño incrustados en
plástico. Si la luz incidente es no polarizada, el Polaroid absorbe
aproximadamente la mitad de la luz. Los reflejos de grandes superficies planas,
como un lago o una carretera mojada, están compuestos por luz parcialmente
polarizada, y un Polaroid con la orientación adecuada puede absorberlos en
más de la mitad. Este es el principio de las gafas o anteojos de sol Polaroid.

(la luz polarizada está formada por fotones cuyos vectores de campo eléctrico
están alineados en la misma dirección. La luz normal es no polarizada, porque
los fotones se emiten de forma aleatoria, mientras que la luz láser es polarizada
porque los fotones se emiten coherentemente. Cuando la luz atraviesa un filtro
polarizador, el campo eléctrico interactúa más intensamente con las moléculas
orientadas en una determinada dirección.)

...Edwin Herbert Land regresó a la universidad pero abandonó la carrera en el
último año para instalar por su cuenta un Laboratorio junto con otros jóvenes.
Años después, este grupo se convirtió en la Corporación Polaroid, que en 1947
introdujo al mercado la cámara fotográfica de revelado instantáneo.

...instantáneas polaroid.
Remember Leonard Shelby.
Más de 50 años después, el protagonista de la película Memento (2001), de
Christopher Nolan, utiliza estas fotos para orientarse en un mundo que sigue
fluyendo más allá de su memoria. Cine independiente, le llaman.

...retinex, llamó E.H.Land al sistema formado por la retina y el córtex cerebral.
No se ve bien sino con el cerebro, lo esencial es invisible para cualquier órgano
de percepción.

                                      ***

(Esbozo contraliterario.)

En su Historia abreviada de la literatura portátil , el barcelonés Enrique Vila-
Matas nos habla de una conspiración cuyos miembros (los portátiles) no sabían
33 y 1/tercio
de qué trataba la conspiración; el concepto central, digamos (la supuesta
literatura portátil), era totalmente ignorado por los supuestos conspiradores.
Me viene esto a la cabeza cuando pienso en Espacio Polaroid. Lo demás son
recuerdos.
Recuerdo, en una de las tantas rpm, haberle preguntado con cierta
preocupación a R: ¿Qué narrar? ¿Y cómo narrarlo? Peor aún: ¿Hay algún signo
de vida en el planeta Cuba? ¿Un territorio líquido hi-tech entre el desierto
rocoso y el espejismo? Silencio. R no hizo más que ese gesto tan R de rascarse
la nuca (todavía lo hace).
También recuerdo: una casa casi sin muebles en Malecón, madrugada de salitre
y música y todos en el suelo; la tabla periódica de los elementos químicos; sets
abandonados y lecturas: lanzar y lanzar otra vez una red black; un ventilador
de luces, un trípode, una cámara digital que filmaba las cosas tal como eran:
salteadas y a saltos; una postal con un jerbo; noches Alamar y una noche en
Holguín sin agua, sin rock, sin fitzcarraldo; el color de la sangre diluida; la mala
traducción de una mala traducción de Stephen King; retórica punk en capsulitas
de colores con gafas oscuras; pensar que se triunfa vivir de esa ilusión ; C. Ricci
en bata de dormir sosteniendo la sierra eléctrica como quien sostiene un osito
de peluche; un cake, un diccionario, un huracán, un partido de fútbol; el eternal
sunshine de una spotless mind; un tren larguísimo y dos niñas en el tren
viajando solas por la patria; Jay and The Silent Bob; down with The Beatles; la
rana mexicana de mirada fija del sur de Sri Lanka; sueños de tartamudeo brit-
brit-brit; sueños terroristas; Dreams of Californication; dioses de neón; la
música de una gaitera; por favor rebobinar; cabinas de radio, Coppelia,
parques, flash, flash; un gel de baño ridículo: pure & vegetal; micropolítica &
supermercado; un control remoto inservible; el plan para un asesinato mútiple
y falaz; splatterpop derretido; fragmentos encontrados en el cine La Rampa;
una revista digital (no es ésta); más ojos de fuego verde; otros días de lluvia;
colisiones afectivas, efectivas, inefectivas (las hermosas vísceras de Alicia en las
paredes y el techo y...); encuentros o despedidas; malos puntos suspensivos...
interminable línea de etcéteras.

(Nada de esto es literatura.)

JE

                                        ***

Tuvimos un 30 de octubre del 2003, unos quince, mucha música y pocos deseos
de bailar.
Sentados en sillones y el mar dándonos en la cara. Por aquí cerca vive César
López. ¿Y él que tiene que ver con esto?
Nada.
Tuvimos la idea de un espacio para promoción propia y ajena (no Peña, sino
Espacio)
33 y 1/tercio
Tuvimos nombre, y novela, y autor.
(…una chica con vestido de flores y botas del ejercito, tirándole polaroids a la
nada...)
Un bronceado de luna, unos ojos de fuego verde, un rayo de luz, adolescentes
ladrones de tumbas en estos días de lluvias cuando es de noche en la ciudad.
Tuvimos una mística vestida de negro, y un audio defectuoso (a veces) y deseos
de hacer cosas sin saber bien cómo hacerlas.
Tuvimos canciones, y conciertos, y concursos.
Tuvimos giras por Holguín y Matanzas, como rock stars.
Tuvimos ausencia de agua, y suficiencia de gladiolos.
Tuvimos a JAAD, Orlando Luis Pardo, Michel Encinosa, Yordanka Almaguer, Raúl
Aguiar, Yoss, Livio Conesa, Luis Eligio Pérez, Adriana Normand, Ahmel Echevarría,
Rito Ramón Aroche, Demis Menéndez, Lizabel Mónica como invitados.
Tuvimos tardes de Coppelia, y sesiones de fotografía, y modelos Polaroid.
Tuvimos a Stephen King, Ray Loriga, Douglas Coupland.
Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, Paul Auster.
Tuvimos las canciones de los Beatles, Joaquín Sabina, David Bowie.
Las películas de Tim Burton, Woody, Kevin Smith, Quentin Tarantino.
Tuvimos a Adriana Zamora, a JE, a RFI.
Y, por supuesto, también tuvimos un 17 de noviembre del 2004, porque todo lo
que empieza tiene que terminar.
Sabíamos que poco a poco a poco nos llegaríamos a aburrir de todo esto y de
todo lo demás.
Todo cambia.
Ya deberías de saber eso.



                                                                             RFI



                                     replay
33 y 1/tercio
                                 adriana zamora
                                   (habana, 1979)


                             Ana y los dinosaurios



                                         1

Para él abrir los ojos y ver a Ana es lo mismo. Puede verla con los ojos abiertos,
con los ojos cerrados, con los ojos en blanco.
Puede verla, eso es lo principal y también es extraño porque Ana es un fantasma.
Un fantasma que lo ronda día a día y lo hace recordar. Y él recuerda.
–Yo soy Ana – dice ella como si fuera la única en el mundo.
–Me llamo Eduardo – responde él, mucho más modesto.
Ella es Ana y va vestida con ropa muy ancha, dentro de una saya donde cabrían
tres iguales a ella. Pero no existe nadie igual. Entonces, mientras la mira, le
tiende su mano irrepetible una y otra vez hasta confundirlo, hasta hacerle dudar
de la realidad. De su realidad.
Eduardo camina por la ciudad y el fantasma va con él. No lo persigue, sólo le hace
compañía. Sabe que él la necesita tanto tanto que todo se vuelve trágico de
repente, o todo es trágico ya. El no sabe distinguir.
Ella sí que sabía, por eso él le contaba sus sueños.
–Tus sueños son de loco – sonreía ella tristemente.
–¿Y los tuyos, Ana? ¿Cómo son tus sueños? –piensa él pero no se atreve a
preguntar.
Ana no le cuenta, no le dice como son sus sueños. Al menos hasta ahora sólo se
limita a observarlo, escuchar sus pocas palabras. Pequeñas frases de quien se
siente inútil y poco inteligente.

                                         2

Sospecho que no sirvo para nada.
Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente vestirse para ir al trabajo.
Ver a la esposa-madre-abuela preparar el desayuno de su esposo-hijo-nieto.
Sé escuchar cuando me hablan como la niña Momo, pero los efectos nunca son
los mismos.
Sé preparar el café aguado y sacarle pulgas a mi gato. Incluso puedo decir
mentiras que nadie cree, sólo yo mismo.
Aprendí a sentarme en un parque y ver la gente caminar. Caminar rápido,
despacio, cojeando de una pierna. Soy un maestro en el arte de pasar inadvertido.
33 y 1/tercio
Puedo convertirme en fantasma y aparecer por las noches en tus sueños, pero
sólo en tus sueños, porque debo desaparecer obligatoriamente en la mañana.
Fumo bastante magistralmente, aunque sin hacer aros de humo como los galanes
de las películas. También pongo una letra después de otra para formar palabras,
una palabra después de otra para formar oraciones. Agrupo oraciones hasta tener
párrafos y agrupo párrafos tal como me enseñaron en la escuela.
Sé bañarme en la lluvia, sobre todo cuando la gente anda escondida, guardando
su pulcritud bajo techos.
Sé respirar.
Pero de repente he comenzado a sospechar que no sirvo para nada, que de nada
vale saber mirar por las ventanas y hacer café aguado. Sobre todo porque a nadie
le gusta que lo espíen y a nadie le gusta el café aguado.
Fumar magistralmente entraña con toda seguridad hacer aros de humo como los
galanes de las películas. En el mundo de hoy nadie tiene tiempo para sentarse en
los parques y el hecho de pasar inadvertido es mal visto, muy mal visto.
La gente moderna suele odiar a los fantasmas.
Incluso sospecho que no puedo respirar tan bien como creía.
Cada vez que alguien me pregunta a qué me dedico enmudezco. Todos los
alguien esperan que el resto se dedique a algo. Pero no así de simple. Debe ser
algo Grande y Glorioso, como construir puentes o inventar vacunas.
Absolutamente nadie espera escuchar que sabes mojarte en la lluvia. Un alguien
más comprensivo podría darle un poco de importancia al asunto y decir: «¡Oh!,
¡Qué maravillosa ocupación, MUY ÚTIL PARA LA HUMANIDAD!»
Pero lo que más me preocupa es que yo mismo parezco encerrado en un circulo
vicioso. Cada vez que me pregunto Bueno, y tú, ¿qué haces?, Automáticamente
me respondo: Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente…

                                         3

–Ana, ¿tú eres un fantasma? –pregunta él en el presente pasado.
–No, pero pronto lo seré –responde ella y él no sabe cuando se lo dice.
Ana sueña con cosas grandes, tal vez infinitas.
–¿Sueñas conmigo? –pregunta Eduardo, el niño que se siente inútil y poco
inteligente.
–¿Por qué no? –dice ella–. Tú también eres algo grande, tal vez infinito. Pero a la
vez eres pequeño, ¿sabes? Nunca supe lo pequeña que puede ser una cosa
infinita hasta que soñé con dinosaurios.
Ella sueña con dinosaurios grandes y verdes con patas poderosas y ojos delicados.
Los dinosaurios son pesados y ambiguos, como si de repente pudieran echar a
volar.
«Dinosaurios», piensa él. Pero no puede imaginar cómo serán los sueños de Ana.
33 y 1/tercio
Eduardo camina por la ciudad en un tránsito infinito porque no tiene dónde llegar.
No tiene un lugar donde quepan él y Ana, que continúa a su lado. La ciudad es un
laberinto lleno de encrucijadas y Eduardo se pierde sin lástima porque no tiene
otra opción.
–¿Tú eres un fantasma? –pregunta Eduardo en el futuro.
–Sí –responde ella en el pasado presente.

                                         4

Hace varios años que estoy muerta. Hormigas y gusanos caminan sobre mis
huesos mientras trato de hacerte creer que existo.
Siento que respiro, el aire se cuela por todas mis rendijas. Siento el sol que quema
mi cabeza. Siento el agua que de unas manos ensucia y de otras purifica. Siento
las hormigas y gusanos que caminan encima de mis huesos.
Tengo miedos, como cualquier persona que sobrevive muerta, y amores, como
cualquier muerto que sobrevive. Por las tardes camino sin rumbo hasta cansarme,
hasta no sentirme los pies, o hasta sentírmelos. No sé qué busco, pero debe ser la
vida. ¿Qué más habría de buscar?
Pero soy un cadáver, aunque no quiera saberlo. Soy un cadáver perdido en un
rincón lleno de insectos. Hormigas sobre tierra roja. Hormigas que cargan su
alimento y se miran unas a otras y respiran. ¿O es que no respiran las hormigas?
Tengo preguntas. Muchas preguntas que debo, por fuerza, responderme a mí
misma, pues no hay nadie alrededor para hacerlo. Las preguntas, tal vez, se
responden por sí solas, como yo armo y desarmo mis huesos húmedos que son mi
único entretenimiento.
La humedad tiene olor y sabor. El mundo de los muertos es húmedo, y es húmedo
el mundo de los vivos.
En el mundo de los muertos existen los árboles, el mar y las hormigas. Existe la
tierra e incluso los cementerios.
Cuando mueres en el mundo de los muertos vas a otro lugar. Tal vez sea un lugar
de paredes blancas con una mesa servida modestamente y una foto sobre el
aparador comido de comején. Tal vez allí todo sea increíble y normal. Tal vez allí
encuentre la paz que no encontré en dos mundos.
Pero todo no es más que una ilusión, ese lugar no existe. Cuando dejé la vida
hallé la misma humedad y todo el silencio. Cuando deje la muerte hallaré sólo
habitaciones vacías.
Estar vivo es muy aburrido. Es como levantar granitos de arena, uno a uno, y
volverlos a transformar en piedra. Es el juego de nunca acabar, la locura, el
hambre. Ya no sé dónde está la diferencia porque hace años que estoy muerta y,
la verdad, no estoy muy segura.
33 y 1/tercio
                                        5

Ana no le teme a la muerte. Nunca la ha temido. Él no entiende cómo y ella no
trata de explicarlo. Sonríe y piensa en sus dinosaurios verdes. Sonríe y piensa que
tal vez él tenga su hora, su tiempo escondido.
Eduardo se ha convertido en un deshacedor de laberintos, profesión poco honrosa
a sus ojos de persona que se siente inútil.
–Y tú ¿eres un fantasma? –(no) pregunta ella.
–No –(no) responde él rotundamente.
Eduardo espera siempre pero Ana no hace preguntas. Tal vez lo sepa todo, piensa
él. Pero ella lo niega por ser imposible.
Ella sigue respondiendo en el futuro, en el pasado presente. Ella siempre allí,
esperando ser interrogada, probando a llevar la carga pesada que es sumergirse
en ese mundo creado por los dos. Más pesada aún porque uno de los dos es un
fantasma.
Eduardo sigue preguntando, pidiendo casi a gritos que lo saquen de su duda en el
presente, en el futuro pasado. Es entonces cuando ella se va, se pierde en los
laberintos que él ha deshecho. Lo deja solo, completamente solo.
Mientras, él sueña por primera vez con dinosaurios.


                                      ***


                    Cuando es de noche en la ciudad



Cuando se pone el sol, detrás de todas las puertas de la ciudad se escuchan
jadeos.
Si a esas horas hubiese alguien caminado por la ciudad (digamos un hombre
solo) encontraría las calles vacías, sin ningún policía en las esquinas, sin un
perro, sin una bicicleta.
El hombre solo viviría en un apartamento minúsculo en la parte sur, allí donde
el aire es irrespirable por las noches.
El apartamento tendría una habitación, un bañito, una cocina de cuatro
cuadrículas con hornilla eléctrica. Debajo del lavamanos habría una palangana
verde ( de un verde claro y dudoso ). Dentro viviría una jicotea pequeña, para
no desentonar con el conjunto.
Una hora después del comienzo de la noche ya el hombre empezaría a sentir la
opresión en los pulmones y la jicotea guardaría la cabecita dentro del
carapacho echando sólo una burbuja de vez en cuando al exterior.
33 y 1/tercio
Los gemidos detrás de la puerta de sus vecinos ( una pareja joven ) acabarían
por convencer al hombre de que el aire es irrespirable. Entonces se pondría su
chaleco marrón y saldría a caminar.
En la calle vacía se siente el ruido del viento moviendo los árboles. Las farolas
del alumbrado público apenas trazan espacios de claridad en las esquinas.
El hombre cruzaría las calles mirando a los dos lados, cuidándose de un auto
que nunca aparece. Caminaría despacio hacia en norte, en busca del mar.
Ni siquiera se escuchan televisores encendidos en la ciudad. Los que trabajan
en la televisión están muy ocupados gimiendo tras las puertas de sus casas.
Nada perturbaría la tranquilidad del hombre del chaleco marrón. Los
asaltadores nocturnos siempre son atrapados por el río de gemidos y terminan
unos con otros abrazados bajo las escaleras de cualquier edificio.
De un callejón oscuro salen maullidos de gatos en celo, pero el hombre apenas
los escucharía.
Sobre el único banco sano del parque se amontonan las hojas secas. El hombre
las apartaría para sentarse.
En el edificio vecino una ventana ha quedado abierta. La luz se proyecta sobre
la acera, justo frente al banco donde el hombre solitario estaría sentado.
En medio de la luz, sombras negras se mueven. Si el hombre se fijara bien
distinguiría los torsos, la cabeza y los brazos de los amantes.
La cabeza de él se acerca lentamente al pecho femenino, se pierde allí y poco a
poco baja, dejando ver la sombra de los pezones. Ella apoya las manos en la
cabeza de su amante. Los pezones vuelven a desaparecer tras la sombra de sus
brazos. La cabeza del hombre se pierde fuera del cuadro de luz. La sombra de
la mujer levanta la barbilla y se pasa la lengua por los labios, una lengua que se
vería tal vez grotesca si no fuera sólo una mancha de sombra en el pavimento.
El hombre del chaleco marrón trazaría con una ramita seca los contornos de la
ventana primero, luego, muy suavemente, los del cuerpo de la mujer.
La mujer gime escandalosa cuando la ramita le roza la sombra del pezón. Gime
más alto y más seguido. Seguramente sus gemidos terminarán en un grito,
pero el hombre no la escucharía, ya se habría levantado del banco y caminaría
calle abajo con las manos en los bolsillos del chaleco.
Las hojas secas se amontonan otra vez en el banco.
Cerca del mar hay una casa donde no se escuchan gemidos. La luz del portal
está encendida todas las noches, y en un sillón de mimbre se sienta una
muchacha. La muchacha teje un abrigo de lana para el invierno que se
aproxima y tararea una canción desafinada.
Hasta allí llegaría el hombre solitario y se pararía tras los arbustos de
marpacífico para mirarla.
Ella tararea y teje. Mira de vez en cuando a un gato gris que duerme en el
cantero de las violetas. Sonríe y lo hace sin saber que está sonriendo para un
hombre de chaleco marrón que tal vez la mira detrás de la cerca.
33 y 1/tercio
El hombre sentiría deseos de hablar con ella, pero sería muy difícil para él
perturbar su paz. Y se iría. Regresaría a su casa en la parte sur, pidiendo en
silencio que los jadeos de sus vecinos hayan cesado.
No notaría siquiera que la ciudad está callada, que la gente ya no gime tras las
ventanas.
Llegaría a su casa y, sentado en el baño, esperaría a que su jicotea asomara la
cabeza para ver la hoja seca que le trajo de regalo.


                                      ***


                                  Lucía o no


La muchacha abre los ojos y se encuentra con unas paredes blancas hasta
ahora desconocidas. La ventana abierta deja entrar la claridad libremente. Ella
se acerca.
El resto de las ventanas del edificio están cerradas, menos una, de la que
cuelga una sábana. En la sábana se balancea un muchacho delgado. Oscila
unos segundos y luego se suelta para caer en el jardín. Ella ve cómo emerge de
las flores, acomoda sus huesos salidos de lugar y camina hasta la entrada del
edificio.

ESCENA RETROSPECTIVA: La niña, de unos tres años, corre por el patio en su
triciclo rojo con cabeza de caballo. Se para frente a la puerta de la cocina. La
abuela bate unas chirimoyas. La niña se relame, le encantan las chirimoyas. La
anciana la mira, sonríe y le alcanza un vaso con el batido espumeando en los
bordes.

Desde el baño la muchacha observa a una mujer que ha entrado en su
habitación. Trae un ramo de flores. Lo coloca en la jarra de cristal verde sobre
la mesita de noche.

Nadia estuvo está tarde y le trajo un potecito con gelatina verdelimón. La
muchacha ríe divertida mirando la montañita dulce que temblequea bajo la
cuchara. Mientras ella come, Nadia le acaricia los pies con ternura.

ESCENA RETROSPECTIVA: La niña juega en el patio con otro niño más pequeño
que ella. Desde la casa se escucha la voz de la abuela, llamándolos. Ellos se
esconden. Esperan que la anciana pase por su lado y entonces saltan riendo. La
abuela ríe también.

Cuando despierta, el sol ya está en el medio del cielo. Se pone las sandalias y
sale a caminar. Un adolescente rapado toca una flauta dulce en el balconcito.
Una mujer despeinada conversa en los rincones con los fantasmas. Dos
33 y 1/tercio
jovencitas saludan a la muchacha entre saltos. Ésta sonríe, pero se niega a
corretear con ellas.
Otra vez vino a verla la mujer de las flores. La muchacha permite que la peine y
le ponga margaritas en la trenza.
–Tienes un pelo precioso, me hubiese gustado tenerlo así.

ESCENA RETROSPECTIVA: Afuera nieva sobre calles extrañas. Dentro de la
habitación la niña sopla las once velitas de su torta de cumpleaños, sonríe con
desgana a la cámara que empuña su madre. Luego corta el dulce y pone los
platos frente a los muñecos de peluche, sus invitados.

La muchacha abre la gaveta de la mesa de noche y saca las tijeras. Se para
frente al espejo y toma su trenza con la mano izquierda. Está decidida.


ESCENA RETROSPECTIVA: La ventana del baño hace un ruido insoportable. Se
abre, se cierra, se abre. Nadia arrastra el cuerpo de la muchacha por el piso
dejando manchas de sangre. Murmura: estúpida, estúpida, estúpida.

La muchacha espera que apaguen las luces y luego sale al pasillo. Entra en la
habitación contigua. En la cama duerme la mujer de las flores.
La muchacha saca su tesoro y lo pone al lado de la almohada.

ESCENA RETROSPECTIVA: Nadia corta los últimos mechones.
–¿Te gusta así?
La muchacha sonríe.

–El médico dice que aún no puedes irte. Hay cosas que debieras recordar. ¿Es
que no te acuerdas del triciclo rojo? ¿Y de la abuela?
La muchacha mira al techo, indiferente. Lo recuerda todo, pero no quiere
hablar.
Nadia la mira con tristeza y sale a llorar al pasillo.
La cabeza roja del caballo hace años se está pudriendo en un patio ajeno.

La muchacha se descuelga por la ventana. Mientras oscila siente la brisa
nocturna acariciando su nuca, ahora desnuda. Pronto la sábana se suelta y el
cuerpo cae ruidosamente al jardín. Es entonces, allí entre las flores, cuando
descubre que nunca supo en realidad dónde estaban sus huesos.



                                      ***
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                                     Lena


Lena hablaba conmigo y esta vez, para variar, el tema no era una de sus
habituales paranoias adolescentes. Ni siquiera sé de qué hablaba porque no la
estaba escuchando. Pero eso no se notaba. Mi vista estuvo todo el tiempo fija
en ella. Yo no sé por qué la gente piensa que cuando uno la mira le está
prestando atención. Si se hubiese dado cuenta sólo serviría para aumentar
aquellas habituales paranoias.
En realidad yo la estaba mirando de pies a cabeza porque Lena es linda,
lindísima, preciosa.
Por eso, en un impulso incontrolable, la abracé y le di un beso en la boca. Un
beso grandote en su boquita linda.
Primero ella se asombró y quedó paralizada. Después empezó a gritarme eres
una tortillera cochinapuerca y de nada sirvió que le dijera que es muy linda
cuando no está histérica. Lo peor fue después cuando me sonó la tremenda
bofetada y desapareció al doblar de la esquina.
Me sentí tan mal que fui a parar en casa de Dani. Siempre que me siento mal
aparezco en casa de Dani como por arte de magia.
Le conté a Dani muy coherentemente lo preciosa que es Lena y lo mal que
había hecho dejándome plantada en aquella esquina.
Él trató de explicarme algo muy tonto sobre la impresión que debía dar una
mujer besando a otra en la boca en pleno 23. Le pregunté a Dani dónde quería
que la besara. Tal vez él pensaba que existe otro lugar mejor para que una
mujer bese a otra sin que ésta le suene una buena bofetada.
No sé por qué cuando dije eso Dani se llevó las manos a la cabeza y respondió
algo que tenía que ver con dejarme por incorregible. Yo no entendí mucho, en
realidad no entendía casi nada de lo que estaba pasando.
Dani me pregunta por qué no le doy un beso a un hombre y yo le di uno ahí
mismo. Un beso grandote en su boquita linda.
Me dijo que yo estaba loca y se fue a orinar.




                                   replay
33 y 1/tercio
                              jorge enrique lage
                                  (habana, 1979)


                            ilusiones y artefactos


Su nombre era Violeta.
Violeta Venus.
Pero todos le decían La Catapulta.
—¿Por qué? —le pregunté por fin esa noche, en su casa, ella sentada en una
cama (su cama) llena de peluches, ella misma un peluche grande con ese
abrigo de piel en el que cabía dos veces.
Aproximadamente una hora atrás la había vuelto a ver, después de
aproximadamente unas 20 mil horas sin verla, y pensé: Qué flaca se ha puesto,
y pensé: No hace tanto frío, y ella –oh, sorpresa– tuvo la inspiración de
reconocerme al instante: Se me acercó tambaleando por un pasillo de luz sucia
de un lugar llamado La Madriguera, nombre bien puesto. Enredados en una
esquina, asexuados y pálidos, dos vampiros se lamían los labios. Había un
fondo de rock oscuro. Y en medio de todo aquello sus ojos ojerosos, nublados
de azul bajo una lluvia de pelo revuelto y sin lavar, y yo pensando cuánto me
gustaría robarle esa imagen tan definitiva y a la vez qué diablos podría hacer
con ella –nada, lo juro, no se me ocurrió nada. Cuando la tuve entera frente a
mí, le dije: Te pareces a Liv Tyler después de incendiar una farmacia (hubiera
bastado Liv Tyler en La Madriguera), y ella sonrisa y alcohol en la voz, de
pronto diciéndome: Anda, mi amor, sácame de aquí.
—¿Por qué qué? —dijo expulsando las sandalias con un movimiento brusco de
ambas piernas que también expulsó mi mirada. Luego se quitó el abrigo
inmenso, como una tercera o cuarta piel.
Observé con cierto nerviosismo que las libras que había perdido, ni tantas ni
tan importantes, no la hacían menos deseable. Quizás todo lo contrario.
El abrigo voló y se hizo un bulto en una esquina del piso.
Yo me senté hecho un bulto en esa misma esquina y precisé la cuestión:
—Por qué te dicen así.
Ella miró la tarjetica en mi mano y dijo un Aaah que era todo un himno al
cansancio.
Habíamos caminado mucho, por calles demasiado vacías. Yo al lado de esa
imagen que se iba corporeizando poco a poco. Ella mareada y soñolienta,
colgada de mi brazo. (En algún momento sentí que era mucho más que una
mujer. Junto a mí caminaba la resaca tardía de toda una década, de todo un
universo que no volverá a vomitar nunca más.) Hablamos, con mediana
coherencia, de un montón de cosas. Todas en pasado. Como el hielo de la
madrugada nunca es para tanto, le pregunté y ella dijo: Nunca en mi vida había
tenido tanto frío, créeme. Y le creí. Y le hubiera creído cualquier cosa. El abrigo
33 y 1/tercio
era de piel de oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China.
Su casa era un apartamento con vista al mar en uno de los seudorrascacielos
del Vedado. Por el momento vivía sola. Me invitó a pasar y yo decliné la
invitación enérgicamente. Cuando entramos a su cuarto, de pura adrenalina mis
dedos se pegaron a la tarjetica de presentación que reposaba sobre la cómoda.
Leí, otra vez, lo que ya tanta gente me había dado a leer:
                                      VIOLETA VENUS
                                   lacatapulta@cubasi.cu
              Si encuentran malo este mundo, deberían ver alguno de los otros.

La frase era de Philip K. Dick. No consideré apropiado señalárselo.
—Tú no quieres saberlo —dijo a continuación del Aaah, y al instante estuve de
acuerdo con ella. Yo no quería saberlo. Yo no quería saber nada. Pero de
alguna forma, no sé cómo, yo siempre termino sabiendo.
Por ejemplo: minutos atrás había escuchado de sus labios (por primera vez de
sus labios) la versión oficial de ciertos hechos1.
Algo sucedido en la prehistoria, aquella psicosis depresiva de los primeros
noventa.
Un relato digamos que real, devenido leyenda urbana.
Ella, una amiga gorda, un pintor loco que la volvía loca y era el amante de la
amiga gorda y en ocasiones su amante.
A partir de ahí todo es confuso, aún en sus labios por primera vez. Hay
literatura, fotos pornográficas, decapitaciones. Algo así como una guillotina o
artefacto similar que no supe exactamente qué pintaba en todo aquello, de
dónde salía, dónde meterlo. En cualquier caso, estaba relacionado con una
experiencia terrible para ella. Dijo: Grité todo lo que iba a gritar el resto de mi
vida. El pintor se fue a Francia, huyendo de algo que no era la policía. Su firma
puede hallarse en las escasas copias digitales de un óleo a medio hacer, donde
las manchas simulan con precisión una mujer muñeca inflable. Y todo eso había
sucedido justamente ahí abajo, tres pisos downstairs y otras manchas pero no
de pintura, y lo único que faltaba por sugerir era que aquel apartamento recibía
visitas regulares de ciertos fantasmas.
En fin, una historia completamente idiota.
Solté la tarjeta antes que mis dedos tomaran la decisión de hacerla pedacitos.
Violeta había saltado de la cama, descalza, y ahora registraba dentro de un
closet.
—Cierra los ojos.
Obedecí.
En determinadas circunstancias lo más excitante, lo extraordinario, es no ver a
una mujer desvistiéndose.

1
 La no oficial, la torpe ficción, es un relato que lleva por título “La Máquina” (2001), de Jorge Enrique
Lage.
33 y 1/tercio
Cuando volví a mirar ella estaba acostada, los ojos cerrados, cubierta hasta la
barbilla por una colcha espeluznante.
Diáspora de peluches en el suelo:
Una pantera rosa.
Un hipopótamo travesti.
Un dinosaurio con la lengua afuera.
Pensé: Tengo que salir de aquí.
Claustrofobia: Ella se ha quedado dormida y yo me he quedado encerrado aquí
dentro con ella, qué miedo.
Voz de sonámbula en off: ¿Me traes un poco de agua?
—Hay vasos encima del refrigerador —aclaró.
Sólo que yo no sabía dónde estaba el refrigerador. Anduve por el apartamento
encontrando otras cosas, como un libro de poemas escrito con musas que se
han movido y cuya dedicatoria leí obsesivamente, tres o cuatro veces seguidas
hasta dar con la cocina.
                                Para Violeta V.,
                          que entiende de estas cosas
                                  mucho más

Cuando volví al cuarto encontré la cama vacía.
Sin el menor asombro, me dije: Ha desaparecido.
Al fin. Ya era hora. Apago la luz y me voy.
—¿Te asustaste? —preguntó, cerrando la puerta detrás de ella—. Estaba en el
baño —me quitó el vaso de la mano—. Gracias.
El rostro mojado. Un pulóver blanco del Che hasta los muslos. Le miré los
muslos y los pies. Temblaba.
A la mitad del agua (de pronto deseé con demasiada fuerza verla beber de un
biberón) reconoció el libro en mi mano y dijo, con hincapié burlón en las
comas:
—Hay, al sur de la Habana, entre el verdor y el oro, un sitio destinado a los
juegos. Es un sitio tranquilo, dicen, muy bueno para las mutaciones...
—Yo nunca he ido a ese lugar, sólo por temor a no volver —atajé de memoria
—. Conozco el poema.
—Y yo conozco al poeta —terminó de chuparse el agua y me devolvió el
biberón—. Una vez estuvo aquí.
Y diciendo eso saltó a la cama. El pulóver decía por atrás: HASTA LA VICTORIA
SIEMPRE. Bajo él se reveló un filo de blúmer del color de la pantera.
—Apaga la luz y ven —susurró.
Apaga la luz y ven: Aquí debo hacer una pausa.
33 y 1/tercio
Para clavar el instante: Ella ya muy lejos, la cabeza cubierta, un bulto bajo la
colcha, un cuerpo vencido por el sueño, un sueño vencido por la anarquía.
Yo de pie y de vuelta a la claustrofobia.
En una mano el librito de poemas, triste como una bomba desactivada.
En la otra, el tete que ella había humedecido con su boca, la huella que dejaron
sus labios expertos al acariciar la goma como un pezón.
Solté las dos cosas, pezón y bomba, y me desvestí lentamente.
Mirando por la ventana: la luna, el oleaje, los helicópteros.
Apagué la luz y fui.
Ella se despertó en cuanto la toqué. Debajo de aquella colcha hacía un calor
espeluznante y se lo dije al oído, procurando que sonara lo menos erótico
posible.
—Pues yo estoy muerta de frío —me recordó.
—Tú ya estás muerta de todo —me pasó por la cabeza decirle, pero ella
empezó a besarme la boca, manteniéndola ocupada con mil ejercicios hasta
que abrió los ojos para mirarme como si me reconociera después de mucho
tiempo: expresión idéntica a la de una hora atrás en un pasillo de luz sucia de
un lugar llamado La Madriguera.
Entonces preguntó si ya me había contado Aquello. Tres pisos downstairs pero
no, por favor, le pedí. Con una sola vez es suficiente.
Ella hizo una mueca: Se lo cuento a todo el mundo, no lo puedo evitar.
Yo pensé: Estás traumatizada hasta los huesos, se nota.
Y por decir algo, dije: A lo mejor es un peso que no te has logrado quitar de
encima.
—No, un peso no —dijo—. Quizás un contrapeso. Los pesos van y vienen, los
contrapesos son mucho más difíciles de mover.
Era una teoría interesantísima.
El cerebro como cajón de falsos equilibrios mecánicos. Nada más.
—Disculpa, ¿de dónde sacaste eso?
Ni me escuchó. A besarme otra vez.
A besarnos más veces. Por todas partes.
Tú no quieres hacerlo, dijo. Pero ya era demasiado tarde para estar de acuerdo
con ella.
No, yo no quiero hacer nada, dije. Y comencé a desnudarla.
El pulóver del Che por el piso. Mis manos atrapadas en el blúmer.
Tú no quieres hacerlo, insistió. Frotándose contra mí como una veinteañera
venenosa.
33 y 1/tercio
No, por supuesto que no quiero. Y acaricié sus nalgas de revista. Y el tatuaje
del que ya tanta gente me había hablado: la dobleuve inicial de su nombre: el
símbolo de uno de los metales más duros.
La penetré. Sentí su apresurada humedad.
En algún momento sentí que era mucho más que una mujer.
Debajo de mí se movía una ilusión de todos los sentidos.
Realidad química con uñas largas.
Leyenda convertida en leyenda.
Una especie superior.
En plena subida, comenzó a pedirme que terminara. Pero yo quería provocarle
(no sé por qué) el orgasmo más estrepitoso de esa hora en el planeta.
En plena subida, me decía que no, no, no. No podía. Ella no podía.
Pero pudo. Claro que pudo. Precisamente por eso es que lo estoy contando.
Dejó escapar fragmentos de voz, arañándome la espalda, sus piernas cerradas
sobre mí como una gigantesca tenaza de metal blanco, apretándome, y yo salí
disparado dentro de ella, en el vaivén creciente de sus contracciones, y a
continuación salí disparado fuera de ella.
Por los aires.
Literalmente.
Como un proyectil.
Volando.
Fuera de mí.
Hasta caer muy lejos.
El impacto, menos mal, fue contra un colchón. Una cama desconocida con una
mujer desconocida. Justo debajo de mi cuerpo (me dolía como si tuviera
fracturas en lugar de huesos) había una trigueña que se parecía
aceptablemente a Liv Tyler. Algo se me deslizó allá dentro, en el cajón del
cerebro. Su nombre era Violeta.
Violeta Venus.
Pero todos le decían La Catapulta.
Me miró unos segundos.
Disfruté unos segundos de su respiración agitada.
Cerró los ojos.
Me pidió que me fuera.
Yo no encontré qué pedir y al levantarme le lancé un vistazo despedida a su
cuerpo: Había engordado. No vi el tatuaje al final de su espalda, allí donde
debía estar. Ella volvió a cubrirse.
33 y 1/tercio
Con una colcha todavía más grande.
Un par de golpes me bastaron para ubicarme en el nuevo cuarto. De cierta
forma, todo estaba igual que antes. Hasta mi deseo.
No había sucedido NADA.
Y escribiendo como los locos: ¿Cuál deseo?
O peor aún: ¿Deseo de qué?
Me vestí rápidamente. Mirando por la ventana: el amanecer ya había disuelto la
luna. Sustituyendo al mar, qué gran detalle, una planicie fangosa y sin oleaje se
extendía hasta más allá del horizonte. En el suelo,
(un murciélago bizco)
(una conejita con las orejas manchadas de sangre)
(un oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China)
los peluches tenían ahora el intenso look de las cosas que te persiguen y
pueden matarte.
Y de pronto Violeta, desde su eterna madriguera, con voz de sonámbula:
—Perdóname.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí, sí lo sabes.
No sé por qué razón en ese momento decidí ocuparme un poco del reguero.
Borrar de aquel cuarto toda huella de espectáculo sexual. Acaso porque no
quería salir de allí sin la seguridad de sentirla dormida.
Dormida dormida.
Acomodé, mecánicamente, hasta las cosas que nada habían tenido que ver
conmigo y que yo ni siquiera recordaba. Como cajas de cigarros y cajas de
balas de colores.
Ceniceros.
Pistolas.
Pastillas.
Acomodé su ropa. No estaba aquel pulóver blanco del Che hasta los muslos
siempre.
Aunque supongo que eso ya no hay que decirlo.
O peor aún: supongo que nunca había estado.
W volvió a hablar: Que tuviera mucho cuidado. Que eso-allá-afuera iba a estar
lleno de túneles. Muchos túneles. (Tenía razón.) Y seudorrascacielos vacíos,
también. Y ruinas bajo helicópteros. Y temperaturas bajo cero. Y que por favor
acabara de irme porque si no no iba a poder dormir.
Así que acabé de irme.
33 y 1/tercio
Como no sabían cuándo la volverían a ver, al salir mis dedos se pegaron a la
tarjeta de presentación con la frase de Philip K. Dick.
El lema de un visionario vencido.
Si encuentran malo este mundo…
Mientras caminaba hacia la planicie fangosa y sin oleaje, pensé varias veces:
¿Cuál mundo?, y pensé por última vez: Qué remedio, tengo que hablarle de ella
a alguien. Tengo que hablarle de esto a alguien.
Porque a alguien tengo que encontrar en esto-aquí-afuera.
¿O no?


                                      ***


                     laura llama desde manhattan
                                                              THIS IS NOT AN EXIT
                                                               Bret Easton Ellis
                                                                 (American Psycho)



Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. A ella nunca le pasó por
la cabeza llegar tan lejos. Yo le pregunto qué quiere decir con lejos, dónde (y
cuándo) estableció el maldito punto de referencia. Laura respira hondo, me
repite que lo siente, ¿la iba a perdonar, sí o no? Yo abro el cuaderno de nuestra
vieja historieta: adentro está la foto que me mandó. Le digo que quedó de lo
más bien, con ese fondo de rascacielos fantasmas y acariciando a una
bestiecilla peluda del Central Park, indudablemente un canguro, ¿no es cierto?
Laura hace silencio, me pregunta de qué demonios estoy hablando.


La situación era ésta:
Un cartel hasta la avenida 26 que decía cerrado closed pero ella, de todas
formas, quería entrar:
—Saltemos la cerca —dijo.
—¿Saltemos? —dije.
Después de mucho trabajo no logré convencerla de que no me iba a convencer.
Rendido, la escuché fabular:
—Tú verás cómo nos vamos a divertir allá adentro —con un guiño de ojo que
prometía.
Y efectivamente, nos divertimos mucho.
(¿Qué entienden ustedes por diversión?)
33 y 1/tercio
Saltamos adentro muertos de la risa. La cerca no estaba lo suficientemente
electrificada ni era lo suficientemente alta como para matarnos.
Ella quería ver los lemmings. Yo, en el papel de guía, le dije que no teníamos
lemmings.
Ella me preguntó si sabía que los lemmings se suicidaban en masa. Yo le dije
que los lemmings no son ninguna secta religiosa, sencillamente se ahogan por
no saber la diferencia que hay entre el mar y un lago cualquiera.
En esas y otras divagaciones similares llegamos al foso de los leones.
Anochecía.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando un bulto más o menos deforme
tirado en el suelo. Inmediatamente después soltó un grito.
Nos acercamos hasta confirmar que era…
Pues sí, un niña descuartizada.
Le calculé unos cinco, seis años.
Le faltaba un brazo. Las piernas eran dos muñoncitos secos. El vestido, cuya
tela exhibía señales de zarpazos rojos, no alcanzaba a cubrir una costillita por
aquí, una tripita por allá. Conectada al cuerpo por breves tiras de músculo, la
cabeza (abiertos en susto los ojos azules, trenzas rubias) era el detalle más
perturbador.
—Tiene cara de llamarse Alicia —observé.
Ninguna de las dos dijo nada.
Se oyó un rugido. Y otro.
Hasta ese momento no se me había ocurrido relacionar el hallazgo con los
inquilinos del foso.
—Fueron ellos —señalé.
—Hay una reja por el medio. ¿No te has dado cuenta?
Su voz estaba representando el descuartizamiento. Con las cuerdas vocales.
—A lo mejor es que estuvo adentro, jugando al safari.
—¿Y por qué ahora está afuera? ¿Quién la sacó?
Le pedí que visualizara a los leones (algún tipo de huelga) arrojando con un
movimiento poderoso de la cabeza, estilo reyes de África, sus sobras por
encima de la reja.
Bastante alta, por cierto.
—Absurdo. Nadie puede entrar ahí. Y mucho menos los niños.
—¿Absurdo? ¿Estás segura?
No, claro que no lo estaba. Yo descubrí que ya era tarde, ya me era imposible
parar y me escuché decirle que, sin duda alguna, Alicia no entró sola: los ogros
cuidadores del foso la acompañaron para luego dejarla adentro.
33 y 1/tercio
—¿Pero a quién se le ocurre darle niñas a los leones?
Argumenté que los leones tenían que comer algo.
Se oyó un tercer rugido, más lejano, que podía provenir de casi cualquier
animal. Entonces ella, en un ejercicio de frialdad desafiante, dijo que había que
devolver la niña al lado de allá. Para que se la terminaran.
—Aquí no se puede quedar —me miró.
—Aquí no se puede quedar —repetí, tratando de leer su mirada, repitiéndome
que algo andaba definitivamente mal entre nosotros, todo intento de lectura
era de antemano un intento equivocado y aquello parecía no tener remedio.
Levanté el cuerpo por el bracito y éste se desprendió. Escuché el sobresalto de
mi supervisora y el golpe seco del cráneo contra el suelo. Simultáneamente.
Arrojé el bracito al foso sin mayores dificultades. Ahora no tenía por dónde
agarrar firme. Alcé a la niña por los muñones y de pronto la niña no pesaba,
como si estuviera vacía por dentro. Como si fuera una muñeca de plástico roto.
—Ten cuidado.
—Descuida, no te la voy a tirar arriba.
No, aquello ya no tenía remedio, créanme. Éramos dos soledades de plástico
cada vez más duro.
O sea: cada vez más mutante.
Ejecuté un par de giros impulsores, estilo lanzamiento del martillo, y solté el
cuerpo al aire.
La cabeza se desprendió, pero para entonces ya se había elevado a una altura
más o menos correcta.
Ambas piezas se estrellaron al otro lado de la reja, rodando sobre las piedras.
Los leones no se movieron.
Me di la vuelta y la miré: tensa belleza, sonrisa tensa, aplausos sin especial
energía. Era el fin. Dije:
—Bienvenida al zoológico de las maravillas.
—Yo no me llamo Alicia, corazón —y vino hasta mí despacio, como calculando
demorar el abrazo que iba a darme.


Laura llama desde Manhattan y me dice que ha visto, de lejos, a Bret Easton
Ellis. Lucía viejo, me dice. Muy viejo. Se veía cansado. Releo al psicópata de
hace unos veinte años: «La de cosas que podría hacerle a esta chica con un
martillo, las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el
hielo.» Nunca fuiste un chico malo de verdad, pienso. Siempre fuiste un
escritor.
33 y 1/tercio
Le recordé: Tenemos una conversación pendiente. No lo olvides.
Ella asintió: Pero ahora no, por favor. Más tarde. Antes de irnos.
Pasamos jaulas, quioscos, se encendieron las farolas. Los grillos.
Postes con flechas con dibujos de animales. Hechos por animales. Por todas
partes el bombardeo de información: Nombre común, Nombre científico, Lugar
de procedencia y Currículum.
Ella y yo éramos lo más parecido a una especie superior en un radio de
quinientos metros.
(Dentro de muy poco nos daríamos cuenta de que no estábamos solos.)
Ella quería ir al pabellón de las aves. Yo le dije que no soportaba más de dos o
tres minutos el zumbido de los pájaros electroacústicos.
—A esta hora deben estar dormidos.
—Dormidos también zumban, lo que menos.
—Nené, ¿por qué eres tan neurótico?
—No lo soy. No sé por qué la gente la tiene cogida con eso.
—Silencio —ordenó de pronto, en voz baja—. ¡Mira!
Sí, ya lo había visto: una figura gruesa a la que le costaba trabajo caminar
hacia nosotros.
Un borracho en el lugar equivocado, comentó ella.
Un extraterrestre en el lugar inevitable, pensé yo.
Era las dos cosas.
—Buenas noches —pronunciar no era su fuerte—. Encantado de conocerlos —
alzó una botella de agua mineral—. ¿Quieren un trago?
Ella aceptó. Se empinó la botella y yo deseé estar dentro de una de esas
burbujitas que surfeaban los pliegues de su lengua y bajaban por su esófago
hacia otras profundidades.
Los intestinos, la sangre.
Con un poco de suerte: su corazón.
—Mi nombre es Bruce. Soy del planeta Arachnoid.
Lo miré sonriendo. Usaba una especie de traje de buzo, plateado. Sin motivo
natural, de pronto perdió el equilibrio y cayó al suelo, con un ruido como el que
haría una babosa gigante al caer.
Mientras lo ayudábamos a levantarse, siguió: Vamos a invadir dentro de muy
poco. Mi misión consiste en recoger la mayor cantidad de datos que puedan
sernos útiles en la conquista y colonización de la Tierra.
—No estás en el mejor lugar para hacer tu trabajo —dije.
—¿Cuándo sería dentro de muy poco? —indagó ella.
33 y 1/tercio
Según nuestro cómputo temporal, venía siendo más o menos en el siglo XXIV.
Todo un asunto bien planeado, qué nos creíamos (puro tópico, hay que
creérselo). Por supuesto, él no era el único explorador, estamos hablando de
muchos extraterrestres encubiertos, infiltrados, caminando por ahí como si tal
cosa (lo cual no era ninguna noticia). Por el momento, a manera de ensayo,
habrá líneas de fuga fractal y pequeños terremotos (no nos explicó qué era una
«línea de fuga fractal» ni qué podía ensayarse con un terremoto). Ah, y
nosotros no imaginábamos cuánto le gustaba el sabor del líquido, le hacía sentir
en otra galaxia (de hecho, estaba en otra galaxia).
Otro picotazo a la botella de agua mineral.
Otro tambaleo que no terminó en el piso porque intervinimos.
De pronto éramos grandes compañeros de juerga o algo así.
Él preguntó por dónde se salía del zoológico.
(¿Alguna vez han preguntado ustedes por una salida?)
Yo le dije que, una vez adentro, ya no había forma de salir.
Ella, amorosa con todos, vengan del planeta que vengan, le indicó el camino
hacia una cerca o muro que de todas formas él no iba a poder saltar.
Cuando Bruce se fue, me dijo: Siglo XXIV, ¿te das cuenta? Hay tiempo de sobra
para conversaciones pendientes. Y para muchas otras cosas...
Sonrió. Sonreí. Le acaricié una mejilla iluminada por la linterna llena de la luna.
Había una linterna en el suelo. Nos besamos. Igual podíamos prescindir de ese
beso.
La linterna, dejada por Bruce al caer, estaba al lado de una zona de humedad
pegajosa, también dejada por Bruce al caer. La recogimos. Nos serviría para
iluminar las caras emplumadas de los habitantes del pabellón.
Papagayos. Gavilanes. Buitres. Rapaces con alzheimer. Cacatúas que parecían
barcos de vela naufragados. Y el chorro de luz de la linterna de pronto adquirió
una consistencia cegadora.
Los alambres metálicos retrocedieron a la nada. En la reja iluminada
circularmente se abrió un hueco circular. Apagué.
—¿Qué hiciste? —casi gritó ella.
—Nada. Mover el interruptor de esta mierda para ver si alumbraba más.
Entonces, sonando y volando a todo volumen, la jauría de pájaros
electroacústicos escapó por el hueco de la jaula.
Ella y yo los vimos separarse en el cielo, contra la luna, trazando líneas entre
las estrellas.
Ella tapándome los oídos y yo mirando el cielo, la luna y las estrellas con la
preocupación de quien ve libres, en fuga, las líneas de su propia neurosis.
33 y 1/tercio
Laura llama desde Manhattan y me dice que un terremoto local ha tirado al mar
la Estatua de la Libertad. Habla como si hubiera acabado de ocurrir al lado de
ella, como si aún tuviera el corazón húmedo de adrenalina y el vestido
salpicado de agua. Puedo contar las gotas de felicidad en su voz, como si no
tuviera otra persona con quien compartir esa afición tan suya a ver caer las
estatuas, como si por fin se hubiera decidido a salvar algo de nosotros: tal vez
nuestra afición a ver caer las estatuas, no importa de quiénes sean ni quiénes
las levanten.


Seguimos divagando:
Porque resulta que no eran sólo los lemmings, esa partida de locos raros. Otros
roedores habían sido convenientemente excluidos:
Los conejos, porque no hay que exhibir a los destinados a ser comida, carne,
proveedores de órganos para estudiantes asqueados.
Las ardillas, porque allí en los árboles, bien controladitas, cumplían mejor su
función de distraer a los niños y a las niñas, algunos de ellos también
asqueados.
Y sobre todo, las ratas, por el delito mayor de ser ratas, esos bichos periféricos
y fuera de control, casi tan resistentes como las cucarachas.
Ah no, claro, ningún insecto. Nada de insectos. Y mucho menos las cucarachas.
¿No era ese lugar una violencia? ¿Un intento de mostrar la fauna que no es?
—No le des más vueltas, mi amor —me interrumpió ella—. Eso ya no es el
zoológico, es todo. En todas partes es lo mismo.
—Ese es el problema. No puede ser lo mismo en todas partes.
Etcétera. Agotada su lista de cosas interesantes que había que ver allí dentro,
nos quedaban esos pasatiempos en voz alta.
Interpretar en la oscuridad.
Caminar en la oscuridad.
Demorar el otro diálogo, el que podía ser el último.
Entonces apareció otro alguien delante de nosotros: una silueta inmóvil se
recortó bajo la luz mal combinada de un farol y la luna.
Al acercarnos, vimos lo que podía interpretarse como una mujer.
Con voz profunda, sin disimulo masculina:
—Buenas noches. ¿Paseando? ¿Una nochecita romántica?
—Ah, sí —le dije—, muy romántica —conteniendo las ganas de explorarle la
cara con la linterna (supuse que bastaría el dedo mal puesto para pulverizarle
las facciones) y volviendo la vista a mi compañera de paseo.
Ella le sonrió a ella. O a él, porque de mujer-mujer sólo tenía algo de maquillaje
y la ropa: un vestido elegante, largo y sin mangas.
33 y 1/tercio
Un cuaderno en el brazo de vellos y músculos bien dibujados. Un lápiz entre los
dedos de uñas bien pintadas. Nos dijo que era dibujante. Y pintora. Su nombre
era Sandra. Mucho gusto.
—Ahora mismo iba a tomar unos bocetos de los monos —explicó, y los monos
se pegaron a sus barrotes para vernos mejor, hacer mejores bocetos de
nosotros.
—Qué fácil perderse a estas horas por aquí, ¿verdad? —dijo cuando ya todo
indicaba que iniciaríamos una larga conversación con un ser terrícola.
—Me gustaría dibujarte —confesó después (y por supuesto que no se refería a
mí), al final de esa larga conversación donde supimos de sus viajes por el
planeta Tierra: Sandra hablando de países y lugares, Europa, Asia, aguas y
desiertos, y ella confrontando su lista de cosas interesantes que había que ver
allá-afuera, quiero decir, mucho más afuera del zoológico aunque en todas
partes sea lo mismo.
Al final de una conversación que bordeó el coqueteo: Sandra recorriendo con
miradas furtivas cada curva de ella, hasta las curvas menos peligrosas, al
tiempo que disfrazaba palabras de elogio a su belleza, muy merecidas por
cierto, y yo escuchando y observando de lo más callado y divertido. No tenía la
menor idea de cómo reaccionar.
—¿Dibujarme? ¿Ahora?
—Sí. Pero desnuda.
Ella se pusa seria. Yo me puse serio.
Sandra también se puso serio. Dijo:
—Soy una artista profesional. ¿No se nota?
Ella me miró. Él me miró. Yo las miré a las dos.
No dije nada porque comprendí que esperaban que yo dijera algo.
Me limité a reponer la sonrisa. A sostener la ropa que ella me daba a medida
que se la iba quitando.
La blusa, los jeans, etcétera y etcétera. Todo.
Sandra sugirió una postura y empezó a dibujar. Muy rápido.
Los monos empezaron a masturbarse. Un poco más lentos.
El lápiz de Sandra pasó de la velocidad a la violencia. Las páginas del cuaderno
pasaron a llenarse a un ritmo increíble.
(El ritmo impuesto por una desnudez increíble.)
Otra página. Y otra. Y otra más. ¿Con qué demonios las estaba llenando
Sandra? ¿Cuántos miles de desnudos se proponía hacer?
Distintas variaciones en la postura de la modelo.
Perfecta blanquísima la piel en la luna.
Hacia el final de la sesión ya casi todos los monos habían eyaculado.
33 y 1/tercio
Sandra botó el mocho de lápiz. Vino hasta mí y me dio el cuaderno y me miró
filosóficamente.
—Yo también fui deleuziano —dijo.
(¿Ustedes me pueden explicar qué significa eso?)
—Deleuziana —le rectifiqué de todas formas.
—Da igual como lo digas —sonrió—. No vas a cambiar nada.
Unos minutos después estábamos sentados. Sandra ya se había ido. Yo
hojeaba el cuaderno. Ella, recién vestida y al parecer molesta, le tiraba cosas a
los monos (los monos también le tiraban cosas a ella). Los dibujos de Sandra,
mala sorpresa, no eran desnudos a lápiz sino viñetas de cómic: una historieta
furiosa que ocupaba casi todas las páginas en blanco.
Ella preguntó:
—¿Qué harías tú si yo me fuera?
—¿Si te fueras adónde?
—No sé. Lejos. A Nueva York. Siempre he querido ir a Nueva York.
—Me entero ahora.
—Dime, ¿Qué harías?
—Nada —le dije—. No haría absolutamente nada.


Laura llama desde Manhattan y me dice que en una boutique de la Torre Eiffel
subastaron las cenizas de Paris Hilton. Que por alguna razón la Muralla China
ya no está en China (y tú sabes bien dónde está, me dice). Que en cierta aldea
escondida del Himalaya habló de Literatura Y con el Yeti. Que las cataratas del
Niágara son mucho ruido y poca agua, lo más lindo son los suicidas plateados
en traje de buzo. Que ha tenido sexo de casi todos los colores en casi todos los
hoteles de Venecia. Que dentro de una de las pirámides de Egipto perdió la
linterna del extraterrestre y un rato después, al salir, se dio cuenta de que
estaba llorando.


—¿Te excitaste allí, mientras él me dibujaba?
Llegó un momento en que estábamos, literalmente, perdidos.
Perdidos en el zoológico, quiero decir.
O a causa del zoológico.
—¿Todavía te excita verme desnuda?
Ella conocía las respuestas (No a la primera y doble Sí a la segunda: vestida
también), de modo que no hice caso a las preguntas. Dejé que me acariciara
una dudosa erección.
33 y 1/tercio
Aparentemente, el cómic trataba sobre nosotros. Al principio se movía en la
cuerda erótica soft pero después comenzaban a entrar y salir dibujitos
extraños, monstruos de marca mutante, caracteres y personajes ilegibles. El
guión se enroscaba frenético. Ella había opinado que era algo así como una
«historieta del absurdo fractal en clave ciencia-ficción y terror pulp». Dios mío.
Pero qué va: escapaba de todo eso.
Escapaba, creo, hasta de sí mismo.
Y por supuesto, no había ningún final.
Ahora nos besábamos. Habíamos dejado de caminar y nos besábamos casi con
rabia.
Le toqué los senos bajo la blusa, metí las dos manos y le acaricié las nalgas y el
sexo bajo el blúmer.
Ella hizo cosas parecidas conmigo. Siempre ganaba.
Era muy hábil, muy precisa. Antes de darme cuenta ya correteaban por delante
de mis ojos los especímenes de la peor fauna lasciva. Cada vez más rápido.
Atropellándose.
Sus manos contuvieron el chorrazo de semen.
—Dame el pañuelo —pidió.
Se lo di. Se limpió. Luego dijo:
—Me vas a hacer un último favor, ¿verdad? —y enganchó un gesto a la cerca
más próxima, tras la cual dormitaban dos canguros: uno grande y uno
pequeño. Madre e hijo, supuse.
Lo que no supuse fue lo que ella tenía en mente. Me lo hizo saber.
—¿Estás loca? —dije—. Yo no me voy a robar ningún marsupial. Ni siquiera
sabía que estaban aquí... A propósito, ¿dónde coño estamos?
Aquello se me pareció de repente a un cuento de pésima antología de jóvenes
caníbales italianos. Ya no tan jóvenes y nunca tan caníbales.
—Oye, yo acabo de tener un detalle contigo. ¿Qué te cuesta traerme el
cangurito?
—¿Pero qué razonamiento es ese? —exploté—. Me haces un paja y tengo que
traerte un canguro. ¿Si lo hubiéramos hecho que te tengo que traer? ¿El
mamut?
—Nunca lo hubiéramos hecho —se puso seria—. No aquí dentro. Y tú lo sabes.
Nos miramos largamente. De pronto no estuve seguro del significado de ese
aquí-dentro, su verdadero alcance. De pronto no estuve seguro de ningún
significado. Entonces, ¿para qué seguir? ¿Y por qué no seguir?
Le di la espalda y me encaminé hacia la jaula.
Trabé las manos en la reja. Subí. Nada más fácil.
Ella repetía: Ten cuidado, Ten cuidado, Ten cuidado.
33 y 1/tercio
Yo pensé: No importa. Estoy acostumbrado a caerme. Y tú lo sabes.
Caí adentro de un salto. Mamá canguro no se dio por enterada.
El cangurito dormía a unos pasos de la bolsa de mamá. Alrededor todo era piel
amarilla de hierba muerta, con pústulas de tierra. Me acerqué con estilo.
El cangurito no protestó, no abrió los ojos. Ni falta que hacía. Ya yo lo estaba
cargando y me retiraba a pasos inaudibles.
Ella me animaba desde afuera con gestos también inaudibles.
Ella, de pronto, dio una altísima voz de alarma. Paralizado, me volví para ver
cómo la canguro terminaba de despertarse.
Era grande. Muy grande. Me miró sin el menor asomo de comprensión o
simpatía. Demasiado instinto maternal a la vista.
—Buenas noches —le dije, pensando que no valía la pena correr: un salto suyo
cubriría cualquier distancia.
—CORRE CORRE —me gritaban desde el otro lado, y ni siquiera me pasó por la
cabeza negociar el cangurito: sin dejar de mirar a su madre, inicié una lenta
marcha atrás.
Error al cuadrado.
Esquivé el ataque rodando por el suelo.
La bestiecilla peluda se escurrió de mis brazos.
—SAL DE AHÍ.
Qué fácil se dice. Me levanté vestido de polvo y sin tiempo para pensar. La
canguro volvió a embestirme. Me libré con un modesto saltico hacia un lado.
Corrí.
Alcancé la cerca.
Ella golpeaba la cerca y mis dedos.
—SUBE SUBE SUBE.
Sí, comenzar a trepar. Pero había un detalle: antes de que pasara un segundo
mi espalda indefensa iba a recibir un buen trastazo, quizás un mordisco. Me di
la vuelta.
Esquivé de nuevo. Cuando la canguro pateó la cerca, mi espectadora soltó un
grito que debió haberse oído en otro planeta.
En Arachnoid, probablemente.
El cangurito asomó la cabeza. El hecho de que ya se hubiera metido en la bolsa
no suponía el fin de las hostilidades.
—NO TE QUEDES PARADO.
En algún momento pensé, casi indiferente, que aquella basura podía volverse
eterna.
33 y 1/tercio
Saltar hacia aquí o hacia allá. Frecuentar el suelo. Escurrirme. Recibir coletazos.
Correr. Correr en vano.
—TRATA DE SUBIR AHORA.
Pensé que no conocía ni había conocido nunca a esa mujer que gritaba y corría
(también en vano) del otro lado de la reja. Pensé que los canguros son como
jerbos gigantes. Que los jerbos eran otros roedores excluidos. Que un amigo
dijo una vez que los jerbos son rizomas. Y que nunca me interesó saber qué
carajo eran los rizomas. ¿A alguien le interesa?
(¿Ustedes se consideran una especie superior?)
Aquí la especie superior soy yo, me dije, esto se tiene que acabar, y en ese
momento vi a la infatigable canguro detenida, estirando las patas delanteras,
poniéndose un par de guantes de boxeo color rojo chillón. Muchos años de
dibujos animados detrás de ese gesto.
Volvió a saltarme arriba. Recogí del suelo un puñado de tierra y se lo lancé a
los ojos. Luego, me lancé a escalar la reja. Dio resultado.
El cangurito gritándome insultos en un inglés de bolsa mientras la madre
dejaba sus ojos en los guantes de tanto frotar.
Afuera me recibieron los ojos de ella.
Sus ojos cargados. Quizás de angustia.
Quizás de sueño.


Laura llama desde Manhattan y me dice que ha despertado con ganas de
verme. Yo le digo que es probable que no haya despertado todavía. Después
soy yo el que despierto.
Desayuno imágenes, fragmentos encontrados. Laura en pedazos mordidos y
dispersos, la huella de mis dientes, Laura collage, Laura lejos.
Laura fantasma entre rascacielos.
Me enjuago la cara y el sueño y trato de mirarme en el espejo pero el espejo
está defectuoso. Froto el cristal. Nada. Sigue empañado. Vuelvo a frotar y de
pronto descubro que en realidad no tengo ganas de verla, y me digo: No, tú no
tienes ganas de verla a ella.
(Ha pasado tiempo.)
Tú tienes ganas de verte en ella.


Empecé a hablar:
Empecé a hablar del fin:
Empecé (ya era hora) a ponerle fin a esta historia:
—Pero por favor, obviemos las últimas viñetas, no es porque algo acaba de
suceder en esa jaula, no tiene nada que ver con esto, mira —le enseñé
33 y 1/tercio
moretones, sucios arañazos, la sangre de mis manos—. Es un asunto viejo y lo
sabes. Ya no tiene remedio y lo sabes.
Ella asintió:
—Tampoco hay que estar buscándole remedio a todo. Es ridículo.
—Bueno —respiré—, pues ya va siendo hora de salir de aquí, ¿no te parece?
—Me voy a ir yo sola. Pero antes quiero que me digas...
Puntos suspensivos: quería que le dijera lo que pensaba escribir. Quería saber
si yo iba a escribir sobre ella. Si alguna vez había pensado escribir algo sobre
ella. Qué cosas había pensado y cuándo y hasta dónde sería yo capaz de llegar.
Todos los borradores pasados en limpio dentro de mi cabeza.
O sea: lo único que yo no podía regalarle.
Ni siquiera como souvenir, estatuillas de mi libertad.
Y sin embargo lo hice. De pronto me sorprendí diciéndoselo todo y de pronto
descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y seguí fabulando
suicidamente, como hasta hoy, esperando que ella no entendiera nada.
(¿Ustedes han entendido algo?)
Ahora, como es lógico, viene la parte en que ella se enfurece y me cae a
golpes.
Primero una galleta. Durísima, mas pura introducción. Quedé dócilmente a la
espera de lo demás, pensando en todas las cosas que podría hacerle a una
chica con un martillo...
Las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.
Un piñazo boca nariz. Otro (sin guantes) directo al ojo. Un tercero al abdomen.
Me doblé. Terminé de caer al suelo tras la infaltable y muy precisa patadita en
la entrepierna. Un poco más de pateadura (espalda, costillas) y se agachó para
agarrarme la cabeza por el pelo, buscando mi rostro.
—Eres un insoportable morboso hijo de puta —me susurró al oído.
O una combinación similar. Yo hubiera aprobado cualquier orden de adjetivos.
Me levanté. Sangre nuevecita, ahora en los labios, ahora sí estaba hecho todo
un nervio de dolor, sin adrenalina.
La vi alejarse. Salí tras ella.
Me zumbaban los tímpanos.
Unos pájaros electroacústicos sacudieron unas ramas.
Ella casi corría. Yo casi no podía correr.
Pasamos quioscos, postes con flechas, nombre comunes y científicos. A esas
alturas ya daba igual. A estas alturas ya da igual si de pronto les digo, por
ejemplo, que el zoológico había mutado y la persecución se desarrollaba en un
gigantesco espacio de roedores, sin más jerarquías, sin una sola jaula.
La llamé varias veces.
33 y 1/tercio
La misma cantidad de veces ella me gritó que me fuera al carajo.
Yo me pregunté adónde carajo iba ella.
Recordé: Me voy a ir yo sola.
Recordé: ¿Qué harías tú si yo me fuera?
Nos separaban ya pocos metros cuando llegamos al foso de los leones.
Amanecía.
Los pájaros electroacústicos llegaron detrás de nosotros. Detrás de mí.
Ella se detuvo. Yo pensé: Sí, hazlo. Es fácil. Tan fácil como saltar una cerca.
Permanecí en silencio mientras ella dudaba. El cuerpo de Alicia en tres
unidades, bracito y cabeza y banquete de moscas, estaba afuera de nuevo.
Finalmente, lo hizo. No la vi saltar. De pronto dejó de estar en un lado para
estar en el otro, así de simple, como si la reja se hubiera desplazado a través
de su cuerpo. Aunque igual pudo haber saltado a una velocidad increíble, no lo
sé. En ese momento no me importó no saberlo.
Repito: a esas alturas ya daba igual cualquier cosa.
Me acerqué. Ella se dio la vuelta y me miró y nos miramos como quizás había
sido siempre: con una reja por el medio.
O quizás no.
No hubo diálogo último.
O quizás, de alguna forma, sí lo hubo:
Me fabriqué este que termina más o menos así:
—Si los leones siguen en huelga, ¿recogerías mi cadáver?
—Hasta el último pedazo.
(Demasiado a lo greatests hits.)
Demasiado instinto de conservación a la vista, pensé. ¿Lo hará?
Tres o cuatro o cinco comenzaban a acercarse, estilo coto de caza. Yo deseé
ser el último de la manada, el imperceptible, el de las sobras, el que llegaría
para encontrar solamente las hilachas o algún órgano.
Los nervios, el sexo.
Con un poco de suerte: su corazón.
Cuando ella me dio la espalda y comenzó a descender, internándose en el foso
con tanta energía que los leones, maravillados, se detuvieron a esperarla, a mí
sólo me quedó cerrar los ojos y frotarme las manos y quizás aplaudir.
Lo hará, pensé.
Yo sé que lo hará.
Tengo confianza en esta mujer.
33 y 1/tercio

Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente.
Yo siento el impulso definitivo de colgar.
Pero no cuelgo.




      replay
33 y 1/tercio
                               raúl flores iriarte
                                  (habana, 1977)


                  luz de mi vida, fuego de mis entrañas

Lolita leía Lolita aproximadamente al mismo tiempo que yo decidí irme al
infierno.
Ella no me hizo caso. Ella nunca me hace caso. Pasaba las páginas una a una
como dulces de limón y no despegó la mirada del libro cuando decidí irme.
¿Alguna vez te has leído esta mierda?, me preguntó ella, Está muy buena.
Yo cerré la puerta. Atrás quedó Lolita con Lolita en el regazo, página tras
página, dulces de limón. Nabokov para las masas y Cranberries desde la cd
player wake up and smell the coffee, pero no era café, sino puerta gris plástico
para el pensamiento y carmelita para la ilusión. Como un baño público, o algo
así. Créeme, de veras créeme cuando te digo que te quiero.
Ella después tiró toda la ropa por la ventana. Era un quinto piso y no supe que
hacer. La vida atrás. Un cigarro, polvo en la nariz y la censura no me romperá
la boca por fallarle a las buenas costumbres. El caso es que mis ropas volaron
ese día con pretensiones fallidas de palomas.
Yo las vi caer y después me fui al infierno.
Estas no son horas de venir, me dijo el encargado, ¿No podías haber escogido
una hora mejor? Saludable, rojo, como corresponde, tras el buró con aire
ausente, Ven mañana, Mañana será un buen día. Todos los días son buenos, le
dije yo. y él asintió, Sí, todos los días, pero ya no es día, sino noche, y yo miré
el reloj y vi que era verdad, era noche, noche cerrada, nunca aclara la cosa
para los perdedores a muerte.
Fui al parque, pero ya no habían cigarros, mucho menos polvo, y fui hasta el
drugstore, que ya no era tal, sino bodega barata o cafetería estatal,
dependiendo de cuan mal puedas sentirte, y yo me sentía mal, realmente mal,
¿Hay cigarros?, y dijo el tipo Sí, y yo por poco le doy un beso, no se lo di por la
cuestión homofóbica, y porque eran treinta centavos, capital no disponible para
mi en ese momento, No tengo dinero, le dije al tipo aquel, y él me regaló dos
cigarros sin costo alguno.
Volví al banco del parque y se me acercó Pam. Pam fue hombre alguna vez en
su vida. Ahora se dedica a dar el culo en sus noches libres. y puedo asegurar
que Pam tiene muchas noches libres. El punto es que ya no es hombre, tiene
tetas más grandes que Pamela Anderson y eso ya es mucho decir. Por eso le
dicen Pam.
Diminutivo de Pamela.
Le conté sobre Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, dijo él / ella. ¿Que
coño es eso?, le dije. Pam llevaba una botella de ron siete años y ya no tuve
más preguntas. Dormí en el banco, con algo de alcohol en las venas, hasta que
vino la policía a despertarme.
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33yuntercio no 1

  • 2. 33 y 1/tercio Equipo de redacción: 33 y 1/tercio Portada: composición de Raúl Flores Iriarte sobre fotografías de Robert Freeman y Yamel Santana Valdés-Hernández Diseño de portada: Damián Flores Iriarte Fotografía interior: Elena V. Molina Agradecimientos Ya Saben: Duanee Suárez, Yoansis Pérez, Yunior Figueredo, Ihoeldis Rodríguez, Yumey López, John, Paul, George, Ringo Orlando Luis Pardo, Elena V. Molina, Ahmel Echevarría, Lizabel Mónica, JAAD, Raúl Aguiar, Kmilo Valdés Fortes, Michel Encinosa, Adriana Zamora La publicación no se hace responsable de las opiniones expresadas por los autores. Los autores no nos hacemos responsables de las opiniones de la publicación. Los responsables de los autores no expresarán opiniones en público. Las opiniones que usted se haga no son responsabilidad de los autores y menos si las expresa públicamente. Si deseas contactar, dar opiniones, donar prosa, poesía, artículos, ensayos, (sin compromisos de publicación) escribe a 33y1tercio@gmail.com
  • 3. 33 y 1/tercio «La censura no autorizará su novela y no podrá publicarla en ningún sitio. No la admitirán ni en Amanecer ni en Aurora. –Ya lo sé –repliqué en tono firme. –Y sin embargo, me la llevo –prosiguió Rudolfi severamente (mi corazón dio un vuelco)–, le pagaré tanto (indicó una cifra misérrima) por pliego de imprenta. Mañana lo pasarán todo a limpio. –Son cuatrocientas páginas –exclamé. –Lo dividiré en partes –dijo Rudolfi con voz de hierro–, y doce mecanografas de la oficina tendrán listas las copias mañana por la tarde. Dejé de protestar y decidí someterme a la voluntad de Rudolfi. –Las copias serán por su cuenta –siguió él, limitándome por mi parte a asentir con un movimiento de la cabeza, como un muñeco–; y otra cosa: tendré que tachar tres palabras: están en la página primera, setentaiuna y trescientas dos. Miré los cuadernos y vi que la primera palabra era “apocalipsis”, la segunda “arcángeles”, y la tercera “diablo”. Las taché dócilmente: cierto, tuve deseos de decir que se trataba de una ingenuidad, pero miré a Rudolfi y guardé silencio. –Luego –añadió Rudolfi– vendrá usted conmigo a la Censura. Y le ruego muy encarecidamente que mientras estemos allí, se abstenga de pronunciar ni una sola palabra. Acabé por ofenderme. –Si usted considera que soy capaz de decir algo … –empecé a balbucear en un tono digno– puedo quedarme en casa. Rudolfi no prestó atención alguna a ese intento mío de irritarme y prosiguió: –No, usted no puede quedarse en casa, sino que vendrá conmigo. –¿Y que haré allí? –Se quedará sentado en la silla –ordenó Rudolfi– y a todo cuanto le digan contestará con una sonrisa amable.« Mijaíl Bulgakov Novela teatral
  • 4. 33 y 1/tercio boulevard (a la green day) play todo es verde (david foster wallace ¿hay alguien allá afuera? (francisco ortega expediente polaroid 4cuentos (adriana zamora 2cuentos (jorge enrique lage 3cuentos (raúl flores iriarte nuevos cronistas del planeta de los simios (juan trejo álvarez poetry / poesía (bob dylan expediente king 2textos (stephen king poesía (lizabel mónica new american cookbook: el aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales (rodrigo fresán nunca llores delante del carpintero (ray loriga stop
  • 5. 33 y 1/tercio play la mirada del cómplice, canciones puestas una y otra vez en la radio, los discos hi-fidelity de mamá como cuando nos sentábamos de espaldas al sol, ojos en la luna para ver en el fantasma de un L.P. girando en el plato de un tocadiscos: la respuesta a todas nuestras inquietudes. esa placa de acetato girando a 33 revoluciones y 1 tercio nos llevaba a otra dimensión Tommy, Abbey Road, Sounds of silence, Al final de este viaje, Blonde on blonde, Diamond dogs, Mediterráneo, Dark side of the moon. dABA IGUAL 33 y 1/tercio no quiere ser una revista más 33 y 1/tercio no quiere ser una revista (¿pasar revista? ¿revisionista?) simplemente trata de escapar de líneas (no por grande el concepto se amplían los horizontes) 33 y 1/tercio quiere ser una revista menos ¿equidistancia? ¿eclecticismo? NO ... ¿o sí? las palabras se transforman en jpgs, en tiffs, en mp3s,
  • 6. 33 y 1/tercio adquieren alguna proximidad con el videoclip con el tiempo de 3 minutos de una canción en la radio Fiction is things happening not things described: dynamic, not static. Use your imagination or someone will use it for you. (R. Sukenick) ayer alexandra vio una vista nocturna de este pequeño planeta. japón era una mancha alegre y superpoblada de luz eléctrica, cuba no se divisaba (como siempre, estábamos completamente a OsCuRaS) literatura pop lit, thrash writing, paperback writers, splatterlight fiction casitas de plástico reciclado entre todos los rascacielos percepción atomizada de multiverso cultural atomizado ampliar las fronteras que una vez fueron impuestas borrarlas «Entiendo», dice alexandra, «pero exactamente, ¿que intentas hacer?» Me encojo de hombros. «Algo», le digo, «no lo tengo muy claro todavía» «Mejor acláralo», dice ella, «y después me dices» Una oso panda queda embarazada tras mirar videos de sexo en China. (CNN) See how they fly like Lucy in the sky See how they run I´m crying I´m cryi-i-i-i-ii-i-i-i-i-ing I´m crying?
  • 7. 33 y 1/tercio replay david foster wallace (new york, 1962. autor de the broom of the system y infinite jest. el presente cuento está tomado de la niña del pelo raro, mondadori, 2000) todo es verde Ella dice me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que quieras. Por tanto, está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado. Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mi, tiene un aspecto perverso con el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien que decir. Le digo Mayfly, no sé muy bien que hacer ni que decir y ya no me creo nada de ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea un sitio agradable. Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas, platos sucios, una esponja, y cosas de esas. Le digo Mayfly, mi corazón la ha pasado mal por ti, pero ya tengo cuarentiocho años. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mi tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes demasiadas necesidades que te las tapan. Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos y se sienta encima de las piernas. Le digo no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver. Esa ya no es la cuestión. Sé que soy mayor y tú no. Pero ahora me siento como si yo te lo diera todo y tú ya no me dieras nada. Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir afuera a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada junto a mi sofá de jardín.
  • 8. 33 y 1/tercio Todo es verde dice ella. Mira que verde es todo Mitch. Como puedes decir que sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde. La ventana que hay junto a mi cocina se ha limpiado gracias a las lluvias torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros no es verde, ni tampoco mi camión, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos niños. Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no es para mí. Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de jardín. Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mi que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y ella es mi mañana. Digo su nombre.
  • 10. 33 y 1/tercio francisco ortega (es chileno y pone en su blog, fortegaverso.blogspot.com: Soy periodista y me he pasado la vida escribiendo, incluso de minas ricas. Soy un basurero ambulante de cultura pop.) ¿hay alguien allá afuera? La pregunta que usamos de título la cantó el grupo Pink Floyd en 1979 en la segunda parte de su emblemático disco "The Wall". Y por más guitarras y orquestaciones que incluyó la banda, su bajista y letrista Roger Waters fue incapaz de responderla. "Is there Anybody Out There?", la frase es lo único que reza el tema homónimo. Sólo una pregunta. Nada más. Sin contestación. Y se entiende que no la haya. Es cosa de pensar un segundo en la pregunta, sus rítmicas cuatro palabras (seis en inglés) suenan grandes, difíciles de aterrizar, más complicadas aún de aplicar. Por lo mismo funciona tan bien al momento de introducirnos en la búsqueda de las nuevas voces de la narrativa mundial. ¿Hay alguien allá afuera? Lo más probable es que en la superficie la respuesta sea afirmativa y que de hecho abunden los "nuevos nombres". Lo complicado pasa por lo que viene de inmediato. Si tenemos claro que hay "alguienes", ¿qué demonios están haciendo (o mejor dicho escribiendo) esos "alguienes"? Hombres Post-X Otra interrogante: ¿Qué sucedió después de la Generación X? En la segunda mitad de la década final del siglo veinte prácticamente todas las revistas literarias del planeta trataron de contestarla. Cada escritor nuevo que aparecía, bendecido por medios tan influyentes como "The New Yorker" o la poderosa venia de Santa Amazon.com era levantado al sitial de la nueva esperanza blanca de la novelística. Pero lo cierto es que ningún autor joven post 1995 logró el impacto medial - que no es lo mismo que artístico- de sus antecesores de la era yuppie, de la época de la X. A estas alturas resulta obvio que la Generación X tuvo más de fenómeno comercial y sociológico que de literario, pero no puede negarse que algo potente nadaba bajo la superficie. Una serie de motivos y temas que unió a gentes tan diversa (y dispersa) como Bret Easton Ellis, Douglas Coupland y Jay McInnerney. Sus novelas estuvieron lejos de marcar un precedente artístico pero vaya que supieron ser polaroids de su momento. Sobre críticas y gustos, un libro como American Psycho (Ediciones B, 1991) -por un lado- y un disco como "Nevermind" de Nirvana - por el otro- existen como absolutos marcos de una época, retratos lucidísimos de las formas de fines del siglo pasado. ¿Qué pasó después? Muerta la X, un nuevo movimiento de narradores americanos asaltó la posta del relevo. Gente como Michael Chabon, Chuck Palahniuk y Jonathan Frazer entre otros, surgieron como las nuevas glorias de la narrativa
  • 11. 33 y 1/tercio "joven" americana. La calidad de éstos es indiscutible, pero carecen de aquello que unió a los autores de la Generación X e hizo de ellos precisamente eso, una generación: la obsesión común de redactar su presente, algo que hasta los más furibundos opositores al movimiento deben reconocerle. No deja de ser significativo que uno de los mejores retratos de la presente primera década del siglo veintiuno se daba justamente a un jubilado de la X. Hey Nostradamus (Bloombury USA, 2003), la última novela de Douglas Coupland, narrada por fantasmas adolescentes inspirados en la matanza de Columbine, consigue un fresco de la América media más transparente y real que cualquier vuelo intelectual y post todo de un David Foster Wallace o un Jeffrey Eugenides. Nuevas voces, demasiados mundos Fuera de Norteamérica el dilema del relevo también ha sabido contestarse con puntos suspensivos. Es verdad que tras los pasos de los Ray Lorigas y las Lucías Etxeberrías se han presentado nombres - como el potente Nicolás Casariego- que han alimentado con savia nueva a la narrativa contemporánea española, pero al igual que con los novísimos gringos no puede hablarse de ellos como un movimiento de relevo y mucho menos de una generación. Las motivaciones son demasiado individuales y salvo el haber nacido después (y alrededor) de 1970, no hay algo realmente común entre ellos. Distinto es el caso de los italianos, donde la llamada generación caníbal, integrada por autores como Niccolo Ammanitti (La última Nochevieja de la humanidad. Mondadori, 1997) supo aglutinar a una comunidad de autores novatos impulsados por una escritura rápida, a lo fast food, llena de referencias a la animación japonesa, nuevas drogas, la estética del cómic, del gore y del splatter. El leit motiv del canibalismo fue tan concreto en sus temas como metafórico en lo estilístico. Similar es el caso de los no-muertos británicos, llamados así por la rutilante pero influyente revista "The Face" a partir del guión de Alex Garland (La Playa. Ediciones B, 1999) para la película "28 días después: Exterminio". Estos, junto a sus colegas caníbales italianos, son de los pocos movimientos de nuevos escritores de principios de siglo con una real temática en común. O lo que es lo mismo un verdadero concepto de generación a sus espaldas. Los que están allá afuera Tienen menos de treinta años, algunos incluso bajan de los veinte. No aparecen aglutinados en obsesiones comunes, ni cabe hablar de ellos como una generación hecha y derecha. Algunos escriben desde el corazón más interno de las cosas, otros desde los mundos más alejados. Adeudan lo justo de sus predecesores, están conscientes de sus estímulos externos, de la velocidad de sus cosas y les sobran las ganas de hacer (escribir) cosas. Y sobre todo de decirlas con fuerza. Más que libros, estos nombres redactan las pautas hacia donde se moverá la literatura en las próximas décadas.
  • 12. 33 y 1/tercio Nacido en 1985, Nick McDonell es quien encabeza - al menos desde la mirada más rápida- al batallón norteamericano. Su novela Twelve (Anagrama, 2003) dibuja el retrato rudo de la Norteamérica adolescente más luminosa y superficial. Divagaciones internas, vicios, sexo rápido, vida fotografiada como en el cine y nuevos tipos de droga, como la que da nombre a su novela, nadan a estilo libre en sus párrafos. La receta lo construye como un narrador que si bien no cuenta nada muy nuevo es propietario de una envidiable lucidez. Cada capítulo suyo es una instantánea de la vida adolescente gringa bien-gringa post matanza de Columbine, post 11 de septiembre de 2001. Con 19 años recién cumplidos, Christopher Paolini está en una orilla muy distinta a la de su previo colega. Obsesionado con los videojuegos y los mundos de Tolkien, este casi púber autor se embarcó en la ambiciosa tarea de crear una trilogía de fantasía heroica, con códigos ultra modernos. En su prosa hay magos y hechizos, pero también Playstation y Messenger. Original en su propuesta, su Inheritance Trilogy se inició el año pasado con Eragon (Knopf, 2003), protagonizada por un skater adicto a Internet que posee el poder de controlar un dragón. Nacido en 1977, Jonathan Safran Foer, autor de Todo está iluminado (Lumen, 2002) va por un realismo mágico-no mágico gringo. Fan de García Márquez, Safran Foer ha declarado que su manía literaria apunta a huir de los excesos de la narrativa urbana en pos de la humildad que puede hallarse en el lado más íntimo y rural de Norteamérica, ese de los suburbios y los campos. Lo suyo no son ni las marcas, ni la velocidad, sino las personas. Destaca el sentido del humor de este escritor, detalle no menor que le perdona muchas de sus falencias técnicas. Ya alejada de las pautas de la primera novela y las historias de iniciación, la neoyorquina Cecily Von Ziegesar (1979) apunta sus dardos a todas las formas de amor y de amistad que pueden experimentar las chicas de clase alta, alumnas de colegios y universidades privadas de la costa oeste. Definida como la Candace Bushnell (Sex and the City) de la era del Messenger, tras su debut con la cínica You Know You Love Me: Gossip Girl 1 (Little Brown & Company, 2001), esta señorita de anteojos y mirada de mala, camina cosechando mejores ventas y críticas con la segunda -Gossip Girl 2 (Little Brown & Company, 2002)- y tercera parte -All I Want is Everything: Gossip Girl 3 (Little Brown & Company, 2003)- de la que ella misma ha llamado "gran saga superficial". Amante de la interactividad, la autora administra en forma paralela el sitio www.gossip- girl.com donde invita a sus lectoras a aportar con ideas e historias para las futuras entregas de esta epopeya de tacos altos y conciertos de Britney Spears. Siguiendo lo libreteado en su celebrado debut, 10th Grade (Random House, 2003), Joe Weisberg (1979) debería estar en una línea similar a la de Nick McDonell. Comparte con el autor de Twelve el deseo de retratar las formas del adolescente medio en los Estados Unidos de la era Bush hijo. Su historia es frívola, estructurada a modo de serie de televisión, sin personajes principales, construido el todo como un gran y desordenado coro al interior de un colegio de clase media de Chicago. Telón que según su autor le sirve de vehículo perfecto para camuflar una sátira política bastante inteligente. Lo de Weisberg
  • 13. 33 y 1/tercio puede apuntarse como un neominimalismo, mezclado con las formas de una serie adolescente del canal Warner a lo "The OC". A sus 33 años Colson Whitehead es uno de los veteranos del grupo. Su aclamado debut The Intuitionist (Anchor, 2000) lo levantó como el alumno más aventajado de su clase. Su reconstrucción del género detectivesco a medio camino entre un cuento de Borges y una película de Woody Allen le ha valido ser comparado con el Paul Auster de Trilogía de Nueva York. Nombrado continuamente entre los mejores autores nuevos, a fines de marzo presentó The Colossus of New York: A City in 13 Parts (Doubleday, 2003), monumental novela río sobre un Manhattan construido a trazos de pura cultura pop. Por su edad, Jonathan Lethem (1964) bien podría ser el padre o el tío de Nick McDonell o Christopher Paolini. Su última novela, Fortress of Solitute (Doubleday, 2003) -que coge su nombre de la mítica fortaleza en el Polo Norte de Superman- sigue las miradas de dos amigos de Brooklyn a través de los últimos 30 años. Las coordenadas de su ruta pasan por la irrupción del punk, del hip hop, de la televisión por cable y la eterna pasión por los cómics de superhéroes. El más prolífico -ha publicado 11 libros desde 1998- de los autodenominados no-muertos ingleses, Steve Aylett (1967) se presenta como una de las apuestas literarias más novedosas venidas de las islas británicas tras Irvine Welsh (Trainspotting. Anagrama, 1996). Agrupado junto a su socio Jeff Noon ( La aguja en el surco. Mondadori, 2003) en la misión de escribir según la técnica que usa un DJ para armar su set, los libros de Aylett -como Automatanza (Mondadori, 1999)- son para bailarlos. Lo suyo no son palabras, sino beat escritos, con todo lo bueno y malo que ello acarrea. Es probable que la literatura de Aylett no envejezca bien. Es tan de aquí, tan de ahora que se hace complejo visualizar cómo será leída en una década más, pero esa misma falencia es su mayor encanto. Con gente como Alex de la Iglesia y Santiago Segura en el cine y Carlos Pacheco en los cómics, España se las ha ingeniado para destacar fuerte al interior de las fronteras de la llamada cultura freak. La televisión, el saber basura y las historietas tienen un lugar privilegiado en su industria artística y la literatura no es la excepción. El catalán Josán Hatero (1970) confiesa su abuso en sacar provecho a la cultura de la hamburguesa, plagando su obra - en la que destaca su volumen de relatos Tu parte del trato (Debate, 2003)- de referencias a filmes de terror, dibujos animados viejos y el cine de Almodóvar. Pero es él mismo quien se apresura en declarar que en esta intertextualidad, más lejos han llegado sus colegas Javier Calvo (1973) y Eloy Fernández Porta (1974). Con El dios reflectante (Mondadori, 2003), Javier Calvo reluce como uno de los más originales autores españoles de los últimos años. Traductor, profesor de literatura y guionista ocasional de tiras cómicas, Calvo ha entendido la necesidad de llevar sus historias más allá de los límites geográficos de España. Él mismo lo señaló respecto de su novela, "una historia puede transcurrir en Japón o Australia y ser perfectamente española". Porque así pasa en la notable El dios reflectante, 368 páginas para un trayecto coral que sigue la vida de un precoz genio japonés, convertido en cineasta de género y de culto
  • 14. 33 y 1/tercio que al inicio de su historia se ve de pie ante la disyuntiva de tener que filmar su segunda película y no tener las ganas ni las patas de hacerlo. El escritor usa las referencias y las citas para construir una trama desbordante en originalidad y nuevas formas estéticas. Actores pornos, telépatas lunáticos y monstruos mutantes desfilan por una prosa rica en elementos imaginativos, en extremo contemporánea. En su moral literaria, el escritor asegura no hacer más que hablar de los miedos y violencias cotidianas usando máscaras de monstruos imposibles. Antologado en colecciones como Invasores de Marte (Mondadori, 2001), a sus 29 años Eloy Fernández Porta comparte con Javier Calvo -quien además es su especie de padrino literario- la fijación por el lado más bizarro del pop. Su prosa rebosa de citas al cine de horror, la space opera (subgénero de la ciencia ficción poblado de naves espaciales) y anacronismos a lo Julio Verne. El cóctel llega a ser subversivo, pero coherente con su línea e ideología narrativa. El desorden post todo de Fernández Porta lo ha hecho firmar los libros de relatos Los minutos de la basura (Montesinos, 1997) y el notable Caras B: De la música de las esferas (Debate, 2001), poblada de cuentos desarmables y ensayos literarios protagonizados por dibujos animados y criaturas imaginarias. No es gratuita la ostentosa adjetivación que lo define como el David Foster Wallace hispano. Un regreso a la belleza de los escándalos familiares es lo que propone Andrés Barba (1975). Ahora tocan música de baile (Anagrama, 2004), su tercera novela, le ha valido críticas ensordecedoras en su país, la mayoría seducidos por la limpia belleza de una prosa directa, sin concesiones, concentrada en nada más que contar una buena historia. Crítico de Ray Loriga y otros autores de la Generación X hispana, Barba ha argumentado que el gran pecado de los autores jóvenes españoles es que en su búsqueda de querer ser originales, de desear contar algo totalmente nuevo, se han vuelto predecibles y, lo que es peor, cada vez más lejanos a la ansiada originalidad. A sus 28 años, Marcos Rebollo se detiene en medio de las propuestas de Barba y Calvo. Sus cuentos se concentran en dramas de familia, sobre todo en las relaciones padres e hijos, pero tampoco rehuyen del recetario pop. Los hijos del mundo (Ediciones del Cobre, 2003) su más reciente novela nos traslada a una anónima ciudad del norte español, en la que un profesor que acaba de ver "Paris Texas" de Win Wenders empieza a alucinar con el fin del mundo mientras en forma paralela su hijo drogadicto busca maneras de acabar con su vida en las calles nocturnas de esa ciudad invisible que parece no estar en ninguna parte. Es una lástima -y también un hecho detonante- que el representante mexicano en esta lista, Gerardo Sifuentes, de 29 años, hiciera más noticia por un confuso incidente policial que lo puso tras las rejas que por su promisoria carrera literaria. Tras un par de novelas cortas, Sifuentes publicó Pilotos infernales (Ediciones ViD, 2001), una de las mejores colecciones de relatos de ciencia ficción escritas en nuestro idioma. Quizás porque Sifuentes entendió que a un mundo no industrializado como Latinoamérica nada le es más ajeno que la anticipación científica, que en nuestra geografía no es válido hablar de
  • 15. 33 y 1/tercio realidades virtuales ni de avances de última tecnología, pero sí de un post realismo mágico como forma de futuro, los mundos de Pilotos infernales pasan por un D.F. poblado de pandillas neopunk adoradoras de dioses aztecas, telenovelas de Televisa protagonizadas por actrices operadas cientos de veces con tal de conseguir la juventud eterna y cielos mexicanos donde los Ovnis van y vienen, como manifestaciones de nuevas religiones. Sifuentes es originalidad marginal y atrevida, a medio tiempo en la literatura, dice que prefiere escribir columnas subversivas por Internet. Una generación (o degeneración) nueva. En el código binario de la era electrónica, quizás cabría llamarla 2.0. o 3.0. Esa es tarea de los relacionadores públicos y la gente de marketing del mundo editorial. (tomado de Revista de Libros, suplemento de El Mercurio) replay
  • 16. 33 y 1/tercio expediente polaroid polaroid (marca registrada) m. Material plástico transparente que polariza la luz. 2 f. Cámara fotográfica de revelado instantáneo. 3 m. Grupo literario fundado en La Habana hacia noviembre/2003 ...hacia 1926, un joven estadounidense llamado Edwin Herbert Land abandonó la universidad y desarrolló un nuevo tipo de polarizador de luz al que llamó Polaroid. ...el Polaroid está formado por cristales de pequeño tamaño incrustados en plástico. Si la luz incidente es no polarizada, el Polaroid absorbe aproximadamente la mitad de la luz. Los reflejos de grandes superficies planas, como un lago o una carretera mojada, están compuestos por luz parcialmente polarizada, y un Polaroid con la orientación adecuada puede absorberlos en más de la mitad. Este es el principio de las gafas o anteojos de sol Polaroid. (la luz polarizada está formada por fotones cuyos vectores de campo eléctrico están alineados en la misma dirección. La luz normal es no polarizada, porque los fotones se emiten de forma aleatoria, mientras que la luz láser es polarizada porque los fotones se emiten coherentemente. Cuando la luz atraviesa un filtro polarizador, el campo eléctrico interactúa más intensamente con las moléculas orientadas en una determinada dirección.) ...Edwin Herbert Land regresó a la universidad pero abandonó la carrera en el último año para instalar por su cuenta un Laboratorio junto con otros jóvenes. Años después, este grupo se convirtió en la Corporación Polaroid, que en 1947 introdujo al mercado la cámara fotográfica de revelado instantáneo. ...instantáneas polaroid. Remember Leonard Shelby. Más de 50 años después, el protagonista de la película Memento (2001), de Christopher Nolan, utiliza estas fotos para orientarse en un mundo que sigue fluyendo más allá de su memoria. Cine independiente, le llaman. ...retinex, llamó E.H.Land al sistema formado por la retina y el córtex cerebral. No se ve bien sino con el cerebro, lo esencial es invisible para cualquier órgano de percepción. *** (Esbozo contraliterario.) En su Historia abreviada de la literatura portátil , el barcelonés Enrique Vila- Matas nos habla de una conspiración cuyos miembros (los portátiles) no sabían
  • 17. 33 y 1/tercio de qué trataba la conspiración; el concepto central, digamos (la supuesta literatura portátil), era totalmente ignorado por los supuestos conspiradores. Me viene esto a la cabeza cuando pienso en Espacio Polaroid. Lo demás son recuerdos. Recuerdo, en una de las tantas rpm, haberle preguntado con cierta preocupación a R: ¿Qué narrar? ¿Y cómo narrarlo? Peor aún: ¿Hay algún signo de vida en el planeta Cuba? ¿Un territorio líquido hi-tech entre el desierto rocoso y el espejismo? Silencio. R no hizo más que ese gesto tan R de rascarse la nuca (todavía lo hace). También recuerdo: una casa casi sin muebles en Malecón, madrugada de salitre y música y todos en el suelo; la tabla periódica de los elementos químicos; sets abandonados y lecturas: lanzar y lanzar otra vez una red black; un ventilador de luces, un trípode, una cámara digital que filmaba las cosas tal como eran: salteadas y a saltos; una postal con un jerbo; noches Alamar y una noche en Holguín sin agua, sin rock, sin fitzcarraldo; el color de la sangre diluida; la mala traducción de una mala traducción de Stephen King; retórica punk en capsulitas de colores con gafas oscuras; pensar que se triunfa vivir de esa ilusión ; C. Ricci en bata de dormir sosteniendo la sierra eléctrica como quien sostiene un osito de peluche; un cake, un diccionario, un huracán, un partido de fútbol; el eternal sunshine de una spotless mind; un tren larguísimo y dos niñas en el tren viajando solas por la patria; Jay and The Silent Bob; down with The Beatles; la rana mexicana de mirada fija del sur de Sri Lanka; sueños de tartamudeo brit- brit-brit; sueños terroristas; Dreams of Californication; dioses de neón; la música de una gaitera; por favor rebobinar; cabinas de radio, Coppelia, parques, flash, flash; un gel de baño ridículo: pure & vegetal; micropolítica & supermercado; un control remoto inservible; el plan para un asesinato mútiple y falaz; splatterpop derretido; fragmentos encontrados en el cine La Rampa; una revista digital (no es ésta); más ojos de fuego verde; otros días de lluvia; colisiones afectivas, efectivas, inefectivas (las hermosas vísceras de Alicia en las paredes y el techo y...); encuentros o despedidas; malos puntos suspensivos... interminable línea de etcéteras. (Nada de esto es literatura.) JE *** Tuvimos un 30 de octubre del 2003, unos quince, mucha música y pocos deseos de bailar. Sentados en sillones y el mar dándonos en la cara. Por aquí cerca vive César López. ¿Y él que tiene que ver con esto? Nada. Tuvimos la idea de un espacio para promoción propia y ajena (no Peña, sino Espacio)
  • 18. 33 y 1/tercio Tuvimos nombre, y novela, y autor. (…una chica con vestido de flores y botas del ejercito, tirándole polaroids a la nada...) Un bronceado de luna, unos ojos de fuego verde, un rayo de luz, adolescentes ladrones de tumbas en estos días de lluvias cuando es de noche en la ciudad. Tuvimos una mística vestida de negro, y un audio defectuoso (a veces) y deseos de hacer cosas sin saber bien cómo hacerlas. Tuvimos canciones, y conciertos, y concursos. Tuvimos giras por Holguín y Matanzas, como rock stars. Tuvimos ausencia de agua, y suficiencia de gladiolos. Tuvimos a JAAD, Orlando Luis Pardo, Michel Encinosa, Yordanka Almaguer, Raúl Aguiar, Yoss, Livio Conesa, Luis Eligio Pérez, Adriana Normand, Ahmel Echevarría, Rito Ramón Aroche, Demis Menéndez, Lizabel Mónica como invitados. Tuvimos tardes de Coppelia, y sesiones de fotografía, y modelos Polaroid. Tuvimos a Stephen King, Ray Loriga, Douglas Coupland. Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, Paul Auster. Tuvimos las canciones de los Beatles, Joaquín Sabina, David Bowie. Las películas de Tim Burton, Woody, Kevin Smith, Quentin Tarantino. Tuvimos a Adriana Zamora, a JE, a RFI. Y, por supuesto, también tuvimos un 17 de noviembre del 2004, porque todo lo que empieza tiene que terminar. Sabíamos que poco a poco a poco nos llegaríamos a aburrir de todo esto y de todo lo demás. Todo cambia. Ya deberías de saber eso. RFI replay
  • 19. 33 y 1/tercio adriana zamora (habana, 1979) Ana y los dinosaurios 1 Para él abrir los ojos y ver a Ana es lo mismo. Puede verla con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, con los ojos en blanco. Puede verla, eso es lo principal y también es extraño porque Ana es un fantasma. Un fantasma que lo ronda día a día y lo hace recordar. Y él recuerda. –Yo soy Ana – dice ella como si fuera la única en el mundo. –Me llamo Eduardo – responde él, mucho más modesto. Ella es Ana y va vestida con ropa muy ancha, dentro de una saya donde cabrían tres iguales a ella. Pero no existe nadie igual. Entonces, mientras la mira, le tiende su mano irrepetible una y otra vez hasta confundirlo, hasta hacerle dudar de la realidad. De su realidad. Eduardo camina por la ciudad y el fantasma va con él. No lo persigue, sólo le hace compañía. Sabe que él la necesita tanto tanto que todo se vuelve trágico de repente, o todo es trágico ya. El no sabe distinguir. Ella sí que sabía, por eso él le contaba sus sueños. –Tus sueños son de loco – sonreía ella tristemente. –¿Y los tuyos, Ana? ¿Cómo son tus sueños? –piensa él pero no se atreve a preguntar. Ana no le cuenta, no le dice como son sus sueños. Al menos hasta ahora sólo se limita a observarlo, escuchar sus pocas palabras. Pequeñas frases de quien se siente inútil y poco inteligente. 2 Sospecho que no sirvo para nada. Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente vestirse para ir al trabajo. Ver a la esposa-madre-abuela preparar el desayuno de su esposo-hijo-nieto. Sé escuchar cuando me hablan como la niña Momo, pero los efectos nunca son los mismos. Sé preparar el café aguado y sacarle pulgas a mi gato. Incluso puedo decir mentiras que nadie cree, sólo yo mismo. Aprendí a sentarme en un parque y ver la gente caminar. Caminar rápido, despacio, cojeando de una pierna. Soy un maestro en el arte de pasar inadvertido.
  • 20. 33 y 1/tercio Puedo convertirme en fantasma y aparecer por las noches en tus sueños, pero sólo en tus sueños, porque debo desaparecer obligatoriamente en la mañana. Fumo bastante magistralmente, aunque sin hacer aros de humo como los galanes de las películas. También pongo una letra después de otra para formar palabras, una palabra después de otra para formar oraciones. Agrupo oraciones hasta tener párrafos y agrupo párrafos tal como me enseñaron en la escuela. Sé bañarme en la lluvia, sobre todo cuando la gente anda escondida, guardando su pulcritud bajo techos. Sé respirar. Pero de repente he comenzado a sospechar que no sirvo para nada, que de nada vale saber mirar por las ventanas y hacer café aguado. Sobre todo porque a nadie le gusta que lo espíen y a nadie le gusta el café aguado. Fumar magistralmente entraña con toda seguridad hacer aros de humo como los galanes de las películas. En el mundo de hoy nadie tiene tiempo para sentarse en los parques y el hecho de pasar inadvertido es mal visto, muy mal visto. La gente moderna suele odiar a los fantasmas. Incluso sospecho que no puedo respirar tan bien como creía. Cada vez que alguien me pregunta a qué me dedico enmudezco. Todos los alguien esperan que el resto se dedique a algo. Pero no así de simple. Debe ser algo Grande y Glorioso, como construir puentes o inventar vacunas. Absolutamente nadie espera escuchar que sabes mojarte en la lluvia. Un alguien más comprensivo podría darle un poco de importancia al asunto y decir: «¡Oh!, ¡Qué maravillosa ocupación, MUY ÚTIL PARA LA HUMANIDAD!» Pero lo que más me preocupa es que yo mismo parezco encerrado en un circulo vicioso. Cada vez que me pregunto Bueno, y tú, ¿qué haces?, Automáticamente me respondo: Sé mirar por las ventanas en la mañana y ver a la gente… 3 –Ana, ¿tú eres un fantasma? –pregunta él en el presente pasado. –No, pero pronto lo seré –responde ella y él no sabe cuando se lo dice. Ana sueña con cosas grandes, tal vez infinitas. –¿Sueñas conmigo? –pregunta Eduardo, el niño que se siente inútil y poco inteligente. –¿Por qué no? –dice ella–. Tú también eres algo grande, tal vez infinito. Pero a la vez eres pequeño, ¿sabes? Nunca supe lo pequeña que puede ser una cosa infinita hasta que soñé con dinosaurios. Ella sueña con dinosaurios grandes y verdes con patas poderosas y ojos delicados. Los dinosaurios son pesados y ambiguos, como si de repente pudieran echar a volar. «Dinosaurios», piensa él. Pero no puede imaginar cómo serán los sueños de Ana.
  • 21. 33 y 1/tercio Eduardo camina por la ciudad en un tránsito infinito porque no tiene dónde llegar. No tiene un lugar donde quepan él y Ana, que continúa a su lado. La ciudad es un laberinto lleno de encrucijadas y Eduardo se pierde sin lástima porque no tiene otra opción. –¿Tú eres un fantasma? –pregunta Eduardo en el futuro. –Sí –responde ella en el pasado presente. 4 Hace varios años que estoy muerta. Hormigas y gusanos caminan sobre mis huesos mientras trato de hacerte creer que existo. Siento que respiro, el aire se cuela por todas mis rendijas. Siento el sol que quema mi cabeza. Siento el agua que de unas manos ensucia y de otras purifica. Siento las hormigas y gusanos que caminan encima de mis huesos. Tengo miedos, como cualquier persona que sobrevive muerta, y amores, como cualquier muerto que sobrevive. Por las tardes camino sin rumbo hasta cansarme, hasta no sentirme los pies, o hasta sentírmelos. No sé qué busco, pero debe ser la vida. ¿Qué más habría de buscar? Pero soy un cadáver, aunque no quiera saberlo. Soy un cadáver perdido en un rincón lleno de insectos. Hormigas sobre tierra roja. Hormigas que cargan su alimento y se miran unas a otras y respiran. ¿O es que no respiran las hormigas? Tengo preguntas. Muchas preguntas que debo, por fuerza, responderme a mí misma, pues no hay nadie alrededor para hacerlo. Las preguntas, tal vez, se responden por sí solas, como yo armo y desarmo mis huesos húmedos que son mi único entretenimiento. La humedad tiene olor y sabor. El mundo de los muertos es húmedo, y es húmedo el mundo de los vivos. En el mundo de los muertos existen los árboles, el mar y las hormigas. Existe la tierra e incluso los cementerios. Cuando mueres en el mundo de los muertos vas a otro lugar. Tal vez sea un lugar de paredes blancas con una mesa servida modestamente y una foto sobre el aparador comido de comején. Tal vez allí todo sea increíble y normal. Tal vez allí encuentre la paz que no encontré en dos mundos. Pero todo no es más que una ilusión, ese lugar no existe. Cuando dejé la vida hallé la misma humedad y todo el silencio. Cuando deje la muerte hallaré sólo habitaciones vacías. Estar vivo es muy aburrido. Es como levantar granitos de arena, uno a uno, y volverlos a transformar en piedra. Es el juego de nunca acabar, la locura, el hambre. Ya no sé dónde está la diferencia porque hace años que estoy muerta y, la verdad, no estoy muy segura.
  • 22. 33 y 1/tercio 5 Ana no le teme a la muerte. Nunca la ha temido. Él no entiende cómo y ella no trata de explicarlo. Sonríe y piensa en sus dinosaurios verdes. Sonríe y piensa que tal vez él tenga su hora, su tiempo escondido. Eduardo se ha convertido en un deshacedor de laberintos, profesión poco honrosa a sus ojos de persona que se siente inútil. –Y tú ¿eres un fantasma? –(no) pregunta ella. –No –(no) responde él rotundamente. Eduardo espera siempre pero Ana no hace preguntas. Tal vez lo sepa todo, piensa él. Pero ella lo niega por ser imposible. Ella sigue respondiendo en el futuro, en el pasado presente. Ella siempre allí, esperando ser interrogada, probando a llevar la carga pesada que es sumergirse en ese mundo creado por los dos. Más pesada aún porque uno de los dos es un fantasma. Eduardo sigue preguntando, pidiendo casi a gritos que lo saquen de su duda en el presente, en el futuro pasado. Es entonces cuando ella se va, se pierde en los laberintos que él ha deshecho. Lo deja solo, completamente solo. Mientras, él sueña por primera vez con dinosaurios. *** Cuando es de noche en la ciudad Cuando se pone el sol, detrás de todas las puertas de la ciudad se escuchan jadeos. Si a esas horas hubiese alguien caminado por la ciudad (digamos un hombre solo) encontraría las calles vacías, sin ningún policía en las esquinas, sin un perro, sin una bicicleta. El hombre solo viviría en un apartamento minúsculo en la parte sur, allí donde el aire es irrespirable por las noches. El apartamento tendría una habitación, un bañito, una cocina de cuatro cuadrículas con hornilla eléctrica. Debajo del lavamanos habría una palangana verde ( de un verde claro y dudoso ). Dentro viviría una jicotea pequeña, para no desentonar con el conjunto. Una hora después del comienzo de la noche ya el hombre empezaría a sentir la opresión en los pulmones y la jicotea guardaría la cabecita dentro del carapacho echando sólo una burbuja de vez en cuando al exterior.
  • 23. 33 y 1/tercio Los gemidos detrás de la puerta de sus vecinos ( una pareja joven ) acabarían por convencer al hombre de que el aire es irrespirable. Entonces se pondría su chaleco marrón y saldría a caminar. En la calle vacía se siente el ruido del viento moviendo los árboles. Las farolas del alumbrado público apenas trazan espacios de claridad en las esquinas. El hombre cruzaría las calles mirando a los dos lados, cuidándose de un auto que nunca aparece. Caminaría despacio hacia en norte, en busca del mar. Ni siquiera se escuchan televisores encendidos en la ciudad. Los que trabajan en la televisión están muy ocupados gimiendo tras las puertas de sus casas. Nada perturbaría la tranquilidad del hombre del chaleco marrón. Los asaltadores nocturnos siempre son atrapados por el río de gemidos y terminan unos con otros abrazados bajo las escaleras de cualquier edificio. De un callejón oscuro salen maullidos de gatos en celo, pero el hombre apenas los escucharía. Sobre el único banco sano del parque se amontonan las hojas secas. El hombre las apartaría para sentarse. En el edificio vecino una ventana ha quedado abierta. La luz se proyecta sobre la acera, justo frente al banco donde el hombre solitario estaría sentado. En medio de la luz, sombras negras se mueven. Si el hombre se fijara bien distinguiría los torsos, la cabeza y los brazos de los amantes. La cabeza de él se acerca lentamente al pecho femenino, se pierde allí y poco a poco baja, dejando ver la sombra de los pezones. Ella apoya las manos en la cabeza de su amante. Los pezones vuelven a desaparecer tras la sombra de sus brazos. La cabeza del hombre se pierde fuera del cuadro de luz. La sombra de la mujer levanta la barbilla y se pasa la lengua por los labios, una lengua que se vería tal vez grotesca si no fuera sólo una mancha de sombra en el pavimento. El hombre del chaleco marrón trazaría con una ramita seca los contornos de la ventana primero, luego, muy suavemente, los del cuerpo de la mujer. La mujer gime escandalosa cuando la ramita le roza la sombra del pezón. Gime más alto y más seguido. Seguramente sus gemidos terminarán en un grito, pero el hombre no la escucharía, ya se habría levantado del banco y caminaría calle abajo con las manos en los bolsillos del chaleco. Las hojas secas se amontonan otra vez en el banco. Cerca del mar hay una casa donde no se escuchan gemidos. La luz del portal está encendida todas las noches, y en un sillón de mimbre se sienta una muchacha. La muchacha teje un abrigo de lana para el invierno que se aproxima y tararea una canción desafinada. Hasta allí llegaría el hombre solitario y se pararía tras los arbustos de marpacífico para mirarla. Ella tararea y teje. Mira de vez en cuando a un gato gris que duerme en el cantero de las violetas. Sonríe y lo hace sin saber que está sonriendo para un hombre de chaleco marrón que tal vez la mira detrás de la cerca.
  • 24. 33 y 1/tercio El hombre sentiría deseos de hablar con ella, pero sería muy difícil para él perturbar su paz. Y se iría. Regresaría a su casa en la parte sur, pidiendo en silencio que los jadeos de sus vecinos hayan cesado. No notaría siquiera que la ciudad está callada, que la gente ya no gime tras las ventanas. Llegaría a su casa y, sentado en el baño, esperaría a que su jicotea asomara la cabeza para ver la hoja seca que le trajo de regalo. *** Lucía o no La muchacha abre los ojos y se encuentra con unas paredes blancas hasta ahora desconocidas. La ventana abierta deja entrar la claridad libremente. Ella se acerca. El resto de las ventanas del edificio están cerradas, menos una, de la que cuelga una sábana. En la sábana se balancea un muchacho delgado. Oscila unos segundos y luego se suelta para caer en el jardín. Ella ve cómo emerge de las flores, acomoda sus huesos salidos de lugar y camina hasta la entrada del edificio. ESCENA RETROSPECTIVA: La niña, de unos tres años, corre por el patio en su triciclo rojo con cabeza de caballo. Se para frente a la puerta de la cocina. La abuela bate unas chirimoyas. La niña se relame, le encantan las chirimoyas. La anciana la mira, sonríe y le alcanza un vaso con el batido espumeando en los bordes. Desde el baño la muchacha observa a una mujer que ha entrado en su habitación. Trae un ramo de flores. Lo coloca en la jarra de cristal verde sobre la mesita de noche. Nadia estuvo está tarde y le trajo un potecito con gelatina verdelimón. La muchacha ríe divertida mirando la montañita dulce que temblequea bajo la cuchara. Mientras ella come, Nadia le acaricia los pies con ternura. ESCENA RETROSPECTIVA: La niña juega en el patio con otro niño más pequeño que ella. Desde la casa se escucha la voz de la abuela, llamándolos. Ellos se esconden. Esperan que la anciana pase por su lado y entonces saltan riendo. La abuela ríe también. Cuando despierta, el sol ya está en el medio del cielo. Se pone las sandalias y sale a caminar. Un adolescente rapado toca una flauta dulce en el balconcito. Una mujer despeinada conversa en los rincones con los fantasmas. Dos
  • 25. 33 y 1/tercio jovencitas saludan a la muchacha entre saltos. Ésta sonríe, pero se niega a corretear con ellas. Otra vez vino a verla la mujer de las flores. La muchacha permite que la peine y le ponga margaritas en la trenza. –Tienes un pelo precioso, me hubiese gustado tenerlo así. ESCENA RETROSPECTIVA: Afuera nieva sobre calles extrañas. Dentro de la habitación la niña sopla las once velitas de su torta de cumpleaños, sonríe con desgana a la cámara que empuña su madre. Luego corta el dulce y pone los platos frente a los muñecos de peluche, sus invitados. La muchacha abre la gaveta de la mesa de noche y saca las tijeras. Se para frente al espejo y toma su trenza con la mano izquierda. Está decidida. ESCENA RETROSPECTIVA: La ventana del baño hace un ruido insoportable. Se abre, se cierra, se abre. Nadia arrastra el cuerpo de la muchacha por el piso dejando manchas de sangre. Murmura: estúpida, estúpida, estúpida. La muchacha espera que apaguen las luces y luego sale al pasillo. Entra en la habitación contigua. En la cama duerme la mujer de las flores. La muchacha saca su tesoro y lo pone al lado de la almohada. ESCENA RETROSPECTIVA: Nadia corta los últimos mechones. –¿Te gusta así? La muchacha sonríe. –El médico dice que aún no puedes irte. Hay cosas que debieras recordar. ¿Es que no te acuerdas del triciclo rojo? ¿Y de la abuela? La muchacha mira al techo, indiferente. Lo recuerda todo, pero no quiere hablar. Nadia la mira con tristeza y sale a llorar al pasillo. La cabeza roja del caballo hace años se está pudriendo en un patio ajeno. La muchacha se descuelga por la ventana. Mientras oscila siente la brisa nocturna acariciando su nuca, ahora desnuda. Pronto la sábana se suelta y el cuerpo cae ruidosamente al jardín. Es entonces, allí entre las flores, cuando descubre que nunca supo en realidad dónde estaban sus huesos. ***
  • 26. 33 y 1/tercio Lena Lena hablaba conmigo y esta vez, para variar, el tema no era una de sus habituales paranoias adolescentes. Ni siquiera sé de qué hablaba porque no la estaba escuchando. Pero eso no se notaba. Mi vista estuvo todo el tiempo fija en ella. Yo no sé por qué la gente piensa que cuando uno la mira le está prestando atención. Si se hubiese dado cuenta sólo serviría para aumentar aquellas habituales paranoias. En realidad yo la estaba mirando de pies a cabeza porque Lena es linda, lindísima, preciosa. Por eso, en un impulso incontrolable, la abracé y le di un beso en la boca. Un beso grandote en su boquita linda. Primero ella se asombró y quedó paralizada. Después empezó a gritarme eres una tortillera cochinapuerca y de nada sirvió que le dijera que es muy linda cuando no está histérica. Lo peor fue después cuando me sonó la tremenda bofetada y desapareció al doblar de la esquina. Me sentí tan mal que fui a parar en casa de Dani. Siempre que me siento mal aparezco en casa de Dani como por arte de magia. Le conté a Dani muy coherentemente lo preciosa que es Lena y lo mal que había hecho dejándome plantada en aquella esquina. Él trató de explicarme algo muy tonto sobre la impresión que debía dar una mujer besando a otra en la boca en pleno 23. Le pregunté a Dani dónde quería que la besara. Tal vez él pensaba que existe otro lugar mejor para que una mujer bese a otra sin que ésta le suene una buena bofetada. No sé por qué cuando dije eso Dani se llevó las manos a la cabeza y respondió algo que tenía que ver con dejarme por incorregible. Yo no entendí mucho, en realidad no entendía casi nada de lo que estaba pasando. Dani me pregunta por qué no le doy un beso a un hombre y yo le di uno ahí mismo. Un beso grandote en su boquita linda. Me dijo que yo estaba loca y se fue a orinar. replay
  • 27. 33 y 1/tercio jorge enrique lage (habana, 1979) ilusiones y artefactos Su nombre era Violeta. Violeta Venus. Pero todos le decían La Catapulta. —¿Por qué? —le pregunté por fin esa noche, en su casa, ella sentada en una cama (su cama) llena de peluches, ella misma un peluche grande con ese abrigo de piel en el que cabía dos veces. Aproximadamente una hora atrás la había vuelto a ver, después de aproximadamente unas 20 mil horas sin verla, y pensé: Qué flaca se ha puesto, y pensé: No hace tanto frío, y ella –oh, sorpresa– tuvo la inspiración de reconocerme al instante: Se me acercó tambaleando por un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera, nombre bien puesto. Enredados en una esquina, asexuados y pálidos, dos vampiros se lamían los labios. Había un fondo de rock oscuro. Y en medio de todo aquello sus ojos ojerosos, nublados de azul bajo una lluvia de pelo revuelto y sin lavar, y yo pensando cuánto me gustaría robarle esa imagen tan definitiva y a la vez qué diablos podría hacer con ella –nada, lo juro, no se me ocurrió nada. Cuando la tuve entera frente a mí, le dije: Te pareces a Liv Tyler después de incendiar una farmacia (hubiera bastado Liv Tyler en La Madriguera), y ella sonrisa y alcohol en la voz, de pronto diciéndome: Anda, mi amor, sácame de aquí. —¿Por qué qué? —dijo expulsando las sandalias con un movimiento brusco de ambas piernas que también expulsó mi mirada. Luego se quitó el abrigo inmenso, como una tercera o cuarta piel. Observé con cierto nerviosismo que las libras que había perdido, ni tantas ni tan importantes, no la hacían menos deseable. Quizás todo lo contrario. El abrigo voló y se hizo un bulto en una esquina del piso. Yo me senté hecho un bulto en esa misma esquina y precisé la cuestión: —Por qué te dicen así. Ella miró la tarjetica en mi mano y dijo un Aaah que era todo un himno al cansancio. Habíamos caminado mucho, por calles demasiado vacías. Yo al lado de esa imagen que se iba corporeizando poco a poco. Ella mareada y soñolienta, colgada de mi brazo. (En algún momento sentí que era mucho más que una mujer. Junto a mí caminaba la resaca tardía de toda una década, de todo un universo que no volverá a vomitar nunca más.) Hablamos, con mediana coherencia, de un montón de cosas. Todas en pasado. Como el hielo de la madrugada nunca es para tanto, le pregunté y ella dijo: Nunca en mi vida había tenido tanto frío, créeme. Y le creí. Y le hubiera creído cualquier cosa. El abrigo
  • 28. 33 y 1/tercio era de piel de oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China. Su casa era un apartamento con vista al mar en uno de los seudorrascacielos del Vedado. Por el momento vivía sola. Me invitó a pasar y yo decliné la invitación enérgicamente. Cuando entramos a su cuarto, de pura adrenalina mis dedos se pegaron a la tarjetica de presentación que reposaba sobre la cómoda. Leí, otra vez, lo que ya tanta gente me había dado a leer: VIOLETA VENUS lacatapulta@cubasi.cu Si encuentran malo este mundo, deberían ver alguno de los otros. La frase era de Philip K. Dick. No consideré apropiado señalárselo. —Tú no quieres saberlo —dijo a continuación del Aaah, y al instante estuve de acuerdo con ella. Yo no quería saberlo. Yo no quería saber nada. Pero de alguna forma, no sé cómo, yo siempre termino sabiendo. Por ejemplo: minutos atrás había escuchado de sus labios (por primera vez de sus labios) la versión oficial de ciertos hechos1. Algo sucedido en la prehistoria, aquella psicosis depresiva de los primeros noventa. Un relato digamos que real, devenido leyenda urbana. Ella, una amiga gorda, un pintor loco que la volvía loca y era el amante de la amiga gorda y en ocasiones su amante. A partir de ahí todo es confuso, aún en sus labios por primera vez. Hay literatura, fotos pornográficas, decapitaciones. Algo así como una guillotina o artefacto similar que no supe exactamente qué pintaba en todo aquello, de dónde salía, dónde meterlo. En cualquier caso, estaba relacionado con una experiencia terrible para ella. Dijo: Grité todo lo que iba a gritar el resto de mi vida. El pintor se fue a Francia, huyendo de algo que no era la policía. Su firma puede hallarse en las escasas copias digitales de un óleo a medio hacer, donde las manchas simulan con precisión una mujer muñeca inflable. Y todo eso había sucedido justamente ahí abajo, tres pisos downstairs y otras manchas pero no de pintura, y lo único que faltaba por sugerir era que aquel apartamento recibía visitas regulares de ciertos fantasmas. En fin, una historia completamente idiota. Solté la tarjeta antes que mis dedos tomaran la decisión de hacerla pedacitos. Violeta había saltado de la cama, descalza, y ahora registraba dentro de un closet. —Cierra los ojos. Obedecí. En determinadas circunstancias lo más excitante, lo extraordinario, es no ver a una mujer desvistiéndose. 1 La no oficial, la torpe ficción, es un relato que lleva por título “La Máquina” (2001), de Jorge Enrique Lage.
  • 29. 33 y 1/tercio Cuando volví a mirar ella estaba acostada, los ojos cerrados, cubierta hasta la barbilla por una colcha espeluznante. Diáspora de peluches en el suelo: Una pantera rosa. Un hipopótamo travesti. Un dinosaurio con la lengua afuera. Pensé: Tengo que salir de aquí. Claustrofobia: Ella se ha quedado dormida y yo me he quedado encerrado aquí dentro con ella, qué miedo. Voz de sonámbula en off: ¿Me traes un poco de agua? —Hay vasos encima del refrigerador —aclaró. Sólo que yo no sabía dónde estaba el refrigerador. Anduve por el apartamento encontrando otras cosas, como un libro de poemas escrito con musas que se han movido y cuya dedicatoria leí obsesivamente, tres o cuatro veces seguidas hasta dar con la cocina. Para Violeta V., que entiende de estas cosas mucho más Cuando volví al cuarto encontré la cama vacía. Sin el menor asombro, me dije: Ha desaparecido. Al fin. Ya era hora. Apago la luz y me voy. —¿Te asustaste? —preguntó, cerrando la puerta detrás de ella—. Estaba en el baño —me quitó el vaso de la mano—. Gracias. El rostro mojado. Un pulóver blanco del Che hasta los muslos. Le miré los muslos y los pies. Temblaba. A la mitad del agua (de pronto deseé con demasiada fuerza verla beber de un biberón) reconoció el libro en mi mano y dijo, con hincapié burlón en las comas: —Hay, al sur de la Habana, entre el verdor y el oro, un sitio destinado a los juegos. Es un sitio tranquilo, dicen, muy bueno para las mutaciones... —Yo nunca he ido a ese lugar, sólo por temor a no volver —atajé de memoria —. Conozco el poema. —Y yo conozco al poeta —terminó de chuparse el agua y me devolvió el biberón—. Una vez estuvo aquí. Y diciendo eso saltó a la cama. El pulóver decía por atrás: HASTA LA VICTORIA SIEMPRE. Bajo él se reveló un filo de blúmer del color de la pantera. —Apaga la luz y ven —susurró. Apaga la luz y ven: Aquí debo hacer una pausa.
  • 30. 33 y 1/tercio Para clavar el instante: Ella ya muy lejos, la cabeza cubierta, un bulto bajo la colcha, un cuerpo vencido por el sueño, un sueño vencido por la anarquía. Yo de pie y de vuelta a la claustrofobia. En una mano el librito de poemas, triste como una bomba desactivada. En la otra, el tete que ella había humedecido con su boca, la huella que dejaron sus labios expertos al acariciar la goma como un pezón. Solté las dos cosas, pezón y bomba, y me desvestí lentamente. Mirando por la ventana: la luna, el oleaje, los helicópteros. Apagué la luz y fui. Ella se despertó en cuanto la toqué. Debajo de aquella colcha hacía un calor espeluznante y se lo dije al oído, procurando que sonara lo menos erótico posible. —Pues yo estoy muerta de frío —me recordó. —Tú ya estás muerta de todo —me pasó por la cabeza decirle, pero ella empezó a besarme la boca, manteniéndola ocupada con mil ejercicios hasta que abrió los ojos para mirarme como si me reconociera después de mucho tiempo: expresión idéntica a la de una hora atrás en un pasillo de luz sucia de un lugar llamado La Madriguera. Entonces preguntó si ya me había contado Aquello. Tres pisos downstairs pero no, por favor, le pedí. Con una sola vez es suficiente. Ella hizo una mueca: Se lo cuento a todo el mundo, no lo puedo evitar. Yo pensé: Estás traumatizada hasta los huesos, se nota. Y por decir algo, dije: A lo mejor es un peso que no te has logrado quitar de encima. —No, un peso no —dijo—. Quizás un contrapeso. Los pesos van y vienen, los contrapesos son mucho más difíciles de mover. Era una teoría interesantísima. El cerebro como cajón de falsos equilibrios mecánicos. Nada más. —Disculpa, ¿de dónde sacaste eso? Ni me escuchó. A besarme otra vez. A besarnos más veces. Por todas partes. Tú no quieres hacerlo, dijo. Pero ya era demasiado tarde para estar de acuerdo con ella. No, yo no quiero hacer nada, dije. Y comencé a desnudarla. El pulóver del Che por el piso. Mis manos atrapadas en el blúmer. Tú no quieres hacerlo, insistió. Frotándose contra mí como una veinteañera venenosa.
  • 31. 33 y 1/tercio No, por supuesto que no quiero. Y acaricié sus nalgas de revista. Y el tatuaje del que ya tanta gente me había hablado: la dobleuve inicial de su nombre: el símbolo de uno de los metales más duros. La penetré. Sentí su apresurada humedad. En algún momento sentí que era mucho más que una mujer. Debajo de mí se movía una ilusión de todos los sentidos. Realidad química con uñas largas. Leyenda convertida en leyenda. Una especie superior. En plena subida, comenzó a pedirme que terminara. Pero yo quería provocarle (no sé por qué) el orgasmo más estrepitoso de esa hora en el planeta. En plena subida, me decía que no, no, no. No podía. Ella no podía. Pero pudo. Claro que pudo. Precisamente por eso es que lo estoy contando. Dejó escapar fragmentos de voz, arañándome la espalda, sus piernas cerradas sobre mí como una gigantesca tenaza de metal blanco, apretándome, y yo salí disparado dentro de ella, en el vaivén creciente de sus contracciones, y a continuación salí disparado fuera de ella. Por los aires. Literalmente. Como un proyectil. Volando. Fuera de mí. Hasta caer muy lejos. El impacto, menos mal, fue contra un colchón. Una cama desconocida con una mujer desconocida. Justo debajo de mi cuerpo (me dolía como si tuviera fracturas en lugar de huesos) había una trigueña que se parecía aceptablemente a Liv Tyler. Algo se me deslizó allá dentro, en el cajón del cerebro. Su nombre era Violeta. Violeta Venus. Pero todos le decían La Catapulta. Me miró unos segundos. Disfruté unos segundos de su respiración agitada. Cerró los ojos. Me pidió que me fuera. Yo no encontré qué pedir y al levantarme le lancé un vistazo despedida a su cuerpo: Había engordado. No vi el tatuaje al final de su espalda, allí donde debía estar. Ella volvió a cubrirse.
  • 32. 33 y 1/tercio Con una colcha todavía más grande. Un par de golpes me bastaron para ubicarme en el nuevo cuarto. De cierta forma, todo estaba igual que antes. Hasta mi deseo. No había sucedido NADA. Y escribiendo como los locos: ¿Cuál deseo? O peor aún: ¿Deseo de qué? Me vestí rápidamente. Mirando por la ventana: el amanecer ya había disuelto la luna. Sustituyendo al mar, qué gran detalle, una planicie fangosa y sin oleaje se extendía hasta más allá del horizonte. En el suelo, (un murciélago bizco) (una conejita con las orejas manchadas de sangre) (un oso panda gigante de los bosques de bambú del centro de China) los peluches tenían ahora el intenso look de las cosas que te persiguen y pueden matarte. Y de pronto Violeta, desde su eterna madriguera, con voz de sonámbula: —Perdóname. —No sé de qué estás hablando. —Sí, sí lo sabes. No sé por qué razón en ese momento decidí ocuparme un poco del reguero. Borrar de aquel cuarto toda huella de espectáculo sexual. Acaso porque no quería salir de allí sin la seguridad de sentirla dormida. Dormida dormida. Acomodé, mecánicamente, hasta las cosas que nada habían tenido que ver conmigo y que yo ni siquiera recordaba. Como cajas de cigarros y cajas de balas de colores. Ceniceros. Pistolas. Pastillas. Acomodé su ropa. No estaba aquel pulóver blanco del Che hasta los muslos siempre. Aunque supongo que eso ya no hay que decirlo. O peor aún: supongo que nunca había estado. W volvió a hablar: Que tuviera mucho cuidado. Que eso-allá-afuera iba a estar lleno de túneles. Muchos túneles. (Tenía razón.) Y seudorrascacielos vacíos, también. Y ruinas bajo helicópteros. Y temperaturas bajo cero. Y que por favor acabara de irme porque si no no iba a poder dormir. Así que acabé de irme.
  • 33. 33 y 1/tercio Como no sabían cuándo la volverían a ver, al salir mis dedos se pegaron a la tarjeta de presentación con la frase de Philip K. Dick. El lema de un visionario vencido. Si encuentran malo este mundo… Mientras caminaba hacia la planicie fangosa y sin oleaje, pensé varias veces: ¿Cuál mundo?, y pensé por última vez: Qué remedio, tengo que hablarle de ella a alguien. Tengo que hablarle de esto a alguien. Porque a alguien tengo que encontrar en esto-aquí-afuera. ¿O no? *** laura llama desde manhattan THIS IS NOT AN EXIT Bret Easton Ellis (American Psycho) Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. A ella nunca le pasó por la cabeza llegar tan lejos. Yo le pregunto qué quiere decir con lejos, dónde (y cuándo) estableció el maldito punto de referencia. Laura respira hondo, me repite que lo siente, ¿la iba a perdonar, sí o no? Yo abro el cuaderno de nuestra vieja historieta: adentro está la foto que me mandó. Le digo que quedó de lo más bien, con ese fondo de rascacielos fantasmas y acariciando a una bestiecilla peluda del Central Park, indudablemente un canguro, ¿no es cierto? Laura hace silencio, me pregunta de qué demonios estoy hablando. La situación era ésta: Un cartel hasta la avenida 26 que decía cerrado closed pero ella, de todas formas, quería entrar: —Saltemos la cerca —dijo. —¿Saltemos? —dije. Después de mucho trabajo no logré convencerla de que no me iba a convencer. Rendido, la escuché fabular: —Tú verás cómo nos vamos a divertir allá adentro —con un guiño de ojo que prometía. Y efectivamente, nos divertimos mucho. (¿Qué entienden ustedes por diversión?)
  • 34. 33 y 1/tercio Saltamos adentro muertos de la risa. La cerca no estaba lo suficientemente electrificada ni era lo suficientemente alta como para matarnos. Ella quería ver los lemmings. Yo, en el papel de guía, le dije que no teníamos lemmings. Ella me preguntó si sabía que los lemmings se suicidaban en masa. Yo le dije que los lemmings no son ninguna secta religiosa, sencillamente se ahogan por no saber la diferencia que hay entre el mar y un lago cualquiera. En esas y otras divagaciones similares llegamos al foso de los leones. Anochecía. —¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando un bulto más o menos deforme tirado en el suelo. Inmediatamente después soltó un grito. Nos acercamos hasta confirmar que era… Pues sí, un niña descuartizada. Le calculé unos cinco, seis años. Le faltaba un brazo. Las piernas eran dos muñoncitos secos. El vestido, cuya tela exhibía señales de zarpazos rojos, no alcanzaba a cubrir una costillita por aquí, una tripita por allá. Conectada al cuerpo por breves tiras de músculo, la cabeza (abiertos en susto los ojos azules, trenzas rubias) era el detalle más perturbador. —Tiene cara de llamarse Alicia —observé. Ninguna de las dos dijo nada. Se oyó un rugido. Y otro. Hasta ese momento no se me había ocurrido relacionar el hallazgo con los inquilinos del foso. —Fueron ellos —señalé. —Hay una reja por el medio. ¿No te has dado cuenta? Su voz estaba representando el descuartizamiento. Con las cuerdas vocales. —A lo mejor es que estuvo adentro, jugando al safari. —¿Y por qué ahora está afuera? ¿Quién la sacó? Le pedí que visualizara a los leones (algún tipo de huelga) arrojando con un movimiento poderoso de la cabeza, estilo reyes de África, sus sobras por encima de la reja. Bastante alta, por cierto. —Absurdo. Nadie puede entrar ahí. Y mucho menos los niños. —¿Absurdo? ¿Estás segura? No, claro que no lo estaba. Yo descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y me escuché decirle que, sin duda alguna, Alicia no entró sola: los ogros cuidadores del foso la acompañaron para luego dejarla adentro.
  • 35. 33 y 1/tercio —¿Pero a quién se le ocurre darle niñas a los leones? Argumenté que los leones tenían que comer algo. Se oyó un tercer rugido, más lejano, que podía provenir de casi cualquier animal. Entonces ella, en un ejercicio de frialdad desafiante, dijo que había que devolver la niña al lado de allá. Para que se la terminaran. —Aquí no se puede quedar —me miró. —Aquí no se puede quedar —repetí, tratando de leer su mirada, repitiéndome que algo andaba definitivamente mal entre nosotros, todo intento de lectura era de antemano un intento equivocado y aquello parecía no tener remedio. Levanté el cuerpo por el bracito y éste se desprendió. Escuché el sobresalto de mi supervisora y el golpe seco del cráneo contra el suelo. Simultáneamente. Arrojé el bracito al foso sin mayores dificultades. Ahora no tenía por dónde agarrar firme. Alcé a la niña por los muñones y de pronto la niña no pesaba, como si estuviera vacía por dentro. Como si fuera una muñeca de plástico roto. —Ten cuidado. —Descuida, no te la voy a tirar arriba. No, aquello ya no tenía remedio, créanme. Éramos dos soledades de plástico cada vez más duro. O sea: cada vez más mutante. Ejecuté un par de giros impulsores, estilo lanzamiento del martillo, y solté el cuerpo al aire. La cabeza se desprendió, pero para entonces ya se había elevado a una altura más o menos correcta. Ambas piezas se estrellaron al otro lado de la reja, rodando sobre las piedras. Los leones no se movieron. Me di la vuelta y la miré: tensa belleza, sonrisa tensa, aplausos sin especial energía. Era el fin. Dije: —Bienvenida al zoológico de las maravillas. —Yo no me llamo Alicia, corazón —y vino hasta mí despacio, como calculando demorar el abrazo que iba a darme. Laura llama desde Manhattan y me dice que ha visto, de lejos, a Bret Easton Ellis. Lucía viejo, me dice. Muy viejo. Se veía cansado. Releo al psicópata de hace unos veinte años: «La de cosas que podría hacerle a esta chica con un martillo, las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo.» Nunca fuiste un chico malo de verdad, pienso. Siempre fuiste un escritor.
  • 36. 33 y 1/tercio Le recordé: Tenemos una conversación pendiente. No lo olvides. Ella asintió: Pero ahora no, por favor. Más tarde. Antes de irnos. Pasamos jaulas, quioscos, se encendieron las farolas. Los grillos. Postes con flechas con dibujos de animales. Hechos por animales. Por todas partes el bombardeo de información: Nombre común, Nombre científico, Lugar de procedencia y Currículum. Ella y yo éramos lo más parecido a una especie superior en un radio de quinientos metros. (Dentro de muy poco nos daríamos cuenta de que no estábamos solos.) Ella quería ir al pabellón de las aves. Yo le dije que no soportaba más de dos o tres minutos el zumbido de los pájaros electroacústicos. —A esta hora deben estar dormidos. —Dormidos también zumban, lo que menos. —Nené, ¿por qué eres tan neurótico? —No lo soy. No sé por qué la gente la tiene cogida con eso. —Silencio —ordenó de pronto, en voz baja—. ¡Mira! Sí, ya lo había visto: una figura gruesa a la que le costaba trabajo caminar hacia nosotros. Un borracho en el lugar equivocado, comentó ella. Un extraterrestre en el lugar inevitable, pensé yo. Era las dos cosas. —Buenas noches —pronunciar no era su fuerte—. Encantado de conocerlos — alzó una botella de agua mineral—. ¿Quieren un trago? Ella aceptó. Se empinó la botella y yo deseé estar dentro de una de esas burbujitas que surfeaban los pliegues de su lengua y bajaban por su esófago hacia otras profundidades. Los intestinos, la sangre. Con un poco de suerte: su corazón. —Mi nombre es Bruce. Soy del planeta Arachnoid. Lo miré sonriendo. Usaba una especie de traje de buzo, plateado. Sin motivo natural, de pronto perdió el equilibrio y cayó al suelo, con un ruido como el que haría una babosa gigante al caer. Mientras lo ayudábamos a levantarse, siguió: Vamos a invadir dentro de muy poco. Mi misión consiste en recoger la mayor cantidad de datos que puedan sernos útiles en la conquista y colonización de la Tierra. —No estás en el mejor lugar para hacer tu trabajo —dije. —¿Cuándo sería dentro de muy poco? —indagó ella.
  • 37. 33 y 1/tercio Según nuestro cómputo temporal, venía siendo más o menos en el siglo XXIV. Todo un asunto bien planeado, qué nos creíamos (puro tópico, hay que creérselo). Por supuesto, él no era el único explorador, estamos hablando de muchos extraterrestres encubiertos, infiltrados, caminando por ahí como si tal cosa (lo cual no era ninguna noticia). Por el momento, a manera de ensayo, habrá líneas de fuga fractal y pequeños terremotos (no nos explicó qué era una «línea de fuga fractal» ni qué podía ensayarse con un terremoto). Ah, y nosotros no imaginábamos cuánto le gustaba el sabor del líquido, le hacía sentir en otra galaxia (de hecho, estaba en otra galaxia). Otro picotazo a la botella de agua mineral. Otro tambaleo que no terminó en el piso porque intervinimos. De pronto éramos grandes compañeros de juerga o algo así. Él preguntó por dónde se salía del zoológico. (¿Alguna vez han preguntado ustedes por una salida?) Yo le dije que, una vez adentro, ya no había forma de salir. Ella, amorosa con todos, vengan del planeta que vengan, le indicó el camino hacia una cerca o muro que de todas formas él no iba a poder saltar. Cuando Bruce se fue, me dijo: Siglo XXIV, ¿te das cuenta? Hay tiempo de sobra para conversaciones pendientes. Y para muchas otras cosas... Sonrió. Sonreí. Le acaricié una mejilla iluminada por la linterna llena de la luna. Había una linterna en el suelo. Nos besamos. Igual podíamos prescindir de ese beso. La linterna, dejada por Bruce al caer, estaba al lado de una zona de humedad pegajosa, también dejada por Bruce al caer. La recogimos. Nos serviría para iluminar las caras emplumadas de los habitantes del pabellón. Papagayos. Gavilanes. Buitres. Rapaces con alzheimer. Cacatúas que parecían barcos de vela naufragados. Y el chorro de luz de la linterna de pronto adquirió una consistencia cegadora. Los alambres metálicos retrocedieron a la nada. En la reja iluminada circularmente se abrió un hueco circular. Apagué. —¿Qué hiciste? —casi gritó ella. —Nada. Mover el interruptor de esta mierda para ver si alumbraba más. Entonces, sonando y volando a todo volumen, la jauría de pájaros electroacústicos escapó por el hueco de la jaula. Ella y yo los vimos separarse en el cielo, contra la luna, trazando líneas entre las estrellas. Ella tapándome los oídos y yo mirando el cielo, la luna y las estrellas con la preocupación de quien ve libres, en fuga, las líneas de su propia neurosis.
  • 38. 33 y 1/tercio Laura llama desde Manhattan y me dice que un terremoto local ha tirado al mar la Estatua de la Libertad. Habla como si hubiera acabado de ocurrir al lado de ella, como si aún tuviera el corazón húmedo de adrenalina y el vestido salpicado de agua. Puedo contar las gotas de felicidad en su voz, como si no tuviera otra persona con quien compartir esa afición tan suya a ver caer las estatuas, como si por fin se hubiera decidido a salvar algo de nosotros: tal vez nuestra afición a ver caer las estatuas, no importa de quiénes sean ni quiénes las levanten. Seguimos divagando: Porque resulta que no eran sólo los lemmings, esa partida de locos raros. Otros roedores habían sido convenientemente excluidos: Los conejos, porque no hay que exhibir a los destinados a ser comida, carne, proveedores de órganos para estudiantes asqueados. Las ardillas, porque allí en los árboles, bien controladitas, cumplían mejor su función de distraer a los niños y a las niñas, algunos de ellos también asqueados. Y sobre todo, las ratas, por el delito mayor de ser ratas, esos bichos periféricos y fuera de control, casi tan resistentes como las cucarachas. Ah no, claro, ningún insecto. Nada de insectos. Y mucho menos las cucarachas. ¿No era ese lugar una violencia? ¿Un intento de mostrar la fauna que no es? —No le des más vueltas, mi amor —me interrumpió ella—. Eso ya no es el zoológico, es todo. En todas partes es lo mismo. —Ese es el problema. No puede ser lo mismo en todas partes. Etcétera. Agotada su lista de cosas interesantes que había que ver allí dentro, nos quedaban esos pasatiempos en voz alta. Interpretar en la oscuridad. Caminar en la oscuridad. Demorar el otro diálogo, el que podía ser el último. Entonces apareció otro alguien delante de nosotros: una silueta inmóvil se recortó bajo la luz mal combinada de un farol y la luna. Al acercarnos, vimos lo que podía interpretarse como una mujer. Con voz profunda, sin disimulo masculina: —Buenas noches. ¿Paseando? ¿Una nochecita romántica? —Ah, sí —le dije—, muy romántica —conteniendo las ganas de explorarle la cara con la linterna (supuse que bastaría el dedo mal puesto para pulverizarle las facciones) y volviendo la vista a mi compañera de paseo. Ella le sonrió a ella. O a él, porque de mujer-mujer sólo tenía algo de maquillaje y la ropa: un vestido elegante, largo y sin mangas.
  • 39. 33 y 1/tercio Un cuaderno en el brazo de vellos y músculos bien dibujados. Un lápiz entre los dedos de uñas bien pintadas. Nos dijo que era dibujante. Y pintora. Su nombre era Sandra. Mucho gusto. —Ahora mismo iba a tomar unos bocetos de los monos —explicó, y los monos se pegaron a sus barrotes para vernos mejor, hacer mejores bocetos de nosotros. —Qué fácil perderse a estas horas por aquí, ¿verdad? —dijo cuando ya todo indicaba que iniciaríamos una larga conversación con un ser terrícola. —Me gustaría dibujarte —confesó después (y por supuesto que no se refería a mí), al final de esa larga conversación donde supimos de sus viajes por el planeta Tierra: Sandra hablando de países y lugares, Europa, Asia, aguas y desiertos, y ella confrontando su lista de cosas interesantes que había que ver allá-afuera, quiero decir, mucho más afuera del zoológico aunque en todas partes sea lo mismo. Al final de una conversación que bordeó el coqueteo: Sandra recorriendo con miradas furtivas cada curva de ella, hasta las curvas menos peligrosas, al tiempo que disfrazaba palabras de elogio a su belleza, muy merecidas por cierto, y yo escuchando y observando de lo más callado y divertido. No tenía la menor idea de cómo reaccionar. —¿Dibujarme? ¿Ahora? —Sí. Pero desnuda. Ella se pusa seria. Yo me puse serio. Sandra también se puso serio. Dijo: —Soy una artista profesional. ¿No se nota? Ella me miró. Él me miró. Yo las miré a las dos. No dije nada porque comprendí que esperaban que yo dijera algo. Me limité a reponer la sonrisa. A sostener la ropa que ella me daba a medida que se la iba quitando. La blusa, los jeans, etcétera y etcétera. Todo. Sandra sugirió una postura y empezó a dibujar. Muy rápido. Los monos empezaron a masturbarse. Un poco más lentos. El lápiz de Sandra pasó de la velocidad a la violencia. Las páginas del cuaderno pasaron a llenarse a un ritmo increíble. (El ritmo impuesto por una desnudez increíble.) Otra página. Y otra. Y otra más. ¿Con qué demonios las estaba llenando Sandra? ¿Cuántos miles de desnudos se proponía hacer? Distintas variaciones en la postura de la modelo. Perfecta blanquísima la piel en la luna. Hacia el final de la sesión ya casi todos los monos habían eyaculado.
  • 40. 33 y 1/tercio Sandra botó el mocho de lápiz. Vino hasta mí y me dio el cuaderno y me miró filosóficamente. —Yo también fui deleuziano —dijo. (¿Ustedes me pueden explicar qué significa eso?) —Deleuziana —le rectifiqué de todas formas. —Da igual como lo digas —sonrió—. No vas a cambiar nada. Unos minutos después estábamos sentados. Sandra ya se había ido. Yo hojeaba el cuaderno. Ella, recién vestida y al parecer molesta, le tiraba cosas a los monos (los monos también le tiraban cosas a ella). Los dibujos de Sandra, mala sorpresa, no eran desnudos a lápiz sino viñetas de cómic: una historieta furiosa que ocupaba casi todas las páginas en blanco. Ella preguntó: —¿Qué harías tú si yo me fuera? —¿Si te fueras adónde? —No sé. Lejos. A Nueva York. Siempre he querido ir a Nueva York. —Me entero ahora. —Dime, ¿Qué harías? —Nada —le dije—. No haría absolutamente nada. Laura llama desde Manhattan y me dice que en una boutique de la Torre Eiffel subastaron las cenizas de Paris Hilton. Que por alguna razón la Muralla China ya no está en China (y tú sabes bien dónde está, me dice). Que en cierta aldea escondida del Himalaya habló de Literatura Y con el Yeti. Que las cataratas del Niágara son mucho ruido y poca agua, lo más lindo son los suicidas plateados en traje de buzo. Que ha tenido sexo de casi todos los colores en casi todos los hoteles de Venecia. Que dentro de una de las pirámides de Egipto perdió la linterna del extraterrestre y un rato después, al salir, se dio cuenta de que estaba llorando. —¿Te excitaste allí, mientras él me dibujaba? Llegó un momento en que estábamos, literalmente, perdidos. Perdidos en el zoológico, quiero decir. O a causa del zoológico. —¿Todavía te excita verme desnuda? Ella conocía las respuestas (No a la primera y doble Sí a la segunda: vestida también), de modo que no hice caso a las preguntas. Dejé que me acariciara una dudosa erección.
  • 41. 33 y 1/tercio Aparentemente, el cómic trataba sobre nosotros. Al principio se movía en la cuerda erótica soft pero después comenzaban a entrar y salir dibujitos extraños, monstruos de marca mutante, caracteres y personajes ilegibles. El guión se enroscaba frenético. Ella había opinado que era algo así como una «historieta del absurdo fractal en clave ciencia-ficción y terror pulp». Dios mío. Pero qué va: escapaba de todo eso. Escapaba, creo, hasta de sí mismo. Y por supuesto, no había ningún final. Ahora nos besábamos. Habíamos dejado de caminar y nos besábamos casi con rabia. Le toqué los senos bajo la blusa, metí las dos manos y le acaricié las nalgas y el sexo bajo el blúmer. Ella hizo cosas parecidas conmigo. Siempre ganaba. Era muy hábil, muy precisa. Antes de darme cuenta ya correteaban por delante de mis ojos los especímenes de la peor fauna lasciva. Cada vez más rápido. Atropellándose. Sus manos contuvieron el chorrazo de semen. —Dame el pañuelo —pidió. Se lo di. Se limpió. Luego dijo: —Me vas a hacer un último favor, ¿verdad? —y enganchó un gesto a la cerca más próxima, tras la cual dormitaban dos canguros: uno grande y uno pequeño. Madre e hijo, supuse. Lo que no supuse fue lo que ella tenía en mente. Me lo hizo saber. —¿Estás loca? —dije—. Yo no me voy a robar ningún marsupial. Ni siquiera sabía que estaban aquí... A propósito, ¿dónde coño estamos? Aquello se me pareció de repente a un cuento de pésima antología de jóvenes caníbales italianos. Ya no tan jóvenes y nunca tan caníbales. —Oye, yo acabo de tener un detalle contigo. ¿Qué te cuesta traerme el cangurito? —¿Pero qué razonamiento es ese? —exploté—. Me haces un paja y tengo que traerte un canguro. ¿Si lo hubiéramos hecho que te tengo que traer? ¿El mamut? —Nunca lo hubiéramos hecho —se puso seria—. No aquí dentro. Y tú lo sabes. Nos miramos largamente. De pronto no estuve seguro del significado de ese aquí-dentro, su verdadero alcance. De pronto no estuve seguro de ningún significado. Entonces, ¿para qué seguir? ¿Y por qué no seguir? Le di la espalda y me encaminé hacia la jaula. Trabé las manos en la reja. Subí. Nada más fácil. Ella repetía: Ten cuidado, Ten cuidado, Ten cuidado.
  • 42. 33 y 1/tercio Yo pensé: No importa. Estoy acostumbrado a caerme. Y tú lo sabes. Caí adentro de un salto. Mamá canguro no se dio por enterada. El cangurito dormía a unos pasos de la bolsa de mamá. Alrededor todo era piel amarilla de hierba muerta, con pústulas de tierra. Me acerqué con estilo. El cangurito no protestó, no abrió los ojos. Ni falta que hacía. Ya yo lo estaba cargando y me retiraba a pasos inaudibles. Ella me animaba desde afuera con gestos también inaudibles. Ella, de pronto, dio una altísima voz de alarma. Paralizado, me volví para ver cómo la canguro terminaba de despertarse. Era grande. Muy grande. Me miró sin el menor asomo de comprensión o simpatía. Demasiado instinto maternal a la vista. —Buenas noches —le dije, pensando que no valía la pena correr: un salto suyo cubriría cualquier distancia. —CORRE CORRE —me gritaban desde el otro lado, y ni siquiera me pasó por la cabeza negociar el cangurito: sin dejar de mirar a su madre, inicié una lenta marcha atrás. Error al cuadrado. Esquivé el ataque rodando por el suelo. La bestiecilla peluda se escurrió de mis brazos. —SAL DE AHÍ. Qué fácil se dice. Me levanté vestido de polvo y sin tiempo para pensar. La canguro volvió a embestirme. Me libré con un modesto saltico hacia un lado. Corrí. Alcancé la cerca. Ella golpeaba la cerca y mis dedos. —SUBE SUBE SUBE. Sí, comenzar a trepar. Pero había un detalle: antes de que pasara un segundo mi espalda indefensa iba a recibir un buen trastazo, quizás un mordisco. Me di la vuelta. Esquivé de nuevo. Cuando la canguro pateó la cerca, mi espectadora soltó un grito que debió haberse oído en otro planeta. En Arachnoid, probablemente. El cangurito asomó la cabeza. El hecho de que ya se hubiera metido en la bolsa no suponía el fin de las hostilidades. —NO TE QUEDES PARADO. En algún momento pensé, casi indiferente, que aquella basura podía volverse eterna.
  • 43. 33 y 1/tercio Saltar hacia aquí o hacia allá. Frecuentar el suelo. Escurrirme. Recibir coletazos. Correr. Correr en vano. —TRATA DE SUBIR AHORA. Pensé que no conocía ni había conocido nunca a esa mujer que gritaba y corría (también en vano) del otro lado de la reja. Pensé que los canguros son como jerbos gigantes. Que los jerbos eran otros roedores excluidos. Que un amigo dijo una vez que los jerbos son rizomas. Y que nunca me interesó saber qué carajo eran los rizomas. ¿A alguien le interesa? (¿Ustedes se consideran una especie superior?) Aquí la especie superior soy yo, me dije, esto se tiene que acabar, y en ese momento vi a la infatigable canguro detenida, estirando las patas delanteras, poniéndose un par de guantes de boxeo color rojo chillón. Muchos años de dibujos animados detrás de ese gesto. Volvió a saltarme arriba. Recogí del suelo un puñado de tierra y se lo lancé a los ojos. Luego, me lancé a escalar la reja. Dio resultado. El cangurito gritándome insultos en un inglés de bolsa mientras la madre dejaba sus ojos en los guantes de tanto frotar. Afuera me recibieron los ojos de ella. Sus ojos cargados. Quizás de angustia. Quizás de sueño. Laura llama desde Manhattan y me dice que ha despertado con ganas de verme. Yo le digo que es probable que no haya despertado todavía. Después soy yo el que despierto. Desayuno imágenes, fragmentos encontrados. Laura en pedazos mordidos y dispersos, la huella de mis dientes, Laura collage, Laura lejos. Laura fantasma entre rascacielos. Me enjuago la cara y el sueño y trato de mirarme en el espejo pero el espejo está defectuoso. Froto el cristal. Nada. Sigue empañado. Vuelvo a frotar y de pronto descubro que en realidad no tengo ganas de verla, y me digo: No, tú no tienes ganas de verla a ella. (Ha pasado tiempo.) Tú tienes ganas de verte en ella. Empecé a hablar: Empecé a hablar del fin: Empecé (ya era hora) a ponerle fin a esta historia: —Pero por favor, obviemos las últimas viñetas, no es porque algo acaba de suceder en esa jaula, no tiene nada que ver con esto, mira —le enseñé
  • 44. 33 y 1/tercio moretones, sucios arañazos, la sangre de mis manos—. Es un asunto viejo y lo sabes. Ya no tiene remedio y lo sabes. Ella asintió: —Tampoco hay que estar buscándole remedio a todo. Es ridículo. —Bueno —respiré—, pues ya va siendo hora de salir de aquí, ¿no te parece? —Me voy a ir yo sola. Pero antes quiero que me digas... Puntos suspensivos: quería que le dijera lo que pensaba escribir. Quería saber si yo iba a escribir sobre ella. Si alguna vez había pensado escribir algo sobre ella. Qué cosas había pensado y cuándo y hasta dónde sería yo capaz de llegar. Todos los borradores pasados en limpio dentro de mi cabeza. O sea: lo único que yo no podía regalarle. Ni siquiera como souvenir, estatuillas de mi libertad. Y sin embargo lo hice. De pronto me sorprendí diciéndoselo todo y de pronto descubrí que ya era tarde, ya me era imposible parar y seguí fabulando suicidamente, como hasta hoy, esperando que ella no entendiera nada. (¿Ustedes han entendido algo?) Ahora, como es lógico, viene la parte en que ella se enfurece y me cae a golpes. Primero una galleta. Durísima, mas pura introducción. Quedé dócilmente a la espera de lo demás, pensando en todas las cosas que podría hacerle a una chica con un martillo... Las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo. Un piñazo boca nariz. Otro (sin guantes) directo al ojo. Un tercero al abdomen. Me doblé. Terminé de caer al suelo tras la infaltable y muy precisa patadita en la entrepierna. Un poco más de pateadura (espalda, costillas) y se agachó para agarrarme la cabeza por el pelo, buscando mi rostro. —Eres un insoportable morboso hijo de puta —me susurró al oído. O una combinación similar. Yo hubiera aprobado cualquier orden de adjetivos. Me levanté. Sangre nuevecita, ahora en los labios, ahora sí estaba hecho todo un nervio de dolor, sin adrenalina. La vi alejarse. Salí tras ella. Me zumbaban los tímpanos. Unos pájaros electroacústicos sacudieron unas ramas. Ella casi corría. Yo casi no podía correr. Pasamos quioscos, postes con flechas, nombre comunes y científicos. A esas alturas ya daba igual. A estas alturas ya da igual si de pronto les digo, por ejemplo, que el zoológico había mutado y la persecución se desarrollaba en un gigantesco espacio de roedores, sin más jerarquías, sin una sola jaula. La llamé varias veces.
  • 45. 33 y 1/tercio La misma cantidad de veces ella me gritó que me fuera al carajo. Yo me pregunté adónde carajo iba ella. Recordé: Me voy a ir yo sola. Recordé: ¿Qué harías tú si yo me fuera? Nos separaban ya pocos metros cuando llegamos al foso de los leones. Amanecía. Los pájaros electroacústicos llegaron detrás de nosotros. Detrás de mí. Ella se detuvo. Yo pensé: Sí, hazlo. Es fácil. Tan fácil como saltar una cerca. Permanecí en silencio mientras ella dudaba. El cuerpo de Alicia en tres unidades, bracito y cabeza y banquete de moscas, estaba afuera de nuevo. Finalmente, lo hizo. No la vi saltar. De pronto dejó de estar en un lado para estar en el otro, así de simple, como si la reja se hubiera desplazado a través de su cuerpo. Aunque igual pudo haber saltado a una velocidad increíble, no lo sé. En ese momento no me importó no saberlo. Repito: a esas alturas ya daba igual cualquier cosa. Me acerqué. Ella se dio la vuelta y me miró y nos miramos como quizás había sido siempre: con una reja por el medio. O quizás no. No hubo diálogo último. O quizás, de alguna forma, sí lo hubo: Me fabriqué este que termina más o menos así: —Si los leones siguen en huelga, ¿recogerías mi cadáver? —Hasta el último pedazo. (Demasiado a lo greatests hits.) Demasiado instinto de conservación a la vista, pensé. ¿Lo hará? Tres o cuatro o cinco comenzaban a acercarse, estilo coto de caza. Yo deseé ser el último de la manada, el imperceptible, el de las sobras, el que llegaría para encontrar solamente las hilachas o algún órgano. Los nervios, el sexo. Con un poco de suerte: su corazón. Cuando ella me dio la espalda y comenzó a descender, internándose en el foso con tanta energía que los leones, maravillados, se detuvieron a esperarla, a mí sólo me quedó cerrar los ojos y frotarme las manos y quizás aplaudir. Lo hará, pensé. Yo sé que lo hará. Tengo confianza en esta mujer.
  • 46. 33 y 1/tercio Laura llama desde Manhattan y me dice que lo siente. Yo siento el impulso definitivo de colgar. Pero no cuelgo. replay
  • 47. 33 y 1/tercio raúl flores iriarte (habana, 1977) luz de mi vida, fuego de mis entrañas Lolita leía Lolita aproximadamente al mismo tiempo que yo decidí irme al infierno. Ella no me hizo caso. Ella nunca me hace caso. Pasaba las páginas una a una como dulces de limón y no despegó la mirada del libro cuando decidí irme. ¿Alguna vez te has leído esta mierda?, me preguntó ella, Está muy buena. Yo cerré la puerta. Atrás quedó Lolita con Lolita en el regazo, página tras página, dulces de limón. Nabokov para las masas y Cranberries desde la cd player wake up and smell the coffee, pero no era café, sino puerta gris plástico para el pensamiento y carmelita para la ilusión. Como un baño público, o algo así. Créeme, de veras créeme cuando te digo que te quiero. Ella después tiró toda la ropa por la ventana. Era un quinto piso y no supe que hacer. La vida atrás. Un cigarro, polvo en la nariz y la censura no me romperá la boca por fallarle a las buenas costumbres. El caso es que mis ropas volaron ese día con pretensiones fallidas de palomas. Yo las vi caer y después me fui al infierno. Estas no son horas de venir, me dijo el encargado, ¿No podías haber escogido una hora mejor? Saludable, rojo, como corresponde, tras el buró con aire ausente, Ven mañana, Mañana será un buen día. Todos los días son buenos, le dije yo. y él asintió, Sí, todos los días, pero ya no es día, sino noche, y yo miré el reloj y vi que era verdad, era noche, noche cerrada, nunca aclara la cosa para los perdedores a muerte. Fui al parque, pero ya no habían cigarros, mucho menos polvo, y fui hasta el drugstore, que ya no era tal, sino bodega barata o cafetería estatal, dependiendo de cuan mal puedas sentirte, y yo me sentía mal, realmente mal, ¿Hay cigarros?, y dijo el tipo Sí, y yo por poco le doy un beso, no se lo di por la cuestión homofóbica, y porque eran treinta centavos, capital no disponible para mi en ese momento, No tengo dinero, le dije al tipo aquel, y él me regaló dos cigarros sin costo alguno. Volví al banco del parque y se me acercó Pam. Pam fue hombre alguna vez en su vida. Ahora se dedica a dar el culo en sus noches libres. y puedo asegurar que Pam tiene muchas noches libres. El punto es que ya no es hombre, tiene tetas más grandes que Pamela Anderson y eso ya es mucho decir. Por eso le dicen Pam. Diminutivo de Pamela. Le conté sobre Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas, dijo él / ella. ¿Que coño es eso?, le dije. Pam llevaba una botella de ron siete años y ya no tuve más preguntas. Dormí en el banco, con algo de alcohol en las venas, hasta que vino la policía a despertarme.