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CATULLE MENDES
LA PRIMERA AMANTE
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SI ESTÁS EN POSESIÓN DE UNA DE ESTAS FUERZAS SUPREMA: GENIO, ORGULLO Y VIRTUD,
QUE TRIUNFAN DE UN MODO ABSOLUTO Y CUMPLEN FATALMENTE SUS DESTINOS, SE EL
AMANTE DE CIEN MUJERES O EL ESPOSO DE UNA SOLA, NO IMPORTA, NO HAY NINGÚN PELI-
GRO: TÚ ERES EL MAGO AL QUE OBEDECE EL INFIERNO.
SI ERES UN HOMBRE HONRADO, IGUAL QUE LOS DEMÁS HOMBRES HONESTOS, SIN GRANDE-
ZAS NI POBREZAS, SIN BUENOS NI MALOS SUEÑOS, MODERADO, APACIBLE, SATISFECHO DE TI
MISMO, BUSCA NOVIA, CÁSATE, TEN HIJOS, Y, SI QUEDAS VIUDO, VUELVE A CASARTE, A ME-
NOS QUE TU CRIADA NO SEA JOVEN Y GORDA; MORIRÁS HONRADO Y HONORABLE, LLORADO
POR LOS TUYOS.
PERO SI ERES UNO DE ESOS SERES INTERMEDIOS, QUE NO TIENEN EL SUPREMO INGENIO NI EL
SENTIDO COMÚN, NI EL SERENO ORGULLO NI LA ACEPTACIÓN BEATA DE LA INFERIORIDAD, NI
LA PERFECTA VIRTUD NI LA HONESTIDAD BANAL; SI ERES UNO DE ESOS ARTISTAS MODERNOS,
INSEGUROS, ATORMENTADOS, EXCÉNTRICOS, QUE PUEDEN SUBIR, QUE PUEDEN CAER, DE-
PENDIENTES DE LAS CIRCUNSTANCIAS, TEME A LA MUJER. PUES LA MUJER ES LA CAUSA MÁS
DIRECTA DE LOS DESCALABROS DE LA VOLUNTAD, DE LAS DESVIACIONES DEL PENSAMIENTO,
DE LOS ABANDONOS DE LA CONCIENCIA, DE LAS AUTÉNTICAS LABORES NO CUMPLIDAS, DEL
OBJETIVO NO ALCANZADO, Y, FINALMENTE, DE LA AUSENCIA DE AUTOESTIMA, QUE ES LA
PEOR DE LAS ANGUSTIAS.
Y, ENTRE TODOS LOS BESOS, HAS DE TEMER EL PRIMER BESO,
PUES ESTO ES LO QUE ACONTECIÓ, MIL AÑOS DESPUES DE SU MUERTE, AL REY PSAMETIK.
UNOS VIOLADORES DE TUMBAS LO EXTRAJERON MOMIFICADO DE SU SARCÓFAGO, LO ARRO-
JARON EN LA ARENA, BAJO LA LUNA; Y, A CAUSA DE LAS POTENTES HIERBAS AROMÁTICAS, EL
CUERPO NO SE HABÍA DESCOMPUESTO; POR TODAS PARTES INTACTO, EXCEPTO EN UN PUNTO
DEL CUELLO, QUE ERA UNA LLAGA PULULANTE DE GUSANOS, Y DE DONDE SALÍA UNA PEQUE-
ÑA LLAMA DE PODREDUMBRE. LOS SACRÍLEGOS CREYERON QUE HABÍA SIDO MAL EMBALSA-
MADO, QUE SE HABÍAN OLVIDADO DE MOMIFICAR ESA PARTE DEL CADAVER. PERO NO. SU-
CEDÍA QUE EN EL CUELLO, EL REY PSAMETIK, VIVO, JOVEN, TODAVÍA IGNORANTE DE LAS CARI-
CIAS DE LA MUJER, HABÍA SIDO BESADO POR UNA CORTESANA LLAMADA RHODOPE, QUE
HABÍA VENIDO DE GRECIA, Y QUE REÍA.
¡CÓMO! ¿VIVIRÍA YO SOLO Y CASTO? ESFUERZATE EN SER CASTO; PERMANECE SOLO O AL
MENOS INDIFERENTE, - LO QUE ES CASI LO MISMO, - SI QUIERES DESARROLLARTE, SEGÚN TU
DEBER, EN EL SENTIDO NORMAL DE TUS FACULTADES.
PERO LA SOLEDAD O LA INFIFERENCIA ES EL ABURRIMIENTO?
¿CREES PUES QUE LA ALEGRÍA EXISTE? EN ESE CASO, TÚ DECIDES.
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LIBRO PRIMERO
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CAPÍTULO PRIMERO
Cuando acabó de anudar la corbata, Madame Gerbier bajó del taburete donde
había tenido que encaramarse debido a su pequeña estatura; se alejó un paso, otro más,
y, con el alma en los ojos, su vieja carita rosada y arrugada de alegría y orgullo, miraba
con arrobo y avidez a Evelín, tan apuesto, tan gracioso, a su Evelín, su niño, su hijo,
¡ese jovencito que había traído al mundo!
-¡Oh! ¡qué guapo estás! Dios mío, ¡qué guapo eres! – dijo.
Él sonreía aceptando el elogio, aprobando el entusiasmo, sin responder, juzgán-
dola bastante pagada por el placer que ella sentía; tenía el aspecto de un actor muy
aplaudido que piensa: «¡Eh! sí, sin duda», y se entrega al buen gusto del público; se
miraba con el cuello inclinado, en un movimiento de pajarillo orgulloso, y encima de su
delgado labio, apenas sombreado, como el de una muchachita que fuese demasiado mo-
rena, crecía impertinente un ligero vello pelirrojo; pero esta arrogancia no tenía nada de
desagradable, porque era joven; el recuerdo de los recientes piropos, de las hermosas
damas que en el paseo se detenían para decir: «¡Oh! qué delicioso bebé, querida», los
éxitos en los bailes infantiles, toda esa gloria pueril, le conferían una autoestima que
dejaba presagiar la suficiencia viril; esta actitud fatua provenía de su infancia.
Ciertamente era guapo, en su gracilidad de efebo, con no sé qué de diáfano, de
dorado, de ligero; Madame Gerbier, bastante fea, casi enana, flaca, enclenque, y ya en
una edad completamente gris – tenía treinta y siete años pasados cuando lo trajo al
mundo – tenía razón al decir: «Me da la impresión de ser una gallina vieja que haya
incubado el huevo de una ave del paraíso.»
Los cabellos cortos como los de una mujer moderna, ligeros, ondulantes, con en-
sortijados mechones rubios, ocultaban casi toda la frente de Evelín, proyectando un es-
bozo de sombra hasta el doble arco de sus finas cejas, sobre los párpados lisos vaga-
mente sonrosados; y los ojos muy abiertos eran azules; luminosos; con un brillo igual,
mostraban, en su pureza de agua fresca, esa sorpresa al ver que se observa en los ojos de
los muchachos muy jóvenes; eran tan límpidos que su color debía no solo ser esencial,
sino provenir de algo azulado que brillaba suavemente, muy lejos, detrás de su transpa-
rencia. Bajo la nariz, un poco larga, y las fosas ya gruesas, el labio superior, estrecho,
como fugaz, se curvaba exquisitamente en dos rosadas curvas; boca entreabierta sin
exageración; el mentón corto se mostraba blanco como el marfil nuevo. Pero el encanto
casi divino de ese rostro se encontraba en la frente, en las sienes, en las mejillas, en el
frescor, pálido no obstante, más pálido hoy a causa de una enfermedad reciente; en el
inmaculado candor, como el primor virgen de la piel, de una piel lechosa y diáfana a la
vez, que parecía hecha de alba, y donde afloraba, aquí y allá, algo así como una eclosión
al amanecer de la joven rosa de la vida. Y esa fina cabeza, todavía poco viril, pero con
porte altivo y como encrestada de desafío y conquista, se erigía sobre un cuerpo ligero,
delgado, alto, que, con su esbeltez de tallo crecido demasiado aprisa, con su posibilidad
de romperse o de desfallecer al menor golpe, añadía a Evelín más encanto todavía, el
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encanto de donde nace una inquietud de vulnerabilidad y por donde se duplica el precio
de los seres y de las cosas, de la fragilidad en la gracia.
Después de cuatro sonoros besos – ella le daría veinte – Evelín dijo «¡Hasta la
noche, mamá!» y se volvió hacia la puerta, no sin antes arrojar una última ojeada al es-
pejo.
Pero la madre, preocupada, nerviosa, alarmada, dijo:-¡Espera! ¡espera! no es ra-
zonable que vayas sin precaución en tu primera salida. Se razonable, ¿y si vuelves a
enfermar? No hay nada más terrible que una recaída después de una neumonía.
— El médico te insistió que ya estaba curado, completamente curado.
— ¡Los médicos no saben lo que dicen! y además, si se recae tanto, mejor para
ellos pues les supone nuevas visitas.
— Pero yo jamás me he sentido mejor.
— No estás suficientemente abrigado.
— Me aso.
— Levanta el cuello de tu abrigo.
— ¡Ah! no! —dijo Evelín con una protesta de coquetería.
— ¿Al menos no regresarás demasiado tarde?
— No, no.
— ¿Y no fumarás?
— Ni siquiera un cigarrillo.
— ¿Tendrás cuidado con los coches?
— Caminaré por las aceras, sin atravesar nunca la calle.
— Ríete, ríete… las desgracias ocurren cuando menos las esperas.
— ¡Hasta luego!
— ¿Y si bebieses una taza de manzanilla antes de salir?
— ¡Mamá, por favor, me atosigas! — dijo él abrazándola con un acceso de risa.
Y se escapó.
Con el cuello extendido ella escuchaba el ruido de las puertas que se cierran, de
los pasos precipitados por la escalera; luego, habiéndose hecho el silencio por ese lado,
corrió a la ventana, la abrió, y, con los ojos haciendo visera con la mano, inclinó la ca-
beza. La calle Montmartre bullía de gente debajo de ella. Vista desde el quinto piso pa-
recía estrecha, encogida; aquí y allá discurría como un río entre dos orillas, el barullo de
rumores de mil transeúntes que se cruzan, entrechocan; luego, hacia la desembocadura
del bulevar, la inmovilidad, súbita, como un ataúd, de un ómnibus enorme entre un ga-
limatías creciente de coches y taxis. Evelín salió de un portal y se insinuó en toda esa
muchedumbre, en todo ese ruido. Madame Gerbier lo seguía con la mirada, los brazos
extendidos, siempre más inclinada. ¡Tanta gente! él era tan imprudente, tan delicado;
tenía miedo. Sentía algo esforzarse en salir de ella para irse con el niño, para cubrirlo,
defenderlo, ser atropellada con él. Pero él giró sobre el bulevar y desapareció. Ni una
sola vez se había vuelto; sin embargo había debido adivinar que ella estaba en la venta-
na, acompañándolo. Volvió a su habitación, y, con la ventana cerrada, se sentó delante
de la máquina de coser. Hizo girar la rueda; acabaría de bordar esos cuellos de camisa
para Evelín; pero su pie se detuvo enseguida; no tenía ánimos para trabajar. Tomó su
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misal en el costurero; era especialmente devota cuando tenía algún mal presentimiento;
comenzó a leer en voz baja, moviendo los labios; pero volvió a poner el libro en su si-
tio; tampoco tenía ganas de rezar. Estaba consternada, mantenía sus brazos laxos y la
mente completamente ocupada por la inquietud; sus pequeños ojos se hinchaban de
lágrimas. « ¡Ah¡ ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío!», decía al ritmo de un ca-
beceo. Y pensaba, se atormentaba. Como había cometido el error de obedecer a Evelín,
de venir a Paris con su hijo, vieja y viuda. Estaban tan bien, tan cómodos y considerados
a causa de Monsieur Gerbier que había sido juez de paz, y de sus seis mil libras de ren-
ta, en la pequeña provincia donde todo el mundo se conocía, donde los burgueses se
dicen por las mañanas buenos días de una ventana a otra con los postigos abiertos. Allí
el aire era puro, aromático, entre el río y el bosque de pinos, Evelín no habría caído en-
fermo; ahora ya no corría por las calles entre las ruedas. Pues, en su alma angosta y
enana también, Madame Gerbier, tiernamente bestial, no tenía más que preocupaciones
instintivas; sobre todo era obsesiva, casi únicamente, por el espanto a los peligros mate-
riales a los que su hijo estaba expuesto: una chimenea que cae, unos bandidos que atra-
can a los transeúntes en un rincón y los estrangulan, un caballo que se desboca derri-
bando todo a su paso. Incluso la idea de la Amante, enamorada o fingiendo estarlo, que
seduce y pierde a los jóvenes, la Ladrona de hijos, la Mala Mujer, espanto de las ma-
dres, le venía a la mente de vez en cuando; alrededor de Evelín, París le parecía como
una envoltura amenazadora, odiosa; estaba convencida de que moriría uno de esos días,
de repente, de un sobresalto del corazón, como un pájaro que expira, viendo a Evelín
tumbado en una camilla, con la sien abierta y una herida roja por donde se deslizaba un
hilillo de sangre bajo un pañuelo plegado en forma de venda. ¡Ah! ciertamente, moriría
así, sin el tiempo de decir ¡uf! Luego pensó más lentamente, con el espíritu como meci-
do por una sombría canción de cuna. El sueño le ganaba; había pasado tantas noches
velando a Evelín, febrilmente, llena de sobresaltos, que se volvió hacia la pared con
gestos de apartar la sábana. Alrededor de ella, en la soledad del comedor, que también
servía de salón, estancia cuadrada, amueblada de acajú, pintado con papel castaño, y
donde colgaban, a derecha y a izquierda de la hornacina de la estufa pintada de verde,
un retrato de Monsieur Gerbier de joven, en traje de novio con una flor en el ojal, y un
retrato de Monsieur Gerbier con cuarenta años, magistrado, en traje y condecorado; en
ese rincón de provincias comparado con París, todo el ruido de la enorme ciudad, ruidos
de coches, gritos, llamadas, risas, estrépitos de hierros, rodamientos profundos y sordos
con los que las casas vibraban, se insinuaba, se encarnizaba, engrandecía, se volvía más
espantoso en el silencio somnoliento en el que se iba sumiendo la anciana; medio aton-
tada, su ansiedad se desarrollaba en un espanto de pesadilla. Aunque jamás hubiese vis-
to ni oído el mar, le parecía que un negro, aullador y salvaje océano crecía por todas
partes, golpeando las paredes, sumergiendo los tejados, y todas las olas furiosas, aque-
llas que venían y las que se volvían después de romper, empujaban, sacudían, hacían
girar, rodaban hacia un escollo a pico, semejando un enorme coche embarrancado allí, a
una barquita, sin gobernante, sin vela, que se destrozaría! « ¡Evelín!» gritó la madre en
una sacudida del sueño; tomo el breviario, lo abrió, lo hojeó, encontró la página que
buscaba, luego, arrodillada, con el mentón al borde de la máquina de coser, se puso a
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recitar en una balbuceante salmodia: Ave, maris stella. Dei mater alma, con el recuerdo
quizá, de alguna leyenda contada o leída en una vieja novela, de que esa oración era
recitada por las madres de los marinos cuando los hijos que iban a la mar se encontraban
en peligro.
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CAPITULO II
Sobre el bulevar, hacia la Madeleine, bajo el cielo de un azul apenas blancuzco y
la sana alegría que se respira en las grandes avenidas, se desarrollaba la hermosa fiesta
de la primavera parisina, con el verde tempranero de los frágiles árboles y las amplias
aceras lisas y brillantes por el sol, entre el ruido del frufrú de las faldas y el taconeo de
los botines sobre el asfalto más sonoro, donde los sombreros de las mujeres se mostra-
ban como sonrisas y divierten la mirada. Reinaba la alegría por todas partes: en las te-
rrazas de los cafés, entre los paseantes de la calle Real, entre los conductores de los ca-
rruajes. Esas muchachas, sin sombrero ni gorros, obreras o criadas, por parejas o de tres
en tres, provocadoras; el lujo de los carruajes donde se extienden, con la punta del botín
sobre el cojín delantero, las ilustres mundanas, o bien, más feas, pero con aspecto más
decente, las amantes de sus maridos; alegría reinante entre el gentío, familias burguesas
a quienes el sol ha dado la ilusión de un domingo, en las estaciones, en los ómnibus
completos. Y, de la iglesia abierta, dejando verse entre el entramado de las columnas, a
lo lejos, en una bruma de incienso, el tenebroso esplendor de los cirios y los oros, des-
cendía sobre una alfombra roja, entre una doble fila de sotanas y de uniformes con galo-
nes brillantes, una pareja de personas ricas, que ofrecía al pleno día, como un gran lis
vivo completamente cubierto de encajes, la blanca esbeltez de una novia.
Evelín, boquiabierto, absorbía la vida del París renovado.
A la edad de Evelín, haber estado convaleciente era como un renacer, no como
el niño que era antes, con las insuficiencias del espíritu y del cuerpo inacabados, sino
como un hombre; uno tiene ese deslumbramiento incomparable de la sorpresa — pues
la experiencia de los primeros años, los hábitos adquiridos, se disipan, quedan atrás,
como algo vago, nulo, en los limbos de la enfermedad — y con la sorpresa, la potencia,
nueva y entera, de concebir y apropiarse del objeto; se ve por primera vez y con una
perfecta clarividencia; se posee ante lo desconocido, unos nervios, una inteligencia, un
corazón, capaces de todas las sensaciones, de toda la ciencia, de todo el amor; todo os
invade en efecto, bruscamente, a la vez, en una irrupción apasionadamente aceptada de
la exterioridad. Se es como una apertura que se llena de grandes olas turbulentas, y en-
trado ese torrencial, está hecho de rayos de colores, de perfumes, de ruidos violentos y
dulces, de esplendor, de embriaguez.
Algo similar a lo que Adán debió conocer si fuese creado ya hombre en medio
de la naturaleza, es lo que experimentaba el hijo de Madame Gerbier, adolescente y
convaleciente, virgen sobre el bulevar, gracias a esta clara tarde parisina.
Miraba, aspiraba, estaba como hinchado por las bocanadas alegres que le envia-
ban el cielo, la calle, el sol, las mujeres que pasaban. Tenía esa impresión de que todo el
buen humor de los seres y las cosas brillaba para él, hacia él, en él; su vida le parecía
hecha de la dicha de todo el mundo: Estaba solo, perdido en esa multitud, no observado,
en medio de la alegría ruidosa de los cafés y la extravagancia de esas muchachas que
atravesaban la calzada con la melena al viento, la cómica contrariedad del burgués que
ha perdido el taxi, el lujo luminoso de los cocheros y los vestidos, la sonrisa de los
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sombreros floridos y los labios; también era la claridad de los escaparates, la luminosi-
dad de los letreros, el frescor del aire, la inmensidad soleada del azul vagamente blan-
cuzco! Habiéndose vuelto, creyó que en su brazo se apoyaba la novia, toda vestida de
blanco sobre la alfombra roja en pleno sol, enlazada y pálida como un lis de encajes. Y
múltiple, tan confuso — penetrándole por los ojos, por las narices, por las orejas, por
todos los poros abiertos —fue para él la convergencia del encanto universal, que sentía
que ella era íntima, intensa y permanecería a él aferrada; como sería la impresión reci-
bida que, incluso se acordaría de ella con más claridad de la que la recibía; y que, ma-
ñana, siempre, la consideraría inefable, sin cesar profunda; crecimiento del estigmatiza-
do en una corteza virgen fuertemente entallada. Pero la conciencia de lo que experimen-
taba no tardó en disiparse; ahora se perdía, se dispersaba en una vasta alegría, aceptada
y rendida, flujo y reflujo, donde se desvanecía el pensamiento; presa de tanta vida que
no sentía vivir, olvidaba lo que nunca olvidaría. Desfalleció un instante en este éxtasis
de los hogares que reciben y dan calor; debió apoyarse, para no caer, en la columna de
bronce de una farola, porque, en un coche, con las cortinillas mal bajadas, dos enamora-
dos se estaban besando en la boca. Y cuando retomó su paseo sobre las aceras menos
transitadas, hacia la plaza de la Concordia, estaba pálido.
Unas mujeres hablaban en voz baja la una a la otra, señalándole. Sí, tan guapo.
Pero él ya no miraba a los paseantes. Pensaba, con la cabeza inclinada. Un poco cansa-
do, se sentía muy bien, aunque melancólico, con efusión. Este niño, débil y simpático,
tal vez, bajo esa simpatía, tenía en esa debilidad, bajo una sequedad de corazón, una
corteza de egoísmo; no se había vuelto ni una sola vez, antes, mientras Madame Ger-
bier, en la ventana, le seguía con la mirada. Pero, en ese instante, en la fatiga de su dicha
apaciguada, una inmensa ternura lo invadía, hubiese querido desprenderse de él. Su-
cumbía a necesidades de expandirse, de consolarse; hubiese llorado con una deliciosa
compasión en los brazos de un amigo desdichado; y, de pronto, deteniéndose en una
esquina de la plaza de la Concordia, dio una limosna – un poco de calderilla – a una
vieja vendedora de lápices, con un busto sin brazos, encogida sobre la acera. Luego, en
los Campos Elíseos, a causa de las niñas y niños que jugaban, de los tiovivos y de las
tiendas de bibelots entre los árboles, el hombre que comenzaba a ser se desvaneció
completamente transformándose en el niño que todavía era; de regreso a las puerilidades
de antes, hubiese querido, en ese bello día que la hacía pensar en los recreos en el patio
del colegio, jugar al aro, saltar a la cuerda, mantenerse, con la fusta en la mano, en el
pescante de una pequeña calesa; se interesó en una partida de ajedrez organizada por
estudiantes del instituto de paseo; quiso mezclarse, debió esforzarse para no dar al me-
nos consejos; y, juzgándose pequeño y sin experiencia ni fuerza, tenía un instintivo de-
seo de ser guiado, llevado de la mano, de obedecer a una persona mayor, de decir mamá
a una de esas damas sentadas sobre las sillas entre grupos de bebés jugando.
Pero una chiquilla que jugaba a las cuatro esquinas, escotada, con la falda dema-
siado corta, ya gorda y toda una mujer por la carne de sus espaldas y de las hinchadas
pantorrillas, le cayó sobre el pecho en el falso paso de una brusca huida; él sintió bajo la
boca y las narices un olor de piel sudorosa y fresca.
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Entonces se levantó, sintiéndose viril; despreció los aros, el tiovivo, las tiendas
de juguetes; caminaba con paso firme, la mirada decidida, divisando a los transeúntes,
atreviéndose a sonreírle; por otra parte, ni siquiera había seguido la mirada de la chiqui-
lla, pronto desaparecida, que le había caído en los brazos; una niña, demasiado pequeña
para él, gran muchacho. Se decía que, guapo como era, ilustre como sería, todas esas
mujeres podrían un día ser suyas. Sí, desde luego, él las haría suyas. ¿A todas? no, so-
lamente a las bonitas. ¿Cómo ocurriría eso? No imaginaba sin espanto, mediante qué
circunstancias sería conducido, acogido, retenido, en el salón, luego en la habitación de
esas parisinas; el transporte de su deseo lo hubiese atrevido a las más fogosas aventuras,
escaladas, duelos, a causa de ese coraje en la quimera, que constituye lo propio de la
primera juventud; pero la timidez en las cosas posibles y normales, cuya joven edad se
deshacía con dificultad, lo obligaba a considerar como sucesos temibles una presenta-
ción, una visita, un vals solicitado; le costaría poco ser extraordinario, llegado el caso,
pero, ante una dama en vestido de baile diciendo: «Yo estoy en …mi casa, señor, el
jueves y estaría muy honrada…», sentiría temblar sus rodillas, enrojecer su rostro, bal-
bucearía estúpidamente. ¡Bah! el azar le serviría, le enseñaría, le pondría al corriente de
las costumbres mundanas; como había leído las novelas del siglo dieciocho, contaba con
las buenas fortunas de sofá. Este pensamiento, mediocre, banal se ennoblecía en Evelin
con un poco de este ideal que da a los más piadosos sueños lo lejano de su realización.
Además, él no podía equivocarse, no podía ser vil ni mezquino, ¡puesto que era joven!
Por desgracia, la juventud no consiste en solamente la gracia, el frescor, la salud, el go-
ce de uno mismo y los demás; es, incluso en los malvados, el amor y la virtud. Evelín
estaba tan lleno de orgullo y gloria próxima, que se decidió a una acción terrible; sí, su
madre lo esperaría, estaría preocupada, no importa, ¡cenaría en el restaurante! solo, co-
mo alguien que no debe rendir cuentas a nadie, — en uno de esos restaurantes de los
Campos Elíseos, donde se ven tantos pequeños manteles brillar por las noches con una
blancura de gas bajo la diáfana vibración de las farolas iluminadas; y un ruido de flujo
de agua detrás de los macizos, caía en clara lluvia en una tinaja invisible.
Las horas habían pasado. Menos paseantes y transeúntes. La dulzura anterior al
crepúsculo adormecía la vegetación, la avenida y el tráfico de los coches; descendía
sobre todas las cosas una recomendación de silencio y misterio, no todavía obedecido.
Alrededor del restaurante, las cien pequeñas mesas blancas protestaban, mediante un
tumulto de tenedores cocando entre si y de conversaciones a viva voz contra esta inva-
sión de paz, que da a los paseos parisinos una semejanza con los caminos, los campos,
los bosques. Evelin tomó sitio y, temerario, pidió el menú a un maître en traje negro,
que lo intimidaba; pero habló con naturalidad, con aire decidido, como alguien acos-
tumbrado a ello.
No comió mucho, bebió demasiado, no echando agua en el vino a fin de que se
viese bien que era un hombre; ¿qué vino? al principio borgoña; luego champán, como
las damas rusas de las novelas y los vividores de los poemas románticos; rellenando la
copa sobre el mantel, miraba a las personas de las mesas próximas, con una vaga espe-
ranza de sorprender en su actitud una admiración de haberlo visto beber.
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A los postres estaba taciturno; tumbado sobre su silla, con el busto yendo y vi-
niendo sobre el borde de la mesa. Ya no observaba a las personas de su alrededor, des-
lumbrado de sí mismo con el humo de su cigarro, un cigarro demasiado grueso, muy
fuerte, que había elegido con un tacto de conocedor en la tienda de Habana. Asistía a la
fantasmagoría de su alma. Para aquellos que lo hubiesen observado en ese momento,
habría parecido esbelto, imberbe, frágil, una monada, uno de esos ingenuos de vaudevi-
lle que se visten de hombre para sorprender en la vida parisina la infidelidad de un ena-
morado o de un novio. Pero eso eran triunfales quimeras que él contemplaba entre las
volutas del humo y del aliento! y, un poco lejano, detrás de los árboles, el ruido de París
le rodeaba como un murmullo creciente de aclamaciones. Él conquistaría la ciudad
enorme y fabulosa; tendría a su alrededor las admiraciones de los espíritus, las adula-
ciones de las multitudes; acodado en algún balcón de palacio, un día de fiesta pública,
entre criados con uniforme y vírgenes desnudas parecidas a aquellas que agarran por las
bridas, en los cuadros históricos, los caballos de los conquistadores, se veía ordenando a
toda esa servidumbre pomposa y deliciosa, arrojar al populacho ebrio las monedas y las
piedras preciosas de sus inagotables cofres. Lo que él había realizado para merecer ser
augusto y magnífico hasta ese extremo, no lo discernía muy claramente; ¿para ilustra-
ción de una patria o la defensa de una raza, habría vencido, desterrado, dispersado, a
fuerza de valor y talento, a un innumerable pueblo de enemigos guerreros? Sin duda
atravesó París, antes, por todos los bulevares, entre las ventanas engalanadas de bande-
ras y mujeres, a la cabeza de un ejército que regresaba de los combates; y tenía sobre su
cabeza, en el maravilloso esplendor del día, una corona de gloriosas flores. ¿O bien deb-
ía este apogeo a unos dramas aclamados por una multitud llorosa y risueña, o a unos
poemas conmovedores de almas? Sí, él era el más grande de los hombres porque él era
el más grande de los poetas; Orfeo, Esquilo, Dante, Shakespeare, Hugo, eso es lo que
era, más sublime, más dichoso también; pues tenía a su alcance todas las riquezas, lega-
das al Maestro de los Poetas por la emperatriz de un país de América, donde veinte mil
esclavos no cesan de recoger la lava de oro que mana de un volcán siempre en erupción.
Y se paseaba en las fiestas, entre las luces, entre las alegrías, fiesta, luz y goce! A veces
su ensoñación se restringía, particularizándose en pensamientos menos grandiosos, co-
mo en unos rincones íntimos; a medias acostado sobre un diván de su habitación, casi
dormido, un poco cansado, un poco enfermo y complaciéndose en un aire de languidez,
escuchaba a jóvenes de gran talento, pintores, escultores, poetas, agrupados a su alrede-
dor, agradeciéndoles con sinceras palabras la ayuda que les había prestado, unos ejem-
plos que él les había dado; de vez en cuando, un criado resplandeciente de galones
anunciaba algún ilustre personaje, ministro, general o alteza extranjera, que venía a pe-
dir noticias del enfermo; Evelín lo acogía con cortesía, afectando sin embargo más de
cordial abandono, más de consideración afectuosa por los jóvenes, que eran artistas; y
se felicitaba, se estimaba a causa de esta diferencia de acogida. O bien escuchaba, cami-
nando en su galería de cuadros, a su secretario leerle las cartas innumerables donde tan-
tas personas que él había sacado de la miseria, salvadas de la desesperación, le juraban
un eterno agradecimiento; se enternecía de ser amado así, de haber merecido ese amor.
O bien, en una sala pomposa que antiguas tapicerías decoraban cazas de jabalí o de
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osos, ofrecida un almuerzo íntimo, con una urbanidad un poco altanera, a embajadores y
a cortesanos! Luego regresaban, más violentos, más luminosos que antes, los tumultos
de la gloria pública, universal, aclamaciones de toda la ciudad, de toda la nación, de
toda la tierra. Y, vuelto hacia el sol poniente que resplandecía allá en el enorme ventanal
que es el Arco del Triunfo, el alma extasiada en sus ojos ardientes por los púrpuras y los
oros del horizonte, perdido hacia esas fulgurancias donde rodaban torrentes de piedras
preciosas, donde se erigían palacios de brasas, donde una población de armaduras rojas
actuaban de deslumbrantes estandartes y proferían, como gritos, llamas, él admiraba, en
la magnificencia solar, su triunfal porvenir!
Pero algo sombrío pasó entre él y esos esplendores, apagándolos. Volvió la ca-
beza a medias. Una joven dama y una niña que tenía en el brazo un aro, se sentaban
delante, en una mesa donde los cubiertos estaban dispuestos. La joven dama sacó sus
guantes y, tras haberlos enrollado cuidadosamente, los introdujo en un vaso. Tenía unas
largas manos pálidas.
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CAPÍTULO III
Esta sombra, esta incorporación a la vida real y banal, lo arrancaron de sus ideas
soñadoras. Tras una sacudida semejante a la de esas caídas en sueños que acaban por
despertar, se encontró con los pies sobre la arena, sentado en el jardín de un restaurante;
alguien que había cenado bien, eso era todo. Los comensales a su alrededora eran más
extraños, solo hablaban en voz baja; pronto se haría de noche: una penumbra subía len-
tamente, envolvía con un velo diáfanos los ramajes casi silenciosos; linternas de coches
sobre la avenida, centelleando lánguidamente en la claridad del crepúsculo; como antes
del sueño, la vida de las cosas se estiraba en una lasitud, en una pereza melancólica y
tibia. En una ventana abierta del pabellón del restaurante, apareció una muchacha, con
un vaso en la mano, en blusa, con una melena pelirroja despeinada, con mucha carne a
la vista, ofrecida, y la sexualidad de los pelos bajos los brazos al aire. Fin de una cena
en un reservado particular. Evelín se estremeció en un transporte hacia esa criatura;
creyó sentir descender hacia él un perfume como si se hubiese esparcido desde la venta-
na un ramo de flores sucias, podridas. Mal y buen olor, bueno de ser malo. Pero una
mano de hombre tomó a la joven por el hombro y la obligó a entrar de nuevo; hubo un
temblor de cortinas detrás de la ventana que se cerró de inmediato.
Entonces Evelín miró mas atentamente a la joven dama sentada muy cerca de él,
silenciosa, frente a la pequeñas que había apoyado su aro contra un árbol.
Y era de noche, aunque clareaba levemente lo que restaba de día. Sobre las es-
trechas mesas, las llamas que temblaban bajo las tulipas de las farolas con el inverosímil
y el mal presagio de los cirios, ponían aquí y allá un poco de blancura a la palidez de los
manteles. Una tristeza herida erraba en el aire.
Esta dama no era tan joven como había creído en un principio; la chiquilla debía
tener nueve o diez años, la madre treinta; no, no todavía: veintiséis, veintisiete; sin duda
se había casado joven. ¿Bonita? sí, bastante, con un aire serio. En realidad, Evelín no la
encontraba demasiado a su gusto, comparándola con la aristocrática esposada, en su
candor altivo, que él había visto esa misma tarde en las esclareas de la Madeleine, o con
la joven pelirroja que se había mostrado, toda descocada, en la ventana del pabellón. No
había duda de que la dama era una burguesa; venida al restaurante, esa bella noche, con
su hija, porque le había dado permiso a la cocinera; pero de la alta burguesía, como se
dice en la pequeña ciudad donde había vivido Evelín. Con toda seguridad, una dama
muy distinguida.
Levantó la cabeza, a causa de un refrán de opereta al piano que se podía oír en el
interior del pabellón; luego, cuando su atención disminuyó, como por una costumbre ya,
hacia la mesa vecina, tuvo, de súbito y casi de un modo brutal, esa impresión de que
había sido mirado fijamente, ardientemente, pesadamente; y que la mirada acababa de
esquivarse para no ser sorprendida. En ese momento, la dama cortaba en un plato, para
su hija, la carne en pequeños trozos; parecía muy enfrascada en esta tarea de madre;
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sobre él sentía un penetrante calor que iba desde la nuca hasta los riñones, un calor que
procedía de la mirada que no había visto.
¿Ella había observado al jovencito que estaba allí? ¿Tenía la valía suficiente para
que una mujer se fijase en él? Pues la presunción en el sueño no es incompatible con la
desconfianza de uno mismo en la vida. Pero sí, ¿por qué no?, ella se había preocupado
de él; él se acordaba, no sin complacencia, siempre con el desdén de haber sido tan pe-
queño hacia tan poco tiempo, de las mundanas de provincias que se extasiaban de su
buen aspecto en los bailes de la subprefactura. Ahora estimaba a esa dama mucho más
bonita; demasiado gorda sin embargo, con unos grandes abultamiento en la blusa. Se
había apartado un poco hacia atrás de modo que pudiese observarla a placer, sin imper-
tinencia aparente.
Lo que veía de agradable en ella era la perfecta distinción de toda su persona;
ninguna excentricidad en el vestir, en el aspecto; nada destacable; un encanto de elegan-
te mediocridad, de medias tintas, de ocultación; un buen gusto de discreta variación.
Bajo un sombrero de seda plisado — de seda malva, parecida a la del vestido — cabe-
llos castaños, sin rizos, en dos tiras casi planas cuya simplicidad no implicaba ninguna
afectación, se dividían sobre una frente baja, de una palidez un poco amarillenta, muy
dulce, una palidez de vieja vitela; un hilo invisible de una sola arruga atravesaba esa
frente tranquila. Los ojos pequeños, donde la pupila en el blanco azucarado de la es-
clerótica imitaba una gota de vino de España sobre leche un poco azul, se oscurecían
como voluntariamente, se ocultaban, furtivos, bajo la modestia de las largas pestañas;
algunas veces, se abrían y parecían muy grandes, con una luz salvaje, ¡querían, exigían,
triunfaban! Pero pronto se mitigaba ese estallido en una dulzura de penumbra; hacían
pensar en destellos que se apagan. La delgada nariz se afilaba, pero no demasiado larga
sin embargo; la boca bastante gruesa, donde los dientes apenas se mostraban, era de un
rosa triste, como extenuado. Y de toda esta dama emanaba paz, recogimiento, soledad.
Su vida había debido transcurrir por completo en la sencillez de un interior modesto, en
la honestidad cotidiana de los deberes cumplidos sin énfasis y sin pena. Ser un poco
gorda impedía afinar su distinción hasta la aristocracia. Una burguesa auténtica,
ocupándose de su hogar, haciéndose hacer sus vestidos en la casa para economizar; in-
cluso en su vestir, como en sus modales, se dejaba entrever un poco de provincianismo;
pero esa sencillez, esa discreción, se compensaban con una elegancia que, por no tener
nada de excepcional, no era menos exquisita.
Una vez más, Evelín, mientras encendía su segundo cigarro, tuvo la sensación de
ser objeto de una mirada violenta, tenaz, dominadora, que lo envolvía y lo atraía! pero
habiéndose inclinado hacia ella, la vio, con la frente hacia el plato, inmóvil, seria, con la
mirada baja.
—Renata, hija mía, tranquilízate, te lo ruego. Es increíble que no puedas estar
quieta. La próxima vez cenarás en la casa con la criada.
Su voz, casi sin inflexión, era de una gran dulzura, a pesar del tono de reprimen-
da. Se adivinaba que esta mujer sabía hacerse obedecer, sin gritos ni dureza; hablando
con moderación a su marido, a sus criados, como a su hija. Había sido muy bien educa-
da. También se advertía que le gustaba dar buenos consejos, de un tono impuesto, char-
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lar de cosas sencillas y sanas, que era circunspecta para ella misma y para los demás,
teniendo el temor y el horror de todo exceso. Seguramente sabía consolar, con un poco
de indiferencia, con mucho tacto. Sus ideas estaban en orden, bien alineadas, como su
ropa en el armario, y regulares, como los pliegues de su vestido y de su sombrero. Su
voz tenía el ritmo igual al de un alma no turbada.
Y precisamente a causa de esta mesura, de esta reserva, de todo eso que está tan
bien sin más alardes, esa persona no agradaba demasiado a Evelin, más tentado en la
novedad de su corazón y de sus sentidos por casi angélicos noviazgos soñados, o por la
pomposa lujuria de los amores de cortesanas. Es hacia la mitad de la vida cuando el
deseo se desinteresa de lo extraordinario y se resigna al amable banal, se aburguesa.
Evelín habría podido encontrar a esa dama en casa de su madre, en provincias, más en-
cantadora que las vecinas que iban a jugar al whist, las noches bajo la lámpara, entre
tazas de té, pero sin duda de la misma especie que ellas. Pero todo el joven galimatías
de sus pasiones se alborotaba hacia otras criaturas, divinamente serenas o demoniaca-
mente esplendidas. Sin embargo él la miraba, con persistencia; tal vez, simplemente
porque era una mujer, una mujer que lo había mirado; tal vez porque, a su pesar, él no
podía defenderse contra el encanto de una semejanza con los recuerdos de su infancia
todavía tan reciente. Casi niño, la reconocía maternal. Y estaban muy cerca el uno del
otro, — extendiendo el brazo habría podido tocarle la mano, — sin hablarse, en el silen-
cio y la densa noche. No volvía los ojos hacia él. Pero sentía bien que ella advertía su
presencia.
La chiquilla, que se había levantado y jugaba al aro entre las mesas, derramó de
un golpe con el codo el vaso de Evelín.
—Renata, ven aquí enseguida. ¡Siéntate, te lo ordeno!
La dama hablaba con voz que nunca dejaba de ser dulce, a pesar de la cólera de
sus palabras.
Luego, volviéndose hacia Evelin:
—¡Oh! señor, — dijo — le pido mil perdones. Mi hija es tan insoportable… es-
toy abrumada de lo que ha ocurrido. ¡Deberías morir de vergüenza, Renata!
Evelín respondió que el daño no era importante; no había por que regañar a esa
bonita señorita; era bueno que los niños se divirtiesen; uno no sabría pedirles ser razo-
nables como las personas mayores; y pronunció otras palabras, vanas, insignificantes, lo
que se suele decir en estos casos; ponía en ello mucha cortesía; intentaba hacer ver que
había recibido una buena educación. Sobre todo afectaba hablar de los niños con un
tono de conmiseración y ternura, disculpándoles todo porque son pequeños, poniendo
de ese modo más distancia entre su edad y la de ellos.
Ella sonrió imperceptiblemente.
La charla continuó, banal, sobre la cuestión de saber si es mejor mimar a los ni-
ños o tratarlos con severidad. La dama se inclinaba por una cierta rigidez atemperada
por el afecto; las niñas, sobre todo, deben ser educadas de un modo un poco serio; ella
no admitía el tuteo, las familiaridades demasiado tiernas, y esos transportes de caricias
en las que muchas madres se dejan ir; además, hay que cuidarse de evitar los excesos en
el otro sentido; ni castigos demasiado duros, ni frialdad; en eso, como en todo, hay un
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justo equilibrio que debe mantenerse. Evelín, proclamaba, al contrario, que conviene no
prohibir nada a los niños y a las niñas, de dejarles expandir libremente sus jóvenes al-
mas de ángeles. Hablaba con cierta vehemencia, no sin cuidar sus frases, con reminis-
cencias de lecturas poéticas. La risa de los niños es la canción del hogar; las casas son
felices como nidos cuando esas voces de pajarillos trinan a su antojo. Y se volvía por
completo hacia su vecina para juzgar el efecto de esta retórica de la que estaba satisfe-
cho. La dama lo miraba, inclinada también, con el pecho moviéndose, sus ojos casi sal-
vajes, ¡muy abiertos! Pero esos calores murieron bajo las largas pestañas bajadas; y la
blusa permaneció inmóvil como si hubiese dejado de respirar. «Es usted muy joven,
señor, para amar a los niños con esta ardiente ternura.» Sonrió como antes, casi irónica.
El se sintió humillado. ¿Lo tomaba por un crío? Hacía un mes que tenía diecisiete años.
Se callaron. La conversación no se retomó más que después de un largo silencio, cam-
biando de tema. La jornada había sido muy hermosa, casi calurosa, sin embargo la vela-
da quizá refrescaría. Es agradable cenar al aire libre, bajo esos bellos árboles, entre esos
parterres, al ruido de los chorros de agua que gorjean; es divertido ver pasar a la gente.
Pero la cocina de los restaurantes es muy mala; bastante buena al gusto, pero perniciosa
para el estómago debido a las salsas donde se les echa un montón de especias. Nada más
valioso que la cocina propia. Y otros discursos semejantes. Él se acordaba de aquellos
que mantenía en casa de su madre, en la pequeña ciudad, los días de visita. Con esta
dama deseaba mantener tales palabras, no quería escuchar otras; pues, dos o tres veces,
intentó, hablando de los días de junio, alzar el tono, hacerla pensar en los bellos campos
floridos, llenos de luminosidad y cantos; lo que le hubiese encantado, es que ella, turba-
da de emoción sincera, dijera: «¡Ah, desde luego es usted un poeta!» Pero no, — con
esa sonrisa de desdén en los labios, — ella lo llevaba de una frase a cuestiones mezqui-
nas, a las tontas naderías de una charla sin nivel y sin encanto; y cuando casi todas las
mesas se habían vaciado a su alrededor, pidieron las cuentas. Tras haber pagado la suya,
ella dio una pequeña moneda de oro: «Es realmente un poco caro para una cena tan sen-
cilla.» El se levantó, no sin pesar. Iba a saludar a esa dama, que no volvería a ver jamás,
y alejarse; pues, en fin, a su edad, en pleno Paris, en esa noche primaveral, que había
mejor que esperar una charla banal con una burguesa, ni muy joven, ni bonita, de modo
que viese en él, en definitiva, nada más que un aire de decencia y honestidad.
— Señora…, dijo él, inclinándose mientras ella se levantaba.
Pero antes de que él hubiese acabado, ella había puesto su mano enguantada so-
bre el brazo de Evelín, con un movimiento lento, como haciendo algo natural, habitual.
Luego, «nos vamos», dijo a su hija. Y ahora, a lo largo de la avenida donde subían y
bajaban los coches, caminaban sobre el asfalto, entre los árboles, las niña jugando al aro
delante de ellos, sin correr. Paseo de mujer y marido, o de madre y de hijos que toman
el aire después de cenar.
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CAPITULO IV
Evelín, con esa mano sobre su manga, no articulaba palabra, estupefacto. Cami-
naba mirando recto delante de él; tenía la apariencia de un ser sin ideas. Sin embargo
veinte preguntas bullían y entrechocaban en su cabeza. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué
le había tomado del brazo, con esa calma, con ese aire de naturalidad? ¿Tenía aspecto
de un crío en busca de una amante al azar que buscase la hospitalidad de una noche? No
podía abandonar esa idea; por nueva que le fuese la vida, le era imposible ver a una bus-
cona en esta persona tan sencilla y discretamente distinguida; una mujer «como Dios
manda», lo comprendía y estaba seguro. Pero, entonces ¿qué quería? ¿A dónde iban
ahora en silencio? ¿Y en qué sentimiento había puesto la audacia tranquila de su con-
ducta? ¿Acaso siendo muy virtuosa hasta esta noche, se había prendado de él, espontá-
neamente, y lo llevaba porque le gustaba? A decir verdad, en su vanidad de adolescente,
se inclinaba hacia esta hipótesis. Una conquista, ¡Dios mio, sí; ¿qué había de sorpren-
dente en eso? Pero no, la actitud que ella había mantenido durante la cena, las palabras
que había dicho,— si no fuese por la mirada que, dos o tres veces, él había creído sor-
prender, — no legitimaba tal sospecha; una mujer enamorada y deseosa de ser rápida-
mente amada habría tenido otros modales, no se habría mostrado hasta tal punto indife-
rente y familiar. Bajando los ojos hacia ella, él la vio tan apacible, en el ritmo igual de
los pasos, tan perfectamente conveniente en todo punto, — la chiquilla ahora caminaba
al lado de ella, dándole la mano, — que otro pensamiento le atravesó el espíritu. ¡Esta
dama era amiga de la Señora Gerbier, que lo había conocido de pequeño! Esa noche ella
lo había reconocido, y al no ser recíproco, se había divertido haciéndole hablar, tomarle
del brazo; y, más tarde se daría a conocer, le recordaría las circunstancias en las que se
habían encontrado antaño, y diría, burlándose un poco: «¡Reconoce, mi niño, que no
esperabas encontrarte con una vieja amiga!» Casi seguro de ese desenlace y de la humi-
llación a la que se sometería, se mordió los labios, con ganas de plantar a esa mujer que
al final lo irritaba. Hubiese querido estar muy lejos, en un teatro, o en algún café-
concert, o en un baile; ¡él no había salido solo, — su primera salida después de la larga
enfermedad — para pasear con una amiga de su madre! Unas necesidades de ver cabe-
llos pelirrojos, hombros desnudos, brazos sin mangas, piernas bajo faldas al vuelo exas-
peraban su impaciencia. «¡Que el diablo la lleve!» Pero no se atrevía a abandonar des-
cortésmente a la dama tan educada, tan amable, que le daba el brazo con una simplici-
dad tan digna; tenía una especie de temor a ser regañado.
A su alrededor, se movía ese va y viene de de paseantes solitarios, que frecuen-
tan por las noches las calles parisinas; en la calidez del aire, bajo la inmovilidad lasa de
las hojas, entre los arbustos silenciosos y como expectantes, unos hombres merodeaban
lentamente, mientras unas mujeres se apresuraban; luego, estas y aquellos, en el mo-
mento de llegar a algún lugar demasiado claro, iluminado por las luces de un café cer-
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cano, se volvían hacia la oscuridad, como por un instinto no de estar solos, sino aparte;
se producían rápidos intercambios de palabras en voz baja y se detenían, por parejas,
con tocamientos para sentir la piel bajo la tela, abrigos contra blusas, pantalones contra
faldas; peticiones y aceptaciones de acoplamiento que se realizarían pronto en uno de
los coches de la avenida, o bien no serios, para reír: el hombre, tras haberse frotado con-
tra la seda doblada de piel, después de haber husmeado las nucas almizclads y ese olor
que sale de lo alto de las mangas, — siempre de prisa — se iba con indiferencia, segui-
do por un insulto de la casquivana que le daba la espalda. Y esas idas y venidas de mu-
jeres maquilladas y demasiado perfumadas, esos deslizamientos de faldas sobre el pa-
vimento, con exagerados giros de caderas, que hacían ondear toda la cola y ofrecían de
repente, bajo la dura luz de una farola el montón sedoso de una blusa y la impudicia de
una boca demasiado roja en el maquillaje pálido, esas tentaciones de carne, esas unio-
nes, parodia obscena del placer ofrecido y venal, y a veces un ruido de labios sobre
labios, y de exabruptos de palabras soeces, deshonraban la melancolía de la noche, de
los árboles, del silencio, bajo el gran cielo que azulaba con tanta pureza, con las eclo-
siones de las pálidas estrellas. Se estaba en un jardín pernicioso. La suciedad de la ba-
sura humana se expandía sobre el candor de las cosas, les imponía una complicidad vi-
ciosa. Al ven tan de cerca de a esas mujeres, los geranios y los jancitos de los parterres,
daba la impresión de que esas flores también se prostituían; un flujo de agua, cayendo
en el estanque, mancillaba el oído por la similitud de su ruido con el sonido chapoteante
de otra agua más turbia. Y, en la humedad de la velada, las parejas juntas, cuchichean-
do, se hacían cada vez más numerosas; un deseo, pero un deseo lento, fatigado, sin la
simplicidad del instinto, el celo de los cuerpos cansados por el oficio del amor o el ya
conocido de todos los libertinajes, empujaba a esos hombres y esas mujeres hacia el
abandono del placer inmediato; más allá, los músicos de los café concert, con el regreso
de sus ritmos breves y el tronar de los cobres, parecían fustigar este libertinaje desgasta-
do.
Evelín respiraba dificultosamente.
La joven fogosidad de su virilidad no estaba desalentada por las fealdades de los
goces ofrecidos; el sentimiento de asco, el deseo de elegir, es el comienzo de la lasitud;
la delicadeza nace de la experiencia. Tenía una hambre nueva, jamás satisfecha todavía,
¡hambriento del todo! Esas mujeres pintarrajeadas como estandartes, impúdicas, bom-
beando las blandas cinchas de su pecho, oliendo el pachuli de rebajas, no bonitas, odio-
sas, y que proferían palabras abyectas, no importa, eran mujeres, era la mujer. Era con
que llenar la vista, las manos, la boca, de esta carne viva, de esta carne que tan largo
tiempo, en las noches de su adolescencia, allá, en lo más profundo de su provincia, él
había codiciado, acechado, por las mañanas, a lo largo del río, cerca del barco de las
lavanderas, bajo la falda levantada de las gruesas muchachas que se inclinan; que él
había mordido, un día, exasperado, en el cuello de una criada sorprendida en camisola
en el pasillo del segundo piso: luego había huido después de ese único beso, azorado,
lleno de espanto, y tan apasionado de la piel un instante tocada, que permaneció dos
días sin hablar, con aspecto de un loco, preguntándose como se podía hacer para no ex-
pirar de espanto y delicia bajo el abrazo total de un cuerpo de mujer desnuda! Luego,
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dos semanas después de su llegada a Paris, la enfermedad lo había tomado; y, más de
una vez, Madame Gerbier se había asustado; las noches de fiebre donde él no dormía,
decía unas palabras desconocidas, tendía los brazos para agarrar algo. Pero hoy, de re-
pente, en la cálida noche, en la envoltura cómplice de la caricia nocturna, tantas mujeres
se encontraban allí, ofreciéndose, al igual que en las tiendas abiertas donde se vende
todo lo que se muestra. Y él apenas reprimía su furiosa necesidad de correr hacia ellas, y
de tomarlas, y de hundir su cabeza en sus senos, ¡entre la división de la blusa arrancada!
Pero esta concupiscencia, porque él era joven y virgen, no tenía nada de vil; él guarda-
ba, en su deseo de esos bajos goces, la excusa de ignorarlas; quería el pecado, inocen-
temente puesto que desconocía su ignominia. El mal no es el mal, en tanto que perma-
nezca el ideal; la ingenuidad de los deseos no se ve mancillada por la vileza de su obje-
to. Además, en su brutal pasión, se mezclaban esperanzas de ternura exquisita, de miste-
riosos y deliciosos hímeneos donde las almas se besan con labios de ángeles. Sí, extra-
polaba la pureza que estaba en él a las impurezas codiciadas; esas mujerzuelas que pa-
saban, esas criaturas que se venden, que se les arroja sobre la primera cama que se en-
cuentra, eran también novias que se obtienen al precio de los más gloriosos sacrificios,
y de quien se toma temblando la pequeña y frágil mano. Y, esta ilusión, quizá la hubiese
conservado en la consumación de su mal deseo. Tal es, incluso en la más inmunda vo-
luptuosidad, el candor de ciertos adolescentes que creen, a pesar de todo, en la inocencia
de sus goces; la virginidad del hombre puede hacer, de una noche de libertinaje, una
noche nupcial. Esa virginidad sagrada y divina, consagra y diviniza lo que la contamina.
Para el hambre de un dios, la cesta de basura sería plena ambrosía. O bien, al contrario,
Evelin se hubiese sentido horriblemente envilecido después de la consumación del acto;
¿quién sabe en qué turbación, en que desprecio, en que lasitud del hombre y de la mujer,
le hubiese sumido la revelación repentina de la realidad sexual, esta realidad sospecha-
da, adivinada, pero aún embellecida por el encantamiento de la ensoñación?
La fiebre le golpeaba las sienes; apenas podía caminar, apoyándose en su com-
pañía silenciosa; el exceso de su deseo debilitaba sus jóvenes fuerzas, extenuadas por la
enfermedad, apenas convaleciente.
Continuaron caminando codo con codo, sin hablarse, sin mirarse. Quizá no sabía
él que ella estaba allí. Ella miraba la arena de la avenida. Algunas veces dirigía una pa-
labra a su hija: «No te alejes»; o bien: «¿Estás cansada?» o bien: «¡Me abures con tu
aro!.» Era una mujer que no piensa en nada, que da una vuelta después de cenar.
Pero, en un instante, una gran dulzura, como un desfallecimiento en el éxtasis,
penetró en Evelín por completo. Fue algo comparable a lo que experimentan los mor-
finómanos cuando el delicioso veneno insinuado sobre la piel, pone por todas partes un
pigmento de sueño , de delicia y de paz. Y esta alegría tranquila, como mecida el alma,
el cuerpo, todo el ser, esta languidez, casi un sueño que lo aniquilaba exquisitamente,
suspendiendo su vida en un instante paradisiaco, le venía de un solo punto de su cuerpo,
de un solo punto de su brazo izquierdo cerca del puño. Ocurría que, la manga del vesti-
do levantada por el movimiento de la caminata, había sentido allí, sobre su carne, la
carne de su compañera, por la estrecha abertura del guante, y de ese contacto fresco y
caluroso a la vez, prolongado con una insistencia de beso, se expandía como el bálsamo
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de una dulce corteza herida, un infinito de melancolía radiante. Le parecía que por ese
lugar de su piel venían a él de ella, caricias, piedades, ternuras, promesas de felicidad
que no agotaría; le parecía que ella fluía en él, ella, por ese lugar con un líquido de en-
cantamientos, y que él lo había mezclado con su sangre, como una nieve tibia y azuca-
rada, fundida en leche…
Luego, en el mismo punto, experimentó en un instante una sensación cruel de
quemadura; y sintió bajo su epidermis, después en la raíz de los cabellos y más tarde en
la carne bajo las uñas, una huida, una retirada de todas las delicias; la dama había apar-
tado la mano: sus pieles ya no se tocaban.
Pero, en efecto, él había comprendido, ¡sabía que amaba a esa mujer! Hacia ella
sola se dirigían todos los ardores de su nueva adolescencia. No, lo que lo había turbado
antes, no eran esas mujeres maquilladas, insolentes, horribles, que pasan con ruidos de
faldas diez veces levantadas al día; él había creído ser atraído hacia ellas, ¡por ellas!
Ahora comprendía con toda la intensidad de su ser, que el deseo que le quemaba había
sido encendido por la proximidad de esa mujer agarrada a su brazo. Y, mucho más alto
que ella, la observaba, inclinándose un poco, silencioso, recogida en algún pensamiento,
con la cabeza inclinada hacia el hombro, con los ojos casi cerrados, con aire de dejarse
guiar. Él se decía que había estado loco al no encontrarla al principio absolutamente
hermosa. ¿Acaso la había mirado mal antes en el restaurante? Adorablemente bella, eso
es lo que era. Ningún encanto igualaba el encanto tan delicado y tan grave de esos ras-
gos finos, regulares, de esa boca un poco triste, de esa palidez más tierna en la dulcísima
oscuridad. Luego observaba ardientemente la noble amplitud de los hombros, la firme
redondez, casi sin movimientos, de la blusa, la conformación de las caderas; adivinaba
blancuras gruesas, complacientes a la pasión de los abrazos, propicios a los deliciosos
sueños; debajo de las telas le venían a los ojos cegadores esplendores de nieve soleada.
Pero, al mismo tiempo que se exasperaban, sus deseos se volvían más puros, tanto en
cuanto esta dama parecía casta, decente. Le parecía que ese cuerpo no debía solamente
estar hecho, como el de las demás mujeres, es decor de carne real y viva, sino de sereni-
dad, de pudor de ternura; estaba convencido de la espiritualidad de ese cuerpo; con sen-
suales fervores, convertía en religión la pureza de esa belleza. Si alguna vez obtenía el
goce infinito de ser elegido por esa mujer, tendría algo más que una bella amante; tam-
bién sería una amiga venerable en su joven gracia, una consejera tierna de todos los no-
bles pensamientos, de todos los grandes proyectos, una advertidora de las cosas medio-
cres que no se debían hacer, de los buenos caminos donde hay que entrar. Olvidaba las
palabras banales que ella había pronunciado antes, la estrechez de miras que le había
sorprendido. ¡Su amor la transfiguraba, la sublimizaba! Al no ser semejante a una mu-
chacha, se convertía semejante a una diosa heroína. Y se enorgullecía. Mientras tanto
otros jóvenes hombres se abandonarías a vulgares amores, él, el amante de una auténtica
mujer de mundo, tendría mucho tiempo, siempre, una magnánima y altanera compañía
que le seguiría en la realización de sus sueños; él la veía apacible y encantadora, incli-
nada hacia él, en su gabinete de trabajo, y recompensando con una sonrisa o un beso la
noble frase o el admirable verso que acaba de escribir; él la veía en el balcón, a su lado,
entre las entusiastas aclamaciones del gentío; compartía con ella las glorias conquista-
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das para complacerla; y, hermosos, heroicos, ilustres, permanecerían en la memoria de
los hombres como una de esas parejas maravillosas, Dante y Beatriz, Petrarca y Laura,
¡pareja prodigiosa, en un inmortal amor del genio y de la belleza! ¡Oh! no se sorprendía
ya de la libertad con la que ella le había hablado, le había tomado el brazo; ella había
comprendido enseguida que su encuentro se había producido por orden de una provi-
dencia, que, habiéndose encontrado, no tenían el derecho de abandonarse: tenían que
cumplir, ambos un solo destino de gloria y beneficencia universal; estaban obligados a
su felicidad, puesto que esa felicidad sería el honor de todo un siglo. También, a pesar
de su reserva natural, a pesar de su sentimiento tan perfecto de las conveniencias, ella se
había resignado a las más extrañas audacias. Y, sin haber proferido una palabra decisi-
va, sin ser interrogada, pero habiéndose adivinado, estando penetrados, caminaban jun-
tos, —aparentemente como dos paseantes que aprovechan la hermosa velada — hacia
su luminoso porvenir, ¡hacia el trono y el palio de su triunfo común!
Pero, de repente se hizo un frío en su corazón que dejó de latir como si la sangre
se hubiese congelado.
En la calle Franciso I, —pues hacía un rato que ya habían abandonado los Cam-
pos Elisesos — ella se detuvo ante un portal cerrado de una gran casa nueva.
Había llegado a su destino.
Sin duda iba a darle las gracias por haberla acompañado, entrar en la casa con su
hija y desparecer; él no la volvería a ver más, no sabría siquiera su nombre. Experimen-
to en ese minuto el desgarro de una espantosa ablación, como si se le hubiese retirado el
corazón del pecho y el pensamiento del cráneo, como si se le hubiese desnudado de toda
su piel en algún bárbaro suplicio. ¡Oh! qué solo estaría, abandonado, desprovisto de
todo, cuando ella hubiese partido. ¿Cómo! ¿ después de todos los sueños, nada? Y tem-
blaba, no se atrevía a mirarla.
Sin embargo, ella había pulsado en dos ocasiones el timbre de cobre. Esperaba,
muy tranquila, con su aire de reserva, natural. Uno de los batientes donde apoyaba la
mano se abrió.
—Ciertamente, señor, dijo, estoy confusa por las molestias que le hecho pasar;
pero los Campos Elíseos están tan mal frecuentados por la noche, que Renata y yo no
habríamos podido regresar solas.
Ella había dado un paso en el umbral de la puerta, empujando delante de ella a
su hija. Iba a saludar, ligeramente, con la cabeza, en un gesto tranquilo. Todo habría
acabado.
No, se había detenido, ya no se despedía, dejando la batiente abierta; y miraba a
Evelín con esa mirada, que él ya había sorprendido, violenta y tenaz ¡como una toma de
posesión! Ella parecía esperar que él la siguiese…
Una locura lo hizo precipitarse, y se encontraron más allá de la puerta cerrada.
Subieron la escalera, bien iluminada, él detrás de ella, la pequeña delante; una escalera
de piedra, larga, dividida con una alfombra roja, una de esas escaleras elegantes, que
son el orgullo de las habitaciones modernas. El pasamanos, muy brillante, era de acajú
nuevo. El seguía apasionadamente a esa mujer. Y estaba loco de alegría, el pecho hen-
chido de tumultos gloriosos. ¡Sí, por esa escalera se elevaba hacia la magnificencia de
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los sueños! Hubiese querido arrodillarse sobre esas escaleras, como sobre las de un al-
tar, besar con sus labios religiosos la vasta del vestido que rozaba la alfombra. No se
atrevió a causa de la chiquilla, que, precediéndolo, volvía de vez en cuando la cabeza,
con su aro en el brazo, y a causa también de la escalera, rica y simple, de buen gusto,
que, con su aire de lujo burgués, le llevaba a la realidad, le recordaba el sentimiento de
las buenos modales.
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CAPITULO V
En el tercer piso, en una antesala amplia, sin bibelots, preguntó a la criada, ni
vieja ni joven, muy dispuesta, absolutamente impertérrita, que había venido a abrir:
— ¿Mi madre y mi hermana han regresado?
— No han salido, señora. La madre de la señora estaba un poco indis-
puesta.
— Voy a verla. Usted acostará a la señorita Renata, — Buenas noches mi niña, y
se prudente, duérmete enseguida — luego servirá el té frio en el salón.
—Si señora.
Ella pasó delante, tras haber besado a su hija; Evelin, con el sombrero en la ma-
no, tímido, sin saber qué hacer, se encontró en una gran estancia blanca y oro con pali-
sandro incrustado de cobre; la lámparas, bajo la tulipa de papel rosa y adornada de flo-
res, iluminaba una mesa de billar.
—¿Me permite, señor, dejarle un instante? ¿Quiere sentarse. Voy a ver como
está mi madre. Es ya anciana y me preocupa cada una de sus indisposiciones.
Salió por una gran puerta sin colgaduras, situada al lado de una de las ventanas,
y que se encontraba frente a a otra puerta similar cerca de la chimenea.
Evelín, una vez solo, sin sentarse, observó el salón. No sabía qué pensar. Esta
irrupción en un interior apacible, rico, mezquino, lo había hecho desechar las pomposas
quimeras anteriores; regresaban sus incertidumbres. ¿Dónde estaba? ¿en casa de quién
se encontraba? Observaba con cobardía el apartamento donde se le había dejado.
Un salón semejante a tantos salones. Bajo el techo bastante alto, con las rincone-
ras de yeso esculpido, y donde se prolongaba el óvalo de un cielo pintado de azul y nu-
bes, se espaciaban regularmente, contra las paredes blancas, unos canapés y sofás hun-
diendo sus patas en una alfombra de Aubusson con amplios arabescos rojos sobre fon-
do gris. Una mesa a juego, cerrada, en madera negra, a la derecha de la puerta de entra-
da, hacía juego con otra mesa semejante al otro lado. Entre las dos ventanas se encon-
traba un aparador bajo al que coronaba una gran copa de porcelana china, decorada en
oro. Y, otros muebles en palisandro, con incrustaciones en cobre, bibliotecas vacías.
Apenas algunos pubs de seda rompía aquí y allá el orden gris del amueblamiento. Sobre
el mármol desnudo de la gran chimenea, entre dos candelabros, se erigían veinte lys de
metal dorado, un reloj de péndulo, enorme, bajo, decorado con una ninfa acostada sobre
una roquedal de oro mate. Aquello era el salón de persona rica que recibe visitas una
vez a la semana, da raramente una velada, hace cambiar, esos días, las flores de las ma-
cetas entre la muselina de las cortinas. Evelín vio un libro sobre un mueble de palisan-
dro; ¿qué libro? la novela, ya antigua, de un autor muy de moda en ese tiempo entre los
burgueses letrados; una novela correcta, permitida, decente, interesante, bien escrita.
Evelín alzó los hombros. Surgía en él una especie de antipatía hacia ese apartamento
frio, limpio, correcto, e indignación contra ese libro. ¿Cómo podía ser que la joven mu-
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jer tan bella, que él había asociado a sus sueños, viviese en semejante domicilio y leye-
ses semejantes obras? Sin embargo, hijo de burgués y burguesa, y a pesar de sus ínfulas
de artista, experimentaba algún respeto por el medio donde se encontraba; ese lujo me-
diocre, frio, vulgar, le imponía un poco.
Ella regresó; había quitado su abrigo y su sombrero; le pareció menos bella, el
rostro cansado; ella le dijo: «Qué, señor, ¿aún está de pie?» Hablaba, como en el restau-
rante, con voz muy dulce, sin inflexiones; le mostraba con gesto amable uno de los si-
llones cerca de la chimenea. Luego, el té servido sobre la mesa de billar, ofreció un vaso
a su huésped, con sencillez, con una familiaridad que no excluía en absoluto la reserva.
Realmente tenía excelentes modales; debía ser de muy buena familia, haber vivido
siempre con gentes bien educadas. Pero ya no pensaba en Laura ni en Beatriz. No sabía
lo que hacía allí.
Sentada frente a él, en el otro ángulo de la chimenea, habló enseguida, como pa-
ra tranquilizar a un amigo de la casa que, por simpatía, habría podido concebir alguna
inquietud, por la indisposición de su madre; nada grave, felizmente, un poco de cansan-
cio, a causa de la primavera; después de una buena noche de sueño, se encontraría per-
fectamente. Él no articulaba palabra, desconcertado, perplejo; sin embargo, cuando ella
se calló, comprendió que, por educación, no debía dejar decaer la conversación. Sabía
por experiencia, dijo, cuanto se puede uno atormentar en relación con las personas que
se ama; su madre tampoco tenía buena salud; de constitución débil, se fatigaba muy
pronto, y a veces no podía levantarse de la cama durante dos os o tres días, de lo agota-
da que estaba, sin razón aparente. «En ese caso, dijo la dama, debe usted mostrarse muy
dulce con ella, ser prudente; una emoción podría resultarle fatal.» Allí, con toda natura-
lidad y un tono de interés, pero sin dejar mostrar demasiada curiosidad, ella interrogó y
le preguntó cómo se llamaba.
—Evelin Gerbier, señora.
Ese nombre, Evelin, no le gustó demasiado. Ella se lo confesó, lo encontraba
demasiado rebuscado; a ella le gustaban más los nombres sencillos; si hubiese tenido un
hijo en lugar de una hija, le habría llamado Georges, o Jean, o Charles; no es necesario
que un hombre se singularice mediante un nombre raro; es de buen gusto no hacerse
notar de ninguna manera.
Luego se informó de otras cosas; si él vivía en Paris desde hacía tiempo, si co-
nocía en la ciudad a muchas personas, si había optado por estudiar alguna carrera; ella
constataba las respuestas con un movimiento de cabeza pensativo; pero, cuando él hubo
declarado, con voz fuerte y un brillo de gloria en la mirada, que componía versos y se
dedicaba a la literatura, ella pareció como asustada, no pudo contener decir que eso deb-
ía suponer una gran pena para Madame Gerbier; y, tras esta frase escapada, ella volvió a
mostrar esa sonrisa piadosa, casi irónica, que ya había humillado a Evelín. En esta oca-
sión, Evelín se acordó de haber visto esa sonrisa en los labios de las gentes bien pensan-
tes de provincias, cuando él les hablaba de sus ambiciones y sus sueños! Sí, él reconocía
la sonrisa imbécil de la mediocridad satisfecha, beata, que desprecia los entusiasmos
elevados. Lo invadió una sensación de impaciencia. Levantando la frente con movi-
miento altanero, exclamó que nada era más noble y más magnánimo que dedicar la vida
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al arte divino de los versos. ¿Qué gloria vale más que la de ser escuchado por las multi-
tudes reconocidas para quien se versifican, semejante a un dios generoso, las grandes
ideas, las sublimes esperanzas, y el heroísmos y la pasión? Desde luego, él no sabía lo
que el futuro le reservaba; ¿era de aquellos que persiguen un objetivo glorioso, o de
aquellos que, desde los primeros pasos, desfallecen sobre el camino? lo ignoraba; de lo
que estaba seguro es que toda su alma, todo su corazón, estarían poseídos por siempre
por el amor hacia la augusta poesía, y que sería sacerdote fanático de ese ideal hasta su
último aliento, ¡aunque tuviese que padecer el martirio! Y hablaba de ese modo, tan
frágil y tan atrevido, con el aire de un joven paje guerrero, lleno de bravura y de fe, que
parte para alguna cruzada.
Curvada, con el codo en la rodilla, el puño bajo el mentón, ella lo miraba con sus
ojos grandes abiertos, encarnizados, devoradores. Lo envolvía como una llama, ilumi-
nada de bucles ligeros, y ese fino labio estremecido, y todo ese rostro pálido y rosa co-
mo el alba, y la carne de ese cuello delicado. Y tal se hizo ese mirada, tal fue en un
momento el ardor casi brutal de esa mirada, de la que Evelin se sentía abrazado, quema-
do a través de los vestidos, sobre toda su piel, y palpado como de una caricia cálida, que
tembló, balbuceó, dejó de hablar, presa de miedo, y giró la cabeza, enrojeciendo. Ese
rubor delataba la inocencia de Evelín, como solamente los sueños lo habían turbado, y
el instintivo espanto de la mujer codiciada e ignorada! Pero ella, ella no dejaba de man-
tenerlo bajo la amenaza de sus ojos; más inclinada, más próxima, mordiendo su febril
boca brillante de una humedad como un fruto que suda, y aspirando algún olor con unas
narices hinchadas de ogresa!
Cuando él se atrevió a girarse hacia ella, la mujer estaba de pie cerca de la mesa,
ocupada en aumentar la intensidad de la lámpara que había comenzado a apagarse; pa-
recía muy indiferente, con los ojos dulces y nulos bajo el velo de las largas pestañas,
con su aire de monótona decencia.
Se volvió sentar.
¡Dios mío! no quería contrariarlo, ni combatir unos entusiasmos muy naturales
en la primera juventud; sin duda se puede estar tentado por el deseo de ser célebre; es
incluso sabido que no había nada de deshonroso en publicar libro, si uno se aplica a
escribir obras sanas, convenientes, no teniendo nada de chocante para el buen gusto ni
para la moral. A ella le gustaban poco los versos, pero no dejaba de complacerse con las
novelas serias que describen la buena sociedad, y donde se presentas personajes simpá-
ticos. Pero lo que hay de irritante en la carrera literaria, es la propia vida del hombre de
letras. Ella jamás había frecuentado a los escritores. Eso no le impedía saber que son
casi todos,— ella quería creer que hay excepciones, — unos vagabundos, unos bo-
hemios, con aire desabrido que hace que no se les pueda recibir en sociedad. Evelín no
podía negar que, aparte de algunos académicos y novelistas que pueden ser leídos en la
Revue des Deux Mondes, la mayoría de los literatos frecuentan los cafés, las cervecerías,
cohabitan con putas. ¡Qué existencia! Ni orden, nunca tranquilidad, siempre la inquietud
del día siguiente y el desprecio de la gente decente. En cuanto a ella, creía que la felici-
dad no es posible más que en una existencia bien reglada, modesta, sin sacudidas; y
gracias a Dios, tal había sido, tal sería la suya. Hija de un alto funcionario en una ciudad
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del Midi donde hay muchos protestantes, jamás había tenido delante de los ojos más
que ejemplos de regularidad, de rigidez; se había acostumbrado, desde la más tierna
infancia, a tener una casa ordenada, a vigilar a los criados, a ser cuidadosa, a economi-
zar. Se había casado a los dieciocho años con un joven de muy buena familia, Monsieur
d’Arlemont; al principio, ella no había sido muy feliz en pareja; a su marido, poco serio,
le gustaba viajar, gastar y tenía unos gustos que compatibilizaban mal con las ideas que
ella tenía por su educación; pero, poco a poco, aconsejándole, incluso reprendiéndole,
había logrado hacer de él un hombre reposado, y sobre todo no había faltado a su felici-
dad. Por desgracia, tenía mala salud; tras una larga enfermedad de pecho, murió. Fue
entonces como ella vino a vivir a Paris con su madre, su hermana y su hija. Ella echaba
de menos la provincia, donde se está más tranquila. Había debido resignarse a abando-
narla a causa de una aventura: su hermana había dejado plantado a un pretendiente en el
altar; eso había sido un gran escándalo en la ciudad. No quería juzgar a su hermana, ella
no juzgaba a nadie; pero, en esta circunstancia, Antoinette había sido muy imprudente.
En fin, no había que hablar de eso, puesto que ya era agua pasada. En Paris, donde viv-
ían desde hacía tres años, se había arreglado una existencia muy agradable, muy provin-
ciana. Ni rica ni pobre, — de que subsistir sin preocupación, sin pedir nada a nadie, —
vivía retirada, veía a muy poca gente. ¡Es tan difícil crear relaciones decentes en una
capital! Una se arriesga a relacionarse con mujeres poco convenientes, que no están
casadas, o que tienen amantes. ¡Oh! ella se permitía algunas veces distracciones; iba
bastante a menudo al teatro, cenaba alguna vez en el restaurante con su hija, como hoy.
Pero su verdadero placer era permanecer en su casa; disfrutaba mucho en este aparta-
mento de techo alto, muy claro; supervisaba la educación de Renata, eso le tomaba mu-
cho tiempo; en fin, se encontraba feliz, no se aburría nunca; estaba convencía de que
había arreglado su vida como debía hacerlo toda mujer seria e inteligente que ha sido
bien educada.
Mientras Madame d’Arlemont contaba su vida, con voz mesurada, con gestos
lentos, regulares, sonaron las once.
Ella se interrumpió.
—¿Usted me permitirá, dijo, ir a ver si Renata está dormida? Es cosa de un ins-
tante.
Abandonó el salón por la puerta que estaba al lado de la chimenea; esta puerta
quedó entreabierta; se veía, por el resquicio la oscuridad de una habitación no ilumina-
da.
Entonces Evelín tuvo un deseo violento: huir, ¡no estar más allí!
Desde hacia tiempo quería tomar la puerta; veinte veces había tenido sobre los
labios que se hacía tarde, que no quería importunar. Pero no había tenido el valor de
pronunciar esas palabras; la presencia de Madame d’Arlemont le resultaban al niño
tímido que él era, como una orden de permanecer allí, orden a la que no podía sustraer-
se. Al encontrarse solo se escaparía. Pues esa mujer, en fin, le disgustaba absolutamente,
le causaba incluso irritación. Era estúpida con su amor por la vida acompasada, por la
vida de interior. Y además, en literatura, ¡qué ideas! Recordaba sobre todo las palabras
que ella había dicho sobre las personas de letras. ¡Unos bohemios! De entrada, eso no
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era cierto. Y, cuando fuese así, bohemios, locos, atrevidos, libres, valían cien veces más
que los imbéciles al servicio de la existencia metódica y banal. Desde su llegada a París,
él había ido, dos o tres veces ya, antes de su enfermedad, a esos cafés, a esas cervecerías
famosas, de las que ella hablaba con desprecio; él había visto, un poco lejos, apenas
atreviéndose a tomar asiento en sus mesas, a todas esas personas que ella desdeñaba:
Straparole, el comediante versificador, fantástico y soberbio, heroico y bufón, improvi-
sando baladas y dando a continuación, con su boca de sátiro, muy abierta, semejante a
una sibila unos besos en los labios de bellas muchachas; Jean Morvieux, el rudo crítico,
hirsuto y salvaje, cuya voz hacía temblar los cristales, y ese perfecto artista, el melancó-
lico Pierre Labaris, que había inventado una poesía. ¡Ah! él era el Atila de los burgueses
y se le llamaba «el poeta siniestro enemigo de las familias» Evelín, recién llegado a la
vida parisina, y presto al entusiasmo, conservaba esas visiones en medio del jaleo de la
sala ahumada, poseído de un no sé qué deslumbramiento, como si hubiese visto allí el
genio y la gloria, familiares y buenos chicos, tomar cervezas y haciendo travesuras; se
acordaba del temblor que le sacudió las piernas, una noche en la que Straparole, con el
chaleco sin botones y la corbata desanudada, le golpeó en el hombre diciendo: «¿Acaso
tú también escribes versos, muchacho?» Y, por encima de ese tropel de almas, muy le-
jos, muy alto, se aislaban en unas apoteosis los puros soñadores, los pensadores augus-
tos, los maestros del pensamiento moderno, austeros, irreprochables, que él no conocía
aún, que conocería, que igualaría tal vez, ¡puesto que los comprendía! Y hete aquí que
experimentaba contra Madame d’Arlemont, contra esta tonta, la indignación de un de-
voto contra un insultador de ídolos.
Pero irse era lo prioritario, sí, irse enseguida; se preocupaba ahora de saber por
qué Madame d’Arlemont lo había conducido a ese espantoso salón blanco y oro, me-
diocre como ella, tan diferente de las habitaciones y salones que describen los poemas,
porque dos o tres veces ella lo había observado con mirada extraña, casi espantosa. De
entrada no era bonita, no; casi vieja, con esta hija mayor que la llamaba mamá. ¡Ah!
caramba, toda la fogosidad de su juventud infantil se dirigía hacia la mujer, hacia las
bellas vírgenes, pálidas y puras, como madonas, parecidas a la joven esposada sobre las
escaleras de la Madeleine, hacia las cortesanas también, un poco borrachas, con los ca-
bellos al aire, mostrando sus brazos y sus senos desnudos; pero ¡qué le importaba eta
dama, en familia, que le había ofrecido té y darle buenos consejos, esta persona provin-
ciana, que vivía retirada, ¡esta burguesa!
Tomó su sombrero. Cuando regresase, él habría partido; no era muy cortés lo
que hacía; ¡ah! tanto peor, pero ella lo enojaba; y él se reía un poco como el que hace
una jugarreta.
Pero, en el momento en el que ponía la mano sobre el pomo de cobre:
—¿Señor Gerbier? —llamó una voz que procedía de la habitación contigua, de
la habitación oscura que se dejaba entrever por el resquicio de la puerta.
Él se volvió, no atreviéndose a alejarse.
—¿Señora? —dijo.
—Bien, venga, lo espero.
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Esta voz, con su suavidad acostumbrada, era imperiosa; ordenaba sin dureza, pe-
ro con tono perentorio de alguien que tiene el derecho de ordenar.
Él dijo instintivamente: «¡Estoy aquí!», a causa de su hábito de obedecer, hábito
de infancia, todavía no perdido; atravesó el salón y empujó la puerta, entró en la habita-
ción y se encontró en tinieblas.
Tinieblas compactas, perfectas, llenas de silencio.
Tuvo miedo.
¿A causa de esa oscuridad? sí, le parecía terrible, como si algo imprevisto y es-
pantoso fuese a suceder, como si nunca pudiese salir de allí. No tuvo la fuerza necesaria
para reaccionar contra la aprensión que le producía un frio estremecimiento en los ner-
vios y le humedecía las sienes de un sudor helado. Ni siquiera el coraje para sonreír para
darse ánimos, como se canta una canción atravesando un cementerio. Sin ver nada, adi-
vinando a su alrededor gestos que tanteaban la noche, acechándole, queriéndole tomar y
retener. Permanecía inmóvil; respiraba agitado y su resoplido hacía ruido. «Venga», dijo
la voz de Madame d’Arlemont. «Venga», repitió. Esta voz era sorda ahora, casi ronca.
El niño se adelantó en la oscuridad poblada de no sabía que amenazas. No pensaba,
obedecía, como hipnotizado por una invisible mirada. ¡Dos brazos desnudos lo abraza-
ron impetuosamente! lo tiraron, lo acostaron sobre la piel viva y palpitante, mientras
una boca le metía en su boca una mordaza de carne grasa y mojada; y, en sus cabellos,
sobre sus mejillas, sobre su cuello, unos dedos se multiplicaban, lentos y violentos, co-
mo innumerables. Entonces, huyendo de los labios pesados que le habían ahogado del
todo, se desprendió gritando; pero los brazos lo volvieron a tomar, los dedos desgarra-
ban, arrancaban, con furia y violencia, sus ropas, sábanas y telas, y, desvestido, inmóvil
bajo el peso de un cuerpo que se desliza, Evelín, en llantos, fuera de sí y espantado, con
sus piernas golpeando al aire, y sus delgadas caderas inmovilizadas entre dos manos
brutales, largas y finas, sucumbió en su virgen nubilidad frágil, a la violación frenética,
silenciosamente devoradora, de un prolongado beso infame.
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CAPITULO VI
Una claridad azulada y violácea, con tonos rojos de sangre malsana, entraba en
el comedor a través de la muselina de las cortinas, poniendo sobre el papel castaño de
las paredes, sobre el mármol de la chimenea, sobre la tela encerada de la mesa, la me-
lancolía anémica de las auroras parisinas. Tocada con su gorro blanco rodeado de cintas
azules, de un flujo de rayos lívidos, Madame Gerbier dormía, doblada en dos hacia la
máquina de coser, con la frente en sus mangas cruzadas.
Toda la noche, sin acostarse, había esperado a Evelín; acababa de dormirse, des-
trozada; pero de sus párpados cerrados, brotaban las lágrimas; lloraba en sueños.
Un sordo estrépito de ruedas subió de la calle, haciendo vibrar la casa, haciendo
temblar los muebles. La anciana se despertó con un sobresalto, miró en torno suyo, se
acordó y, con la cabeza entre las manos, levantando y bajando el cuello, se puso a caca-
rear lamentablemente, como una gallina herida. Pero se levantó, con una esperanza en
los ojos. Mientras dormía, Evelín quizá hubiese podido haber regresado. Sí, seguramen-
te, estaba de regreso. Ella se lanzó, debió agarrarse a una silla para no caer, retomó su
impulso, jadeante, con su corazón saltándole hasta la garganta, y corrió, apoyándose a lo
largo de la pared del pasillo, hasta la habitación de su hijo. La cama no estaba deshecha,
nada. Se volvió loca, se puso a girar alrededor de la habitación, golpeando las paredes
con sus puños, con su frente, queriendo huir, aullando a veces, lastimeramente, como
alguien a quien persiguiese un perro rabioso y que gimiera a cada mordedura. ¡Era de
día! ¡día! y Evelín no había regresado. ¡Estaba muerto! ¡se había matado! Ella veía, en
el desorden oscuro de su desesperación, personas haciendo gestos, emitiendo gritos,
alrededor de un coche que acababa de atropellar a su hijo, o unos ladrones estrangulan-
do a Evelín bajo el umbral de un portal . Se imaginaba también una losa, en la Morgue,
donde su niño, completamente desnudo, azul, todavía perlado por el agua que discurre,
estaba extendido como un bonito cadáver. Lo que podía haber ocurrido más afortunado
(más afortunado, ¡señor!) era que, debilitado aún por su reciente enfermedad, hubieses
caído desmayado en la calle, — estaba tan delgado, había sufrido tanto, que la menor
emoción habría podido provocarle un síncope, — y que se le hubiese llevado a una
farmacia, luego a algún hospital, donde se le estaba cuidando. Pero no, estaba muerto,
muerto, muerto, estaba segura. ¡ah! ese Paris que se había llevado a su niño, ¡lo había
atropellado, estrangulado, ahogado! Si hubiese podido hacerle daño a esta gran ciudad,
y prenderle fuego, o demolerla con las uñas. ¡Evelín muerto! «Ah! Dios mío! ¡ah! !Dios
mío! ¡ah! Dios mío!» Ahora, con voz aguda, los brazos elevados hacia el techo, gemía
continuamente, y ese grito estaba compuesto de una sola palabra, Evelín, cuya última
sílaba se prolongaba infinitamente en un eco de estertor.
Pero escuchó un ruido, una llave en el cerrojo de la puerta. Se precipitó, se en-
contró en la antesala, en el momento en que Evelín entraba, dando traspiés, como un
borracho. «¡Evelin!» Ella lo abrazó, lo envolvió, lo transportó, tan fuerte, ella tan débil,
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con risas y llantos. « ¡No estás muerto! ¡no estás muerto!» Y lo acostó sobre su cama.
«Pero habla, responde, que ha ocurrido? ¡Ah! querido, habla!» Él se callaba, sus brazos,
desde que ella dejó de sostenerlo, se abandonaron inertes; estaba desvanecido como si
en el esfuerzo de haber subido la escalera hubiese usado sus últimas energías y Madame
Gerbier hubiese llegado a tiempo para impedirle caer. Ella lo miraba, estúpida de horror.
¡Oh! ¡oh! ¡qué pálido estaba! ¡Y el traje roto! ¡la camisa desgarrada, por donde se pod-
ían ver rasguños en la delicada piel! ¡y los ojos cerrados como cuando ya no se ve! ¡Oh!
había regresado para morir. Ella se arrojó sobre él, le puso sus labios en la boca, espe-
rando un aliento. No, no respiraba, casi no. Pero, bajo sus labios, sintió algo de calidez y
humedad que discurría; se echó hacia atrás, se inclino; allí, de la boca de Evelín, era
sangre, sangre que fluía, sangre, sangre que, apenas salía, se aglutinaba en coágulos.
32
FIN DEL PRIMER LIBRO
33
LIBRO SEGUNDO
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CAPÍTULO PRIMERO
Tetazas de Madera, rubicunda y hermosa muchacha, entró en la Cervecería.
-¡Joven virgen!- grito Straparole, vas a sentarte en mi mesa, enseguida, en menos
tiempo del que necesitó Procné, princesa emplumada, para atravesar el Eurotas donde se
miran los laureles rosas; y, únicamente te ocuparás de contemplar mi cara semejante a la
de un fauno de Erimanthe, encantado hasta el olvido de toda otra música por el ruido de
la invisible lira que canta en mi voz, tú desdeñaras a estos mortales sin talento que nos
rodean. Ellos no merecen que tú percibas su presencia, siendo viles prosadores. Pero,
yo, yo soy doblemente digno de ser adorado por ti, ¡diosa! puesto que soy poeta y actor.
Tengo dos glorias como un cisne tiene dos alas. Te cantaré odas que encantan y embria-
gan no menos que un vino perfumado de rosas:
Múltiples lamentos de diosas
Cuando el borgoña es tomado,
Sangre roja del racimo prensado
Por las bacantes furiosas…
o bien, si lo prefieres (quizá lo prefieras, ¡ángel lleno de sandeces!) te recitaré la
gran poesía de Monsieur Germont, notario, en el cuarto acto de La Familia pobre: «¡Es
una cosa realmente triste para un viejo que toda una vida de trabajo y probidad reco-
mendada a la estima de sus conciudadanos, ver envilecerse en un momento un siglo y
medio de honorabilidad, porque él engendra hijos que ponen sobre sus cabellos blancos
una corona de infamia!» ¡Pues, repitámoslo, musas helicónides! Soy una especie de
Tespis; yo tengo algo de Píndaro, poeta lirico, y de Aristodemo, actor de sátiros, de Ca-
tulo y de Roscius; sería parecido a Moliere si él rimase mejor, a Shakespeare, si no se
hubiese obstinado en escribir sus dramas en inglés, una lengua que nadie comprende. Al
mismo tiempo me parezco a M. de Laprade, de la Academia francesa (pero yo tengo
más talento que él) y a M. Melingue, de la Porte-Saint-Martin (¡únicamente yo juzgo a
los padres nobles!) , y si nunca me haces el honor de seguirme, o Tetazas de Madera,
ninfa bien llamada, en los salones de las embajadas, a donde me apresuro de ordinario
después del cierre de los cafés de Montmartre, escucharás entre los murmullos de admi-
ración que acompañaran nuestro paso: «¡Mirad! ¡mirad! ¡mirad! este es Straparole, es el
mortal honrado por los propios dioses, cuyos versos han sido rechazados por la Revue
des Deux Mondes, y que ha sido silbado en Brive-la Gaillarde!»
Hablando de ese modo, de pie, alto, delgado, y estirándose como esos fantoches
teatrales que gesticulan infinitamente con los brazos, Straparole, en un magnífico dis-
curso retórico, de gesto, de compostura, guiñó sus ojos luminosos, abría toda su gran
boca sensual y alegre, donde reían los dientes claros. ¿Un poco gris? no del todo; conti-
nuamente apasionado, no bebía más que agua pura; siempre con aspecto de estar ebrio,
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sin embargo estaba sobrio; Pierre Labaris decía: «Straparole está ebrio todas las maña-
nas del néctar que ha bebido en sueños»; y, allí, esa noche, semejante a él mismo, líri-
camente fantástico, heroico y cómico, tenía sobre toda su cara huesuda y brillante de
sudor, esa triple expansión que son el talento, la alegría y la bondad.
La hermosa muchacha, modelo para los reunidos, se sentó.
En la intimidad se le llamaba Sin Camisa, porque, una vez, había dicho: «Bien,
no, ¡yo no me la pongo nunca! ¿De qué me serviría tener una, puesto que tendría que
quitarla de día para el trabajo y por la noche para la francachela?» Pero su auténtico
nombre glorioso, era Tetazas de Madera. Corrían leyendas que se habían escrito en can-
ciones. En la calle de los Mártires, una mañana en la que ella iba, en camisón, a comprar
tres centavos de leche, chocó con su seno que emergía bajo la tela con la cabeza de un
viejo: ¡le provocó un hematoma en el ojo! Para dormir, se tumbaba sobre la espalda
porque cuando se giraba, aunque fuese tan solo a medias, su pecho de puntas de hierro
rosado entraba en el colchón y rompía el somier. Caroline, la amante de Morvieux, fofa
como un saco de trapos y mala como la sarna, decía: «Tetazas de Madera, el otro día,
estaba en la miseria». Por lo demás, eso no la cambiaba demasiado. Tuvo la idea de
colocarse como nodriza, en casa de unos burgueses. Pero se la puso de patitas en la ca-
lle, porque el pequeño no quería mamar peonzas. Y otros cien cuentos, de los que la
robusta muchacha se enorgullecía. «Mostradme algo igual, montón de biberones», gri-
taba ella cuando las compañeras, delgadas, fofas en sus blusas flojas, se burlaban de su
firme gordura; o bien, no siendo demasiado habladora, se limitaba a decir «Bah» y, co-
losal, con el rostro rojo, con unos labios bermellón bajo una pelambrera de crines ne-
gras, golpeaba con los dos puños y aire de desafío, sus dos tetas abombadas, sin sujeta-
dor, enormes, ¡que no se sacudían!
Sentada dijo:
Vengo del Elíseo. Han detenido a la vieja Elisa y la han llevado al calabozo de la
comisaría, porque estaba armando jaleo sin pantalón. Si, llevaba un pantalón, pero no
tenía más que una pierna. ¿Qué es lo que podía haber hecho con la otra? Entonces,
comprendes, se le veía todo de un lado. Claro que me reí. Eso me dio sed. Invítame a
una caña.
Straparole, elegíaco, con tono de reproche donde se mezclaba cierta mansedum-
bre, dijo:
—¡Joven muchacha ignorante, yo te compadezco y te envidio a la vez a causa de
tu dichosa inocencia! ¡Eh! ¿qué? Desde el tiempo que hace que frecuentas los talleres
donde no se trabaja y los lugares de desenfreno donde se recitan elegías, ¿todavía no has
aprendido que de todos los seres vivos, los pintores y los poetas son precisamente aque-
llos que están en menos condiciones de ofrecer consumiciones a las damas? No es pre-
cisamente que les falte el deseo de mostrarse generosos con respecto a las personas
hermosas; incluso pienso, que, si dos o tres millones de patrimonio les autorizasen a
esas prodigalidades, colmarían de regalos a aquellas que dan placer a los niños sin pre-
ocupación, y las consumiciones que ofrecerían, serían ríos de diamantes brillantes como
un arroyo en pleno sol, victoria de cojines más suaves que las nubes donde se consuma
el adulterio de las diosas, y vestidos de cuentos de hadas, y palacetes más resplandecien-
36
tes que altares! Pero, — si no es proponer un arduo problema a tu ciencia aritmética –
cuento, oh hada de los bosques sagrados del Moulin de la Galette, la que ha podido ate-
sorar de oro y brillantes un compositor de baladas que prestó un luís, la semana pasada,
a un aficionado a las bellas letras, y quien, sobre esta suma, debe (sin hablar de la nece-
sidad del lujo cotidiano, almuerzos a veinte centavos, cenas a dos francos y ramos de
violetas a diez céntimos), mitigar la rabia encarnizada de mil y un acreedores, parecidos
a Kerberos, es decir de más de tres mil cabezas venenosas y devoradoras ¡Hija! no es
costumbre recoger manzanas en los rosales, pedir a los ruiseñores el grito imperial del
águila, ni exigir de Esquilo que versifique coplas para las revistas de fin de año en el
teatro de los Dellas Com. Cada ser tiene su función para la cual fue creado y no sabría
cumplir otra. Tú pues, si no desdeñas en hacer malos conocimientos, invita a ofrendas
costosas a esos mortales llamados banqueros que te acogerían sin disgusto en sus casas
construidas de jade y de lapislázuli y en sus frías camas donde las sábanas están hechas
de billetes de banco. Pero, en ningún caso, — aunque tu sed fuese exasperada hasta la
polidipsia por la vista de la vieja Elisa molestando a los transeúntes con un pantalón que
no teína todas las piernas! — no pidas a los poetas, vanamente perdidos ellos mismos de
beber en la fontana sagrada de Hipocrene, otra cosa que poemas imitados de aquellos
que Ferdouci, llamado algunas veces Aboul-Kacem-Mancour, suspiraba en el crepúscu-
lo bajo los rosales gigantes de Thous!
Tetazas de Madera dijo:
— Me aburrres.
— Señorita, —dijo Evelín Gerbier,— ¿me permite usted invitarla a
beber?
Alrededor de ellos, en el local profundo, semejante a un corredor un poco largo,
donde se prolongaba, bajo un techo bajo, dos hileras de mesas de mármol blanco, fuma-
ban, bebían, charlaban, bostezaban una muchedumbre de hombres y mujeres. Eran las
diez de la noche. La Cervecería estaba a rebosar. Este local era como el ilustre piso
franco de la literatura; los extranjeros lo visitaban por curiosidad; se citaba en las guías
de los viajeros. Otras cervecerías tenían nombres: estaba la cervecería de las Flores,
frecuentada por los modelos; la de los Mártires, que se abría sobre dos calles, enorme,
dividida en varias salas, en las que se recibía a una clientela especial, personas de letras
y artistas, comerciantes del barrio pasando la velada jugando partidas de dominó, muy
cerca de la calle de los proxenetas sentados contra los cristales y acechando las idas y
venidas de las putas sobre las aceras en la noche iluminada por el gas; la cervecería Pi-
galle, pequeña, íntima, no sin aristocracia, un poco académica, reservada a los pintores
ya condecorados a los que unos recuerdos de bohemia retenían o llevaban al barrio de
las alegres miserias. Pero, esta era ¡la Cervecería! sin otra denominación. Los bohemios
que iban a otros lados acudían allí algunas veces, ¡porque había que ir! y aquellos que
había tomado por costumbre acudir, jamás volvían a otro lado. Era un centro, un lugar
de camaradería, de odio también; algo así como una patria. A algunos de sus clientes,
parisinos acérrimos con las suelas de sus zapatos pegadas a los adoquines de la ciudad,
les hubiese sido posible abandonar Paris si no hubiese que renunciar al mismo tiempo a
la Cervecería. Por la mañana era un café, como los demás, limpio, frio, claro, apacible,
37
donde se desayunaba. Pero, por la noche, se transformaba con su bullicio hosco, con su
estrépito de gritos y palabras, en tugurio indecente y brutal, hostil, furioso, misterioso
también, casi espantoso; alguien que, por casualidad, teniendo sed, hubiese empujado la
puerta, se habría detenido, habría huido tal vez; no se atrevería a entrar allí si no la con-
siderase su segunda casa.
La Cervecería era temida y temible; Cuando surgían los éxitos, las glorias y to-
dos los esplendidas alegrías del triunfo literario, la Cervecería se convertía en la cólera
de los vencidos y la maldad de los envidiosos. Desde el momento que alguien conquis-
taba la fortuna y el renombre, ya no se dejaba ver por allí, no porque no quisiera dejarse
ver, sino porque hubiese sido mal visto por los demás. Se salía de allí como de galeras;
aquellas que permanecían en el presidio, miraban con malos ojos a los antiguos prisio-
neros que se convertían ahora en visitantes. Pero todas las víctimas de la pereza, todos
los impotentes, todos los fuertes reducidos a la impotencia, se agrupaban allí. Y se re-
gocijaban cruelmente. La Cervecería tomaba, contra los triunfos insultantes, toda la re-
vancha que se puede tomar mediante la denigración y la parodia. Se burlaban, calum-
niaban, demolían. Y lo que tenia de espantoso es que, la mayoría de las reputaciones,
siendo en realidad ilegítimas, a menudo tenían razón en la envidia. Además, ¿quién sab-
ía, quién podía decir si esos escultores sin talleres, esos periodistas sin periódicos, esos
poetas sin editores, esos dramaturgos sin teatro, todos esos sin un centavo, sumidos en
la miseria o perseguidos por la mala suerte, eran víctimas de la imposibilidad de produ-
cir o no valían para él éxito y para lograr una reputación? Varios, salidos de la Cerve-
cería, hoy son ilustres; tal vez no eran únicos en merecer esta evasión gloriosa. El sar-
casmo de la Cervecería quizá tenía por excusa la injusticia de la suerte. ¿Malos esos
hombres? no, desgraciados. Pero justificable o no, esta alegría era terrible. La Cervecer-
ía no aprobaba nada, no admiraba nada; o inventaba glorias que permanecían ignoradas
con el objeto de disminuir las glorias reconocidas. Exaltaba para humillar, afirmaba para
negar. Y su tarea lejana, como subterránea, producía sus efectos porque de la Cervecería
emanaba el odio tenaz y la terca denigración, porque mordía con la saña de un perro que
roe un hueso y porque además se hablaba en voz alta. Desdeñada y despreciada en apa-
riencia, no era ajena a los periódicos de renombre. Una crítica proferida allí, cien veces
repetida, salía de la Cervecería, subía, se expandía, podía llegar a la opinión pública;
una injuria, soltada entre cerveza y cerveza, iba a golpear en pleno rostro a la más alta
gloria, como un escupitajo en el aire de un golfo mancilla el rostro de un hombre en una
balcón. Los más admirados, situados en el pabellón de la gloria literaria, tenían pavor a
la Cervecería.
Un asiduo de la Cervecería era Jean Morvieux.
Este hombre hacía pensar en una alcantarilla repleta de odio. Todas las infamias,
todas las calumnias, todas las historias soeces, verdaderas o falsas, aquellas que la rabia
de los humildes enfrenta a los célebres y poderosos, él las recibía, las absorbía como un
agujero que se llena, y las regurgitaba, más inmundas todavía, con la elocuencia de un
desbordamiento de fango; y cuando hablaba, mostraba su cuello hinchándose como si
por él pasasen alimentos y vino, con la cara extasiada de un borracho que disfrutase con
su vomito.
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La primera amante

  • 2. 2
  • 3. 3 SI ESTÁS EN POSESIÓN DE UNA DE ESTAS FUERZAS SUPREMA: GENIO, ORGULLO Y VIRTUD, QUE TRIUNFAN DE UN MODO ABSOLUTO Y CUMPLEN FATALMENTE SUS DESTINOS, SE EL AMANTE DE CIEN MUJERES O EL ESPOSO DE UNA SOLA, NO IMPORTA, NO HAY NINGÚN PELI- GRO: TÚ ERES EL MAGO AL QUE OBEDECE EL INFIERNO. SI ERES UN HOMBRE HONRADO, IGUAL QUE LOS DEMÁS HOMBRES HONESTOS, SIN GRANDE- ZAS NI POBREZAS, SIN BUENOS NI MALOS SUEÑOS, MODERADO, APACIBLE, SATISFECHO DE TI MISMO, BUSCA NOVIA, CÁSATE, TEN HIJOS, Y, SI QUEDAS VIUDO, VUELVE A CASARTE, A ME- NOS QUE TU CRIADA NO SEA JOVEN Y GORDA; MORIRÁS HONRADO Y HONORABLE, LLORADO POR LOS TUYOS. PERO SI ERES UNO DE ESOS SERES INTERMEDIOS, QUE NO TIENEN EL SUPREMO INGENIO NI EL SENTIDO COMÚN, NI EL SERENO ORGULLO NI LA ACEPTACIÓN BEATA DE LA INFERIORIDAD, NI LA PERFECTA VIRTUD NI LA HONESTIDAD BANAL; SI ERES UNO DE ESOS ARTISTAS MODERNOS, INSEGUROS, ATORMENTADOS, EXCÉNTRICOS, QUE PUEDEN SUBIR, QUE PUEDEN CAER, DE- PENDIENTES DE LAS CIRCUNSTANCIAS, TEME A LA MUJER. PUES LA MUJER ES LA CAUSA MÁS DIRECTA DE LOS DESCALABROS DE LA VOLUNTAD, DE LAS DESVIACIONES DEL PENSAMIENTO, DE LOS ABANDONOS DE LA CONCIENCIA, DE LAS AUTÉNTICAS LABORES NO CUMPLIDAS, DEL OBJETIVO NO ALCANZADO, Y, FINALMENTE, DE LA AUSENCIA DE AUTOESTIMA, QUE ES LA PEOR DE LAS ANGUSTIAS. Y, ENTRE TODOS LOS BESOS, HAS DE TEMER EL PRIMER BESO, PUES ESTO ES LO QUE ACONTECIÓ, MIL AÑOS DESPUES DE SU MUERTE, AL REY PSAMETIK. UNOS VIOLADORES DE TUMBAS LO EXTRAJERON MOMIFICADO DE SU SARCÓFAGO, LO ARRO- JARON EN LA ARENA, BAJO LA LUNA; Y, A CAUSA DE LAS POTENTES HIERBAS AROMÁTICAS, EL CUERPO NO SE HABÍA DESCOMPUESTO; POR TODAS PARTES INTACTO, EXCEPTO EN UN PUNTO DEL CUELLO, QUE ERA UNA LLAGA PULULANTE DE GUSANOS, Y DE DONDE SALÍA UNA PEQUE- ÑA LLAMA DE PODREDUMBRE. LOS SACRÍLEGOS CREYERON QUE HABÍA SIDO MAL EMBALSA- MADO, QUE SE HABÍAN OLVIDADO DE MOMIFICAR ESA PARTE DEL CADAVER. PERO NO. SU- CEDÍA QUE EN EL CUELLO, EL REY PSAMETIK, VIVO, JOVEN, TODAVÍA IGNORANTE DE LAS CARI- CIAS DE LA MUJER, HABÍA SIDO BESADO POR UNA CORTESANA LLAMADA RHODOPE, QUE HABÍA VENIDO DE GRECIA, Y QUE REÍA. ¡CÓMO! ¿VIVIRÍA YO SOLO Y CASTO? ESFUERZATE EN SER CASTO; PERMANECE SOLO O AL MENOS INDIFERENTE, - LO QUE ES CASI LO MISMO, - SI QUIERES DESARROLLARTE, SEGÚN TU DEBER, EN EL SENTIDO NORMAL DE TUS FACULTADES. PERO LA SOLEDAD O LA INFIFERENCIA ES EL ABURRIMIENTO? ¿CREES PUES QUE LA ALEGRÍA EXISTE? EN ESE CASO, TÚ DECIDES.
  • 5. 5 CAPÍTULO PRIMERO Cuando acabó de anudar la corbata, Madame Gerbier bajó del taburete donde había tenido que encaramarse debido a su pequeña estatura; se alejó un paso, otro más, y, con el alma en los ojos, su vieja carita rosada y arrugada de alegría y orgullo, miraba con arrobo y avidez a Evelín, tan apuesto, tan gracioso, a su Evelín, su niño, su hijo, ¡ese jovencito que había traído al mundo! -¡Oh! ¡qué guapo estás! Dios mío, ¡qué guapo eres! – dijo. Él sonreía aceptando el elogio, aprobando el entusiasmo, sin responder, juzgán- dola bastante pagada por el placer que ella sentía; tenía el aspecto de un actor muy aplaudido que piensa: «¡Eh! sí, sin duda», y se entrega al buen gusto del público; se miraba con el cuello inclinado, en un movimiento de pajarillo orgulloso, y encima de su delgado labio, apenas sombreado, como el de una muchachita que fuese demasiado mo- rena, crecía impertinente un ligero vello pelirrojo; pero esta arrogancia no tenía nada de desagradable, porque era joven; el recuerdo de los recientes piropos, de las hermosas damas que en el paseo se detenían para decir: «¡Oh! qué delicioso bebé, querida», los éxitos en los bailes infantiles, toda esa gloria pueril, le conferían una autoestima que dejaba presagiar la suficiencia viril; esta actitud fatua provenía de su infancia. Ciertamente era guapo, en su gracilidad de efebo, con no sé qué de diáfano, de dorado, de ligero; Madame Gerbier, bastante fea, casi enana, flaca, enclenque, y ya en una edad completamente gris – tenía treinta y siete años pasados cuando lo trajo al mundo – tenía razón al decir: «Me da la impresión de ser una gallina vieja que haya incubado el huevo de una ave del paraíso.» Los cabellos cortos como los de una mujer moderna, ligeros, ondulantes, con en- sortijados mechones rubios, ocultaban casi toda la frente de Evelín, proyectando un es- bozo de sombra hasta el doble arco de sus finas cejas, sobre los párpados lisos vaga- mente sonrosados; y los ojos muy abiertos eran azules; luminosos; con un brillo igual, mostraban, en su pureza de agua fresca, esa sorpresa al ver que se observa en los ojos de los muchachos muy jóvenes; eran tan límpidos que su color debía no solo ser esencial, sino provenir de algo azulado que brillaba suavemente, muy lejos, detrás de su transpa- rencia. Bajo la nariz, un poco larga, y las fosas ya gruesas, el labio superior, estrecho, como fugaz, se curvaba exquisitamente en dos rosadas curvas; boca entreabierta sin exageración; el mentón corto se mostraba blanco como el marfil nuevo. Pero el encanto casi divino de ese rostro se encontraba en la frente, en las sienes, en las mejillas, en el frescor, pálido no obstante, más pálido hoy a causa de una enfermedad reciente; en el inmaculado candor, como el primor virgen de la piel, de una piel lechosa y diáfana a la vez, que parecía hecha de alba, y donde afloraba, aquí y allá, algo así como una eclosión al amanecer de la joven rosa de la vida. Y esa fina cabeza, todavía poco viril, pero con porte altivo y como encrestada de desafío y conquista, se erigía sobre un cuerpo ligero, delgado, alto, que, con su esbeltez de tallo crecido demasiado aprisa, con su posibilidad de romperse o de desfallecer al menor golpe, añadía a Evelín más encanto todavía, el
  • 6. 6 encanto de donde nace una inquietud de vulnerabilidad y por donde se duplica el precio de los seres y de las cosas, de la fragilidad en la gracia. Después de cuatro sonoros besos – ella le daría veinte – Evelín dijo «¡Hasta la noche, mamá!» y se volvió hacia la puerta, no sin antes arrojar una última ojeada al es- pejo. Pero la madre, preocupada, nerviosa, alarmada, dijo:-¡Espera! ¡espera! no es ra- zonable que vayas sin precaución en tu primera salida. Se razonable, ¿y si vuelves a enfermar? No hay nada más terrible que una recaída después de una neumonía. — El médico te insistió que ya estaba curado, completamente curado. — ¡Los médicos no saben lo que dicen! y además, si se recae tanto, mejor para ellos pues les supone nuevas visitas. — Pero yo jamás me he sentido mejor. — No estás suficientemente abrigado. — Me aso. — Levanta el cuello de tu abrigo. — ¡Ah! no! —dijo Evelín con una protesta de coquetería. — ¿Al menos no regresarás demasiado tarde? — No, no. — ¿Y no fumarás? — Ni siquiera un cigarrillo. — ¿Tendrás cuidado con los coches? — Caminaré por las aceras, sin atravesar nunca la calle. — Ríete, ríete… las desgracias ocurren cuando menos las esperas. — ¡Hasta luego! — ¿Y si bebieses una taza de manzanilla antes de salir? — ¡Mamá, por favor, me atosigas! — dijo él abrazándola con un acceso de risa. Y se escapó. Con el cuello extendido ella escuchaba el ruido de las puertas que se cierran, de los pasos precipitados por la escalera; luego, habiéndose hecho el silencio por ese lado, corrió a la ventana, la abrió, y, con los ojos haciendo visera con la mano, inclinó la ca- beza. La calle Montmartre bullía de gente debajo de ella. Vista desde el quinto piso pa- recía estrecha, encogida; aquí y allá discurría como un río entre dos orillas, el barullo de rumores de mil transeúntes que se cruzan, entrechocan; luego, hacia la desembocadura del bulevar, la inmovilidad, súbita, como un ataúd, de un ómnibus enorme entre un ga- limatías creciente de coches y taxis. Evelín salió de un portal y se insinuó en toda esa muchedumbre, en todo ese ruido. Madame Gerbier lo seguía con la mirada, los brazos extendidos, siempre más inclinada. ¡Tanta gente! él era tan imprudente, tan delicado; tenía miedo. Sentía algo esforzarse en salir de ella para irse con el niño, para cubrirlo, defenderlo, ser atropellada con él. Pero él giró sobre el bulevar y desapareció. Ni una sola vez se había vuelto; sin embargo había debido adivinar que ella estaba en la venta- na, acompañándolo. Volvió a su habitación, y, con la ventana cerrada, se sentó delante de la máquina de coser. Hizo girar la rueda; acabaría de bordar esos cuellos de camisa para Evelín; pero su pie se detuvo enseguida; no tenía ánimos para trabajar. Tomó su
  • 7. 7 misal en el costurero; era especialmente devota cuando tenía algún mal presentimiento; comenzó a leer en voz baja, moviendo los labios; pero volvió a poner el libro en su si- tio; tampoco tenía ganas de rezar. Estaba consternada, mantenía sus brazos laxos y la mente completamente ocupada por la inquietud; sus pequeños ojos se hinchaban de lágrimas. « ¡Ah¡ ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío!», decía al ritmo de un ca- beceo. Y pensaba, se atormentaba. Como había cometido el error de obedecer a Evelín, de venir a Paris con su hijo, vieja y viuda. Estaban tan bien, tan cómodos y considerados a causa de Monsieur Gerbier que había sido juez de paz, y de sus seis mil libras de ren- ta, en la pequeña provincia donde todo el mundo se conocía, donde los burgueses se dicen por las mañanas buenos días de una ventana a otra con los postigos abiertos. Allí el aire era puro, aromático, entre el río y el bosque de pinos, Evelín no habría caído en- fermo; ahora ya no corría por las calles entre las ruedas. Pues, en su alma angosta y enana también, Madame Gerbier, tiernamente bestial, no tenía más que preocupaciones instintivas; sobre todo era obsesiva, casi únicamente, por el espanto a los peligros mate- riales a los que su hijo estaba expuesto: una chimenea que cae, unos bandidos que atra- can a los transeúntes en un rincón y los estrangulan, un caballo que se desboca derri- bando todo a su paso. Incluso la idea de la Amante, enamorada o fingiendo estarlo, que seduce y pierde a los jóvenes, la Ladrona de hijos, la Mala Mujer, espanto de las ma- dres, le venía a la mente de vez en cuando; alrededor de Evelín, París le parecía como una envoltura amenazadora, odiosa; estaba convencida de que moriría uno de esos días, de repente, de un sobresalto del corazón, como un pájaro que expira, viendo a Evelín tumbado en una camilla, con la sien abierta y una herida roja por donde se deslizaba un hilillo de sangre bajo un pañuelo plegado en forma de venda. ¡Ah! ciertamente, moriría así, sin el tiempo de decir ¡uf! Luego pensó más lentamente, con el espíritu como meci- do por una sombría canción de cuna. El sueño le ganaba; había pasado tantas noches velando a Evelín, febrilmente, llena de sobresaltos, que se volvió hacia la pared con gestos de apartar la sábana. Alrededor de ella, en la soledad del comedor, que también servía de salón, estancia cuadrada, amueblada de acajú, pintado con papel castaño, y donde colgaban, a derecha y a izquierda de la hornacina de la estufa pintada de verde, un retrato de Monsieur Gerbier de joven, en traje de novio con una flor en el ojal, y un retrato de Monsieur Gerbier con cuarenta años, magistrado, en traje y condecorado; en ese rincón de provincias comparado con París, todo el ruido de la enorme ciudad, ruidos de coches, gritos, llamadas, risas, estrépitos de hierros, rodamientos profundos y sordos con los que las casas vibraban, se insinuaba, se encarnizaba, engrandecía, se volvía más espantoso en el silencio somnoliento en el que se iba sumiendo la anciana; medio aton- tada, su ansiedad se desarrollaba en un espanto de pesadilla. Aunque jamás hubiese vis- to ni oído el mar, le parecía que un negro, aullador y salvaje océano crecía por todas partes, golpeando las paredes, sumergiendo los tejados, y todas las olas furiosas, aque- llas que venían y las que se volvían después de romper, empujaban, sacudían, hacían girar, rodaban hacia un escollo a pico, semejando un enorme coche embarrancado allí, a una barquita, sin gobernante, sin vela, que se destrozaría! « ¡Evelín!» gritó la madre en una sacudida del sueño; tomo el breviario, lo abrió, lo hojeó, encontró la página que buscaba, luego, arrodillada, con el mentón al borde de la máquina de coser, se puso a
  • 8. 8 recitar en una balbuceante salmodia: Ave, maris stella. Dei mater alma, con el recuerdo quizá, de alguna leyenda contada o leída en una vieja novela, de que esa oración era recitada por las madres de los marinos cuando los hijos que iban a la mar se encontraban en peligro.
  • 9. 9 CAPITULO II Sobre el bulevar, hacia la Madeleine, bajo el cielo de un azul apenas blancuzco y la sana alegría que se respira en las grandes avenidas, se desarrollaba la hermosa fiesta de la primavera parisina, con el verde tempranero de los frágiles árboles y las amplias aceras lisas y brillantes por el sol, entre el ruido del frufrú de las faldas y el taconeo de los botines sobre el asfalto más sonoro, donde los sombreros de las mujeres se mostra- ban como sonrisas y divierten la mirada. Reinaba la alegría por todas partes: en las te- rrazas de los cafés, entre los paseantes de la calle Real, entre los conductores de los ca- rruajes. Esas muchachas, sin sombrero ni gorros, obreras o criadas, por parejas o de tres en tres, provocadoras; el lujo de los carruajes donde se extienden, con la punta del botín sobre el cojín delantero, las ilustres mundanas, o bien, más feas, pero con aspecto más decente, las amantes de sus maridos; alegría reinante entre el gentío, familias burguesas a quienes el sol ha dado la ilusión de un domingo, en las estaciones, en los ómnibus completos. Y, de la iglesia abierta, dejando verse entre el entramado de las columnas, a lo lejos, en una bruma de incienso, el tenebroso esplendor de los cirios y los oros, des- cendía sobre una alfombra roja, entre una doble fila de sotanas y de uniformes con galo- nes brillantes, una pareja de personas ricas, que ofrecía al pleno día, como un gran lis vivo completamente cubierto de encajes, la blanca esbeltez de una novia. Evelín, boquiabierto, absorbía la vida del París renovado. A la edad de Evelín, haber estado convaleciente era como un renacer, no como el niño que era antes, con las insuficiencias del espíritu y del cuerpo inacabados, sino como un hombre; uno tiene ese deslumbramiento incomparable de la sorpresa — pues la experiencia de los primeros años, los hábitos adquiridos, se disipan, quedan atrás, como algo vago, nulo, en los limbos de la enfermedad — y con la sorpresa, la potencia, nueva y entera, de concebir y apropiarse del objeto; se ve por primera vez y con una perfecta clarividencia; se posee ante lo desconocido, unos nervios, una inteligencia, un corazón, capaces de todas las sensaciones, de toda la ciencia, de todo el amor; todo os invade en efecto, bruscamente, a la vez, en una irrupción apasionadamente aceptada de la exterioridad. Se es como una apertura que se llena de grandes olas turbulentas, y en- trado ese torrencial, está hecho de rayos de colores, de perfumes, de ruidos violentos y dulces, de esplendor, de embriaguez. Algo similar a lo que Adán debió conocer si fuese creado ya hombre en medio de la naturaleza, es lo que experimentaba el hijo de Madame Gerbier, adolescente y convaleciente, virgen sobre el bulevar, gracias a esta clara tarde parisina. Miraba, aspiraba, estaba como hinchado por las bocanadas alegres que le envia- ban el cielo, la calle, el sol, las mujeres que pasaban. Tenía esa impresión de que todo el buen humor de los seres y las cosas brillaba para él, hacia él, en él; su vida le parecía hecha de la dicha de todo el mundo: Estaba solo, perdido en esa multitud, no observado, en medio de la alegría ruidosa de los cafés y la extravagancia de esas muchachas que atravesaban la calzada con la melena al viento, la cómica contrariedad del burgués que ha perdido el taxi, el lujo luminoso de los cocheros y los vestidos, la sonrisa de los
  • 10. 10 sombreros floridos y los labios; también era la claridad de los escaparates, la luminosi- dad de los letreros, el frescor del aire, la inmensidad soleada del azul vagamente blan- cuzco! Habiéndose vuelto, creyó que en su brazo se apoyaba la novia, toda vestida de blanco sobre la alfombra roja en pleno sol, enlazada y pálida como un lis de encajes. Y múltiple, tan confuso — penetrándole por los ojos, por las narices, por las orejas, por todos los poros abiertos —fue para él la convergencia del encanto universal, que sentía que ella era íntima, intensa y permanecería a él aferrada; como sería la impresión reci- bida que, incluso se acordaría de ella con más claridad de la que la recibía; y que, ma- ñana, siempre, la consideraría inefable, sin cesar profunda; crecimiento del estigmatiza- do en una corteza virgen fuertemente entallada. Pero la conciencia de lo que experimen- taba no tardó en disiparse; ahora se perdía, se dispersaba en una vasta alegría, aceptada y rendida, flujo y reflujo, donde se desvanecía el pensamiento; presa de tanta vida que no sentía vivir, olvidaba lo que nunca olvidaría. Desfalleció un instante en este éxtasis de los hogares que reciben y dan calor; debió apoyarse, para no caer, en la columna de bronce de una farola, porque, en un coche, con las cortinillas mal bajadas, dos enamora- dos se estaban besando en la boca. Y cuando retomó su paseo sobre las aceras menos transitadas, hacia la plaza de la Concordia, estaba pálido. Unas mujeres hablaban en voz baja la una a la otra, señalándole. Sí, tan guapo. Pero él ya no miraba a los paseantes. Pensaba, con la cabeza inclinada. Un poco cansa- do, se sentía muy bien, aunque melancólico, con efusión. Este niño, débil y simpático, tal vez, bajo esa simpatía, tenía en esa debilidad, bajo una sequedad de corazón, una corteza de egoísmo; no se había vuelto ni una sola vez, antes, mientras Madame Ger- bier, en la ventana, le seguía con la mirada. Pero, en ese instante, en la fatiga de su dicha apaciguada, una inmensa ternura lo invadía, hubiese querido desprenderse de él. Su- cumbía a necesidades de expandirse, de consolarse; hubiese llorado con una deliciosa compasión en los brazos de un amigo desdichado; y, de pronto, deteniéndose en una esquina de la plaza de la Concordia, dio una limosna – un poco de calderilla – a una vieja vendedora de lápices, con un busto sin brazos, encogida sobre la acera. Luego, en los Campos Elíseos, a causa de las niñas y niños que jugaban, de los tiovivos y de las tiendas de bibelots entre los árboles, el hombre que comenzaba a ser se desvaneció completamente transformándose en el niño que todavía era; de regreso a las puerilidades de antes, hubiese querido, en ese bello día que la hacía pensar en los recreos en el patio del colegio, jugar al aro, saltar a la cuerda, mantenerse, con la fusta en la mano, en el pescante de una pequeña calesa; se interesó en una partida de ajedrez organizada por estudiantes del instituto de paseo; quiso mezclarse, debió esforzarse para no dar al me- nos consejos; y, juzgándose pequeño y sin experiencia ni fuerza, tenía un instintivo de- seo de ser guiado, llevado de la mano, de obedecer a una persona mayor, de decir mamá a una de esas damas sentadas sobre las sillas entre grupos de bebés jugando. Pero una chiquilla que jugaba a las cuatro esquinas, escotada, con la falda dema- siado corta, ya gorda y toda una mujer por la carne de sus espaldas y de las hinchadas pantorrillas, le cayó sobre el pecho en el falso paso de una brusca huida; él sintió bajo la boca y las narices un olor de piel sudorosa y fresca.
  • 11. 11 Entonces se levantó, sintiéndose viril; despreció los aros, el tiovivo, las tiendas de juguetes; caminaba con paso firme, la mirada decidida, divisando a los transeúntes, atreviéndose a sonreírle; por otra parte, ni siquiera había seguido la mirada de la chiqui- lla, pronto desaparecida, que le había caído en los brazos; una niña, demasiado pequeña para él, gran muchacho. Se decía que, guapo como era, ilustre como sería, todas esas mujeres podrían un día ser suyas. Sí, desde luego, él las haría suyas. ¿A todas? no, so- lamente a las bonitas. ¿Cómo ocurriría eso? No imaginaba sin espanto, mediante qué circunstancias sería conducido, acogido, retenido, en el salón, luego en la habitación de esas parisinas; el transporte de su deseo lo hubiese atrevido a las más fogosas aventuras, escaladas, duelos, a causa de ese coraje en la quimera, que constituye lo propio de la primera juventud; pero la timidez en las cosas posibles y normales, cuya joven edad se deshacía con dificultad, lo obligaba a considerar como sucesos temibles una presenta- ción, una visita, un vals solicitado; le costaría poco ser extraordinario, llegado el caso, pero, ante una dama en vestido de baile diciendo: «Yo estoy en …mi casa, señor, el jueves y estaría muy honrada…», sentiría temblar sus rodillas, enrojecer su rostro, bal- bucearía estúpidamente. ¡Bah! el azar le serviría, le enseñaría, le pondría al corriente de las costumbres mundanas; como había leído las novelas del siglo dieciocho, contaba con las buenas fortunas de sofá. Este pensamiento, mediocre, banal se ennoblecía en Evelin con un poco de este ideal que da a los más piadosos sueños lo lejano de su realización. Además, él no podía equivocarse, no podía ser vil ni mezquino, ¡puesto que era joven! Por desgracia, la juventud no consiste en solamente la gracia, el frescor, la salud, el go- ce de uno mismo y los demás; es, incluso en los malvados, el amor y la virtud. Evelín estaba tan lleno de orgullo y gloria próxima, que se decidió a una acción terrible; sí, su madre lo esperaría, estaría preocupada, no importa, ¡cenaría en el restaurante! solo, co- mo alguien que no debe rendir cuentas a nadie, — en uno de esos restaurantes de los Campos Elíseos, donde se ven tantos pequeños manteles brillar por las noches con una blancura de gas bajo la diáfana vibración de las farolas iluminadas; y un ruido de flujo de agua detrás de los macizos, caía en clara lluvia en una tinaja invisible. Las horas habían pasado. Menos paseantes y transeúntes. La dulzura anterior al crepúsculo adormecía la vegetación, la avenida y el tráfico de los coches; descendía sobre todas las cosas una recomendación de silencio y misterio, no todavía obedecido. Alrededor del restaurante, las cien pequeñas mesas blancas protestaban, mediante un tumulto de tenedores cocando entre si y de conversaciones a viva voz contra esta inva- sión de paz, que da a los paseos parisinos una semejanza con los caminos, los campos, los bosques. Evelin tomó sitio y, temerario, pidió el menú a un maître en traje negro, que lo intimidaba; pero habló con naturalidad, con aire decidido, como alguien acos- tumbrado a ello. No comió mucho, bebió demasiado, no echando agua en el vino a fin de que se viese bien que era un hombre; ¿qué vino? al principio borgoña; luego champán, como las damas rusas de las novelas y los vividores de los poemas románticos; rellenando la copa sobre el mantel, miraba a las personas de las mesas próximas, con una vaga espe- ranza de sorprender en su actitud una admiración de haberlo visto beber.
  • 12. 12 A los postres estaba taciturno; tumbado sobre su silla, con el busto yendo y vi- niendo sobre el borde de la mesa. Ya no observaba a las personas de su alrededor, des- lumbrado de sí mismo con el humo de su cigarro, un cigarro demasiado grueso, muy fuerte, que había elegido con un tacto de conocedor en la tienda de Habana. Asistía a la fantasmagoría de su alma. Para aquellos que lo hubiesen observado en ese momento, habría parecido esbelto, imberbe, frágil, una monada, uno de esos ingenuos de vaudevi- lle que se visten de hombre para sorprender en la vida parisina la infidelidad de un ena- morado o de un novio. Pero eso eran triunfales quimeras que él contemplaba entre las volutas del humo y del aliento! y, un poco lejano, detrás de los árboles, el ruido de París le rodeaba como un murmullo creciente de aclamaciones. Él conquistaría la ciudad enorme y fabulosa; tendría a su alrededor las admiraciones de los espíritus, las adula- ciones de las multitudes; acodado en algún balcón de palacio, un día de fiesta pública, entre criados con uniforme y vírgenes desnudas parecidas a aquellas que agarran por las bridas, en los cuadros históricos, los caballos de los conquistadores, se veía ordenando a toda esa servidumbre pomposa y deliciosa, arrojar al populacho ebrio las monedas y las piedras preciosas de sus inagotables cofres. Lo que él había realizado para merecer ser augusto y magnífico hasta ese extremo, no lo discernía muy claramente; ¿para ilustra- ción de una patria o la defensa de una raza, habría vencido, desterrado, dispersado, a fuerza de valor y talento, a un innumerable pueblo de enemigos guerreros? Sin duda atravesó París, antes, por todos los bulevares, entre las ventanas engalanadas de bande- ras y mujeres, a la cabeza de un ejército que regresaba de los combates; y tenía sobre su cabeza, en el maravilloso esplendor del día, una corona de gloriosas flores. ¿O bien deb- ía este apogeo a unos dramas aclamados por una multitud llorosa y risueña, o a unos poemas conmovedores de almas? Sí, él era el más grande de los hombres porque él era el más grande de los poetas; Orfeo, Esquilo, Dante, Shakespeare, Hugo, eso es lo que era, más sublime, más dichoso también; pues tenía a su alcance todas las riquezas, lega- das al Maestro de los Poetas por la emperatriz de un país de América, donde veinte mil esclavos no cesan de recoger la lava de oro que mana de un volcán siempre en erupción. Y se paseaba en las fiestas, entre las luces, entre las alegrías, fiesta, luz y goce! A veces su ensoñación se restringía, particularizándose en pensamientos menos grandiosos, co- mo en unos rincones íntimos; a medias acostado sobre un diván de su habitación, casi dormido, un poco cansado, un poco enfermo y complaciéndose en un aire de languidez, escuchaba a jóvenes de gran talento, pintores, escultores, poetas, agrupados a su alrede- dor, agradeciéndoles con sinceras palabras la ayuda que les había prestado, unos ejem- plos que él les había dado; de vez en cuando, un criado resplandeciente de galones anunciaba algún ilustre personaje, ministro, general o alteza extranjera, que venía a pe- dir noticias del enfermo; Evelín lo acogía con cortesía, afectando sin embargo más de cordial abandono, más de consideración afectuosa por los jóvenes, que eran artistas; y se felicitaba, se estimaba a causa de esta diferencia de acogida. O bien escuchaba, cami- nando en su galería de cuadros, a su secretario leerle las cartas innumerables donde tan- tas personas que él había sacado de la miseria, salvadas de la desesperación, le juraban un eterno agradecimiento; se enternecía de ser amado así, de haber merecido ese amor. O bien, en una sala pomposa que antiguas tapicerías decoraban cazas de jabalí o de
  • 13. 13 osos, ofrecida un almuerzo íntimo, con una urbanidad un poco altanera, a embajadores y a cortesanos! Luego regresaban, más violentos, más luminosos que antes, los tumultos de la gloria pública, universal, aclamaciones de toda la ciudad, de toda la nación, de toda la tierra. Y, vuelto hacia el sol poniente que resplandecía allá en el enorme ventanal que es el Arco del Triunfo, el alma extasiada en sus ojos ardientes por los púrpuras y los oros del horizonte, perdido hacia esas fulgurancias donde rodaban torrentes de piedras preciosas, donde se erigían palacios de brasas, donde una población de armaduras rojas actuaban de deslumbrantes estandartes y proferían, como gritos, llamas, él admiraba, en la magnificencia solar, su triunfal porvenir! Pero algo sombrío pasó entre él y esos esplendores, apagándolos. Volvió la ca- beza a medias. Una joven dama y una niña que tenía en el brazo un aro, se sentaban delante, en una mesa donde los cubiertos estaban dispuestos. La joven dama sacó sus guantes y, tras haberlos enrollado cuidadosamente, los introdujo en un vaso. Tenía unas largas manos pálidas.
  • 14. 14 CAPÍTULO III Esta sombra, esta incorporación a la vida real y banal, lo arrancaron de sus ideas soñadoras. Tras una sacudida semejante a la de esas caídas en sueños que acaban por despertar, se encontró con los pies sobre la arena, sentado en el jardín de un restaurante; alguien que había cenado bien, eso era todo. Los comensales a su alrededora eran más extraños, solo hablaban en voz baja; pronto se haría de noche: una penumbra subía len- tamente, envolvía con un velo diáfanos los ramajes casi silenciosos; linternas de coches sobre la avenida, centelleando lánguidamente en la claridad del crepúsculo; como antes del sueño, la vida de las cosas se estiraba en una lasitud, en una pereza melancólica y tibia. En una ventana abierta del pabellón del restaurante, apareció una muchacha, con un vaso en la mano, en blusa, con una melena pelirroja despeinada, con mucha carne a la vista, ofrecida, y la sexualidad de los pelos bajos los brazos al aire. Fin de una cena en un reservado particular. Evelín se estremeció en un transporte hacia esa criatura; creyó sentir descender hacia él un perfume como si se hubiese esparcido desde la venta- na un ramo de flores sucias, podridas. Mal y buen olor, bueno de ser malo. Pero una mano de hombre tomó a la joven por el hombro y la obligó a entrar de nuevo; hubo un temblor de cortinas detrás de la ventana que se cerró de inmediato. Entonces Evelín miró mas atentamente a la joven dama sentada muy cerca de él, silenciosa, frente a la pequeñas que había apoyado su aro contra un árbol. Y era de noche, aunque clareaba levemente lo que restaba de día. Sobre las es- trechas mesas, las llamas que temblaban bajo las tulipas de las farolas con el inverosímil y el mal presagio de los cirios, ponían aquí y allá un poco de blancura a la palidez de los manteles. Una tristeza herida erraba en el aire. Esta dama no era tan joven como había creído en un principio; la chiquilla debía tener nueve o diez años, la madre treinta; no, no todavía: veintiséis, veintisiete; sin duda se había casado joven. ¿Bonita? sí, bastante, con un aire serio. En realidad, Evelín no la encontraba demasiado a su gusto, comparándola con la aristocrática esposada, en su candor altivo, que él había visto esa misma tarde en las esclareas de la Madeleine, o con la joven pelirroja que se había mostrado, toda descocada, en la ventana del pabellón. No había duda de que la dama era una burguesa; venida al restaurante, esa bella noche, con su hija, porque le había dado permiso a la cocinera; pero de la alta burguesía, como se dice en la pequeña ciudad donde había vivido Evelín. Con toda seguridad, una dama muy distinguida. Levantó la cabeza, a causa de un refrán de opereta al piano que se podía oír en el interior del pabellón; luego, cuando su atención disminuyó, como por una costumbre ya, hacia la mesa vecina, tuvo, de súbito y casi de un modo brutal, esa impresión de que había sido mirado fijamente, ardientemente, pesadamente; y que la mirada acababa de esquivarse para no ser sorprendida. En ese momento, la dama cortaba en un plato, para su hija, la carne en pequeños trozos; parecía muy enfrascada en esta tarea de madre;
  • 15. 15 sobre él sentía un penetrante calor que iba desde la nuca hasta los riñones, un calor que procedía de la mirada que no había visto. ¿Ella había observado al jovencito que estaba allí? ¿Tenía la valía suficiente para que una mujer se fijase en él? Pues la presunción en el sueño no es incompatible con la desconfianza de uno mismo en la vida. Pero sí, ¿por qué no?, ella se había preocupado de él; él se acordaba, no sin complacencia, siempre con el desdén de haber sido tan pe- queño hacia tan poco tiempo, de las mundanas de provincias que se extasiaban de su buen aspecto en los bailes de la subprefactura. Ahora estimaba a esa dama mucho más bonita; demasiado gorda sin embargo, con unos grandes abultamiento en la blusa. Se había apartado un poco hacia atrás de modo que pudiese observarla a placer, sin imper- tinencia aparente. Lo que veía de agradable en ella era la perfecta distinción de toda su persona; ninguna excentricidad en el vestir, en el aspecto; nada destacable; un encanto de elegan- te mediocridad, de medias tintas, de ocultación; un buen gusto de discreta variación. Bajo un sombrero de seda plisado — de seda malva, parecida a la del vestido — cabe- llos castaños, sin rizos, en dos tiras casi planas cuya simplicidad no implicaba ninguna afectación, se dividían sobre una frente baja, de una palidez un poco amarillenta, muy dulce, una palidez de vieja vitela; un hilo invisible de una sola arruga atravesaba esa frente tranquila. Los ojos pequeños, donde la pupila en el blanco azucarado de la es- clerótica imitaba una gota de vino de España sobre leche un poco azul, se oscurecían como voluntariamente, se ocultaban, furtivos, bajo la modestia de las largas pestañas; algunas veces, se abrían y parecían muy grandes, con una luz salvaje, ¡querían, exigían, triunfaban! Pero pronto se mitigaba ese estallido en una dulzura de penumbra; hacían pensar en destellos que se apagan. La delgada nariz se afilaba, pero no demasiado larga sin embargo; la boca bastante gruesa, donde los dientes apenas se mostraban, era de un rosa triste, como extenuado. Y de toda esta dama emanaba paz, recogimiento, soledad. Su vida había debido transcurrir por completo en la sencillez de un interior modesto, en la honestidad cotidiana de los deberes cumplidos sin énfasis y sin pena. Ser un poco gorda impedía afinar su distinción hasta la aristocracia. Una burguesa auténtica, ocupándose de su hogar, haciéndose hacer sus vestidos en la casa para economizar; in- cluso en su vestir, como en sus modales, se dejaba entrever un poco de provincianismo; pero esa sencillez, esa discreción, se compensaban con una elegancia que, por no tener nada de excepcional, no era menos exquisita. Una vez más, Evelín, mientras encendía su segundo cigarro, tuvo la sensación de ser objeto de una mirada violenta, tenaz, dominadora, que lo envolvía y lo atraía! pero habiéndose inclinado hacia ella, la vio, con la frente hacia el plato, inmóvil, seria, con la mirada baja. —Renata, hija mía, tranquilízate, te lo ruego. Es increíble que no puedas estar quieta. La próxima vez cenarás en la casa con la criada. Su voz, casi sin inflexión, era de una gran dulzura, a pesar del tono de reprimen- da. Se adivinaba que esta mujer sabía hacerse obedecer, sin gritos ni dureza; hablando con moderación a su marido, a sus criados, como a su hija. Había sido muy bien educa- da. También se advertía que le gustaba dar buenos consejos, de un tono impuesto, char-
  • 16. 16 lar de cosas sencillas y sanas, que era circunspecta para ella misma y para los demás, teniendo el temor y el horror de todo exceso. Seguramente sabía consolar, con un poco de indiferencia, con mucho tacto. Sus ideas estaban en orden, bien alineadas, como su ropa en el armario, y regulares, como los pliegues de su vestido y de su sombrero. Su voz tenía el ritmo igual al de un alma no turbada. Y precisamente a causa de esta mesura, de esta reserva, de todo eso que está tan bien sin más alardes, esa persona no agradaba demasiado a Evelin, más tentado en la novedad de su corazón y de sus sentidos por casi angélicos noviazgos soñados, o por la pomposa lujuria de los amores de cortesanas. Es hacia la mitad de la vida cuando el deseo se desinteresa de lo extraordinario y se resigna al amable banal, se aburguesa. Evelín habría podido encontrar a esa dama en casa de su madre, en provincias, más en- cantadora que las vecinas que iban a jugar al whist, las noches bajo la lámpara, entre tazas de té, pero sin duda de la misma especie que ellas. Pero todo el joven galimatías de sus pasiones se alborotaba hacia otras criaturas, divinamente serenas o demoniaca- mente esplendidas. Sin embargo él la miraba, con persistencia; tal vez, simplemente porque era una mujer, una mujer que lo había mirado; tal vez porque, a su pesar, él no podía defenderse contra el encanto de una semejanza con los recuerdos de su infancia todavía tan reciente. Casi niño, la reconocía maternal. Y estaban muy cerca el uno del otro, — extendiendo el brazo habría podido tocarle la mano, — sin hablarse, en el silen- cio y la densa noche. No volvía los ojos hacia él. Pero sentía bien que ella advertía su presencia. La chiquilla, que se había levantado y jugaba al aro entre las mesas, derramó de un golpe con el codo el vaso de Evelín. —Renata, ven aquí enseguida. ¡Siéntate, te lo ordeno! La dama hablaba con voz que nunca dejaba de ser dulce, a pesar de la cólera de sus palabras. Luego, volviéndose hacia Evelin: —¡Oh! señor, — dijo — le pido mil perdones. Mi hija es tan insoportable… es- toy abrumada de lo que ha ocurrido. ¡Deberías morir de vergüenza, Renata! Evelín respondió que el daño no era importante; no había por que regañar a esa bonita señorita; era bueno que los niños se divirtiesen; uno no sabría pedirles ser razo- nables como las personas mayores; y pronunció otras palabras, vanas, insignificantes, lo que se suele decir en estos casos; ponía en ello mucha cortesía; intentaba hacer ver que había recibido una buena educación. Sobre todo afectaba hablar de los niños con un tono de conmiseración y ternura, disculpándoles todo porque son pequeños, poniendo de ese modo más distancia entre su edad y la de ellos. Ella sonrió imperceptiblemente. La charla continuó, banal, sobre la cuestión de saber si es mejor mimar a los ni- ños o tratarlos con severidad. La dama se inclinaba por una cierta rigidez atemperada por el afecto; las niñas, sobre todo, deben ser educadas de un modo un poco serio; ella no admitía el tuteo, las familiaridades demasiado tiernas, y esos transportes de caricias en las que muchas madres se dejan ir; además, hay que cuidarse de evitar los excesos en el otro sentido; ni castigos demasiado duros, ni frialdad; en eso, como en todo, hay un
  • 17. 17 justo equilibrio que debe mantenerse. Evelín, proclamaba, al contrario, que conviene no prohibir nada a los niños y a las niñas, de dejarles expandir libremente sus jóvenes al- mas de ángeles. Hablaba con cierta vehemencia, no sin cuidar sus frases, con reminis- cencias de lecturas poéticas. La risa de los niños es la canción del hogar; las casas son felices como nidos cuando esas voces de pajarillos trinan a su antojo. Y se volvía por completo hacia su vecina para juzgar el efecto de esta retórica de la que estaba satisfe- cho. La dama lo miraba, inclinada también, con el pecho moviéndose, sus ojos casi sal- vajes, ¡muy abiertos! Pero esos calores murieron bajo las largas pestañas bajadas; y la blusa permaneció inmóvil como si hubiese dejado de respirar. «Es usted muy joven, señor, para amar a los niños con esta ardiente ternura.» Sonrió como antes, casi irónica. El se sintió humillado. ¿Lo tomaba por un crío? Hacía un mes que tenía diecisiete años. Se callaron. La conversación no se retomó más que después de un largo silencio, cam- biando de tema. La jornada había sido muy hermosa, casi calurosa, sin embargo la vela- da quizá refrescaría. Es agradable cenar al aire libre, bajo esos bellos árboles, entre esos parterres, al ruido de los chorros de agua que gorjean; es divertido ver pasar a la gente. Pero la cocina de los restaurantes es muy mala; bastante buena al gusto, pero perniciosa para el estómago debido a las salsas donde se les echa un montón de especias. Nada más valioso que la cocina propia. Y otros discursos semejantes. Él se acordaba de aquellos que mantenía en casa de su madre, en la pequeña ciudad, los días de visita. Con esta dama deseaba mantener tales palabras, no quería escuchar otras; pues, dos o tres veces, intentó, hablando de los días de junio, alzar el tono, hacerla pensar en los bellos campos floridos, llenos de luminosidad y cantos; lo que le hubiese encantado, es que ella, turba- da de emoción sincera, dijera: «¡Ah, desde luego es usted un poeta!» Pero no, — con esa sonrisa de desdén en los labios, — ella lo llevaba de una frase a cuestiones mezqui- nas, a las tontas naderías de una charla sin nivel y sin encanto; y cuando casi todas las mesas se habían vaciado a su alrededor, pidieron las cuentas. Tras haber pagado la suya, ella dio una pequeña moneda de oro: «Es realmente un poco caro para una cena tan sen- cilla.» El se levantó, no sin pesar. Iba a saludar a esa dama, que no volvería a ver jamás, y alejarse; pues, en fin, a su edad, en pleno Paris, en esa noche primaveral, que había mejor que esperar una charla banal con una burguesa, ni muy joven, ni bonita, de modo que viese en él, en definitiva, nada más que un aire de decencia y honestidad. — Señora…, dijo él, inclinándose mientras ella se levantaba. Pero antes de que él hubiese acabado, ella había puesto su mano enguantada so- bre el brazo de Evelín, con un movimiento lento, como haciendo algo natural, habitual. Luego, «nos vamos», dijo a su hija. Y ahora, a lo largo de la avenida donde subían y bajaban los coches, caminaban sobre el asfalto, entre los árboles, las niña jugando al aro delante de ellos, sin correr. Paseo de mujer y marido, o de madre y de hijos que toman el aire después de cenar.
  • 18. 18 CAPITULO IV Evelín, con esa mano sobre su manga, no articulaba palabra, estupefacto. Cami- naba mirando recto delante de él; tenía la apariencia de un ser sin ideas. Sin embargo veinte preguntas bullían y entrechocaban en su cabeza. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué le había tomado del brazo, con esa calma, con ese aire de naturalidad? ¿Tenía aspecto de un crío en busca de una amante al azar que buscase la hospitalidad de una noche? No podía abandonar esa idea; por nueva que le fuese la vida, le era imposible ver a una bus- cona en esta persona tan sencilla y discretamente distinguida; una mujer «como Dios manda», lo comprendía y estaba seguro. Pero, entonces ¿qué quería? ¿A dónde iban ahora en silencio? ¿Y en qué sentimiento había puesto la audacia tranquila de su con- ducta? ¿Acaso siendo muy virtuosa hasta esta noche, se había prendado de él, espontá- neamente, y lo llevaba porque le gustaba? A decir verdad, en su vanidad de adolescente, se inclinaba hacia esta hipótesis. Una conquista, ¡Dios mio, sí; ¿qué había de sorpren- dente en eso? Pero no, la actitud que ella había mantenido durante la cena, las palabras que había dicho,— si no fuese por la mirada que, dos o tres veces, él había creído sor- prender, — no legitimaba tal sospecha; una mujer enamorada y deseosa de ser rápida- mente amada habría tenido otros modales, no se habría mostrado hasta tal punto indife- rente y familiar. Bajando los ojos hacia ella, él la vio tan apacible, en el ritmo igual de los pasos, tan perfectamente conveniente en todo punto, — la chiquilla ahora caminaba al lado de ella, dándole la mano, — que otro pensamiento le atravesó el espíritu. ¡Esta dama era amiga de la Señora Gerbier, que lo había conocido de pequeño! Esa noche ella lo había reconocido, y al no ser recíproco, se había divertido haciéndole hablar, tomarle del brazo; y, más tarde se daría a conocer, le recordaría las circunstancias en las que se habían encontrado antaño, y diría, burlándose un poco: «¡Reconoce, mi niño, que no esperabas encontrarte con una vieja amiga!» Casi seguro de ese desenlace y de la humi- llación a la que se sometería, se mordió los labios, con ganas de plantar a esa mujer que al final lo irritaba. Hubiese querido estar muy lejos, en un teatro, o en algún café- concert, o en un baile; ¡él no había salido solo, — su primera salida después de la larga enfermedad — para pasear con una amiga de su madre! Unas necesidades de ver cabe- llos pelirrojos, hombros desnudos, brazos sin mangas, piernas bajo faldas al vuelo exas- peraban su impaciencia. «¡Que el diablo la lleve!» Pero no se atrevía a abandonar des- cortésmente a la dama tan educada, tan amable, que le daba el brazo con una simplici- dad tan digna; tenía una especie de temor a ser regañado. A su alrededor, se movía ese va y viene de de paseantes solitarios, que frecuen- tan por las noches las calles parisinas; en la calidez del aire, bajo la inmovilidad lasa de las hojas, entre los arbustos silenciosos y como expectantes, unos hombres merodeaban lentamente, mientras unas mujeres se apresuraban; luego, estas y aquellos, en el mo- mento de llegar a algún lugar demasiado claro, iluminado por las luces de un café cer-
  • 19. 19 cano, se volvían hacia la oscuridad, como por un instinto no de estar solos, sino aparte; se producían rápidos intercambios de palabras en voz baja y se detenían, por parejas, con tocamientos para sentir la piel bajo la tela, abrigos contra blusas, pantalones contra faldas; peticiones y aceptaciones de acoplamiento que se realizarían pronto en uno de los coches de la avenida, o bien no serios, para reír: el hombre, tras haberse frotado con- tra la seda doblada de piel, después de haber husmeado las nucas almizclads y ese olor que sale de lo alto de las mangas, — siempre de prisa — se iba con indiferencia, segui- do por un insulto de la casquivana que le daba la espalda. Y esas idas y venidas de mu- jeres maquilladas y demasiado perfumadas, esos deslizamientos de faldas sobre el pa- vimento, con exagerados giros de caderas, que hacían ondear toda la cola y ofrecían de repente, bajo la dura luz de una farola el montón sedoso de una blusa y la impudicia de una boca demasiado roja en el maquillaje pálido, esas tentaciones de carne, esas unio- nes, parodia obscena del placer ofrecido y venal, y a veces un ruido de labios sobre labios, y de exabruptos de palabras soeces, deshonraban la melancolía de la noche, de los árboles, del silencio, bajo el gran cielo que azulaba con tanta pureza, con las eclo- siones de las pálidas estrellas. Se estaba en un jardín pernicioso. La suciedad de la ba- sura humana se expandía sobre el candor de las cosas, les imponía una complicidad vi- ciosa. Al ven tan de cerca de a esas mujeres, los geranios y los jancitos de los parterres, daba la impresión de que esas flores también se prostituían; un flujo de agua, cayendo en el estanque, mancillaba el oído por la similitud de su ruido con el sonido chapoteante de otra agua más turbia. Y, en la humedad de la velada, las parejas juntas, cuchichean- do, se hacían cada vez más numerosas; un deseo, pero un deseo lento, fatigado, sin la simplicidad del instinto, el celo de los cuerpos cansados por el oficio del amor o el ya conocido de todos los libertinajes, empujaba a esos hombres y esas mujeres hacia el abandono del placer inmediato; más allá, los músicos de los café concert, con el regreso de sus ritmos breves y el tronar de los cobres, parecían fustigar este libertinaje desgasta- do. Evelín respiraba dificultosamente. La joven fogosidad de su virilidad no estaba desalentada por las fealdades de los goces ofrecidos; el sentimiento de asco, el deseo de elegir, es el comienzo de la lasitud; la delicadeza nace de la experiencia. Tenía una hambre nueva, jamás satisfecha todavía, ¡hambriento del todo! Esas mujeres pintarrajeadas como estandartes, impúdicas, bom- beando las blandas cinchas de su pecho, oliendo el pachuli de rebajas, no bonitas, odio- sas, y que proferían palabras abyectas, no importa, eran mujeres, era la mujer. Era con que llenar la vista, las manos, la boca, de esta carne viva, de esta carne que tan largo tiempo, en las noches de su adolescencia, allá, en lo más profundo de su provincia, él había codiciado, acechado, por las mañanas, a lo largo del río, cerca del barco de las lavanderas, bajo la falda levantada de las gruesas muchachas que se inclinan; que él había mordido, un día, exasperado, en el cuello de una criada sorprendida en camisola en el pasillo del segundo piso: luego había huido después de ese único beso, azorado, lleno de espanto, y tan apasionado de la piel un instante tocada, que permaneció dos días sin hablar, con aspecto de un loco, preguntándose como se podía hacer para no ex- pirar de espanto y delicia bajo el abrazo total de un cuerpo de mujer desnuda! Luego,
  • 20. 20 dos semanas después de su llegada a Paris, la enfermedad lo había tomado; y, más de una vez, Madame Gerbier se había asustado; las noches de fiebre donde él no dormía, decía unas palabras desconocidas, tendía los brazos para agarrar algo. Pero hoy, de re- pente, en la cálida noche, en la envoltura cómplice de la caricia nocturna, tantas mujeres se encontraban allí, ofreciéndose, al igual que en las tiendas abiertas donde se vende todo lo que se muestra. Y él apenas reprimía su furiosa necesidad de correr hacia ellas, y de tomarlas, y de hundir su cabeza en sus senos, ¡entre la división de la blusa arrancada! Pero esta concupiscencia, porque él era joven y virgen, no tenía nada de vil; él guarda- ba, en su deseo de esos bajos goces, la excusa de ignorarlas; quería el pecado, inocen- temente puesto que desconocía su ignominia. El mal no es el mal, en tanto que perma- nezca el ideal; la ingenuidad de los deseos no se ve mancillada por la vileza de su obje- to. Además, en su brutal pasión, se mezclaban esperanzas de ternura exquisita, de miste- riosos y deliciosos hímeneos donde las almas se besan con labios de ángeles. Sí, extra- polaba la pureza que estaba en él a las impurezas codiciadas; esas mujerzuelas que pa- saban, esas criaturas que se venden, que se les arroja sobre la primera cama que se en- cuentra, eran también novias que se obtienen al precio de los más gloriosos sacrificios, y de quien se toma temblando la pequeña y frágil mano. Y, esta ilusión, quizá la hubiese conservado en la consumación de su mal deseo. Tal es, incluso en la más inmunda vo- luptuosidad, el candor de ciertos adolescentes que creen, a pesar de todo, en la inocencia de sus goces; la virginidad del hombre puede hacer, de una noche de libertinaje, una noche nupcial. Esa virginidad sagrada y divina, consagra y diviniza lo que la contamina. Para el hambre de un dios, la cesta de basura sería plena ambrosía. O bien, al contrario, Evelin se hubiese sentido horriblemente envilecido después de la consumación del acto; ¿quién sabe en qué turbación, en que desprecio, en que lasitud del hombre y de la mujer, le hubiese sumido la revelación repentina de la realidad sexual, esta realidad sospecha- da, adivinada, pero aún embellecida por el encantamiento de la ensoñación? La fiebre le golpeaba las sienes; apenas podía caminar, apoyándose en su com- pañía silenciosa; el exceso de su deseo debilitaba sus jóvenes fuerzas, extenuadas por la enfermedad, apenas convaleciente. Continuaron caminando codo con codo, sin hablarse, sin mirarse. Quizá no sabía él que ella estaba allí. Ella miraba la arena de la avenida. Algunas veces dirigía una pa- labra a su hija: «No te alejes»; o bien: «¿Estás cansada?» o bien: «¡Me abures con tu aro!.» Era una mujer que no piensa en nada, que da una vuelta después de cenar. Pero, en un instante, una gran dulzura, como un desfallecimiento en el éxtasis, penetró en Evelín por completo. Fue algo comparable a lo que experimentan los mor- finómanos cuando el delicioso veneno insinuado sobre la piel, pone por todas partes un pigmento de sueño , de delicia y de paz. Y esta alegría tranquila, como mecida el alma, el cuerpo, todo el ser, esta languidez, casi un sueño que lo aniquilaba exquisitamente, suspendiendo su vida en un instante paradisiaco, le venía de un solo punto de su cuerpo, de un solo punto de su brazo izquierdo cerca del puño. Ocurría que, la manga del vesti- do levantada por el movimiento de la caminata, había sentido allí, sobre su carne, la carne de su compañera, por la estrecha abertura del guante, y de ese contacto fresco y caluroso a la vez, prolongado con una insistencia de beso, se expandía como el bálsamo
  • 21. 21 de una dulce corteza herida, un infinito de melancolía radiante. Le parecía que por ese lugar de su piel venían a él de ella, caricias, piedades, ternuras, promesas de felicidad que no agotaría; le parecía que ella fluía en él, ella, por ese lugar con un líquido de en- cantamientos, y que él lo había mezclado con su sangre, como una nieve tibia y azuca- rada, fundida en leche… Luego, en el mismo punto, experimentó en un instante una sensación cruel de quemadura; y sintió bajo su epidermis, después en la raíz de los cabellos y más tarde en la carne bajo las uñas, una huida, una retirada de todas las delicias; la dama había apar- tado la mano: sus pieles ya no se tocaban. Pero, en efecto, él había comprendido, ¡sabía que amaba a esa mujer! Hacia ella sola se dirigían todos los ardores de su nueva adolescencia. No, lo que lo había turbado antes, no eran esas mujeres maquilladas, insolentes, horribles, que pasan con ruidos de faldas diez veces levantadas al día; él había creído ser atraído hacia ellas, ¡por ellas! Ahora comprendía con toda la intensidad de su ser, que el deseo que le quemaba había sido encendido por la proximidad de esa mujer agarrada a su brazo. Y, mucho más alto que ella, la observaba, inclinándose un poco, silencioso, recogida en algún pensamiento, con la cabeza inclinada hacia el hombro, con los ojos casi cerrados, con aire de dejarse guiar. Él se decía que había estado loco al no encontrarla al principio absolutamente hermosa. ¿Acaso la había mirado mal antes en el restaurante? Adorablemente bella, eso es lo que era. Ningún encanto igualaba el encanto tan delicado y tan grave de esos ras- gos finos, regulares, de esa boca un poco triste, de esa palidez más tierna en la dulcísima oscuridad. Luego observaba ardientemente la noble amplitud de los hombros, la firme redondez, casi sin movimientos, de la blusa, la conformación de las caderas; adivinaba blancuras gruesas, complacientes a la pasión de los abrazos, propicios a los deliciosos sueños; debajo de las telas le venían a los ojos cegadores esplendores de nieve soleada. Pero, al mismo tiempo que se exasperaban, sus deseos se volvían más puros, tanto en cuanto esta dama parecía casta, decente. Le parecía que ese cuerpo no debía solamente estar hecho, como el de las demás mujeres, es decor de carne real y viva, sino de sereni- dad, de pudor de ternura; estaba convencido de la espiritualidad de ese cuerpo; con sen- suales fervores, convertía en religión la pureza de esa belleza. Si alguna vez obtenía el goce infinito de ser elegido por esa mujer, tendría algo más que una bella amante; tam- bién sería una amiga venerable en su joven gracia, una consejera tierna de todos los no- bles pensamientos, de todos los grandes proyectos, una advertidora de las cosas medio- cres que no se debían hacer, de los buenos caminos donde hay que entrar. Olvidaba las palabras banales que ella había pronunciado antes, la estrechez de miras que le había sorprendido. ¡Su amor la transfiguraba, la sublimizaba! Al no ser semejante a una mu- chacha, se convertía semejante a una diosa heroína. Y se enorgullecía. Mientras tanto otros jóvenes hombres se abandonarías a vulgares amores, él, el amante de una auténtica mujer de mundo, tendría mucho tiempo, siempre, una magnánima y altanera compañía que le seguiría en la realización de sus sueños; él la veía apacible y encantadora, incli- nada hacia él, en su gabinete de trabajo, y recompensando con una sonrisa o un beso la noble frase o el admirable verso que acaba de escribir; él la veía en el balcón, a su lado, entre las entusiastas aclamaciones del gentío; compartía con ella las glorias conquista-
  • 22. 22 das para complacerla; y, hermosos, heroicos, ilustres, permanecerían en la memoria de los hombres como una de esas parejas maravillosas, Dante y Beatriz, Petrarca y Laura, ¡pareja prodigiosa, en un inmortal amor del genio y de la belleza! ¡Oh! no se sorprendía ya de la libertad con la que ella le había hablado, le había tomado el brazo; ella había comprendido enseguida que su encuentro se había producido por orden de una provi- dencia, que, habiéndose encontrado, no tenían el derecho de abandonarse: tenían que cumplir, ambos un solo destino de gloria y beneficencia universal; estaban obligados a su felicidad, puesto que esa felicidad sería el honor de todo un siglo. También, a pesar de su reserva natural, a pesar de su sentimiento tan perfecto de las conveniencias, ella se había resignado a las más extrañas audacias. Y, sin haber proferido una palabra decisi- va, sin ser interrogada, pero habiéndose adivinado, estando penetrados, caminaban jun- tos, —aparentemente como dos paseantes que aprovechan la hermosa velada — hacia su luminoso porvenir, ¡hacia el trono y el palio de su triunfo común! Pero, de repente se hizo un frío en su corazón que dejó de latir como si la sangre se hubiese congelado. En la calle Franciso I, —pues hacía un rato que ya habían abandonado los Cam- pos Elisesos — ella se detuvo ante un portal cerrado de una gran casa nueva. Había llegado a su destino. Sin duda iba a darle las gracias por haberla acompañado, entrar en la casa con su hija y desparecer; él no la volvería a ver más, no sabría siquiera su nombre. Experimen- to en ese minuto el desgarro de una espantosa ablación, como si se le hubiese retirado el corazón del pecho y el pensamiento del cráneo, como si se le hubiese desnudado de toda su piel en algún bárbaro suplicio. ¡Oh! qué solo estaría, abandonado, desprovisto de todo, cuando ella hubiese partido. ¿Cómo! ¿ después de todos los sueños, nada? Y tem- blaba, no se atrevía a mirarla. Sin embargo, ella había pulsado en dos ocasiones el timbre de cobre. Esperaba, muy tranquila, con su aire de reserva, natural. Uno de los batientes donde apoyaba la mano se abrió. —Ciertamente, señor, dijo, estoy confusa por las molestias que le hecho pasar; pero los Campos Elíseos están tan mal frecuentados por la noche, que Renata y yo no habríamos podido regresar solas. Ella había dado un paso en el umbral de la puerta, empujando delante de ella a su hija. Iba a saludar, ligeramente, con la cabeza, en un gesto tranquilo. Todo habría acabado. No, se había detenido, ya no se despedía, dejando la batiente abierta; y miraba a Evelín con esa mirada, que él ya había sorprendido, violenta y tenaz ¡como una toma de posesión! Ella parecía esperar que él la siguiese… Una locura lo hizo precipitarse, y se encontraron más allá de la puerta cerrada. Subieron la escalera, bien iluminada, él detrás de ella, la pequeña delante; una escalera de piedra, larga, dividida con una alfombra roja, una de esas escaleras elegantes, que son el orgullo de las habitaciones modernas. El pasamanos, muy brillante, era de acajú nuevo. El seguía apasionadamente a esa mujer. Y estaba loco de alegría, el pecho hen- chido de tumultos gloriosos. ¡Sí, por esa escalera se elevaba hacia la magnificencia de
  • 23. 23 los sueños! Hubiese querido arrodillarse sobre esas escaleras, como sobre las de un al- tar, besar con sus labios religiosos la vasta del vestido que rozaba la alfombra. No se atrevió a causa de la chiquilla, que, precediéndolo, volvía de vez en cuando la cabeza, con su aro en el brazo, y a causa también de la escalera, rica y simple, de buen gusto, que, con su aire de lujo burgués, le llevaba a la realidad, le recordaba el sentimiento de las buenos modales.
  • 24. 24 CAPITULO V En el tercer piso, en una antesala amplia, sin bibelots, preguntó a la criada, ni vieja ni joven, muy dispuesta, absolutamente impertérrita, que había venido a abrir: — ¿Mi madre y mi hermana han regresado? — No han salido, señora. La madre de la señora estaba un poco indis- puesta. — Voy a verla. Usted acostará a la señorita Renata, — Buenas noches mi niña, y se prudente, duérmete enseguida — luego servirá el té frio en el salón. —Si señora. Ella pasó delante, tras haber besado a su hija; Evelin, con el sombrero en la ma- no, tímido, sin saber qué hacer, se encontró en una gran estancia blanca y oro con pali- sandro incrustado de cobre; la lámparas, bajo la tulipa de papel rosa y adornada de flo- res, iluminaba una mesa de billar. —¿Me permite, señor, dejarle un instante? ¿Quiere sentarse. Voy a ver como está mi madre. Es ya anciana y me preocupa cada una de sus indisposiciones. Salió por una gran puerta sin colgaduras, situada al lado de una de las ventanas, y que se encontraba frente a a otra puerta similar cerca de la chimenea. Evelín, una vez solo, sin sentarse, observó el salón. No sabía qué pensar. Esta irrupción en un interior apacible, rico, mezquino, lo había hecho desechar las pomposas quimeras anteriores; regresaban sus incertidumbres. ¿Dónde estaba? ¿en casa de quién se encontraba? Observaba con cobardía el apartamento donde se le había dejado. Un salón semejante a tantos salones. Bajo el techo bastante alto, con las rincone- ras de yeso esculpido, y donde se prolongaba el óvalo de un cielo pintado de azul y nu- bes, se espaciaban regularmente, contra las paredes blancas, unos canapés y sofás hun- diendo sus patas en una alfombra de Aubusson con amplios arabescos rojos sobre fon- do gris. Una mesa a juego, cerrada, en madera negra, a la derecha de la puerta de entra- da, hacía juego con otra mesa semejante al otro lado. Entre las dos ventanas se encon- traba un aparador bajo al que coronaba una gran copa de porcelana china, decorada en oro. Y, otros muebles en palisandro, con incrustaciones en cobre, bibliotecas vacías. Apenas algunos pubs de seda rompía aquí y allá el orden gris del amueblamiento. Sobre el mármol desnudo de la gran chimenea, entre dos candelabros, se erigían veinte lys de metal dorado, un reloj de péndulo, enorme, bajo, decorado con una ninfa acostada sobre una roquedal de oro mate. Aquello era el salón de persona rica que recibe visitas una vez a la semana, da raramente una velada, hace cambiar, esos días, las flores de las ma- cetas entre la muselina de las cortinas. Evelín vio un libro sobre un mueble de palisan- dro; ¿qué libro? la novela, ya antigua, de un autor muy de moda en ese tiempo entre los burgueses letrados; una novela correcta, permitida, decente, interesante, bien escrita. Evelín alzó los hombros. Surgía en él una especie de antipatía hacia ese apartamento frio, limpio, correcto, e indignación contra ese libro. ¿Cómo podía ser que la joven mu-
  • 25. 25 jer tan bella, que él había asociado a sus sueños, viviese en semejante domicilio y leye- ses semejantes obras? Sin embargo, hijo de burgués y burguesa, y a pesar de sus ínfulas de artista, experimentaba algún respeto por el medio donde se encontraba; ese lujo me- diocre, frio, vulgar, le imponía un poco. Ella regresó; había quitado su abrigo y su sombrero; le pareció menos bella, el rostro cansado; ella le dijo: «Qué, señor, ¿aún está de pie?» Hablaba, como en el restau- rante, con voz muy dulce, sin inflexiones; le mostraba con gesto amable uno de los si- llones cerca de la chimenea. Luego, el té servido sobre la mesa de billar, ofreció un vaso a su huésped, con sencillez, con una familiaridad que no excluía en absoluto la reserva. Realmente tenía excelentes modales; debía ser de muy buena familia, haber vivido siempre con gentes bien educadas. Pero ya no pensaba en Laura ni en Beatriz. No sabía lo que hacía allí. Sentada frente a él, en el otro ángulo de la chimenea, habló enseguida, como pa- ra tranquilizar a un amigo de la casa que, por simpatía, habría podido concebir alguna inquietud, por la indisposición de su madre; nada grave, felizmente, un poco de cansan- cio, a causa de la primavera; después de una buena noche de sueño, se encontraría per- fectamente. Él no articulaba palabra, desconcertado, perplejo; sin embargo, cuando ella se calló, comprendió que, por educación, no debía dejar decaer la conversación. Sabía por experiencia, dijo, cuanto se puede uno atormentar en relación con las personas que se ama; su madre tampoco tenía buena salud; de constitución débil, se fatigaba muy pronto, y a veces no podía levantarse de la cama durante dos os o tres días, de lo agota- da que estaba, sin razón aparente. «En ese caso, dijo la dama, debe usted mostrarse muy dulce con ella, ser prudente; una emoción podría resultarle fatal.» Allí, con toda natura- lidad y un tono de interés, pero sin dejar mostrar demasiada curiosidad, ella interrogó y le preguntó cómo se llamaba. —Evelin Gerbier, señora. Ese nombre, Evelin, no le gustó demasiado. Ella se lo confesó, lo encontraba demasiado rebuscado; a ella le gustaban más los nombres sencillos; si hubiese tenido un hijo en lugar de una hija, le habría llamado Georges, o Jean, o Charles; no es necesario que un hombre se singularice mediante un nombre raro; es de buen gusto no hacerse notar de ninguna manera. Luego se informó de otras cosas; si él vivía en Paris desde hacía tiempo, si co- nocía en la ciudad a muchas personas, si había optado por estudiar alguna carrera; ella constataba las respuestas con un movimiento de cabeza pensativo; pero, cuando él hubo declarado, con voz fuerte y un brillo de gloria en la mirada, que componía versos y se dedicaba a la literatura, ella pareció como asustada, no pudo contener decir que eso deb- ía suponer una gran pena para Madame Gerbier; y, tras esta frase escapada, ella volvió a mostrar esa sonrisa piadosa, casi irónica, que ya había humillado a Evelín. En esta oca- sión, Evelín se acordó de haber visto esa sonrisa en los labios de las gentes bien pensan- tes de provincias, cuando él les hablaba de sus ambiciones y sus sueños! Sí, él reconocía la sonrisa imbécil de la mediocridad satisfecha, beata, que desprecia los entusiasmos elevados. Lo invadió una sensación de impaciencia. Levantando la frente con movi- miento altanero, exclamó que nada era más noble y más magnánimo que dedicar la vida
  • 26. 26 al arte divino de los versos. ¿Qué gloria vale más que la de ser escuchado por las multi- tudes reconocidas para quien se versifican, semejante a un dios generoso, las grandes ideas, las sublimes esperanzas, y el heroísmos y la pasión? Desde luego, él no sabía lo que el futuro le reservaba; ¿era de aquellos que persiguen un objetivo glorioso, o de aquellos que, desde los primeros pasos, desfallecen sobre el camino? lo ignoraba; de lo que estaba seguro es que toda su alma, todo su corazón, estarían poseídos por siempre por el amor hacia la augusta poesía, y que sería sacerdote fanático de ese ideal hasta su último aliento, ¡aunque tuviese que padecer el martirio! Y hablaba de ese modo, tan frágil y tan atrevido, con el aire de un joven paje guerrero, lleno de bravura y de fe, que parte para alguna cruzada. Curvada, con el codo en la rodilla, el puño bajo el mentón, ella lo miraba con sus ojos grandes abiertos, encarnizados, devoradores. Lo envolvía como una llama, ilumi- nada de bucles ligeros, y ese fino labio estremecido, y todo ese rostro pálido y rosa co- mo el alba, y la carne de ese cuello delicado. Y tal se hizo ese mirada, tal fue en un momento el ardor casi brutal de esa mirada, de la que Evelin se sentía abrazado, quema- do a través de los vestidos, sobre toda su piel, y palpado como de una caricia cálida, que tembló, balbuceó, dejó de hablar, presa de miedo, y giró la cabeza, enrojeciendo. Ese rubor delataba la inocencia de Evelín, como solamente los sueños lo habían turbado, y el instintivo espanto de la mujer codiciada e ignorada! Pero ella, ella no dejaba de man- tenerlo bajo la amenaza de sus ojos; más inclinada, más próxima, mordiendo su febril boca brillante de una humedad como un fruto que suda, y aspirando algún olor con unas narices hinchadas de ogresa! Cuando él se atrevió a girarse hacia ella, la mujer estaba de pie cerca de la mesa, ocupada en aumentar la intensidad de la lámpara que había comenzado a apagarse; pa- recía muy indiferente, con los ojos dulces y nulos bajo el velo de las largas pestañas, con su aire de monótona decencia. Se volvió sentar. ¡Dios mío! no quería contrariarlo, ni combatir unos entusiasmos muy naturales en la primera juventud; sin duda se puede estar tentado por el deseo de ser célebre; es incluso sabido que no había nada de deshonroso en publicar libro, si uno se aplica a escribir obras sanas, convenientes, no teniendo nada de chocante para el buen gusto ni para la moral. A ella le gustaban poco los versos, pero no dejaba de complacerse con las novelas serias que describen la buena sociedad, y donde se presentas personajes simpá- ticos. Pero lo que hay de irritante en la carrera literaria, es la propia vida del hombre de letras. Ella jamás había frecuentado a los escritores. Eso no le impedía saber que son casi todos,— ella quería creer que hay excepciones, — unos vagabundos, unos bo- hemios, con aire desabrido que hace que no se les pueda recibir en sociedad. Evelín no podía negar que, aparte de algunos académicos y novelistas que pueden ser leídos en la Revue des Deux Mondes, la mayoría de los literatos frecuentan los cafés, las cervecerías, cohabitan con putas. ¡Qué existencia! Ni orden, nunca tranquilidad, siempre la inquietud del día siguiente y el desprecio de la gente decente. En cuanto a ella, creía que la felici- dad no es posible más que en una existencia bien reglada, modesta, sin sacudidas; y gracias a Dios, tal había sido, tal sería la suya. Hija de un alto funcionario en una ciudad
  • 27. 27 del Midi donde hay muchos protestantes, jamás había tenido delante de los ojos más que ejemplos de regularidad, de rigidez; se había acostumbrado, desde la más tierna infancia, a tener una casa ordenada, a vigilar a los criados, a ser cuidadosa, a economi- zar. Se había casado a los dieciocho años con un joven de muy buena familia, Monsieur d’Arlemont; al principio, ella no había sido muy feliz en pareja; a su marido, poco serio, le gustaba viajar, gastar y tenía unos gustos que compatibilizaban mal con las ideas que ella tenía por su educación; pero, poco a poco, aconsejándole, incluso reprendiéndole, había logrado hacer de él un hombre reposado, y sobre todo no había faltado a su felici- dad. Por desgracia, tenía mala salud; tras una larga enfermedad de pecho, murió. Fue entonces como ella vino a vivir a Paris con su madre, su hermana y su hija. Ella echaba de menos la provincia, donde se está más tranquila. Había debido resignarse a abando- narla a causa de una aventura: su hermana había dejado plantado a un pretendiente en el altar; eso había sido un gran escándalo en la ciudad. No quería juzgar a su hermana, ella no juzgaba a nadie; pero, en esta circunstancia, Antoinette había sido muy imprudente. En fin, no había que hablar de eso, puesto que ya era agua pasada. En Paris, donde viv- ían desde hacía tres años, se había arreglado una existencia muy agradable, muy provin- ciana. Ni rica ni pobre, — de que subsistir sin preocupación, sin pedir nada a nadie, — vivía retirada, veía a muy poca gente. ¡Es tan difícil crear relaciones decentes en una capital! Una se arriesga a relacionarse con mujeres poco convenientes, que no están casadas, o que tienen amantes. ¡Oh! ella se permitía algunas veces distracciones; iba bastante a menudo al teatro, cenaba alguna vez en el restaurante con su hija, como hoy. Pero su verdadero placer era permanecer en su casa; disfrutaba mucho en este aparta- mento de techo alto, muy claro; supervisaba la educación de Renata, eso le tomaba mu- cho tiempo; en fin, se encontraba feliz, no se aburría nunca; estaba convencía de que había arreglado su vida como debía hacerlo toda mujer seria e inteligente que ha sido bien educada. Mientras Madame d’Arlemont contaba su vida, con voz mesurada, con gestos lentos, regulares, sonaron las once. Ella se interrumpió. —¿Usted me permitirá, dijo, ir a ver si Renata está dormida? Es cosa de un ins- tante. Abandonó el salón por la puerta que estaba al lado de la chimenea; esta puerta quedó entreabierta; se veía, por el resquicio la oscuridad de una habitación no ilumina- da. Entonces Evelín tuvo un deseo violento: huir, ¡no estar más allí! Desde hacia tiempo quería tomar la puerta; veinte veces había tenido sobre los labios que se hacía tarde, que no quería importunar. Pero no había tenido el valor de pronunciar esas palabras; la presencia de Madame d’Arlemont le resultaban al niño tímido que él era, como una orden de permanecer allí, orden a la que no podía sustraer- se. Al encontrarse solo se escaparía. Pues esa mujer, en fin, le disgustaba absolutamente, le causaba incluso irritación. Era estúpida con su amor por la vida acompasada, por la vida de interior. Y además, en literatura, ¡qué ideas! Recordaba sobre todo las palabras que ella había dicho sobre las personas de letras. ¡Unos bohemios! De entrada, eso no
  • 28. 28 era cierto. Y, cuando fuese así, bohemios, locos, atrevidos, libres, valían cien veces más que los imbéciles al servicio de la existencia metódica y banal. Desde su llegada a París, él había ido, dos o tres veces ya, antes de su enfermedad, a esos cafés, a esas cervecerías famosas, de las que ella hablaba con desprecio; él había visto, un poco lejos, apenas atreviéndose a tomar asiento en sus mesas, a todas esas personas que ella desdeñaba: Straparole, el comediante versificador, fantástico y soberbio, heroico y bufón, improvi- sando baladas y dando a continuación, con su boca de sátiro, muy abierta, semejante a una sibila unos besos en los labios de bellas muchachas; Jean Morvieux, el rudo crítico, hirsuto y salvaje, cuya voz hacía temblar los cristales, y ese perfecto artista, el melancó- lico Pierre Labaris, que había inventado una poesía. ¡Ah! él era el Atila de los burgueses y se le llamaba «el poeta siniestro enemigo de las familias» Evelín, recién llegado a la vida parisina, y presto al entusiasmo, conservaba esas visiones en medio del jaleo de la sala ahumada, poseído de un no sé qué deslumbramiento, como si hubiese visto allí el genio y la gloria, familiares y buenos chicos, tomar cervezas y haciendo travesuras; se acordaba del temblor que le sacudió las piernas, una noche en la que Straparole, con el chaleco sin botones y la corbata desanudada, le golpeó en el hombre diciendo: «¿Acaso tú también escribes versos, muchacho?» Y, por encima de ese tropel de almas, muy le- jos, muy alto, se aislaban en unas apoteosis los puros soñadores, los pensadores augus- tos, los maestros del pensamiento moderno, austeros, irreprochables, que él no conocía aún, que conocería, que igualaría tal vez, ¡puesto que los comprendía! Y hete aquí que experimentaba contra Madame d’Arlemont, contra esta tonta, la indignación de un de- voto contra un insultador de ídolos. Pero irse era lo prioritario, sí, irse enseguida; se preocupaba ahora de saber por qué Madame d’Arlemont lo había conducido a ese espantoso salón blanco y oro, me- diocre como ella, tan diferente de las habitaciones y salones que describen los poemas, porque dos o tres veces ella lo había observado con mirada extraña, casi espantosa. De entrada no era bonita, no; casi vieja, con esta hija mayor que la llamaba mamá. ¡Ah! caramba, toda la fogosidad de su juventud infantil se dirigía hacia la mujer, hacia las bellas vírgenes, pálidas y puras, como madonas, parecidas a la joven esposada sobre las escaleras de la Madeleine, hacia las cortesanas también, un poco borrachas, con los ca- bellos al aire, mostrando sus brazos y sus senos desnudos; pero ¡qué le importaba eta dama, en familia, que le había ofrecido té y darle buenos consejos, esta persona provin- ciana, que vivía retirada, ¡esta burguesa! Tomó su sombrero. Cuando regresase, él habría partido; no era muy cortés lo que hacía; ¡ah! tanto peor, pero ella lo enojaba; y él se reía un poco como el que hace una jugarreta. Pero, en el momento en el que ponía la mano sobre el pomo de cobre: —¿Señor Gerbier? —llamó una voz que procedía de la habitación contigua, de la habitación oscura que se dejaba entrever por el resquicio de la puerta. Él se volvió, no atreviéndose a alejarse. —¿Señora? —dijo. —Bien, venga, lo espero.
  • 29. 29 Esta voz, con su suavidad acostumbrada, era imperiosa; ordenaba sin dureza, pe- ro con tono perentorio de alguien que tiene el derecho de ordenar. Él dijo instintivamente: «¡Estoy aquí!», a causa de su hábito de obedecer, hábito de infancia, todavía no perdido; atravesó el salón y empujó la puerta, entró en la habita- ción y se encontró en tinieblas. Tinieblas compactas, perfectas, llenas de silencio. Tuvo miedo. ¿A causa de esa oscuridad? sí, le parecía terrible, como si algo imprevisto y es- pantoso fuese a suceder, como si nunca pudiese salir de allí. No tuvo la fuerza necesaria para reaccionar contra la aprensión que le producía un frio estremecimiento en los ner- vios y le humedecía las sienes de un sudor helado. Ni siquiera el coraje para sonreír para darse ánimos, como se canta una canción atravesando un cementerio. Sin ver nada, adi- vinando a su alrededor gestos que tanteaban la noche, acechándole, queriéndole tomar y retener. Permanecía inmóvil; respiraba agitado y su resoplido hacía ruido. «Venga», dijo la voz de Madame d’Arlemont. «Venga», repitió. Esta voz era sorda ahora, casi ronca. El niño se adelantó en la oscuridad poblada de no sabía que amenazas. No pensaba, obedecía, como hipnotizado por una invisible mirada. ¡Dos brazos desnudos lo abraza- ron impetuosamente! lo tiraron, lo acostaron sobre la piel viva y palpitante, mientras una boca le metía en su boca una mordaza de carne grasa y mojada; y, en sus cabellos, sobre sus mejillas, sobre su cuello, unos dedos se multiplicaban, lentos y violentos, co- mo innumerables. Entonces, huyendo de los labios pesados que le habían ahogado del todo, se desprendió gritando; pero los brazos lo volvieron a tomar, los dedos desgarra- ban, arrancaban, con furia y violencia, sus ropas, sábanas y telas, y, desvestido, inmóvil bajo el peso de un cuerpo que se desliza, Evelín, en llantos, fuera de sí y espantado, con sus piernas golpeando al aire, y sus delgadas caderas inmovilizadas entre dos manos brutales, largas y finas, sucumbió en su virgen nubilidad frágil, a la violación frenética, silenciosamente devoradora, de un prolongado beso infame.
  • 30. 30 CAPITULO VI Una claridad azulada y violácea, con tonos rojos de sangre malsana, entraba en el comedor a través de la muselina de las cortinas, poniendo sobre el papel castaño de las paredes, sobre el mármol de la chimenea, sobre la tela encerada de la mesa, la me- lancolía anémica de las auroras parisinas. Tocada con su gorro blanco rodeado de cintas azules, de un flujo de rayos lívidos, Madame Gerbier dormía, doblada en dos hacia la máquina de coser, con la frente en sus mangas cruzadas. Toda la noche, sin acostarse, había esperado a Evelín; acababa de dormirse, des- trozada; pero de sus párpados cerrados, brotaban las lágrimas; lloraba en sueños. Un sordo estrépito de ruedas subió de la calle, haciendo vibrar la casa, haciendo temblar los muebles. La anciana se despertó con un sobresalto, miró en torno suyo, se acordó y, con la cabeza entre las manos, levantando y bajando el cuello, se puso a caca- rear lamentablemente, como una gallina herida. Pero se levantó, con una esperanza en los ojos. Mientras dormía, Evelín quizá hubiese podido haber regresado. Sí, seguramen- te, estaba de regreso. Ella se lanzó, debió agarrarse a una silla para no caer, retomó su impulso, jadeante, con su corazón saltándole hasta la garganta, y corrió, apoyándose a lo largo de la pared del pasillo, hasta la habitación de su hijo. La cama no estaba deshecha, nada. Se volvió loca, se puso a girar alrededor de la habitación, golpeando las paredes con sus puños, con su frente, queriendo huir, aullando a veces, lastimeramente, como alguien a quien persiguiese un perro rabioso y que gimiera a cada mordedura. ¡Era de día! ¡día! y Evelín no había regresado. ¡Estaba muerto! ¡se había matado! Ella veía, en el desorden oscuro de su desesperación, personas haciendo gestos, emitiendo gritos, alrededor de un coche que acababa de atropellar a su hijo, o unos ladrones estrangulan- do a Evelín bajo el umbral de un portal . Se imaginaba también una losa, en la Morgue, donde su niño, completamente desnudo, azul, todavía perlado por el agua que discurre, estaba extendido como un bonito cadáver. Lo que podía haber ocurrido más afortunado (más afortunado, ¡señor!) era que, debilitado aún por su reciente enfermedad, hubieses caído desmayado en la calle, — estaba tan delgado, había sufrido tanto, que la menor emoción habría podido provocarle un síncope, — y que se le hubiese llevado a una farmacia, luego a algún hospital, donde se le estaba cuidando. Pero no, estaba muerto, muerto, muerto, estaba segura. ¡ah! ese Paris que se había llevado a su niño, ¡lo había atropellado, estrangulado, ahogado! Si hubiese podido hacerle daño a esta gran ciudad, y prenderle fuego, o demolerla con las uñas. ¡Evelín muerto! «Ah! Dios mío! ¡ah! !Dios mío! ¡ah! Dios mío!» Ahora, con voz aguda, los brazos elevados hacia el techo, gemía continuamente, y ese grito estaba compuesto de una sola palabra, Evelín, cuya última sílaba se prolongaba infinitamente en un eco de estertor. Pero escuchó un ruido, una llave en el cerrojo de la puerta. Se precipitó, se en- contró en la antesala, en el momento en que Evelín entraba, dando traspiés, como un borracho. «¡Evelin!» Ella lo abrazó, lo envolvió, lo transportó, tan fuerte, ella tan débil,
  • 31. 31 con risas y llantos. « ¡No estás muerto! ¡no estás muerto!» Y lo acostó sobre su cama. «Pero habla, responde, que ha ocurrido? ¡Ah! querido, habla!» Él se callaba, sus brazos, desde que ella dejó de sostenerlo, se abandonaron inertes; estaba desvanecido como si en el esfuerzo de haber subido la escalera hubiese usado sus últimas energías y Madame Gerbier hubiese llegado a tiempo para impedirle caer. Ella lo miraba, estúpida de horror. ¡Oh! ¡oh! ¡qué pálido estaba! ¡Y el traje roto! ¡la camisa desgarrada, por donde se pod- ían ver rasguños en la delicada piel! ¡y los ojos cerrados como cuando ya no se ve! ¡Oh! había regresado para morir. Ella se arrojó sobre él, le puso sus labios en la boca, espe- rando un aliento. No, no respiraba, casi no. Pero, bajo sus labios, sintió algo de calidez y humedad que discurría; se echó hacia atrás, se inclino; allí, de la boca de Evelín, era sangre, sangre que fluía, sangre, sangre que, apenas salía, se aglutinaba en coágulos.
  • 34. 34 CAPÍTULO PRIMERO Tetazas de Madera, rubicunda y hermosa muchacha, entró en la Cervecería. -¡Joven virgen!- grito Straparole, vas a sentarte en mi mesa, enseguida, en menos tiempo del que necesitó Procné, princesa emplumada, para atravesar el Eurotas donde se miran los laureles rosas; y, únicamente te ocuparás de contemplar mi cara semejante a la de un fauno de Erimanthe, encantado hasta el olvido de toda otra música por el ruido de la invisible lira que canta en mi voz, tú desdeñaras a estos mortales sin talento que nos rodean. Ellos no merecen que tú percibas su presencia, siendo viles prosadores. Pero, yo, yo soy doblemente digno de ser adorado por ti, ¡diosa! puesto que soy poeta y actor. Tengo dos glorias como un cisne tiene dos alas. Te cantaré odas que encantan y embria- gan no menos que un vino perfumado de rosas: Múltiples lamentos de diosas Cuando el borgoña es tomado, Sangre roja del racimo prensado Por las bacantes furiosas… o bien, si lo prefieres (quizá lo prefieras, ¡ángel lleno de sandeces!) te recitaré la gran poesía de Monsieur Germont, notario, en el cuarto acto de La Familia pobre: «¡Es una cosa realmente triste para un viejo que toda una vida de trabajo y probidad reco- mendada a la estima de sus conciudadanos, ver envilecerse en un momento un siglo y medio de honorabilidad, porque él engendra hijos que ponen sobre sus cabellos blancos una corona de infamia!» ¡Pues, repitámoslo, musas helicónides! Soy una especie de Tespis; yo tengo algo de Píndaro, poeta lirico, y de Aristodemo, actor de sátiros, de Ca- tulo y de Roscius; sería parecido a Moliere si él rimase mejor, a Shakespeare, si no se hubiese obstinado en escribir sus dramas en inglés, una lengua que nadie comprende. Al mismo tiempo me parezco a M. de Laprade, de la Academia francesa (pero yo tengo más talento que él) y a M. Melingue, de la Porte-Saint-Martin (¡únicamente yo juzgo a los padres nobles!) , y si nunca me haces el honor de seguirme, o Tetazas de Madera, ninfa bien llamada, en los salones de las embajadas, a donde me apresuro de ordinario después del cierre de los cafés de Montmartre, escucharás entre los murmullos de admi- ración que acompañaran nuestro paso: «¡Mirad! ¡mirad! ¡mirad! este es Straparole, es el mortal honrado por los propios dioses, cuyos versos han sido rechazados por la Revue des Deux Mondes, y que ha sido silbado en Brive-la Gaillarde!» Hablando de ese modo, de pie, alto, delgado, y estirándose como esos fantoches teatrales que gesticulan infinitamente con los brazos, Straparole, en un magnífico dis- curso retórico, de gesto, de compostura, guiñó sus ojos luminosos, abría toda su gran boca sensual y alegre, donde reían los dientes claros. ¿Un poco gris? no del todo; conti- nuamente apasionado, no bebía más que agua pura; siempre con aspecto de estar ebrio,
  • 35. 35 sin embargo estaba sobrio; Pierre Labaris decía: «Straparole está ebrio todas las maña- nas del néctar que ha bebido en sueños»; y, allí, esa noche, semejante a él mismo, líri- camente fantástico, heroico y cómico, tenía sobre toda su cara huesuda y brillante de sudor, esa triple expansión que son el talento, la alegría y la bondad. La hermosa muchacha, modelo para los reunidos, se sentó. En la intimidad se le llamaba Sin Camisa, porque, una vez, había dicho: «Bien, no, ¡yo no me la pongo nunca! ¿De qué me serviría tener una, puesto que tendría que quitarla de día para el trabajo y por la noche para la francachela?» Pero su auténtico nombre glorioso, era Tetazas de Madera. Corrían leyendas que se habían escrito en can- ciones. En la calle de los Mártires, una mañana en la que ella iba, en camisón, a comprar tres centavos de leche, chocó con su seno que emergía bajo la tela con la cabeza de un viejo: ¡le provocó un hematoma en el ojo! Para dormir, se tumbaba sobre la espalda porque cuando se giraba, aunque fuese tan solo a medias, su pecho de puntas de hierro rosado entraba en el colchón y rompía el somier. Caroline, la amante de Morvieux, fofa como un saco de trapos y mala como la sarna, decía: «Tetazas de Madera, el otro día, estaba en la miseria». Por lo demás, eso no la cambiaba demasiado. Tuvo la idea de colocarse como nodriza, en casa de unos burgueses. Pero se la puso de patitas en la ca- lle, porque el pequeño no quería mamar peonzas. Y otros cien cuentos, de los que la robusta muchacha se enorgullecía. «Mostradme algo igual, montón de biberones», gri- taba ella cuando las compañeras, delgadas, fofas en sus blusas flojas, se burlaban de su firme gordura; o bien, no siendo demasiado habladora, se limitaba a decir «Bah» y, co- losal, con el rostro rojo, con unos labios bermellón bajo una pelambrera de crines ne- gras, golpeaba con los dos puños y aire de desafío, sus dos tetas abombadas, sin sujeta- dor, enormes, ¡que no se sacudían! Sentada dijo: Vengo del Elíseo. Han detenido a la vieja Elisa y la han llevado al calabozo de la comisaría, porque estaba armando jaleo sin pantalón. Si, llevaba un pantalón, pero no tenía más que una pierna. ¿Qué es lo que podía haber hecho con la otra? Entonces, comprendes, se le veía todo de un lado. Claro que me reí. Eso me dio sed. Invítame a una caña. Straparole, elegíaco, con tono de reproche donde se mezclaba cierta mansedum- bre, dijo: —¡Joven muchacha ignorante, yo te compadezco y te envidio a la vez a causa de tu dichosa inocencia! ¡Eh! ¿qué? Desde el tiempo que hace que frecuentas los talleres donde no se trabaja y los lugares de desenfreno donde se recitan elegías, ¿todavía no has aprendido que de todos los seres vivos, los pintores y los poetas son precisamente aque- llos que están en menos condiciones de ofrecer consumiciones a las damas? No es pre- cisamente que les falte el deseo de mostrarse generosos con respecto a las personas hermosas; incluso pienso, que, si dos o tres millones de patrimonio les autorizasen a esas prodigalidades, colmarían de regalos a aquellas que dan placer a los niños sin pre- ocupación, y las consumiciones que ofrecerían, serían ríos de diamantes brillantes como un arroyo en pleno sol, victoria de cojines más suaves que las nubes donde se consuma el adulterio de las diosas, y vestidos de cuentos de hadas, y palacetes más resplandecien-
  • 36. 36 tes que altares! Pero, — si no es proponer un arduo problema a tu ciencia aritmética – cuento, oh hada de los bosques sagrados del Moulin de la Galette, la que ha podido ate- sorar de oro y brillantes un compositor de baladas que prestó un luís, la semana pasada, a un aficionado a las bellas letras, y quien, sobre esta suma, debe (sin hablar de la nece- sidad del lujo cotidiano, almuerzos a veinte centavos, cenas a dos francos y ramos de violetas a diez céntimos), mitigar la rabia encarnizada de mil y un acreedores, parecidos a Kerberos, es decir de más de tres mil cabezas venenosas y devoradoras ¡Hija! no es costumbre recoger manzanas en los rosales, pedir a los ruiseñores el grito imperial del águila, ni exigir de Esquilo que versifique coplas para las revistas de fin de año en el teatro de los Dellas Com. Cada ser tiene su función para la cual fue creado y no sabría cumplir otra. Tú pues, si no desdeñas en hacer malos conocimientos, invita a ofrendas costosas a esos mortales llamados banqueros que te acogerían sin disgusto en sus casas construidas de jade y de lapislázuli y en sus frías camas donde las sábanas están hechas de billetes de banco. Pero, en ningún caso, — aunque tu sed fuese exasperada hasta la polidipsia por la vista de la vieja Elisa molestando a los transeúntes con un pantalón que no teína todas las piernas! — no pidas a los poetas, vanamente perdidos ellos mismos de beber en la fontana sagrada de Hipocrene, otra cosa que poemas imitados de aquellos que Ferdouci, llamado algunas veces Aboul-Kacem-Mancour, suspiraba en el crepúscu- lo bajo los rosales gigantes de Thous! Tetazas de Madera dijo: — Me aburrres. — Señorita, —dijo Evelín Gerbier,— ¿me permite usted invitarla a beber? Alrededor de ellos, en el local profundo, semejante a un corredor un poco largo, donde se prolongaba, bajo un techo bajo, dos hileras de mesas de mármol blanco, fuma- ban, bebían, charlaban, bostezaban una muchedumbre de hombres y mujeres. Eran las diez de la noche. La Cervecería estaba a rebosar. Este local era como el ilustre piso franco de la literatura; los extranjeros lo visitaban por curiosidad; se citaba en las guías de los viajeros. Otras cervecerías tenían nombres: estaba la cervecería de las Flores, frecuentada por los modelos; la de los Mártires, que se abría sobre dos calles, enorme, dividida en varias salas, en las que se recibía a una clientela especial, personas de letras y artistas, comerciantes del barrio pasando la velada jugando partidas de dominó, muy cerca de la calle de los proxenetas sentados contra los cristales y acechando las idas y venidas de las putas sobre las aceras en la noche iluminada por el gas; la cervecería Pi- galle, pequeña, íntima, no sin aristocracia, un poco académica, reservada a los pintores ya condecorados a los que unos recuerdos de bohemia retenían o llevaban al barrio de las alegres miserias. Pero, esta era ¡la Cervecería! sin otra denominación. Los bohemios que iban a otros lados acudían allí algunas veces, ¡porque había que ir! y aquellos que había tomado por costumbre acudir, jamás volvían a otro lado. Era un centro, un lugar de camaradería, de odio también; algo así como una patria. A algunos de sus clientes, parisinos acérrimos con las suelas de sus zapatos pegadas a los adoquines de la ciudad, les hubiese sido posible abandonar Paris si no hubiese que renunciar al mismo tiempo a la Cervecería. Por la mañana era un café, como los demás, limpio, frio, claro, apacible,
  • 37. 37 donde se desayunaba. Pero, por la noche, se transformaba con su bullicio hosco, con su estrépito de gritos y palabras, en tugurio indecente y brutal, hostil, furioso, misterioso también, casi espantoso; alguien que, por casualidad, teniendo sed, hubiese empujado la puerta, se habría detenido, habría huido tal vez; no se atrevería a entrar allí si no la con- siderase su segunda casa. La Cervecería era temida y temible; Cuando surgían los éxitos, las glorias y to- dos los esplendidas alegrías del triunfo literario, la Cervecería se convertía en la cólera de los vencidos y la maldad de los envidiosos. Desde el momento que alguien conquis- taba la fortuna y el renombre, ya no se dejaba ver por allí, no porque no quisiera dejarse ver, sino porque hubiese sido mal visto por los demás. Se salía de allí como de galeras; aquellas que permanecían en el presidio, miraban con malos ojos a los antiguos prisio- neros que se convertían ahora en visitantes. Pero todas las víctimas de la pereza, todos los impotentes, todos los fuertes reducidos a la impotencia, se agrupaban allí. Y se re- gocijaban cruelmente. La Cervecería tomaba, contra los triunfos insultantes, toda la re- vancha que se puede tomar mediante la denigración y la parodia. Se burlaban, calum- niaban, demolían. Y lo que tenia de espantoso es que, la mayoría de las reputaciones, siendo en realidad ilegítimas, a menudo tenían razón en la envidia. Además, ¿quién sab- ía, quién podía decir si esos escultores sin talleres, esos periodistas sin periódicos, esos poetas sin editores, esos dramaturgos sin teatro, todos esos sin un centavo, sumidos en la miseria o perseguidos por la mala suerte, eran víctimas de la imposibilidad de produ- cir o no valían para él éxito y para lograr una reputación? Varios, salidos de la Cerve- cería, hoy son ilustres; tal vez no eran únicos en merecer esta evasión gloriosa. El sar- casmo de la Cervecería quizá tenía por excusa la injusticia de la suerte. ¿Malos esos hombres? no, desgraciados. Pero justificable o no, esta alegría era terrible. La Cervecer- ía no aprobaba nada, no admiraba nada; o inventaba glorias que permanecían ignoradas con el objeto de disminuir las glorias reconocidas. Exaltaba para humillar, afirmaba para negar. Y su tarea lejana, como subterránea, producía sus efectos porque de la Cervecería emanaba el odio tenaz y la terca denigración, porque mordía con la saña de un perro que roe un hueso y porque además se hablaba en voz alta. Desdeñada y despreciada en apa- riencia, no era ajena a los periódicos de renombre. Una crítica proferida allí, cien veces repetida, salía de la Cervecería, subía, se expandía, podía llegar a la opinión pública; una injuria, soltada entre cerveza y cerveza, iba a golpear en pleno rostro a la más alta gloria, como un escupitajo en el aire de un golfo mancilla el rostro de un hombre en una balcón. Los más admirados, situados en el pabellón de la gloria literaria, tenían pavor a la Cervecería. Un asiduo de la Cervecería era Jean Morvieux. Este hombre hacía pensar en una alcantarilla repleta de odio. Todas las infamias, todas las calumnias, todas las historias soeces, verdaderas o falsas, aquellas que la rabia de los humildes enfrenta a los célebres y poderosos, él las recibía, las absorbía como un agujero que se llena, y las regurgitaba, más inmundas todavía, con la elocuencia de un desbordamiento de fango; y cuando hablaba, mostraba su cuello hinchándose como si por él pasasen alimentos y vino, con la cara extasiada de un borracho que disfrutase con su vomito.