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A mis padres




-2-
[…] y tenía un encanto que no era ciertamente
humano o divino, más bien quizá como si me
hubiera enamorado de una diosa.



                                          J. M. Synge




Ve, recoge junto al mar rumoroso una concha que guarda
ecos.

Ante sus labios narra tu historia, y éstos serán tu
consuelo.



                                           W. B. Yeats




                         -3-
ÍNDICE



   Presentación............................................................................... 5
   Prólogo........................................................................................6
   Capítulo 1................................................................................... 9
   Capítulo 2................................................................................. 19
   Capítulo 3................................................................................. 24
   Capítulo 4................................................................................. 30
   Capítulo 5................................................................................. 36
   Capítulo 6................................................................................. 42
   Capítulo 7................................................................................. 47
   Capítulo 8................................................................................. 55
   Capítulo 9................................................................................. 63
   Capítulo 10............................................................................... 71
   Capítulo 11............................................................................... 81
   Capítulo 12............................................................................... 89
   Capítulo 13............................................................................. 100
   Capítulo 14..............................................................................111
   Capítulo 15..............................................................................117
   Capítulo 16............................................................................. 130
   Capítulo 17............................................................................. 139
   Capítulo 18............................................................................. 148
   Capítulo 19............................................................................. 158
   Capítulo 20............................................................................. 160
   Capítulo 21............................................................................. 165
   Capítulo 22............................................................................. 172
   Capítulo 23............................................................................. 177
   Epílogo....................................................................................186
   Nota de la autora................................................................... 189
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA.......................................................190




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ÉRIKA GAEL                                                                       FÁERY




                                  Presentación

     Faery es el mundo de las hadas.
     Viajaremos desde la época actual al año 25 a. C., a un asentamiento luggon, al
norte de Hispania, para encontrarnos con Xesa, un hada de Agua vivaz, impetuosa y
seductora, y Lugh, un dios Sol arrogante, terco y fascinante. Ella ha jurado no volver
a encapricharse con ningún hombre. Él arrastra el estigma de haber nacido mestizo
de dos razas, los formoré y los tuatha dé danaan, y el rencor hacia Xesa por la
humillación sufrida siglos atrás. Pero ella deberá convencerle de que salve a su
pueblo de las hordas romanas.
     Os preguntaréis: ¿qué es lo que estoy leyendo? Pues ni más ni menos que una
historia romántica distinta, insólita. Tan fabulosa, que os asombrará.
     Érika Gael nos sumerge, con su escritura fuida, personal, refrescante, divertida
y maliciosa, en un mundo de criaturas mágicas y dioses mitológicos donde el Amor,
con mayúsculas, pone la guinda a una prodigiosa historia.
     Esta autora conquista la completa atención de un lector, totalmente subyugado,
que se siente incapaz de abandonar la sonrisa hasta fnalizar la novela. Ternura,
diálogos hilarantes, una declaración de amor espléndida y soberbias escenas eróticas
pinceladas con un cuidado y una maestría insuperables, son las cartas de
presentación de Érika Gael.
     Todo un hallazgo de escritora. Una novela imposible de arrinconar.


                                                                       NIEVES HIDALGO




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ÉRIKA GAEL                                                                         FÁERY




                                      Prólogo

      Asentamiento luggon, Astura (norte de Hispania), 25 a. C. Un día antes del
solsticio de verano

      El Sol, reluciente e indómito, se colaba a través de las ramas desnudas de los
árboles y se deslizaba en una caricia reptante sobre la tierra húmeda.
      El Sol, espléndido y salvaje, iluminaba los pasos fotantes de un muchacho con
pies de aire que emergió entre la espesura. Se acercó decidido a Leukón, el druida, y,
forzándole a inclinarse, susurró algo en su oído. Luego, se evaporó.
      El anciano se mesó las barbas mientras las palabras del mensajero iban calando
en su interior. Su rostro no delataba emociones, como si esperara esas noticias desde
largo tiempo atrás. Y así era. Alzó de nuevo la mirada con serenidad y se dirigió a los
demás miembros del Consejo. Ausa, Bodo y Cado, el trío de cabellos grises,
contenían el aliento frente a él.
      —Ya ha desembarcado. Viene de camino.
      Tres jadeos escaparon de sus bocas y se elevaron al cielo. Leukón prosiguió:
      —Si nuestros cálculos son correctos, llegará a tierras cántabras pasado mañana.
Para los primeros días del mes del acebo, como muy tarde, estará aquí.
      Ausa, el vértice principal del triángulo, protestó.
      —No nos queda tiempo. Los romanos se mueven deprisa y nosotros ni siquiera
tenemos un ejército.
      Miró a sus compañeros, quienes asintieron con la cabeza gacha y en silencio.
      —Sólo podemos esperar y prepararnos para la caída —agregó Cado, el del pelo
largo, con pesimismo.
      —Estamos perdidos —sentenció Bodo.
      Acto seguido se inició una discusión entre ellos acerca de la forma más
honorable de morir. Leukón los dejó debatir con paciencia. Durante un buen rato, no
se oyó otra cosa en el bosque que no fueran las agudas voces, teñidas de
desesperación, de los tres hombres. Hasta que el más sabio sostuvo una palma
arrugada ante ellos y exigió silencio.
      —Aún no todo está perdido —murmuró.
      —Ah, ¿no? —Ausa envió una sonrisa sarcástica a su líder—. Nuestros pueblos
llevan siglos resistiendo los envites de Roma. Los ánimos están alicaídos, y nuestra
gente, agotada. Para colmo, hace cuatro años Augusto decidió darnos el golpe
maestro e inició una cruenta guerra cuyo único fn es vernos destruidos. Todos los
pueblos que se han enfrentado a él han sido derrotados, humillados y esclavizados.
Ahora vienes tú a informarnos de su nuevo ataque, uno que se producirá en menos
de dos semanas, ¿y aún piensas que tenemos posibilidad de sobrevivir? Porque
déjame decirte una cosa, Gran Sabio: prefero rebanar mi garganta con mi propia
espada antes que ver cómo me vencen esos relamidos del sur.
      Bodo y Cado prorrumpieron en aplausos y alabanzas ante el discurso
encendido de su compañero. Ausa se prestó a su juego; las palmaditas en la espalda
no hacían sino alimentar sus ínfulas de gloria.
      Leukón, por su parte, sopesó para sí la información a la que sólo él tenía acceso.
Si tan sólo le escucharan…
      —He tenido una visión.
      La cháchara animada de los consejeros se cortó con brusquedad. Los tres sabían
que las visiones del druida luggon nunca habían fallado, y este asunto revestía la


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ÉRIKA GAEL                                                                                        FÁERY
gravedad sufciente como para no pasar por alto una de ellas.
      —Hay una posibilidad —Leukón continuó con calma—. Si conseguimos el
apoyo del dios Sol para la batalla, la victoria estará de nuestro lado.
      Tres pares de ojos se posaron sobre él, incrédulos. Bodo fue el primero en
pronunciarse respecto a esa nueva información.
      —¿Del dios Sol? ¿De Lugh?
      —Así es. Como todos sabéis, su mecenazgo ha hecho posible la gracia de los
demás dioses sobre nuestro pueblo, y sus mañas en la guerra son de sobra conocidas.
      —Al igual que su arrogancia —bufó Ausa.
      —Y su severidad —añadió Cado.
      —Y, sin ninguna duda, su carencia absoluta de dotes para las relaciones
interpersonales —puntualizó Bodo.
      —Aún recuerdo la cara de estupefacción que arrastraba Pintio, el recolector,
cuando quiso solicitar bendiciones para su cosecha. Lo único que consiguió fue que
el déspota le bramase en las narices. —Había sido Cado, precisamente, quien había
estado con el luggon en esa ocasión, en el mismo claro del bosque donde se hallaban
ahora y que los luggones consideraban sagrado.
      —Por no hablar del desplante del último Lughnasadh, cuando ni siquiera se
molestó en hacer acto de presencia. Es un amargado. —Bodo se encargaba de los
preparativos, cada verano, de la festa de las cosechas.
      —En conclusión —confrmó Ausa—: conseguir que él nos ayude es como
pretender que la mismísima Danu 1 se materialice aquí, ahora, y nos ceda sus poderes.
Nadie en Tara lo aprecia, y no creo que debamos esperar ninguna generosidad de su
parte.
      Leukón levantó los ojos y miró al cielo, formulando una plegaria.
      —Mi visión era muy clara. Tenemos que ganarnos su colaboración. Es eso o… el
fn.
      Las palabras se derramaron sobre ellos con toda su crudeza, y sus corazones
dieron un vuelco. Ausa se pasó las manos por sus cortos y grises cabellos, mientras la
rendición asomaba a sus pupilas.
      —Está bien —concedió—. Y, según tú, ¿quién será el afortunado que se
encargue de tan ardua misión?
      —Ese dato no aparecía en mi visión.
      —Oh, fantástico. —Ausa se palmeó el muslo con irritación.
      —Pero debemos pensar con sabiduría y no dejarnos arrastrar por la
desesperanza.
      —Y tú puedes meterte tu flosofía trascendentalista por donde te quepa, viejo.
      Ausa notó las manos de sus compañeros clavándose en sus brazos, en un
intento por impedir que la conversación pasase a mayores. Los oyó cuchichear con
desaprobación a su espalda.
      El druida suspiró resignado. Demasiados años de rivalidad con Ausa le habían
enseñado a no tomarse a mal sus galanterías, fruto de la pasión mutua que se
profesaban.
      —Que no haya podido atisbar nada en mi visión no quiere decir que no haya
tratado de buscar una solución.
      —¿Y la has obtenido? Deja que responda por ti: no. —Ausa paseó indignado de
un lado a otro—. Nadie va a aceptar una propuesta así, y lo sabes.
      Leukón aspiró con lentitud antes de emitir su veredicto fnal.
      —Entonces, tal vez debamos proponérselo a alguien que no pueda decir «no».
      El Sol, brillante y rebelde, se ocultó tras una nube. Comenzaba a aburrirse de
tantas tonterías. Nunca —y cuando decía nunca, quería decir jamás— cedería a sus
estúpidos deseos. A esas alturas ya deberían saberlo. Mientras tanto, sonrió para sí,
pasaría un buen rato sacando de quicio al emisario, del cual ni él mismo conocía la

     1
         Danu: diosa madre de la mitología irlandesa, de la que procedían los tuatha dé danaan.


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ÉRIKA GAEL                                                                    FÁERY
identidad. Pero aún quedaba mucho para eso…
      El Sol se levantó de su trono de oro. No había medicina mejor contra el tedio
que dedicarse, con malsano entusiasmo, al que había llegado a convertirse, durante
los últimos doscientos años, en su más devoto placer. Ya era hora de hacer sonar el
despertador…

                                    ***




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                                          Capítulo 1

      Lugones (Asturias), 1978

      Dos noches después del solsticio de verano

      —Esta vez sí que la hiciste buena.
      La voz de la rubia Agnetha lanzaba los últimos gorgoritos de Dancing Queen en
los altavoces. En la pista de baile, Xesa dio un bote casi imperceptible cuando esa otra
voz, mucho menos dulce y mucho más molesta, comenzó a increpar junto a su oído
izquierdo. Aprovechó un cambio de los focos para hacer una pirueta perfecta y
espantar a la voz con disimulo. «No pasa nada», pensó, y siguió meneando las
caderas. Nada de nada.
      —¡Xesa!
      La voz se estaba volviendo particularmente indolente en los últimos tiempos.
Iba a tener que ajustar cuentas con ella. Pronto. En cuanto terminara la noche, de
hecho. Pero, hasta entonces, la pista era suya. «¿Bailan las xanas?», 2 le había
preguntado una niña, junto al arroyo, pocos días antes. Las demás xanas no lo sabía,
pero ella… era la reina del baile; las luces psicodélicas y el Martini, su corte.
      —Xesa, ¿me oyes? Te la cargaste, guapa. La pifaste. Te pillaron. ¿Te estás
enterando?
      —Adoro esta década, ¿tú no? —respondió ella a gritos, tratando de hacerse oír
por encima de los berridos de The Trammps y su Disco Inferno.
      Si los que movían el esqueleto a su alrededor comenzaron a cuestionarse
entonces su estado mental, poco le importó. Al fn y al cabo, llamar la atención allí
donde fuese era su especialidad, y esa noche no había dejado de hacerlo desde que
pisó el Studio.
      Sonrió. Después de todo, eso no era nada que un coqueto guiño y un
prometedor aleteo de pestañas no pudieran arreglar. Por el momento, sentir el humo
de la nicotina junto a su cara, el sabor envolvente del alcohol en su paladar y las
consecuencias del calor y la danza resbalando sinuosas por su nuca era sufciente. Sí,
esa noche era una gran noche.
      A su lado, Quelo suspiró. Si al menos algún día lo escuchase… Pero mientras él
fuera invisible y hubiese un reproductor de música disco cerca, sabía que ella se
aferraría al primer clavo que encontrase —frío o ardiendo— para no hacerlo. Y
tampoco era muy aconsejable para él materializarse en ese preciso instante. No
mientras siguiese rodeado de fojos y tentadores escotes, brazos desnudos y
vertiginosas minifaldas. Sin duda alguna, no era el mejor lugar para poner a prueba
su capacidad de autocontrol… Aunque algo tenía que hacer. Algo tenía que haber a
lo que esa irresponsable, intrigante y despreocupada juerguista hiciese caso.
      —Burn, baby, burn! —se la oía graznar, desafnando y dando vueltas en solitario.
      Quelo no se quería ni imaginar con qué había sobornado al pinchadiscos —en
realidad sí que se lo imaginaba, y muy bien— para que sólo pusiese sus canciones
favoritas, una tras otra. Si después de Disco Inferno sonaba Rasputín, gritaría. Y
entonces, además, la habría perdido.
      La bola de espejo giró en el techo. Durante una fracción de segundo, su refejo
centelleante se topó con otro destello, uno casi radiactivo, que él conocía demasiado
      2
        Xanas: siguiendo la mitología céltica de Asturias, hadas de gran belleza y poder de seducción
que habitan en las fuentes y remansos de agua dulce.


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ÉRIKA GAEL                                                                       FÁERY
bien. Una sonrisa perversa tironeó en las comisuras de sus labios. Perfecto. Ahí
estaba su señal.
      Quelo bostezó con teatralidad.
      —De acuerdo, ya lo pillo. Me voy a casa y te dejo en paz. Es eso lo que quieres,
¿no?
      —¡Vale! —chilló Xesa, feliz.
      Quelo se volvió antes de desaparecer. Desaparecer más de lo que su estado
transparente permitía, claro.
      —Sólo una cosa: deberías hacer algo con tu pelo. Ese color butano es un
espanto. Cada vez resulta más ridículo.
      Sólo un ligero puf y… se esfumó. Ahora sí. Del todo.
      La mujer —o lo que quiera que ella fuera— detuvo en seco su coreografía
atropellada. Al hacerlo, se llevó por delante a más de la mitad de los bailarines, que
cayeron como fchas de dominó en un tumultuoso enredo. De entre los que tuvieron
la fortuna de apartarse a tiempo, ninguno ignoró la violenta marejada de rabia que
desprendía aquella fgura de metro ochenta de estatura, fascinante y enigmática.
      Desde el tropel del suelo empezaron a llegar los primeros quejidos lastimeros. A
disgusto de Xesa, el pinchadiscos tuvo que rebajar el volumen de la música para que
se les oyera.
      En un segundo, el caos se había apoderado de la pista. Las novias trataban de
ayudar a sus novios a ponerse en pie, los amigos a sus amigas y los desemparejados
al primero que se pusiera a tiro. Los camareros se apresuraron a llamar a las
ambulancias en medio del alboroto y la confusión.
      Sólo una persona, sólo ella, permaneció frme en su sitio. Se había quedado
congelada con la boca abierta y los ojos entrecerrados, como una estatua de hielo
coloreada con pintura de dedos.
      Su vestido gipsy de diseño exclusivo se ceñía en torno a ella, marcando todas y
cada una de sus exuberantes curvas. Sus botas altas de charol blanco añadían otros
buenos diez centímetros de altura a su ya de por sí imponente silueta. Y en cuanto a
su pelo… Coronada por una coleta con tupé delantero de color naranja fosforito, su
pelo era cualquier cosa, excepto humano.
      Se había quedado petrifcada mirando un punto fjo. La salida de emergencia.
Eso no era extraño en sí mismo. Lo extraño era que por aquella puerta no había
salido nadie en toda la noche. Al menos, no alguien visible. No obstante, la multitud
que la rodeaba estaba lo bastante ofuscada como para no percatarse de ese detalle en
particular.
      En el otro extremo de la sala, Quelo se carcajeó desde su escondite privilegiado
en la cubitera de hielo —no, tras la cubitera no. En la cubitera—. Tenía que reconocer
que era magnífca cuando la sacaban de sus casillas…
      —Tú… —La voz iracunda de Xesa resonó por encima del pánico de los heridos,
por encima de los gritos de quienes habían salido indemnes, e incluso por encima (y
esto sí que era difícil) de los primeros acordes de Rasputín.
      Quelo se quedó demasiado paralizado ante su reacción como para gritar y
echarle en cara su mal gusto musical.
      Ella prosiguió.
      —Pequeño monstruo del inferno. Migraña incansable. Liliputiense
descerebrado expulsado de su patria. Si tienes lo que hay que tener, te veo en el
cuarto de baño en… —echó una breve ojeada al reloj sin pila de su muñeca— ¡tres
minutos!
      Se abrió paso a empujones a través del tornado que ella misma había
desencadenado. Agarrando con frmeza su Dry Martini, se alejó en dirección a los
aseos con un coletazo de su pelo naranja.
      —There lived a certain man in Russia long ago… —se la oía tararear.
      Quelo le echó un rápido vistazo a la única persona humana que no se había
dejado llevar por el caos en el local. El pinchadiscos. En ese momento, contemplaba


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ÉRIKA GAEL                                                                                      FÁERY
la espalda cada vez más lejana de Xesa con abnegada adoración.



      Tras su partida, Quelo observaba el panorama de destrucción que el huracán
Xesa había dejado a su paso. Las sirenas de las ambulancias —no había ningún
herido de gravedad, esos lugonenses eran unos hipocondríacos— comenzaban a
oírse al enflar la Avenida de Oviedo. Un coche de policía aparcó frente a la puerta;
de él descendió un agente con un parte de incidencias hacia el cual corrieron un par
de camareros. Hipocondríacos y exagerados.
      Despilfarró el primero de los minutos en despachar a gusto las carcajadas
descontroladas que le cosquilleaban en el estómago.
      El segundo minuto se le fue, íntegro, en su lucha frenética por escapar del fondo
de la cubitera. Con tanta risa, había ido resbalando por la superfcie de metal, y ahora
el agua sucia de los últimos cubitos amenazaba con taponar sus vías respiratorias.
      Para cuando pudo ser una criatura libre otra vez, tan sólo disponía de cuarenta
segundos para acudir a la cita. Minipunto para él si conseguía llegar a tiempo.
Burlarse del pelo de Xesa signifcaba poner en riesgo la propia entereza física.
Burlarse de su pelo y, encima, jugar con su paciencia, era frmar una condena a
muerte.
      Desplegó sus empapadas y picudas alas blancas, y una lluvia de diminutas
gotas de agua se evaporó en el aire antes de tomar tierra. Tomando impulso,
revoloteó con energía entre los focos de colores y las esferas refectantes. Trataba, en
vano, de encontrar a través de la neblina el camino hacia el aseo. Con tantas cabezas
y tanto alboroto resultaba imposible, y él no se había molestado en buscarlo antes. Ni
que fuera a necesitarlo…
      Se apoyó en un cable colgante y asomó la crisma en busca de su objetivo. A los
de su especie no les hacía falta ir al baño. Los de su especie no estaban sujetos a
cambios fsiológicos, al igual que sus estómagos no rugían ante la ausencia de
comida sólida ni sus entrepiernas gruñían cada vez que se topaban con una hembra.
El era un ventolín,3 y los ventolines eran como los ángeles. No tenían sexo —en teoría
—, ni hambre —en teoría—, ni responsabilidades adultas —en teoría—. Sin embargo,
por alguna extraña broma del destino, aquí estaba él, con la sangre acumulada en sus
partes íntimas y las tripas suplicando por un buen solomillo a la brasa.
      Pero lo peor de todo no era eso. Lo peor de todo era estar obligado a hacerse
cargo, cual padre abnegado, de la criatura desastrosa que aguardaba tras la pared.
Eran demasiadas preocupaciones para veinte centímetros de estatura y un cuerpo y
un rostro de niño.
      Sus bucles negros perlados de sudor se le adhirieron al rostro. Quelo los apartó
de un manotazo para continuar la búsqueda. Sus pestañas iridiscentes se separaron
al descubrir el dibujo de un monigote con falda, mostrando el brillo de sus ojos
oscuros.
      Cuando llegó a la meta, un aluvión de apetitosas jovencitas salía en avalancha
del interior, alertadas por el sonido desquiciante de las sirenas. Quelo aprovechó la
ranura de la puerta para colarse dentro.
      Era la primera vez que se infltraba en el baño de las damas y no sabía qué
esperaba encontrar, pero sin duda lo que vio le decepcionó. Paredes de azulejo
repletas de corazones atravesados por fechas y nombres. Puertas de madera con más
muescas que la pistola de un mañoso. Un espejo ahumado con las esquinas rotas. Un
lavabo con el desagüe atascado desde el año de la polca. Olor a desinfectante. Puaj.
      —¿Xesa? —gritó, pasando por delante de todas las cabinas.
      —Aquí. —Un rezongo le llegó de la última de ellas.

       3
         Ventolín: según la mitología asturiana de origen celta, pequeño genio con alas que representa
la brisa marina y acompaña a las xanas.


                                                - 11 -
ÉRIKA GAEL                                                                         FÁERY
       Xesa abrió el pestillo desde dentro. En cuanto él lo volvió a cerrar, cruzó los
brazos y taconeó con vehemencia sobre las baldosas.
       —¿Dónde estás? —le chilló al aire.
       Quelo se rió de ella y de su enfado, y fue su ímpetu el que lo traicionó. Xesa oyó
la risa sobre su hombro derecho y sopló con furia en su dirección, volviéndolo
visible.
       A Quelo se le apagó la diversión. Sólo la brisa lo volvía vulnerable, la misma
que le daba la vida.
       —Chúpate ésa, pigmeo. ¡Oh, qué mono! —se burló—. ¡Si hasta viene con
pantalones de campana!
       —Sólo por si acaso —aclaró él—. Nunca sabes en qué momento alguien va a
suspirar sobre ti y dejarte en bolas.
       —Sí, claro. Y en ese caso, el que lleves pantalones de campana va a hacer que
los demás pasen por alto tu peculiar tamaño y ese par de alas que te salen de la
espalda.
       Xesa le sacó la lengua. Tenía el rostro crispado, y Quelo sabía que a su paciencia
le faltaba poco para estallar. No se equivocaba.
       —Acabas de interrumpir a Boney M. Al gran Boney M —recalcó Xesa con un
siseo—. Espero que tengas una buena razón para ello.
       —Y tú acabas de desatar un tsunami ahí fuera. Creo que estamos en paz.
       —¿Y te atreves a compararlo?
       —Tienes razón. Es un sacrilegio interrumpir a Boney M. Lo que hay que hacer
es quemar todos sus discos. ¿Por qué no pides I will survive? Seguro que toda esa
gente contusionada agradecería tu apoyo incondicional.
       Xesa le miró con cara de haber sido ultrajada de la forma más vil y rastrera
posible.
       —Estamos en junio.
       Las cejas oscuras de Quelo se alzaron interrogantes.
       —En junio de 1978 —especifcó ella.
       —Ya, ¿y?
       —Pues que I will survive no saltará a la fama hasta dentro de cuatro meses.
       Lo dijo como quien afrma que Colón descubrió América en 1492. Para Xesa, la
música disco debía ser una asignatura obligatoria en todos los centros educativos, así
como tema de debate en congresos y seminarios.
       Quelo meneó la cabeza ante tal derroche de cultura popular.
       —No me puedo creer que los dioses me hayan asignado a alguien como tú —
lloriqueó—. Con todas las xanas y ventolines que hay en el mundo, me tiene que
tocar a mí la más cabeza hueca de todas…
       Xesa bufó.
       —¿Me vas a decir de una vez por qué estás aquí y, sobre todo, quién te crees
que eres para interrumpir a Boney M?
       —Con respecto a lo segundo, ya sabes quién soy. Tu Pepito Grillo, nena. El
guardián que los dioses, sólo ellos saben por qué, te enviaron para que dejes de
columpiarte en las normas. Y en cuanto a lo primero, no me puedo creer que no sepas
la respuesta…
       —Pues no, no la sé… —Xesa apartó la vista y elevó el mentón con terquedad.
Por Danu, la detestaba cuando le vencía la vena caprichosa.
       —¿Te dice algo el nombre de Mila?
       Los párpados femeninos se contrajeron de forma refeja.
       —No, no me dice nada —balbució.
       —Bien, entonces déjame refrescarte la memoria: Mila es una xana. La xana que
vive a las afueras de Beloncio. Ya sabes, el pueblo de al lado. ¿Vamos bien hasta aquí?
—El taconeo de Xesa se aceleró. Era demasiado pronto para que la cazaran,
maldición. Si tan sólo hacía dos noches que…—. Hace dos noches, en el solsticio,
como toda xana viviente, Mila tenía en sus manos un carrete de hilo de oro, su billete


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ÉRIKA GAEL                                                                        FÁERY
para la libertad. La mitad de los hombres en el pueblo estaban locos por tirar de él y
convertir en humana a esa dulce y angelical criatura de cabellos dorados. Ya sabes,
uno de esos estúpidos rituales de magia del solsticio…
      —Sí, ya sé, ya sé —refunfuñó ella—. ¿Adonde quieres llegar?
      —A que nada hacía presagiar… —Quelo estaba disfrutando de lo lindo. Apuntó
con un dedo como un maestro de escuela cascarrabias—… que cuando el más
apuesto de la región diera un pequeño e inofensivo tironcito al hilo, éste iba a
romperse y la pobre Mila iba a morder el fango. ¿Qué te parece? Condenada a su
existencia al menos durante cien años más. Una historia triste, ¿verdad?
      —Sí, qué pena. —Xesa pronunció las palabras tan bajito que el ventolín tuvo
que empujarse hacia arriba con las alas para oírla.
      —Sí, una verdadera lástima. Es increíble de lo que son capaces algunas
personas…
      Xesa enarcó una ceja y parpadeó con aire inocente.
      —¿A qué te referes?
      —A que alguien entró a escondidas en su casa y cambió el carrete de oro por
uno de tergal.
      Quelo la observó con intención. Ella se giró para evitar su mirada.
      —Yo no fui.
      Fue su obstinación lo que logró sacarlo de quicio. Era terca como una muía,
maldita sea.
      —¡¿En qué demonios estabas pensando?! ¡¿Sabes la que armaste?!
      Ella se dio la vuelta de nuevo, enfadada. Era cuestión de tiempo que alguien ahí
fuera escuchara su conversación e hiciese saltar las alarmas. Claro, eso en el supuesto
de que, más allá del baño, quedase alguien que no estuviese al borde de un brote
neurótico.
      —Cállate, Quelo, nos van a oír. —Le tapó la boca con una mano y acabó por
aprisionarlo contra los azulejos—. Además, no tienen ninguna prueba.
      —No la tendrían si no hubieras sido tan lela como para utilizar hilo de color
naranja. Maldita sea, Xesa, ¿es que no escarmientas?
      Por encima de la vergüenza o el sentimiento de culpa esperables, la cara de
Xesa resplandeció.
      —¿A que fue buena? Tienes que reconocerlo, pigmeo, esta vez me superé a mí
misma. —Comenzó a parlotear acerca de cómo había llevado a cabo, con valentía y
astucia, su última trastada.
      Quelo meneó la cabeza.
      —Y todavía tienes el valor de pavonearte… —suspiró con resignación—. El
Consejo quiere verte.
      —Sí, eso ya lo dijiste.
      —Cierto. Lo que no te dije es que esta vez no se van a conformar con un castigo
simple. Ahora sí que te la cargaste de verdad.
      La sonrisa de ella se congeló.
      —Oh. Mierda.
      —Sí, eso estaba pensando yo también.



      La casa subacuática de Xesa era como su dueña: un galimatías caótico e
incoherente.
      Quelo y ella llegaron a orillas de la charca con las primeras luces del día. Al
igual que contaban los mitos, la vivienda estaba en el fondo, más allá de una fna
película cristalina. Las fuerzas mágicas empujaban ésta hacia la superfcie, dejando
una cámara de aire bajo ella y contraviniendo las leyes de la gravedad. Sólo Xesa y
las demás criaturas sobrenaturales de su raza tenían acceso al interior; a los humanos
les estaba vedado. No sería la primera vez que se diese de bruces con un vidrio


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irrompible algún osado nadador.
      Cuando entraron, sus ropas se secaron casi al instante, y el charco a sus pies
desapareció con igual rapidez. Quelo entrecerró los ojos con una mueca; aún no
estaba acostumbrado a la luminiscencia de aquel lugar, donde cada partícula visible
era de oro. Paredes, muebles, espejos, utensilios… Todo refulgía. Y muebles, espejos
y utensilios estaban revolcados por el suelo arenoso en absoluto desorden.
      Sólo una extraña pila de gruesos libros permanecía intacta en un rincón, limpia
y ordenada como un altar de veneración.
      —¿Para cuándo una buena limpieza aquí? —ironizó Quelo.
      Xesa se sentó en un taburete y bajó la cremallera de sus botas.
      —¿Para qué? A mí me gusta así.
      Y era verdad. Tan sólo ella era capaz de ver armonía en aquel cuadro de Escher.
Se puso en pie con determinación y buscó un espejo —tenía una veintena en su
colección— bajo la cama, oculto por una tonelada de ropas revueltas. Se contempló
en él un segundo, antes de chasquear la lengua.
      —Era un bonito peinado. Una lástima que me lo tenga que quitar tan pronto.
      Antes de que hubiese terminado de hablar, el lazo que sujetaba su pelo se soltó.
Una mata de frondosos cabellos fuorescentes cayó en ondas hasta el fnal de su
espalda. Al mismo tiempo, un par de lentillas oscuras salieron volando de sus ojos y
se desintegraron en el aire. La máscara de pestañas negra se derritió, formando un
riachuelo de gotas opacas que desapareció también antes de alcanzar la barbilla. El
magnífco atuendo gipsy se transformó en una larga túnica blanquecina, ajustada a
sus caderas con una cinta azul claro.
      Tomó el espejo de nuevo y el refejo le devolvió su verdadera imagen: la de una
mujer —o lo que fuese— de belleza extraordinaria, casi irreal, con rostro pálido y
aflado y pómulos prominentes. Sus labios eran pequeños y carnosos, sombreados
por una nariz estrecha y recta. El marco dorado del espejo lanzaba destellos sobre sus
mechones naranjas. Pero, sin duda, su centro de poder eran los ojos. Ojos de iris
ilimitado cuyo color azul casi transparente se entremezclaba con el blanco. Eran
como dos joyas relumbrantes e inabarcables protegidas por largas cortinas de
pestañas nacaradas como la espuma de las olas, la marca distintiva de su raza, los
tuatha dé danaan. Xesa suspiró.
      —¿Cómo crees que me veré a partir de mañana? —Toqueteó su pelo con
abatimiento.
      Quelo le dirigió una mirada compasiva por primera vez esa noche.
      —No creo que se trate de tu pelo, Xes. Esta vez no se van a conformar con eso.
      Se acercó a ella revoloteando y acarició las raíces de sus cabellos.
      —Lo siento —añadió.
      —No, no lo hagas. Yo me lo busqué.
      Xesa sacudió la cabeza, como si así expulsara de su mente pensamientos que la
atormentaban. Se dio la vuelta y dejó caer el espejo a un lado.
      —Supongo que ya estoy lista. ¿En qué año te pidió el Consejo que nos
encontráramos?
      —25 a. C.
      La tez de Xesa se tornó lívida.
      —¿Tengo que retroceder dos mil años? ¿Por qué todo me pasa a mí? —Se llevó
las manos a la frente y dejó caer el peso sobre ellas en señal de derrota—. En esa
época no había rímel, ni Martini… ¡Ni siquiera había cuartos de baño, por Danu! ¿Es
que eso no les parece ya sufciente castigo?
      El ventolín rió para sí. Ella era exasperante, es cierto. Irreverente, inconsciente,
insensata…, ¡oh, vale! Todo un diamante en bruto —más por lo de bruto que por lo
de diamante—. Pero nunca se aburría en su presencia. A veces refexionaba acerca de
cómo sería su vida si los dioses no le hubieran puesto a esa impertinente quejica en el
camino, y entonces un ramalazo de protección lo acosaba.
      —Tenemos que irnos.


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     —Sí —aceptó ella—. Creo que me vendrá bien poner tierra de por medio.
Mañana mi cara estará en la portada de todos los periódicos locales.
     Ambos se rieron, más por nerviosismo que por verdadera alegría. Pasado el
momento, la realidad se impuso, y el peso del silencio recayó sobre ellos.
     Xesa levantó el rostro con dignidad y lo enfocó hacia una especie de reloj de sol
—de oro, por supuesto— colgado en la pared. La aguja actuaba como palanca y se
podía mover en la dirección de la fecha deseada. Las cifras se agolpaban en la
circunferencia, que con cada año transcurrido se volvía más ancha. Xesa la deslizó
con fuerza. Veintisiete, veintiséis… veinticinco. Con los brazos en jarras, miró a su
compañero antes de que las extremidades de ambos se diluyeran en el agua.



      —Aún no puedo creer que hables en serio.
      Ausa volvió a la carga, desenfundando toda su artillería para que Leukón
olvidase esa idea loca que les acababa de proponer. Tan sólo habían transcurrido
setenta y dos horas desde que el Consejo se había reunido por última vez. Su
descanso con aguas termales de propiedades curativas en un balneario en 1889 se
había visto interrumpido por un nuevo llamamiento. Aún no había tenido tiempo de
aplacar del todo su enfado e iba más que predispuesto para el ataque.
      Leukón carraspeó. Conocía de primera mano las rabias de su consejero, pero él
también estaba listo para defenderse.
      —Créeme, Ausa, esto ha de ser cosa del destino. Si los dioses han querido que
dos acontecimientos tan dispares hayan confuido en el espacio y en el tiempo, es
porque tenemos ante nosotros a la persona indicada.
      —En realidad —puntualizó Bodo, mientras aún se recuperaba del shock— no
han confuido, ni en el espacio ni en el tiempo.
      —Sabéis a qué me refero.
      —Por supuesto, no somos idiotas. —Algún día alguien iba a tener que
atornillarle a Ausa esa lengua—. Aquí el único idiota, de hecho, pareces ser tú.
      Una vez más, y ya empezaban a ser demasiadas, Leukón hizo acopio de todas
las fuerzas espirituales que habitaban en él para no sucumbir a la furia.
      —Insisto: la solución está delante de nuestras narices, siempre fue así. Tengo
plena confanza en que ella será capaz de cumplir con nuestra misión.
      —De verdad, Gran Sabio, estoy empezando a pensar que chocheas. —Ausa le
miró con incredulidad—. No sólo quieres enviar a Tara a una majadera infantil,
inestable, picapleitos, caprichosa, presumida y con menos inteligencia que un grillo,
sino que encima pareces haber olvidado lo que pasó por su culpa. ¿Es así? ¿Ya lo
olvidaste, Leukón?
      —Considero lo que pasó un desafortunado incidente que quedó en el pasado.
Además, quizás este acercamiento sea benefcioso para que ambos den ese asunto
que pasó por zanjado.
      Ausa elevó los brazos y, sin más, los dejó caer. En dos zancadas rompió el
triángulo inviolable y se aproximó a Cado.
      —¡Di algo! —apremió.
      Cado clavó la vista en el suelo húmedo. Era un día nuboso, a pesar de la
estación veraniega, típico de las tierras agrestes del norte. Hacía sólo unos minutos
habían sido sorprendidos por un chaparrón, obligándolos a posponer la reunión
hasta que el cielo se hubo calmado. El Sol no daba señales de vida hoy. Tal parecía
que les había dado la espalda del todo, y, así las cosas, cualquier propuesta de
Leukón, aunque ésta fuese un salto en el vacío, les iba a resultar útil. Quizás un voto
de confanza no viniese mal. Al fn y al cabo, no tenían mucho que perder; a
excepción de todo.
      —Yo creo que… —Su voz sonó atemorizada entre balbuceos—. Bueno… pienso
que podría funcionar.


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      —¡¿Qué?! —aulló Ausa.
      —Estoy con Leukón. —Ahora que lo había dicho, Cado se sentía incluso más
optimista.
      —Oh, fantástico —farfulló su compañero—. ¿Y tú, Bodo? ¿Tú también tienes
sorbido el seso?
      —Te prohíbo que me insultes, Ausa. —Bodo llevaba ya sus buenos setecientos
años formando parte del Consejo y soportando las bravuconadas del más joven. No
iba a tolerar ni una falta de respeto más—. Si Leukón y Cado están de acuerdo,
entonces yo también estoy de su lado. ¿Acaso tú tienes una idea mejor? —pinchó.
      —Cualquier idea es buena antes que dejar nuestro destino en manos de una
descerebrada lasciva.
      Antes de que los otros pudieran protestar, una quinta voz se dejó oír entre las
gotas de lluvia que aún caían, resbaladizas y pegajosas, desde las hojas de los tejos.
Una hermosa voz femenina.
      —Deduzco que eso va por mí.
      Xesa se apoyaba con indolencia en un tronco, con el brazo derecho por encima
de su coronilla y una sonrisa burlona en los labios. Posaba con parsimonia su mirada
desdeñosa sobre los miembros del Consejo, uno a uno. Cuando reparó en Ausa,
habló con altanería.
      —Ten cuidado, druida. Que seas viejo no quiere decir que vayas a vivir para
siempre. La única inmortal de entre los presentes es… ¡oh! ¡Yo! —Fingió una mueca
de sorpresa mientras se movía entre ellos como si acabara de ser coronada Miss
Celta.
      Ausa hizo un gesto cáustico cuando llegó hasta él y apartó la vista con
desprecio. Bodo y Cado habían sobrepasado hacía un buen rato la barrera del
nerviosismo y, ahora, entrechocaban sus pies, sometidos al escrutinio de la xana.
«Malditas ella y su soberbia —pensó Leukón—, que hace que se crea la jueza y no la
acusada». Pero el viejo druida no pudo hacer sino respetarla por eso. Es cierto que
sus atrevimientos les habían metido en grandes aprietos muchas otras veces, pero, de
no ser por ellos, hoy estarían a un paso de la extinción. Ella era su salida de
emergencia, y, por Danu, iba a utilizarla.
      Xesa pareció leer la deferencia en los ojos del Maestro, porque el nudo que la
había estado oprimiendo durante las últimas doce horas se suavizó. Por supuesto
que no iba a reconocerlo; esa panda de lloricas podía irse con viento fresco si
cualquiera de ellos pensaba que se iba a presentar como un cachorrito asustado.
Relajó los músculos y le propinó un puñetazo amistoso a Leukón en el hombro.
      —¡Eh! ¡Tranquilos, chicos! Alguien debería daros un buen masaje. No sabéis
disfrutar de la vida. —Se sentó sobre un tocón con desgana y se atusó el cabello, con
ocho ojos silenciosos fjos en ella—. ¿Y bien? ¿Qué va a ser esta vez? ¿Una dosis más
de agua oxigenada?
      Fue Leukón quien la sacó de dudas.
      —No, Xesa. Esta vez fuiste demasiado lejos. Incumpliste el reglamento y
ofendiste a una de tus hermanas…
      —Mila no es mi hermana —masculló.
      Aún tenía su dignidad, demonios. Podían arrebatarle su casa, sus ropas, podían
dejar su pelo sin brillo, pero no le quitarían su orgullo. Mientras le quedase vida, le
quedaría coraje, y nunca, nunca, la oirían suplicar.
      —… por eso te vamos a rapar el pelo.
      —¡No, por favor! —Xesa saltó de su asiento como si tuviera un resorte y se
abalanzó sin dudarlo sobre los pies de su líder. Al cuerno con la dignidad—. ¡Por
favor, por favor, por favor! ¡Mi pelo no, Leukón!
      —Lo siento, Xesa, no puedo hacer nada. Lo que le ocurrió a Mila fue muy
grave, y el Consejo ya tomó su decisión.
      —Te juro que nunca más, Leukón, os lo prometo a todos. Ni una travesura más.
—Se secó las lágrimas para poder ver con claridad—. Ésta ha sido la última. De


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verdad. No me quitéis mi pelo, os lo ruego…
       Por un segundo, Leukón se compadeció de la desesperación que irradiaba. A
pesar de sus diabluras, no era mala persona. Todos allí sabían que su pelo y sus
espejos eran lo que Xesa más amaba en el mundo, y amenazar con despojarla de lo
primero era lo más cruel que se le podía haber ocurrido. «Pero debe ser así», se
repitió.
       —El Consejo ya tomó su decisión. Mañana, con el primer Sol, tu pelo será
cortado —Xesa jadeó—, con la daga del Destino —otro jadeo—, y nunca más volverá
a crecer —chillido de terror—… a no ser que…
       Xesa estaba ya agarrándose a la pierna del druida, tironeando de su capa y
empapándole los pies con sus lágrimas, cuando oyó las últimas palabras de Leukón.
       —¿Qué? ¿A no ser qué, Leukón?—Sus ojos solícitos lo midieron desde el suelo.
       —¿Qué estás dispuesta a hacer?
       —Lo que sea —respondió sin pensar—. Cualquier cosa, de verdad.
       Los consejeros, excepto Ausa, quien tenía cara de aburrimiento, se miraron
entre sí con complicidad. Perfecto, ya la tenían.
       —¿Incluso viajar a Tara e intentar por todos los medios que un dios actúe en
nuestro favor ante los romanos? —Leukón escupió la pregunta de un tirón,
mandando al traste todo intento de disimulo.
       Xesa estaba tan entusiasmada que ni se percató.
       —¡Claro que sí! —Se encontraba al borde del paroxismo. Convencer a otras
personas, en especial a otros hombres, para que hiciesen lo que ella les pedía era su
día a día. Su misión en la vida. Para eso habían sido creadas las xanas, para seducir a
aquellos hombres que los dioses deseaban castigar por haberlos injuriado. Una vez
que caían en la trampa (o en la fuente, como era el caso), entonces debían entregarlos
ellas mismas a sus superiores. Si durante el proceso conseguían un poco de
diversión, pues eso que salían ganando. Xesa era una de las más veteranas y, gracias
a los años de experiencia, era extraordinaria en su trabajo. Convencer a un dios no
debía de ser muy diferente de convencer a un hombre; al fn y al cabo, todos
pensaban con lo mismo. Ese trato era casi demasiado bueno para ser real.
       —Pues entonces haz las maletas, porque te marchas hoy mismo —le
informaron.
       Xesa tenía ganas de abrazarlos y brincar con ellos. Excepto con Ausa, claro. Aún
había clases. Puaj.
       —¡Cuando me digáis! Juro que no te voy a defraudar, Leukón, lo juro por mi
pelo.
       —De ésta no nos salva ni la cerveza de Goibnyu4 —refunfuñó Ausa en voz baja.
       —Debes actuar con rapidez —comentó Leukón.
       Xesa estaba tan eufórica que no hacía caso de nada ni de nadie.
       —Claro, claro que sí. Ya verás cómo no te arrepientes. Gracias por esta
oportunidad, Gran Sabio.
       —No me las des. —El druida carraspeó incómodo—. Sólo ve y cumple con tu
deber.
       —¿Puede venir Quelo conmigo?
       —Desde luego. —«Vas a necesitarlo», pensó Leukón. De hecho, tenía más fe en
el raciocinio del pequeñín que en el de la adulta hecha y derecha que bailoteaba
frente a él—. En dos días me comunicaré contigo. Espero que para entonces tengas
grandes noticias.
       —Sí, sí, te lo prometo. Me voy corriendo a contárselo a Quelo.
       El metro ochenta de estatura de Xesa se puso de puntillas para besar en la
mejilla a su protector, y a Bodo y Cado después. Cuando le tocó el turno a Ausa fue a
hacer lo mismo, hasta que a mitad de camino cambió de opinión y le sacó la lengua.
Él le respondió con una mirada gélida.
      4
        Goibnyu: dios del panteón celta que fabricaba una cerveza capaz de otorgar la inmortalidad a
aquellos que la bebiesen.


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      Xesa se apartó canturreando. Con los dedos enumeraba todo lo que debía
incluir en el equipaje. Hasta que no estuvo a unos veinte metros de distancia, no se
dio cuenta de que habían olvidado darle un ínfmo pero fundamental detalle. El
nombre del dios al que tenía que atraer. Con la misma alegría se dio la vuelta y
preguntó:
      —Por cierto, ¿a quién…?
      «Ahí está —intuyó Leukón—. Llegó el momento».
      —Creo que… ya conoces su nombre, Xesa —titubeó.
      Las pestañas blancas se abrieron hasta lo imposible. Las pupilas oscuras se
dilataron.
      —Oh. Mierda.

                                     ***




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                                    Capítulo 2

     Colina de Tara, Irlanda. Sin fecha

      Las piernas de Eileen no respondieron todo lo rápido que hubiese querido
cuando se precipitó fuera del santuario. Una voz grave, procedente del interior,
retumbaba en las piedras pulidas del estrecho pasillo de acceso, escondido en el
lateral del montículo de hierba.
      Tenía que encontrar a Aedan, su marido. Y pronto. Era él quien tenía la
información por la que el amo graznaba, despertando a los pocos dioses que, a esa
hora, aún dormían en Tara.
      —¡Y no vuelvas sin ella! —De haber habido puerta, a continuación se hubiese
escuchado un memorable portazo. Para fortuna de Eileen, su bramido fue lo último
que oyó.
      Dentro, Lugh se dejó caer sobre el trono con frustración. Era la tercera vez esa
semana que el par de ineptos que tenía por ayudantes se equivocaban.
      Una cosa estaba clara. Los días que empezaban mal, no solían terminar bien.
Teniendo en cuenta que todos sus días empezaban mal, el silogismo era fácil de
completar. Ése no iba a ser diferente.
      Se había despertado con su característico mal humor. Doscientos años y aún no
se había acostumbrado a los madrugones. Después del ritual diario, tan soporífero
como siempre, había derramado el chocolate caliente del desayuno sobre su kilt
favorito. Así que, tras vestirse de nuevo, volvió al santuario, donde le esperaba la
rechoncha y exasperantemente risueña cara de Nuada. ¿Y qué quería Nuada?
¿Invitarle a un cruasán? ¿Desearle un buen día? No. Venía para recordarle la
inminente llegada del emisario luggon. Genial. Ahora, además de verse obligado a
tratar con los inútiles de Aedan y Eileen, que ni siquiera eran capaces de ponerse de
acuerdo en cuál de los dos custodiaba la lista de peticiones, tendría que soportar la
presencia de algún pelota incansable. Algún pelota que no dudaría en revolotear a su
alrededor, día y noche, hasta que accediese a sus demandas.
      Apoyó la cabeza en el respaldo de forja dorada y cerró los ojos. Los rayos del
Sol —sus rayos—, entraron por la abertura del techo, rozaron sus párpados y
bañaron su piel, absorbiendo con suavidad todos sus problemas. Era la principal
ventaja de ser el dios del Sol; al menos ninguna tormenta te podía estropear el día.
      Cuando dos siglos antes llegó por primera vez a Tara, exigiendo que sus
derechos divinos fuesen reconocidos, no se imaginaba que la vida que le aguardaba
allí se convertiría en lo que ahora tenía ante sí. Al abandonar la isla de Tory y el
cálido abrazo de su madre, soñaba con el momento en que todos aquellos que les
habían hecho sufrir, a ellos o a su padre antes de morir, pagasen por sus afrentas y los
respetasen a ambos. Más que eso, fantaseaba con que, a pesar de las luchas pasadas,
todos ellos acabarían por aceptarle en su mundo. De esa forma, Lugh, el bastardo
mestizo, tendría al fn una familia a la que poder llamar como tal. Su madre y él se
mudarían a Tara y allí empezarían una nueva vida, repleta de oportunidades que
hasta entonces les habían sido vetadas. Casi le enternecía pensar en la imagen de
aquel muchacho con ínfulas de héroe, dispuesto a comerse el mundo, que había
recorrido Irlanda buscando el modo de demostrarles a todos su valía.
      Casi.
      Sin embargo, ahí estaba ahora. La muerte de su padre había sido vengada. Su
lugar en Tara le había sido devuelto. Y, a pesar de eso, ni uno solo de los setenta y



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ÉRIKA GAEL                                                                                     FÁERY
tres mil días que había pasado en él se había sentido feliz. Porque seguía solo.
Doscientos años después, sólo había sido admitido entre los tuatha dé de palabra, no
de obra.
      La sangre formoré5 que corría por sus venas por herencia materna pesaba
demasiado en una sociedad tan exclusiva y estructurada como los hijos de Danu. Tan
sólo Nuada, tan sólo el rey de los dioses y su protector, le respetaba, trataba y
consultaba. Para el resto del panteón, él era un cero a la izquierda. Una mancha negra
a la que evitar y de la que poder reírse en las grandes celebraciones, cuando creían
que no estaba escuchando.
      Una sombra bajo el umbral de entrada interrumpió sus divagaciones. Era
Eileen, que volvía junto a Aedan y, suponía, la puñetera lista. La pareja lo miraba con
aprensión, sin atreverse a caminar más allá de la puerta.
      —¿Lo has traído? —preguntó Lugh con calma, arrepentido por cómo había
tratado antes a la joven. Le encantaría tener la capacidad de no dejarse llevar por su
amargura ni su mal genio, pero ser amable con los demás no era algo que le hubiesen
dado la posibilidad de aprender.
      Ella dio un paso al frente con sigilo y le acercó un fajo de papeles macilentos. En
menos de un segundo, Lugh se lo había arrebatado de la mano con gesto brusco. La
muchacha salió en estampida y se parapetó tras el cuerpo de su esposo.
      Ver sus caras de pavor —y saber que él era el causante— hizo que el estómago
de Lugh se contrajera de mortifcación. Ojalá pudiese recuperar parte de la
ingenuidad que le acompañaba antaño. El trato gentil. La confanza en la gente.
Aunque eso signifcase ser tan estúpido como para caer en las trampas de una víbora
desalmada, dejándose arrastrar por unos cabellos rojos como las setas —las
venenosas—. Unos ojos transparentes sin fn. Un cuerpo curvilíneo y prometedor…
      Desechó esos pensamientos tan pronto lo asediaron. Pensar en ella era la última
cosa que necesitaba ahora. ¿No estaba ya de por sí su ánimo bastante maltrecho? Ella
había sido la primera en mostrarle la mezquindad del mundo. La primera en clavarle
el puñal. La primera. Después de ella, todo lo que había visto, sentido u oído, no
había hecho sino hurgar en la herida.
      Aunque, claro está, toda esa carga sería más llevadera si tuviese a alguien con
quien compartirla. Cuando su padre, Cian, murió, Ethne, su esposa, se había recluido
en Tory y nunca volvió a ser la misma, ni como mujer ni como madre. Su único
apoyo sobre la Tierra se desvaneció en la misma brisa que arrastró las cenizas del
guerrero.
      Mientras desenrollaba y leía los papeles, no lograba sacarse de la cabeza la idea
de que una compañera era lo que le hacía falta. Una mujer que permaneciese a su
lado cuando todos los demás le dieran la espalda. Una mujer que borrase cada rastro
de aficción que habitaba en él. Sabía que tenía que haber alguien así ahí fuera,
esperándole. Estaba seguro. Pero se preguntaba cómo la iba a poder encontrar
mientras siguiera asaltándole la imagen de ella a cada momento.
      Devolvió los escritos a Eileen y se acomodó de nuevo en el trono con cansancio.
Estaba listo para oír la letanía de tareas que le aguardaban ese día; los nombres de los
humanos que esperaban de él una ayuda en sus cosechas, un consejo para el futuro o,
simplemente, un poco de Sol en una fecha importante. En ocasiones se preguntaba si
había diferencia alguna entre un dios y un funcionario.
      —En Lugdunum nos han preguntado dónde pasará su divina persona el
Lughnasadh —comenzó Eileen—. Al parecer este año están preparando un desfle
por todo lo alto en su honor y se sentirían muy honrados si su divina persona lo
presenciara.
      Uf. Otra invitación para el Lughnasadh. ¿Acaso no se iban a cansar nunca?
      —No voy a ir. Ni a ése ni a ninguno. Dejadlo claro.
      —Está bien, amo. Como su divina persona desee.
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        Formoré: según la mitología celta irlandesa, raza rival de los tuatha dé danaan que pretendía
hacerse con el poder que éstos ostentaban.


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      —Siguiente. —La paciencia de Lugh no estaba para muchas bromas. Ni ese día
ni ningún otro.
      —Sí, amo. Aedan ha hablado con Alastair, de la isla de Mann…
      El susodicho la interrumpió con un ligero temblor en la voz.
      —Así es, amo. Al parecer hubo un fallo en el sistema la noche del solsticio. Esa
es la razón de que no pudieran encender las fogatas. Alastair afrma que toda la
región se halla consternada por ello y desea venir en persona a presentarle sus
disculpas.
      —Que haga señales de humo. No tengo ganas de ver a nadie. Siguiente.
      —Sí, amo. —Aedan se retiró unos pasos y cedió el turno a su esposa.
      —Desde Lucus llega una reclamación. No saben el motivo de que el Sol se
retrasara tanto en la mañana del solsticio. Eso parece haber dejado al ganado un
tanto trastocado.
      Lugh bufó. El solsticio siempre acarreaba un millar de problemas, y, para ser
sinceros, ninguno de ellos le importaba lo más mínimo. Tenía cosas mucho más
importantes en las que pensar…
      No obstante, ninguna de ellas le llegaba a los talones a la ristra de
preocupaciones que se agolparon en su mente cuando oyó una cuarta voz en el
santuario. Una voz femenina, segura y marcada, que nada tenía que ver con los
agudos vibrantes de Eileen. Una voz que no esperaba volver a oír ni en sus peores
pesadillas y que, sin embargo, seguía presente en sus mejores sueños…
      —Hola, irlandés.
      Lugh se quedó petrifcado en la silla mientras veía cómo los pies de Eileen y
Aedan se hacían a un lado. Su parálisis le impedía alzar la vista. No quería mirarla.
No ahora. No a ella. Defnitivamente, no.
      Las palabras de Xesa fotaban en el aire, y él podía oírlas unirse al bisbiseo de su
propio cerebro. Quería preguntarle qué demonios hacía allí, qué se había creído, qué
quería de él, cuando el recuerdo de Nuada lo atravesó: «Esta mañana llega el
emisario luggon. No te olvides de recibirle». Oh, Danu. Oh, Danu, Oh, Danu. La
habían enviado a ella. De entre todos los humanos, dioses, duendes, hadas y
extraterrestres del universo, era Xesa la que estaba ahora ante él.
      En un impulso levantó la mirada, dispuesto a enfrentarla. Pero, cuando la vio,
una exclamación escapó de su boca antes de que pudiese evitarlo.
      —¡¿Qué diablos le ha pasado a tu pelo?!
      El hada hizo un gesto de repulsa y apartó la vista.
      —Oh, ya sabes. Demasiado tiempo bajo el agua.
      Lugh rió para sus adentros. Sí, claro. Aquello apestaba a castigo divino. Nadie,
por estar una buena temporada en remojo, pasaba de tener el pelo como la sangre y
las setas —las venenosas— a tenerlo como un rotulador fuorescente. Y mucho menos
nadie que lo cuidara de la forma compulsiva en que ella lo hacía.
      Pero dejando a un lado su incandescente cabellera, el resto de su aspecto lo dejó
pasmado. Pasmado y excitado, para ser más exactos. Tras tanto tiempo, su imagen
onírica se había difuminado, así que contemplar de nuevo las líneas bien modeladas
de su rostro, la claridad deslumbrante de sus ojos y las curvas esculpidas de su
imponente cuerpo supuso un duro golpe a su compostura. El corazón avanzó a
trompicones entre los recuerdos de la última vez que esa piel había estado cerca de
él…
      —¿Y al tuyo?
      Su voz lo trajo de vuelta a la realidad.
      —¿Perdón?
      —A tu pelo, qué le sucedió.
      Ella le observaba con curiosidad, apoyada contra el dintel en una pose sensual.
      —Ah, eso. Demasiado tiempo bajo el Sol. Ya sabes. —Por supuesto, él también
mentía. La cal, empleada en tantas batallas contra enemigos indeseados, había
estropeado su briosa melena, dejando las puntas de un tono blanquecino.


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ÉRIKA GAEL                                                                         FÁERY
      —Sí, ya sé. —No había creído una sola palabra, pero ella tampoco era quién
para contradecirlas.
      Xesa se alejó de la puerta y dejó que la húmeda oscuridad del santuario la
envolviera. Tal vez eso fuera sufciente para ocultar las emociones desbocadas que la
embargaban. La primera y más importante era el miedo. Durante las últimas
veinticuatro horas sus uñas se habían quedado en carne viva, tratando de predecir la
reacción del único hombre —o lo que él fuera— con el que había rogado a todos los
dioses del universo no volverse a tropezar. Y en segundo lugar, allí estaba, palpitante,
una inesperada punzada de atracción que martilleaba en sus sienes y aguijoneaba su
abdomen. Quién lo diría… La última vez que sus caminos se habían cruzado, él era
apenas un cachorrillo inocente y, si ya entonces no había estado nada mal, no cabía
duda que los años lo habían acariciado con cariño y lujuria. Rodeado por un círculo
de Sol que penetraba desde la cima de la colina y lo iluminaba sólo a él, Lugh
despedía descargas de electricidad áurea. Sus largos rizos castaños se vertían por los
defnidos músculos de hombros y espalda, como un reguero de chocolate líquido. El
resto de su piel bruñida desaparecía bajo los pliegues de un kilt escocés. No debía de
vestir otra cosa, por lo que Xesa podía recordar. Y, desde luego, no pudo evitar
especular sobre lo que se escondía debajo. Si se faba de su memoria, podría decirse
que allí había material sufciente para tenerla entretenida el resto de la eternidad.
      Una risilla estúpida huyó de su garganta, y entonces él la miró con una mezcla
de espanto, desprecio y deseo a partes iguales. Y sus ojos, verdes como los prados de
Irlanda, los ojos verdes únicos entre los tuatha dé, aquellos ojos contorneados por
blancas pestañas, eran más de lo que cualquier xana podía aguantar. Temiendo
echarse a llorar de puro pánico, se armó de valor y se acercó a él, lista para no dejarse
vencer.
      —Vaya, irlandés, estás increíble. —Se situó justo en el centro de su campo de
visión, forzándole a mirarla. No fue difícil, de todas formas, puesto que él no era
capaz de apartar la vista de ella—. ¿Cuántos años hace? ¿Ocho? ¿Diez?
      Lugh tragó saliva y luego alzó el mentón con soberbia.
      —Doscientos dos años, tres meses y nueve días —escupió.
      Xesa sintió un escalofrío que se cuidó mucho de mostrar. Silbó para quitarle
hierro al asunto.
      —Eh, ya veo que sin rencores. Qué encantador por tu parte. —Su tono
sarcástico contrastaba con la deslumbrante sonrisa y el guiño que le envió.
      A Lugh la cabeza le giró en todas direcciones.
      —No te voy a preguntar a qué has venido porque ya lo sé.
      —¡Estupendo! Eso me ahorra un gran trabajo. —Xesa se inclinó sobre él y, con
un susurro que lo dejó sin aliento, agregó—: ¿Entonces? ¿Cuál es tu respuesta?
      A Lugh no se le pasó por alto la ambigüedad de su pregunta. Lo peor fue que
tuvo que refrenarse para no ponerse a asentir como un memo.
      —Mi respuesta es no —pronunció con la escasa frmeza que reunió.
      Xesa chasqueó la lengua y se enderezó, con la lentitud precisa para que unos
cuantos mechones rozaran los brazos del dios, agarrotados en torno al metal.
      —Lo presentía —dijo, con un suspiro que se asemejó más a un gemido.
      Durante una centésima, el sistema circulatorio de Lugh se paró. Entonces
comenzó a galopar con precipitación en la zona de las caderas.
      «Tienes que parar esto como sea, imbécil», recapacitó. No era ningún bebé de
pecho como para cometer dos veces el mismo error, y con la misma mujer —o lo que
fuera—. Ya la conocía, sabía de sus artimañas, y no iba a caer de nuevo en su juego.
      Se levantó, apartándola de él a empellones. Se alejó todo lo que pudo sin
abandonar la luz. Fue en ese momento cuando advirtió que Eileen y Aedan los
observaban atónitos desde la pared del fondo. Iba a pedirles que se marcharan, pero
Xesa regresó a la primera línea de fuego y le hizo un puchero.
      —¿Entonces no puedo hacer nada para que cambies de opinión?
      —No, Xesa. La respuesta es y seguirá siendo no. Puedes largarte y decírselo a


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quienes te enviaron.
     El estruendo de las carcajadas femeninas inundó la bóveda del techo.
     —Eres más tonto de lo que pensaba si crees que me voy a dar por vencida tan
pronto. —Descargó su aliento caliente sobre el hombro de Lugh y murmuró contra su
cuello envarado—. Cariño, cuando haya acabado contigo, vas a ser tú quien me
suplique.
     Las miradas de ambos confuyeron en un duelo a muerte. Ella dio un rodeo. Sin
perder de vista su magnífco trasero, se encaminó hacia la salida. Al llegar al umbral
conjuró la voz más dulce y sincera que poseía para despedirse de él.
     —Por cierto, Lugh, respecto a lo de la última vez… —El dios se tensó—.
Deberías olvidarlo, en serio. No signifcó nada. Al menos… para mí. —Le regaló otro
guiño y salió, con un contoneo exagerado.
     Sólo entonces, la sangre de Lugh, que se había arremolinado en su entrepierna,
logró recuperar su ritmo y viajar en tropel a su cabeza, haciéndolo rugir de ira.

                                     ***




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                                         Capítulo 3

      En cuanto el Sol le dio en la cara, Xesa se dejó caer contra la fachada del templo.
Todo el aire de sus pulmones fuyó, huidizo, entre el martilleo de su propio corazón.
El rostro se le amorató. ¿Danu, por qué no se habría inventado el Martini en esa
época…?
      Al menos tenía el consuelo de seguir con vida. Sin aire, pero con pulso. Algo es
algo.
      Y en el fondo de su corazón —pero sólo quizás, y en el caso de que
hipotéticamente así fuera, sería en un rincón muy, muy, muy en el fondo, agazapado
e invisible—, sabía que no había sido tan terrible. No sólo eso, sino que un anhelo
intenso de volver sobre sus pasos y lamer esos abdominales de bronce hasta hacer
gemir a su dueño la atenazó. Maldición. Debía de estar haciéndose vieja si el rencor y
el desprecio la ponían cachonda. Muy vieja, en realidad, a juzgar por su grado de
excitación.
      Un cosquilleo inesperado revoloteó en su estómago. Asustada, se apretó más
contra la piedra resbaladiza. No podía ser. Una cosa era la alteración sexual y otra
muy distinta las puñeteras mariposas. A no ser… que no fuesen mariposas.
      —¿Quelo?
      Una risotada le respondió desde el interior de su cuerpo. Xesa respiró aliviada
justo antes de prorrumpir en imprecaciones.
      —Imbécil, me has dado un susto de muerte.
      Sopló, y Quelo se materializó ante ella con una reverencia.
      —¿Qué tal esa cita con el hombre de tus sueños?
      —Cierra el pico, enano.
      —Oye, yo también tengo derecho a portarme mal de vez en cuando, ¿no crees?
      —Puede ser, pero no cuando la cabellera más hermosa que el mundo inmortal
ha conocido está en peligro de extinción por culpa de un presuntuoso, antipático y
vengativo dios.
      Quelo silbó. El aire purifcador de Tara le venía bien para el estrés.
      —¿Tan mal te fue?
      —Ni preguntes.
      Él sabía que no hacía falta. Xesa no era de las que se callaba las cosas por mucho
tiempo. Tampoco en esta ocasión se equivocó.
      —Es un resentido. Se podía calibrar con termómetro las ganas que tenía de
estrangularme, despellejarme, descuartizarme y rociarme con gasoil.
      También había podido notar sus ansias de hacer otras cosas aún menos éticas
con ella, pero ésas prefrió reservárselas.
      —Odio tener que decir esto —Quelo no lo odiaba en absoluto—, pero ya era
hora de que alguien te enseñara que tus actos acarrean consecuencias.
      —No empieces, por favor… —Xesa se tapó las orejas y meneó la cabeza como si
ésta le fuese a reventar, tarareando una timorata cancioncilla infantil.
      —Reconócelo, te equivocaste con ese hombre y ahora lo vas a pagar caro.
      —¡Yo no me equivoqué! —El día en que esa mujer-o-lo-que-fuera diera su brazo
a torcer, la Piedra del Destino6 se transformaría en algodón de azúcar—. ¿Quién se
iba a imaginar algo así? ¿Que el mismo imberbe crédulo con el que me divertí hace
años se iba a convertir en el Señor-no-me-hables-que-te-chamusco? Oh, por favor…
     6
       Piedra del Destino: uno de los símbolos de los tuatha dé, junto con la Lanza, el Caldero y la
Espada. La Piedra (Lia Fail) aún se conserva en la colina de Tara.


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Es él quien debió apartarse de mi camino. Si no quería verme, ¿para qué se hizo dios?
      Xesa apartó el pie cuando el cuerpo ínfmo de Quelo, convulsionado por las
carcajadas, rodó por el suelo.
      —Eres increíble —dijo entre lágrimas.
      —Lo sé.
      No pudo esconder una sonrisa. Con el pequeño ruiseñor a su lado, los
problemas siempre parecían menos importantes.
      Quelo guardó silencio. Por unos minutos, ninguno de los dos dijo palabra. De
espaldas, se escurrieron por el muro hasta que sus respectivos traseros tocaron el
suelo. Uno junto al otro otearon el horizonte, cuando el Sol alcanzaba el punto más
elevado en el cielo, regando de luz los techos verdes de Tara. Aquí y allá, pequeños
templos y redondos palacios, como sarpullidos, brotaban de la colina y dominaban el
horizonte. Toda la espiritualidad de generaciones de ancestros lejanas en el tiempo
impregnaba el lugar. Por cada rincón se colaba la magia de una raza tan superior que
el ser humano apenas si llegaba a comprenderla.
      —Es hermoso, ¿verdad? —señaló Xesa.
      —Sí que lo es. Creo que, a pesar de todo, somos afortunados.
      —¿Por qué?
      Quelo apuntó hacia el paisaje.
      —Por formar parte de algo tan grandioso.
      Xesa asintió en silencio.
      —No vas a rendirte tan pronto, ¿no?
      —¡Por supuesto que no! —afrmó ella, ofendida.
      —¿Y qué vas a hacer?
      Xesa guiñó un ojo y sonrió a la nada. Pura deformación profesional.
      —Supongo que tendré que esmerarme más.



       Los cascos de un magnífco caballo blanco de raza tuatha dé, voluntarioso,
estilizado y elegante, palmeaban el suelo. Despedían un sonido hueco, penetrante,
que reverberaba en las rocas flosas del bosque. Las ramas más bajas golpeaban la
frente del animal, y sus crines atizaban al jinete, de manera que un violento equilibrio
quedaba establecido entre los dos. Los tendones se marcaban con furia acumulada en
los muslos de ambos. El viento alborotaba su pelaje, de tal modo que no se distinguía
dónde terminaba la bestia y dónde empezaba el hombre.
       El verde de los prados, el de los troncos cubiertos de musgo, el verde de las
frondosas copas de los robles, enmarcaba aquella estampa de salvaje libertad. El
mismo verde del tartán que el viento enroscaba en torno a las piernas del jinete, a
juego con sus ojos.
       Lugh necesitaba galopar. Sacudirse toda la rabia que sentía hacia la arpía y
hacia sí mismo por haber estado a punto de perder la dignidad ante ella. Por haber
tenido que aferrarse a los últimos jirones de orgullo para no envolverla con su
cuerpo, tumbarla en el suelo y hacerle todo lo que llevaba dos siglos haciéndole en
sueños.
       Asió las riendas con frmeza. El potro se detuvo en seco, justo a tiempo de no
hacerse puré contra una montonera de piedras llenas de verdín. Camino cerrado. En
su audacia no se había dado cuenta de que había atravesado todo el bosque y ahora
se encontraba atrapado ante el muro de hechizos que los separaba del pueblo de An
Uaimh7. Era un método arcaico, sí, pero hasta la fecha había dado resultado; ningún
humano se había atrevido a aventurarse en el bosque de Tara. Su intimidad
permanecía intacta, oculta a la envidia y curiosidad insana de los mortales. Su
existencia fuera del mundo celta quedaba así preservada.
     7
         An Uaimh: actual Navan, capital del condado de Meath (Irlanda).


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      Lugh se apeó y dejó que el caballo trotara en libertad por los alrededores. Para
cuando lo necesitara otra vez, allí estaría; casi doscientos años de unión acarreaban
consecuencias como ésa. No sólo los dioses de Tara, sus mensajeros, ayudantes y
subordinados eran inmortales. Las mascotas, también. Era una de las, por otro lado
escasas, ventajas de ser una divinidad.
      Recogió algunas briznas del suelo y las aprisionó en su puño. Dejó que el
hombro se inclinase hasta encontrar el apoyo del muro. El hueso del omóplato emitió
un crujido, aunque pronto se vio apoderado por una exclamación que salió de su
boca. La sensibilidad al dolor era una de las, por otro lado abundantes, desventajas
de ser un dios.
      Consideró mejor su posición y se apoyó con todo el ancho de su espalda en la
piedra. Las irregularidades de ésta masajearon sus rígidos músculos. Mientras
retorcía entre los dedos un hierbajo, decenas de voces retumbaban en su cerebro y le
atosigaban el alma. Sonidos que componían el rompecabezas de su vida.
      Oía las olas del mar al estrellarse contra los acantilados bajo la ventana de su
cuarto, el mismo donde nació, en Oileán Toraigh8.
      Oía las miradas de orgullo de Cian, su padre, mientras le enseñaba a luchar.
      Oía la cólera borbotando en su pecho cuando su padre murió y los tuatha dé, su
raza, ni siquiera le permitieron asistir al funeral por llevar en sus venas la sangre del
asesino.
      Oía las lágrimas silenciosas de su madre, incluso cuando sus ojos hacía ya
tiempo que se habían secado.
      Oía el calor chirriante de su espada al atravesar limpiamente la carne de su
propio abuelo. Podía oír aún, incluso, el sabor a sangre y polvo que inundó su boca al
retirar la hoja aflada.
      Oía las miradas de desprecio, las sonrisas ladeadas, entre aquellos a quienes
pretendía agradar. Y, cómo olvidarlo, oía también las aguas de los ríos serpenteando
a través de la hermosa Irlanda, como cuando se detenía a asearse en uno de ellos
cada mañana. Él era el único dios irlandés del panteón. Los demás habían nacido en
Escocia muchos siglos atrás, su padre entre ellos, para emigrar después a la isla
Verde. Ésa era una de las principales razones de que lo aislaran; su abigarrado ego
escocés así lo requería.
      Sin embargo, su amor por la tierra que lo había visto crecer era demasiado
fuerte como para sentirse herido por su desprecio. Aunque también tenía que
reconocer que, en las contadas ocasiones en que había visitado Escocia, siempre
acompañado de Cian, le había causado una honda impresión. Aspirar el aroma a mar
en las arenas de Morar o el fugaz equilibrio de un atardecer sobre el Old Man of Hoy,
mientras escuchaba viejas historias paternas, le habían enseñado a amar una tierra
que no era la suya y una cultura ancestral que había heredado sólo a medias.
      Si cerraba los ojos y se concentraba, podía llegar a oír el olor a lana del kilt de su
padre. Un olor a poder y fortaleza, pero también a ternura y familiaridad. Un olor al
que pertenecía. Ése era el motivo de que él hubiera decidido vestir también con kilt;
era su pequeño homenaje cotidiano.
      Podía oír muchas cosas pero, en aquel momento y lugar, había una voz que se
imponía a todas las demás. Si hacía el esfuerzo, lograba convertir el bosque de Tara
en el de Sliabh Bladhma9, donde esa voz cobraba más fuerza todavía…


     —Hola, irlandés. ¿Estás perdido?
     Lugh se sobresaltó al oír la voz melosa e incitante a su espalda. Tras él había una mujer
—o algo muy parecido— de increíble belleza, con un cuerpo alto y exquisito, de caderas
anchas, cintura diminuta y pechos abultados. Una impetuosa melena roja delineaba su etéreo
      8
       Oileán Toraigh: actual isla de Tory, en Irlanda del Norte.
      9
        Sliabh Bladhma: actual bosque de Slieve Bloom, en el sur de Irlanda. Es conocido por las
múltiples leyendas de hadas que habitan en él.


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rostro. Lucía una túnica blanca anudada a sus despampanantes caderas con una cinta azul
claro. Y también llevaba puesta otra cosa: una hambrienta mirada en sus ojos cristalinos, una
mirada que prometía días de desenfreno y noches delirantes.
       Hacía ya seis meses que Lugh había abandonado su hogar en Tory, recorriendo los
vírgenes páramos de Irlanda en busca de la oportunidad que necesitaba. Seis meses solo. Sin
una mujer hasta esta desconocida, salida de la nada junto al río An Bhearú 10 en Sliabh
Bladhma. No sabría decir qué era, pero había algo en sus ojos idéntico a la luz que desprendía
el agua del arroyo.
       —Lo cierto es que no. Sé muy bien dónde estoy. —Algo en ella le daba miedo, y, sin
embargo, no se resistía a su hechizo.
       —Sí, eso me pareció. —La extraña sonrió con picardía—. Sólo era una excusa para
hablar contigo.
       El fuego se propagó por las venas de Lugh. Tenía que ser un hada. Ninguna humana en
su sano juicio se atrevería a comportarse así.
       Bien, teniendo en cuenta que él tampoco era humano, podría decirse que eso facilitaba
las cosas.
       —¿Qué eres, exactamente? —quiso saber él.
       —Dímelo tú. —Se acercó hasta que sus alientos se tocaron—. Puedo ser lo que
necesitas, o lo que deseas. Puedo ser tu mejor recuerdo o un sueño para la eternidad. Puedo
ser lo que buscas o… puedo no serlo.
       La llama surtió el efecto deseado. La mecha se encendió, y Lugh sintió su erección como
una barrera entre los dos. Su saliva se licuó, anhelando el beso de sus labios rosados. No pudo
esperar más…


      Lugh cabeceó para recuperar el sentido de la realidad. Tara seguía siendo Tara,
él seguía estando solo, y su pasado resurgía para instalarse de nuevo en su presente.
      «Pero esta vez no lo voy a consentir», se dijo. No sabía cómo, pero tenía que
librarse de su recuerdo de una vez y para siempre.



      Uxentio no sabía jugar, Terkinos no sabía ganar, y Durato no sabía perder.
      Pero gracias a cantidades industriales de cerveza, sidra e hidromiel, los tres se
lo pasaban en grande en su choza favorita del poblado luggon: la taberna.
      Las festas del solsticio habían dejado toneles llenos en la reserva, y corría de su
cuenta que no se avinagraran. No quisiera Danu que unas provisiones tan excelentes
se echaran a perder.
      En torno a una mesa baja, los tres hombres, sentados en poyos de piedra junto a
la pared, discutían acerca de las reglas de un nuevo juego, inventado en el fragor de
la embriaguez.
      —¡Pues yo digo que las fchas han de ser alargadas!
      —El grito de Terkinos fue acompañado de un puñetazo en la mesa.
      —¡Pues yo digo que no! —chilló Uxentio.
      —¡Pues yo digo que propongas tú una idea mejor!
      —¡Pues yo digo que no tengo ninguna!
      —¡Pues yo digo que os calléis los dos! —Durato hizo valer sus dotes de líder y
se interpuso entre ambos—. Las fchas han de ser circulares, por Danu. Si las
hacemos alargadas el divino Lugh se puede molestar.
      Terkinos y Uxentio intercambiaron una mirada dubitativa y después
vociferaron a dúo.
      —¡Pues que sean circulares entonces! ¡DU-RA-TO! ¡DU-RA-TO! —Alzaron los
brazos para vitorear a su compañero de correrías.

     10
          An Bhearú: río Barrow, que atraviesa los montes de Slieve Bloom.


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      Una nueva ronda de bebidas acalló sus voceríos. A la luz del fuego que
crepitaba en el centro, sólo se oía el paso atropellado del líquido al arrastrarse por sus
gargantas para ir a recalar en el estómago. Ninguno de los tres soltó el cuerno que
hacía las veces de vaso hasta no haber absorbido la última gota.
      —¡Aaaahhhh! —Su sed saciada reverberó al unísono en el techo cónico de la
cabaña.
      Se quedaron contemplando éste un buen rato. Constituía un gran
entretenimiento, cuando se emborrachaban, seguir los trazos de la paja entrelazada.
Fue Uxentio quien rompió el silencio.
      —¿Y qué hacemos con las fchas?
      —Yo digo que les pintemos letras —propuso la cabeza pensante de Durato.
      —¡Pues yo digo que no sé leer! —protestó entonces Uxentio.
      —¡Pues yo digo que eres un idiota! —El insulto procedía de Terkinos.
      —¡Pues yo digo que tu cara se va a ver más hermosa cuando te la parta!
      —¡Pues yo digo que mi hermosa cara no la vas a tener que ver más en cuanto te
arranque los ojos!
      —¡Pues yo…! Prrrrffff…
      La discusión terminó cuando Durato, tambaleándose, enchufó un cuerno con
sidra en el interior de la boca de sus vecinos.
      De nuevo se hizo el silencio mientras las líneas rectas del techo se empecinaban
en torcerse.
      —¿Y qué hay de las normas? —sacó Terkinos a colación.
      —¡Pues yo digo que el que gane se queda con tu mujer! —ideó Uxentio.
      Terkinos lo refexionó un instante hasta que se le ocurrió el modo de mejorar la
apuesta.
      —¡No! ¡Nos quedamos con la de Durato, que tiene mejores atributos! —Se llevó
una mano al pecho riendo con descaro.
      Durato golpeó la madera una vez más.
      —¡El primero que ponga un dedo encima de mi Kara se come su gaita y mi
puño con ella!
      —¡Perfecto, porque yo no tengo!
      —¿No tienes dedos? —preguntó Uxentio extrañado—. Juraría que te estoy
viendo diez desde aquí…
      —¡No, imbécil! ¡Gaita! Claro que tengo dedos, y como no cierres la boca los vas
a ver muy de cerca…
      Desde un estrecho ventanuco, una silueta recortada sobre las estrellas meneó la
cabeza en silencio. Si los tres ejemplares más bravos del poblado luggon pasaban su
tiempo bebiendo y buscando pelea, más valía que Xesa tuviera el talento de una
diosa del Amor, porque nada los iba a salvar del hierro de Roma.
      Aquella misma mañana, Leukón había tenido unas cuantas palabras con los
astures. Por más que había tratado de infundirles el espíritu necesario para ir a la
guerra con arrojo y honor, una estrepitosa carcajada fue todo lo que obtuvo a cambio.
      —Viejo loco, ni aunque el mismísimo Viriato nos guiase podríamos hacer nada
frente al invencible ejército de Augusto. —Durato solía ser realista, pero, en esta
ocasión, su pesimismo no convenía a nadie.
      Stena, la mujer de Terkinos, le azuzó.
      —Además, ¿no enviaste ya a esa tarada de la xana a Irlanda? Déjala que se
ocupe ella.
      Su comentario despótico fue secundado por las risas despreocupadas de los
demás.
      —Márchate ya, viejo —remató su esposo—. Déjanos en paz. Si vamos a morir es
problema nuestro.
      Y así habían dado por fnalizada la asamblea.
      Leukón frunció el ceño mientras seguía espiando por el hueco. Ahora podía ver
a Durato tratando de separar a unos muy acalorados Uxentio y Terkinos. El segundo


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le había sugerido al primero que si aún seguía soltero era porque le gustaba
demasiado la fragua del herrero, y Uxentio había optado por salvaguardar su
hombría en un duelo a cabezazos.
     Así las cosas, Xesa tendría que cumplir con su misión costara lo que costase. Y
más le valía darse prisa.

                                     ***




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                                               Capítulo 4

       Una emulsión ambarina se deslizó hirviendo por los hombros, espalda y pecho
de Lugh. El color traslúcido del brebaje destelló al chocar contra los rayos de un Sol
que apenas comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. Una luz cegadora irradió de
él, convirtiéndolo en una dorada masa evanescente.
       A su lado, Aedan sopló por el orifcio de un cuerno tallado, y la masa bailoteó
en respuesta al ronco sonido. Eileen sostenía en una bandeja de oro la jarra que
contenía aquel líquido. Xesa lo identifcó como miel.
       Lugh, perdiendo parte de su esplendor, alzó los párpados cerrados al cielo
diáfano y pronunció en susurros una sola frase.
       —Teacht chun solais.11
       Sus palmas se abrieron, y elevó los brazos lentamente hasta dejarlos en línea
recta con su cuerpo. Eileen volvió a aproximarse y vació lo que quedaba en la jarra
sobre su labio inferior. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo; no era fácil
igualar los dos metros de estatura del dios.
       La miel se dividió en dos regueros que tomaron caminos diferentes. El primero
se deslizó entre sus dientes, sacudiendo su paladar y perdiéndose en su interior. El
otro resbaló por su barbilla y trazó un nítido sendero por su nuez, bajando por la piel
tersa del pecho, el vientre, y cayendo desde su ombligo a los músculos frmes bajo su
kilt, donde desapareció.
       Xesa se mordió el labio. Un calor extremo se instaló en su abdomen y ascendió
por su médula, presionando el aire de sus pulmones hasta que la vista se le nubló.
       Lugh y sus acompañantes dieron un giro de ciento ochenta grados y
continuaron el ritual de la salida del Sol hacia el otro lado. Eso le proporcionó a Xesa
una vista panorámica de su ancha y fbrosa espalda mojada por la luz. El frío siguió
al calor; el vello de sus brazos se erizó ante la sexualidad primitiva que exudaba el
cuerpo masculino, incluso en una situación que tenía tan poco de erótica como los
quehaceres diarios.
       Se había despertado temprano por primera vez en milenios —literalmente— y,
sin poder conciliar de nuevo el sueño, prefrió ir a echar una ojeada a la causa de sus
desvelos. Lo que no se había esperado es que la visita iba a tener espectáculo
incluido. Cuando llegó a Tara, los únicos seres en movimiento eran Lugh y los otros
dos que siempre estaban con él; el resto de la colina aún dormía. Los vio salir del
santuario cuando el cielo todavía estaba oscuro. Treparon a la cima del pequeño
montículo de hierba bajo el que éste se ubicaba sin percatarse de su presencia. Xesa se
escondió tras un saliente del terreno desde donde nadie la veía y ahí había
permanecido durante todo el ritual.
       El ritual. Ella nunca había visto nada semejante. Había oído hablar de él, claro, y
le picaba la curiosidad acerca de cómo sería, pero su imaginación jamás podría
alcanzar cotas tan altas. Estar presente en el momento en que el Sol, como una
enorme cometa en llamas, se elevaba en la bóveda celeste siguiendo las órdenes de
un solo hombre —o lo que fuera él— constituía una demostración sobrecogedora.
Pero más que por el Sol, por el hombre que hacía eso posible.
       Xesa abatió sus ojos de agua con tristeza. Un hombre que, como todos, no era
para ella.


     11
          Teacht chun solais: «ven a la luz», en gaélico irlandés.


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      Lugh se giró en el momento oportuno para no dejar salir su turbación. Ya era
bastante inquietante ser observado mientras llevaba a cabo el ritual como para,
además, ponerse en ridículo reconociéndolo.
      Y lo peor de todo era que, en esta ocasión, esa turbación iba acompañada de un
acuciante apetito sexual.
      Había percibido la presencia de Xesa desde el principio. La energía que él, como
Sol, despedía durante la consagración había colisionado contra un poderoso
obstáculo en su expansión. El único obstáculo, de hecho, capaz de frenar el fuego de
su sangre: el Agua. La sangre de Xesa, al igual que ella, estaba compuesta en un cien
por cien de agua dulce, y Lugh podía sentirla palpitando en sus venas, dispuesta a
engullirlo y apagarlo al menor descuido. Y, sin embargo, estaba completamente
dispuesto a entregarse para que lo hiciera. Como si ya no fuera peligrosa de por sí…
      Justo antes de dar por fnalizado el protocolo, escuchó un ligero ruido desde su
escondite. Pasos alejándose. Se marchaba. Un impulso incomprensible le obligó a
detenerla.
      —Además de dar muestra de tu mala educación, ¿querías algo?
      «Oh. Mierda —Xesa permaneció estática, con el cerebro discurriendo a mil por
hora—. Vamos, vamos, vamos, una buena excusa. Piensa, Xesa, piensa».
      —Eeeehhhh… ¿Sí?
      Lugh enarcó una ceja.
      —Y eso es…
      —Eeeehh… ¿decir hola? —tanteó ella, de lejos.
      «Mierda, ésa no». ¿Por qué siempre tenía que hablar sin pensar? El bufdo
animal de Lugh le dio a entender que por su cabeza estaba pasando algo similar.
      —¿Siempre eres así de tonta o es sólo hoy porque has dormido poco?
      —En realidad, yo siempre… ¡Eh! ¡Espera un momento! —La mente de Xesa se
fundió a blanco—. ¿Cómo sabes que hoy casi no dormí?
      El rostro bronceado de Lugh se tornó lívido, pero prefrió guardar silencio.
      —Eres tú, ¿verdad? —El tono de Xesa fue adquiriendo niveles cada vez más
coléricos—. ¡Eres tú el malnacido que todos los puñeteros días hace que suene el
despertador una hora antes! ¡Eres tú el que me despierta, maldito! ¡Voy a hacer que te
tragues todas tus bombillitas parpadeantes una a una!
      La cara de Xesa refejaba incredulidad por no haberse dado cuenta antes. Una
milésima más tarde se había abalanzado sobre un atónito Lugh, que luchó por
liberarse de su agarre. Eileen y Aedan hicieron hasta lo imposible por apartar a esa
fera de pelo fuorescente de su amo.
      —¿Quién me va a pagar las cremas antiojeras, cabrón? ¿Tú? ¡Soy una mujer! —
vociferó, aunque cuando se dio cuenta de lo que había dicho emitió un carraspeo
leve—. Bueno, o algo así… —Recordó por qué estaba enfadada y volvió a la carga
con arrojo—. ¡Soy una mujer y, como tal, necesito mis horas de sueño diarias para
mantener mi cutis radiante! ¡Esta me la pagas, traidor, junto con las cremas!
      Las manos de Xesa aferraban el cuello de Lugh y lo zarandeaban, dejándolo sin
aire. Ella continuó su perorata sin percatarse de que los ojos se le habían salido de las
órbitas y su piel parecía la de un indio apache.
      —Xes… suelta… m… tás… aho… gando… —consiguió vocalizar.
      —¡Señora! —berreó Eileen—. ¡Señora, por favor!
      Xesa hizo caso omiso a las palabras de ambos y a los manotazos de Aedan, que
trataba, aterrado, de rescatar a su amo sin salir herido él.
      La cara de Lugh ya estaba como la grana. Un profundo estremecimiento de
vengativo placer y rabiosa satisfacción recorrió a Xesa. Aquello era demasiado bueno.
Se propuso hacerlo más a menudo.
      —¡Esta colina es demasiado grande para los dos! ¡Me vas a dar ese dinero
quieras o no!
      —Xes… or… fav… tás… forrada… n… oro —escupió el dios, al borde del
colapso.


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      A punto de expulsar su último aliento, Xesa procesó sus palabras y dejó de
agitarlo.
      —Ah, es verdad —dijo, como si tal cosa, y entonces lo soltó.
      Lugh cayó al suelo jadeante y lidiando por controlar su respiración. La miró con
pánico y rencor antes de cerrar los ojos y evadirse.
      Xesa miró aturdida el lugar donde había estado segundos antes.
      —¿Adonde se fue? —preguntó a Eileen.
      La joven se esforzó en atajar sus temblores y le respondió.
      —Supongo que… al santuario…, Señora.
      Xesa inclinó su alto cuerpo sobre el hueco en el césped desde el que se podía
contemplar el interior del templo. Vio a Lugh sentado en su trono, furibundo,
mientras se amasaba los moretones del cuello y su rostro recuperaba el tono habitual.
Dándose cuenta de que se encontraba aún más lejos de su objetivo que el día anterior,
Xesa sintió que debía arreglarlo de alguna manera. Descolgó sus etéreas
extremidades por el agujero y fue a caer justo encima de los muslos de Lugh.
      —Uy, perdón.
      De hallarse en otras circunstancias, ese contacto lo habría encendido, pero en
esta ocasión… En esta ocasión, también. Sintió el calor entre sus piernas incluso antes
de que le rozara. Con la respiración entrecortada aún, no tardó en empujarla para
alejarlas, a ella y a su tentadora calidez, de su regazo.
      —¡Eh! ¿En qué demonios estás pensando? —protestó la xana al rebotar contra el
suelo.
      Lugh la contempló estupefacto desde arriba.
      —¡¿Yo?! ¡¿En qué demonios estabas pensando tú hace un rato?! Maldita loca,
casi me matas…
      —Eres un dios, imbécil, nadie puede matarte —rezongó ella.
      Por una vez, Lugh tuvo que cerrar el pico. En eso tenía razón. Pero su
inmortalidad no era justifcación sufciente para lo que acababa de hacer.
      —¿Sabes qué? Que te voy a dar tu asqueroso dinero, pero para que te vacunes
contra la rabia.
      —¿Bajo hasta aquí a pedirte perdón y encima me insultas? ¡No soy yo quien
pasó los últimos doscientos años despertándote sólo para fastidiar!
      También en eso estaba en lo cierto. Maldición, se quedaba sin argumentos. Lugh
se recostó sobre el respaldo de su trono adornado con espirales forjadas en oro.
      Xesa percibió su agotamiento y disimuló una sonrisa. Fantástico. Ésa era la
oportunidad que estaba esperando…
      —Mira, sé que empezamos con mal pie —comenzó—, pero no creo que sea
nada tan grave que no se pueda solucionar. Déjame recompensarte, por favor…
      Era tan grande la sinceridad que traslucían sus palabras y tan hermoso su rostro
cuando lo miraba con dulzura, que Lugh deseó por un momento poder confar en
ella. Aunque siguiese igual de chalada, aunque se hubiera burlado de él en el pasado,
aunque hubiera estado a punto de dejarlo inconsciente esa misma mañana, por una
vez quería saber lo que se sentía al abandonarse a otra persona. Guardó silencio y
cerró los ojos como signo de rendición.
      Antes de que pudiera retractarse de sus actos, los dedos suaves de Xesa estaban
en su cuello, acariciando y masajeando las zonas donde se habían clavado sus garras
previamente. Su voz le arrulló con suavidad.
      —Ya sabes que las xanas disponemos de muchos recursos para lograr que nos
sigan aquellos a quienes perseguimos. Y no todos son los que estás pensando. —
Lugh la sintió sonreír mientras hablaba—. Ni tampoco empleando nuestra fuerza
bruta. —Sus labios se curvaron aún más y forzó a Lugh a reír también, recordando
como algo caduco y sin importancia el episodio anterior.
      El ambiente húmedo dentro del santuario se volvía cálido con las manos
femeninas sobre su cuello. Sentía cómo los cardenales desaparecían despacio en su
piel, y, aunque tenía los ojos cerrados, le pareció que las paredes de piedra se volvían


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gelatinosas y la habitación se estrechaba.
      Un sopor placentero lo inundó. Su cerebro comenzó a trabajar con menor
rapidez sin que pudiese hacer nada para remediarlo. No mientras los dedos de Xesa
siguieran ocupados en mimarlo. Percibió cómo todos los músculos de su cuerpo se
relajaban y caldeaban, dejándolo indefenso frente a su seducción.
      Se reclinó hacia atrás todavía más cuando la mano derecha de ella inició un
recorrido más allá de las cervicales. Podía sentir su presencia tras él, con su cuerpo
pegándose al suyo poco a poco, a medida que su mano descendía por la lampiña piel
de su pecho.
      La relajación se convirtió en tensión cuando la otra mano siguió a la primera y
ambas se encontraron en las líneas cruzadas de sus abdominales, que rozaron con
sutileza.
      La cabeza de Lugh dio vueltas, y su sangre empezó a cabalgar descontrolada.
La mano izquierda viajó hasta el ombligo. Lo presionó con una punción de las
yemas, provocando el primer tirón de su miembro bajo el kilt. La otra mano ascendió
con lentitud y arañó el pezón con la uña. Un gemido ronco se ahogó en su garganta.
      Las manos siguieron recorriendo su piel. El autodominio de Lugh se hizo
añicos. Cuando Xesa lo vio separar las piernas en un gesto de abandono absoluto, sus
sentidos cantaron victoria. Inclinó su rostro sobre el del dios, dejando los labios a la
altura de sus párpados. Lugh gruñó cuando su aliento le revolvió las pestañas; su
respiración turbulenta rogó por un beso, un beso igual de delirante que aquel que le
diese doscientos años atrás…
      Se puso en pie presuroso y apartó las manos mágicas de su cuerpo. La miró, con
ojos borrosos de pasión, sólo un instante antes de alejarse a grandes zancadas y salir
por la puerta. Sabía que si la miraba demasiado se perdería en sus ojos, y entonces
ningún recuerdo del ayer sería capaz de ahuyentarlo.
      Xesa se quedó con la vista perdida en el vacío que él dejó. Sus manos seguían en
el aire, a medio camino del lugar donde querían estar y que, para su desgracia,
acababa de salir corriendo. Le hubiera gustado maldecir por haber estado tan cerca
de lograr su propósito y dejarlo escapar, pero acabó maldiciendo por haberse
quedado tan excitada como él.
      Trató de recuperar el equilibrio en la maraña de sensaciones que la ofuscaron,
hasta que oyó una voz en su cabeza pidiendo permiso para comunicarse con ella. Era
Leukón.
      «—¿Qué quieres ahora, Gran Sabio?
      »—¿Nos tienes ya alguna noticia?
      »Farfulló antes de contestar.
      »—Aún no.
      »—Debes darte prisa, Xesa. Recuerda que tenemos poco tiempo.
      »—Oye, hago lo que puedo, ¿vale?
      »—Dependemos de ti, no lo olvides».
      La comunicación se cortó, y la fortaleza de Xesa se vino abajo. Se sentó en el
suelo, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza entre las palmas. La supervivencia
de todo un pueblo y, lo que era más importante, su propio pelo, estaban en sus
manos. Y ella acababa de tirar por la borda la oportunidad más favorable de todas
cuantas se le habían presentado. Estupendo.



     —Tiene que irse de aquí, Nuada. Cuanto antes.
     —Lo siento, Lugh. Ella tiene tanto derecho a estar aquí como tú y como yo. Es
una de nosotros. No puedo hacer nada.
     Lugh frunció el ceño. Dejó caer los puños sobre la mesa de marfl con
incrustaciones. No era ésa la respuesta que esperaba escuchar cuando acudió al
palacio de su rey a pedirle ayuda. El cándido de Nuada lo había recibido con los


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  • 3. […] y tenía un encanto que no era ciertamente humano o divino, más bien quizá como si me hubiera enamorado de una diosa. J. M. Synge Ve, recoge junto al mar rumoroso una concha que guarda ecos. Ante sus labios narra tu historia, y éstos serán tu consuelo. W. B. Yeats -3-
  • 4. ÍNDICE Presentación............................................................................... 5 Prólogo........................................................................................6 Capítulo 1................................................................................... 9 Capítulo 2................................................................................. 19 Capítulo 3................................................................................. 24 Capítulo 4................................................................................. 30 Capítulo 5................................................................................. 36 Capítulo 6................................................................................. 42 Capítulo 7................................................................................. 47 Capítulo 8................................................................................. 55 Capítulo 9................................................................................. 63 Capítulo 10............................................................................... 71 Capítulo 11............................................................................... 81 Capítulo 12............................................................................... 89 Capítulo 13............................................................................. 100 Capítulo 14..............................................................................111 Capítulo 15..............................................................................117 Capítulo 16............................................................................. 130 Capítulo 17............................................................................. 139 Capítulo 18............................................................................. 148 Capítulo 19............................................................................. 158 Capítulo 20............................................................................. 160 Capítulo 21............................................................................. 165 Capítulo 22............................................................................. 172 Capítulo 23............................................................................. 177 Epílogo....................................................................................186 Nota de la autora................................................................... 189 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA.......................................................190 -4-
  • 5. ÉRIKA GAEL FÁERY Presentación Faery es el mundo de las hadas. Viajaremos desde la época actual al año 25 a. C., a un asentamiento luggon, al norte de Hispania, para encontrarnos con Xesa, un hada de Agua vivaz, impetuosa y seductora, y Lugh, un dios Sol arrogante, terco y fascinante. Ella ha jurado no volver a encapricharse con ningún hombre. Él arrastra el estigma de haber nacido mestizo de dos razas, los formoré y los tuatha dé danaan, y el rencor hacia Xesa por la humillación sufrida siglos atrás. Pero ella deberá convencerle de que salve a su pueblo de las hordas romanas. Os preguntaréis: ¿qué es lo que estoy leyendo? Pues ni más ni menos que una historia romántica distinta, insólita. Tan fabulosa, que os asombrará. Érika Gael nos sumerge, con su escritura fuida, personal, refrescante, divertida y maliciosa, en un mundo de criaturas mágicas y dioses mitológicos donde el Amor, con mayúsculas, pone la guinda a una prodigiosa historia. Esta autora conquista la completa atención de un lector, totalmente subyugado, que se siente incapaz de abandonar la sonrisa hasta fnalizar la novela. Ternura, diálogos hilarantes, una declaración de amor espléndida y soberbias escenas eróticas pinceladas con un cuidado y una maestría insuperables, son las cartas de presentación de Érika Gael. Todo un hallazgo de escritora. Una novela imposible de arrinconar. NIEVES HIDALGO -5-
  • 6. ÉRIKA GAEL FÁERY Prólogo Asentamiento luggon, Astura (norte de Hispania), 25 a. C. Un día antes del solsticio de verano El Sol, reluciente e indómito, se colaba a través de las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba en una caricia reptante sobre la tierra húmeda. El Sol, espléndido y salvaje, iluminaba los pasos fotantes de un muchacho con pies de aire que emergió entre la espesura. Se acercó decidido a Leukón, el druida, y, forzándole a inclinarse, susurró algo en su oído. Luego, se evaporó. El anciano se mesó las barbas mientras las palabras del mensajero iban calando en su interior. Su rostro no delataba emociones, como si esperara esas noticias desde largo tiempo atrás. Y así era. Alzó de nuevo la mirada con serenidad y se dirigió a los demás miembros del Consejo. Ausa, Bodo y Cado, el trío de cabellos grises, contenían el aliento frente a él. —Ya ha desembarcado. Viene de camino. Tres jadeos escaparon de sus bocas y se elevaron al cielo. Leukón prosiguió: —Si nuestros cálculos son correctos, llegará a tierras cántabras pasado mañana. Para los primeros días del mes del acebo, como muy tarde, estará aquí. Ausa, el vértice principal del triángulo, protestó. —No nos queda tiempo. Los romanos se mueven deprisa y nosotros ni siquiera tenemos un ejército. Miró a sus compañeros, quienes asintieron con la cabeza gacha y en silencio. —Sólo podemos esperar y prepararnos para la caída —agregó Cado, el del pelo largo, con pesimismo. —Estamos perdidos —sentenció Bodo. Acto seguido se inició una discusión entre ellos acerca de la forma más honorable de morir. Leukón los dejó debatir con paciencia. Durante un buen rato, no se oyó otra cosa en el bosque que no fueran las agudas voces, teñidas de desesperación, de los tres hombres. Hasta que el más sabio sostuvo una palma arrugada ante ellos y exigió silencio. —Aún no todo está perdido —murmuró. —Ah, ¿no? —Ausa envió una sonrisa sarcástica a su líder—. Nuestros pueblos llevan siglos resistiendo los envites de Roma. Los ánimos están alicaídos, y nuestra gente, agotada. Para colmo, hace cuatro años Augusto decidió darnos el golpe maestro e inició una cruenta guerra cuyo único fn es vernos destruidos. Todos los pueblos que se han enfrentado a él han sido derrotados, humillados y esclavizados. Ahora vienes tú a informarnos de su nuevo ataque, uno que se producirá en menos de dos semanas, ¿y aún piensas que tenemos posibilidad de sobrevivir? Porque déjame decirte una cosa, Gran Sabio: prefero rebanar mi garganta con mi propia espada antes que ver cómo me vencen esos relamidos del sur. Bodo y Cado prorrumpieron en aplausos y alabanzas ante el discurso encendido de su compañero. Ausa se prestó a su juego; las palmaditas en la espalda no hacían sino alimentar sus ínfulas de gloria. Leukón, por su parte, sopesó para sí la información a la que sólo él tenía acceso. Si tan sólo le escucharan… —He tenido una visión. La cháchara animada de los consejeros se cortó con brusquedad. Los tres sabían que las visiones del druida luggon nunca habían fallado, y este asunto revestía la -6-
  • 7. ÉRIKA GAEL FÁERY gravedad sufciente como para no pasar por alto una de ellas. —Hay una posibilidad —Leukón continuó con calma—. Si conseguimos el apoyo del dios Sol para la batalla, la victoria estará de nuestro lado. Tres pares de ojos se posaron sobre él, incrédulos. Bodo fue el primero en pronunciarse respecto a esa nueva información. —¿Del dios Sol? ¿De Lugh? —Así es. Como todos sabéis, su mecenazgo ha hecho posible la gracia de los demás dioses sobre nuestro pueblo, y sus mañas en la guerra son de sobra conocidas. —Al igual que su arrogancia —bufó Ausa. —Y su severidad —añadió Cado. —Y, sin ninguna duda, su carencia absoluta de dotes para las relaciones interpersonales —puntualizó Bodo. —Aún recuerdo la cara de estupefacción que arrastraba Pintio, el recolector, cuando quiso solicitar bendiciones para su cosecha. Lo único que consiguió fue que el déspota le bramase en las narices. —Había sido Cado, precisamente, quien había estado con el luggon en esa ocasión, en el mismo claro del bosque donde se hallaban ahora y que los luggones consideraban sagrado. —Por no hablar del desplante del último Lughnasadh, cuando ni siquiera se molestó en hacer acto de presencia. Es un amargado. —Bodo se encargaba de los preparativos, cada verano, de la festa de las cosechas. —En conclusión —confrmó Ausa—: conseguir que él nos ayude es como pretender que la mismísima Danu 1 se materialice aquí, ahora, y nos ceda sus poderes. Nadie en Tara lo aprecia, y no creo que debamos esperar ninguna generosidad de su parte. Leukón levantó los ojos y miró al cielo, formulando una plegaria. —Mi visión era muy clara. Tenemos que ganarnos su colaboración. Es eso o… el fn. Las palabras se derramaron sobre ellos con toda su crudeza, y sus corazones dieron un vuelco. Ausa se pasó las manos por sus cortos y grises cabellos, mientras la rendición asomaba a sus pupilas. —Está bien —concedió—. Y, según tú, ¿quién será el afortunado que se encargue de tan ardua misión? —Ese dato no aparecía en mi visión. —Oh, fantástico. —Ausa se palmeó el muslo con irritación. —Pero debemos pensar con sabiduría y no dejarnos arrastrar por la desesperanza. —Y tú puedes meterte tu flosofía trascendentalista por donde te quepa, viejo. Ausa notó las manos de sus compañeros clavándose en sus brazos, en un intento por impedir que la conversación pasase a mayores. Los oyó cuchichear con desaprobación a su espalda. El druida suspiró resignado. Demasiados años de rivalidad con Ausa le habían enseñado a no tomarse a mal sus galanterías, fruto de la pasión mutua que se profesaban. —Que no haya podido atisbar nada en mi visión no quiere decir que no haya tratado de buscar una solución. —¿Y la has obtenido? Deja que responda por ti: no. —Ausa paseó indignado de un lado a otro—. Nadie va a aceptar una propuesta así, y lo sabes. Leukón aspiró con lentitud antes de emitir su veredicto fnal. —Entonces, tal vez debamos proponérselo a alguien que no pueda decir «no». El Sol, brillante y rebelde, se ocultó tras una nube. Comenzaba a aburrirse de tantas tonterías. Nunca —y cuando decía nunca, quería decir jamás— cedería a sus estúpidos deseos. A esas alturas ya deberían saberlo. Mientras tanto, sonrió para sí, pasaría un buen rato sacando de quicio al emisario, del cual ni él mismo conocía la 1 Danu: diosa madre de la mitología irlandesa, de la que procedían los tuatha dé danaan. -7-
  • 8. ÉRIKA GAEL FÁERY identidad. Pero aún quedaba mucho para eso… El Sol se levantó de su trono de oro. No había medicina mejor contra el tedio que dedicarse, con malsano entusiasmo, al que había llegado a convertirse, durante los últimos doscientos años, en su más devoto placer. Ya era hora de hacer sonar el despertador… *** -8-
  • 9. ÉRIKA GAEL FÁERY Capítulo 1 Lugones (Asturias), 1978 Dos noches después del solsticio de verano —Esta vez sí que la hiciste buena. La voz de la rubia Agnetha lanzaba los últimos gorgoritos de Dancing Queen en los altavoces. En la pista de baile, Xesa dio un bote casi imperceptible cuando esa otra voz, mucho menos dulce y mucho más molesta, comenzó a increpar junto a su oído izquierdo. Aprovechó un cambio de los focos para hacer una pirueta perfecta y espantar a la voz con disimulo. «No pasa nada», pensó, y siguió meneando las caderas. Nada de nada. —¡Xesa! La voz se estaba volviendo particularmente indolente en los últimos tiempos. Iba a tener que ajustar cuentas con ella. Pronto. En cuanto terminara la noche, de hecho. Pero, hasta entonces, la pista era suya. «¿Bailan las xanas?», 2 le había preguntado una niña, junto al arroyo, pocos días antes. Las demás xanas no lo sabía, pero ella… era la reina del baile; las luces psicodélicas y el Martini, su corte. —Xesa, ¿me oyes? Te la cargaste, guapa. La pifaste. Te pillaron. ¿Te estás enterando? —Adoro esta década, ¿tú no? —respondió ella a gritos, tratando de hacerse oír por encima de los berridos de The Trammps y su Disco Inferno. Si los que movían el esqueleto a su alrededor comenzaron a cuestionarse entonces su estado mental, poco le importó. Al fn y al cabo, llamar la atención allí donde fuese era su especialidad, y esa noche no había dejado de hacerlo desde que pisó el Studio. Sonrió. Después de todo, eso no era nada que un coqueto guiño y un prometedor aleteo de pestañas no pudieran arreglar. Por el momento, sentir el humo de la nicotina junto a su cara, el sabor envolvente del alcohol en su paladar y las consecuencias del calor y la danza resbalando sinuosas por su nuca era sufciente. Sí, esa noche era una gran noche. A su lado, Quelo suspiró. Si al menos algún día lo escuchase… Pero mientras él fuera invisible y hubiese un reproductor de música disco cerca, sabía que ella se aferraría al primer clavo que encontrase —frío o ardiendo— para no hacerlo. Y tampoco era muy aconsejable para él materializarse en ese preciso instante. No mientras siguiese rodeado de fojos y tentadores escotes, brazos desnudos y vertiginosas minifaldas. Sin duda alguna, no era el mejor lugar para poner a prueba su capacidad de autocontrol… Aunque algo tenía que hacer. Algo tenía que haber a lo que esa irresponsable, intrigante y despreocupada juerguista hiciese caso. —Burn, baby, burn! —se la oía graznar, desafnando y dando vueltas en solitario. Quelo no se quería ni imaginar con qué había sobornado al pinchadiscos —en realidad sí que se lo imaginaba, y muy bien— para que sólo pusiese sus canciones favoritas, una tras otra. Si después de Disco Inferno sonaba Rasputín, gritaría. Y entonces, además, la habría perdido. La bola de espejo giró en el techo. Durante una fracción de segundo, su refejo centelleante se topó con otro destello, uno casi radiactivo, que él conocía demasiado 2 Xanas: siguiendo la mitología céltica de Asturias, hadas de gran belleza y poder de seducción que habitan en las fuentes y remansos de agua dulce. -9-
  • 10. ÉRIKA GAEL FÁERY bien. Una sonrisa perversa tironeó en las comisuras de sus labios. Perfecto. Ahí estaba su señal. Quelo bostezó con teatralidad. —De acuerdo, ya lo pillo. Me voy a casa y te dejo en paz. Es eso lo que quieres, ¿no? —¡Vale! —chilló Xesa, feliz. Quelo se volvió antes de desaparecer. Desaparecer más de lo que su estado transparente permitía, claro. —Sólo una cosa: deberías hacer algo con tu pelo. Ese color butano es un espanto. Cada vez resulta más ridículo. Sólo un ligero puf y… se esfumó. Ahora sí. Del todo. La mujer —o lo que quiera que ella fuera— detuvo en seco su coreografía atropellada. Al hacerlo, se llevó por delante a más de la mitad de los bailarines, que cayeron como fchas de dominó en un tumultuoso enredo. De entre los que tuvieron la fortuna de apartarse a tiempo, ninguno ignoró la violenta marejada de rabia que desprendía aquella fgura de metro ochenta de estatura, fascinante y enigmática. Desde el tropel del suelo empezaron a llegar los primeros quejidos lastimeros. A disgusto de Xesa, el pinchadiscos tuvo que rebajar el volumen de la música para que se les oyera. En un segundo, el caos se había apoderado de la pista. Las novias trataban de ayudar a sus novios a ponerse en pie, los amigos a sus amigas y los desemparejados al primero que se pusiera a tiro. Los camareros se apresuraron a llamar a las ambulancias en medio del alboroto y la confusión. Sólo una persona, sólo ella, permaneció frme en su sitio. Se había quedado congelada con la boca abierta y los ojos entrecerrados, como una estatua de hielo coloreada con pintura de dedos. Su vestido gipsy de diseño exclusivo se ceñía en torno a ella, marcando todas y cada una de sus exuberantes curvas. Sus botas altas de charol blanco añadían otros buenos diez centímetros de altura a su ya de por sí imponente silueta. Y en cuanto a su pelo… Coronada por una coleta con tupé delantero de color naranja fosforito, su pelo era cualquier cosa, excepto humano. Se había quedado petrifcada mirando un punto fjo. La salida de emergencia. Eso no era extraño en sí mismo. Lo extraño era que por aquella puerta no había salido nadie en toda la noche. Al menos, no alguien visible. No obstante, la multitud que la rodeaba estaba lo bastante ofuscada como para no percatarse de ese detalle en particular. En el otro extremo de la sala, Quelo se carcajeó desde su escondite privilegiado en la cubitera de hielo —no, tras la cubitera no. En la cubitera—. Tenía que reconocer que era magnífca cuando la sacaban de sus casillas… —Tú… —La voz iracunda de Xesa resonó por encima del pánico de los heridos, por encima de los gritos de quienes habían salido indemnes, e incluso por encima (y esto sí que era difícil) de los primeros acordes de Rasputín. Quelo se quedó demasiado paralizado ante su reacción como para gritar y echarle en cara su mal gusto musical. Ella prosiguió. —Pequeño monstruo del inferno. Migraña incansable. Liliputiense descerebrado expulsado de su patria. Si tienes lo que hay que tener, te veo en el cuarto de baño en… —echó una breve ojeada al reloj sin pila de su muñeca— ¡tres minutos! Se abrió paso a empujones a través del tornado que ella misma había desencadenado. Agarrando con frmeza su Dry Martini, se alejó en dirección a los aseos con un coletazo de su pelo naranja. —There lived a certain man in Russia long ago… —se la oía tararear. Quelo le echó un rápido vistazo a la única persona humana que no se había dejado llevar por el caos en el local. El pinchadiscos. En ese momento, contemplaba - 10 -
  • 11. ÉRIKA GAEL FÁERY la espalda cada vez más lejana de Xesa con abnegada adoración. Tras su partida, Quelo observaba el panorama de destrucción que el huracán Xesa había dejado a su paso. Las sirenas de las ambulancias —no había ningún herido de gravedad, esos lugonenses eran unos hipocondríacos— comenzaban a oírse al enflar la Avenida de Oviedo. Un coche de policía aparcó frente a la puerta; de él descendió un agente con un parte de incidencias hacia el cual corrieron un par de camareros. Hipocondríacos y exagerados. Despilfarró el primero de los minutos en despachar a gusto las carcajadas descontroladas que le cosquilleaban en el estómago. El segundo minuto se le fue, íntegro, en su lucha frenética por escapar del fondo de la cubitera. Con tanta risa, había ido resbalando por la superfcie de metal, y ahora el agua sucia de los últimos cubitos amenazaba con taponar sus vías respiratorias. Para cuando pudo ser una criatura libre otra vez, tan sólo disponía de cuarenta segundos para acudir a la cita. Minipunto para él si conseguía llegar a tiempo. Burlarse del pelo de Xesa signifcaba poner en riesgo la propia entereza física. Burlarse de su pelo y, encima, jugar con su paciencia, era frmar una condena a muerte. Desplegó sus empapadas y picudas alas blancas, y una lluvia de diminutas gotas de agua se evaporó en el aire antes de tomar tierra. Tomando impulso, revoloteó con energía entre los focos de colores y las esferas refectantes. Trataba, en vano, de encontrar a través de la neblina el camino hacia el aseo. Con tantas cabezas y tanto alboroto resultaba imposible, y él no se había molestado en buscarlo antes. Ni que fuera a necesitarlo… Se apoyó en un cable colgante y asomó la crisma en busca de su objetivo. A los de su especie no les hacía falta ir al baño. Los de su especie no estaban sujetos a cambios fsiológicos, al igual que sus estómagos no rugían ante la ausencia de comida sólida ni sus entrepiernas gruñían cada vez que se topaban con una hembra. El era un ventolín,3 y los ventolines eran como los ángeles. No tenían sexo —en teoría —, ni hambre —en teoría—, ni responsabilidades adultas —en teoría—. Sin embargo, por alguna extraña broma del destino, aquí estaba él, con la sangre acumulada en sus partes íntimas y las tripas suplicando por un buen solomillo a la brasa. Pero lo peor de todo no era eso. Lo peor de todo era estar obligado a hacerse cargo, cual padre abnegado, de la criatura desastrosa que aguardaba tras la pared. Eran demasiadas preocupaciones para veinte centímetros de estatura y un cuerpo y un rostro de niño. Sus bucles negros perlados de sudor se le adhirieron al rostro. Quelo los apartó de un manotazo para continuar la búsqueda. Sus pestañas iridiscentes se separaron al descubrir el dibujo de un monigote con falda, mostrando el brillo de sus ojos oscuros. Cuando llegó a la meta, un aluvión de apetitosas jovencitas salía en avalancha del interior, alertadas por el sonido desquiciante de las sirenas. Quelo aprovechó la ranura de la puerta para colarse dentro. Era la primera vez que se infltraba en el baño de las damas y no sabía qué esperaba encontrar, pero sin duda lo que vio le decepcionó. Paredes de azulejo repletas de corazones atravesados por fechas y nombres. Puertas de madera con más muescas que la pistola de un mañoso. Un espejo ahumado con las esquinas rotas. Un lavabo con el desagüe atascado desde el año de la polca. Olor a desinfectante. Puaj. —¿Xesa? —gritó, pasando por delante de todas las cabinas. —Aquí. —Un rezongo le llegó de la última de ellas. 3 Ventolín: según la mitología asturiana de origen celta, pequeño genio con alas que representa la brisa marina y acompaña a las xanas. - 11 -
  • 12. ÉRIKA GAEL FÁERY Xesa abrió el pestillo desde dentro. En cuanto él lo volvió a cerrar, cruzó los brazos y taconeó con vehemencia sobre las baldosas. —¿Dónde estás? —le chilló al aire. Quelo se rió de ella y de su enfado, y fue su ímpetu el que lo traicionó. Xesa oyó la risa sobre su hombro derecho y sopló con furia en su dirección, volviéndolo visible. A Quelo se le apagó la diversión. Sólo la brisa lo volvía vulnerable, la misma que le daba la vida. —Chúpate ésa, pigmeo. ¡Oh, qué mono! —se burló—. ¡Si hasta viene con pantalones de campana! —Sólo por si acaso —aclaró él—. Nunca sabes en qué momento alguien va a suspirar sobre ti y dejarte en bolas. —Sí, claro. Y en ese caso, el que lleves pantalones de campana va a hacer que los demás pasen por alto tu peculiar tamaño y ese par de alas que te salen de la espalda. Xesa le sacó la lengua. Tenía el rostro crispado, y Quelo sabía que a su paciencia le faltaba poco para estallar. No se equivocaba. —Acabas de interrumpir a Boney M. Al gran Boney M —recalcó Xesa con un siseo—. Espero que tengas una buena razón para ello. —Y tú acabas de desatar un tsunami ahí fuera. Creo que estamos en paz. —¿Y te atreves a compararlo? —Tienes razón. Es un sacrilegio interrumpir a Boney M. Lo que hay que hacer es quemar todos sus discos. ¿Por qué no pides I will survive? Seguro que toda esa gente contusionada agradecería tu apoyo incondicional. Xesa le miró con cara de haber sido ultrajada de la forma más vil y rastrera posible. —Estamos en junio. Las cejas oscuras de Quelo se alzaron interrogantes. —En junio de 1978 —especifcó ella. —Ya, ¿y? —Pues que I will survive no saltará a la fama hasta dentro de cuatro meses. Lo dijo como quien afrma que Colón descubrió América en 1492. Para Xesa, la música disco debía ser una asignatura obligatoria en todos los centros educativos, así como tema de debate en congresos y seminarios. Quelo meneó la cabeza ante tal derroche de cultura popular. —No me puedo creer que los dioses me hayan asignado a alguien como tú — lloriqueó—. Con todas las xanas y ventolines que hay en el mundo, me tiene que tocar a mí la más cabeza hueca de todas… Xesa bufó. —¿Me vas a decir de una vez por qué estás aquí y, sobre todo, quién te crees que eres para interrumpir a Boney M? —Con respecto a lo segundo, ya sabes quién soy. Tu Pepito Grillo, nena. El guardián que los dioses, sólo ellos saben por qué, te enviaron para que dejes de columpiarte en las normas. Y en cuanto a lo primero, no me puedo creer que no sepas la respuesta… —Pues no, no la sé… —Xesa apartó la vista y elevó el mentón con terquedad. Por Danu, la detestaba cuando le vencía la vena caprichosa. —¿Te dice algo el nombre de Mila? Los párpados femeninos se contrajeron de forma refeja. —No, no me dice nada —balbució. —Bien, entonces déjame refrescarte la memoria: Mila es una xana. La xana que vive a las afueras de Beloncio. Ya sabes, el pueblo de al lado. ¿Vamos bien hasta aquí? —El taconeo de Xesa se aceleró. Era demasiado pronto para que la cazaran, maldición. Si tan sólo hacía dos noches que…—. Hace dos noches, en el solsticio, como toda xana viviente, Mila tenía en sus manos un carrete de hilo de oro, su billete - 12 -
  • 13. ÉRIKA GAEL FÁERY para la libertad. La mitad de los hombres en el pueblo estaban locos por tirar de él y convertir en humana a esa dulce y angelical criatura de cabellos dorados. Ya sabes, uno de esos estúpidos rituales de magia del solsticio… —Sí, ya sé, ya sé —refunfuñó ella—. ¿Adonde quieres llegar? —A que nada hacía presagiar… —Quelo estaba disfrutando de lo lindo. Apuntó con un dedo como un maestro de escuela cascarrabias—… que cuando el más apuesto de la región diera un pequeño e inofensivo tironcito al hilo, éste iba a romperse y la pobre Mila iba a morder el fango. ¿Qué te parece? Condenada a su existencia al menos durante cien años más. Una historia triste, ¿verdad? —Sí, qué pena. —Xesa pronunció las palabras tan bajito que el ventolín tuvo que empujarse hacia arriba con las alas para oírla. —Sí, una verdadera lástima. Es increíble de lo que son capaces algunas personas… Xesa enarcó una ceja y parpadeó con aire inocente. —¿A qué te referes? —A que alguien entró a escondidas en su casa y cambió el carrete de oro por uno de tergal. Quelo la observó con intención. Ella se giró para evitar su mirada. —Yo no fui. Fue su obstinación lo que logró sacarlo de quicio. Era terca como una muía, maldita sea. —¡¿En qué demonios estabas pensando?! ¡¿Sabes la que armaste?! Ella se dio la vuelta de nuevo, enfadada. Era cuestión de tiempo que alguien ahí fuera escuchara su conversación e hiciese saltar las alarmas. Claro, eso en el supuesto de que, más allá del baño, quedase alguien que no estuviese al borde de un brote neurótico. —Cállate, Quelo, nos van a oír. —Le tapó la boca con una mano y acabó por aprisionarlo contra los azulejos—. Además, no tienen ninguna prueba. —No la tendrían si no hubieras sido tan lela como para utilizar hilo de color naranja. Maldita sea, Xesa, ¿es que no escarmientas? Por encima de la vergüenza o el sentimiento de culpa esperables, la cara de Xesa resplandeció. —¿A que fue buena? Tienes que reconocerlo, pigmeo, esta vez me superé a mí misma. —Comenzó a parlotear acerca de cómo había llevado a cabo, con valentía y astucia, su última trastada. Quelo meneó la cabeza. —Y todavía tienes el valor de pavonearte… —suspiró con resignación—. El Consejo quiere verte. —Sí, eso ya lo dijiste. —Cierto. Lo que no te dije es que esta vez no se van a conformar con un castigo simple. Ahora sí que te la cargaste de verdad. La sonrisa de ella se congeló. —Oh. Mierda. —Sí, eso estaba pensando yo también. La casa subacuática de Xesa era como su dueña: un galimatías caótico e incoherente. Quelo y ella llegaron a orillas de la charca con las primeras luces del día. Al igual que contaban los mitos, la vivienda estaba en el fondo, más allá de una fna película cristalina. Las fuerzas mágicas empujaban ésta hacia la superfcie, dejando una cámara de aire bajo ella y contraviniendo las leyes de la gravedad. Sólo Xesa y las demás criaturas sobrenaturales de su raza tenían acceso al interior; a los humanos les estaba vedado. No sería la primera vez que se diese de bruces con un vidrio - 13 -
  • 14. ÉRIKA GAEL FÁERY irrompible algún osado nadador. Cuando entraron, sus ropas se secaron casi al instante, y el charco a sus pies desapareció con igual rapidez. Quelo entrecerró los ojos con una mueca; aún no estaba acostumbrado a la luminiscencia de aquel lugar, donde cada partícula visible era de oro. Paredes, muebles, espejos, utensilios… Todo refulgía. Y muebles, espejos y utensilios estaban revolcados por el suelo arenoso en absoluto desorden. Sólo una extraña pila de gruesos libros permanecía intacta en un rincón, limpia y ordenada como un altar de veneración. —¿Para cuándo una buena limpieza aquí? —ironizó Quelo. Xesa se sentó en un taburete y bajó la cremallera de sus botas. —¿Para qué? A mí me gusta así. Y era verdad. Tan sólo ella era capaz de ver armonía en aquel cuadro de Escher. Se puso en pie con determinación y buscó un espejo —tenía una veintena en su colección— bajo la cama, oculto por una tonelada de ropas revueltas. Se contempló en él un segundo, antes de chasquear la lengua. —Era un bonito peinado. Una lástima que me lo tenga que quitar tan pronto. Antes de que hubiese terminado de hablar, el lazo que sujetaba su pelo se soltó. Una mata de frondosos cabellos fuorescentes cayó en ondas hasta el fnal de su espalda. Al mismo tiempo, un par de lentillas oscuras salieron volando de sus ojos y se desintegraron en el aire. La máscara de pestañas negra se derritió, formando un riachuelo de gotas opacas que desapareció también antes de alcanzar la barbilla. El magnífco atuendo gipsy se transformó en una larga túnica blanquecina, ajustada a sus caderas con una cinta azul claro. Tomó el espejo de nuevo y el refejo le devolvió su verdadera imagen: la de una mujer —o lo que fuese— de belleza extraordinaria, casi irreal, con rostro pálido y aflado y pómulos prominentes. Sus labios eran pequeños y carnosos, sombreados por una nariz estrecha y recta. El marco dorado del espejo lanzaba destellos sobre sus mechones naranjas. Pero, sin duda, su centro de poder eran los ojos. Ojos de iris ilimitado cuyo color azul casi transparente se entremezclaba con el blanco. Eran como dos joyas relumbrantes e inabarcables protegidas por largas cortinas de pestañas nacaradas como la espuma de las olas, la marca distintiva de su raza, los tuatha dé danaan. Xesa suspiró. —¿Cómo crees que me veré a partir de mañana? —Toqueteó su pelo con abatimiento. Quelo le dirigió una mirada compasiva por primera vez esa noche. —No creo que se trate de tu pelo, Xes. Esta vez no se van a conformar con eso. Se acercó a ella revoloteando y acarició las raíces de sus cabellos. —Lo siento —añadió. —No, no lo hagas. Yo me lo busqué. Xesa sacudió la cabeza, como si así expulsara de su mente pensamientos que la atormentaban. Se dio la vuelta y dejó caer el espejo a un lado. —Supongo que ya estoy lista. ¿En qué año te pidió el Consejo que nos encontráramos? —25 a. C. La tez de Xesa se tornó lívida. —¿Tengo que retroceder dos mil años? ¿Por qué todo me pasa a mí? —Se llevó las manos a la frente y dejó caer el peso sobre ellas en señal de derrota—. En esa época no había rímel, ni Martini… ¡Ni siquiera había cuartos de baño, por Danu! ¿Es que eso no les parece ya sufciente castigo? El ventolín rió para sí. Ella era exasperante, es cierto. Irreverente, inconsciente, insensata…, ¡oh, vale! Todo un diamante en bruto —más por lo de bruto que por lo de diamante—. Pero nunca se aburría en su presencia. A veces refexionaba acerca de cómo sería su vida si los dioses no le hubieran puesto a esa impertinente quejica en el camino, y entonces un ramalazo de protección lo acosaba. —Tenemos que irnos. - 14 -
  • 15. ÉRIKA GAEL FÁERY —Sí —aceptó ella—. Creo que me vendrá bien poner tierra de por medio. Mañana mi cara estará en la portada de todos los periódicos locales. Ambos se rieron, más por nerviosismo que por verdadera alegría. Pasado el momento, la realidad se impuso, y el peso del silencio recayó sobre ellos. Xesa levantó el rostro con dignidad y lo enfocó hacia una especie de reloj de sol —de oro, por supuesto— colgado en la pared. La aguja actuaba como palanca y se podía mover en la dirección de la fecha deseada. Las cifras se agolpaban en la circunferencia, que con cada año transcurrido se volvía más ancha. Xesa la deslizó con fuerza. Veintisiete, veintiséis… veinticinco. Con los brazos en jarras, miró a su compañero antes de que las extremidades de ambos se diluyeran en el agua. —Aún no puedo creer que hables en serio. Ausa volvió a la carga, desenfundando toda su artillería para que Leukón olvidase esa idea loca que les acababa de proponer. Tan sólo habían transcurrido setenta y dos horas desde que el Consejo se había reunido por última vez. Su descanso con aguas termales de propiedades curativas en un balneario en 1889 se había visto interrumpido por un nuevo llamamiento. Aún no había tenido tiempo de aplacar del todo su enfado e iba más que predispuesto para el ataque. Leukón carraspeó. Conocía de primera mano las rabias de su consejero, pero él también estaba listo para defenderse. —Créeme, Ausa, esto ha de ser cosa del destino. Si los dioses han querido que dos acontecimientos tan dispares hayan confuido en el espacio y en el tiempo, es porque tenemos ante nosotros a la persona indicada. —En realidad —puntualizó Bodo, mientras aún se recuperaba del shock— no han confuido, ni en el espacio ni en el tiempo. —Sabéis a qué me refero. —Por supuesto, no somos idiotas. —Algún día alguien iba a tener que atornillarle a Ausa esa lengua—. Aquí el único idiota, de hecho, pareces ser tú. Una vez más, y ya empezaban a ser demasiadas, Leukón hizo acopio de todas las fuerzas espirituales que habitaban en él para no sucumbir a la furia. —Insisto: la solución está delante de nuestras narices, siempre fue así. Tengo plena confanza en que ella será capaz de cumplir con nuestra misión. —De verdad, Gran Sabio, estoy empezando a pensar que chocheas. —Ausa le miró con incredulidad—. No sólo quieres enviar a Tara a una majadera infantil, inestable, picapleitos, caprichosa, presumida y con menos inteligencia que un grillo, sino que encima pareces haber olvidado lo que pasó por su culpa. ¿Es así? ¿Ya lo olvidaste, Leukón? —Considero lo que pasó un desafortunado incidente que quedó en el pasado. Además, quizás este acercamiento sea benefcioso para que ambos den ese asunto que pasó por zanjado. Ausa elevó los brazos y, sin más, los dejó caer. En dos zancadas rompió el triángulo inviolable y se aproximó a Cado. —¡Di algo! —apremió. Cado clavó la vista en el suelo húmedo. Era un día nuboso, a pesar de la estación veraniega, típico de las tierras agrestes del norte. Hacía sólo unos minutos habían sido sorprendidos por un chaparrón, obligándolos a posponer la reunión hasta que el cielo se hubo calmado. El Sol no daba señales de vida hoy. Tal parecía que les había dado la espalda del todo, y, así las cosas, cualquier propuesta de Leukón, aunque ésta fuese un salto en el vacío, les iba a resultar útil. Quizás un voto de confanza no viniese mal. Al fn y al cabo, no tenían mucho que perder; a excepción de todo. —Yo creo que… —Su voz sonó atemorizada entre balbuceos—. Bueno… pienso que podría funcionar. - 15 -
  • 16. ÉRIKA GAEL FÁERY —¡¿Qué?! —aulló Ausa. —Estoy con Leukón. —Ahora que lo había dicho, Cado se sentía incluso más optimista. —Oh, fantástico —farfulló su compañero—. ¿Y tú, Bodo? ¿Tú también tienes sorbido el seso? —Te prohíbo que me insultes, Ausa. —Bodo llevaba ya sus buenos setecientos años formando parte del Consejo y soportando las bravuconadas del más joven. No iba a tolerar ni una falta de respeto más—. Si Leukón y Cado están de acuerdo, entonces yo también estoy de su lado. ¿Acaso tú tienes una idea mejor? —pinchó. —Cualquier idea es buena antes que dejar nuestro destino en manos de una descerebrada lasciva. Antes de que los otros pudieran protestar, una quinta voz se dejó oír entre las gotas de lluvia que aún caían, resbaladizas y pegajosas, desde las hojas de los tejos. Una hermosa voz femenina. —Deduzco que eso va por mí. Xesa se apoyaba con indolencia en un tronco, con el brazo derecho por encima de su coronilla y una sonrisa burlona en los labios. Posaba con parsimonia su mirada desdeñosa sobre los miembros del Consejo, uno a uno. Cuando reparó en Ausa, habló con altanería. —Ten cuidado, druida. Que seas viejo no quiere decir que vayas a vivir para siempre. La única inmortal de entre los presentes es… ¡oh! ¡Yo! —Fingió una mueca de sorpresa mientras se movía entre ellos como si acabara de ser coronada Miss Celta. Ausa hizo un gesto cáustico cuando llegó hasta él y apartó la vista con desprecio. Bodo y Cado habían sobrepasado hacía un buen rato la barrera del nerviosismo y, ahora, entrechocaban sus pies, sometidos al escrutinio de la xana. «Malditas ella y su soberbia —pensó Leukón—, que hace que se crea la jueza y no la acusada». Pero el viejo druida no pudo hacer sino respetarla por eso. Es cierto que sus atrevimientos les habían metido en grandes aprietos muchas otras veces, pero, de no ser por ellos, hoy estarían a un paso de la extinción. Ella era su salida de emergencia, y, por Danu, iba a utilizarla. Xesa pareció leer la deferencia en los ojos del Maestro, porque el nudo que la había estado oprimiendo durante las últimas doce horas se suavizó. Por supuesto que no iba a reconocerlo; esa panda de lloricas podía irse con viento fresco si cualquiera de ellos pensaba que se iba a presentar como un cachorrito asustado. Relajó los músculos y le propinó un puñetazo amistoso a Leukón en el hombro. —¡Eh! ¡Tranquilos, chicos! Alguien debería daros un buen masaje. No sabéis disfrutar de la vida. —Se sentó sobre un tocón con desgana y se atusó el cabello, con ocho ojos silenciosos fjos en ella—. ¿Y bien? ¿Qué va a ser esta vez? ¿Una dosis más de agua oxigenada? Fue Leukón quien la sacó de dudas. —No, Xesa. Esta vez fuiste demasiado lejos. Incumpliste el reglamento y ofendiste a una de tus hermanas… —Mila no es mi hermana —masculló. Aún tenía su dignidad, demonios. Podían arrebatarle su casa, sus ropas, podían dejar su pelo sin brillo, pero no le quitarían su orgullo. Mientras le quedase vida, le quedaría coraje, y nunca, nunca, la oirían suplicar. —… por eso te vamos a rapar el pelo. —¡No, por favor! —Xesa saltó de su asiento como si tuviera un resorte y se abalanzó sin dudarlo sobre los pies de su líder. Al cuerno con la dignidad—. ¡Por favor, por favor, por favor! ¡Mi pelo no, Leukón! —Lo siento, Xesa, no puedo hacer nada. Lo que le ocurrió a Mila fue muy grave, y el Consejo ya tomó su decisión. —Te juro que nunca más, Leukón, os lo prometo a todos. Ni una travesura más. —Se secó las lágrimas para poder ver con claridad—. Ésta ha sido la última. De - 16 -
  • 17. ÉRIKA GAEL FÁERY verdad. No me quitéis mi pelo, os lo ruego… Por un segundo, Leukón se compadeció de la desesperación que irradiaba. A pesar de sus diabluras, no era mala persona. Todos allí sabían que su pelo y sus espejos eran lo que Xesa más amaba en el mundo, y amenazar con despojarla de lo primero era lo más cruel que se le podía haber ocurrido. «Pero debe ser así», se repitió. —El Consejo ya tomó su decisión. Mañana, con el primer Sol, tu pelo será cortado —Xesa jadeó—, con la daga del Destino —otro jadeo—, y nunca más volverá a crecer —chillido de terror—… a no ser que… Xesa estaba ya agarrándose a la pierna del druida, tironeando de su capa y empapándole los pies con sus lágrimas, cuando oyó las últimas palabras de Leukón. —¿Qué? ¿A no ser qué, Leukón?—Sus ojos solícitos lo midieron desde el suelo. —¿Qué estás dispuesta a hacer? —Lo que sea —respondió sin pensar—. Cualquier cosa, de verdad. Los consejeros, excepto Ausa, quien tenía cara de aburrimiento, se miraron entre sí con complicidad. Perfecto, ya la tenían. —¿Incluso viajar a Tara e intentar por todos los medios que un dios actúe en nuestro favor ante los romanos? —Leukón escupió la pregunta de un tirón, mandando al traste todo intento de disimulo. Xesa estaba tan entusiasmada que ni se percató. —¡Claro que sí! —Se encontraba al borde del paroxismo. Convencer a otras personas, en especial a otros hombres, para que hiciesen lo que ella les pedía era su día a día. Su misión en la vida. Para eso habían sido creadas las xanas, para seducir a aquellos hombres que los dioses deseaban castigar por haberlos injuriado. Una vez que caían en la trampa (o en la fuente, como era el caso), entonces debían entregarlos ellas mismas a sus superiores. Si durante el proceso conseguían un poco de diversión, pues eso que salían ganando. Xesa era una de las más veteranas y, gracias a los años de experiencia, era extraordinaria en su trabajo. Convencer a un dios no debía de ser muy diferente de convencer a un hombre; al fn y al cabo, todos pensaban con lo mismo. Ese trato era casi demasiado bueno para ser real. —Pues entonces haz las maletas, porque te marchas hoy mismo —le informaron. Xesa tenía ganas de abrazarlos y brincar con ellos. Excepto con Ausa, claro. Aún había clases. Puaj. —¡Cuando me digáis! Juro que no te voy a defraudar, Leukón, lo juro por mi pelo. —De ésta no nos salva ni la cerveza de Goibnyu4 —refunfuñó Ausa en voz baja. —Debes actuar con rapidez —comentó Leukón. Xesa estaba tan eufórica que no hacía caso de nada ni de nadie. —Claro, claro que sí. Ya verás cómo no te arrepientes. Gracias por esta oportunidad, Gran Sabio. —No me las des. —El druida carraspeó incómodo—. Sólo ve y cumple con tu deber. —¿Puede venir Quelo conmigo? —Desde luego. —«Vas a necesitarlo», pensó Leukón. De hecho, tenía más fe en el raciocinio del pequeñín que en el de la adulta hecha y derecha que bailoteaba frente a él—. En dos días me comunicaré contigo. Espero que para entonces tengas grandes noticias. —Sí, sí, te lo prometo. Me voy corriendo a contárselo a Quelo. El metro ochenta de estatura de Xesa se puso de puntillas para besar en la mejilla a su protector, y a Bodo y Cado después. Cuando le tocó el turno a Ausa fue a hacer lo mismo, hasta que a mitad de camino cambió de opinión y le sacó la lengua. Él le respondió con una mirada gélida. 4 Goibnyu: dios del panteón celta que fabricaba una cerveza capaz de otorgar la inmortalidad a aquellos que la bebiesen. - 17 -
  • 18. ÉRIKA GAEL FÁERY Xesa se apartó canturreando. Con los dedos enumeraba todo lo que debía incluir en el equipaje. Hasta que no estuvo a unos veinte metros de distancia, no se dio cuenta de que habían olvidado darle un ínfmo pero fundamental detalle. El nombre del dios al que tenía que atraer. Con la misma alegría se dio la vuelta y preguntó: —Por cierto, ¿a quién…? «Ahí está —intuyó Leukón—. Llegó el momento». —Creo que… ya conoces su nombre, Xesa —titubeó. Las pestañas blancas se abrieron hasta lo imposible. Las pupilas oscuras se dilataron. —Oh. Mierda. *** - 18 -
  • 19. ÉRIKA GAEL FÁERY Capítulo 2 Colina de Tara, Irlanda. Sin fecha Las piernas de Eileen no respondieron todo lo rápido que hubiese querido cuando se precipitó fuera del santuario. Una voz grave, procedente del interior, retumbaba en las piedras pulidas del estrecho pasillo de acceso, escondido en el lateral del montículo de hierba. Tenía que encontrar a Aedan, su marido. Y pronto. Era él quien tenía la información por la que el amo graznaba, despertando a los pocos dioses que, a esa hora, aún dormían en Tara. —¡Y no vuelvas sin ella! —De haber habido puerta, a continuación se hubiese escuchado un memorable portazo. Para fortuna de Eileen, su bramido fue lo último que oyó. Dentro, Lugh se dejó caer sobre el trono con frustración. Era la tercera vez esa semana que el par de ineptos que tenía por ayudantes se equivocaban. Una cosa estaba clara. Los días que empezaban mal, no solían terminar bien. Teniendo en cuenta que todos sus días empezaban mal, el silogismo era fácil de completar. Ése no iba a ser diferente. Se había despertado con su característico mal humor. Doscientos años y aún no se había acostumbrado a los madrugones. Después del ritual diario, tan soporífero como siempre, había derramado el chocolate caliente del desayuno sobre su kilt favorito. Así que, tras vestirse de nuevo, volvió al santuario, donde le esperaba la rechoncha y exasperantemente risueña cara de Nuada. ¿Y qué quería Nuada? ¿Invitarle a un cruasán? ¿Desearle un buen día? No. Venía para recordarle la inminente llegada del emisario luggon. Genial. Ahora, además de verse obligado a tratar con los inútiles de Aedan y Eileen, que ni siquiera eran capaces de ponerse de acuerdo en cuál de los dos custodiaba la lista de peticiones, tendría que soportar la presencia de algún pelota incansable. Algún pelota que no dudaría en revolotear a su alrededor, día y noche, hasta que accediese a sus demandas. Apoyó la cabeza en el respaldo de forja dorada y cerró los ojos. Los rayos del Sol —sus rayos—, entraron por la abertura del techo, rozaron sus párpados y bañaron su piel, absorbiendo con suavidad todos sus problemas. Era la principal ventaja de ser el dios del Sol; al menos ninguna tormenta te podía estropear el día. Cuando dos siglos antes llegó por primera vez a Tara, exigiendo que sus derechos divinos fuesen reconocidos, no se imaginaba que la vida que le aguardaba allí se convertiría en lo que ahora tenía ante sí. Al abandonar la isla de Tory y el cálido abrazo de su madre, soñaba con el momento en que todos aquellos que les habían hecho sufrir, a ellos o a su padre antes de morir, pagasen por sus afrentas y los respetasen a ambos. Más que eso, fantaseaba con que, a pesar de las luchas pasadas, todos ellos acabarían por aceptarle en su mundo. De esa forma, Lugh, el bastardo mestizo, tendría al fn una familia a la que poder llamar como tal. Su madre y él se mudarían a Tara y allí empezarían una nueva vida, repleta de oportunidades que hasta entonces les habían sido vetadas. Casi le enternecía pensar en la imagen de aquel muchacho con ínfulas de héroe, dispuesto a comerse el mundo, que había recorrido Irlanda buscando el modo de demostrarles a todos su valía. Casi. Sin embargo, ahí estaba ahora. La muerte de su padre había sido vengada. Su lugar en Tara le había sido devuelto. Y, a pesar de eso, ni uno solo de los setenta y - 19 -
  • 20. ÉRIKA GAEL FÁERY tres mil días que había pasado en él se había sentido feliz. Porque seguía solo. Doscientos años después, sólo había sido admitido entre los tuatha dé de palabra, no de obra. La sangre formoré5 que corría por sus venas por herencia materna pesaba demasiado en una sociedad tan exclusiva y estructurada como los hijos de Danu. Tan sólo Nuada, tan sólo el rey de los dioses y su protector, le respetaba, trataba y consultaba. Para el resto del panteón, él era un cero a la izquierda. Una mancha negra a la que evitar y de la que poder reírse en las grandes celebraciones, cuando creían que no estaba escuchando. Una sombra bajo el umbral de entrada interrumpió sus divagaciones. Era Eileen, que volvía junto a Aedan y, suponía, la puñetera lista. La pareja lo miraba con aprensión, sin atreverse a caminar más allá de la puerta. —¿Lo has traído? —preguntó Lugh con calma, arrepentido por cómo había tratado antes a la joven. Le encantaría tener la capacidad de no dejarse llevar por su amargura ni su mal genio, pero ser amable con los demás no era algo que le hubiesen dado la posibilidad de aprender. Ella dio un paso al frente con sigilo y le acercó un fajo de papeles macilentos. En menos de un segundo, Lugh se lo había arrebatado de la mano con gesto brusco. La muchacha salió en estampida y se parapetó tras el cuerpo de su esposo. Ver sus caras de pavor —y saber que él era el causante— hizo que el estómago de Lugh se contrajera de mortifcación. Ojalá pudiese recuperar parte de la ingenuidad que le acompañaba antaño. El trato gentil. La confanza en la gente. Aunque eso signifcase ser tan estúpido como para caer en las trampas de una víbora desalmada, dejándose arrastrar por unos cabellos rojos como las setas —las venenosas—. Unos ojos transparentes sin fn. Un cuerpo curvilíneo y prometedor… Desechó esos pensamientos tan pronto lo asediaron. Pensar en ella era la última cosa que necesitaba ahora. ¿No estaba ya de por sí su ánimo bastante maltrecho? Ella había sido la primera en mostrarle la mezquindad del mundo. La primera en clavarle el puñal. La primera. Después de ella, todo lo que había visto, sentido u oído, no había hecho sino hurgar en la herida. Aunque, claro está, toda esa carga sería más llevadera si tuviese a alguien con quien compartirla. Cuando su padre, Cian, murió, Ethne, su esposa, se había recluido en Tory y nunca volvió a ser la misma, ni como mujer ni como madre. Su único apoyo sobre la Tierra se desvaneció en la misma brisa que arrastró las cenizas del guerrero. Mientras desenrollaba y leía los papeles, no lograba sacarse de la cabeza la idea de que una compañera era lo que le hacía falta. Una mujer que permaneciese a su lado cuando todos los demás le dieran la espalda. Una mujer que borrase cada rastro de aficción que habitaba en él. Sabía que tenía que haber alguien así ahí fuera, esperándole. Estaba seguro. Pero se preguntaba cómo la iba a poder encontrar mientras siguiera asaltándole la imagen de ella a cada momento. Devolvió los escritos a Eileen y se acomodó de nuevo en el trono con cansancio. Estaba listo para oír la letanía de tareas que le aguardaban ese día; los nombres de los humanos que esperaban de él una ayuda en sus cosechas, un consejo para el futuro o, simplemente, un poco de Sol en una fecha importante. En ocasiones se preguntaba si había diferencia alguna entre un dios y un funcionario. —En Lugdunum nos han preguntado dónde pasará su divina persona el Lughnasadh —comenzó Eileen—. Al parecer este año están preparando un desfle por todo lo alto en su honor y se sentirían muy honrados si su divina persona lo presenciara. Uf. Otra invitación para el Lughnasadh. ¿Acaso no se iban a cansar nunca? —No voy a ir. Ni a ése ni a ninguno. Dejadlo claro. —Está bien, amo. Como su divina persona desee. 5 Formoré: según la mitología celta irlandesa, raza rival de los tuatha dé danaan que pretendía hacerse con el poder que éstos ostentaban. - 20 -
  • 21. ÉRIKA GAEL FÁERY —Siguiente. —La paciencia de Lugh no estaba para muchas bromas. Ni ese día ni ningún otro. —Sí, amo. Aedan ha hablado con Alastair, de la isla de Mann… El susodicho la interrumpió con un ligero temblor en la voz. —Así es, amo. Al parecer hubo un fallo en el sistema la noche del solsticio. Esa es la razón de que no pudieran encender las fogatas. Alastair afrma que toda la región se halla consternada por ello y desea venir en persona a presentarle sus disculpas. —Que haga señales de humo. No tengo ganas de ver a nadie. Siguiente. —Sí, amo. —Aedan se retiró unos pasos y cedió el turno a su esposa. —Desde Lucus llega una reclamación. No saben el motivo de que el Sol se retrasara tanto en la mañana del solsticio. Eso parece haber dejado al ganado un tanto trastocado. Lugh bufó. El solsticio siempre acarreaba un millar de problemas, y, para ser sinceros, ninguno de ellos le importaba lo más mínimo. Tenía cosas mucho más importantes en las que pensar… No obstante, ninguna de ellas le llegaba a los talones a la ristra de preocupaciones que se agolparon en su mente cuando oyó una cuarta voz en el santuario. Una voz femenina, segura y marcada, que nada tenía que ver con los agudos vibrantes de Eileen. Una voz que no esperaba volver a oír ni en sus peores pesadillas y que, sin embargo, seguía presente en sus mejores sueños… —Hola, irlandés. Lugh se quedó petrifcado en la silla mientras veía cómo los pies de Eileen y Aedan se hacían a un lado. Su parálisis le impedía alzar la vista. No quería mirarla. No ahora. No a ella. Defnitivamente, no. Las palabras de Xesa fotaban en el aire, y él podía oírlas unirse al bisbiseo de su propio cerebro. Quería preguntarle qué demonios hacía allí, qué se había creído, qué quería de él, cuando el recuerdo de Nuada lo atravesó: «Esta mañana llega el emisario luggon. No te olvides de recibirle». Oh, Danu. Oh, Danu, Oh, Danu. La habían enviado a ella. De entre todos los humanos, dioses, duendes, hadas y extraterrestres del universo, era Xesa la que estaba ahora ante él. En un impulso levantó la mirada, dispuesto a enfrentarla. Pero, cuando la vio, una exclamación escapó de su boca antes de que pudiese evitarlo. —¡¿Qué diablos le ha pasado a tu pelo?! El hada hizo un gesto de repulsa y apartó la vista. —Oh, ya sabes. Demasiado tiempo bajo el agua. Lugh rió para sus adentros. Sí, claro. Aquello apestaba a castigo divino. Nadie, por estar una buena temporada en remojo, pasaba de tener el pelo como la sangre y las setas —las venenosas— a tenerlo como un rotulador fuorescente. Y mucho menos nadie que lo cuidara de la forma compulsiva en que ella lo hacía. Pero dejando a un lado su incandescente cabellera, el resto de su aspecto lo dejó pasmado. Pasmado y excitado, para ser más exactos. Tras tanto tiempo, su imagen onírica se había difuminado, así que contemplar de nuevo las líneas bien modeladas de su rostro, la claridad deslumbrante de sus ojos y las curvas esculpidas de su imponente cuerpo supuso un duro golpe a su compostura. El corazón avanzó a trompicones entre los recuerdos de la última vez que esa piel había estado cerca de él… —¿Y al tuyo? Su voz lo trajo de vuelta a la realidad. —¿Perdón? —A tu pelo, qué le sucedió. Ella le observaba con curiosidad, apoyada contra el dintel en una pose sensual. —Ah, eso. Demasiado tiempo bajo el Sol. Ya sabes. —Por supuesto, él también mentía. La cal, empleada en tantas batallas contra enemigos indeseados, había estropeado su briosa melena, dejando las puntas de un tono blanquecino. - 21 -
  • 22. ÉRIKA GAEL FÁERY —Sí, ya sé. —No había creído una sola palabra, pero ella tampoco era quién para contradecirlas. Xesa se alejó de la puerta y dejó que la húmeda oscuridad del santuario la envolviera. Tal vez eso fuera sufciente para ocultar las emociones desbocadas que la embargaban. La primera y más importante era el miedo. Durante las últimas veinticuatro horas sus uñas se habían quedado en carne viva, tratando de predecir la reacción del único hombre —o lo que él fuera— con el que había rogado a todos los dioses del universo no volverse a tropezar. Y en segundo lugar, allí estaba, palpitante, una inesperada punzada de atracción que martilleaba en sus sienes y aguijoneaba su abdomen. Quién lo diría… La última vez que sus caminos se habían cruzado, él era apenas un cachorrillo inocente y, si ya entonces no había estado nada mal, no cabía duda que los años lo habían acariciado con cariño y lujuria. Rodeado por un círculo de Sol que penetraba desde la cima de la colina y lo iluminaba sólo a él, Lugh despedía descargas de electricidad áurea. Sus largos rizos castaños se vertían por los defnidos músculos de hombros y espalda, como un reguero de chocolate líquido. El resto de su piel bruñida desaparecía bajo los pliegues de un kilt escocés. No debía de vestir otra cosa, por lo que Xesa podía recordar. Y, desde luego, no pudo evitar especular sobre lo que se escondía debajo. Si se faba de su memoria, podría decirse que allí había material sufciente para tenerla entretenida el resto de la eternidad. Una risilla estúpida huyó de su garganta, y entonces él la miró con una mezcla de espanto, desprecio y deseo a partes iguales. Y sus ojos, verdes como los prados de Irlanda, los ojos verdes únicos entre los tuatha dé, aquellos ojos contorneados por blancas pestañas, eran más de lo que cualquier xana podía aguantar. Temiendo echarse a llorar de puro pánico, se armó de valor y se acercó a él, lista para no dejarse vencer. —Vaya, irlandés, estás increíble. —Se situó justo en el centro de su campo de visión, forzándole a mirarla. No fue difícil, de todas formas, puesto que él no era capaz de apartar la vista de ella—. ¿Cuántos años hace? ¿Ocho? ¿Diez? Lugh tragó saliva y luego alzó el mentón con soberbia. —Doscientos dos años, tres meses y nueve días —escupió. Xesa sintió un escalofrío que se cuidó mucho de mostrar. Silbó para quitarle hierro al asunto. —Eh, ya veo que sin rencores. Qué encantador por tu parte. —Su tono sarcástico contrastaba con la deslumbrante sonrisa y el guiño que le envió. A Lugh la cabeza le giró en todas direcciones. —No te voy a preguntar a qué has venido porque ya lo sé. —¡Estupendo! Eso me ahorra un gran trabajo. —Xesa se inclinó sobre él y, con un susurro que lo dejó sin aliento, agregó—: ¿Entonces? ¿Cuál es tu respuesta? A Lugh no se le pasó por alto la ambigüedad de su pregunta. Lo peor fue que tuvo que refrenarse para no ponerse a asentir como un memo. —Mi respuesta es no —pronunció con la escasa frmeza que reunió. Xesa chasqueó la lengua y se enderezó, con la lentitud precisa para que unos cuantos mechones rozaran los brazos del dios, agarrotados en torno al metal. —Lo presentía —dijo, con un suspiro que se asemejó más a un gemido. Durante una centésima, el sistema circulatorio de Lugh se paró. Entonces comenzó a galopar con precipitación en la zona de las caderas. «Tienes que parar esto como sea, imbécil», recapacitó. No era ningún bebé de pecho como para cometer dos veces el mismo error, y con la misma mujer —o lo que fuera—. Ya la conocía, sabía de sus artimañas, y no iba a caer de nuevo en su juego. Se levantó, apartándola de él a empellones. Se alejó todo lo que pudo sin abandonar la luz. Fue en ese momento cuando advirtió que Eileen y Aedan los observaban atónitos desde la pared del fondo. Iba a pedirles que se marcharan, pero Xesa regresó a la primera línea de fuego y le hizo un puchero. —¿Entonces no puedo hacer nada para que cambies de opinión? —No, Xesa. La respuesta es y seguirá siendo no. Puedes largarte y decírselo a - 22 -
  • 23. ÉRIKA GAEL FÁERY quienes te enviaron. El estruendo de las carcajadas femeninas inundó la bóveda del techo. —Eres más tonto de lo que pensaba si crees que me voy a dar por vencida tan pronto. —Descargó su aliento caliente sobre el hombro de Lugh y murmuró contra su cuello envarado—. Cariño, cuando haya acabado contigo, vas a ser tú quien me suplique. Las miradas de ambos confuyeron en un duelo a muerte. Ella dio un rodeo. Sin perder de vista su magnífco trasero, se encaminó hacia la salida. Al llegar al umbral conjuró la voz más dulce y sincera que poseía para despedirse de él. —Por cierto, Lugh, respecto a lo de la última vez… —El dios se tensó—. Deberías olvidarlo, en serio. No signifcó nada. Al menos… para mí. —Le regaló otro guiño y salió, con un contoneo exagerado. Sólo entonces, la sangre de Lugh, que se había arremolinado en su entrepierna, logró recuperar su ritmo y viajar en tropel a su cabeza, haciéndolo rugir de ira. *** - 23 -
  • 24. ÉRIKA GAEL FÁERY Capítulo 3 En cuanto el Sol le dio en la cara, Xesa se dejó caer contra la fachada del templo. Todo el aire de sus pulmones fuyó, huidizo, entre el martilleo de su propio corazón. El rostro se le amorató. ¿Danu, por qué no se habría inventado el Martini en esa época…? Al menos tenía el consuelo de seguir con vida. Sin aire, pero con pulso. Algo es algo. Y en el fondo de su corazón —pero sólo quizás, y en el caso de que hipotéticamente así fuera, sería en un rincón muy, muy, muy en el fondo, agazapado e invisible—, sabía que no había sido tan terrible. No sólo eso, sino que un anhelo intenso de volver sobre sus pasos y lamer esos abdominales de bronce hasta hacer gemir a su dueño la atenazó. Maldición. Debía de estar haciéndose vieja si el rencor y el desprecio la ponían cachonda. Muy vieja, en realidad, a juzgar por su grado de excitación. Un cosquilleo inesperado revoloteó en su estómago. Asustada, se apretó más contra la piedra resbaladiza. No podía ser. Una cosa era la alteración sexual y otra muy distinta las puñeteras mariposas. A no ser… que no fuesen mariposas. —¿Quelo? Una risotada le respondió desde el interior de su cuerpo. Xesa respiró aliviada justo antes de prorrumpir en imprecaciones. —Imbécil, me has dado un susto de muerte. Sopló, y Quelo se materializó ante ella con una reverencia. —¿Qué tal esa cita con el hombre de tus sueños? —Cierra el pico, enano. —Oye, yo también tengo derecho a portarme mal de vez en cuando, ¿no crees? —Puede ser, pero no cuando la cabellera más hermosa que el mundo inmortal ha conocido está en peligro de extinción por culpa de un presuntuoso, antipático y vengativo dios. Quelo silbó. El aire purifcador de Tara le venía bien para el estrés. —¿Tan mal te fue? —Ni preguntes. Él sabía que no hacía falta. Xesa no era de las que se callaba las cosas por mucho tiempo. Tampoco en esta ocasión se equivocó. —Es un resentido. Se podía calibrar con termómetro las ganas que tenía de estrangularme, despellejarme, descuartizarme y rociarme con gasoil. También había podido notar sus ansias de hacer otras cosas aún menos éticas con ella, pero ésas prefrió reservárselas. —Odio tener que decir esto —Quelo no lo odiaba en absoluto—, pero ya era hora de que alguien te enseñara que tus actos acarrean consecuencias. —No empieces, por favor… —Xesa se tapó las orejas y meneó la cabeza como si ésta le fuese a reventar, tarareando una timorata cancioncilla infantil. —Reconócelo, te equivocaste con ese hombre y ahora lo vas a pagar caro. —¡Yo no me equivoqué! —El día en que esa mujer-o-lo-que-fuera diera su brazo a torcer, la Piedra del Destino6 se transformaría en algodón de azúcar—. ¿Quién se iba a imaginar algo así? ¿Que el mismo imberbe crédulo con el que me divertí hace años se iba a convertir en el Señor-no-me-hables-que-te-chamusco? Oh, por favor… 6 Piedra del Destino: uno de los símbolos de los tuatha dé, junto con la Lanza, el Caldero y la Espada. La Piedra (Lia Fail) aún se conserva en la colina de Tara. - 24 -
  • 25. ÉRIKA GAEL FÁERY Es él quien debió apartarse de mi camino. Si no quería verme, ¿para qué se hizo dios? Xesa apartó el pie cuando el cuerpo ínfmo de Quelo, convulsionado por las carcajadas, rodó por el suelo. —Eres increíble —dijo entre lágrimas. —Lo sé. No pudo esconder una sonrisa. Con el pequeño ruiseñor a su lado, los problemas siempre parecían menos importantes. Quelo guardó silencio. Por unos minutos, ninguno de los dos dijo palabra. De espaldas, se escurrieron por el muro hasta que sus respectivos traseros tocaron el suelo. Uno junto al otro otearon el horizonte, cuando el Sol alcanzaba el punto más elevado en el cielo, regando de luz los techos verdes de Tara. Aquí y allá, pequeños templos y redondos palacios, como sarpullidos, brotaban de la colina y dominaban el horizonte. Toda la espiritualidad de generaciones de ancestros lejanas en el tiempo impregnaba el lugar. Por cada rincón se colaba la magia de una raza tan superior que el ser humano apenas si llegaba a comprenderla. —Es hermoso, ¿verdad? —señaló Xesa. —Sí que lo es. Creo que, a pesar de todo, somos afortunados. —¿Por qué? Quelo apuntó hacia el paisaje. —Por formar parte de algo tan grandioso. Xesa asintió en silencio. —No vas a rendirte tan pronto, ¿no? —¡Por supuesto que no! —afrmó ella, ofendida. —¿Y qué vas a hacer? Xesa guiñó un ojo y sonrió a la nada. Pura deformación profesional. —Supongo que tendré que esmerarme más. Los cascos de un magnífco caballo blanco de raza tuatha dé, voluntarioso, estilizado y elegante, palmeaban el suelo. Despedían un sonido hueco, penetrante, que reverberaba en las rocas flosas del bosque. Las ramas más bajas golpeaban la frente del animal, y sus crines atizaban al jinete, de manera que un violento equilibrio quedaba establecido entre los dos. Los tendones se marcaban con furia acumulada en los muslos de ambos. El viento alborotaba su pelaje, de tal modo que no se distinguía dónde terminaba la bestia y dónde empezaba el hombre. El verde de los prados, el de los troncos cubiertos de musgo, el verde de las frondosas copas de los robles, enmarcaba aquella estampa de salvaje libertad. El mismo verde del tartán que el viento enroscaba en torno a las piernas del jinete, a juego con sus ojos. Lugh necesitaba galopar. Sacudirse toda la rabia que sentía hacia la arpía y hacia sí mismo por haber estado a punto de perder la dignidad ante ella. Por haber tenido que aferrarse a los últimos jirones de orgullo para no envolverla con su cuerpo, tumbarla en el suelo y hacerle todo lo que llevaba dos siglos haciéndole en sueños. Asió las riendas con frmeza. El potro se detuvo en seco, justo a tiempo de no hacerse puré contra una montonera de piedras llenas de verdín. Camino cerrado. En su audacia no se había dado cuenta de que había atravesado todo el bosque y ahora se encontraba atrapado ante el muro de hechizos que los separaba del pueblo de An Uaimh7. Era un método arcaico, sí, pero hasta la fecha había dado resultado; ningún humano se había atrevido a aventurarse en el bosque de Tara. Su intimidad permanecía intacta, oculta a la envidia y curiosidad insana de los mortales. Su existencia fuera del mundo celta quedaba así preservada. 7 An Uaimh: actual Navan, capital del condado de Meath (Irlanda). - 25 -
  • 26. ÉRIKA GAEL FÁERY Lugh se apeó y dejó que el caballo trotara en libertad por los alrededores. Para cuando lo necesitara otra vez, allí estaría; casi doscientos años de unión acarreaban consecuencias como ésa. No sólo los dioses de Tara, sus mensajeros, ayudantes y subordinados eran inmortales. Las mascotas, también. Era una de las, por otro lado escasas, ventajas de ser una divinidad. Recogió algunas briznas del suelo y las aprisionó en su puño. Dejó que el hombro se inclinase hasta encontrar el apoyo del muro. El hueso del omóplato emitió un crujido, aunque pronto se vio apoderado por una exclamación que salió de su boca. La sensibilidad al dolor era una de las, por otro lado abundantes, desventajas de ser un dios. Consideró mejor su posición y se apoyó con todo el ancho de su espalda en la piedra. Las irregularidades de ésta masajearon sus rígidos músculos. Mientras retorcía entre los dedos un hierbajo, decenas de voces retumbaban en su cerebro y le atosigaban el alma. Sonidos que componían el rompecabezas de su vida. Oía las olas del mar al estrellarse contra los acantilados bajo la ventana de su cuarto, el mismo donde nació, en Oileán Toraigh8. Oía las miradas de orgullo de Cian, su padre, mientras le enseñaba a luchar. Oía la cólera borbotando en su pecho cuando su padre murió y los tuatha dé, su raza, ni siquiera le permitieron asistir al funeral por llevar en sus venas la sangre del asesino. Oía las lágrimas silenciosas de su madre, incluso cuando sus ojos hacía ya tiempo que se habían secado. Oía el calor chirriante de su espada al atravesar limpiamente la carne de su propio abuelo. Podía oír aún, incluso, el sabor a sangre y polvo que inundó su boca al retirar la hoja aflada. Oía las miradas de desprecio, las sonrisas ladeadas, entre aquellos a quienes pretendía agradar. Y, cómo olvidarlo, oía también las aguas de los ríos serpenteando a través de la hermosa Irlanda, como cuando se detenía a asearse en uno de ellos cada mañana. Él era el único dios irlandés del panteón. Los demás habían nacido en Escocia muchos siglos atrás, su padre entre ellos, para emigrar después a la isla Verde. Ésa era una de las principales razones de que lo aislaran; su abigarrado ego escocés así lo requería. Sin embargo, su amor por la tierra que lo había visto crecer era demasiado fuerte como para sentirse herido por su desprecio. Aunque también tenía que reconocer que, en las contadas ocasiones en que había visitado Escocia, siempre acompañado de Cian, le había causado una honda impresión. Aspirar el aroma a mar en las arenas de Morar o el fugaz equilibrio de un atardecer sobre el Old Man of Hoy, mientras escuchaba viejas historias paternas, le habían enseñado a amar una tierra que no era la suya y una cultura ancestral que había heredado sólo a medias. Si cerraba los ojos y se concentraba, podía llegar a oír el olor a lana del kilt de su padre. Un olor a poder y fortaleza, pero también a ternura y familiaridad. Un olor al que pertenecía. Ése era el motivo de que él hubiera decidido vestir también con kilt; era su pequeño homenaje cotidiano. Podía oír muchas cosas pero, en aquel momento y lugar, había una voz que se imponía a todas las demás. Si hacía el esfuerzo, lograba convertir el bosque de Tara en el de Sliabh Bladhma9, donde esa voz cobraba más fuerza todavía… —Hola, irlandés. ¿Estás perdido? Lugh se sobresaltó al oír la voz melosa e incitante a su espalda. Tras él había una mujer —o algo muy parecido— de increíble belleza, con un cuerpo alto y exquisito, de caderas anchas, cintura diminuta y pechos abultados. Una impetuosa melena roja delineaba su etéreo 8 Oileán Toraigh: actual isla de Tory, en Irlanda del Norte. 9 Sliabh Bladhma: actual bosque de Slieve Bloom, en el sur de Irlanda. Es conocido por las múltiples leyendas de hadas que habitan en él. - 26 -
  • 27. ÉRIKA GAEL FÁERY rostro. Lucía una túnica blanca anudada a sus despampanantes caderas con una cinta azul claro. Y también llevaba puesta otra cosa: una hambrienta mirada en sus ojos cristalinos, una mirada que prometía días de desenfreno y noches delirantes. Hacía ya seis meses que Lugh había abandonado su hogar en Tory, recorriendo los vírgenes páramos de Irlanda en busca de la oportunidad que necesitaba. Seis meses solo. Sin una mujer hasta esta desconocida, salida de la nada junto al río An Bhearú 10 en Sliabh Bladhma. No sabría decir qué era, pero había algo en sus ojos idéntico a la luz que desprendía el agua del arroyo. —Lo cierto es que no. Sé muy bien dónde estoy. —Algo en ella le daba miedo, y, sin embargo, no se resistía a su hechizo. —Sí, eso me pareció. —La extraña sonrió con picardía—. Sólo era una excusa para hablar contigo. El fuego se propagó por las venas de Lugh. Tenía que ser un hada. Ninguna humana en su sano juicio se atrevería a comportarse así. Bien, teniendo en cuenta que él tampoco era humano, podría decirse que eso facilitaba las cosas. —¿Qué eres, exactamente? —quiso saber él. —Dímelo tú. —Se acercó hasta que sus alientos se tocaron—. Puedo ser lo que necesitas, o lo que deseas. Puedo ser tu mejor recuerdo o un sueño para la eternidad. Puedo ser lo que buscas o… puedo no serlo. La llama surtió el efecto deseado. La mecha se encendió, y Lugh sintió su erección como una barrera entre los dos. Su saliva se licuó, anhelando el beso de sus labios rosados. No pudo esperar más… Lugh cabeceó para recuperar el sentido de la realidad. Tara seguía siendo Tara, él seguía estando solo, y su pasado resurgía para instalarse de nuevo en su presente. «Pero esta vez no lo voy a consentir», se dijo. No sabía cómo, pero tenía que librarse de su recuerdo de una vez y para siempre. Uxentio no sabía jugar, Terkinos no sabía ganar, y Durato no sabía perder. Pero gracias a cantidades industriales de cerveza, sidra e hidromiel, los tres se lo pasaban en grande en su choza favorita del poblado luggon: la taberna. Las festas del solsticio habían dejado toneles llenos en la reserva, y corría de su cuenta que no se avinagraran. No quisiera Danu que unas provisiones tan excelentes se echaran a perder. En torno a una mesa baja, los tres hombres, sentados en poyos de piedra junto a la pared, discutían acerca de las reglas de un nuevo juego, inventado en el fragor de la embriaguez. —¡Pues yo digo que las fchas han de ser alargadas! —El grito de Terkinos fue acompañado de un puñetazo en la mesa. —¡Pues yo digo que no! —chilló Uxentio. —¡Pues yo digo que propongas tú una idea mejor! —¡Pues yo digo que no tengo ninguna! —¡Pues yo digo que os calléis los dos! —Durato hizo valer sus dotes de líder y se interpuso entre ambos—. Las fchas han de ser circulares, por Danu. Si las hacemos alargadas el divino Lugh se puede molestar. Terkinos y Uxentio intercambiaron una mirada dubitativa y después vociferaron a dúo. —¡Pues que sean circulares entonces! ¡DU-RA-TO! ¡DU-RA-TO! —Alzaron los brazos para vitorear a su compañero de correrías. 10 An Bhearú: río Barrow, que atraviesa los montes de Slieve Bloom. - 27 -
  • 28. ÉRIKA GAEL FÁERY Una nueva ronda de bebidas acalló sus voceríos. A la luz del fuego que crepitaba en el centro, sólo se oía el paso atropellado del líquido al arrastrarse por sus gargantas para ir a recalar en el estómago. Ninguno de los tres soltó el cuerno que hacía las veces de vaso hasta no haber absorbido la última gota. —¡Aaaahhhh! —Su sed saciada reverberó al unísono en el techo cónico de la cabaña. Se quedaron contemplando éste un buen rato. Constituía un gran entretenimiento, cuando se emborrachaban, seguir los trazos de la paja entrelazada. Fue Uxentio quien rompió el silencio. —¿Y qué hacemos con las fchas? —Yo digo que les pintemos letras —propuso la cabeza pensante de Durato. —¡Pues yo digo que no sé leer! —protestó entonces Uxentio. —¡Pues yo digo que eres un idiota! —El insulto procedía de Terkinos. —¡Pues yo digo que tu cara se va a ver más hermosa cuando te la parta! —¡Pues yo digo que mi hermosa cara no la vas a tener que ver más en cuanto te arranque los ojos! —¡Pues yo…! Prrrrffff… La discusión terminó cuando Durato, tambaleándose, enchufó un cuerno con sidra en el interior de la boca de sus vecinos. De nuevo se hizo el silencio mientras las líneas rectas del techo se empecinaban en torcerse. —¿Y qué hay de las normas? —sacó Terkinos a colación. —¡Pues yo digo que el que gane se queda con tu mujer! —ideó Uxentio. Terkinos lo refexionó un instante hasta que se le ocurrió el modo de mejorar la apuesta. —¡No! ¡Nos quedamos con la de Durato, que tiene mejores atributos! —Se llevó una mano al pecho riendo con descaro. Durato golpeó la madera una vez más. —¡El primero que ponga un dedo encima de mi Kara se come su gaita y mi puño con ella! —¡Perfecto, porque yo no tengo! —¿No tienes dedos? —preguntó Uxentio extrañado—. Juraría que te estoy viendo diez desde aquí… —¡No, imbécil! ¡Gaita! Claro que tengo dedos, y como no cierres la boca los vas a ver muy de cerca… Desde un estrecho ventanuco, una silueta recortada sobre las estrellas meneó la cabeza en silencio. Si los tres ejemplares más bravos del poblado luggon pasaban su tiempo bebiendo y buscando pelea, más valía que Xesa tuviera el talento de una diosa del Amor, porque nada los iba a salvar del hierro de Roma. Aquella misma mañana, Leukón había tenido unas cuantas palabras con los astures. Por más que había tratado de infundirles el espíritu necesario para ir a la guerra con arrojo y honor, una estrepitosa carcajada fue todo lo que obtuvo a cambio. —Viejo loco, ni aunque el mismísimo Viriato nos guiase podríamos hacer nada frente al invencible ejército de Augusto. —Durato solía ser realista, pero, en esta ocasión, su pesimismo no convenía a nadie. Stena, la mujer de Terkinos, le azuzó. —Además, ¿no enviaste ya a esa tarada de la xana a Irlanda? Déjala que se ocupe ella. Su comentario despótico fue secundado por las risas despreocupadas de los demás. —Márchate ya, viejo —remató su esposo—. Déjanos en paz. Si vamos a morir es problema nuestro. Y así habían dado por fnalizada la asamblea. Leukón frunció el ceño mientras seguía espiando por el hueco. Ahora podía ver a Durato tratando de separar a unos muy acalorados Uxentio y Terkinos. El segundo - 28 -
  • 29. ÉRIKA GAEL FÁERY le había sugerido al primero que si aún seguía soltero era porque le gustaba demasiado la fragua del herrero, y Uxentio había optado por salvaguardar su hombría en un duelo a cabezazos. Así las cosas, Xesa tendría que cumplir con su misión costara lo que costase. Y más le valía darse prisa. *** - 29 -
  • 30. ÉRIKA GAEL FÁERY Capítulo 4 Una emulsión ambarina se deslizó hirviendo por los hombros, espalda y pecho de Lugh. El color traslúcido del brebaje destelló al chocar contra los rayos de un Sol que apenas comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. Una luz cegadora irradió de él, convirtiéndolo en una dorada masa evanescente. A su lado, Aedan sopló por el orifcio de un cuerno tallado, y la masa bailoteó en respuesta al ronco sonido. Eileen sostenía en una bandeja de oro la jarra que contenía aquel líquido. Xesa lo identifcó como miel. Lugh, perdiendo parte de su esplendor, alzó los párpados cerrados al cielo diáfano y pronunció en susurros una sola frase. —Teacht chun solais.11 Sus palmas se abrieron, y elevó los brazos lentamente hasta dejarlos en línea recta con su cuerpo. Eileen volvió a aproximarse y vació lo que quedaba en la jarra sobre su labio inferior. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo; no era fácil igualar los dos metros de estatura del dios. La miel se dividió en dos regueros que tomaron caminos diferentes. El primero se deslizó entre sus dientes, sacudiendo su paladar y perdiéndose en su interior. El otro resbaló por su barbilla y trazó un nítido sendero por su nuez, bajando por la piel tersa del pecho, el vientre, y cayendo desde su ombligo a los músculos frmes bajo su kilt, donde desapareció. Xesa se mordió el labio. Un calor extremo se instaló en su abdomen y ascendió por su médula, presionando el aire de sus pulmones hasta que la vista se le nubló. Lugh y sus acompañantes dieron un giro de ciento ochenta grados y continuaron el ritual de la salida del Sol hacia el otro lado. Eso le proporcionó a Xesa una vista panorámica de su ancha y fbrosa espalda mojada por la luz. El frío siguió al calor; el vello de sus brazos se erizó ante la sexualidad primitiva que exudaba el cuerpo masculino, incluso en una situación que tenía tan poco de erótica como los quehaceres diarios. Se había despertado temprano por primera vez en milenios —literalmente— y, sin poder conciliar de nuevo el sueño, prefrió ir a echar una ojeada a la causa de sus desvelos. Lo que no se había esperado es que la visita iba a tener espectáculo incluido. Cuando llegó a Tara, los únicos seres en movimiento eran Lugh y los otros dos que siempre estaban con él; el resto de la colina aún dormía. Los vio salir del santuario cuando el cielo todavía estaba oscuro. Treparon a la cima del pequeño montículo de hierba bajo el que éste se ubicaba sin percatarse de su presencia. Xesa se escondió tras un saliente del terreno desde donde nadie la veía y ahí había permanecido durante todo el ritual. El ritual. Ella nunca había visto nada semejante. Había oído hablar de él, claro, y le picaba la curiosidad acerca de cómo sería, pero su imaginación jamás podría alcanzar cotas tan altas. Estar presente en el momento en que el Sol, como una enorme cometa en llamas, se elevaba en la bóveda celeste siguiendo las órdenes de un solo hombre —o lo que fuera él— constituía una demostración sobrecogedora. Pero más que por el Sol, por el hombre que hacía eso posible. Xesa abatió sus ojos de agua con tristeza. Un hombre que, como todos, no era para ella. 11 Teacht chun solais: «ven a la luz», en gaélico irlandés. - 30 -
  • 31. ÉRIKA GAEL FÁERY Lugh se giró en el momento oportuno para no dejar salir su turbación. Ya era bastante inquietante ser observado mientras llevaba a cabo el ritual como para, además, ponerse en ridículo reconociéndolo. Y lo peor de todo era que, en esta ocasión, esa turbación iba acompañada de un acuciante apetito sexual. Había percibido la presencia de Xesa desde el principio. La energía que él, como Sol, despedía durante la consagración había colisionado contra un poderoso obstáculo en su expansión. El único obstáculo, de hecho, capaz de frenar el fuego de su sangre: el Agua. La sangre de Xesa, al igual que ella, estaba compuesta en un cien por cien de agua dulce, y Lugh podía sentirla palpitando en sus venas, dispuesta a engullirlo y apagarlo al menor descuido. Y, sin embargo, estaba completamente dispuesto a entregarse para que lo hiciera. Como si ya no fuera peligrosa de por sí… Justo antes de dar por fnalizado el protocolo, escuchó un ligero ruido desde su escondite. Pasos alejándose. Se marchaba. Un impulso incomprensible le obligó a detenerla. —Además de dar muestra de tu mala educación, ¿querías algo? «Oh. Mierda —Xesa permaneció estática, con el cerebro discurriendo a mil por hora—. Vamos, vamos, vamos, una buena excusa. Piensa, Xesa, piensa». —Eeeehhhh… ¿Sí? Lugh enarcó una ceja. —Y eso es… —Eeeehh… ¿decir hola? —tanteó ella, de lejos. «Mierda, ésa no». ¿Por qué siempre tenía que hablar sin pensar? El bufdo animal de Lugh le dio a entender que por su cabeza estaba pasando algo similar. —¿Siempre eres así de tonta o es sólo hoy porque has dormido poco? —En realidad, yo siempre… ¡Eh! ¡Espera un momento! —La mente de Xesa se fundió a blanco—. ¿Cómo sabes que hoy casi no dormí? El rostro bronceado de Lugh se tornó lívido, pero prefrió guardar silencio. —Eres tú, ¿verdad? —El tono de Xesa fue adquiriendo niveles cada vez más coléricos—. ¡Eres tú el malnacido que todos los puñeteros días hace que suene el despertador una hora antes! ¡Eres tú el que me despierta, maldito! ¡Voy a hacer que te tragues todas tus bombillitas parpadeantes una a una! La cara de Xesa refejaba incredulidad por no haberse dado cuenta antes. Una milésima más tarde se había abalanzado sobre un atónito Lugh, que luchó por liberarse de su agarre. Eileen y Aedan hicieron hasta lo imposible por apartar a esa fera de pelo fuorescente de su amo. —¿Quién me va a pagar las cremas antiojeras, cabrón? ¿Tú? ¡Soy una mujer! — vociferó, aunque cuando se dio cuenta de lo que había dicho emitió un carraspeo leve—. Bueno, o algo así… —Recordó por qué estaba enfadada y volvió a la carga con arrojo—. ¡Soy una mujer y, como tal, necesito mis horas de sueño diarias para mantener mi cutis radiante! ¡Esta me la pagas, traidor, junto con las cremas! Las manos de Xesa aferraban el cuello de Lugh y lo zarandeaban, dejándolo sin aire. Ella continuó su perorata sin percatarse de que los ojos se le habían salido de las órbitas y su piel parecía la de un indio apache. —Xes… suelta… m… tás… aho… gando… —consiguió vocalizar. —¡Señora! —berreó Eileen—. ¡Señora, por favor! Xesa hizo caso omiso a las palabras de ambos y a los manotazos de Aedan, que trataba, aterrado, de rescatar a su amo sin salir herido él. La cara de Lugh ya estaba como la grana. Un profundo estremecimiento de vengativo placer y rabiosa satisfacción recorrió a Xesa. Aquello era demasiado bueno. Se propuso hacerlo más a menudo. —¡Esta colina es demasiado grande para los dos! ¡Me vas a dar ese dinero quieras o no! —Xes… or… fav… tás… forrada… n… oro —escupió el dios, al borde del colapso. - 31 -
  • 32. ÉRIKA GAEL FÁERY A punto de expulsar su último aliento, Xesa procesó sus palabras y dejó de agitarlo. —Ah, es verdad —dijo, como si tal cosa, y entonces lo soltó. Lugh cayó al suelo jadeante y lidiando por controlar su respiración. La miró con pánico y rencor antes de cerrar los ojos y evadirse. Xesa miró aturdida el lugar donde había estado segundos antes. —¿Adonde se fue? —preguntó a Eileen. La joven se esforzó en atajar sus temblores y le respondió. —Supongo que… al santuario…, Señora. Xesa inclinó su alto cuerpo sobre el hueco en el césped desde el que se podía contemplar el interior del templo. Vio a Lugh sentado en su trono, furibundo, mientras se amasaba los moretones del cuello y su rostro recuperaba el tono habitual. Dándose cuenta de que se encontraba aún más lejos de su objetivo que el día anterior, Xesa sintió que debía arreglarlo de alguna manera. Descolgó sus etéreas extremidades por el agujero y fue a caer justo encima de los muslos de Lugh. —Uy, perdón. De hallarse en otras circunstancias, ese contacto lo habría encendido, pero en esta ocasión… En esta ocasión, también. Sintió el calor entre sus piernas incluso antes de que le rozara. Con la respiración entrecortada aún, no tardó en empujarla para alejarlas, a ella y a su tentadora calidez, de su regazo. —¡Eh! ¿En qué demonios estás pensando? —protestó la xana al rebotar contra el suelo. Lugh la contempló estupefacto desde arriba. —¡¿Yo?! ¡¿En qué demonios estabas pensando tú hace un rato?! Maldita loca, casi me matas… —Eres un dios, imbécil, nadie puede matarte —rezongó ella. Por una vez, Lugh tuvo que cerrar el pico. En eso tenía razón. Pero su inmortalidad no era justifcación sufciente para lo que acababa de hacer. —¿Sabes qué? Que te voy a dar tu asqueroso dinero, pero para que te vacunes contra la rabia. —¿Bajo hasta aquí a pedirte perdón y encima me insultas? ¡No soy yo quien pasó los últimos doscientos años despertándote sólo para fastidiar! También en eso estaba en lo cierto. Maldición, se quedaba sin argumentos. Lugh se recostó sobre el respaldo de su trono adornado con espirales forjadas en oro. Xesa percibió su agotamiento y disimuló una sonrisa. Fantástico. Ésa era la oportunidad que estaba esperando… —Mira, sé que empezamos con mal pie —comenzó—, pero no creo que sea nada tan grave que no se pueda solucionar. Déjame recompensarte, por favor… Era tan grande la sinceridad que traslucían sus palabras y tan hermoso su rostro cuando lo miraba con dulzura, que Lugh deseó por un momento poder confar en ella. Aunque siguiese igual de chalada, aunque se hubiera burlado de él en el pasado, aunque hubiera estado a punto de dejarlo inconsciente esa misma mañana, por una vez quería saber lo que se sentía al abandonarse a otra persona. Guardó silencio y cerró los ojos como signo de rendición. Antes de que pudiera retractarse de sus actos, los dedos suaves de Xesa estaban en su cuello, acariciando y masajeando las zonas donde se habían clavado sus garras previamente. Su voz le arrulló con suavidad. —Ya sabes que las xanas disponemos de muchos recursos para lograr que nos sigan aquellos a quienes perseguimos. Y no todos son los que estás pensando. — Lugh la sintió sonreír mientras hablaba—. Ni tampoco empleando nuestra fuerza bruta. —Sus labios se curvaron aún más y forzó a Lugh a reír también, recordando como algo caduco y sin importancia el episodio anterior. El ambiente húmedo dentro del santuario se volvía cálido con las manos femeninas sobre su cuello. Sentía cómo los cardenales desaparecían despacio en su piel, y, aunque tenía los ojos cerrados, le pareció que las paredes de piedra se volvían - 32 -
  • 33. ÉRIKA GAEL FÁERY gelatinosas y la habitación se estrechaba. Un sopor placentero lo inundó. Su cerebro comenzó a trabajar con menor rapidez sin que pudiese hacer nada para remediarlo. No mientras los dedos de Xesa siguieran ocupados en mimarlo. Percibió cómo todos los músculos de su cuerpo se relajaban y caldeaban, dejándolo indefenso frente a su seducción. Se reclinó hacia atrás todavía más cuando la mano derecha de ella inició un recorrido más allá de las cervicales. Podía sentir su presencia tras él, con su cuerpo pegándose al suyo poco a poco, a medida que su mano descendía por la lampiña piel de su pecho. La relajación se convirtió en tensión cuando la otra mano siguió a la primera y ambas se encontraron en las líneas cruzadas de sus abdominales, que rozaron con sutileza. La cabeza de Lugh dio vueltas, y su sangre empezó a cabalgar descontrolada. La mano izquierda viajó hasta el ombligo. Lo presionó con una punción de las yemas, provocando el primer tirón de su miembro bajo el kilt. La otra mano ascendió con lentitud y arañó el pezón con la uña. Un gemido ronco se ahogó en su garganta. Las manos siguieron recorriendo su piel. El autodominio de Lugh se hizo añicos. Cuando Xesa lo vio separar las piernas en un gesto de abandono absoluto, sus sentidos cantaron victoria. Inclinó su rostro sobre el del dios, dejando los labios a la altura de sus párpados. Lugh gruñó cuando su aliento le revolvió las pestañas; su respiración turbulenta rogó por un beso, un beso igual de delirante que aquel que le diese doscientos años atrás… Se puso en pie presuroso y apartó las manos mágicas de su cuerpo. La miró, con ojos borrosos de pasión, sólo un instante antes de alejarse a grandes zancadas y salir por la puerta. Sabía que si la miraba demasiado se perdería en sus ojos, y entonces ningún recuerdo del ayer sería capaz de ahuyentarlo. Xesa se quedó con la vista perdida en el vacío que él dejó. Sus manos seguían en el aire, a medio camino del lugar donde querían estar y que, para su desgracia, acababa de salir corriendo. Le hubiera gustado maldecir por haber estado tan cerca de lograr su propósito y dejarlo escapar, pero acabó maldiciendo por haberse quedado tan excitada como él. Trató de recuperar el equilibrio en la maraña de sensaciones que la ofuscaron, hasta que oyó una voz en su cabeza pidiendo permiso para comunicarse con ella. Era Leukón. «—¿Qué quieres ahora, Gran Sabio? »—¿Nos tienes ya alguna noticia? »Farfulló antes de contestar. »—Aún no. »—Debes darte prisa, Xesa. Recuerda que tenemos poco tiempo. »—Oye, hago lo que puedo, ¿vale? »—Dependemos de ti, no lo olvides». La comunicación se cortó, y la fortaleza de Xesa se vino abajo. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza entre las palmas. La supervivencia de todo un pueblo y, lo que era más importante, su propio pelo, estaban en sus manos. Y ella acababa de tirar por la borda la oportunidad más favorable de todas cuantas se le habían presentado. Estupendo. —Tiene que irse de aquí, Nuada. Cuanto antes. —Lo siento, Lugh. Ella tiene tanto derecho a estar aquí como tú y como yo. Es una de nosotros. No puedo hacer nada. Lugh frunció el ceño. Dejó caer los puños sobre la mesa de marfl con incrustaciones. No era ésa la respuesta que esperaba escuchar cuando acudió al palacio de su rey a pedirle ayuda. El cándido de Nuada lo había recibido con los - 33 -