Este resumen describe en 3 oraciones o menos el contenido del documento:
El documento presenta un relato en primera persona sobre un día en la vida de un niño. Se levanta tarde debido a que no hay clases y se encuentra con un amigo que se va de viaje con su madre. Luego acompaña a su amigo hasta la estación y se topa con otros niños tirando con la gomera, donde ocurre un incidente que deja una mancha en la remera del narrador.
4. Ilustraciones de tapa e interior: Nicolás Brondo.
Diseño edición: D.C.-llantodemudo.
Las obras publicadas en la revista pertenecen en su totalidad a sus autores.
La editorial se hace responsable de lo que sea, mientras no haya que pagar un
asado.
llantodemudo
Nueva época número 1
Febrero 2013
Ediciones Llanto de Mudo 2013.
Colón 355 – Local 61 – Galería Cinerama – Córdoba
llantodemudo@hotmail.com
5. llantodemudo
Guillermo Bawden
Andrés Nieva
Jorge Rossi
Iván Wielikosielek
Diego Simone
Federico Reggiani y Lauri Fernández
8. Guillermo Bawden
Mantra:
El pétalo que reluce en el basural
es sólo un pétalo
Bienvenidos a la máquina
La ciudad es un insecto. Una boca que gotea sobre las cabezas
transeúntes. Dueña de un vestido salvaje con el que puede cubrir-
nos para tragarnos, sin que la molesten.
Ciudad:
Flor carnívora creciendo desde el asfalto.
9. La vieja urbe dormida:
Culebra bestial,
alucinada
En la piel brillante de extrañas criaturas muertas al sol, comien-
zan las ceremonias de la sal. Oscuras plumas viajan en el viento. El
amanecer y la sangre recorren los istmos del sexo. Una prisión cá-
lida se eleva desde las sábanas.
¿Cuándo llegarán los días de la serpiente?
Aguacero de verano, frío y gris sobre la ciudad, barro e incienso.
El delta de las horas inunda la suave tierra del trigo y entonces
viajamos lejos,
hacia el este.
A la estepa, para visitar al Zar.
El cerebro necesitaba algo más para evadir las sombras.
Envió a las membranas mas delgadas a formar un círculo
y posarse sobre la superficie,
presionando la piel
El ojo se formó para que el cerebro pueda entregarse al ocio.
10. La ventana es el primer instrumento educativo, ayuda a com-
prender la pasión divina de observarlo todo.
Primera función de cine adulto edulcorando la suave mente de
un niño.
Primer contacto con la noche.
Maravillas del mundo moderno:
El ojo y el yo
hermanos siameses
sin cirugía programada
Insertas en el cráneo, dos joyas absorben ávidamente el mundo.
¿Sabremos cuidar el fuego?
Un mundo duerme entre la seda y los días claros
Necesitamos el descanso
Saldremos al valle
en procesión
cuando el asesino retorne a casa
11. Cuando mueran los peces
las langostas dominarán el mundo
forjando su reino desde la palma de mi mano
Un cordero sobre la nieve
sobre la nieve
gotas rojas
como pétalos
en un plato de leche
Guillermo Bawden: (Córdoba 1977)
Editó la novela “Letra Muerta”, junto a Cezary
Novek (Llanto de mudo Ediciones – Fan Edicio-
nes - 2012) “Cuando Mueran los peces” (Textos
de Cartón- diciembre 2012) En el 2013 editará
“Marlboro Vox” por Editorial Tintadenegros, de
la cual es editor y co fundador. “Grimorio del
Buho” permanece inédito.
12. Andrés Nieva
EINICHLIEBE
La esperó sentado
mirando de frente
a los colectivos que llegaban.
Le llamó la atención
que a su lado
había unos pequeños televisores
que mediante un peso
empezaban a funcionar.
Había cinco personas
mirando las pantallas
y los programas
que cada uno miraban
eran diferentes.
Uno veía las noticias
otro, un partido de bowling
el de la izquierda, un canal de ciencia
el que estaba a su lado, la señal española
y por último tres nenes veían
un canal de dibujitos animados.
Cuando ella bajó del colectivo
corrió a su encuentro
y le dió un ardiente beso.
Estuvieron un par de horas caminando
conversando tomados de la mano.
Ella era una rubia de ojos verdes
descendiente de alemanes.
13. Sacó de su bolsillo un chocolate
se lo metió en la boca
y le dijo a él que le sacara la mitad.
Hicieron eso un par de veces.
A ella le encantan los chocolates.
Después fueron a un hotel alojamiento.
Hicieron varias veces el amor.
Él pagó el hotel y la acompañó
a tomar el colectivo de las 6 de la mañana.
Se dieron varios besos
y ella desde el colectivo
lo saludaba emocionada con sus manos.
Esperó que se fuera el colectivo
y cuando ya se había marchado
dejando la huella de los neumáticos en el asfalto
recordó la frase que ella
le dijo toda la noche.
Einichliebe.
14. LOVE WILL TEAR US APART
Anoche estuve presente en cuerpo
pero ausente por el cansancio
en una charla sobre el suicidio.
Primero
Se hizo en la Casona Municipal.
Al subir las escaleras
había dos tipos disfrazados de Batman y Robin.
De fondo se escuchaba Love will tear us apart de Joy Division
Segundo
Un escritor
dio una charla sobre Ian Curtis
y en un momentó se enojó porque no lo dejaban hablar
con el bullicio que había alrededor.
Tercero
Llegó Vicente Luy, que tiene algunos poemas que me gustan,
y varias veces intentó suicidarse
Cuarto
Como decorado a la presentación había
un colchón, una escalera y una cucaracha
de madera haciendo clara referencia
a Franz Kafka.
En otro rincón había esculturas de Bukowski,
Burroughs, y Poe, que no tienen nada que ver
con el suicidio.
15. Quinto
Alguien pensó suicidarse
y ella olvidó
un frasco de pastillas
en su estómago.
Sexto
Sobre las paredes había montados
varios puestos de venta de publicaciones
de editoriales independientes.
Me quedé leyendo
No sé porqué de deber morir
de Alberto Mazzochi
que se suicidó el 5 de febrero de 1960.
Séptimo
Me ofrecieron un poco de vino y bebí dos tragos
y me quedé apoyado sobre una pared.
Octavo
La imágen que faltaba.
Pasó Robin
tomando vino con la base inferior recortada
de una caja de Tetra y Batman fumando.
Noveno
Me venció el desgano, el cansancio
pero sobretodo tomar un poco de aire.
Décimo
Mientras existan los libros.
El vino.
17. FEDERICO
Estoy en un depósito de camiones
esperando para ir a Nogoyork.
Se acerca Federico,
el hijo del dueño
y me comenta de su dieta
de salamín con queso roquefort
y que también le gusta comer
berenjenas con ajo.
En google puso en favoritos
una página con las calorías
de cada alimento.
Los camioneros
hacen bromas
y le dicen
que no le gusta trabajar.
El les contesta:
-Salí a mi viejo!
Federico tiene epilepsia
y cuando no toma los medicamentos
se desmaya y empiezan los ataques.
Federico tiene una bicicleta con motor
y en ella va al banco a hacer los depósitos.
En el barrio a las vecinas
les hace las instalaciones eléctricas.
Ellas piensan que cobra caro.
El les dice:
-Es un trabajo de riesgo.
Cuando vienen camioneros
que no conocen la ciudad
Federico les hace de guía.
Una vez,
compró un revolver de juguete
y al subir al camión
le apuntó a la cabeza al transportista.
18. Éste asustado
Le dijo:
-Que hacés?
Respondió:
-Un custodio no puede estar sin armas.
En todas las esquinas apuntaba
a la gente
y suplicaban
que no los mate.
Federico cada día
tiene algo nuevo que contar.
Está enamorado de la china del super,
relata que tiene lindas piernas
y mucho dinero.
Federico piensa que algún día
puede romperse la cabeza
con sus ataques epilépticos
al caer en el suelo.
Siempre está serio.
Carga cajas en un camión.
Lo saludo con la mano.
Subo a la camioneta
y voy a Nogoyork.
19. UN PACTO
En el camino de Los Puentes
paso por un monolito
adonde en el pasado
en la zanja
dos adolescentes
hicieron un pacto de sangre
y planearon matarse.
La piba no se animó
a pulsar el gatillo
y su novio
la mató
con el bebe
que tenía en la panza.
Cuando la vio tirada a su chica
se asustó
y salió corriendo.
Los canas lo agarraron en su casa.
Después del juicio
viajó a USA.
Sigo caminando
y veo tres pibes tirados en el pasto
jugando con una netbook.
Debajo de uno de los puentes,
una familia se baña
en agua con barro.
Fumo.
Julito el que cuida el parque
Dice:
“A Noyork hay que tenerle fe”
Tacaño, un pibe
cada dos palabras dice “ey cholo”
luego acelera la moto y se va.
Sobre el puente
un exhibicionista en sunga
y en cuero
20. camina
haciendo una carrera en marcha.
Todos los que hacen footing
cada día
a través de los puentes
pasan por el monolito,
beben agua
y traspiran
sobre el asfalto
viejo por los años
y el sol.
21. SOMBRERO DE WESTERN MEXICANO
En Villa de las Rosas
compro ensalada macrobiótica
y camino viendo
sus árboles centenarios.
Pasan mujeres con pelos
en las piernas
y vestidos multicolores.
Enfrente, hay un barcito
y en sus mesas
conviven turistas y lugareños.
Un hombre del pueblo,
ebrio y con sombrero
de western mexicano
me da alegría.
Los autos siguen girando
alrededor de la plaza
y las palomas
eligen sus víctimas
para enviar sus cagadas
desde el cielo.
22. LA PLACITA
Me siento
en la placita Champanat
y fumo.
La gente
me traspasa
cuando camina.
En la despensa
alguien de camisa amarilla
toma cerveza
cuando cae el sol.
Acá podes beber
hasta desmayarte
y la policía
no dice nada.
En Nogoyork
los pibes
se suicidan
todo el tiempo
y las salas fúnebres
no paran de recibir
cuerpos jóvenes.
Cruzo
y al entrar en la despensa
un timbre chillón
simula
la novena sinfonía
de Bethoven.
La gente habla muy rápido
y casi no logro entender
lo que dicen.
La noche avanza
hasta chocar
con la madrugada.
23. Camino dos cuadras
y me acuesto
borracho
y sin fantasmas.
Andrés Nieva
Nació en 1973 en Villa Dolores, provincia de Córdoba. Es autor de
Boca del Río (Llanto de mudo, 2004), Una colcha es muy poco para tapar
este invierno (Llanto de mudo, 2005), Say yes (Llanto de mudo, 2007),
La suerte del perdedor afortunado (Llanto de mudo, 2007), El tiempo es
un perro que huele mal y golpea a tu puerta (Textos de cartón, 2009),
Poemas piedras (Textos de cartón, 2009), El cuchillo que detuvo los la-
tidos (Felicita cartonera, Paraguay, 2010), Love will tear us apart (Edi-
ciones diatriba, 2011), Punk espacial (Textos de carton, 2012), Los
diarios robados (Postales japonesas editora, 2012)
Escribe en:
www.lospoetasseaburren.blogspot.com
26. Hospital de palomas
Jorge Rossi
Ya eran más de las diez cuando me despertaron. Me había dor-
mido viendo tele, en la silla, como siempre. Dije que no estaba dor-
mido pero igual me mandaron a bañar. En el espejo del baño me
miré el pelo revuelto y opaco de tierra, la cara de sueño y la mancha
morada en la remera roja, justo al medio, entre el pecho y el estó-
mago. Al verla me acordé de cómo había llegado hasta ahí.
Esa mañana me había levantado como a las diez porque, gracias
al paro de las maestras, no había clases. Me vestí y, como todos iban
y venían por la casa sin hablar, preocupados por la recaída del
abuelo, aproveché y me fui sin decir nada.
Después de dudar unas cuadras y volver sobre mis pasos varias
veces, descartando posibles destinos, acepté con un poco de resig-
nación que no me quedaba otra que ir del Juan. Antes de llegar a su
casa lo reconocí, desde lejos, parado en la vereda. Tenía un buzo
blanco atado al cuello, nuevo o limpio, como las zapatillas. Bañado
y cambiado se daba cierto aire, no parecía él. Sin que nos saludemos
me dijo que se iba a Villa María con su mamá, para que le revisen
el oído. Después del médico iban a ir a visitar a su abuelo, el padre
de su mamá, mientras ella aparecía justo en ese momento y cerraba
la puerta del frente con todo, con un bolso a los pies y un cigarrillo
en la boca.
Los acompañé unas cuadras, hasta la estación de ferrocarril.
Ellos siguieron hasta la terminal de ómnibus y yo desvié antes y
crucé la estación por entre los eucaliptus.
27. Vi unos chicos que tiraban con la gomera. Eran los hermanos
Picca, famosos por ser aplicados en todo: en peinarse, en estudiar,
en vestirse humildemente. Siempre se los veía en tres lugares: ti-
rando con la gomera con recortes en la estación, en la escuela, o en
misa. Nunca jugaban al fútbol y no sé si alguien los habrá invitado
alguna vez. Nunca tuve mucho trato con ellos y esa mañana no iba
a ser muy diferente que digamos. Solamente me acerqué para ver
qué hacían. Cazaban, me dijo el más chico de los dos. No sé por qué
me contestó el saludo. No le preguntaba qué hacían, porque era
obvio. Pero esa reacción me hizo pensar en que no querían que los
molesten.
Me quedé mirando cómo estiraban hasta el miedo sus gomeras,
cómo con sus recortes llegaban hasta lo más alto de las ramas, en
donde ellos veían turcas, pichones, de la virgen, y yo no veía nada.
Y caminaban después tranquilos hasta las que caían aleteando,
entre colchones de hojas sueltas, perfumadas, opacas, brillantes por
la humedad.
-¿Está muerta o está viva?-, le pregunté al mayor en cuanto vi
que agarraba una del piso.
-Se va a morir-, me dijo, mientras el más chico le traía la bolsa
donde ponían las palomas muertas. Y ahí nomás, dejando caer la
gomera y sin ninguna lástima, la sujetó con la derecha y con la
zurda le empezó a enroscar el cuello, dos o tres vueltas, hasta que
de un tirón le arrancó la cabeza al pobre bicho antes de meter el
cuerpo decapitado en la bolsa que sostenía su hermano con cara de
buen monaguillo.
Me pareció de lo más cruel. Si los viera mi vieja, sin importarle
que fueran los hijos de Picca, los hubiese cagado a pedo igual.
Como no me ofrecían para tirar, disimulé un rato y me fui, con-
tinuando el camino que me había llevado hasta allí, sin saber muy
bien adónde ir.
Pensé en llegarme hasta la canchita que estaba en la misma esta-
ción, dos cuadras más allá. No sabía si mis otros compañeros irían
a jugar al fútbol, aunque era difícil que nos juntáramos de mañana:
seguro estarían durmiendo o tomando la leche en la cama. Descarté
ir del Gordo Francisco ya que su padre lo habría puesto a laburar
en la verdulería y, además de todo, quedaba lejos, como a seis cua-
dras.
28. Salí de la estación y doblé por la esquina de la carpintería. De re-
pente me di cuenta de que tenía que pasar por el taller de Succo.
Apuré el paso, sin mirar a ver si estaba. Siempre me decía guasadas
para que me pusiera colorado, y me las tenía que aguantar porque
era amigo de mi viejo. Sentí el olor a aceite mezclado con tierra, el
ruido del compresor cargándose, pero nadie me llamó ni dijo nada.
Me había salvado
Cuando llegué a la otra esquina estaba cerca de mi casa. No me
quedaba otra que volverme.
Y eso estaba por hacer cuando vi que eran varios chicos remoli-
neando en la vereda de la casa de Horacio, el hijo del doctor del
pueblo. Busqué con la mirada a ver si había alguno de mis compa-
ñeros de quinto, pero no reconocí a nadie. Eran algunos de sexto y
también estaban el Chano y el Virgilio, que ya habían terminado la
primaria y no quisieron seguir estudiando.
Me acerqué. Pasé entre el 3CV y el 504 del doctor. Subí a la ve-
reda, y ahí vi que estaban los boludos del Tito Bobatto y el Marito
Bribott, que siempre nos hacían la vida imposible a mí y al Juan.
Pasé de largo cuando me acerqué a ellos, sentados en sus bicis, y
me dijeron algo al pasar, seguro, porque se reían y porque siempre
me decían algo.
La Casa de Horacio hacía esquina en una cortada. Junto a la tapia
que daba a esa cortada, a la vuelta de donde estaban esos estúpidos,
iban y venían los otros, traficando con unos ladrillos en las manos.
Hacían algo con la pila de ladrillos eternos y musgosos que estaban
ahí desde siempre.
Le pregunté al Horacio que qué estaban haciendo.
-A ver, correte-, me dijo el Chano, con dos ladrillos, uno en cada
mano, como si no hubiese podido pasar por otra parte.
-Estamos haciendo un Palomar. Las vamos a criar y a medida
que vayan teniendo crías se las vamos a ir vendiendo al club de ca-
zadores.- dijo Horacio
La idea me gustó y le pregunté cuántas tenían. Me dijo que dos,
por ahora, y que estaban heridas. El Chano y el Virgilio se las habían
pedido a los Picca esa mañana. Las iban a curar para que después
tuvieran las crías.
Entonces le dije que más que un palomar estaban haciendo un
Hospital de palomas, y el Horacio se quedó mirando como por en-
29. cima de mi hombro, se sonrió de repente y me dijo ¡guarda! Y sentí
que algo me pegó en la espalda. Me di vuelta y vi que era un palito
de fresno con un gallo verde que había caído cerca de mi pie. Quise
mirarme la remera para ver si me habían ensuciado, pero no pude.
Me di cuenta que habían sido aquellos dos, ya que el palito era del
árbol donde ahora estaban ellos con sus bicicletas, a metros de mí,
haciéndose los que conversaban distraídos.
Me alejé un poco más allá, mientras ellos se reían sin mirarme.
Me paré junto a la pila, del otro lado para que no me molestaran.
Virgilio era muy morocho, con músculos y una voz gruesa, pero
medio petiso y algo cagón con los de su edad. Hablaba con los
demás y hacía de cuenta que yo no existía, y eso que estaba al lado
suyo. Me apoyé contra la pared con las manos atrás y los miraba
hacer.
La pila, así como estaba, habrá tenido un metro y algo de alto, y
habían acomodado los ladrillos de tal forma que quedaban como
unos cuadraditos con techos donde tenían las dos palomas, una en
cada habitación. Aunque no las veía escuchaba sus ruidos, sus arru-
llos asustados, las uñas raspando el ladrillo y algunos aleteos: ha-
brán estado incómodas las pobres.
Los otros dos se acercaron con las bicis por la calle y se me pu-
sieron bastante cerca. No decían nada, pero se sonreían. Por la
dudas evité mirarlos.
El Chano volvió con una tapita de frasco de mayonesa llena de
agua en una mano y en la otra, una latita vacía de picadillo con
sorgo partido. Horacio era piola, no como los otros. Arrancaba los
yuyos que rodeaban la pila. Su perro, el Cartucho, nos ladraba a
todos del otro lado del tapial y se abalanzaba con tanta fuerza que
todo se movía con un cimbronazo.
-¿Y dónde está tu amigo?- me preguntó Bobatto.
No le contesté. Ni siquiera lo miré.
-¿Estás seguro de que son amigos?-, dijo el otro, que de los dos
era el que menos me molestaba. -¿No son hermanos? Y se daba
vuelta para no reírse descaradamente.
Horacio le preguntó al Chano y al Virgilio si ese poquito de pasto
que tenía cortado en la mano no les serviría para darle de comer a
las palomas. Los dos se miraron; me pareció que no sabían y dijeron
que sí, no muy seguros.
30. -¿Dónde está tu novia? -preguntó Bobatto, cada vez más pesado.
Después la siguió -Le falta algo en la cabeza a ese chico, ¿no? A mí
me parece que no las tiene a todas. Lo sigue todo el día a éste como
un perro. ¿No son hermanos?- y escupió y el salivazo me cayó cerca
del pie, por lo que se largaron a reír los dos. Y también el Chano y
el Virgilio. Hasta el primo de Horacio que recién llegaba se rió. Ese
bostero iba conmigo, pero cuando se juntaba con los más grandes
hacía como que no me conocía.
Corrí los pies un poco más atrás. Estaba pensando en irme
cuando Bobatto al parecer se cansó de molestarme, porque hizo
para atrás en la bici, ayudado con los pies, y salió pedaleando con
todo, sin decir chau a nadie. El Marito le dijo, -no saludés nunca,
vos- y después, a los otros -también me voy a comer. Chau.-
Y yo dije chau, como todos, aunque no fuera para mí el saludo.
Mi compañero de curso le gritó que esta tarde tenían entrena-
miento, y Bribott le contestó ¡bueno!, desde lejos.
-Yo tengo una paloma en casa- le mentí al Chano, mientras los
otros dos le explicaban al primo de Horacio qué estaban haciendo.
-Y traéla- me dijo, sin dejar de hacer lo suyo. – La ponemos acá
y te hacés socio nuestro.
Me puse contento. Tendría que venir una vez cada cuatro días,
me explicó, a revisar la comida y el agua y de paso fijarme que no
hubiera perros ni gatos cerca. Me puse más contento todavía.
Ahí nomás les dijo a los otros, -éste tiene un pichón en su casa-.
Los otros se dieron vuelta y me miraron, y el Virgilio dijo.- Que lo
traiga- y siguieron charlando como tipos adultos.
-Y además tengo una pala ancha de medialuna para sacar los
yuyos de acá, y porlan en el patio para pegar estos ladrillos y…- y
hablaba y hablaba, y las palabras me salían volando de la boca,
como las palomas en el Club de Cazadores, prometiendo cosas que
eran todas verdaderas, menos lo del pichón, pero era lo de menos:
ya era socio del Hospital de Palomas.
Seguro que el Juan va a querer venir, pensé, pero lo iba a engañar
para que no me siguiera y arruinara todo como siempre. Seguro me
iba a hacer quedar mal.
Y pensaba en eso y en todo lo que le iba diciendo al Chano, que
terminaba de sacar unos yuyos con las manos, cuando, sin prestar
atención, me apoyé en la pila de ladrillos. Me di cuenta recién
31. cuando todo comenzó a moverse y casi me caigo, y las casitas del
Hospital se derrumbaron y los techitos y paredes de ladrillos aplas-
taron a las palomas.
-¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó?! –se vinieron al humo los otros.
-¡Este pelotudo, se apoyó!- dijo el Chano y no dijo más. Él y Vir-
gilio iban sacando de a uno los ladrillos. Horacio se mordía los la-
bios con las manos cruzadas atrás de la nuca. Mi compañero de la
mañana miraba y hacía que no con la cabeza.
Sacaron una paloma muerta, la miraron entre los cuatro, yo un
poco más alejado. El Chano se la sacó al Virgilio de las manos y ha-
ciendo unos pasos para atrás la tiró del otro lado de la tapia, donde
enseguida la habrá agarrado el Cartucho.
Quedaba la otra que todavía se movía y aleteaba. A esa la junta-
ron del suelo, escapando peligrosamente hacia la calle, hacia ningún
lado. La agarró el Horacio y la trajo al grupo. Se la pasaban de mano
en mano, la daban vuelta, se la acercaban al oído como si fuera un
reloj, con dudas de que anduviera o no.
-Se va a morir- sentenció el Chano.
-Seguro- dijo mi compañero de curso.
-Se puede salvar- les dije, preocupado, acercándome- se puede
salvar. ¿O no que hasta los que tienen cáncer puede salvarse?- sentí
que me temblaba la voz- Pregúntenle al padre de Horacio, si no.
¿O no, Horacio?
-Se va a cagar muriendo- me dijo con pena Horacio, -está reven-
tada por dentro-. No se si sentía pena por mí o por la paloma.
Me transpiraban las manos y sentía que se me aflojaban las pier-
nas. En ese momento pensé, por qué no me fui del Gordo o me
quedé jugando en mi casa con los perros.
Los otros tres se alejaron. El Virgilio, unos pasos más allá, parecía
que quería cagarme a trompadas y los otros lo convencían de que
no.
Me acerqué al Chano, que se había quedado con la paloma de
espaldas a mí y la miraba.
-Enserio- le dije como en confianza- mi abuelo tiene cáncer y lo
llevan a Córdoba a curarse. Mirá si no tuviéramos esperanzas. ¿Qué
haríamos nosotros? ¿Lo dejaríamos morir? Se va a salvar la paloma,
estoy seguro de que se va a salvar.
32. Se dio vuelta e hizo como el más grande de los Picca: le enroscó
el cogote y dijo, - Tomá, salvala vos-, y me arrojó la cabeza suelta
que me pegó acá, un poco más arriba del estómago y se fue, tirán-
dole lo que quedaba del cuerpo al Cartucho.
Me quedé solo, parado ahí. Eran más de las doce, cerca de la una
habrá sido. Me di cuenta porque en la calle no andaba nadie.
Volví a casa. Comí y después no salí más. Preferí pasar la tarde
en el patio jugando con los perros.
Jorge Rossi nació en Pozo del Molle, provincia
de Córdoba, en 1978. En 2008 participó de la an-
tología de cuentistas villamarienses “Voces de
este río” (Eduvim ediciones) y en 2009 publicó la
novela “Murarena” con este sello editorial. Vive
en Villa María y se desempeña como docente de
literatura en el nivel medio. El presente relato era
inédito.
33. Conociendo a Madame Lisa
Iván Wielikosielek
1-
La mujer a la que todos llamaban Madame Lisa, había venido a
vivir hacía pocos meses al pueblo. Los chicos no la conocíamos de
ningún lado pero los hombres más grandes sí. Según ellos, había
sido compañera de la escuela secundaria y además, “la chica más
pretendida de la promoción”. A esto me lo había contado el Chiche
Eusebio, el carnicero del barrio en una de aquellas tardes en que mi
madre me mandaba a comprar carne molida para mi abuelo. “Pero
se creía mejor que nosotros. Era como si los del pueblo fuéramos
poca cosa para ella, que venía de la gran ciudad” decía el viejo con
las manos brillosas de grasa. Esa misma tarde, además, mi madre
me contó el origen de su apodo. “En la escuela se daba tantas ínfulas
que una vez el Chino Luna le había dicho ¿pero quién te creés que
sos vos? ¿una madama? (que por otra parte era el único título nobi-
liario que conocía el muchacho y no precisamente por su educación
francesa); a lo que ella, extendiéndole una mano lánguida para que
se la besara como en los palacios, le respondió, “sí, su majestad, soy
una madama… soy Madame Lisa”. Y según cuenta mi madre (y a
ella le contó su primo el Panchi) la chica se rió “con tanta sensuali-
dad”, que dejó más embobados todavía a los hombres.
Lo cierto es que antes de terminar el colegio, Madame Lisa y su
familia se volvieron a vivir a Rosario porque “su papá estaba sos-
pechado de un hecho sangriento que nunca se aclaró”. Y al decir
34. aquello, mi madre dejó de amasar tortitas de carne molida. Yo miré
sus manitos de mujer divorciada que también eran “un hecho san-
griento” y tuve lástima de ella y de toda su descendencia.
2-
A los chicos de quince años nos costaba creer que Madame Lisa
hubiera sido bella alguna vez casi tanto como creer que alguna vez
había sido joven; aunque a decir verdad nunca la habíamos visto a
la luz del día. Vivía encerrada en la antigua casa familiar y su única
aparición pública siempre se producía al caer la tarde, hora en que
se asomaba al ventanal de calle con un pañuelo atado al cuello, an-
teojos de sol y un sombrero negro. “No soporta verse vieja, por eso
nunca sale ni tiene espejos en la casa”, me había dicho mi madre.
“De joven era una mujer hermosa pero ahora es una vieja como
cualquiera, nada más que no lo acepta”, había dicho el Chiche Eu-
sebio en otra de sus disertaciones, espantando moscas con sus
manos enormes y rosadas.
Lo cierto era que, desde su llegada, yo no conocía a nadie que
pudiera afirmar haber visto de la nueva vecina algo más que aquella
figura en la ventana. Y hasta incluso este espectáculo era borroso;
duraba apenas unos minutos, el suficiente para que “madame” se
fumara un cigarrillo y luego entrecerrara las cortinas rojas por el
resto de la noche. El almacenero Tito Licheri le llevaba dos pedidos
semanales de mercadería pero siempre se los recibía doña Elvira;
una señora del campo que era algo así como su ama de llaves. Elvira
se limitaba a pagar la cuenta, dar las gracias con sequedad y cerrar
la puerta enseguida. El canillita del pueblo, don Arsenio Melano, le
dejaba todos los días un diario de la capital y unas revistas del jet
set, pero siempre bajo puerta. Y todos los lunes, Elvira se dejaba
caer por el kiosko y pagaba religiosamente la factura. “Vengo a can-
celar la cuenta de la señora”, decía siempre. Don Eusebio también
hablaba de “la mucama de la colonia”, que tres veces por semana
compraba un kilo de bifes de hígado. “Córtelos finitos que son para
35. Madame Lisa”, decía el ama de llaves, como si con esa sola invoca-
ción diera por sentado un exhaustivo control de calidad.
3-
El único intento de visita en esos tres meses a la recién llegada,
lo había hecho doña Cata Sassi, su “mejor amiga” en tiempos de la
escuela; aunque en el pueblo todos decían que la mujer nunca había
tenido “lo que se dice amigas”.
Doña Cata había contado en la despensa de Licheri que al gol-
pear la puerta, la mucama le había dicho que “por el momento la
señora no está recibiendo a nadie”.
“¡Pero quién se creerá que es!”, había dicho doña Cata. “Por más
que haya sido una reina cuando éramos unas mocosas, no es así
como se trata a una vieja amiga”.
“Pero Cata, la Lisa era más que una reina… era un diosa” había
dicho don Tito Licheri sin poder contenerse, en lo que la gente del
pueblo consideró como su única pulsión romántica a lo largo de
siete décadas; luego de lo cual agachó la cabeza y siguió con los bi-
gotes sumergidos en los factureros.
Entonces me dije que no pasaría una semana más sin que yo la
fuera a visitar a la recién llegada; al fin y al cabo, yo nunca había
conocido una diosa. Y en el pueblo sólo había chicas normales, vie-
jas resentidas y mujeres divorciadas que producían hijos perturba-
dos y albóndigas sangrientas.
4-
Le pedí al Luchi Lualdi que me acompañara en mi expedición,
quizás porque de todos los amigos del colegio que yo tenía por ese
entonces, era “el más educadito”, al decir de mi madre. Y lo que yo
quería hacer, sobre todas las cosas, era una visita seria.
-¿Y qué le vas a decir a esa vieja si te abre? ¿Que viniste a ver si
era cierto que estaba buena hace doscientos años?
-Le voy a decir la verdad; que escuché hablar tanto de ella que
me dio curiosidad conocerla…
36. -Que conste que sólo lo hago por vos. Y algún día acompañáme
a La Copa, que el Chino Luna nos lleva a todos en la chata y no po-
nemos un mango…
Le dije que lo iba a pensar pero que, de todas formas, no quería
debutar en un quilombo; “es la cosa más triste que le puede pasar
a un hombre”. A esto lo había dicho una vez mi padre y yo lo había
repetido como una vieja letanía. Mi amigo hizo un silencio y pareció
comprenderme.
-El domingo a las diez te paso a buscar por tu casa, Luchilú…-le
dije, sabiendo que no le gustaba ese sobrenombre; era el que le había
puesto la nieta de doña Cata Sassi, que hacía un mes lo había dejado
como un perro.
-Te espero a esa hora, boludo de mierda…
5-
Y el domingo ahí estaba el amigo Lualdi, hecho un gardelito en
la vereda con un traje estilo primera comunión que le quedaba un
tanto antiguo a un chico de nuestras épocas.
-¡No me digás que esas flores son para la vieja! –me dijo apenas
me vio.
-Más vale… Ella es una reina y esto es una corona…
-Vos estás pirado en serio…
En realidad, aquello no era ninguna corona; era un ramo de cla-
veles blancos. Se los había comprado a una de las señoras que tenían
jardín cerca del cementerio.
-¿A quien se las vas a regalar? -me había preguntado Doña Dora.
-A una dama que no conozco -le había contestado yo.
-Entonces llevále claveles blancos. No fallan nunca - dijo la mujer
como recomendando una medicina infalible.
Y yo le creí a rajatabla.
37. 6-
Golpeamos la puerta de la casa más aristocrática del pueblo pero
nadie atendió. Golpeamos por segunda vez.
-Parece que no hay nadie –dijo Luchi.
-Alguien tiene que haber porque hay luz –dije mirando entre las
cortinas.
-Lo único que veo son un montón de gatos en los sillones –dijo
mi amigo.
-Esperáme que voy a ir por el patio de atrás, a lo mejor están del
otro lado...
Mi amigo me miró sin entender y a la vez dio un soplo de resig-
nación, como diciendo: “está claro que hoy tengo que aguantarme
de todo”.
Entonces di la vuelta a la manzana en el preciso momento que
el reloj de la iglesia marcaba las nueve y media. En verano, era la
hora en que el sol se ponía en el horizonte.
7-
La casa de los Amicarelli tenía un viejo portón de rejas cubierto
de enredaderas. Hacía mucho tiempo atrás, había servido para la
entrada de carruajes, cuando en el pueblo aún no había automóvi-
les. A eso me lo había contado mi abuelo, que había visto entrar ca-
rretas de otras ciudades como si fueran colectivos. También me
había dicho que aquel portón era el último que quedaba de aquella
época en todo Ballesteros.
Metiendo los brazos entre los barrotes oxidados, golpeé las
manos entre ramas y hojas secas pero no atendió nadie. Entonces
vi encenderse una luz en una de las piezas; una tenue y pálida luz
rosada. Tirando los claveles por encima del portón, salté la reja y
los recogí del otro lado, desparramados en el pasto. Luego atravesé
corriendo un patio que nunca imaginé tan grande, lleno de plantas
frutales y senderos de ladrillo molido. Y una vez frente a la puerta
de pálidas cortinas color salmón, golpeé el cristal con los nudillos.
38. Al cabo de unos segundos que me parecieron eternos, se abrie-
ron dos altas hojas de madera con un crujido de siglos. Y entonces,
frente a mí, se apareció en las penumbras una chica en camisón
blanco; una adolescente de una belleza extraterrena que nunca
había visto en el pueblo y que seguramente no vería jamás.
-Sos bienvenido. Pasá por tu propia voluntad y dejá en esta casa
algo de la inocencia que traés –me dijo.
Y entré.
8-
Tomándome de las manos, la chica me sonrió como si nos cono-
ciéramos desde hacía mucho; lo cual me incomodó. ¿Cómo iba a ol-
vidarme yo de semejante mujer de haberla conocido? Sin embargo,
al poco tiempo, noté que la chica tenía algunos rasgos que me ha-
cían acordar a la vieja que por las tardes se asomaba a la ventana y
que yo había venido a visitar. “Seguro que es la nieta y ya no sé si
me interesa conocer a la abuela”, me dije. Pero la idea de haber en-
trado sin que la dueña de casa supiera de mí, me puso repentina-
mente incómodo.
-Soy Mirki -dije.
-Y yo soy Lisa… ¿Las flores son para mí?
-Sí, para vos, pero…
-Gracias… No sabía que hubiera gente tan atenta en este pueblo
de gringos brutos…
-¿Y la vieja de la ventana? ¿No era esa Madame Lisa? –dije con
agitación- ¿Y doña Elviraa? ¿Dónde está doña Elvira?
-Doña Elvira tiene franco los domingos y se va al campo a visitar
a su hermana. En cuanto a lo otro, acá no hay ninguna vieja ni nin-
guna madame ni nunca las hubo ni las va a haber. Ahora sacáte la
campera y tomá un poco de vino… -me dijo. Y me puso en la mano
una copa en vidrio labrado que no sabía si se parecía a un cáliz de
misa o a un florero de cementerio.
39. 9-
Después de haber probado de aquella copa, no puedo recordar
con exactitud lo que pasó. Quizás porque me sobrevino un mareo
como nunca hube experimentado ni volvería a experimentar en
toda mi vida y que me hace desconfiar bastante de mi percepción.
Sin embargo, intentaré una descripción de los hechos tal cual los re-
cuerdo. Tengo la idea de estar acostado en una cama inmensa com-
pletamente desnudo, con Lisa también desnuda lamiéndome los
brazos, el pecho y las tetillas. Y luego la chica que toma mi sexo y
lo mete en su interior con su risa cerca de mis ojos y entonces en-
tiendo de qué se trata aquello que tanto predicaba el Chino Luna
entre los chicos del colegio. Pero al final, tras el estallido de placer,
experimento un vaciamiento brutal, una especie de pequeña
muerte, como me enteraría años después le dicen los franceses. Y
de pronto me siento como si me hubiera vuelto de piedra. No sé
exactamente cuánto dura esta sensación de petrificación, tal vez va-
rias horas. Lo cierto es que mientras dura, la chica raspa mi cuerpo
con un pequeño objeto de vidrio recto; como un escultor que em-
pareja una estatua de arcilla fresca. Y así, a cada raspada, recoge
unos cristalitos de epidermis que veo brillar a la luz de la luna como
microescamas de vida marina. Luego los mete cuidadosamente en
un frasquito azulado y lo tapa, como si guardara una valiosísima
caspa lunar. Varias veces realiza esta operación y llena varios fras-
quitos más, hasta que se recuesta exhausta, sirviéndose una copa
de vino ella también. Pero no se trata del mismo vino que me dio a
mí sino de otra botella más oscura; un vino que se me antoja el jugo
sanguinolento de los bifes de hígado de Eusebio que han trasvasado
a las botellas del palacio. Luego, cuando empiezo a despertar y me
incorporo a duras penas, la chica me acompaña de la mano hasta el
portón de rejas del fondo. Y el portón se abre mágicamente sin chi-
rrido alguno. “Volvé”, es todo lo que me dice a modo de despedida.
Y se pierde como una mancha blanca en el fondo oscuro del patio.
40. 10-
Di la vuelta manzana con lentitud, sin esperanza alguna de en-
contrar a Luchi a semejante hora. Pero contra todos los pronósticos,
mi amigo aún estaba ahí; espiando entre las cortinas de la casa. Miré
el reloj de la iglesia. Todavía no eran ni las diez menos cuarto.
-¿Y? ¿Tan rápido volviste? ¿No era que ibas a meterte por el por-
tón de atrás? ¿Y las flores? ¿Qué hiciste con las flores? ¿Qué le vas
a dar si no?
-¿A quién?
-¡A la vieja! ¿A quién va a ser?… -me dijo Luchi señalando al in-
terior de la casa-. ¡A la vieja esa!...
Y entonces la vi. Era Madame Lisa. Estaba con su sombrero
negro y su pañuelo al cuello dándole de comer hígado crudo a los
gatos de los sillones, sin mirar ni una sola vez hacia la ventana.
Iván Wielikosielek nació en 1971 en Ballesteros,
provincia de Córdoba. Entre sus libros de relatos
se cuentan “Los ojos de Sharon Tate” (2006),
“Crónicas del Sudeste” (2008) y “La profecía del
Pozanjón” (2012). En poesía ha publicado “Coti-
dianos funerales en la Tierra” (2008) y “Príncipe
Vlad” (2012); todos por el presente sello editorial.
Vive en Villa María, donde trabaja como perio-
dista free-lance.
El presente relato era inédito.