Este documento es una introducción escrita por M. Russell Ballard para su libro "Nuestra Búsqueda de la Felicidad: Una Invitación para Conocer La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días". Ballard busca promover la comprensión entre los lectores de diferentes religiones sobre la Iglesia SUD. Explica su propia historia y experiencias para establecer una conexión con el lector. También reconoce que a veces los miembros de la Iglesia SUD pueden faltar el respeto a otras cre
3. Nuestra Búsqueda de la Felicidad
M. Russell Ballard
Desde el principio de los tiempos, hombres y mujeres han estado buscando una respuesta a las
preguntas más desconcertantes de la vida:
¿Quién soy yo?
¿De dónde he venido?
¿Qué significado tiene la vida?
¿Tiene Dios, acaso, un plan para mí?
¿Qué relación tengo yo con Jesucristo?
¿Qué propósito hay en todo lo que hago?
¿Cómo puedo encontrar la paz y la
felicidad?
Al considerar el mundo tan repleto de confusión e incertidumbre en el que vivimos, ¿a quién no le
interesaría saber por qué estamos en este planeta? Y ¿a quién no le agradaría encontrar hoy mismo la
paz y la felicidad— una felicidad que supere los problemas y las tragedias de esta vida?
Afortunadamente, existen respuestas para estas preguntas.
En su obra Nuestra Búsqueda de la Felicidad: Una Invitación para Conocer La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días, M. Russell Ballard propone que el significado de la vida no se
encuentra en la filosofía ni en suposiciones, sino en la verdad divinamente revelada.
Este libro ofrece explicaciones razonables y concisas acerca de nuestra relación con Dios, cuánto
nos ama y cómo podemos comunicarnos con El, la función de Jesucristo como nuestro Salvador y
Redentor, cuál es el propósito de la vida, cómo puede la familia llegar a ser eterna, y en qué manera
podemos lograr la felicidad que anhelamos—conceptos éstos que el Señor reveló al mundo al restaurar
la plenitud de Su evangelio por medio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, el élder M. Russell Ballard posee las
credenciales necesarias para traernos este mensaje. Ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza
del evangelio, comenzando en 1948 al servir como misionero en Inglaterra. En 1976, el élder Ballard se
encontraba sirviendo como Presidente de la Misión Canadá Toronto cuando fue llamado al Primer
Quórum de los Setenta. Tiempo después, como miembro de la presidencia de dicho quórum, ocupó el
cargo de Director Ejecutivo del Departamento Misional de la Iglesia.
Durante los años en que el élder Ballard sirvió en el Consejo Ejecutivo Misional, se efectuó una
revisión de todos los materiales de proselitismo y capacitación de la Iglesia. Como parte de ello,
comenzaron a utilizarse más ampliamente los medios de publicidad e información, y se produjeron
videos tales como "El Plan de Nuestro Padre Celestial" y "Juntos para Siempre", los cuales se
difundieron en todo el mundo.
El élder Ballard y su esposa, Barbara, tienen siete hijos.
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4. CONTENIDO
RECONOCIMIENTOS .............................................. 4
INTRODUCCIÓN
El Principio de la Comprensión .................................. 5
CAPITULO UNO
La Iglesia de Jesucristo ............................................... 9
CAPITULO DOS
La Apostasía ................................................................ 19
CAPITULO TRES
La Restauración........................................................... 26
CAPITULO CUATRO
El Libro de Mormón ................................................... 31
CAPITULO CINCO
El Sacerdocio de Dios ................................................. 39
CAPITULO SEIS
El Plan Eterno de Dios ................................................ 49
CAPITULO SIETE
Los Artículos de Fe ..................................................... 58
CAPITULO OCHO
Los Frutos del Evangelio ............................................ 70
CONCLUSIÓN
El Ancla de la Fe ......................................................... 81
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5. RECONOCIMIENTOS
La producción de este libro ha requerido mucho tiempo y agradezco a todos aquellos
que me han animado y que han contribuido en diversas maneras para lograrlo. Varios de
mis colegas y amigos han leído los textos originales a través de su desarrollo, ofreciendo
sugerencias que han enriquecido considerablemente su contenido. Este libro ha resultado
ser mucho mejor gracias a dicha ayuda.
En particular, agradezco a los representantes de otras religiones, hombres y mujeres
que tuvieron la buena voluntad de leer los textos originales. Sus impresiones personales
y sus comentarios han sido de gran ayuda para que este libro sea claro, comprensible y,
así lo espero, que no le resulte ofensivo a nadie.
Aunque es siempre arriesgado referirse sólo al esfuerzo de ciertas personas, aprecio
en gran manera a mi secretaria, Dorothy Anderson, quien, incansablemente, recopiló
material informativo y efectuó un amplio examen. La ayuda y consejos de Joe Walker
impulsaron el desarrollo de esta obra. Ron Millett, Eleanor Knowles, Sheri Dew, Kent
Ware y Patricia Parkinson, todos de Deseret Book, alentaron el proyecto desde el
principio y contribuyeron a que el manuscrito se convirtiera en libro. Del mismo modo,
agradezco a mi esposa, Barbara, su paciencia y amoroso estímulo.
No obstante las contribuciones y sugerencias de tantas personas, yo asumo completa
responsabilidad por el contenido de este libro.
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6. EL PRINCIPIO DE
LA COMPRENSIÓN
INTRODUCCIÓN
Consideremos por un momento la palabra comprensión.
Es, en realidad, una palabra simple—una palabra que utilizamos casi todos los días.
Pero significa algo verdaderamente extraordinario. Mediante la comprensión podemos
fortalecer nuestras relaciones, revitalizar vecindarios, unificar naciones y aun traer la paz
a este mundo perturbado en el cual vivimos. Sin la comprensión, la consecuencia es, a
menudo, el caos, la intolerancia, el odio y la contienda.
Esto es, en otras palabras, la incomprensión.
Si tuviera que escoger un término para describir mi propósito en escribir este libro,
sería la comprensión. Más que nada, deseo que quienes lean estas páginas—en especial
aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días-—comprendan mejor a la Iglesia y a sus miembros. Esto, en realidad, no quiere
decir que mi objetivo sea que cada lector se una a la Iglesia o que acepte nuestras
doctrinas y costumbres—aunque sería yo deshonesto si no reconociese que, si así fuere,
ello me causaría un gran placer. Pero ése no es el propósito de este libro, sino lograr el
entendimiento y la comprensión, y no la conversión. Esta obra persigue más el deseo de
establecer lazos de confianza, aprecio y respeto, que el interés de aumentar el número de
miembros de la Iglesia.
Tal comprensión debiera comenzar con nosotros mismos: usted, lector y yo.
A fin de poder comprenderme y entender un tanto mejor mi punto de vista, quizás le
interese saber que yo nací en la época de la llamada Gran Depresión, lo que significa
que los primeros años de mi vida transcurrieron dentro de una época en que las cosas
eran más difíciles y económicamente más severas que en la actualidad. Pude observar
cuánto debieron luchar mis padres para mantener a nuestra familia y ello tuvo un efecto
muy particular en mí. Fui a la escuela pública, asistí a la universidad y luego conocí a
Barbara, una mujer maravillosa, me casé con ella y es hoy la madre de nuestros siete
hijos. Desde el punto de vista profesional, he participado en el negocio de bienes raíces,
en inversiones monetarias y en el comercio de automotores, siendo también propietario
de una agencia de ventas de automóviles, hasta 1974, cuando fui llamado a servir como
presidente de una misión y como líder eclesiástico de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días. Mi familia y yo hemos experimentado tiempos buenos y
tiempos malos, éxito y fracasos; hemos pasado por momentos de felicidad y también de
tristezas.
¿Qué experiencias ha tenido el lector? Muy probablemente nunca nos hayamos
conocido, pero estoy seguro de que ambos tenemos muchas cosas en común. Es posible
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7. que a usted le preocupen los acontecimientos del mundo, que le inquieten los conflictos
entre las naciones y dentro de los mismos países, la inestabilidad económica y social, y
los disturbios políticos. Quizás haya tenido que sufrir alguna enfermedad grave, el
infortunio o una desilusión inesperada, el desempleo o el fallecimiento de un ser amado
y, como consecuencia, esté sufriendo física, espiritual y emocionalmente. Es probable
que su familia sea para usted lo más importante del mundo. Y si así fuese, es indudable
que habrá momentos en que, al contemplar los acontecimientos de nuestra época, sentirá
usted temor por el futuro de nuestros hijos y nietos—y en realidad, por la civilización
misma.
También yo me siento así.
Si lo analizamos bien, la gente toda es muy similar. Nuestros antecedentes, cultura y
situación económica podrían diferir, y nuestras actitudes y puntos de vista podrían ser
distintos. Pero en nuestro corazón, que es lo que realmente tiene valor, somos todos muy
semejantes.
Un amigo mío se hallaba en el hogar de cierta persona en un país extranjero. Apenas
terminaban de cenar y, mientras conversaban amablemente, el joven hijo de aquella
persona entró súbitamente a la sala más de una hora después de la que había convenido
que volvería a la casa.
"El único idioma que hablo es el inglés," dijo mi amigo al contarme acerca de esa
experiencia, "pero pude comprender aquella breve e intensa conversación, casi palabra
por palabra: El padre preguntó al muchacho si tenía idea de la hora que era. Este
respondió que no. El padre entonces le preguntó si recordaba a qué hora debía haber
regresado a la casa. El joven dijo que no. El padre le preguntó dónde había estado. El
hijo contestó que "había andado por ahí'. El padre le preguntó por qué había regresado
tan tarde, a lo que el muchacho respondió que no se había dado cuenta de la hora que
era."
Finalmente, el exasperado padre excusó a su hijo y, volviéndose hacia mi amigo, dijo:
"Lo siento mucho," y comenzó a explicarle la situación. Mi amigo lo detuvo, diciéndole:
"No es necesario que me explique nada. Entiendo perfectamente."
El hombre lo miró con cierto asombro y le comentó: "No sabía yo que usted hablaba
nuestro idioma."
"No, no hablo su idioma," respondió mi amigo, "pero sí hablo el idioma de los padres.
Yo he tenido esta misma conversación muchas veces con mis propios hijos."
Esta similitud no conoce fronteras, ya sea en lo cultural, en lo económico o en lo
religioso, entre otras, y nos hace iguales a pesar de todas nuestras diferencias. Pero no es
así en cuanto a nuestra naturaleza humana, ¿verdad? Nuestra tendencia natural es la
desconfianza hacia todo lo que consideramos normal y concentramos tanto nuestra
atención en las pocas cosas que nos separan, que no percibimos las muchas que tenemos
en común y que debieran unirnos.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles y como una de las Autoridades
Generales o ministros presidentes y administradores de La Iglesia de Jesucristo de los
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8. Santos de los Últimos Días (llamada a veces Iglesia "Mor-mona"), pienso
constantemente en cuanto a la religión y el efecto que tiene en las relaciones humanas.
El amor que existe entre la gente que comparte los mismos valores y experiencias
religiosas puede llegar a ser la fuerza más satisfactoria y unificante, sólo comparable a
una familia bien cimentada y feliz. Al mismo tiempo, sin embargo, muy pocas son las
cosas en la vida que podrían dividir a la gente más que las diversas interpretaciones de la
verdad religiosa. No es necesario indagar mucho para verificar este hecho en la historia
o para encontrar a alguien que nos provea un extenso relato de las atrocidades cometidas
por la gente en nombre de la religión. De acuerdo con Samuel Davies, un clérigo
estadounidense del siglo pasado, "la intolerancia ha sido una maldición en toda época y
en todo estado."
Ya sea que fuere o no una maldición, también es cierto que quienes somos
religiosamente activos (incluso muchos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días) a menudo nos acarreamos problemas al manifestar un
entusiasmo desmedido sobre nuestra fe. A veces solemos decir con imprudencia algo
que podría ser malin-terpretado por vecinos o amigos que pertenecen a otras iglesias.
Otros podrían percibir este entusiasmo acerca de nuestras creencias como una falta de
respeto hacia las suyas, lo cual, en vez de promover el entendimiento, podría provocar
una actitud defensiva o el enfado.
Yo comprendo cuán fácilmente suceden estas cosas. Nuestros misioneros llaman a su
puerta, sin ser invitados, y le piden que los reciba en su hogar y les permita compartir
con usted un mensaje evangélico. Sus vecinos Santos de los Últimos Días hablan mucho
acerca de la iglesia, quizás mucho más que otros amigos lo hacen de la suya. Probable-
mente lo hayan invitado a ir a la iglesia con ellos o a escuchar a los misioneros en sus
hogares y, en su entusiasmo, es posible que hayan hecho alguna alusión irreflexiva en
cuanto a sus creencias o modo de vivir.
Si usted ha tenido alguna vez una de estas experiencias, le ofrezco mis disculpas.
Estoy seguro de que la ofensa no habrá sido intencional. Una de las creencias más
valiosas de nuestra fe se refiere al respeto de la diversidad religiosa. Así lo enseñó José
Smith, el primer presidente de nuestra iglesia: "Reclamamos el derecho de adorar a Dios
Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a
todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde y lo que deseen."
(Artículo de Fe número 11 de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días.)
Creemos verdaderamente en ello. Así como reclamamos el derecho de adorar como
queremos, también creemos que usted tiene el derecho de adorar—o no adorar—
conforme a su propio deseo. Todas nuestras relaciones personales deben estar fundadas
en el respeto, la confianza y el aprecio mutuos. Pero esto no debería impedir que
compartamos, unos con otros, nuestros sentimientos religiosos más profundos. Aún más,
quizás logremos descubrir que nuestras diferencias filosóficas podrían sazonar y
enriquecer los conceptos de nuestras relaciones, especialmente si tales relaciones se
basan en los verdaderos valores y en la sinceridad, el respeto, la confianza y la
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9. comprensión. Particularmente en la comprensión.
Entiendo, por supuesto, que la vida no siempre resulta ser lo que debiera. El tema de
la religión podría ser muy delicado, sobre todo si se lo trata con indiferencia. Me enteré
del caso de un miembro de nuestra iglesia que se hallaba mudando a su familia a un
nuevo vecindario, cuando un vecino que estaba regando el césped, tratando de ser cor-
dial con él, le hizo una pregunta casual: "¿De dónde vienen ustedes?"
Nuestro miembro creyó que en la pregunta se le ofrecía una oportunidad propicia. Fue
hasta la casa de al lado y, poniendo una mano sobre el hombro del vecino, respondió:
"¡Qué pregunta interesante! ¿Por qué no viene usted con su familia a cenar con nosotros
una noche de éstas para que podamos enseñarles la verdad acerca de dónde vinimos, por
qué estamos aquí y hacia dónde vamos después de esta vida?"
No es difícil entender cómo podría alguien ser despreciado ante tal proposición.
Compartir nuestros sentimientos y creencias de naturaleza religiosa es algo muy
personal y aun sagrado. No puede hacerse con mucha eficacia si se encara de una
manera arrogante. No obstante, muchos miembros de nuestra iglesia están
constantemente buscando una oportunidad para compartir el mensaje del evangelio
restaurado con sus amigos, familiares, vecinos y todo aquel que esté dispuesto a
escucharles.
¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué? ¿Por qué están los miembros de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tan ansiosos de hablar acerca de
su religión, aun con personas que parecen estar completamente felices con sus propias
iglesias y su propio modo de vivir? ¿Por qué no dirigimos nuestros esfuerzos misionales
a aquellos que no pertenecen a iglesia alguna y a los que no tienen religión, y dejamos
en paz al resto del mundo? ¿Y qué hace, al fin y al cabo, que nuestra condición de
miembros de la iglesia resulte ser una pasión tan consagrada, fundamental e inspiradora?
Este libro procura contestar esas preguntas, sincera y directamente, mediante una
simple declaración acerca de lo que creemos que es la verdad. Creo que este mensaje es
enormemente importante y que todos los hijos de Dios—y esto incluye a todo el
mundo—tienen el derecho de recibirlo para poder decidir por sí mismos si esto tiene
validez alguna para ellos y para sus familias. Mi esperanza mayor es que, una vez que
haya terminado de leer este libro, usted cuente con una mejor comprensión—he aquí de
nuevo esa palabra— del por qué nosotros sentimos esa necesidad de compartir con otros
nuestras creencias. Y si ello surte un buen efecto en su vida, aun cuando sólo sea en
cuanto a su disposición para comprender y relacionarse con sus amigos mormones y sus
familias, tanto mejor.
¿Está listo para empezar? Comencemos entonces con un enfoque de la figura central
de nuestra fe: el Señor Jesucristo.
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10. LA IGLESIA DE JESUCRISTO
C A P I T U L O UNO
Se estaba poniendo el sol en aquel agitado domingo en 1948, cuando me encontraba
en Nottingham, Inglaterra, durante mi primera misión para La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. Yo acababa de tener con otros misioneros una
provechosa serie de contactos, en los que habíamos ofrecido nuestro mensaje a los
transeúntes en la Plaza Nottingham.
Un caballero nos había preguntado, "¿Qué les hace pensar a ustedes, los americanos,
que pueden venir aquí y enseñarnos lo que es el cristianismo?"
Esa era una pregunta muy común y, a mi parecer, legítima. A menos que
estuviéramos en condiciones de ofrecer algún concepto o conocimiento que la gente no
pudiera recibir en otro lugar, no había en realidad razón alguna para que se nos
escuchara. Afortunadamente, nosotros teníamos ese mensaje—un mensaje único y de
enorme significado eterno—y tuve la satisfacción de responderle a aquel caballero con
mi testimonio. Mantuvimos una conversación muy animada e interesante y pude sentir
el espíritu del Señor cuando le expliqué el mensaje del Evangelio de Jesucristo.
Aquel espíritu me acompañaba aun al atardecer mientras, de regreso a casa,
caminábamos a orillas del río Trent.
Aquél había sido un largo día, no muy desalentador pero sí fatigante, colmado de
reuniones y de los servicios relacionados con mis funciones como líder de misioneros y
miembros de la Iglesia en Nottingham. Al caminar, podía oír el tranquilizador murmullo
del río y sentir que mis pulmones se llenaban del aire húmedo y pesado de Inglaterra.
Pensaba en los misioneros confiados a mi responsabilidad y en los Santos de los Últimos
Días en Nottingham que me consideraban—a mí, un joven norteamericano de veinte
años de edad—su líder. Y también pensaba en aquel caballero y su pregunta, y en el
sincero testimonio que le ofrecí como respuesta.
Al caminar junto al río, cansado pero feliz y contento por mi labor, me acometió un
profundo sentimiento de paz y comprensión. Fue en ese preciso momento que llegué a
saber que Jesucristo me conocía, que me amaba y que guiaba nuestros esfuerzos
misionales. Por supuesto que yo siempre había creído en estas cosas, ya que eran parte
del testimonio que había expresado sólo un par de horas antes. Pero de alguna manera,
en aquel instante en que las recibí como una revelación, mi creencia se transformó en
conocimiento. No había visto visión alguna ni oído voces, pero no habría podido aceptar
con mayor convicción la realidad y la divinidad de Cristo aunque El mismo se hubiera
presentado ante mí y pronunciado mi nombre.
Aquella experiencia sirvió para modelar mi vida. Desde aquél día hasta hoy, cada una
de mis decisiones importantes se ha basado en mi testimonio en cuanto al Salvador.
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11. Nunca he podido, por ejemplo, participar en ciertas actividades profesionales que no
armonizan con la manera en que Jesús habría participado en los negocios. Hemos
procurado fundamentar toda decisión familiar de importancia en lo que el Señor
esperaría de nosotros—no importa lo que fuere. Aun nuestras relaciones personales han
estado cimentadas en el amor—el amor a Cristo y Su amor por nosotros.
Así es todo cuando Jesucristo constituye algo real en nuestra vida. No es que El nos
haga hacer cosas que de otro modo no haríamos, sino que tenemos la disposición a hacer
lo que El mismo haría y responder como respondería, a fin de poder vivir nuestra vida
en armonía con la Suya. Y es muy interesante lo que sucede cuando uno trata de seguir
las huellas de Cristo. Si nos concentramos en tratar de proceder como El lo hiciera—con
amor y caridad, sirviendo y obedeciendo a cada paso—un día podremos darnos cuenta
de que Su sendero nos habrá conducido directamente hasta el trono de Dios. Porque éste
es y ha sido siempre Su propósito y misión: guiarnos hacia nuestro Padre Celestial, a fin
de que podamos morar con El en Su hogar eterno.
Sin embargo, en lo que respecta a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días, esa misión del Salvador no comenzó en la cuna de un
pesebre de Belén. Antes bien se remonta a un tiempo mucho más lejano, cuando todos
vivíamos como hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. No teníamos entonces un
cuerpo de carne y huesos como tenemos ahora, sino que la esencia de nuestro ser—o en
otras palabras, nuestra persona espiritual—existía con el resto de los hijos espirituales de
nuestro Padre Celestial.
Jesús era el mayor de estos espíritus, el primogénito (Salmos 89:27), y ocupaba un
lugar de honor con el Padre "antes que el mundo fuese" (Juan 17:5). En Su condición de
tal, ayudó a poner en práctica el plan que nos traería a la tierra, donde obtendríamos un
cuerpo físico y experimentaríamos las vicisitudes de la vida mortal, a fin de poder
desarrollar nuestra capacidad para obedecer los mandamientos de Dios, una vez que los
hubiéramos recibido y entendido. Jesús, conocido por el nombre de Jehová en el
Antiguo Testamento (y para entender este concepto en las Escrituras, compare Isaías
44:6 con Apocalipsis 1:8, Isaías 48:16 con Juan 8:56-58, e Isaías 58:13-14 con Marcos
2:28), aun ayudó a crear la tierra en la cual vivimos (véase Juan 1:1-3 y Colosenses
1:15-17); y como uno de los tres miembros de la Trinidad compuesta por el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, Jesús representó al Padre Celestial en Sus comunicaciones con
los profetas y patriarcas de la antigüedad.
Cuando llegó el momento en que había de nacer en la carne, Jesús fue concebido
como el "unigénito del Padre." (Juan 1:14.) Por medio de Su madre, María, recibió
algunas de las debilidades propias de los seres mortales, las cuales habían de ser de gran
importancia para Su misión preorde-nada, y tantas veces predicha, de tener que sufrir y
morir por los pecados de toda la humanidad. Por medio de Su Padre Eterno, recibió
asimismo ciertos poderes exclusivos de la inmortalidad, lo que le proporcionó la
capacidad para vivir una vida sin pecado y, finalmente, superar los efectos de Su propia
muerte y de la nuestra.
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12. Usted estará probablemente familiarizado con el relato bíblico de la vida y ministerio
de Cristo. Sus amigos mor-mones creen cabalmente en esa historia y también en algunas
informaciones adicionales que se encuentran en el Libro de Mormón: Otro Testamento
de Jesucristo. Más adelante nos referiremos al Libro de Mormón con mayores detalles,
pero por ahora sólo quiero citar una parte de su portada en la que se informa a los
lectores que una de las principales razones por las que se preservaron los pasajes
sagrados que el libro contiene es "convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo,
el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones."
El hecho de que Jesucristo había de ser el centro mismo de adoración para los
cristianos en todo el mundo es, en sí, un milagro. Porque, en realidad, la misión terrenal
del Salvador fue breve. Su vida mortal duró treinta y tres años, y Su ministerio
eclesiástico solamente tres. Pero en esos últimos tres años enseñó a la familia humana
todo lo que debemos hacer para poder recibir las bendiciones que nuestro Padre
Celestial nos ha prometido a cada uno de nosotros, Sus hijos. Mediante Su fe y Su
autoridad, el Salvador realizó milagros maravillosos, desde la conversión de agua en
vino en la fiesta de bodas de Caná hasta la resurrección de Lázaro. Y concluyó Su
ministerio humano consumando el hecho más increíble en la historia del mundo: la
Expiación.
Es imposible describir con palabras el significado cabal de la expiación de Cristo.
Sobre este tema se han escrito innumerables volúmenes. Permítame, no obstante, que
para nuestro objetivo, explique en términos breves y sencillos lo que la expiación de
Jesucristo significa para mí—y lo que podría significar para usted.
Recuerdo haber leído una vez algo acerca de un bombero en una ciudad de los
Estados Unidos, el cual había acudido al rescate de varios niños atrapados en el incendio
de una vivienda. Mientras sus camaradas luchaban para evitar que el fuego se propagara
a otros edificios adyacentes, aquel hombre entraba y salía repetidamente en la casa,
sacando cada vez a un niño en sus brazos. Después de rescatar a cinco niños, se lanzó de
nuevo hacia aquel infierno. Los vecinos le gritaban que no había ya ningún otro niño en
esa familia, pero él insistió en que había visto a una criatura en una cuna y entró
corriendo en medio del violento incendio.
Momentos después de que el bombero hubo desaparecido entre las llamas y el humo,
se produjo una terrible explosión que sacudió el edificio, derrumbándolo. Pasaron varias
horas antes de que los bomberos pudieran localizar el cadáver de su colega. Lo
encontraron en uno de los cuartos, cerca de una cuna y protegiendo con su cuerpo un
muñeco—casi intacto—del tamaño de un niño.
Para mí, ésta es una historia asombrosa. Me emociona pensar en la devoción de aquel
valeroso y abnegado bombero, y agradezco que en el mundo haya hombres y mujeres
dispuestos a arriesgar su vida para beneficio de otros.
Ante tal ejemplo de heroísmo, sin embargo, pienso en el acto más heroico de todos los
tiempos que el propio Hijo de Dios llevara a cabo en favor de la humanidad. En un sen-
tido verdaderamente real, toda la humanidad—en el pasado, el presente y el futuro—se
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13. encontraba atrapada tras una muralla de llamas atizadas e intensificadas por motivo de
nuestra propia incredulidad. El pecado separaba de Dios a los mortales (véase Romanos
6:23) y así había de ser para siempre a menos que se contara con un medio que apagase
las llamas del pecado y nos rescatase de nosotros mismos. Esto no iba a ser fácil, porque
requería el sacrificio de un Ser inmaculado que estuviera dispuesto a pagar el precio de
los pecados de toda la humanidad, entonces y para siempre.
Afortunadamente, fue Jesucristo quien desempeñó con heroísmo el papel más
importante en dos escenarios de la antigua Jerusalén. El primer acto lo ofreció en
silencio y de rodillas en el Jardín de Getsemaní. Allí, en aquella soledad apacible entre
olivos retorcidos y sólidas rocas, y en una manera tan increíble que ninguno de nosotros
puede comprender cabalmente, el Salvador tomó sobre Sí los pecados del mundo. Aun
cuando Su vida era pura y sin mácula, El pagó el precio de los pecados—los de usted,
los míos y los de todo ser mortal. Su agonía mental y emocional fue tanta que causó que
sudara sangre por cada poro de Su piel (véase Lucas 22:44). Y sin embargo, lo hizo por
voluntad propia a fin de que todos pudiéramos tener la oportunidad purifi-cadora del
arrepentimiento mediante la fe en Jesucristo, sin la cual ninguno de nosotros sería digno
de entrar en el reino de Dios.
El segundo acto tuvo lugar pocas horas más tarde en las cámaras de tortura de
Jerusalén y en la cruz del monte Calvario, donde Jesús sufrió la agonía de un riguroso
interrogatorio, crueles azotes y, en la crucifixión, la muerte. Nuestro Salvador no tenía
por qué padecer esas cosas. Como Hijo de Dios, tenía poderes para alterar la situación
en muchas maneras. No obstante, permitió que lo golpearan, se abusara de El, lo
humillaran y le quitaran la vida a fin de que todos nosotros pudiéramos recibir el
inapreciable don de la inmortalidad. El sacrificio expiatorio de Jesucristo fue una parte
horrorosa pero indispensable del plan que nuestro Padre Celestial tenía en cuanto a la
misión terrenal de Su Hijo. Merced a que Jesús padeció la muerte y triunfó luego sobre
la misma en virtud de Su resurrección, todos nosotros recibiremos el privilegio de la
inmortalidad. Este don se otorga libremente a todo ser humano, no importa su edad ni
sus actos buenos o malos, mediante la gracia amorosa de Jesucristo. Y a todos los que
decidan amar al Señor y demostrar su amor y su fe en El al cumplir Sus mandamientos,
la Expiación les ofrece la promesa adicional de la exaltación, o sea el privilegio de vivir
para siempre en la presencia de Dios.
Con frecuencia los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días cantan el himno "Asombro me da," cuyas palabras expresan lo que yo siento
cuando considero el benevolente sacrificio expiatorio del Salvador:
Asombro me da el amor
que me da Jesús,
Confuso estoy por su gracia
y por su luz;
Y tiemblo al ver que por mí
él su vida dio,
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14. Por mí, tan indigno, su sangre
se derramó.
¡Cuán asombroso es
que él me amara a mí,
rescatándome así!
¡Sí, asombroso es
siempre para mí!
Ante tal sentimiento que los Santos de los Últimos Días tienen por Jesucristo y Su
maravillosa expiación, quizás usted se habrá preguntado cómo es que nunca ha visto a
sus vecinos mormones luciendo al cuello una cadena con un crucifijo o por qué no usan
la cruz como ornamento en los edificios y en la literatura de su iglesia. La mayoría de
los cristianos utilizan la cruz como un símbolo de su devoción a Cristo o como una
representación de Su crucifixión en el Calvario. Entonces, ¿por qué los miembros de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no hacen lo mismo?
Nosotros veneramos a Jesús. El es la Cabeza de nuestra Iglesia, la cual lleva Su
nombre. El es nuestro Salvador y Redentor y lo amamos mucho. Es por Su intermedio
que adoramos y oramos a nuestro Padre Celestial. Inmensa es nuestra gratitud por el
poder fundamental y maravilloso que Su expiación ejerce en la vida de cada uno de
nosotros.
Sin embargo, aunque el solo pensar en la sangre que derramó por nosotros en
Getsemaní y en el Calvario llena nuestro corazón de un aprecio profundo, no es
únicamente significativo para nosotros que El haya muerto. Nuestra esperanza y nuestra
fe radican en la íntima comprensión de que El vive en la actualidad y que por medio de
Su espíritu continúa guiando y dirigiendo Su Iglesia y a Su gente. Nos gozamos en el
conocimiento de un Cristo viviente y reconocemos con reverencia los milagros que
realiza hoy en la vida de todos los que tienen fe en El. Es por eso que preferimos no
atribuir tanta preponderancia a un símbolo que sólo representa Su muerte.
Nosotros creemos que únicamente si concentramos nuestra atención en el Salvador y
edificamos nuestra vida sobre los firmes cimientos que la Expiación y el evangelio nos
proveen, estaremos preparados para resistir las provocaciones y las tentaciones que son
tan comunes hoy en el mundo.
En el Libro de Mormón, un profeta llamado Nefi lo explica así:
"Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto
de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante,
deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre:
Tendréis la vida eterna.
"Y ahora bien... ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del
cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios." (2 Nefi 31:20-21.)
Por esta razón, nuestra creencia en Cristo no es algo pasivo. Nosotros creemos que El
y nuestro Padre Celestial continúan hoy atendiendo las necesidades de la humanidad por
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15. medio de la inspiración y la revelación. Los líderes de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días actúan bajo Su divina dirección, tal como lo hicieron los
antiguos apóstoles y profetas cuando Su Iglesia se encontraba organizada en la tierra.
Nuestra fe es algo activo y vibrante que dedicamos al servicio del Señor y a llevar a
cabo todo lo que El haría si estuviera en persona entre nosotros. Cuando hacemos Su
voluntad, sentimos Su espíritu, una presencia que nos entibia el alma con valor y fe y
nos acerca más a El. Y al acercarnos a El, aprendemos a amarle y a amar a nuestro Padre
Eterno, y les demostramos nuestro amor al guardar Sus mandamientos—lo cual nos
facilitará la tarea de llegar a ser como Ellos.
No es que realmente podamos llegar a ser como Jesús, pero al dedicarnos a El—
espiritual, física y emocional-mente—nuestra vida recibe la amorosa orientación de Sus
bendiciones. Ello influirá toda decisión que adoptemos desde ese momento en adelante,
porque hay ciertas cosas que un hombre o una mujer que ama a Cristo no haría jamás.
Nuestras acciones van ajustándose a una disciplina y nuestras relaciones son más
honradas; aun nuestro lenguaje se purifica cuando vivimos la vida conforme a Jesucristo
y Sus enseñanzas. En otras palabras, una vez que nuestro corazón y nuestra alma
asimilan el espíritu de Cristo, nunca volveremos a ser como éramos antes de ello.
Esto no significa que de pronto hayamos llegado a ser perfectos. Ninguno de nosotros
puede lograrlo en esta vida, y por eso es que estamos tan agradecidos por el don del
arrepentimiento merced a nuestra fe en Cristo. Ello quiere decir que tratamos
constantemente de cumplir con la responsabilidad de ser verdaderos discípulos de
Cristo, no porque le tengamos temor a El o a nuestro Padre Celestial, sino porque les
amamos y deseamos servirles.
La mayor satisfacción que proviene de vivir una vida fundamentada en Cristo, está en
cómo nos hace sentir íntimamente. Es difícil adoptar una actitud negativa acerca de las
cosas cuando nuestra vida está inspirada en el Príncipe de Paz. Todavía tendremos
problemas. Todo el mundo los tiene. Pero la fe en el Señor Jesucristo es un poder que
deberá reconocerse en la vida—universal e individualmente. Esa fe puede constituir una
fuerza trascendente mediante la cual se producen los milagros. También puede ser una
fuente de fortaleza interior por la que podemos lograr la dignidad propia, la tranquilidad
íntima, la satisfacción personal y el valor para perseverar. Yo he podido ver que hay
matrimonios que se han preservado, familias que han sido fortalecidas, tragedias que se
han superado, profesiones que se vieron vigorizadas y personas cuya voluntad fue
renovada para seguir viviendo a medida que la gente se humilla ante el Señor y acepta
Su voluntad para guiar su vida. Cuando logramos comprender y cumplir los principios
del evangelio de Jesucristo, podemos evaluar y resolver la angustia, la desdicha y las
inquietudes de toda índole.
Consideremos, por ejemplo, el caso de Jeff y Kimberly, dos excelentes jóvenes—
ambos atractivos, inteligentes y de una personalidad sumamente agradable.
Todos aquellos que les conocían pensaban que el suyo iba a ser un matrimonio ideal.
Y lo fue—durante unos pocos meses. Pero entonces las relaciones entre ellos
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16. comenzaron a deteriorarse cuando Jeff empezó a dedicar cada vez mayor atención a sus
estudios y actividades deportivas, mientras Kimberly se consagraba totalmente a su
trabajo. Era muy poco lo que los mantenía juntos y nada los unía en espíritu ni en
propósito. Al aproximarse su primer aniversario de bodas, ambos pensaban ya en dar fin
a su matrimonio, considerándolo un deplorable error.
Sin embargo, menos de dos años más tarde ese matrimonio se había transformado en
algo sólido y seguro. ¿Cuál era su secreto? Ambos habían encontrado su afinidad en
Cristo.
"Probamos todas las cosas en las que pudimos pensar," dijo Kimberly, "pero nada en
realidad nos ayudaba, hasta que decidimos retornar a la iglesia. Fue allí donde comen-
zamos a sentir los consabidos anhelos espirituales que nos unieron cuando decidimos
procurar la voluntad del Señor en nuestra vida diaria. Cuando nuevamente nos arrodi-
llamos juntos para orar y pedir a nuestro Padre Celestial que nos bendijera y ayudara,
volvimos a la realidad y fortalecimos así nuestro amor y nuestro respeto mutuo."
Una percepción similar fue también el problema de Steven, aunque mucho más seria.
Confundido y perturbado por las filosofías antagónicas de la década de 1960, Steven se
encontró años más tarde deambulando por todo el país en procura de propósito y
orientación para su vida. Andaba un día por las calles de San Diego, en California,
cuando vio a dos misioneros mormones.
"¡Muchachos!," les gritó al verles pasar en sus bicicletas por un apacible vecindario
residencial. "¿Andan vendiendo algo bueno?"
Los misioneros lo observaron y, por un instante, pensaron en no prestarle atención y
seguir pedaleando. Nunca habían visto a un posible candidato que les pareciera menos
prometedor. Steven tenía el cabello hasta los hombros, una barba espesa y sucia, vestía
ropas andrajosas y calzaba sandalias y una gorra militar. Tenía sucias la cara y las
manos, y de su boca colgaba un cigarrillo apagado.
Los misioneros se consultaron con la mirada. Luego contemplaron a Steven y de
nuevo se miraron entre sí.
"No, no estamos vendiendo nada," dijo uno de los misioneros encogiéndose
ligeramente de hombros y con una sonrisa en los labios. "Lo que tenemos, estamos
dándolo gratis."
"¡Muy bien!," respondió Steven. "Aceptaré lo que estén regalando."
Los misioneros rieron. También se rió Steven, y entonces comenzaron a conversar.
De alguna manera, durante la conversación, los misioneros percibieron el anhelo
espiritual de Steven, quien los invitó a su pequeño y desordenado apartamento, donde
comenzaron a enseñarle acerca de Jesucristo y Su importante función en el eterno plan
que Dios tiene para Sus hijos. Al cabo de dos horas, los misioneros concertaron con
Steven otra visita para el día siguiente.
No habría sido extraño para los misioneros descubrir que Steven no estaba en su
apartamento a la hora indicada, pero allí los esperaba. Sólo que esta vez notaron algo
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17. diferente en él: su mirada era brillante y clara, y tanto él como su cuarto lucían muy
limpios.
"Tan pronto como se fueron ustedes ayer," Steven les dijo con entusiasmo, "me di una
ducha, limpié mi cuarto y arrojé la botella de licor a la basura. Me pareció lógico ha-
cerlo."
Los misioneros casi no podían creerlo. Pero mucho más se sorprendieron al día
siguiente cuando, al llegar para una tercera visita, encontraron que Steven se había
afeitado la barba y cortado el cabello.
Una vez más le escucharon decir: "Me pareció lógico hacerlo."
También le "pareció lógico" comprarse ropa limpia y conseguir un empleo e
interrumpir relaciones con cierta clase de amigos. Cada vez que llegaban a su
apartamento, los misioneros fueron descubriendo que Steven había decidido hacer
importantes modificaciones en su vida y modo de vivir. Los misioneros habían estado
enseñándole acerca de Jesucristo y Su evangelio, pero no le habían pedido todavía que
hiciera cambio alguno en su existencia. Steven hizo esos cambios por voluntad propia y
en forma total porque el espíritu de Cristo estaba haciendo cambios en su persona. En la
actualidad, aquel vagabundo espiritual es un devoto hombre de familia, un próspero
hombre de negocios y un fiel discípulo del Señor Jesucristo.
En uno de los pasajes del Libro de Mormón, un noble líder espiritual llamado
Helamán aconsejó a sus hijos:
"...Recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de
Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus
impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa
tormenta os azoten, esto no tenga poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia
sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro,
un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán." (Helamán 5:12.)
Mi abuelo comprendió bien este concepto. Aunque falleció cuando yo tenía apenas
diez años de edad, Melvin J. Ballard ha ejercido siempre una gran influencia en mi vida.
Desde mis primeros años he oído hablar a mi familia acerca de su amor por el Señor y su
firme dedicación a la Iglesia. Pasó toda su vida edificándose en el "fundamento seguro"
del que habló Helamán y no sé que haya habido "dardos en el torbellino" que jamás
hayan podido penetrar su fe y su testimonio. En realidad, mi búsqueda personal para
obtener conocimiento acerca del Salvador ha sido inspirada en gran manera por el relato
de mi abuelo Ballard en cuanto a una de sus más sagradas experiencias.
Mientras prestaba servicio como misionero entre los indígenas en el noroeste de
Estados Unidos, mi abuelo vivió una época de increíbles contiendas, cuando allí se
manifestaron dificultades sin precedentes—y aparentemente insuperables—en contra de
la Iglesia. Mi abuelo pasó innumerables horas de rodillas en procura de orientación e
inspiración. En aquellos momentos, cuando todo parecía ser sombrío y desesperante,
recibió, conforme a sus propias palabras, "una maravillosa manifestación y sensación
que nunca se ha apartado de mí.
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18. "Sentí una voz que me dijo que había de tener un gran privilegio," escribió en su
diario personal. "Se me condujo a un cuarto en el que iba a conocer a alguien. Al entrar
en aquel lugar, yo pude ver, sentado en una plataforma elevada, al ser más glorioso que
jamás pude imaginar y tuve que acercarme a El para que me presentaran. Al hacerlo,
noté que me sonreía, le oí pronunciar mi nombre y vi que extendía hacia mí Sus manos.
Aunque viviese un millón de años, nunca podría olvidar Su sonrisa.
"Me tomó en Sus brazos y me besó al acercarme a Su pecho, y me bendijo hasta sentir
yo una gran emoción en todo mi ser. Cuando concluyó Su bendición, caí a Sus pies y
entonces pude ver en ellos la marca de los clavos; y al besárselos, con un regocijo
inmenso inundándome el alma, sentí como que me encontraba realmente en el cielo.
"Con emoción sentí en mi corazón: ¡Oh, si yo pudiera vivir dignamente, aunque me
llevara ochenta años, a fin de que al final, cuando todo haya terminado, lograra estar en
Su presencia y recibir ese sentimiento que en ese momento tuve en Su presencia, daría
todo lo que soy y lo que jamás podría llegar a ser!"
Mi abuelo concluye su relato diciendo: "Sé, como que yo mismo vivo, que El vive. Y
ello es mi testimonio."
(MelvinJ. Bailará—Crusaderfor Righteousness, Salt Lake City: Bookcraft, 1966.)
Esa experiencia infundió en mi abuelo el consuelo, la determinación y la energía
espiritual que necesitaba para acometer los problemas que encontraba en su misión.
Tanto es así que, al día siguiente de haber recibido aquella revelación, visitó en
compañía de otro misionero, llamado W. Leo Isgren, a un acaudalado comerciante en la
ciudad de Helena, estado de Montana. Años más tarde, el hermano Isgren me contó
cómo fue que en el hogar del comerciante se detuvieron ante un cuadro de Jesucristo en
tamaño natural. Después de unos momentos, mi abuelo se dirigió a su compañero:
"No, ése no es El," le dijo. "El pintor ha hecho una buena representación de El, pero
ése no es el Señor."
"Me embargó tan sagrado sentimiento," me dijo el hermano Isgren, "que no pude
decir palabra alguna. Una vez que hubimos salido de aquella casa para hacer otra visita,
el hermano Ballard me detuvo y dijo, 'Hermano Isgren, supongo que le sorprendieron
mis palabras concernientes al Salvador del mundo.' Yo le dije que sí, que en realidad
había quedado sorprendido—muy sorprendido. Y entonces él, allí mismo, me contó
acerca de la experiencia que había tenido la noche anterior."
Aunque no todos podamos tener experiencias de tal magnitud o intensidad, la esencia
de nuestro ministerio en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
consiste en invitar a todos a "venir a Cristo" a fin de que El pueda obrar en ellos Sus
milagros en la manera que Su voluntad lo quiera. Para algunos, ello constituirá un
importante cambio en su vida y su modo de vivir. Para otros, cuya vida ya ha sido
enriquecida por la fe, simplemente puede significar un nuevo propósito y entendimiento.
Mas para todos será motivo de paz, gozo y felicidad inconmensurable a medida que el
Maestro vaya enterneciéndoles el corazón y el alma con Su amor divino. Eso es lo que
sintió mi abuelo Ballard como consecuencia de aquella conmovedora experiencia, y lo
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19. que de un modo más sereno y sencillo sentí yo mismo aquella noche junto al río Trent
en Nottingham, Inglaterra.
Este testimonio me ha acompañado siempre desde entonces. Me ha servido de sostén
en mis tribulaciones y de consuelo en momentos difíciles, y me ha proporcionado una
guía clara cada vez que me he sentido confundido o desalentado. Gracias a mi servicio
como uno de Sus Apóstoles, he tenido muchas experiencias espirituales que confirman y
fortalecen mi conocimiento personal de que El es el Salvador y Redentor de los hijos de
Dios. Y porque sé que Jesucristo vive y que me ama, tengo el valor para arrepentirme y
tratar de ser como El quiere que sea. Y sé que este conocimiento puede hacer lo mismo
por usted—si así lo desea—ahora mismo y siempre.
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20. LA APOSTASÍA
CAPITULO DOS
"Presidente, adivine lo que hicimos."
La voz que oí en el teléfono me era familiar—y muy animada. Era uno de los
misioneros bajo mi supervisión cuando prestaba servicio como presidente de una misión
de la Iglesia en Toronto, provincia de Ontario, en Canadá. Había yo llegado a apreciar
mucho a cada uno de aquellos devotos hombres y mujeres (conocidos durante su
servicio misional como "élderes" y "hermanas") que cumplían su promesa de servir al
Señor como misioneros. Pero también había llegado a esperar lo inesperado, en especial
de parte de aquellos vigorosos jóvenes y señoritas.
"¿Qué hicieron, élder?," le pregunté con cierto temor. "Ya he tenido tantas sorpresas
desde que estoy aquí que ni me atrevo a adivinar."
El misionero aclaró su garganta y anunció: "¡Mi compañero y yo hemos hecho los
arreglos para que usted hable en la Facultad de Teología de la Universidad de Toronto!"
A juzgar por el tono de su voz, era indudable que mi joven amigo esperaba que yo
recibiría su anuncio con el mismo entusiasmo incontenible que comúnmente se mani-
fiesta al salir campeones en un torneo deportivo. La experiencia, sin embargo, me ha
enseñado a sujetar con firmeza las riendas del entusiasmo en tales circunstancias.
"Bueno," le contesté, "es muy interesante. Pero ¿qué significa todo eso?"
Hubo una breve pausa durante la cual percibí que hablaba con tono apagado y
anhelante con su compañero misionero. "No estamos muy seguros, presidente," dijo con
muy poca convicción en su voz. "¡Creemos que ello quiere decir que usted va a poder
enseñar a un grupo de ministros de otras religiones por qué nuestra Iglesia es
verdadera!"
No pude menos que sonreír, y no solamente a causa de su inocente alarde. Nuestra
conversación trajo a mi memoria la ocasión en que, unos veintisiete años antes, yo había
concertado una "oportunidad" similar para mi presidente de misión en Inglaterra. Hasta
tuve la idea de responder de la misma manera que lo había hecho mi presidente de
misión, quien dispuso que yo me encargara de cumplir con la asignación que había
programado para que él hablara ante la Sociedad de Debate en Nottingham.
Pero la posibilidad de compartir mis creencias con un grupo de ministros religiosos
me pareció fascinante y decidí aceptar la invitación. El día indicado concurrí a la
Facultad de Teología en Toronto y me reuní con unos cuarenta y cinco ministros,
sentados todos alrededor de una gran mesa redonda. Se me adjudicaron cuarenta y cinco
minutos para que explicara las enseñanzas básicas de la Iglesia, al cabo de cuyo período
los ministros tendrían la oportunidad de hacerme preguntas.
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21. El primer comentario, hecho en forma de desafío, fue: "Señor Ballard, si usted
pudiera simplemente poner sobre esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo
el Libro de Mormón para que todos pudiéramos examinarlas, sabríamos entonces que lo
que nos está diciendo es verdad."
Me sentí impulsado a responder mirando al interrogador en los ojos y le dije:
"Usted es un ministro religioso y, como tal, sabe que nunca puede el corazón del
hombre recibir la verdad sino por medio del Espíritu Santo. Usted podría sostener en sus
propias manos las Planchas de Oro y aun así no sabría entonces mejor que antes si esta
Iglesia es verdadera. Permítame preguntarle, ¿ha leído usted el Libro de Mormón?" A lo
cual respondió que no.
Yo agregué, "¿No cree usted que sería prudente leer el Libro de Mormón y entonces
meditar y orar y preguntarle a Dios si el Libro de Mormón es verdadero?"
Un ministro Protestante formuló la segunda pregunta: "Señor Ballard, ¿quiere usted
decir que a menos que seamos bautizados en la Iglesia Mormona no seremos salvos en
los cielos?"
No es fácil contestar una pregunta como ésa cuando se habla en presencia de cuarenta
y cinco ministros de otras iglesias. Pero el Espíritu del Señor acudió sin demora para
ayudarme a responder.
"Bueno, la forma más segura de contestar esa pregunta sería decir que estamos
agradecidos porque es nuestro compasivo y amoroso Padre Celestial el que determinará
quiénes serán admitidos o no en Su reino, y no agregar nada más," dije. "Pero eso no es
en realidad lo que usted me está preguntando, ¿no es así?"
El ministro asintió que la pregunta era mucho más profunda.
"Permítame ver si puedo encarar la pregunta de este modo," continué diciendo.
"Nosotros creemos que la verdad puede encontrarse dondequiera que una persona la
busque sinceramente y que hay mucha gente sincera y maravillosa en todas las
religiones. Pero debo aseverar con todo respeto que solamente La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días enseña el Evangelio de Jesucristo en su plenitud. Por
consiguiente, creemos que ningún líder de cualquier otra iglesia tiene la completa
autoridad de Dios para actuar en Su nombre al efectuar el bautismo ni cualquier otra
ordenanza sagrada. Amamos a toda persona como hermanos y hermanas y creemos que
todos somos hijos espirituales del mismo Padre Celestial. Pero cometeríamos un gran
error si no declaráramos humildemente que toda autoridad eclesiástica que usted pueda
tener es incompleta."
Un silencio profundo reinó en la sala. Yo no esperaba que aquel grupo recibiera con
benevolencia mis palabras, pero cualquier otra respuesta de mi parte habría sido
deshonesta. Por favor, no me entienda mal: me siento inspirado por las cosas
maravillosas que realizan mis eruditos y devotos colegas de otras religiones en el
mundo. Son hombres y mujeres nobles que han dedicado la vida a su fe, y el mundo es
mejor gracias a ellos. Proveen consuelo al enfermo, paz al angustiado y esperanza al
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22. afligido y al oprimido. Yo estoy convencido de que, por su intermedio, Dios obra para
bendecir abundantemente la vida de Sus hijos.
Pero existe un orden en el reino de Dios, un orden que sólo puede administrarse por
medio de la autoridad sacerdotal debidamente designada por nuestro Padre Celestial. Y a
pesar de que tanto admiro y valoro el ministerio de apre-ciables clérigos en todo el
mundo, debo hoy declarar con firmeza tal como lo hice ante los ministros canadienses
que la autoridad completa de Dios sólo puede encontrarse en La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días.
Reconozco que ésta es una aseveración sumamente seria, en especial cuando
consideramos que todas las otras organizaciones religiosas profesan tener una autoridad
similar. Y varias de esas organizaciones han existido por muchos más años que nuestra
iglesia. ¿Cómo podemos afirmar que poseemos la autoridad total de nuestro Padre
Celestial cuando hay otros que pueden conectar sus raíces eclesiásticas a través de la
Edad Media hasta la época de Cristo mismo? En efecto, La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días enseña que la autoridad completa de Dios desapareció de la
tierra durante siglos, después del ministerio personal de Jesucristo y Sus Apóstoles, y
que no fue restaurada en su plenitud sino hasta que se le confirió a un profeta llamado
José Smith por medio de una maravillosa manifestación en el siglo diecinueve.
Más adelante nos referiremos con mayores detalles a la restauración del evangelio,
pero antes debemos considerar la pregunta más fundamental: ¿Era necesario que se
restaurara la autoridad de Dios? Por supuesto que si la Iglesia que El organizó y la
correspondiente autoridad sacerdotal hubiera prevalecido a través de los siglos, entonces
las aseveraciones de José Smith no tendrían base alguna.
Muchas personas se sorprenden al saber que, en efecto, Jesucristo organizó una iglesia
durante su relativamente breve vida terrenal. Pero las Escrituras presentan evidencias
abundantes y muy claras al respecto. El Nuevo Testamento nos dice que el Señor
organizó un consejo de doce apóstoles. Poniendo Sus manos sobre la cabeza de cada uno
de ellos, les confirió la autoridad para actuar en Su nombre. El apóstol Pablo enseñó que
Cristo "constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros,
pastores y maestros,
"a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del
cuerpo de Cristo,
"hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a
un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de
doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las arti-
mañas del error" (Efesios 4:11-14).
Se ha aceptado comúnmente que, después de la muerte, resurrección y ascensión de
Cristo, Pedro pasó a ser el principal de los apóstoles o presidente de la Iglesia del Señor.
Esta no era tarea fácil en aquellos días. Además de tener que someterse a las exigencias
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23. de la persecución y a las vicisitudes que padecían los primeros cristianos, Pedro y sus
hermanos en la fe debieron luchar con denuedo para mantener unida a la Iglesia y
preservar la pureza de la doctrina. Viajaban extensamente y se comunicaban a menudo
por escrito acerca de los problemas que debían enfrentar. Pero dicha comunicación era
tan lenta, sus viajes eran tan penosos y la Iglesia y sus enseñanzas eran algo tan nuevo,
que resultó difícil contrarrestar las doctrinas e instrucciones falsas antes de que se
arraigaran con solidez.
"Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia
de Cristo, para seguir un evangelio diferente," escribió Pablo a las iglesias de Galacia.
"No es que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el
evangelio de Cristo.
"Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del
que os hemos anunciado, sea anatema.
"Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente
evangelio del que habéis recibido, sea anatema.
"Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los
hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo." (Gálatas
1:6-10).
Las Escrituras indican que, aunque trabajaron arduamente para preservar la Iglesia
que Jesucristo les había encomendado que cuidaran y mantuvieran, los primeros
apóstoles sabían que, con el tiempo, habrían de impedirse sus esfuerzos. Pablo escribió a
los cristianos de Tesalónica que tan ansiosamente esperaban la segunda venida de Cristo
que "no vendrá sin que antes venga una apostasía, y se manifieste el hombre de pecado,
el hijo de perdición" (2 Tesa-lonicenses 2:3). También advirtió a Timoteo que "vendrá
tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se
amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad
el oído y se volverán a las fábulas." (2 Timoteo 4:3-4.) Y Pedro previo una apostasía
cuando habló de los "tiempos de refrigerio" que vendrían antes de que Dios "envíe a
Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien es necesario que el cielo reciba hasta los
tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-21.)
Por último, Pedro fue muerto por sus enemigos. Se cree que fue martirizado entre los
años 60 y 70 de nuestra era. Después de esto los otros apóstoles y sus fieles seguidores
se esforzaron por sobrevivir ante una terrible opresión y consiguieron, para su eterno
merecimiento, que el cristianismo prevaleciera. Tanto fue así que a fines del segundo
siglo el cristianismo llegó a ser un poder extraordinario, cuando Lino, Anacleto,
Clemente y otros obispos romanos contribuyeron a que perdurase. Las buenas nuevas
del ministerio de Cristo pudieron haberse perdido si no hubiera sido por aquellos fieles
santos.
Hay quienes creen que el sucesor de Pedro como presidente de la Iglesia que Cristo
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24. organizara fue Lino, a quien sucedió Anacleto en el año 79 d. de J.C. y que entonces
Clemente sucedió a éste y pasó a ser el obispo de Roma en el año 90 d.de J.C.
Pero la pregunta importante es: ¿Transfirió Pedro su autoridad apostólica a Lino?
Es significativo notar que no todos los Doce Apóstoles originales habían muerto ya en
esos días. Juan el Amado se hallaba en exilio en la Isla de Patmos, donde recibió las
revelaciones que constituyen El Apocalipsis, uno de los libros oficiales de todas las
Biblias cristianas. Esto da lugar a una pregunta muy interesante y fundamentalmente
crítica: Si Lino era el presidente de la Iglesia y si era el sucesor de Pedro, ¿por qué no se
reveló El Apocalipsis por medio de él? ¿Por qué debió recibirse por medio de Juan, un
Apóstol en el exilio?
La respuesta es evidente. La revelación vino por medio de Juan porque éste era el
último de los Apóstoles que vivía entonces, el último hombre que poseía las llaves y la
autoridad del apostolado, tal como las designara el propio Salvador. Cuando Dios habló
a los fieles de la Iglesia, lo hizo, por consiguiente, a través de Su Apóstol Juan, en la Isla
de Patmos. No creemos que, al dirigirse a toda la Iglesia, el Señor habría pasado por alto
a Juan, quien ciertamente poseía la autoridad apostólica.
Aunque el ministerio personal de Lino, Anacleto y Clemente fue algo indudablemente
significativo, no existe evidencia alguna que sugiera que estos hombres continuaron
actuando con autoridad como integrantes de un Consejo de Doce Apóstoles, que es el
organismo administrativo a la cabeza de la Iglesia que el Señor organizara sobre la
tierra. Sin tener la autoridad y la dirección del Consejo de los Doce Apóstoles, la gente
comenzó a buscar otras fuentes de conocimiento doctrinario y, en consecuencia, fueron
perdiéndose muchas verdades sencillas y preciosas.
La historia nos dice, por ejemplo, que en el año 325 d. de J.C. se llevó a cabo un gran
concilio en Nicea, Bitinia, en Asia Menor. Para entonces, el cristianismo había surgido
desde los húmedos calabozos de Roma para convertirse en la-religión oficial del Imperio
Romano. Pero aún había problemas, particularmente porque los cristianos eran
incapaces de ponerse de acuerdo sobre puntos básicos de doctrina. Las contiendas que
originaron estos debates dogmáticos eran tan grandes que el emperador Constantino
reunió a un grupo de obispos cristianos con el fin de establecer las doctrinas oficiales de
la Iglesia y, al mismo tiempo, lograr una mayor unificación política en el imperio.
La empresa no fue fácil. Las opiniones acerca de temas básicos, tales como la
naturaleza de Dios, eran diversas y terminantes y el debate fue impetuoso y
desconcertante. El concilio definió a Dios como un espíritu que tiene poder universal y
que sin embargo es tan pequeño que puede morar en nuestro corazón. De este concilio
procedió el Credo de Nicea. Las decisiones se adoptaron por voto de la mayoría y
algunas facciones en desacuerdo se separaron y formaron nuevas iglesias. Otros
concilios doctrinarios similares se realizaron más tarde en Calcedonia (año 451 d. de
J.C.), Nicea (año 787 d. de J.C.) y Trento (año 154 d. de J.C.), cada vez con parecidos
resultados divisorios. La hermosa sencillez del Evangelio de Cristo era objeto de
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25. agresión por parte de un enemigo mucho más devastador que los látigos y las cruces de
la antigua Roma: los desvarios filosóficos de eruditos sin inspiración, que terminaron
convirtiéndose en una doctrina basada más en opiniones populares que en la revelación.
No es de extrañar, entonces, que ese período de mil años conocido como la Edad
Media no fuera en realidad la mejor época para el cristianismo. El nombre del Señor se
invocaba en toda clase de horrendas campañas, desde las Cruzadas hasta la Inquisición,
dejando a su paso un sangriento sendero de muerte, persecuciones y destrucción. Las
principales enseñanzas de Cristo acerca de la fe, la esperanza, el amor y la tolerancia
parecían no surtir efecto alguno sobre los fanáticos que tenían la absoluta determinación
de hacer que "toda rodilla se doble," de una manera u otra.
Aunque hubo muchos cristianos que creían básicamente en el mensaje de Jesucristo,
con el transcurso de los años se fueron deformando las doctrinas y la autoridad para
actuar en nombre de Dios—es decir, el sacerdocio—dejó de existir. Después de un
tiempo, murieron todos los apóstoles que habían recibido su sacerdocio, su asignación
espiritual y su ordenación en los días de Cristo, llevando consigo a la tumba su autoridad
sacerdotal. Finalmente, la iglesia que Cristo había organizado fue desintegrándose y se
perdió la plenitud del evangelio.
Esta fue, en verdad, una Edad Obscura. La luz de la plenitud del Evangelio de
Jesucristo, incluso la autoridad de Su santo sacerdocio, se perdió.
Pero en 1517 se manifestó el espíritu de Cristo en un clérigo católico que vivía en
Alemania. Martín Lutero se encontraba entre un creciente número de esmerados sacer-
dotes a quienes les inquietaba la forma en que la iglesia se había apartado tanto del
evangelio que Cristo enseñara. Lutero provocó una gran controversia al proponer
públicamente una reforma cuando colocó en la puerta de su iglesia una lista de temas y
asuntos que creía necesario examinar.
A pesar de que casi un siglo antes Juan Wiclef y otros habían insistido en que se
regresara al cristianismo del Nuevo Testamento, fue en realidad Lutero quien inició la
causa del protestantismo—aunque debemos notar que no fue Lutero sino sus seguidores
los que organizaron la Iglesia Luterana. A poco, otros visionarios tales como Juan
Calvino, Ulrico Zwinglio, Juan Wesley y Juan Smith adoptaron la causa. Estos hombres
originaron órdenes religiosas que fueron abriendo nuevos campos de teología, a la vez
que conservaron ciertos aspectos de la tradición católica de la que procedían.
Yo creo que estos nobles reformadores fueron inspirados por Dios. Fueron ellos
quienes, al promover un ambiente religioso que facilitó la expresión de diferencias,
ayudaron a preparar el camino para la restauración del evangelio en su plenitud por
medio del profeta José Smith en 1820. Debido a la intolerancia religiosa que prevalecía
en el mundo, dudo que el evangelio de Jesucristo hubiera podido ser restaurado siquiera
un solo siglo antes. Y, ¿podemos imaginar lo que habría sucedido si en la época de la
Inquisición alguien ajeno a las organizaciones religiosas hubiese declarado tener una
revelación de Dios?
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26. Por eso creo que los reformadores cumplieron una función muy importante en
preparar al mundo para la Restauración. También lo hicieron los primeros exploradores
y colonizadores de América y los autores de la Constitución de los Estados Unidos. Dios
necesitaba un clima filosófico que permitiera una restauración teológica y un terreno
político en el que la gente pudiera compartir sus ideas y expresar sus creencias sin temor
a la persecución ni a la muerte. Entonces creó tal lugar en el continente americano—
merced a aquellos reformadores, exploradores y patriotas—y a principios del siglo
diecinueve abundaba en las regiones fronterizas del país el fervor y las polémicas
religiosas entre las sectas. Los ministros competían entre sí para conquistar el corazón y
el alma de congregaciones enteras. Sus afiliaciones religiosas separaban las ciudades, los
villorrios y aun las mismas familias. Nunca en la historia del mundo había tenido el
sincero buscador de la verdad tantas opciones eclesiásticas de entre las cuales escoger.
Verdaderamente, el mundo estaba listo para la "restauración de todas las cosas" a que
se refirieron Pedro y los "santos profetas [de Dios] que han sido desde tiempo antiguo."
(Hechos 3:20-21.)
A causa de la apostasía, el sacerdocio, la autoridad y el poder para actuar en nombre
de Dios debía restaurarse en la tierra.
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27. LA RESTAURACIÓN
C A P I T U L O T R E S
Al correr el año 1820, el fervor religioso había invadido el ambiente rural en Estados
Unidos. En Palmyra, una tranquila villa de Nueva York, la reforma protestante que flo-
reciera en Europa en siglos anteriores parecía haber cautivado a toda la población. Los
ministros de diferentes agrupaciones religiosas se afanaban por atraer la preferencia de
la gente. Los fieles defendían con ardor sus creencias personales y los predicadores
ambulantes, cada uno con su propio estilo y mensaje, llevaban a cabo toda clase de
convenciones evangelizadoras en las afueras del pueblo.
Tal entusiasmo religioso resultó ser verdaderamente fascinante para la familia de
Joseph y Lucy Mack Smith. Sus antepasados habían tenido ya algunas experiencias de
carácter espiritual. En 1638, Robert Smith salió de Europa atraído por la augurada
libertad de religión en las colonias de la América del Norte. Más de un siglo después, su
nieto Samuel Smith, hijo, luchó en defensa de esa libertad y otros derechos como capitán
en el ejército revolucionario de Jorge Washington. Uno de los soldados al mando del
capitán Smith era su propio hijo Asael, quien una vez escribió: "Tengo en mi alma la
certeza de que uno de mis descendientes promulgará una obra que habrá de conmover el
concepto religioso del mundo." (George Albert Smith, "History of George Albert
Smith," Departamento Histórico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días, Salt Lake City, Utah.)
José, el hijo de Asael, conocía muy bien su abundante herencia espiritual. Al igual
que su esposa, era una persona muy devota y juntos enseñaban a sus hijos los principios
de la fe y la rectitud. No obstante, la familia parecía reflejar la división que predominaba
entre las diferentes iglesias de Palmyra. Lucy Smith y tres de sus hijos—Hyrum, Samuel
y Sophronia—se habían unido a la Iglesia Presbiteriana, en tanto que Joseph y su hijo
mayor, Alvin, se afiliaron con los metodistas. Pero no se sabe que esta circunstancia
haya provocado desavenencia alguna entre los miembros de la familia.
Cuando en el hogar de Joseph y Lucy Smith llegó el momento de bautizar a su hijo
José, quien entonces tenía catorce, años de edad, éste debía decidir en qué religión lo
haría y entonces estudió con esmero las doctrinas de cada iglesia. Puesto que era de una
naturaleza profundamente espiritual, el joven escuchó las declaraciones de los respec-
tivos ministros y las examinó de la mejor manera posible. Al principio se sintió
inclinado a seguir la fe de su padre y de su hermano Alvin en la Iglesia Metodista, pero
entonces escuchó al ministro presbiteriano acusar a los metodistas y su confianza en esa
secta se debilitó. Luego, un ministro bautista lo convenció de que los presbiterianos
estaban equivocados. Finalmente, un predicador ambulante lo persuadió a creer que
todos, a excepción de él mismo, estaban en el error.
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28. Imaginemos a la familia Smith, sentado cada uno de sus miembros a la mesa para
cenar al final de un día de ardua labor. La madre en un extremo, el padre en el otro, y los
hijos a ambos lados de la mesa. La conversación, como suele suceder, se torna al tema
de la religión y nos suponemos que el joven José acaba de comentar que desea ser
bautizado pero que no logra decidir quién ha de bautizarlo.
"El propio Jesús fue bautizado," quizás haya dicho el joven, "así que también yo
necesito bautizarme. El ministro de mamá me ha invitado a que lo haga en su iglesia,
pero el de papá dice que no podré ir al cielo con el bautismo presbiteriano. Luego el
ministro bautista me asegura que él es el único que sabe lo que es el bautismo. Y ahora
no sé lo que debo hacer. ¿Podría dejarles que me bauticen todos, uno a la vez? ¿O debo
escoger a uno solo de ellos? Y si fuera así, ¿a quién escojo?"
Aunque quizás esto no haya sucedido exactamente así, las preguntas del joven José
Smith eran muy serias y sinceras. Este joven extraordinario había sido educado en una
familia extraordinaria durante un período extraordinario de la historia. Su interés era
genuino y su corazón sincero. Aunque era de corta edad—o quizás por tal motivo—era
sensible al Espíritu del Señor y estaba preparado para responderle.
"En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones," escribiría más tarde
José Smith en su relato histórico personal acerca de aquella experiencia, "a menudo me
decía a mí mismo: ¿Qué se puede hacer? ¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o
están todos en error? Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?"
José procuró encontrar las respuestas a esas preguntas en las Escrituras, pero a veces
todo lo que encontraba eran otras preguntas adicionales. Quizás leyó la promesa que el
Salvador hizo a Sus discípulos al decirles, "y conoceréis la verdad, y la verdad os hará
libres" (Juan 8:32), y con anhelo pensó cuándo habría de experimentar él mismo esa
gloriosa libertad. Probablemente leyó la declaración de Pablo, en cuanto a que hay "un
cuerpo, y un Espíritu, . . .un Señor, una fe, un bautismo" (Efesios 4:4r-5) y se preguntó:
"Pero, ¿cuál es?"
Entonces llegó el día en que cambió el curso de la vida del joven José y de toda la
familia Smith—y, también, de millones de personas en todo el mundo.
José se hallaba un día leyendo la Biblia cuando encontró una admonición sencilla y
directa en la epístola de Santiago, que dice: "Y si alguno de vosotros tiene falta de
sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será
dada." (Santiago 1:5.)
"Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más
fuerza que éste en esta ocasión, el mío," escribió José. "Pareció introducirse con
inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si
alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a
menos que obtuviera mayor conocimiento del que hasta entonces tenía, jamás llegaría a
saber." (José Smith—Historia 1:12.)
Con la fe de alguien que apenas había salido de la niñez, y motivado por la
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29. inspiración de las Escrituras y del Espíritu Santo, José Smith decidió ir a un bosque
cercano a su hogar y poner a prueba la promesa de Santiago.
Era una hermosa mañana primaveral pero, al internarse en el bosque, es probable que
José fuera concentrándose más en su cometido que en lo placentero de los alrededores.
Era la primera vez que pensaba en recurrir a la oración personal para aclarar su
confusión y su aflicción religiosa, y pasó mucho tiempo tratando de articular en su
mente las palabras que iba a decir. Era tan grande su fe en que Dios cumpliría la
promesa de Santiago que, creo yo, el joven estaba seguro de recibir una respuesta a su
pregunta.
Lo que recibió, sin embargo, fue de tanta magnitud que no resulta fácil comprenderlo.
José Smith se detuvo en el apacible y solitario lugar que había escogido previamente
en el bosque para aquella ocasión tan especial. Mirando a su derredor para asegurarse de
que se encontraba solo, se arrodilló y empezó a orar. Casi de inmediato, se apoderó de él
una sensación de amenazante obscuridad, como si una fuerza maligna estuviera tratando
de hacerle desistir de su propósito. Pero en lugar de ceder al temor, José intensificó sus
plegarias a Dios.
En el preciso momento en que sintió como "que estaba por hundir[se] en la
desesperación y entregar[se] a la destrucción," el propio Dios le respondió.
". . .Vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza;
y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí," escribió José más. tarde.
"Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y
gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y
dijo, señalando al otro: "Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!" (JSH 1:1-16.)
¡Dios, nuestro Padre Celestial, se apareció con Jesucristo, Su Hijo Resucitado—lo
cual constituyó, verdaderamente, una de las más extraordinarias manifestaciones
espirituales de todos los tiempos!
Pero, de acuerdo con este relato del acontecimiento, José Smith no se detuvo a
considerar las consecuencias históricas de lo que estaba experimentando. Se consideraba
a sí mismo un simple joven que necesitaba una orientación espiritual y, por
consiguiente, sólo quiso hacer una pregunta: "¿Cuál de todas las sectas era la verdadera
y a cuál debía unirme?"
Se le dijo que no debía unirse a ninguna de las iglesias y que las doctrinas puras del
evangelio habían sido alteradas a través de los siglos, desde los tiempos de la muerte y
resurrección de Jesucristo. Y entonces, cumplida Su misión, el Padre y Su Hijo
Jesucristo se retiraron, dejando al joven José físicamente exhausto pero espiritualmente
enriquecido.
Poco después, habiéndose recobrado un tanto, José emprendió el regreso a su hogar.
Al verlo, su madre advirtió que algo inquietaba a su hijo.
"Pierda cuidado, mamá, todo está bien; me siento bastante bien," respondió el joven a
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30. las indagaciones de su madre, y agregó: "He sabido a satisfacción mía que el pres-
biterianismo no es verdadero."
Con el tiempo, José Smith refirió lo acontecido a otras personas. Su familia, que
poseía una notable sensibilidad espiritual, sabía que el joven estaba diciendo la verdad y
lo apoyaron desde el principio en sus declaraciones. Toda la familia había sido
preparada con anterioridad para asumir una función significativa en la restauración del
evangelio por medio de su hijo y hermano, y cada uno respondió debidamente.
Otros, sin embargo, reaccionaron con escepticismo y aun con actos de violencia. La
subsiguiente persecución por parte de muchos que oyeron su historia llegó a ser tan
intensa, que José debe haberse sentido tentando a negarla o al menos a hacer de cuenta
que nunca había pasado nada.
Pero no podía negarlo.
Tiempo después, José Smith escribió lo siguiente: "Yo efectivamente había visto una
luz, y en medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y
aunque se me odiaba y perseguía por decir que había visto una visión, no obstante, era
cierto; y mientras me perseguían, y me vilipendiaban, y decían falsamente toda clase de
mal en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por qué me persiguen
por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ¿quién soy yo para oponerme a
Dios?, o ¿por qué piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he visto? Porque
había visto una visión; yo lo sabía, y sabía que Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni
osaría hacerlo; por lo menos, sabía que haciéndolo, ofendería a Dios y caería bajo
condenación." (JSH 1:25.)
Durante más de tres años y sin el beneficio de recibir instrucciones adicionales de
Dios, José Smith sufrió tribulaciones y tentaciones por causa de su testimonio. Quizás
fuera que simplemente se le estaba sometiendo a un proceso de maduración, y si estaba
siendo puesto a prueba debe haberla superado porque, el 21 de septiembre de 1823,
comenzó el extenso y penoso desarrollo de la Restauración cuando un visitante angelical
llamado Moroni, un profeta resucitado que había vivido en el antiguo continente ame-
ricano, se le apareció para decirle que Dios iba a encomendarle una tarea importante.
Según Moroni, la tarea incluiría lo siguiente: la restauración del verdadero Evangelio de
Jesucristo en su totalidad; la traducción de anales antiguos a publicarse en forma de libro
(conocido ahora como el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo); la
restauración del sacerdocio (o la autoridad para actuar en nombre de Dios); el
cumplimiento de la profecía bíblica de Malaquías en cuanto al regreso del "profeta Elias,
antes de que venga el día de Jehová" con el propósito de hacer "volver el corazón de los
padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres" (Malaquías 4:5-6); el
cumplimiento de otras profecías bíblicas con respecto a la restauración del evangelio; y
la preparación para la segunda venida de Cristo.
Por supuesto que estas cosas no pasaron todas a la vez. Se le dio tiempo a José Smith
para que fuera progresando en el cometido. Por seguro que no es común que Dios
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31. designe a un joven campesino como Su representante en la tierra y como un nuevo
profeta. Así y todo, sin duda José era aún muy joven durante todo aquel proceso. Hasta
1827, cuando comenzó a traducir el Libro de Mormón, fue recibiendo instrucciones por
parte de visitantes angelicales quienes, también en ese transcurso, continuaron
enseñándole, aconsejándole y guiándole. En 1829 se restauró la autoridad del sacerdocio
y se completó la traducción del Libro de Mormón. (En los próximos dos capítulos nos
referiremos más detalladamente al Libro de Mormón y a la restauración del sacerdocio.)
Mientras tanto, las noticias referentes al joven profeta y las aseveraciones de sus
milagros fueron divulgándose, y, como es de esperar, ello originó variadas reacciones.
Algunos le creyeron y lo apoyaron, mientras que otros lo difamaron y lo persiguieron.
La familia Smith debió sufrir continuas dificultades pero a la vez recibió maravillosas
bendiciones gracias a la obra de José, quien también padeció todas las emociones
humanas posibles, desde el dolor angustioso que le causó la muerte de su amado
hermano Alvin en 1823, a la inmensa felicidad de su casamiento con Emma Hale en
1827.
Su empresa espiritual fue de una diversidad similar. Debió soportar la amargura de
reprimendas celestiales y asimismo disfrutó enormemente de las manifestaciones del
amor divino. Tal como lo había hecho con David, Samuel y José en los tiempos del
Antiguo Testamento, Dios escogió a un jovencito inocente y falto de instrucción,
incorrupto aún por el mundo y maleable a Su divina voluntad, y lo modeló y educó para
que fuera Su profeta escogido.
El 6 de abril de 1830, unos diez años después de que Dios respondiera a la humilde
oración del aquel joven, se organizó oficialmente La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días. El momento era propicio. El mundo se hallaba ahora preparado. La
Gran Apostasía había llegado a su fin. Se restauró la autoridad de Dios para bautizar y
existía otra vez sobre la tierra la Iglesia de Jesucristo en su plenitud.
Antes de que podamos comprender cada uno de los notables acontecimientos que
culminaron con la organización de la Iglesia en 1830, es menester que examinemos la
importante contribución hecha por el Libro de Mormón con respecto a la Restauración.
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32. EL LIBRO DE MORMÓN
C A P I T U L O C U A T R O
Cuando José Smith, el jovencito de catorce años de edad, emergió del bosque aquella
mañana de primavera en 1820, llevaba ya consigo un nuevo conocimiento que, como su
abuelo Asael lo predijera, habría de conmover el concepto religioso del mundo. Sabía
con certeza que Dios, nuestro Padre Celestial, y Su Hijo Jesucristo, eran seres reales,
exaltados y glorificados. Sabía que eran dos personas separadas y distintas, y no dos
diferentes manifestaciones del mismo Dios eterno. Y también sabía que no había
entonces una sola iglesia sobre la faz de la tierra que nuestro Padre Celestial y Jesucristo
pudieran considerar y, menos aún, aprobar sin reservas.
Pero probablemente lo más importante que el joven José Smith aprendió aquel día en
el bosque al cual los miembros de la Iglesia llaman hoy la Arboleda Sagrada, fue que los
cielos no están cerrados. Dios no está restringido. Por cierto que no está restringido a los
límites que han tratado de imponerle algunas iglesias cristianas. Ante todos los que dicen
que las revelaciones terminaron al morir los apóstoles originales de Cristo y que ya
tenemos todas las instrucciones que necesitamos del Señor, las declaraciones de José
Smith constituyen un solemne testimonio de que Dios no ha cerrado las puertas a Sus
hijos. Dios nos ama a todos en la actualidad tanto como amó a los que vivieron en la
antigüedad, y tiene tanto interés en nuestro bienestar como lo tuvo en el de aquéllos.
¡Cuán reconfortante es esa grata certidumbre en este mundo de confusión y desaliento
en que vivimos! La paz y la tranquilidad llenan el corazón de todo aquel que sabe que
hay un Dios en los cielos, un Padre Celestial que nos conoce y se interesa por
nosotros—individual y colectivamente—y que se comunicará con nosotros, ya sea
directamente o por medio de Sus profetas vivientes, conforme a nuestras necesidades.
Por supuesto que ha habido muchas personas que, a través de los tiempos, disfrutaron
de la guía y la inspiración espirituales en cuestiones personales. Pero las revelaciones
por medio de los profetas habían cesado por largo tiempo y la Iglesia organizada por
nuestro Salvador había desaparecido de la tierra.
Al contar José a su familia y a otros la experiencia que había tenido, muchos tuvieron
la certeza de que estaba diciendo la verdad y sintieron el mismo consuelo y la misma paz
interior. Como ya hemos indicado, los miembros de su familia nunca dudaron en cuanto
a la veracidad de su historia y a otros les impresionó asimismo su inocencia y sinceridad.
Pero también hubo quienes se ofendieron ante sus declaraciones, lo ridiculizaron y lo
persiguieron por tener la audacia de profesar una comunicación divina. Por lo general,
no obstante, la vida de José Smith y su familia continuó sin mayores dificultades por
varios años después de aquella manifestación que entre los Santos de los Últimos Días
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33. ha llegado a conocerse como la Primera Visión.
Pero todo cambió en el otoño de 1823.
Trate de ponerse usted en el lugar del joven José Smith. Es probable que no alcance
entonces a entender las ramificaciones de la experiencia que había tenido, pero sabe que
la tuvo y no puede dejar de considerar que algo se espera de usted. Entonces continúa
orando y haciendo todo lo que usted cree que debe hacer, pero por algún tiempo no
recibe otras respuestas—al menos, nada tan extraordinario como lo que experimentara
en el bosque hace apenas tres años, a la edad de catorce. Y no puede menos que
preguntarse por qué.
Aunque José Smith estaba convencido de la realidad de su visión, su propio relato
histórico denota que le preocupaba haber sido "culpable de levedad, y en ocasiones me
asociaba con compañeros joviales... cosa que no correspondía con la conducta que había
de guardar uno que había sido llamado por Dios... " Y así comenzó a pensar que quizás
su juventud y su natural temperamento jovial eran en cierto modo impropios, y que ésa
era la causa del silencio de Dios.
Si usted se sintiera de ese modo, podría tratar de recurrir otra vez al Señor para recibir
nuevamente aquella emoción extraordinaria y la certidumbre de Su amor y Su
aprobación. Y ésta fue, en efecto, la razón por la que en la noche del 21 de septiembre
de 1823 el joven José Smith se dedicó, según su relato, "a orar, pidiéndole a Dios
Todopoderoso perdón de todos mis pecados e imprudencias; y también una
manifestación para saber de mi condición y posición ante [Dios]."
¿Fue José un tanto presuntuoso al esperar que Dios le concedería una manifestación
simplemente por pedírsela? Es probable que sí. Pero tal era la naturaleza de su fe. "[Yo]
tenía la más absoluta confianza de obtener una manifestación divina," escribió, "como
previamente la había tenido." (JSH 1:28-29.)
Y en efecto, recibió una manifestación, pero no en la forma que la esperaba. Esta vez
lo visitó un ser resucitado que dijo llamarse Moroni. Y, en vez de decirle simplemente
que todo estaba bien y que Dios aún lo amaba, Moroni le encomendó una tarea.
Le dijo que existía un libro sagrado que había sido grabado en planchas (o láminas) de
oro y que contenía la historia de varios grupos de gente que en siglos anteriores
habitaron y desarrollaron notables civilizaciones en el continente americano. De acuerdo
con Moroni, incluía asimismo "la plenitud del evangelio eterno cual el Salvador lo había
comunicado a los antiguos habitantes." (JSH 1:34.)
En realidad, Moroni había sido uno de aquellos "antiguos habitantes", y a él, su
propio padre, el último de un extenso linaje de profetas y líderes que preservaron esos
anales durante más de mil años, le había encomendado la conservación de los mismos. A
pesar de grandes problemas y adversidades, Moroni pudo proteger las planchas de oro y
su contenido. Con el tiempo, tuvo la inspiración de esconderlas hasta el día en que Dios,
en Su infinita sabiduría, habría de revelarlas otra vez milagrosamente.
Ese día glorioso había llegado. José Smith iba a ser el medio por el que se realizaría—
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34. tan pronto como estuviera dispuesto para ello—ese milagro divino.
Moroni visitó a José Smith durante varios años a fin de prepararlo espiritualmente
para la tarea de traducir los anales como parte de la restauración del Evangelio de Jesu-
cristo en su plenitud. Usted quizás por lógica se pregunte qué tendrían que ver esos
anales con la Restauración. Probablemente, si supiera un poco más acerca de este libro,
comprendería por qué los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días lo valoran tanto. No obstante, por favor tenga en cuenta que lo que sigue
es sólo un breve análisis de su contenido y que, a fin de apreciar cabalmente el espíritu y
significado del Libro de Mormón, será menester que usted lo lea.
El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo lleva el nombre del padre de
Moroni. Mormón fue un noble profeta que vivió en el continente americano alrededor
del año 400 a. de J.C. y tuvo la responsabilidad de recoger y compilar la documentación
que sus páginas contienen. El Libro de Mormón es un volumen de Escrituras
comparable a la Santa Biblia, puesto que constituye un registro de los convenios de Dios
con varios grupos de gente que, procedentes de la Tierra Santa, llegaron al continente
americano muchos siglos antes del nacimiento de Cristo. Trata principalmente acerca de
los descendientes de Lehi, un profeta que salió de Jerusalén alrededor del año 600 a. de
J.C., durante el primer reinado de Sedecías, rey de Judá, poco antes de que Babilonia
destruyera Jerusalén.
El Libro de Mormón es una interesante combinación de los estilos y modelos del
Antiguo y el Nuevo Testamento. Así como la Biblia contiene Escrituras reveladas por
medio de líderes espirituales como Moisés, Isaías, David, Mateo, Lucas y Pablo, el
Libro de Mormón está compuesto de quince libros o relatos de Escrituras compiladas
por hombres tales como Nefi, Alma, Helamán, Mosíah y Éter. El mismo incluye
narraciones, historias y experiencias que promueven la fe, relatos acerca del desarrollo y
la caída de civilizaciones completas, análisis doctrinarios, testimonios de la divina
misión de Jesucristo, el Señor resucitado, y profecías concernientes a la época en que
vivimos. La parte más importante del libro es el impresionante relato sobre la aparición
de Jesucristo a un grupo de Sus "otras ovejas" (Juan 10:16) en el continente americano,
poco después de Su resurrección en Jerusalén.
El Libro de Mormón está repleto de historias fascinantes. Difícil sería, por ejemplo,
encontrar en otros volúmenes un relato comparable al de la aventura de Ammón, un
hombre que trabajaba al servicio de un rey y que, después de defender valientemente los
rebaños del monarca, consiguió convertirlo junto con toda su familia a la fe de Cristo y
Su Iglesia (Alma 17-19). Ni podría usted leer algo tan hermoso como la explicación
doctrinaria sobre la fe que describe el capítulo 32 de Alma. Y no puede haber una
historia tan conmovedora como la que se refiere al ministerio personal de Cristo entre
aquella gente, en especial donde Jesús pide que le traigan sus niños pequeñitos, entonces
los bendice "uno por uno" y ora por ellos (véase 3 Nefi 17).
Los siguientes breves pasajes de las Escrituras, tomados de diferentes secciones del
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35. compendio, demuestran la elocuencia sencilla y el poder del Libro de Mormón:
"Y sucedió que yo, Nefi, dije a mi padre: Iré y haré lo que el Señor ha mandado,
porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía
para que cumplan lo que les ha mandado." (1 Nefi 3:7.)
"Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo,
profetizamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos
sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados." (2 Nefi 25:26.)
"Y he aquí, os digo estas cosas para que aprendáis sabiduría; para que sepáis que
cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro
Dios." (Mosíah 2:17.)
"Creed en Dios; creed que él existe, y que creó todas las cosas, tanto en el cielo como
en la tierra; creed que él tiene toda sabiduría y todo poder, tanto en el cielo como en la
tierra; creed que el hombre no comprende todas las cosas que el Señor puede
comprender. Y además, creed que debéis arrepentiros de vuestros pecados, y
abandonarlos, y humillaros ante Dios, y pedid con sinceridad de corazón que él os
perdone; y ahora bien, si creéis todas estas cosas, mirad que las hagáis." (Mosíah 4:9-
10.)
"¡Oh recuerda, hijo mío, y aprende sabiduría en tu juventud; sí, aprende en tu
juventud a guardar los mandamientos de Dios!" (Alma 37:35.)
"Hasta entonces nunca habían combatido; no obstante, no temían la muerte, y
estimaban más la libertad de sus padres que sus propias vidas; sí, sus madres les habían
enseñado que si no dudaban, Dios los libraría.
"Y me repitieron las palabras de sus madres, diciendo: No dudamos que nuestras
madres lo sabían." (Alma 56:47-48.)
Los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no
solamente aprecian el Libro de Mor-món, sino que también creen que es la palabra de
Dios. Ello no descarta su creencia en la Santa Biblia y sus perpetuas e inspiradas
enseñanzas. En realidad, ambos volúmenes de Escrituras se complementan y corroboran
sus mensajes y su doctrina. Debo también mencionar que los Santos de los Últimos Días
aceptan otros dos volúmenes de Escrituras: Doctrina y Convenios, compuesto de las
revelaciones recibidas por José Smith y otros presidentes de la Iglesia, y la Perla de Gran
Precio, que contiene otras traducciones proféticas y relatos históricos y que incluye la
historia autobiográfica de las experiencias que tuvo José Smith y que ya he mencionado
anteriormente.
Aquí llegamos a la segunda cosa que usted debiera saber acerca de nuestras
Escrituras. Una de las grandes dificultades que muchos cristianos tienen con respecto al
Libro de Mormón y otros libros canónicos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de
los Últimos Días, tiene que ver con una firme creencia de que la Biblia contiene todas
las verdades que necesitamos conocer. Comprendo su interés y comparto con ellos su fe
en la Biblia, pero debo confesarle con toda sinceridad que gracias al Libro de Mormón
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