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7
El Dios que permanece fiel
C
uando las crisis llegan alterando nuestra estabilidad y se prolongan y
cambian el estado acostumbrado de las cosas, Dios sigue siendo el
mismo. Él permanece fiel. Debido a su amor y preocupación por su
pueblo en Judá, Dios les envió mensaje tras mensaje a través de Jere­
mías. El profeta tenía el desafío de transmitir el mensaje a un pueblo que no
quería escucharlo.
A causa de su persistencia en el pecado, y su rechazo a los insistentes llama­
dos al arrepentimiento enviados por el Dios de Jeremías, la situación de Judá
cambió drásticamente. Su capital, Jerusalén, dejó de ser «ciudad de paz» (el
significado de su nombre) y llegó a ser ciudad de muerte. Jeremías deseó que
su cabeza fuera un manantial y sus ojos una fuente, pero no de agua dulce sino
de lágrimas, «para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo» (Jer.
9: 1). El pueblo cosechaba el fruto de sus obras «porque todos ellos son adúl­
teros, una congregación de traidores» (vers. 2), que «han acostumbrado su len­
gua a decir mentiras y se ocupan de actuar perversamente» (vers. 5). Fueron
desleales entre sí, se vendieron a la idolatría y avanzaron de mal en peor por­
que «no quisieron conocerme», dijo Jehová el Señor (vers. 3, 6). Y en medio de
todo esto, jel Dios de Jeremías permaneció fiel a su propósito para con su
pueblo!
«El que se gloría...»
Dios es Dios de misericordia y el anhelo de su corazón son sus hijos. A pe­
sar de que tuvo que permitir que el reino del norte fuera llevado en cautiverio,
la misma suerte hacia la cual veía ahora avanzar al reino del sur, el Dios de Je­
remías declaró: «¿No es Efraín un hijo precioso para mí? ¿No es un niño en
quien me deleito? Desde que hablé de él, lo he recordado constantemente. Por
eso mis entrañas se conmovieron por él, y ciertamente tendré de él misericordia,
78 • El D ios de Jeremías
dice Jehová» (Jer. 31: 20). Conocer a un Dios que es amor, y que al mismo
tiempo es todopoderoso, para quien nada es difícil (Jer. 32: 17, 27) ni imposi­
ble, debe ser el único motivo digno de gloriamos. «Mas alábese en esto el que
haya de alabarse: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago
misericordia, juicio y justicia en la tierra, porque estas cosas me agradan, dice
Jehová» (9: 24).
De ahí la exhortación que encontramos en el Nuevo Testamento: «El que se
gloría, gloríese en el Señor» (2 Cor. 10: 17). Pero ¿qué significa esto para noso­
tros hoy? Pablo, quien escribe, nos lo explica en el contexto de su experiencia
personal: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucris­
to» (Gál. 6: 14). La cruz es el centro del evangelio. En ella se manifiestan tanto
la justicia como la misericordia de Dios.
El papel de la cruz. El amor del Dios de Jeremías por su pueblo descarriado,
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos, encuentra su máxima de­
mostración en la cruz. La cruz se levanta como el verdadero centro no solo de
la historia humana en términos cronológicos, pues la dividió en dos, sino tam­
bién como el centro de la historia de la salvación. Antes de la cruz los seres
humanos estábamos condenados; pero gracias a la muerte de Cristo en la cruz
hemos sido redimidos.
La idea de ser redimidos por la muerte de un crucificado era locura para los
antiguos. De nuevo Pablo escribe: «El mensaje de la cruz es una locura para los
que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosoUos, este
mensaje es el poder de Dios. Pues está escrito: Destmiré la sabiduría de los
sabios; frustraré la inteligencia de los inteligentes [...]". Ya que Dios, en su sa­
bio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría
humana, tuvo a bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los que
creen. Los judíos piden señales milagrosas y los gentiles buscan sabiduría,
mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado» (1 Cor. 1:18, 21-23,
NVI).
Quienes fueron salvos en el Antiguo Testamento, lo fueron en virtud de la
cruz de Cristo; y quienes son salvos en el Nuevo Testamento, es porque «Cristo
colgado de la cruz era el evangelio».1Fue herido tanto por las rebeliones de Is­
rael como por las nuesUas. «Por sus llagas fuimos nosottos curados» (Isa. 53:5).
Pero más que el sufrimiento físico de la crucifixión, lo que realmente quebran­
tó el corazón de Jesús y le causó la muerte fue la indecible angustia de portar
sobre sí mismo los pecados de toda la humanidad. Daremos nuestra mejor
respuesta ante ese sacrificio cuando entendamos que en la cruz Cristo murió
para damos vida, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para
aquel que murió y resucitó por nosotros (2 Cor. 5: 15).
7. El Dios que permanece fiel *79
¿Las criaturas o el Creador?
El pueblo de Dios se vio siempre tentado a la idolatría. La idolatría es otor­
garle a cosas creadas el reconocimiento y honor que le corresponde solamente
a Dios, o el atribuirle a agentes naturales el poder divino2y darles el lugar que
solo él merece; es preferir las criaturas antes que al Creador.
A través de su historia, el pueblo de Israel adoptó muchas de las prácticas
idolátricas de las naciones paganas con las que se relacionó, comenzando con
Egipto, de donde habían salido. Los egipcios tenían una enorme cantidad de
deidades como puede observarse en sus inscripciones jeroglíficas y en sus tum­
bas. Creían que cada elemento de la naturaleza, cada objeto que miraban, ani­
mado o inanimado, estaba imbuido de un espíritu que podía escoger su propia
forma, ocupando el cuerpo de una vaca, un cocodrilo, un pez, un árbol, un
halcón, un ser humano, etc.3
En Canaán, donde los israelitas llegaron a habitar, los cultos idolátricos
asociados con ritos sensuales de fertilidad eran tan dominantes como en nin­
guna otra región de la época. Cuando Israel entró en Palestina, los cananeos se
encontraban en las últimas etapas de su descomposición moral como resulta­
do de siglos de adoración a divinidades degradantes en cuyos servicios de culto
la prostitución era glorificada.4
Potencias nacionales de la época, como Asiria y Babilonia, también eran
dominadas por la idolatría. En la primera, Ishtar, la famosa diosa de la procrea­
ción, era venerada. En el Imperio neobabilónico, como resultado de su interés
en la astrología, se reverenciaba a los dioses del fuego y del firmamento. Y hay
quienes piensan que los babilonios ejercieron una influencia sobre la religión
israelita aun mayor que la de Canaán o la de Egipto.5
Idolatría en Judá. Roboam, hijo de una madre Amonita, en cuyo reinado ocu­
rrió la división del reino, antes unido, perpetuó los peores rasgos de la idolatría
de su padre Salomón (1 Rey. 14: 22-24). Las prácticas idólatras auspiciadas por
él en el reino de Judá incluían las siguientes:
• Montañas y lugares altos eran escogidos para ofrecer incienso y sacrificios a
los ídolos.
• Estatuas y postes idolátricos eran adorados en los collados.
• Ritos paganos y actos inmorales eran practicados debajo de los árboles
frondosos.
• Prácticas homosexuales eran llevadas a cabo imitando costumbres comunes
en Canaán.
80 • El D ios de Jeremías
• Astros y estrellas (el «ejército de los cielos») eran adorados desde los altos
de las casas.
• Sacrificios de animales, y a veces de seres humanos, eran ofrecidos a los
ídolos.
• Algunos sacerdotes se dedicaban al culto de los becerros (Ose. 10: 5), mien­
tras que otros hombres y mujeres se autoconsagraban a otros cultos idóla­
tras.
• Prácticas licenciosas de culto a Baal, una de las principales deidades mascu­
linas del panteón cananeo cuyos detalles llegaron a ser bien conocidos des­
pués de los hallazgos de la literatura épica y religiosa descubierta en Ras
Shamra (la antigua Ugarit de las Cartas de Amama), entre 1921 y 1937.
Dicho culto incluía sacrificios, comidas rituales, danzas sensuales y, en los
lugares altos, la provisión de pequeñas habitaciones para la prostitución
sagrada tanto masculina, por sodomitas religiosos, como femenina, por
mujeres que se prostituían en el templo (1 Rey. 14: 23, 24; 2 Rey. 23: 7).6
¡Algunas de esas recámaras habían sido construidas en los predios de la casa
del Santo de Israel!
Todo esto, igual que cualquier otra forma de idolatría, era no solo degra­
dante sino muy ofensivo a la vista del Dios de Jeremías por cuanto Israel como
pueblo había entrado en un pacto solemne con él, aceptándolo como el único
Dios y comprometiéndose a servirle con fidelidad (Éxo. 19: 3-8; 20: 2). Por lo
tanto, la idolatría de Israel le era una gran ofensa (1 Sam. 15: 23), como un
crimen político de la peor naturaleza, una alta traición contra su Rey; una vio­
lación del pacto; el mal preeminente ante sus ojos (Deut. 17: 2-5).7
Con la muerte del rey Josías llegó a su fin el último esfuerzo por revivir entre
el pueblo el culto al verdadero Dios y, también, la fe pura. Así que la idolatría
se esparció pavorosamente en la última época del reino de Judá, hasta que les
sobrevino el castigo del cautiverio babilónico. Afortunadamente, el exilio pro­
dujo resultados saludables porque en la cautividad los judíos, con muy pocas
excepciones, renunciaron a la idolatría. A través de esa gran calamidad nacio­
nal, el Dios de Jeremías estaba obrando para lograr la sanidad espiritual de su
pueblo.
7. El Dios que permanece fiel * 81
Vislumbres del Dios de Jeremías
Tal como los conquistadores extranjeros acostumbraban destruir los obje­
tos y lugares sagrados de los pueblos conquistados a fin de demostrar la impo­
tencia de los dioses locales para protegerlos, así el Dios de Jeremías, como po­
deroso conquistador, triunfa sobre los falsos dioses y los destruye (véase Jer.
43: 12).
El culto al sol siempre ha rivalizado con el culto al Dios verdadero. El Dios
de Jeremías es muy celoso ante esa y cualquier otra forma de idolatría. En Egip­
to, por ejemplo, los obeliscos sagrados de Bet-Semes, que eran centrales en
ceremonias de culto al sol, y los templos de otras divinidades, fueron destrui­
dos por mandato suyo (vers. 12, 13). El nombre de la localidad donde se en­
contraban, Bet-Semes, literalmente significa «casa del [dios] sol».8
Jehová, el Dios de Israel, es diferente a los dioses paganos.
• Los dioses paganos son creación de sus adoradores, pero Jehová, Dios de
Jeremías, «es el Dios verdadero, Dios vivo y Rey eterno. Ante su ira tiembla
la tierra, y las naciones no pueden sufrir su indignación» (Jer. 10: 10).
• El Dios de Jeremías es el Creador. «Él es el que hizo la tierra con su poder,
el que afirmó el mundo con su sabiduría y extendió los cielos con su inteli­
gencia» (Jer. 51: 15). Por eso puede confrontar así a los dioses falsos: «Los
dioses, que no hicieron los cielos ni la tierra, desaparezcan de la tierra y de
debajo de los cielos» (Jer. 10: 11).
• El Dios de Jeremías es bueno. Nos regala la lluvia. «A su voz se produce en
el cielo un tumulto de aguas; él hace subir las nubes del extremo de la tierra,
trae los relámpagos con la lluvia y saca el viento de sus depósitos» (vers. 13).
• El Dios de Jeremías «nos da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de
las estrellas para luz de la noche, que agita el mar y braman sus olas; Jehová
de los ejércitos es su nombre» (Jer. 31: 35).
• El Dios de Jeremías es el Dios supremo y el Señor absoluto. No hay nadie
semejante a él; él es grande, y grande en poder es su nombre (Jer. 10: 6). Su
superioridad absoluta es la razón por la cual es el único digno de nuestra
adoración. ¿Habrá alguna criatura o cosa que se esté interponiendo entre
nosotros y semejante Creador?
82 • El Dios de Jeremías
Un llamamiento al arrepentimiento
Al comienzo del reinado de Joacim, hijo de Josías, el Dios de Jeremías lo
llamó y le dijo que fuera y se parara en el atrio del templo de Jerusalén para que
proclamara en alta voz todas las palabras que le daría. El templo era el centro
de la vida de la nación, y su atrio el centro de concurrencia más importante; ya
que todas las ciudades de Judá venían para adorar en Jerusalén, los pronuncia­
mientos de mayor trascendencia para la población nacional se hacían desde
allí, y lo que allí sucedía o se deda, se difundía rápidamente por toda la ciudad
y por todo el país. Dios le pidió a Jeremías fuera allí porque quería asegurarse
de que este mensaje, por su importanda, fuera oído por todos. Y, ¿en qué radi­
caba la importanda del mensaje? Era, en esenda, un llamamiento al arrepenti­
miento.
El Dios de Jeremías es longánime, esto es, extremadamente padente y per­
severante en su intención de lograr la salvación de sus hijos. Su longanimidad
es evidente en que este mensaje de Jeremías no era otra cosa que un nuevo in­
tento de su Dios por llamar la atendón de un pueblo desobediente; un nuevo
mego «para atender a las palabras de mis siervos los profetas, que yo os he
enviado desde el principio y sin cesar, a los cuales no habéis escuchado» (vers.
5). Esta vez, aunque oyeron las palabras de Jeremías, tampoco escucharon,
puesto que no quisieron arrepentirse.
¿En qué consiste el arrepentimiento? El arrepentimiento es un cambio de
mentalidad, intemo y profundo, experimentado en reladón con el pecado. En
el Nuevo Testamento la palabra «arrepentimiento» (gr. metanoia) lleva implíci­
ta la idea de cambio de mentalidad. El verdadero arrepentimiento involucra
tres elementos importantes que debemos tomar en cuenta:
1. Un elemento racional, consciente, que se manifiesta en rechazo rotundo y un
total odio contra el pecado. No es motivado por el temor a las consecuencias
negativas que puedan sobrevenir. Si ese es su único motivo, el arrepenti­
miento no es genuino. Tal fue el arrepentimiento del faraón ante las plagas
en Egipto, el de Esaú ante la pérdida de la primogenitura, el de Saúl ante la
pérdida del reino.
2. Un elemento emocional, que se manifiesta en una profunda tristeza por el pe­
cado (Sal. 51). No es el lamentarse por las consecuencias del error cometido;
es un dolor profundo por haber ofendido a un Dios santo y bueno como el
de Jeremías. Este elemento no debe confundirse con el remordimiento que
puede guiar a la desesperación, que es pecaminosa. Tal fue el pecado final de
Judas Iscariote.
7. El Dios que permanece fiel * 83
3. Un elemento volitivo, que se evidencia en la decisión, consciente, de cambiar
de propósito y de vivir, en adelante, en obediencia a Dios.9
El Dios de leremías, mediante la proclamación de su siervo, envió a los
habitantes de Judá una invitación a volverse de sus malos caminos. Eso incluía
arrepentimiento, conversión, y una vida de obediencia a su ley (Jer. 26: 3, 4).
El deseo de Dios, «quizá escuchen y se vuelva cada uno de su mal camino», es
su deseo de que el pecador experimente la conversión.
La conversión es un cambio de dirección en la vida, es volverse a Dios. Es
como el que va por un camino, escucha el llamado divino, se detiene, toma la
decisión de hacer un giro de ciento ochenta grados y se devuelve para empezar
a caminar en la dirección opuesta, en dirección a Dios.10La conversión es tanto
un evento como un proceso. Como evento, marca el comienzo del crecimiento
del creyente hacia la perfección Cristiana. Como proceso, incluye la obra con­
tinua del Espíritu Santo en el creyente, purificándolo y modelándolo interior­
mente a la imagen de Cristo (Gál. 4: 19). Tal obra es personal, ocurre en el in­
dividuo, pero tiene repercusión social, ya que el volvemos a Dios de todo cora­
zón conlleva un cambio en nuestras actitudes hacia quienes nos rodean.11
Por medio de todos los profetas, el Dios de Jeremías instó repetidamente a
Israel y a Judá a experimentar la conversión (véase por ejemplo 2 Rey. 17: 13;
Eze. 14: 6; 18: 30-32). Su pueblo, de los días de Jeremías, siempre se resistió.
Aunque no lo merecían, ¡Dios no renunciaría a su fidelidad para con ellos!
Notemos sus palabras: «Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí [las que
gobiernan los astros y las mareas], dice Jehová, también faltaría la descenden­
cia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación delante de mí» (Jer. 31:
36). La seguridad de esta promesa tiene una dimensión personal: «Así ha dicho
Jehová: Si se pudieran medir los cielos arriba y explorar abajo los fundamentos
de la tierra, también yo desecharía a toda la descendencia de Israel por todo lo
que hicieron, dice Jehová» (Jer. 31: 37). Aun si solo tú permaneces fiel, serás
parte del remanente que será salvo:
El Dios de Jeremías sigue siendo hoy el mismo. Y sigue esperando que no­
sotros dejemos de andar «de acá para allá» (Jer. 4:1) y que, a diferencia de Judá,
mostremos evidencia de verdadero arrepentimiento arrojando el pecado de
nuestras vidas. Independientemente de lo que hayamos hecho, podemos arre­
pentimos. El Dios de Jeremías, tu Dios y mi Dios, nos espera con los brazos
abiertos.
84 • El D ios de Jeremías
Bajo la sombra de la muerte
Para un pueblo que, como Judá, se hallaba bajo la sombra de la muerte, el
resultado del arrepentimiento hubiera sido el perdón, la sanidad, la restaura­
ción y el bienestar. Pero Judá no se arrepintió. Y entonces, ¡qué ironía!, el
mensajero enviado de Dios con el mensaje de salvación, era quien ahora se
hallaba bajo la sombra de la muerte. He aquí la respuesta que Jeremías recibió
de sus compatriotas:
«Y cuando terminó de hablar Jeremías todo lo que Jehová le había manda­
do que hablara a todo el pueblo, los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo
le echaron mano, diciendo: "¡De cierto morirás! ¿Por qué has profetizado en
nombre de Jehová, diciendo: 'Esta Casa será como Silo y esta ciudad quedará
asolada y sin habitantes'?". Y todo el pueblo se reunió contra Jeremías en la
casa de Jehová [...]. Entonces los sacerdotes y los profetas hablaron a los prín­
cipes y a todo el pueblo, diciendo: "¡Este hombre ha incurrido en pena de
muerte, porque ha profetizado contra esta ciudad, como vosotros habéis oído
con vuestros propios oídos!"» (Jer. 26: 8, 9, 11).
En su fidelidad como mensajero de Dios, a riesgo de su propia vida, Jere­
mías representó el carácter de aquel que lo había enviado, Jehová, quien como
el Cristo del Nuevo Testamento sería fiel en llevar las nuevas de salvación, pri­
meramente, a su propio pueblo. Pero, aunque a lo suyo vino, los suyos no lo
recibieron (Juan 1: 11). Jesús fue confrontado con una reacción similar a la
experimentada por Jeremías cuando predijo la caída de Jerusalén y su templo.
Las palabras que Jesús escuchó de los principales sacerdotes fueron similares a
las que Jeremías tuvo que escuchar: «¿Qué más necesidad tenemos de testigos?
Ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos,
dijeron: "¡Es reo de muerte!"» (Mat. 26: 65). ¿La diferencia? Jesús no tuvo,
como Jeremías, alguien que interviniera en su favor.
Ante la decisión de los sacerdotes y los profetas de matar a Jeremías, miem­
bro del pueblo, seguramente movidos por Ahicam, hijo de Safán, quien estaba
a favor de Jeremías, se levantaron y se opusieron a la medida (Jer. 26: 24). En­
tonces algunos de sus jefes que se contaban entre los habitantes más ancianos
del país, tomaron la palabra y, haciendo uso de su mayor experiencia, le recor­
daron a la multitud dos incidentes históricos de los cuales debían tomar lec­
ción antes de proceder irracionalmente contra el profeta de Dios.
7. El Dios que permanece fiel • 85
Aprendiendo de la historia
El primer incidente histórico mencionado por los ancianos fue que durante
el reinado de Ezequías, el profeta Miqueas había proclamado por todo Judá, de
parte de Dios, un mensaje profético idéntico al de Jeremías: Que Sion sería
arada como un campo, que Jerusalén quedará en minas, y que la montaña del
templo se volvería un bosque. Sin embargo, le recordaron a la asamblea, que
Ezequías y su pueblo no mataron a Miqueas sino que, temiendo al Señor le
pidieron su ayuda, y en respuesta, el Señor se arrepintió del mal que les había
anunciado. Luego los ancianos cerraron el relato con una declaración encami­
nada a hacer reflexionar a la multitud: Ahora, en lugar de aprender de esta
historia, nosotros estamos a punto de provocar nuestro propio mal.
El segundo incidente recordado por los ancianos a la multitud fue tomado
de la historia de otro mensajero que profetizaba en el nombre del Señor, Urías,
hijo de Semaías, de Quiriat-jearim. Este también profetizó contra Jerusalén y
contra el país, como lo había hecho Jeremías. Pero su suerte fue diferente.
Cuando el rey Joacim y sus funcionarios oyeron sus palabras, el rey intentó
matarlo; pero al enterarse Urías, tuvo miedo y escapó a Egipto. Después el rey
Joacim envió a Egipto a Elnatán, hijo de Acbor, junto con otros hombres, y
ellos sacaron de Egipto a Urías y lo llevaron ante el rey Joacim, quien ordenó
que lo mataran a filo de espada y arrojaran su cadáver a una fosa común. La
pregunta tácita de los ancianos era obvia: ¿Seguiremos nosotros este perverso
ejemplo, o aprenderemos de la historia?
Y nosotros, en el siglo veintiuno, ¿cómo podemos aprender a dejamos en­
señar por la historia? Necesitamos de la historia al menos por dos razones
importantes: para obtener lecciones del pasado y para interpretar mejor las
Sagradas Escrituras.
En cuanto al primer punto, necesitamos aprender de la historia para no
cometer los mismos errores que cometieron nuestros antepasados como pue­
blo de Dios. Debemos seguir el consejo del Señor a través de Jeremías: «Paraos
en los caminos, mirad y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen
camino. Andad por él y hallaréis descanso para vuestra alma» (Jer. 6: 16). Ade­
más, repasar las intervenciones de Dios en la historia nos anima porque nos
ayuda a entender mejor el presente y nos da confianza para enfrentar el futuro.
Esto será cierto también al repasar las intervenciones divinas en nuestra propia
historia personal. Tal como la conocida declaración de Elena G. de White nos
lo dice: «No tenemos nada que temer del futuro a menos que olvidemos la
manera en que el Señor nos ha conducido, y lo que nos ha enseñado en nuestra
historia pasada».12
86 • El Dios de Jeremías
En cuanto al segundo punto, la historia es necesaria para una correcta inter­
pretación de la Biblia. Aunque es de origen sobrenatural, la Palabra de Dios
nació en la historia, no fuera de ella y, por lo tanto, será mejor entendida a la
luz de la historia. Esto significa que para comprender mejor sus mensajes, es­
pecialmente si se trata de pasajes difíciles, nos ayudará mucho leer acerca de su
contexto histórico, es decir, las circunstancias que motivaron su escritura y los
incidentes que estuvieron relacionados con el pasaje que estamos estudiando.
No obstante, hemos de tener en mente que debido al carácter sobrenatural de
la revelación de Dios, siempre encontraremos algunos elementos que trascien­
den los límites de la historia. Esto se debe a que su autor primario no es el
hombre sino Dios.
En la historia de Jeremías es irónico que quienes tomaron la iniciativa para
quitarle la vida fueron los dirigentes espirituales del pueblo, los sacerdotes y
los profetas, precisamente quienes debieron haberle apoyado en el cumpli­
miento de su misión. Resulta interesante que fueron los miembros del pueblo
los que tuvieron que defender a Jeremías. Por eso Jeremías pudo escapar de una
muerte segura.
Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías
Fue el Dios de Jeremías quien, tocando algunos corazones (Jer. 26: 24), le
proveyó una vía de escape de la muerte a su siervo quien aún no había comple­
tado su misión; todavía se necesitaba que diera testimonio ante reyes y súbdi­
tos en los últimos días del reino de Judá. Los enemigos de Jeremías habían di­
cho: «Venid y preparemos un plan contra Jeremías» (Jer. 18: 18). Pero su Dios
«atrapa a los sabios en su propia astucia y frustra los planes de los perversos»
(Job 5: 13). En cambio, los planes del Dios de Jeremías para sus siervos siempre
se cumplen y nadie, en contra de su voluntad, puede frustrarlos. Él se describe
como el Dios «que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüe­
dad lo que aún no era hecho; que digo: "Mi plan permanecerá y haré todo lo
que quiero"» (Isa. 46: 10).
Debido a su teología equivocada de que «Dios nunca nos dejará perecer aun
si somos infieles a su pacto»,13los judíos de los días de Jeremías esperaban que
se repitiera para ellos la maravillosa liberación mediante la cual, unos cien
años antes, Dios los había librado milagrosamente de la amenaza de los asirios
y, para proteger a Jemsalén, su ángel había matado a ciento ochenta y cinco mil
soldados enemigos en una sola noche. Con esa equivocada confianza mante­
nían en su comunidad el formalismo de la religión mientras que en sus vidas
negaban la eficacia de ella. Pero el Dios de Jeremías es un Dios a quien no le
satisface el mero cumplimiento de ritos y ceremonias (Jer. 6: 20; 7: 4, 11) con
7. El Dios que permanece fiel • 87
los cuales se pretende asegurar su protección. Lo que más bien espera de noso­
tros es fidelidad para con él y justicia para con nuestros semejantes (véase Jer.
7: 5-7; 9: 24).
El Dios de Jeremías es un Dios compasivo y clemente. El juicio que por su
negación continua a arrepentirse caería sobre Judá después de rechazar los
mensajes de Jeremías, era una retribución merecida. Y aun así, como en todas
las épocas, «él se angustió a causa de la aflicción de Israel» (Juec. 10: 16). Inde­
pendientemente de cuál sea la causa del sufrimiento de su pueblo, Dios sufre
con ellos. «En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los
salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos
los días de la antigüedad» (Isa. 63: 9).
El escape de Jeremías debe recordamos a nosotros hoy que la cruz es la
máxima demostración de lo que le costó a Dios proveemos una vía de escape
de la condenación del pecado y su horrenda consecuencia, la muerte. Porque
en la cruz del Calvario él mismo fue «herido por nuestras rebeliones, molido
por nuestros pecados. Por damos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus lla­
gas fuimos nosotros curados» (Isa. 53: 5).
Referencias
1. Elena G. de White, Comentado bíblico adventista, t. 6, p. 1113.
2. Unger's Bible Dictionary (1973J, s.v. «Idolatry».
3. Ibíd.
4. Ibíd.
5. Ibíd.
6. Ibíd., s.v. «Baal».
7. Ibíd.
8. AUB, p. 1010.
9. L. Berkhof, Teología sistemática (Grand Rapids, Michigan: Publicaciones T.E.L.L., 1969), pp.
580, 581.
10. Véase D. Bloesh, «Conversión», CEDT, p. 117.
11. Myer Pearlman, Teología bíblica y sistemática (Miami: Editorial Vida, ed. 1978), p. 301.
12. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 9, p. 9.
13. Ver ISBE, p. 987.

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Libro complementario | Capítulo 7 | El Dios que permanece fiel | Escuela Sabática

  • 1. 7 El Dios que permanece fiel C uando las crisis llegan alterando nuestra estabilidad y se prolongan y cambian el estado acostumbrado de las cosas, Dios sigue siendo el mismo. Él permanece fiel. Debido a su amor y preocupación por su pueblo en Judá, Dios les envió mensaje tras mensaje a través de Jere­ mías. El profeta tenía el desafío de transmitir el mensaje a un pueblo que no quería escucharlo. A causa de su persistencia en el pecado, y su rechazo a los insistentes llama­ dos al arrepentimiento enviados por el Dios de Jeremías, la situación de Judá cambió drásticamente. Su capital, Jerusalén, dejó de ser «ciudad de paz» (el significado de su nombre) y llegó a ser ciudad de muerte. Jeremías deseó que su cabeza fuera un manantial y sus ojos una fuente, pero no de agua dulce sino de lágrimas, «para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo» (Jer. 9: 1). El pueblo cosechaba el fruto de sus obras «porque todos ellos son adúl­ teros, una congregación de traidores» (vers. 2), que «han acostumbrado su len­ gua a decir mentiras y se ocupan de actuar perversamente» (vers. 5). Fueron desleales entre sí, se vendieron a la idolatría y avanzaron de mal en peor por­ que «no quisieron conocerme», dijo Jehová el Señor (vers. 3, 6). Y en medio de todo esto, jel Dios de Jeremías permaneció fiel a su propósito para con su pueblo! «El que se gloría...» Dios es Dios de misericordia y el anhelo de su corazón son sus hijos. A pe­ sar de que tuvo que permitir que el reino del norte fuera llevado en cautiverio, la misma suerte hacia la cual veía ahora avanzar al reino del sur, el Dios de Je­ remías declaró: «¿No es Efraín un hijo precioso para mí? ¿No es un niño en quien me deleito? Desde que hablé de él, lo he recordado constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él, y ciertamente tendré de él misericordia,
  • 2. 78 • El D ios de Jeremías dice Jehová» (Jer. 31: 20). Conocer a un Dios que es amor, y que al mismo tiempo es todopoderoso, para quien nada es difícil (Jer. 32: 17, 27) ni imposi­ ble, debe ser el único motivo digno de gloriamos. «Mas alábese en esto el que haya de alabarse: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra, porque estas cosas me agradan, dice Jehová» (9: 24). De ahí la exhortación que encontramos en el Nuevo Testamento: «El que se gloría, gloríese en el Señor» (2 Cor. 10: 17). Pero ¿qué significa esto para noso­ tros hoy? Pablo, quien escribe, nos lo explica en el contexto de su experiencia personal: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucris­ to» (Gál. 6: 14). La cruz es el centro del evangelio. En ella se manifiestan tanto la justicia como la misericordia de Dios. El papel de la cruz. El amor del Dios de Jeremías por su pueblo descarriado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos, encuentra su máxima de­ mostración en la cruz. La cruz se levanta como el verdadero centro no solo de la historia humana en términos cronológicos, pues la dividió en dos, sino tam­ bién como el centro de la historia de la salvación. Antes de la cruz los seres humanos estábamos condenados; pero gracias a la muerte de Cristo en la cruz hemos sido redimidos. La idea de ser redimidos por la muerte de un crucificado era locura para los antiguos. De nuevo Pablo escribe: «El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosoUos, este mensaje es el poder de Dios. Pues está escrito: Destmiré la sabiduría de los sabios; frustraré la inteligencia de los inteligentes [...]". Ya que Dios, en su sa­ bio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los que creen. Los judíos piden señales milagrosas y los gentiles buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado» (1 Cor. 1:18, 21-23, NVI). Quienes fueron salvos en el Antiguo Testamento, lo fueron en virtud de la cruz de Cristo; y quienes son salvos en el Nuevo Testamento, es porque «Cristo colgado de la cruz era el evangelio».1Fue herido tanto por las rebeliones de Is­ rael como por las nuesUas. «Por sus llagas fuimos nosottos curados» (Isa. 53:5). Pero más que el sufrimiento físico de la crucifixión, lo que realmente quebran­ tó el corazón de Jesús y le causó la muerte fue la indecible angustia de portar sobre sí mismo los pecados de toda la humanidad. Daremos nuestra mejor respuesta ante ese sacrificio cuando entendamos que en la cruz Cristo murió para damos vida, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros (2 Cor. 5: 15).
  • 3. 7. El Dios que permanece fiel *79 ¿Las criaturas o el Creador? El pueblo de Dios se vio siempre tentado a la idolatría. La idolatría es otor­ garle a cosas creadas el reconocimiento y honor que le corresponde solamente a Dios, o el atribuirle a agentes naturales el poder divino2y darles el lugar que solo él merece; es preferir las criaturas antes que al Creador. A través de su historia, el pueblo de Israel adoptó muchas de las prácticas idolátricas de las naciones paganas con las que se relacionó, comenzando con Egipto, de donde habían salido. Los egipcios tenían una enorme cantidad de deidades como puede observarse en sus inscripciones jeroglíficas y en sus tum­ bas. Creían que cada elemento de la naturaleza, cada objeto que miraban, ani­ mado o inanimado, estaba imbuido de un espíritu que podía escoger su propia forma, ocupando el cuerpo de una vaca, un cocodrilo, un pez, un árbol, un halcón, un ser humano, etc.3 En Canaán, donde los israelitas llegaron a habitar, los cultos idolátricos asociados con ritos sensuales de fertilidad eran tan dominantes como en nin­ guna otra región de la época. Cuando Israel entró en Palestina, los cananeos se encontraban en las últimas etapas de su descomposición moral como resulta­ do de siglos de adoración a divinidades degradantes en cuyos servicios de culto la prostitución era glorificada.4 Potencias nacionales de la época, como Asiria y Babilonia, también eran dominadas por la idolatría. En la primera, Ishtar, la famosa diosa de la procrea­ ción, era venerada. En el Imperio neobabilónico, como resultado de su interés en la astrología, se reverenciaba a los dioses del fuego y del firmamento. Y hay quienes piensan que los babilonios ejercieron una influencia sobre la religión israelita aun mayor que la de Canaán o la de Egipto.5 Idolatría en Judá. Roboam, hijo de una madre Amonita, en cuyo reinado ocu­ rrió la división del reino, antes unido, perpetuó los peores rasgos de la idolatría de su padre Salomón (1 Rey. 14: 22-24). Las prácticas idólatras auspiciadas por él en el reino de Judá incluían las siguientes: • Montañas y lugares altos eran escogidos para ofrecer incienso y sacrificios a los ídolos. • Estatuas y postes idolátricos eran adorados en los collados. • Ritos paganos y actos inmorales eran practicados debajo de los árboles frondosos. • Prácticas homosexuales eran llevadas a cabo imitando costumbres comunes en Canaán.
  • 4. 80 • El D ios de Jeremías • Astros y estrellas (el «ejército de los cielos») eran adorados desde los altos de las casas. • Sacrificios de animales, y a veces de seres humanos, eran ofrecidos a los ídolos. • Algunos sacerdotes se dedicaban al culto de los becerros (Ose. 10: 5), mien­ tras que otros hombres y mujeres se autoconsagraban a otros cultos idóla­ tras. • Prácticas licenciosas de culto a Baal, una de las principales deidades mascu­ linas del panteón cananeo cuyos detalles llegaron a ser bien conocidos des­ pués de los hallazgos de la literatura épica y religiosa descubierta en Ras Shamra (la antigua Ugarit de las Cartas de Amama), entre 1921 y 1937. Dicho culto incluía sacrificios, comidas rituales, danzas sensuales y, en los lugares altos, la provisión de pequeñas habitaciones para la prostitución sagrada tanto masculina, por sodomitas religiosos, como femenina, por mujeres que se prostituían en el templo (1 Rey. 14: 23, 24; 2 Rey. 23: 7).6 ¡Algunas de esas recámaras habían sido construidas en los predios de la casa del Santo de Israel! Todo esto, igual que cualquier otra forma de idolatría, era no solo degra­ dante sino muy ofensivo a la vista del Dios de Jeremías por cuanto Israel como pueblo había entrado en un pacto solemne con él, aceptándolo como el único Dios y comprometiéndose a servirle con fidelidad (Éxo. 19: 3-8; 20: 2). Por lo tanto, la idolatría de Israel le era una gran ofensa (1 Sam. 15: 23), como un crimen político de la peor naturaleza, una alta traición contra su Rey; una vio­ lación del pacto; el mal preeminente ante sus ojos (Deut. 17: 2-5).7 Con la muerte del rey Josías llegó a su fin el último esfuerzo por revivir entre el pueblo el culto al verdadero Dios y, también, la fe pura. Así que la idolatría se esparció pavorosamente en la última época del reino de Judá, hasta que les sobrevino el castigo del cautiverio babilónico. Afortunadamente, el exilio pro­ dujo resultados saludables porque en la cautividad los judíos, con muy pocas excepciones, renunciaron a la idolatría. A través de esa gran calamidad nacio­ nal, el Dios de Jeremías estaba obrando para lograr la sanidad espiritual de su pueblo.
  • 5. 7. El Dios que permanece fiel * 81 Vislumbres del Dios de Jeremías Tal como los conquistadores extranjeros acostumbraban destruir los obje­ tos y lugares sagrados de los pueblos conquistados a fin de demostrar la impo­ tencia de los dioses locales para protegerlos, así el Dios de Jeremías, como po­ deroso conquistador, triunfa sobre los falsos dioses y los destruye (véase Jer. 43: 12). El culto al sol siempre ha rivalizado con el culto al Dios verdadero. El Dios de Jeremías es muy celoso ante esa y cualquier otra forma de idolatría. En Egip­ to, por ejemplo, los obeliscos sagrados de Bet-Semes, que eran centrales en ceremonias de culto al sol, y los templos de otras divinidades, fueron destrui­ dos por mandato suyo (vers. 12, 13). El nombre de la localidad donde se en­ contraban, Bet-Semes, literalmente significa «casa del [dios] sol».8 Jehová, el Dios de Israel, es diferente a los dioses paganos. • Los dioses paganos son creación de sus adoradores, pero Jehová, Dios de Jeremías, «es el Dios verdadero, Dios vivo y Rey eterno. Ante su ira tiembla la tierra, y las naciones no pueden sufrir su indignación» (Jer. 10: 10). • El Dios de Jeremías es el Creador. «Él es el que hizo la tierra con su poder, el que afirmó el mundo con su sabiduría y extendió los cielos con su inteli­ gencia» (Jer. 51: 15). Por eso puede confrontar así a los dioses falsos: «Los dioses, que no hicieron los cielos ni la tierra, desaparezcan de la tierra y de debajo de los cielos» (Jer. 10: 11). • El Dios de Jeremías es bueno. Nos regala la lluvia. «A su voz se produce en el cielo un tumulto de aguas; él hace subir las nubes del extremo de la tierra, trae los relámpagos con la lluvia y saca el viento de sus depósitos» (vers. 13). • El Dios de Jeremías «nos da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche, que agita el mar y braman sus olas; Jehová de los ejércitos es su nombre» (Jer. 31: 35). • El Dios de Jeremías es el Dios supremo y el Señor absoluto. No hay nadie semejante a él; él es grande, y grande en poder es su nombre (Jer. 10: 6). Su superioridad absoluta es la razón por la cual es el único digno de nuestra adoración. ¿Habrá alguna criatura o cosa que se esté interponiendo entre nosotros y semejante Creador?
  • 6. 82 • El Dios de Jeremías Un llamamiento al arrepentimiento Al comienzo del reinado de Joacim, hijo de Josías, el Dios de Jeremías lo llamó y le dijo que fuera y se parara en el atrio del templo de Jerusalén para que proclamara en alta voz todas las palabras que le daría. El templo era el centro de la vida de la nación, y su atrio el centro de concurrencia más importante; ya que todas las ciudades de Judá venían para adorar en Jerusalén, los pronuncia­ mientos de mayor trascendencia para la población nacional se hacían desde allí, y lo que allí sucedía o se deda, se difundía rápidamente por toda la ciudad y por todo el país. Dios le pidió a Jeremías fuera allí porque quería asegurarse de que este mensaje, por su importanda, fuera oído por todos. Y, ¿en qué radi­ caba la importanda del mensaje? Era, en esenda, un llamamiento al arrepenti­ miento. El Dios de Jeremías es longánime, esto es, extremadamente padente y per­ severante en su intención de lograr la salvación de sus hijos. Su longanimidad es evidente en que este mensaje de Jeremías no era otra cosa que un nuevo in­ tento de su Dios por llamar la atendón de un pueblo desobediente; un nuevo mego «para atender a las palabras de mis siervos los profetas, que yo os he enviado desde el principio y sin cesar, a los cuales no habéis escuchado» (vers. 5). Esta vez, aunque oyeron las palabras de Jeremías, tampoco escucharon, puesto que no quisieron arrepentirse. ¿En qué consiste el arrepentimiento? El arrepentimiento es un cambio de mentalidad, intemo y profundo, experimentado en reladón con el pecado. En el Nuevo Testamento la palabra «arrepentimiento» (gr. metanoia) lleva implíci­ ta la idea de cambio de mentalidad. El verdadero arrepentimiento involucra tres elementos importantes que debemos tomar en cuenta: 1. Un elemento racional, consciente, que se manifiesta en rechazo rotundo y un total odio contra el pecado. No es motivado por el temor a las consecuencias negativas que puedan sobrevenir. Si ese es su único motivo, el arrepenti­ miento no es genuino. Tal fue el arrepentimiento del faraón ante las plagas en Egipto, el de Esaú ante la pérdida de la primogenitura, el de Saúl ante la pérdida del reino. 2. Un elemento emocional, que se manifiesta en una profunda tristeza por el pe­ cado (Sal. 51). No es el lamentarse por las consecuencias del error cometido; es un dolor profundo por haber ofendido a un Dios santo y bueno como el de Jeremías. Este elemento no debe confundirse con el remordimiento que puede guiar a la desesperación, que es pecaminosa. Tal fue el pecado final de Judas Iscariote.
  • 7. 7. El Dios que permanece fiel * 83 3. Un elemento volitivo, que se evidencia en la decisión, consciente, de cambiar de propósito y de vivir, en adelante, en obediencia a Dios.9 El Dios de leremías, mediante la proclamación de su siervo, envió a los habitantes de Judá una invitación a volverse de sus malos caminos. Eso incluía arrepentimiento, conversión, y una vida de obediencia a su ley (Jer. 26: 3, 4). El deseo de Dios, «quizá escuchen y se vuelva cada uno de su mal camino», es su deseo de que el pecador experimente la conversión. La conversión es un cambio de dirección en la vida, es volverse a Dios. Es como el que va por un camino, escucha el llamado divino, se detiene, toma la decisión de hacer un giro de ciento ochenta grados y se devuelve para empezar a caminar en la dirección opuesta, en dirección a Dios.10La conversión es tanto un evento como un proceso. Como evento, marca el comienzo del crecimiento del creyente hacia la perfección Cristiana. Como proceso, incluye la obra con­ tinua del Espíritu Santo en el creyente, purificándolo y modelándolo interior­ mente a la imagen de Cristo (Gál. 4: 19). Tal obra es personal, ocurre en el in­ dividuo, pero tiene repercusión social, ya que el volvemos a Dios de todo cora­ zón conlleva un cambio en nuestras actitudes hacia quienes nos rodean.11 Por medio de todos los profetas, el Dios de Jeremías instó repetidamente a Israel y a Judá a experimentar la conversión (véase por ejemplo 2 Rey. 17: 13; Eze. 14: 6; 18: 30-32). Su pueblo, de los días de Jeremías, siempre se resistió. Aunque no lo merecían, ¡Dios no renunciaría a su fidelidad para con ellos! Notemos sus palabras: «Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí [las que gobiernan los astros y las mareas], dice Jehová, también faltaría la descenden­ cia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación delante de mí» (Jer. 31: 36). La seguridad de esta promesa tiene una dimensión personal: «Así ha dicho Jehová: Si se pudieran medir los cielos arriba y explorar abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharía a toda la descendencia de Israel por todo lo que hicieron, dice Jehová» (Jer. 31: 37). Aun si solo tú permaneces fiel, serás parte del remanente que será salvo: El Dios de Jeremías sigue siendo hoy el mismo. Y sigue esperando que no­ sotros dejemos de andar «de acá para allá» (Jer. 4:1) y que, a diferencia de Judá, mostremos evidencia de verdadero arrepentimiento arrojando el pecado de nuestras vidas. Independientemente de lo que hayamos hecho, podemos arre­ pentimos. El Dios de Jeremías, tu Dios y mi Dios, nos espera con los brazos abiertos.
  • 8. 84 • El D ios de Jeremías Bajo la sombra de la muerte Para un pueblo que, como Judá, se hallaba bajo la sombra de la muerte, el resultado del arrepentimiento hubiera sido el perdón, la sanidad, la restaura­ ción y el bienestar. Pero Judá no se arrepintió. Y entonces, ¡qué ironía!, el mensajero enviado de Dios con el mensaje de salvación, era quien ahora se hallaba bajo la sombra de la muerte. He aquí la respuesta que Jeremías recibió de sus compatriotas: «Y cuando terminó de hablar Jeremías todo lo que Jehová le había manda­ do que hablara a todo el pueblo, los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo le echaron mano, diciendo: "¡De cierto morirás! ¿Por qué has profetizado en nombre de Jehová, diciendo: 'Esta Casa será como Silo y esta ciudad quedará asolada y sin habitantes'?". Y todo el pueblo se reunió contra Jeremías en la casa de Jehová [...]. Entonces los sacerdotes y los profetas hablaron a los prín­ cipes y a todo el pueblo, diciendo: "¡Este hombre ha incurrido en pena de muerte, porque ha profetizado contra esta ciudad, como vosotros habéis oído con vuestros propios oídos!"» (Jer. 26: 8, 9, 11). En su fidelidad como mensajero de Dios, a riesgo de su propia vida, Jere­ mías representó el carácter de aquel que lo había enviado, Jehová, quien como el Cristo del Nuevo Testamento sería fiel en llevar las nuevas de salvación, pri­ meramente, a su propio pueblo. Pero, aunque a lo suyo vino, los suyos no lo recibieron (Juan 1: 11). Jesús fue confrontado con una reacción similar a la experimentada por Jeremías cuando predijo la caída de Jerusalén y su templo. Las palabras que Jesús escuchó de los principales sacerdotes fueron similares a las que Jeremías tuvo que escuchar: «¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: "¡Es reo de muerte!"» (Mat. 26: 65). ¿La diferencia? Jesús no tuvo, como Jeremías, alguien que interviniera en su favor. Ante la decisión de los sacerdotes y los profetas de matar a Jeremías, miem­ bro del pueblo, seguramente movidos por Ahicam, hijo de Safán, quien estaba a favor de Jeremías, se levantaron y se opusieron a la medida (Jer. 26: 24). En­ tonces algunos de sus jefes que se contaban entre los habitantes más ancianos del país, tomaron la palabra y, haciendo uso de su mayor experiencia, le recor­ daron a la multitud dos incidentes históricos de los cuales debían tomar lec­ ción antes de proceder irracionalmente contra el profeta de Dios.
  • 9. 7. El Dios que permanece fiel • 85 Aprendiendo de la historia El primer incidente histórico mencionado por los ancianos fue que durante el reinado de Ezequías, el profeta Miqueas había proclamado por todo Judá, de parte de Dios, un mensaje profético idéntico al de Jeremías: Que Sion sería arada como un campo, que Jerusalén quedará en minas, y que la montaña del templo se volvería un bosque. Sin embargo, le recordaron a la asamblea, que Ezequías y su pueblo no mataron a Miqueas sino que, temiendo al Señor le pidieron su ayuda, y en respuesta, el Señor se arrepintió del mal que les había anunciado. Luego los ancianos cerraron el relato con una declaración encami­ nada a hacer reflexionar a la multitud: Ahora, en lugar de aprender de esta historia, nosotros estamos a punto de provocar nuestro propio mal. El segundo incidente recordado por los ancianos a la multitud fue tomado de la historia de otro mensajero que profetizaba en el nombre del Señor, Urías, hijo de Semaías, de Quiriat-jearim. Este también profetizó contra Jerusalén y contra el país, como lo había hecho Jeremías. Pero su suerte fue diferente. Cuando el rey Joacim y sus funcionarios oyeron sus palabras, el rey intentó matarlo; pero al enterarse Urías, tuvo miedo y escapó a Egipto. Después el rey Joacim envió a Egipto a Elnatán, hijo de Acbor, junto con otros hombres, y ellos sacaron de Egipto a Urías y lo llevaron ante el rey Joacim, quien ordenó que lo mataran a filo de espada y arrojaran su cadáver a una fosa común. La pregunta tácita de los ancianos era obvia: ¿Seguiremos nosotros este perverso ejemplo, o aprenderemos de la historia? Y nosotros, en el siglo veintiuno, ¿cómo podemos aprender a dejamos en­ señar por la historia? Necesitamos de la historia al menos por dos razones importantes: para obtener lecciones del pasado y para interpretar mejor las Sagradas Escrituras. En cuanto al primer punto, necesitamos aprender de la historia para no cometer los mismos errores que cometieron nuestros antepasados como pue­ blo de Dios. Debemos seguir el consejo del Señor a través de Jeremías: «Paraos en los caminos, mirad y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino. Andad por él y hallaréis descanso para vuestra alma» (Jer. 6: 16). Ade­ más, repasar las intervenciones de Dios en la historia nos anima porque nos ayuda a entender mejor el presente y nos da confianza para enfrentar el futuro. Esto será cierto también al repasar las intervenciones divinas en nuestra propia historia personal. Tal como la conocida declaración de Elena G. de White nos lo dice: «No tenemos nada que temer del futuro a menos que olvidemos la manera en que el Señor nos ha conducido, y lo que nos ha enseñado en nuestra historia pasada».12
  • 10. 86 • El Dios de Jeremías En cuanto al segundo punto, la historia es necesaria para una correcta inter­ pretación de la Biblia. Aunque es de origen sobrenatural, la Palabra de Dios nació en la historia, no fuera de ella y, por lo tanto, será mejor entendida a la luz de la historia. Esto significa que para comprender mejor sus mensajes, es­ pecialmente si se trata de pasajes difíciles, nos ayudará mucho leer acerca de su contexto histórico, es decir, las circunstancias que motivaron su escritura y los incidentes que estuvieron relacionados con el pasaje que estamos estudiando. No obstante, hemos de tener en mente que debido al carácter sobrenatural de la revelación de Dios, siempre encontraremos algunos elementos que trascien­ den los límites de la historia. Esto se debe a que su autor primario no es el hombre sino Dios. En la historia de Jeremías es irónico que quienes tomaron la iniciativa para quitarle la vida fueron los dirigentes espirituales del pueblo, los sacerdotes y los profetas, precisamente quienes debieron haberle apoyado en el cumpli­ miento de su misión. Resulta interesante que fueron los miembros del pueblo los que tuvieron que defender a Jeremías. Por eso Jeremías pudo escapar de una muerte segura. Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías Fue el Dios de Jeremías quien, tocando algunos corazones (Jer. 26: 24), le proveyó una vía de escape de la muerte a su siervo quien aún no había comple­ tado su misión; todavía se necesitaba que diera testimonio ante reyes y súbdi­ tos en los últimos días del reino de Judá. Los enemigos de Jeremías habían di­ cho: «Venid y preparemos un plan contra Jeremías» (Jer. 18: 18). Pero su Dios «atrapa a los sabios en su propia astucia y frustra los planes de los perversos» (Job 5: 13). En cambio, los planes del Dios de Jeremías para sus siervos siempre se cumplen y nadie, en contra de su voluntad, puede frustrarlos. Él se describe como el Dios «que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüe­ dad lo que aún no era hecho; que digo: "Mi plan permanecerá y haré todo lo que quiero"» (Isa. 46: 10). Debido a su teología equivocada de que «Dios nunca nos dejará perecer aun si somos infieles a su pacto»,13los judíos de los días de Jeremías esperaban que se repitiera para ellos la maravillosa liberación mediante la cual, unos cien años antes, Dios los había librado milagrosamente de la amenaza de los asirios y, para proteger a Jemsalén, su ángel había matado a ciento ochenta y cinco mil soldados enemigos en una sola noche. Con esa equivocada confianza mante­ nían en su comunidad el formalismo de la religión mientras que en sus vidas negaban la eficacia de ella. Pero el Dios de Jeremías es un Dios a quien no le satisface el mero cumplimiento de ritos y ceremonias (Jer. 6: 20; 7: 4, 11) con
  • 11. 7. El Dios que permanece fiel • 87 los cuales se pretende asegurar su protección. Lo que más bien espera de noso­ tros es fidelidad para con él y justicia para con nuestros semejantes (véase Jer. 7: 5-7; 9: 24). El Dios de Jeremías es un Dios compasivo y clemente. El juicio que por su negación continua a arrepentirse caería sobre Judá después de rechazar los mensajes de Jeremías, era una retribución merecida. Y aun así, como en todas las épocas, «él se angustió a causa de la aflicción de Israel» (Juec. 10: 16). Inde­ pendientemente de cuál sea la causa del sufrimiento de su pueblo, Dios sufre con ellos. «En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad» (Isa. 63: 9). El escape de Jeremías debe recordamos a nosotros hoy que la cruz es la máxima demostración de lo que le costó a Dios proveemos una vía de escape de la condenación del pecado y su horrenda consecuencia, la muerte. Porque en la cruz del Calvario él mismo fue «herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por damos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus lla­ gas fuimos nosotros curados» (Isa. 53: 5). Referencias 1. Elena G. de White, Comentado bíblico adventista, t. 6, p. 1113. 2. Unger's Bible Dictionary (1973J, s.v. «Idolatry». 3. Ibíd. 4. Ibíd. 5. Ibíd. 6. Ibíd., s.v. «Baal». 7. Ibíd. 8. AUB, p. 1010. 9. L. Berkhof, Teología sistemática (Grand Rapids, Michigan: Publicaciones T.E.L.L., 1969), pp. 580, 581. 10. Véase D. Bloesh, «Conversión», CEDT, p. 117. 11. Myer Pearlman, Teología bíblica y sistemática (Miami: Editorial Vida, ed. 1978), p. 301. 12. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 9, p. 9. 13. Ver ISBE, p. 987.