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Prólogo

En el principio era la Palabra». Así comienza uno de los libros más leídos de la historia,
el Nuevo Testamento. No es casualidad, porque la civilización occidental está
construida sobre los cimientos del lenguaje. Desde Julio César hasta Barack Obama,
todas las estructuras de poder descansan sobre la fuerza de la palabra. Tanto las
decisiones familiares como las transacciones de Wall Street, todas las relaciones
humanas se basan en la confianza en el valor de la palabra. No es algo que nos tengan
que explicar. Todos hemos experimentado cómo un simple «Sí, quiero» cambia una
vida y todos hemos visto cómo un sencillo «Sí, podemos» mueve a millones de personas
a elegir al primer presidente negro de Estados Unidos.

El libro que tiene entre sus manos no se limita a explicar que «la palabra es poder», sino
cómo utilizar ese poder. Su autor, Frank Luntz, tiene el mérito de haber recuperado la
importancia de la palabra en plena cultura de la imagen. Haberlo hecho con amenidad y
sentido práctico le hizo merecedor de entrar en la prestigiosa lista de los best sellers del
diario The New York Times en 2007. Desde entonces se ha convertido en un clásico de
la comunicación empresarial y política en el ámbito anglosajón. Porque no es este sólo
un libro sobre la efectividad del lenguaje, sino un libro escrito con un lenguaje efectivo
y ameno.

Los lectores de esta edición española se asombrarán de cómo un libro práctico sobre
lenguaje, escrito originalmente en inglés, puede resultar tan útil para quienes hablamos
la lengua de Cervantes. Es así porque Luntz no se limita a describir palabras o
expresiones efectivas, sino que nos enseña las claves que las hacen efectivas. Con esas
claves, cualquier persona, hable el idioma que hable, puede encontrar sus propias
«palabras que funcionan», como afirma el título original del libro (Words that work).

¿Quién es Frank Luntz? Decir que es licenciado en Historia y Ciencias Políticas por la
Universidad de Pennsylvania y doctor en Política por la Universidad de Oxford nos da
una idea de su competencia académica. Pero en Estados Unidos es conocido por ser el
consultor político que en 1994 cambió el lenguaje del Partido Republicano mediante
el Contrato con América. Gracias a ese giro, los republicanos re-conectaron con la gente
corriente y obtuvieron la mayoría en el Congreso y el Senado por primera vez en su
historia. A partir del Contrato con América, los republicanos volvieron a identificarse
con la mayoría social y los demócratas pasaron a ser percibidos como el partido liberal
de las minorías progresistas de Hollywood y Manhattan. El resto —los ocho años de
George W. Bush— es historia.

Mi encuentro con este libro se lo debo a la fortuna de que uno de los mayores expertos
en investigación electoral en la actualidad sea español y, además, profesor del Máster de
Comunicación Institucional y Política que dirijo. Un día, en la cafetería de la
Universidad Carlos III, me interpeló: «Si quieres conocer la clave de la comunicación
política, acompáñame a una reunión de expertos». Por supuesto accedí, y mi sorpresa
fue encontrarme en unfocus group (grupo de discusión) con electores: una reunión de
personas con un perfil homogéneo por alguna variable (edad, sexo, aficiones, voto, etc.)
para conversar sobre un tema concreto. «Ellos son los auténticos expertos, aunque no lo
saben», me explicó mi amigo. En ese momento entendí por qué dicen de él que
«comprende la motivación del elector mejor que el mismo elector» y descubrí la
importancia de la investigación cualitativa para la elaboración de estrategias de
comunicación. Me fui a mi despacho con una pila de libros sobre investigación y
comunicación política y la recomendación de empezar leyendo la edición en inglés del
libro de Frank Luntz que tiene ahora en sus manos.

A lo largo de su carrera profesional, Luntz ha moderado miles de grupos de debate por
todo Estados Unidos en los que ha escuchado la voz del americano medio opinando
sobre candidatos, productos, empresas o medidas políticas. Su especialidad es,
precisamente, testar el lenguaje de la gente de la calle para elaborar los mensajes que
ayuden a sus clientes a vender sus productos o formar la opinión pública sobre un tema
o un candidato. En los últimos años ha convertido sus grupos de debate en exitosos
programas en directo para la cadena de televisión Fox News. En 2005 Luntz dirigió un
grupo de discusión para la BBC sobre los posibles nuevos líderes para el Partido
Conservador británico. La abrumadora reacción positiva hacia David Cameron fue vista
por muchos como determinante para que se convirtiera en el candidato favorito, que
acabaría llegando a primer ministro tras una década de hegemonía laborista.

Pero si las investigaciones sobre el lenguaje de Luntz contribuyeron a la difusión de la
revolución conservadora en Estados Unidos, también los demócratas tomaron buena
nota para preparar la revolución Obama. Así lo reconoce David Plouffe, el director de
su campaña electoral y actual asesor jefe del presidente norteamericano. En su
interesante libroThe audacity to win, Plouffe explica que la principal diferencia de la
campaña de Obama frente a la campaña de Hillary Clinton era que ella había hecho
muchas encuestas, mientras que ellos habían llevado a cabo muchos grupos de debate.
La diferencia es importante porque, mientras las encuestas muestran la opinión de los
ciudadanos sobre los temas que preocupan a los políticos, los grupos de debate
descubren los temas que preocupan a los ciudadanos y la manera en que verbalizan sus
opiniones.

Pero este no es un libro para asesores de comunicación, sino que pretende asesorar a
cualquier persona que tenga algo que comunicar. Ya sólo el primer capítulo con sus diez
reglas para una comunicación eficaz resulta de gran utilidad para escribir informes,
redactar e-mails, crear eslóganes publicitarios, elaborar intervenciones para reuniones
de empresa o escribir discursos políticos.

La principal tesis del libro está magistralmente expresada en su subtítulo: «Lo
importante no es lo que dices sino lo que la gente entiende». Se trata de repensar la
comunicación en clave del receptor, del oyente, del telespectador. No es algo
estrictamente nuevo. Ya Montaigne enseñaba que «la palabra es mitad de quien habla y
mitad de quien la escucha». Los años de investigaciones sobre «quien escucha»
permiten a Luntz aconsejar la palabra más efectiva a «quien habla». Puede parecer algo
obvio, pero son precisamente las personas que ocupan posiciones de liderazgo en la
sociedad quienes más difícilmente comprenden la diferencia entre su juicio personal y la
opinión pública. Porque las palabras no dicen sólo lo que nosotros creemos que dicen;
dicen también, sobre todo, lo que nuestros oyentes creen que dicen. Y muchas veces no
sólo no es lo mismo, sino que puede ser lo contrario.

En este sentido es famoso el ejemplo del error que cometió Nixon, en una rueda de
prensa sobre el caso Watergate, al declarar: «I am not a crook» (No soy un ladrón), pues
provocó el efecto contrario de que más gente creyera en su culpabilidad. ¿Por qué?
Porque a muchos norteamericanos ni se les había pasado por la cabeza que un
presidente pudiera delinquir… hasta que el propio presidente aceptó esa hipótesis al
negarla. La palabra «ladrón» pronunciada por un presidente hacía imaginable lo que
antes resultaba inconcebible. Han pasado casi cuarenta años desde entonces, pero
muchos líderes siguen sin aprender que las palabras sólo alcanzan su significado final
en la mente del público. Por eso, Luntz repite incansablemente en este libro: «Lo
importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende».

Luntz no sólo señala este efecto. Además, acierta a identificar cuáles son las claves con
las que captamos y asimilamos los mensajes verbales. Una de las más relevantes es la
importancia de las emociones en el proceso de recepción y comprensión del lenguaje.
Para él, el 80 por ciento de las decisiones vitales obedecen a la emoción y sólo el 20 por
ciento al intelecto. Por eso, su metodología se basa en escuchar el lenguaje común de la
gente y en estudiar sus reacciones espontáneas ante los mensajes publicitarios, políticos
o empresariales. Como decía nuestro premio Nobel, Jacinto Benavente: «Cuando no se
piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa».

La importancia de las emociones en la comunicación es ya una conclusión compartida
por las diversas disciplinas científicas que abordan el comportamiento. Los avances en
la psicología de la persuasión de Richard Petty nos han confirmado que las emociones
juegan un papel más determinante que la pura razón a la hora de tomar decisiones.
También la aplicación de la neurolingüística a la política realizada por George Lakoff
ha llamado la atención sobre la capacidad de las palabras para activar redes neuronales
que se traducen en marcos (frames) conceptuales en los que comprendemos los
mensajes concretos. Su conclusión es que el efecto que esos marcos conceptuales
producen en la recepción de la comunicación (framing) se debe más al impacto
emocional que a un proceso racional. Por ejemplo, hay una gran diferencia emocional
entre hablar de «multinacional petrolífera» y «empresa energética». Ambas expresiones
son gramaticalmente correctas y responden a la realidad. Sin embargo, la primera nos
sugiere «poder y contaminación», mientras que la segunda nos evoca «iniciativa y
progreso».

Pero quizá el experimento más riguroso sobre el papel de las emociones en la
comunicación fue el realizado por Drew Westen, autor de la imprescindible obra The
political brain. En enero de 2006, un grupo de científicos dirigidos por Westen sometió
a votantes demócratas y republicanos a una resonancia magnética funcional mientras
recibían mensajes de sus candidatos en los que estos claramente se contradecían a sí
mismos. El resultado del experimento fue que ambos grupos tendían a explicar las
aparentes contradicciones de una manera sesgada para favorecer a su candidato de
elección. El hecho tenía una explicación neurológica: las áreas del cerebro responsables
del razonamiento no respondieron mientras los sujetos expresaban sus conclusiones,
mientras que las áreas del cerebro que controla las emociones mostraron una mayor
actividad en comparación con las respuestas dadas ante declaraciones políticamente
neutrales.

Pero no se inquiete el lector por estas explicaciones científicas. El libro de Luntz no
pretende analizar el papel de las emociones en la comunicación, sino que nos enseña a
emplear un lenguaje para comunicarnos efectiva y afectivamente en los distintos
contextos políticos, empresariales o sociales. De manera amena y salpicada de
constantes ejemplos prácticos, La palabra es poder desgrana las claves de un lenguaje
que consiga el efecto deseado por cualquier emisor: comunicar de verdad a su público.
Y lo hace de manera sencilla y asequible para cualquier persona.

Apelar a las emociones no significa manipular ni menospreciar la capacidad intelectual
de la gente. Como explica Luntz, «no hay nada malo con emoción. Cuando estamos
enamorados, no somos racionales, somos emocionales. Cuando estamos de vacaciones,
no somos racionales, somos emocionales. Cuando somos felices, no lo somos
racionalmente. La emoción es buena, la pasión es buena. Apasionarse con lo que uno
hace siempre es un ejercicio saludable». Precisamente, si «la palabra es poder» es
porque las palabras proporcionan las emociones. Pero no todas las palabras consiguen
ese efecto. Unas palabras funcionan más que otras, dependiendo de cómo, cuándo y
dónde se usen. Las palabras que nos ofrece Luntz, como explica el título original de este
libro, son precisamente las «palabras que funcionan»; es decir, las palabras que
provocan la emoción.

La historia nos enseña que las palabras han movido los cambios sociales, desde los Diez
Mandamientos de Moisés hasta aquel «Un espectro recorre Europa, el espectro del
comunismo» del comienzo del Manifiesto comunista de Marx y Engels. El espíritu de
épocas enteras se puede sintetizar perfectamente con expresiones como el «Sapere
aude» (Atrévete a saber) de Kant o el grito de «Sed realistas, exigid lo imposible» de
Mayo del 68. Exclamaciones como «Alea iacta est!» de Julio César, «Sangre, sudor y
lágrimas» de Churchill, «¡Dios lo quiere!» de los cruzados y «¡A las barricadas!» de la
CNT nos hacen comprender que las palabras que provocan emociones son la fuerza más
poderosa conocida por la humanidad.

Pero también hoy, en plena cultura de la imagen, vemos cómo el poder de la palabra
está tomándose la revancha en todos los campos. En el mundo de los negocios, la crisis
nos ha devuelto a los principios básicos en los que los compromisos firmes como «Si no
queda satisfecho, le devolvemos su dinero» resultan más eficaces que miles de caros
spots televisivos. En el campo político, Barack Obama llegó a la presidencia con una
campaña basada en los grandes discursos como el de «A more perfect union» (Por una
más perfecta unión), que pronunció en Pennsylvania sobre la cuestión racial, y también
con claims publicitarios inolvidables como «Yes, we can» (Sí, podemos) o «Change we
can believe in» (El cambio en el que podemos creer). Incluso en el campo militar, la
importancia de la palabra ha vuelto a ponerse de manifiesto en la nueva doctrina
estratégica aplicada en Afganistán e Irak, basada en la comunicación con los elementos
locales y bautizada eficazmente como «doctrina Petreus» por el general que la puso en
marcha.

Espero que este libro contribuya a que, también en nuestro país, nos acostumbremos a
escuchar antes de comunicarnos, para poder hacerlo de forma efectiva. A todos los
lectores, pero especialmente a aquellos que ocupan posiciones de poder, les animo a que
aprovechen al máximo las lecciones de esta obra comenzando por aquel consejo de
Filón: «Si dices lo que quieres, oye lo que no quieres».

Álvaro Matud Juristo
Director del Máster de Comunicación Institucional y Política de la Universidad Carlos
III, Unidad Editorial y Cremades & Calvo-Sotelo

Introducción
La mayoría de las personas que se preocupan por ello deben admitir que el inglés como
idioma va por el mal camino.
GEORGE ORWEL (1946)

Es el 18 de septiembre de 2004. La escritora y mujer de mundo Arianna Huffington, una
activista política antes conservadora y ahora convertida al liberalismo, invita a treinta y
cinco de los principales peces gordos de Hollywood a su casa de Brentwood. No se trata
de demócratas corrientes: son miembros de la élite política de Hollywood, muy
implicados en la dirección de la campaña presidencial de Estados Unidos y muy
preocupados por la situación del país.
Piensan que las elecciones de 2004 son esenciales para el corazón y el alma de
Norteamérica. Tras ver cómo el Tribunal Supremo les «robaba» la «victoria» en 2000,
tenían la sensación de que volverían a presenciar el desmoronamiento de unas
elecciones nacionales delante de sus propios ojos. Los demócratas de Hollywood se
habían agrupado en torno a John Kerry, pero ahora pensaban que éste se había quedado
atrás e iba a la zaga de la Convención Nacional Republicana y de los ataques que les
dirigía la publicidad de Bush cobraba una ventaja de entre cinco y ocho puntos, en
función de las encuestas. Los demócratas se preguntaban las razones por las que el
presidente iba por delante a pesar de la debilidad de la economía, de que la guerra de
Irak no iba bien y del precio del combustible, que superaba por primera vez los dos
dólares el galón. No llegaban a entender los motivos por los que Kerry no conectaba con
la gente, ni el porqué de que sus palabras no resultaran eficaces o de que su forma de
comunicar no fuera efectiva.

Por ello, las personas más importantes de la izquierda de Holly wood iban a la mansión
de Huffington en Brentwood para escuchar a un orador invitado llegado desde la capital
norteamericana y hablar con él sobre el problema. Llegan conduciendo sus Mercedes,
BMW y Jaguar descapotables que cuestan lo mismo que una casa en Omaha. Warren
Beatty está allí, sentado al lado de Rob Reiner. Larry David llega algo tarde y se queda
en un lado. Norman Lear, creador de All in the Family (Todo en familia), Maude
(Maude), Good Times (Buenos tiempos) y una docena más de series de televisión, se
coloca hacia atrás, detrás de la actriz Christine Lahti. Famosos escritores, directores y
productores con varios premios Oscar y Emmy en su haber abarrotan la sala. Todas
ellas personas con un impecable pedigrí de Hollywood.

Pero ¿quién va a ser su maestro esa noche? Pues ni más ni menos que un experto en
sondeos de opinión republicano.

Ahí estoy yo, la persona que ayudó a desarrollar el lenguaje para vender el Contrato con
América y lograr la mayoría republicana en el Congreso por primera vez en cuarenta
años. El hombre que trabajó para Rudy Giuliani, dos veces alcalde republicano de una
ciudad en la que los votantes demócratas superaban a los republicanos en una
proporción de cinco a uno. El hombre que ha trabajado entre bambalinas durante los
últimos diez años —en sesiones de preparación de debates y en las salas de reuniones de
las televisiones, en los vestíbulos del Congreso o de las sedes de las capitales de los
estados de todo el país— realizando mi misión, la pequeña parte que me tocaba en el
ascenso de los republicanos frente a los demócratas y, por tanto, su hundimiento.

¿Por qué estaba allí, en lo que algunos de mis clientes y muchos de mis colegas
consideran territorio enemigo? Y lo que es más importante: ¿por qué la élite de
Hollywood me había recibido? ¿Cómo sabían que yo no era parte de una infausta
campaña de desinformación de Karl Rove dispuesta a gastarles una broma política y a
cometer un sabotaje electoral?

La respuesta es sencilla: aunque mis clientes políticos puedan venir de un lado del
pasillo, lo que yo hago fundamentalmente no es partidista. Las ideas y principios para
utilizar un lenguaje eficaz que iba a compartir con ellos en Brentwood durante esa tarde
se aplican de la misma forma a demócratas y a republicanos. Y, francamente, tenía
curiosidad por saber cómo era por dentro la casa de Arianna.

De hecho, las lecciones para un lenguaje eficaz trascienden a la política, a los negocios,
a los medios e incluso a Hollywood. Mi empresa de sondeos de opinión ha trabajado
para más de dos docenas de las compañías más importantes de Fortune 100. Hemos
escrito, supervisado y realizado cerca mil quinientas encuestas, sesiones telefónicas y
reuniones con grupos de debate para cada producto y cada político imaginable —lo que
representa más de medio millón de conversaciones individuales—. Nuestra experiencia
se puede aplicar tanto a aerolíneas en bancarrota como a hoteles con exceso de clientes,
a fabricantes de refrescos y proveedores de comida rápida, o a bancos y entidades
crediticias. Un buen lenguaje es tan importante para las firmas de mayor prestigio cuyos
antepasados llegaron en el Mayflower o para los jóvenes emprendedores que llevan
unas pocas semanas en Estados Unidos, como lo fue IBM para los innovadores del siglo
XX, o Google para el siglo XXI.

Lenguaje, política y comercio han estado siempre interrelacionados, para lo bueno y
para lo malo. Lo que enseñé a ese nutrido grupo de famosos —y lo que ofrezco a mis
clientes políticos y corporativos cada día, siete días a la semana, 365 días al año
(literalmente)— son las herramientas precisas y los entresijos de la creación de textos
políticos y comerciales. Estas herramientas se aplican por completo a prácticamente
cualquier esfuerzo que implique presentar un mensaje, tanto si es un asunto del día a
día, como tratar de librarse de una multa por exceso de velocidad o de conseguir un
ascenso, o de algo más sustancial, como crear un anuncio efectivo de treinta segundos,
redactar una alocución de cuarenta y cinco minutos para dirigirlo a sus empleados o
escribir una intervención de una hora en el debate sobre el Estado de la Unión.

En las páginas siguientes, mi consejo fundamental para los lectores será el siguiente:

Lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende.

Puede que usted tenga el mejor mensaje del mundo, pero la persona que está en el lado
del receptor lo entenderá siempre bajo el prisma de sus propias emociones, prejuicios y
creencias previas. No basta con ser correcto o razonable, o incluso brillante. La clave de
una comunicación acertada es hacer un esfuerzo de imaginación para ponerse en el
lugar de quien nos escucha y saber así qué está pensando y sintiendo en lo más
profundo de su corazón y de su mente. Cómo percibe esa persona que lo que está usted
diciendo es incluso más real, al menos desde un punto de vista práctico, que cómo usted
se percibe a sí mismo.

Cuando alguien me pide que ilustre el concepto de «palabras eficaces» le sugiero que
lea 1984 de Orwell —y que vea la película—. Y sobre todo les indico el pasaje del libro
que describe la Sala 101 —o como Orwell la define, el lugar en donde se vuelven
realidad las pesadillas individuales, personales, de cada uno—. Si el mayor miedo lo
tiene a las serpientes, abrirá la puerta y dará con un cuarto lleno de ellas. Si tiene pánico
a ahogarse, su Sala 101 se llenará de agua hasta rebosar. Para mí, este es el concepto
más aterrador, horroroso e innovador que jamás se ha escrito; sencillamente porque
alienta al lector a imaginar su propia Sala 101. Las palabras eficaces, tanto en la ficción
como en la realidad, no solo explican sino que también motivan. Hacen pensar y actuar.
Excitan las emociones y la comprensión.

Sin embargo, la versión en película de 1984 impide al espectador ver el aspecto más
poderoso que hace que la Sala 101 funcione: la propia imaginación. Una vez que se
ve realmente la Sala 101, deja de ser su propiavisión. Se convierte en la de otra persona.
Si pierde la imaginación, perderá también un componente esencial de las palabras
eficaces.

Igual que el significado de una obra de ficción puede trascender la intención del autor,
también cada mensaje que diga está sujeto a la interpretación y a las emociones de las
personas que lo reciben. Cuando las palabras abandonan sus labios, dejan de
pertenecerle. Sólo tenemos el monopolio de nuestros propios pensamientos. El acto de
hablar no es una conquista sino una rendición. Cuando abrimos la boca estamos
compartiendo con el mundo, y este inevitablemente interpreta, incluso a veces cambia y
distorsiona, el significado original que nosotros dábamos a nuestras palabras.

Después de todo, ¿quién no ha pronunciado alguna vez las palabras: «En realidad, no es
eso lo que quise decir»?

Como le ocurrió al ex presidente Jimmy Carter. El 15 de julio de 1979, tres años
después de su elección como candidato a la presidencia de la nación, se dirigió, en la
Convención Nacional Demócrata, a millones de estadounidenses para explicarles lo que
él entendía por «crisis de confianza» de Estados Unidos. Esa frase no tiene significado
para la mayoría de los norteamericanos; todos conocemos ese infausto discurso, «el del
malestar», a pesar de que nunca pronunció dicha palabra. Más adelante explicaré qué
fue lo que llevó a una malinterpretación lingüística de proporciones históricas.

También puede preguntar al secretario de Estado Colin Powell, como lo hice yo, sobre
el origen de la conocida como Doctrina Powell para lograr el éxito militar. La primera
vez que se articuló fue en 1991, y sus palabras exactas para referirse a la estrategia que
se debía emplear fueron «fuerza decisiva». Es más, laEstrategia Nacional Militar de
EE. UU., que publica anualmente el Pentágono sobre las amenazas militares que puede
sufrir el país, llama a la teoría de Powell «la teoría de la fuerza decisiva».

En las manos de los periodistas o incluso de los historiadores, sin embargo, al final se
ha convertido en «fuerza arrolladora» y se conoce con frecuencia como «la doctrina
Powell de la fuerza arrolladora». En la actualidad, cuando se busca en la base de datos
LexisNexis referencias a «Colin Powell» y a «la doctrina de la fuerza decisiva» en los
periódicos norteamericanos, apenas se encuentran siete resultados. Si se hace la misma
búsqueda usando la expresión «doctrina de la fuerza arrolladora» se obtienen sesenta y
siete. Ocurre lo mismo con las expresiones más cortas de «fuerza decisiva» y «fuerza
arrolladora», con unos resultados de 135 y 633, respectivamente. Es decir, en ambos
casos las referencias son cinco veces superiores para la segunda opción.
Para un lector normal, esto puede parecer una diferencia mínima. Para Powell, la
distinción sigue siendo muy importante. Para él, «decisivo» significa «preciso, limpio y
quirúrgico», mientras que «arrollador» quiere decir «excesivo y numérico». La primera
palabra es inteligente y sofisticada; la segunda, implica mano dura y brutal.

¿Qué ocurrió? ¿Cómo la historia se puede reescribir a sí misma? La respuesta está más
en la transcripción del mensaje que en el propio mensaje. Powell utilizó la frase
«overwhelming force» (fuerza arrolladora) en público, pero sólo una vez, en 1990, y lo
hizo para describir la fuerza necesaria para asegurar que Estados Unidos «ganaría
terminantemente» todas las guerras en las que se viese implicado el país. En
prácticamente todos los demás casos, e incluso en su autobiografía Mi viaje americano,
publicada en 1995, Powell reitera su deseo de una «decisive force» (fuerza decisiva)
porque «termina las guerras rápidamente y, a la larga, salva vidas».

En definitiva, es el profesional —el periodista, el historiador y los académicos que
transforman palabras en historias— quien tiene la clave de la diseminación del lenguaje.
Son ellos los que tienen que captar la atención del público, y «fuerza arrolladora» tiene
mucha más pujanza que «fuerza decisiva». La primera expresión crea una imagen en la
mente que va mucho más allá de la terminología suave y políticamente correcta de la
segunda. Fuerza «arrolladora» se refiere al proceso y fuerza «decisiva» se refiere al
resultado. A pesar de que Powell ha intentado corregir y clarificar la expresión
innumerables veces, el mundo pensará siempre de otra forma y las consecuencias de ese
error de interpretación se pueden ver en Irak cada día.

Pregunte al ex secretario de Estado Henry Kissinger, como hice yo, las razones por las
que eligió la palabra «détente» (tregua) para describir las relaciones entre Estados
Unidos y la Unión Soviética en los años setenta. La primera aplicación en el ámbito de
la diplomacia se atribuyó a un ruso anónimo, a raíz de una reunión mantenida en 1959
entre el secretario de Estado John Foster Dulles y el canciller de Alemania Occidental
Konrad Adenauer, en la que Dulles abogaba por la apertura de relaciones con los países
comunistas de la Europa del Este.3 Como vemos, la expresión tiene pedigrí, pero
también viene con otro bagaje. Según Kissinger:

«Yo no elegí “détente”. Alguien nos la propuso y fue un error. En primer lugar, no
deberíamos haber utilizado una palabra francesa, por motivos evidentes. Y en segundo,
simplificaba un complejo proceso y ayudaba a los críticos a atacar la política
planteada. Si lo hubiésemos llamado “easing of tensions” (alivio de tensiones), que
describía la situación exacta, nadie se habría quejado».

La persona responsable fue probablemente Raymond Garthoff, un ex alumno de
Brookings y antiguo funcionario del Departamento de Estado, quien etiquetó los
acuerdos SALT como la carta de détente.

Ese apodo no sólo hizo mella, sino que además tuvo una gran fuerza dentro del contexto
y resumió de forma concreta toda una década de relaciones internacionales, haciendo
que una compleja política fuera fácil de defender... y de atacar. Kissinger, para algunos
el mejor diplomático de nuestra era, entendió —como también lo hará pronto el lector—
que la simple elección de palabras sencillas puede cambiar, y cambiará de hecho, el
curso de la historia.
Este libro trata sobre el arte y la ciencia de las palabras eficaces. Un examen del uso
estratégico y táctico del lenguaje en la política, en los negocios y en la vida diaria revela
cómo se pueden conseguir mejores resultados acercando lo más posible lo que se intenta
expresar y lo que las audiencias interpretan en realidad. La tarea crucial, como he
sugerido, es ir más allá de nosotros mismos y mirar el mundo desde el punto de vista de
nuestra audiencia. En esencia, es un trabajo centrado en la audiencia; lo que triunfa es la
percepción de dicha audiencia, sea cual sea la realidad «objetiva» que una palabra
determinada o la frase que use pueda tener. Insisto: lo importante no es lo que usted dice
sino lo que la gente entiende.

EN DEFENSA DEL LENGUAJE

Que conste que adoro el inglés. He basado mi carrera en la retórica, en la elección
cuidadosa y deliberada de las palabras. Me encanta el suave sonido del acento sureño y
el argot de los jóvenes del valle del Sur de California, el apacible lirismo de la zona
norte del Medio Oeste y la brusquedad y estilo directo de los taxistas de Brooklyn. Me
siento cautivado por la voz fuerte y profunda de James Earl Jones, la suavidad
aterciopelada de Steve Wynn, la sofisticación endurecida de Orson Welles y Richard
Burton, y las atractivas entonaciones de Lauren Bacall, Sally Kellerman y Catherine
Zeta-Jones. Cuando se habla bien, el idioma de Estados Unidos es un lenguaje de
esperanza, de héroes de la vida diaria y de fe en la bondad de las personas.

Lo mejor del inglés americano es también su uso práctico en el ámbito comercial. La
comunicación más eficaz es el lenguaje sin adornos y poco pretencioso de los granjeros,
de los tenderos y de miles de personas dedicadas a los negocios en los cientos de calles
principales de los Estados Unidos, así como el lenguaje serio, práctico, el lenguaje
comercial de los hombres y mujeres que construyeron las compañías más grandes de
todo el mundo.

Me siento atraído por el lenguaje de los soñadores y de los pragmáticos, de ambos. De
los luchadores incansables a pesar de las dificultades, y de los hombres y mujeres
tranquilos, agradecidos por vivir en un país que les da la libertad de detectar las
necesidades de sus vecinos y proporcionarles un producto o servicio que las satisfaga.
Las palabras del estadounidense medio son a la vez un lenguaje de idealismo y de
sentido común. Las escucho y me encantan.

Soy más conocido por mi trabajo en el ámbito político, que comenzó acuñando la
expresión mitad campaña, mitad vociferación de Ross Perot en 1992, seguida por la
expresión desequilibrada victoria de Rudy Giuliani en la ciudad de Nueva York en
1993, y que culminó con el Contrato con América en 1994 que devolvió el control del
Congreso al Partido Republicano por primera vez en cuarenta años. Desde entonces, y
de alguna forma, ya sea individualmente, en pequeños grupos o como comisión
electoral, he sido asesor de prácticamente todos los senadores y congresistas
republicanos —y de varios primeros ministros en diversos continentes— en asuntos
lingüísticos. Al preparar este libro, me di cuenta con cierto orgullo de que mi empresa
ha encuestado a más de medio millón de personas, y de que yo he tenido la suerte de
moderar grupos de debate en cuarenta y seis de los cincuenta estados; y por supuesto
pretendo escuchar a las maravillosas personas de Idaho, Montana, Virginia Occidental y
Wyoming en cuanto haya una razón para ello.

Soy un defensor a ultranza de la retórica política directa y clara. Un lenguaje que,
además, debe ser interactivo y no de un solo sentido. Debe llegar al sentido común de la
gente normal, con un componente moral pero sin ser inflamatorio, sermoneador o
disgregador. En un mundo perfecto, el lenguaje político debería favorecer a aquellos
que sienten el suficiente respeto por las personas como para decirles la verdad, y que
tienen la inteligencia necesaria como para no hacerlo en un tono condescendiente.

En 2005, un informe de 170 páginas sobre el idioma, A new American lexicon (Un
nuevo léxico estadounidense), levantó una tormenta de protestas en Washington y en la
blogosfera debido a que su propósito era establecer un idioma común para una agenda
en pro de los negocios y de la libertad. Habiendo trabajado como sondeador de opinión
para el Contrato con América una década antes, los críticos liberales atacaron este
trabajo; se lo tomaron como una venganza por razones ideológicas y políticas.

Daily Kos, el importante blog izquierdista, me acusó de «convertir mentiras en
verdades». Otro blog, thinkprogress.org, afirmó que yo quería alarmar a la gente con los
impuestos y explotar la tragedia del 11-S; incluso crearon una sección llamada Luntz
watch (Vigilando a Luntz) en su página cuya única finalidad era hacer un seguimiento y
«analizar» mi lenguaje.5 Y el National Environmental Trust creó Luntz speak (La jerga
de Luntz), un sitio web dedicado por completo a mis mensajes sobre los asuntos
relacionados con el medio ambiente y energéticos, que, en sus palabras, representaban
«una extraordinaria nueva forma de dar un giro positivo a una política medioambiental
superficial». También crearon un Luntzie award (Premio Luntz) para premiar a los
políticos que consideraban que utilizaban mejor mi lenguaje. Por mucho que me
disgusten las críticas, debo admitir que me gusta el personaje de dibujos animados con
el que me caricaturizaban: tiene un pelo más bonito, unos dientes más blancos y un
bronceado más saludable que yo.

No me sorprendió la reacción. Vivimos en una época de opciones partidistas, y la mayor
parte del lenguaje político generado en Internet procede de un tono partidista viciado.
En mi caso, dejé de trabajar en campañas políticas nacionales hace años porque estaban
repletas de una exacerbada negatividad, que parecía crecer y convertirse en más viciada
e inhumana con cada ciclo electoral. Los ideólogos republicanos, mentes brillantes
como William Kristol, que entienden la política mucho mejor que los políticos, a veces
se quejan de que mis palabras no tienen suficiente mordiente y que suavizan lo que
consideran que deberían ser bordes afilados en un debate filosófico. Los demócratas
más ideológicos, en especial los blogueros, se oponen a lo que perciben como un
esfuerzo mío para oscurecer la verdad que hay detrás de una terminología amable.
Hasta cierto punto, ambos están en lo cierto. Mi filosofía personal puede ser de centro-
derecha, pero mi discurso político se dirige siempre a todos aquellos importantísimos
votantes sin alineación política, la no tan silenciosa mayoría de estadounidenses que
rechazan el sonido ideológico en favor de una posición centrada. Al contrario que
algunos de mis colegas, intento por todos los medios que mis propias convicciones no
interfieran en mi trabajo. Tanto si se trata de un asunto político que deseo comunicar
como de un producto que trato de vender, intento escuchar, entender y, por último,
convencer a los incrédulos, a los que se escudan detrás de una valla, a los escépticos
recalcitrantes.

Mi lenguaje evita un partidismo abierto y pretende encontrar un terreno común en lugar
de trazar líneas o crear separaciones. Las palabras de este libro representan el lenguaje
de Estados Unidos, no el de un determinado partido político, o una filosofía o producto
característicos.

Algunas críticas dirán que este libro aboga por la manipulación, e incluso que enseña a
hacerlo, pero igual que un mago retirado decide revelar sus trucos y desaparecer, mi
única pretensión es abrir las puertas del laboratorio del lenguaje y arrojar luz sobre
cómo se crean y utilizan las palabras eficaces.
Una vez pedí al brillante escritor hollywoodiense Aaron Sorkin, creador de El ala oeste
de la Casa Blanca y de Sports night (Noche de deportes), y a algún otro con una
orientación política distinta a la mía, que me explicara la diferencia entre lenguaje que
convence y lenguaje que manipula. Su respuesta me dejó asombrado:

«No hay diferencia. La manipulación sólo es mala cuando es obvia. Lo que yo hago es
tan manipulador como algunos magos con sus trucos de magia. Si puedo enrollar
suficiente cantidad de pañuelo de seda rojo en mi mano derecha, puedo hacer lo que
quiera con mi mano izquierda sin que nadie lo vea. Cuando se escribe una novela, todo
es manipulación. Manejo la situación para provocar risas cuando quiero, o gritos o
nerviosismo. Si el espectador puede ver cómo sierro a la dama por la mitad, es una mala
manipulación; si no lo ve, entonces es buena».

Seguramente usted aprenderá qué decir para conseguir una mesa en un restaurante
abarrotado de gente, o cómo convencer al personal del aeropuerto para que le permitan
coger un vuelo que ya está cerrado, pero ¿realmente es eso aprovechar el lenguaje? No
lo creo.

Por supuesto que hemos visto casos en los que se ha usado el lenguaje para nublar
nuestro juicio y enturbiar los hechos, pero la belleza de las palabras —su verdadero
poder— es tal que también pueden usarse en defensa de la claridad y de la ecuanimidad.
Yo no creo que haya nada deshonroso en presentar una proposición apasionada de la
forma más favorable y evitar el autosabotaje de las frases torpes pronunciadas de forma
dubitativa. No creo que haya nada malévolo en elegir los argumentos más sólidos en
lugar de usar los más débiles de forma descuidada.

Por ejemplo, la educación no es sólo un problema personal candente, es el problema
nacional más importante en la actualidad en Estados Unidos. La gente pide una reforma
del sistema educativo más amplia que las iniciativas de Leave No Child Behind(Ningún
niño atrás), que se convirtieron en ley; pero la forma en que se explican esas reformas
determina el nivel de apoyo que obtengan. He sido activista del llamado esfuerzo para la
«elección escolar» y en mi trabajo de investigación me he dado cuenta de que llamar al
componente financiero «pagaré» en lugar de un término más popular como es «beca»
contribuye a trivializar esta eficaz oportunidad y la ayuda financiera que los niños de las
familias pobres reciben cuando sus padres tienen derecho a elegir el colegio al que van a
asistir.

De hecho, mi argumento es que es más preciso llamarlo «elección paterna en
educación» en lugar de «elección escolar», porque en realidad son los padres quienes
deciden la escolarización de sus hijos. O, considerando que el programa da igualdad de
oportunidades a la educación de ricos y pobres, la frase más exacta podría ser «igualdad
de oportunidades en educación» —y es la que, decididamente, obtiene los mejores
resultados en las encuestas que ha hecho mi empresa.
La mayoría de las historias que leerá en las páginas que siguen se han escrito por causas
y clientes cuya pretensión era crecer en lugar de destruir, por ello son mucho más dignas
de recordarse que el acoso y derribo de las campañas modernas. Incluso el menos
político de nosotros tiene en su interior un componente de agitación retórica política que
ha hecho que algunas frases nos llegaran al alma la primera vez que las escuchamos y se
han conservado en nuestra memoria durante años, décadas e incluso generaciones:

. • «Pregúntate ahora qué puede hacer tu país por ti…».
. • «No tenemos nada que temer excepto al propio miedo…».
. • «Algunos hombres ven las cosas como son y preguntan por qué…».
. • «La ciudad resplandeciente en lo alto de la colina…».
. • «Yo tengo un sueño».

Al final, la batalla en curso sobre el lenguaje político es más sobre la comprensión que
acerca de la articulación. Hay al menos dos lados en cada historia, y la gente de cada
lado cree en lo más profundo que tiene razón. Yo ayudo a comunicar los principios del
lado en el que creo, usando el lenguaje más sencillo y directo que conozco. Por
supuesto, mi intención es persuadir. Mi objetivo es dar forma a una retórica política que
consiga unos objetivos que merezcan la pena en el terreno lingüístico e informar a mis
compatriotas de lo que es verdaderamente una apuesta en nuestros debates políticos.

También en el ámbito de la empresa es importante establecer una comunicación directa.
Las empresas estadounidenses tienen grandes historias que contar. Desde
extraordinarios avances con los grupos farmacéuticos que permiten prolongar la vida de
las personas con si-da, hasta impresionantes innovaciones en microinformática e
inteligencia artificial; desde innovadoras tecnologías agrícolas con capacidad para
desterrar el hambre del mundo, hasta técnicas de extracción de petróleo y gas natural
menos lesivas y más racionales para el medio ambiente, el Estados Unidos empresarial
está concibiendo y construyendo un extraordinario nuevo mundo para el nuevo siglo. Lo
que resulta una tragedia es que su lenguaje se vea atrapado en un libro de texto de la
Harvard Business School de la década de los cincuenta en lugar de tener un enfoque
llano del siglo XXI, al estilo de John McCain.

Cierto; Enron, WorldCom, Tyco, Adelphia e incluso Martha Stewart fallaron no por que
utilizaran un lenguaje incorrecto, sino debido a una moral laxa. Pero para el resto de la
América empresarial (dejando a un lado a Martha Stewart) el lenguaje convulso que
siguen utilizando forma parte de su problema de imagen, no de la solución. El lector
sólo tiene que escoger cualquier informe anual y hojearlo hasta llegar a la carta estándar
del director general. Señale las palabras, frases y conceptos que no entienda, que no le
gusten o de los cuales simplemente no este seguro. Necesitará mucha tinta.

Es ahí donde entramos los sondeadores de opinión y los escritores profesionales como
yo. Este libro ofrecerá a los lectores una mirada proverbial a los entresijos de quien ha
trabajado para las empresas en el pasado, y a las nuevas estrategias que se están
desarrollando para este nuevo milenio.
Echaremos un vistazo histórico a la forma en que los líderes políticos se han presentado
a sí mismos al pueblo estadounidense, y cómo ese proceso ha cambiado para siempre.
También trataremos el lenguaje que se utiliza en la actualidad para comunicar los temas
más candentes del día y que seguramente dominarán los ciclos electorales en el futuro.
Y, finalmente, prestaremos atención al futuro, a lo que las compañías deberían decir
ahora y en los próximos años, y a lo que se puede esperar que hablen los políticos a
partir de los años venideros.

No se trata de un libro sobre política. A los efectos de nuestra discusión, importa poco si
es el cómico libertario Dennis Miller es mejor estadounidense que el cómico liberal Al
Franken, o quién fue mejor presidente, Bill Clinton o George W. Bush. Este libro se
dirige tanto a demócratas como a republicanos, a liberales (o como les gusta llamarse
ahora, «progresistas», un cambio fascinante en la terminología del que hablaremos más
adelante) y a conservadores.

Este libro no toma partido en la guerra de las hamburguesas, ni de los automóviles, ni
de los refrescos. Pero todos aquellos que vendan algún producto, y el resto de nosotros
que los compramos, encontraremos tan valiosas las páginas que siguen como los que
venden ideas políticas. Al final, los mejores productos y las mejores campañas de
marketing implican ideas, no sólo un embalaje.

Unas pocas —muy pocas— publicaciones han explorado la intersección estratégica
entre política, negocios, Hollywood, los medios de comunicación y la comunicación.
Este libro se centra en la intersección de los cinco e introduce un nuevo elemento: una
explicación de cómo y por qué el uso estratégico y táctico de palabras y frases concretas
puede cambiar la forma en que la gente piensa y se comporta. El libro relata historias
personales sobre cómo se obtuvo un lenguaje comúnmente identificable y unas
estrategias de producto esenciales, describiendo el proceso que las creó, y las personas y
negocios que las articularon. También proporcionará al lector las palabras
eficacesespecíficas, y las que no lo son, en un gran número de circunstancias. Desde el
punto de vista político explicaremos:

. • Cómo «impuesto sobre la propiedad» pasó a ser un «impuesto de la muerte»,
convirtiendo un problema relativamente poco importante en un asunto del máximo
interés nacional.
. • Cómo Rudy Giuliani pasó de una «agenda del crimen» a una «plataforma de
protección y seguridad» en su exitosa campaña para alcalde.
. • Cómo el Contrato con América revolucionó el lenguaje político de una forma que ni
los propios autores se podían imaginar.
. • Cómo «perforar para buscar petróleo» se convirtió en «exploración energética»,
frustrando de esa forma a toda la comunidad medioambiental.

Desde el punto de vista empresarial, analizaremos:

. • Cómo se puede usar un lenguaje eficaz para impedir una huelga y fomentar la
satisfacción de los empleados.
. • Cómo una gran compañía de Fortune 100 se quedó estancada y, después, consiguió
que la bolsa de valores no implantase medidas de «responsabilidad corporativa»
cambiando el mensaje y redefiniendo el debate.
. • Cómo «apuesta» se convierte en «juego» y cómo el empresario de Las Vegas Steve
Wynn descubrió el valor de su propio nombre y lo asoció al hotel más caro jamás
construido.
• Cómo el director general de Pfizer, la mayor compañía farmacéutica del mundo, ha
revolucionado la industria aplicando el lenguaje de la responsabilidad y cambiando el
enfoque de «gestión de enfermedades» a «prevención».
Y desde el punto de vista personal, aprenderemos:
. • Cómo defenderse de una multa de velocidad cuando tanto el agente como usted
saben que es culpable.
. • Cómo realizar una reserva en un restaurante abarrotado de gente y cómo embarcar en
un avión que ya ha cerrado las puertas.
. • Cómo disculparse mejor cuando sabe que está equivocado… y hacer que «cuele».

Estos son los retos a los que me enfrento día a día, y descubrir las respuestas es la tarea
que me impuse cuando inicié mi carrera profesional hace casi veinte años. Mis objetos
de estudio son mis conciudadanos, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo.
Mi laboratorio es la vida diaria de la gente, además de los debates organizados a los que
sólo se puede acceder por invitación y que organizo con frecuencia por las noches.

Todas estas anécdotas proceden de mi experiencia personal, pero también conocerá las
de otras personas más notables. Las lecciones que he obtenido de una década y media de
trabajo para clientes comerciales y políticos se basan en estudios empíricos y en una
investigación cuantitativa, no en la mera especulación.

La finalidad del libro es decirle a usted lo que le digo a los gobernadores, senadores y
miembros del Congreso; lo que le digo a la Cámara de Comercio de Estados Unidos y a
Business Roundtable;* y lo que presento a los altos directivos y empresarios cada día a
lo largo y ancho de mi país:

Lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende.

Este libro es en parte guía, en parte descubrimiento. Explora cómo los presidentes y
directores generales de las empresas de Fortune 500 construyen mensajes que tienen la
capacidad de revolucionar lo que pensamos sobre la política y los productos de
consumo diario. El lector tendrá un sitio entre las bambalinas del proceso real de la
creación de algunas de las marcas más poderosas de Estados Unidos. Y aprenderá cómo
los líderes políticos y empresariales de nuestro país están desarrollando un nuevo léxico
para controlar la ansiedad variable del público: las veintiuna palabras del siglo XXI.

Pero el libro que tiene en las manos no sólo está dirigido a políticos o líderes
empresariales; está escrito para cualquiera que tenga interés o haga un uso vivo del
lenguaje. Sirve para cualquiera que desee aprovechar el poder de las palabras para
mejorar su propio destino, y para asegurarse de que el verdadero significado de estas
palabras se escucha con el significado que se les pretende dar.

Lea las páginas que siguen y aprenderá el lenguaje de Estados Unidos. También
aprenderá a encontrar las palabras precisas para contar su propia historia.

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La palabra es poder - Frank Luntz

  • 1. Prólogo En el principio era la Palabra». Así comienza uno de los libros más leídos de la historia, el Nuevo Testamento. No es casualidad, porque la civilización occidental está construida sobre los cimientos del lenguaje. Desde Julio César hasta Barack Obama, todas las estructuras de poder descansan sobre la fuerza de la palabra. Tanto las decisiones familiares como las transacciones de Wall Street, todas las relaciones humanas se basan en la confianza en el valor de la palabra. No es algo que nos tengan que explicar. Todos hemos experimentado cómo un simple «Sí, quiero» cambia una vida y todos hemos visto cómo un sencillo «Sí, podemos» mueve a millones de personas a elegir al primer presidente negro de Estados Unidos. El libro que tiene entre sus manos no se limita a explicar que «la palabra es poder», sino cómo utilizar ese poder. Su autor, Frank Luntz, tiene el mérito de haber recuperado la importancia de la palabra en plena cultura de la imagen. Haberlo hecho con amenidad y sentido práctico le hizo merecedor de entrar en la prestigiosa lista de los best sellers del diario The New York Times en 2007. Desde entonces se ha convertido en un clásico de la comunicación empresarial y política en el ámbito anglosajón. Porque no es este sólo un libro sobre la efectividad del lenguaje, sino un libro escrito con un lenguaje efectivo y ameno. Los lectores de esta edición española se asombrarán de cómo un libro práctico sobre lenguaje, escrito originalmente en inglés, puede resultar tan útil para quienes hablamos la lengua de Cervantes. Es así porque Luntz no se limita a describir palabras o expresiones efectivas, sino que nos enseña las claves que las hacen efectivas. Con esas claves, cualquier persona, hable el idioma que hable, puede encontrar sus propias «palabras que funcionan», como afirma el título original del libro (Words that work). ¿Quién es Frank Luntz? Decir que es licenciado en Historia y Ciencias Políticas por la Universidad de Pennsylvania y doctor en Política por la Universidad de Oxford nos da una idea de su competencia académica. Pero en Estados Unidos es conocido por ser el consultor político que en 1994 cambió el lenguaje del Partido Republicano mediante el Contrato con América. Gracias a ese giro, los republicanos re-conectaron con la gente corriente y obtuvieron la mayoría en el Congreso y el Senado por primera vez en su historia. A partir del Contrato con América, los republicanos volvieron a identificarse con la mayoría social y los demócratas pasaron a ser percibidos como el partido liberal de las minorías progresistas de Hollywood y Manhattan. El resto —los ocho años de George W. Bush— es historia. Mi encuentro con este libro se lo debo a la fortuna de que uno de los mayores expertos en investigación electoral en la actualidad sea español y, además, profesor del Máster de Comunicación Institucional y Política que dirijo. Un día, en la cafetería de la Universidad Carlos III, me interpeló: «Si quieres conocer la clave de la comunicación política, acompáñame a una reunión de expertos». Por supuesto accedí, y mi sorpresa fue encontrarme en unfocus group (grupo de discusión) con electores: una reunión de personas con un perfil homogéneo por alguna variable (edad, sexo, aficiones, voto, etc.) para conversar sobre un tema concreto. «Ellos son los auténticos expertos, aunque no lo saben», me explicó mi amigo. En ese momento entendí por qué dicen de él que «comprende la motivación del elector mejor que el mismo elector» y descubrí la importancia de la investigación cualitativa para la elaboración de estrategias de
  • 2. comunicación. Me fui a mi despacho con una pila de libros sobre investigación y comunicación política y la recomendación de empezar leyendo la edición en inglés del libro de Frank Luntz que tiene ahora en sus manos. A lo largo de su carrera profesional, Luntz ha moderado miles de grupos de debate por todo Estados Unidos en los que ha escuchado la voz del americano medio opinando sobre candidatos, productos, empresas o medidas políticas. Su especialidad es, precisamente, testar el lenguaje de la gente de la calle para elaborar los mensajes que ayuden a sus clientes a vender sus productos o formar la opinión pública sobre un tema o un candidato. En los últimos años ha convertido sus grupos de debate en exitosos programas en directo para la cadena de televisión Fox News. En 2005 Luntz dirigió un grupo de discusión para la BBC sobre los posibles nuevos líderes para el Partido Conservador británico. La abrumadora reacción positiva hacia David Cameron fue vista por muchos como determinante para que se convirtiera en el candidato favorito, que acabaría llegando a primer ministro tras una década de hegemonía laborista. Pero si las investigaciones sobre el lenguaje de Luntz contribuyeron a la difusión de la revolución conservadora en Estados Unidos, también los demócratas tomaron buena nota para preparar la revolución Obama. Así lo reconoce David Plouffe, el director de su campaña electoral y actual asesor jefe del presidente norteamericano. En su interesante libroThe audacity to win, Plouffe explica que la principal diferencia de la campaña de Obama frente a la campaña de Hillary Clinton era que ella había hecho muchas encuestas, mientras que ellos habían llevado a cabo muchos grupos de debate. La diferencia es importante porque, mientras las encuestas muestran la opinión de los ciudadanos sobre los temas que preocupan a los políticos, los grupos de debate descubren los temas que preocupan a los ciudadanos y la manera en que verbalizan sus opiniones. Pero este no es un libro para asesores de comunicación, sino que pretende asesorar a cualquier persona que tenga algo que comunicar. Ya sólo el primer capítulo con sus diez reglas para una comunicación eficaz resulta de gran utilidad para escribir informes, redactar e-mails, crear eslóganes publicitarios, elaborar intervenciones para reuniones de empresa o escribir discursos políticos. La principal tesis del libro está magistralmente expresada en su subtítulo: «Lo importante no es lo que dices sino lo que la gente entiende». Se trata de repensar la comunicación en clave del receptor, del oyente, del telespectador. No es algo estrictamente nuevo. Ya Montaigne enseñaba que «la palabra es mitad de quien habla y mitad de quien la escucha». Los años de investigaciones sobre «quien escucha» permiten a Luntz aconsejar la palabra más efectiva a «quien habla». Puede parecer algo obvio, pero son precisamente las personas que ocupan posiciones de liderazgo en la sociedad quienes más difícilmente comprenden la diferencia entre su juicio personal y la opinión pública. Porque las palabras no dicen sólo lo que nosotros creemos que dicen; dicen también, sobre todo, lo que nuestros oyentes creen que dicen. Y muchas veces no sólo no es lo mismo, sino que puede ser lo contrario. En este sentido es famoso el ejemplo del error que cometió Nixon, en una rueda de prensa sobre el caso Watergate, al declarar: «I am not a crook» (No soy un ladrón), pues provocó el efecto contrario de que más gente creyera en su culpabilidad. ¿Por qué? Porque a muchos norteamericanos ni se les había pasado por la cabeza que un
  • 3. presidente pudiera delinquir… hasta que el propio presidente aceptó esa hipótesis al negarla. La palabra «ladrón» pronunciada por un presidente hacía imaginable lo que antes resultaba inconcebible. Han pasado casi cuarenta años desde entonces, pero muchos líderes siguen sin aprender que las palabras sólo alcanzan su significado final en la mente del público. Por eso, Luntz repite incansablemente en este libro: «Lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende». Luntz no sólo señala este efecto. Además, acierta a identificar cuáles son las claves con las que captamos y asimilamos los mensajes verbales. Una de las más relevantes es la importancia de las emociones en el proceso de recepción y comprensión del lenguaje. Para él, el 80 por ciento de las decisiones vitales obedecen a la emoción y sólo el 20 por ciento al intelecto. Por eso, su metodología se basa en escuchar el lenguaje común de la gente y en estudiar sus reacciones espontáneas ante los mensajes publicitarios, políticos o empresariales. Como decía nuestro premio Nobel, Jacinto Benavente: «Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa». La importancia de las emociones en la comunicación es ya una conclusión compartida por las diversas disciplinas científicas que abordan el comportamiento. Los avances en la psicología de la persuasión de Richard Petty nos han confirmado que las emociones juegan un papel más determinante que la pura razón a la hora de tomar decisiones. También la aplicación de la neurolingüística a la política realizada por George Lakoff ha llamado la atención sobre la capacidad de las palabras para activar redes neuronales que se traducen en marcos (frames) conceptuales en los que comprendemos los mensajes concretos. Su conclusión es que el efecto que esos marcos conceptuales producen en la recepción de la comunicación (framing) se debe más al impacto emocional que a un proceso racional. Por ejemplo, hay una gran diferencia emocional entre hablar de «multinacional petrolífera» y «empresa energética». Ambas expresiones son gramaticalmente correctas y responden a la realidad. Sin embargo, la primera nos sugiere «poder y contaminación», mientras que la segunda nos evoca «iniciativa y progreso». Pero quizá el experimento más riguroso sobre el papel de las emociones en la comunicación fue el realizado por Drew Westen, autor de la imprescindible obra The political brain. En enero de 2006, un grupo de científicos dirigidos por Westen sometió a votantes demócratas y republicanos a una resonancia magnética funcional mientras recibían mensajes de sus candidatos en los que estos claramente se contradecían a sí mismos. El resultado del experimento fue que ambos grupos tendían a explicar las aparentes contradicciones de una manera sesgada para favorecer a su candidato de elección. El hecho tenía una explicación neurológica: las áreas del cerebro responsables del razonamiento no respondieron mientras los sujetos expresaban sus conclusiones, mientras que las áreas del cerebro que controla las emociones mostraron una mayor actividad en comparación con las respuestas dadas ante declaraciones políticamente neutrales. Pero no se inquiete el lector por estas explicaciones científicas. El libro de Luntz no pretende analizar el papel de las emociones en la comunicación, sino que nos enseña a emplear un lenguaje para comunicarnos efectiva y afectivamente en los distintos contextos políticos, empresariales o sociales. De manera amena y salpicada de constantes ejemplos prácticos, La palabra es poder desgrana las claves de un lenguaje que consiga el efecto deseado por cualquier emisor: comunicar de verdad a su público.
  • 4. Y lo hace de manera sencilla y asequible para cualquier persona. Apelar a las emociones no significa manipular ni menospreciar la capacidad intelectual de la gente. Como explica Luntz, «no hay nada malo con emoción. Cuando estamos enamorados, no somos racionales, somos emocionales. Cuando estamos de vacaciones, no somos racionales, somos emocionales. Cuando somos felices, no lo somos racionalmente. La emoción es buena, la pasión es buena. Apasionarse con lo que uno hace siempre es un ejercicio saludable». Precisamente, si «la palabra es poder» es porque las palabras proporcionan las emociones. Pero no todas las palabras consiguen ese efecto. Unas palabras funcionan más que otras, dependiendo de cómo, cuándo y dónde se usen. Las palabras que nos ofrece Luntz, como explica el título original de este libro, son precisamente las «palabras que funcionan»; es decir, las palabras que provocan la emoción. La historia nos enseña que las palabras han movido los cambios sociales, desde los Diez Mandamientos de Moisés hasta aquel «Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo» del comienzo del Manifiesto comunista de Marx y Engels. El espíritu de épocas enteras se puede sintetizar perfectamente con expresiones como el «Sapere aude» (Atrévete a saber) de Kant o el grito de «Sed realistas, exigid lo imposible» de Mayo del 68. Exclamaciones como «Alea iacta est!» de Julio César, «Sangre, sudor y lágrimas» de Churchill, «¡Dios lo quiere!» de los cruzados y «¡A las barricadas!» de la CNT nos hacen comprender que las palabras que provocan emociones son la fuerza más poderosa conocida por la humanidad. Pero también hoy, en plena cultura de la imagen, vemos cómo el poder de la palabra está tomándose la revancha en todos los campos. En el mundo de los negocios, la crisis nos ha devuelto a los principios básicos en los que los compromisos firmes como «Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero» resultan más eficaces que miles de caros spots televisivos. En el campo político, Barack Obama llegó a la presidencia con una campaña basada en los grandes discursos como el de «A more perfect union» (Por una más perfecta unión), que pronunció en Pennsylvania sobre la cuestión racial, y también con claims publicitarios inolvidables como «Yes, we can» (Sí, podemos) o «Change we can believe in» (El cambio en el que podemos creer). Incluso en el campo militar, la importancia de la palabra ha vuelto a ponerse de manifiesto en la nueva doctrina estratégica aplicada en Afganistán e Irak, basada en la comunicación con los elementos locales y bautizada eficazmente como «doctrina Petreus» por el general que la puso en marcha. Espero que este libro contribuya a que, también en nuestro país, nos acostumbremos a escuchar antes de comunicarnos, para poder hacerlo de forma efectiva. A todos los lectores, pero especialmente a aquellos que ocupan posiciones de poder, les animo a que aprovechen al máximo las lecciones de esta obra comenzando por aquel consejo de Filón: «Si dices lo que quieres, oye lo que no quieres». Álvaro Matud Juristo Director del Máster de Comunicación Institucional y Política de la Universidad Carlos III, Unidad Editorial y Cremades & Calvo-Sotelo Introducción
  • 5. La mayoría de las personas que se preocupan por ello deben admitir que el inglés como idioma va por el mal camino. GEORGE ORWEL (1946) Es el 18 de septiembre de 2004. La escritora y mujer de mundo Arianna Huffington, una activista política antes conservadora y ahora convertida al liberalismo, invita a treinta y cinco de los principales peces gordos de Hollywood a su casa de Brentwood. No se trata de demócratas corrientes: son miembros de la élite política de Hollywood, muy implicados en la dirección de la campaña presidencial de Estados Unidos y muy preocupados por la situación del país. Piensan que las elecciones de 2004 son esenciales para el corazón y el alma de Norteamérica. Tras ver cómo el Tribunal Supremo les «robaba» la «victoria» en 2000, tenían la sensación de que volverían a presenciar el desmoronamiento de unas elecciones nacionales delante de sus propios ojos. Los demócratas de Hollywood se habían agrupado en torno a John Kerry, pero ahora pensaban que éste se había quedado atrás e iba a la zaga de la Convención Nacional Republicana y de los ataques que les dirigía la publicidad de Bush cobraba una ventaja de entre cinco y ocho puntos, en función de las encuestas. Los demócratas se preguntaban las razones por las que el presidente iba por delante a pesar de la debilidad de la economía, de que la guerra de Irak no iba bien y del precio del combustible, que superaba por primera vez los dos dólares el galón. No llegaban a entender los motivos por los que Kerry no conectaba con la gente, ni el porqué de que sus palabras no resultaran eficaces o de que su forma de comunicar no fuera efectiva. Por ello, las personas más importantes de la izquierda de Holly wood iban a la mansión de Huffington en Brentwood para escuchar a un orador invitado llegado desde la capital norteamericana y hablar con él sobre el problema. Llegan conduciendo sus Mercedes, BMW y Jaguar descapotables que cuestan lo mismo que una casa en Omaha. Warren Beatty está allí, sentado al lado de Rob Reiner. Larry David llega algo tarde y se queda en un lado. Norman Lear, creador de All in the Family (Todo en familia), Maude (Maude), Good Times (Buenos tiempos) y una docena más de series de televisión, se coloca hacia atrás, detrás de la actriz Christine Lahti. Famosos escritores, directores y productores con varios premios Oscar y Emmy en su haber abarrotan la sala. Todas ellas personas con un impecable pedigrí de Hollywood. Pero ¿quién va a ser su maestro esa noche? Pues ni más ni menos que un experto en sondeos de opinión republicano. Ahí estoy yo, la persona que ayudó a desarrollar el lenguaje para vender el Contrato con América y lograr la mayoría republicana en el Congreso por primera vez en cuarenta años. El hombre que trabajó para Rudy Giuliani, dos veces alcalde republicano de una ciudad en la que los votantes demócratas superaban a los republicanos en una proporción de cinco a uno. El hombre que ha trabajado entre bambalinas durante los últimos diez años —en sesiones de preparación de debates y en las salas de reuniones de las televisiones, en los vestíbulos del Congreso o de las sedes de las capitales de los estados de todo el país— realizando mi misión, la pequeña parte que me tocaba en el ascenso de los republicanos frente a los demócratas y, por tanto, su hundimiento. ¿Por qué estaba allí, en lo que algunos de mis clientes y muchos de mis colegas consideran territorio enemigo? Y lo que es más importante: ¿por qué la élite de
  • 6. Hollywood me había recibido? ¿Cómo sabían que yo no era parte de una infausta campaña de desinformación de Karl Rove dispuesta a gastarles una broma política y a cometer un sabotaje electoral? La respuesta es sencilla: aunque mis clientes políticos puedan venir de un lado del pasillo, lo que yo hago fundamentalmente no es partidista. Las ideas y principios para utilizar un lenguaje eficaz que iba a compartir con ellos en Brentwood durante esa tarde se aplican de la misma forma a demócratas y a republicanos. Y, francamente, tenía curiosidad por saber cómo era por dentro la casa de Arianna. De hecho, las lecciones para un lenguaje eficaz trascienden a la política, a los negocios, a los medios e incluso a Hollywood. Mi empresa de sondeos de opinión ha trabajado para más de dos docenas de las compañías más importantes de Fortune 100. Hemos escrito, supervisado y realizado cerca mil quinientas encuestas, sesiones telefónicas y reuniones con grupos de debate para cada producto y cada político imaginable —lo que representa más de medio millón de conversaciones individuales—. Nuestra experiencia se puede aplicar tanto a aerolíneas en bancarrota como a hoteles con exceso de clientes, a fabricantes de refrescos y proveedores de comida rápida, o a bancos y entidades crediticias. Un buen lenguaje es tan importante para las firmas de mayor prestigio cuyos antepasados llegaron en el Mayflower o para los jóvenes emprendedores que llevan unas pocas semanas en Estados Unidos, como lo fue IBM para los innovadores del siglo XX, o Google para el siglo XXI. Lenguaje, política y comercio han estado siempre interrelacionados, para lo bueno y para lo malo. Lo que enseñé a ese nutrido grupo de famosos —y lo que ofrezco a mis clientes políticos y corporativos cada día, siete días a la semana, 365 días al año (literalmente)— son las herramientas precisas y los entresijos de la creación de textos políticos y comerciales. Estas herramientas se aplican por completo a prácticamente cualquier esfuerzo que implique presentar un mensaje, tanto si es un asunto del día a día, como tratar de librarse de una multa por exceso de velocidad o de conseguir un ascenso, o de algo más sustancial, como crear un anuncio efectivo de treinta segundos, redactar una alocución de cuarenta y cinco minutos para dirigirlo a sus empleados o escribir una intervención de una hora en el debate sobre el Estado de la Unión. En las páginas siguientes, mi consejo fundamental para los lectores será el siguiente: Lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende. Puede que usted tenga el mejor mensaje del mundo, pero la persona que está en el lado del receptor lo entenderá siempre bajo el prisma de sus propias emociones, prejuicios y creencias previas. No basta con ser correcto o razonable, o incluso brillante. La clave de una comunicación acertada es hacer un esfuerzo de imaginación para ponerse en el lugar de quien nos escucha y saber así qué está pensando y sintiendo en lo más profundo de su corazón y de su mente. Cómo percibe esa persona que lo que está usted diciendo es incluso más real, al menos desde un punto de vista práctico, que cómo usted se percibe a sí mismo. Cuando alguien me pide que ilustre el concepto de «palabras eficaces» le sugiero que lea 1984 de Orwell —y que vea la película—. Y sobre todo les indico el pasaje del libro que describe la Sala 101 —o como Orwell la define, el lugar en donde se vuelven
  • 7. realidad las pesadillas individuales, personales, de cada uno—. Si el mayor miedo lo tiene a las serpientes, abrirá la puerta y dará con un cuarto lleno de ellas. Si tiene pánico a ahogarse, su Sala 101 se llenará de agua hasta rebosar. Para mí, este es el concepto más aterrador, horroroso e innovador que jamás se ha escrito; sencillamente porque alienta al lector a imaginar su propia Sala 101. Las palabras eficaces, tanto en la ficción como en la realidad, no solo explican sino que también motivan. Hacen pensar y actuar. Excitan las emociones y la comprensión. Sin embargo, la versión en película de 1984 impide al espectador ver el aspecto más poderoso que hace que la Sala 101 funcione: la propia imaginación. Una vez que se ve realmente la Sala 101, deja de ser su propiavisión. Se convierte en la de otra persona. Si pierde la imaginación, perderá también un componente esencial de las palabras eficaces. Igual que el significado de una obra de ficción puede trascender la intención del autor, también cada mensaje que diga está sujeto a la interpretación y a las emociones de las personas que lo reciben. Cuando las palabras abandonan sus labios, dejan de pertenecerle. Sólo tenemos el monopolio de nuestros propios pensamientos. El acto de hablar no es una conquista sino una rendición. Cuando abrimos la boca estamos compartiendo con el mundo, y este inevitablemente interpreta, incluso a veces cambia y distorsiona, el significado original que nosotros dábamos a nuestras palabras. Después de todo, ¿quién no ha pronunciado alguna vez las palabras: «En realidad, no es eso lo que quise decir»? Como le ocurrió al ex presidente Jimmy Carter. El 15 de julio de 1979, tres años después de su elección como candidato a la presidencia de la nación, se dirigió, en la Convención Nacional Demócrata, a millones de estadounidenses para explicarles lo que él entendía por «crisis de confianza» de Estados Unidos. Esa frase no tiene significado para la mayoría de los norteamericanos; todos conocemos ese infausto discurso, «el del malestar», a pesar de que nunca pronunció dicha palabra. Más adelante explicaré qué fue lo que llevó a una malinterpretación lingüística de proporciones históricas. También puede preguntar al secretario de Estado Colin Powell, como lo hice yo, sobre el origen de la conocida como Doctrina Powell para lograr el éxito militar. La primera vez que se articuló fue en 1991, y sus palabras exactas para referirse a la estrategia que se debía emplear fueron «fuerza decisiva». Es más, laEstrategia Nacional Militar de EE. UU., que publica anualmente el Pentágono sobre las amenazas militares que puede sufrir el país, llama a la teoría de Powell «la teoría de la fuerza decisiva». En las manos de los periodistas o incluso de los historiadores, sin embargo, al final se ha convertido en «fuerza arrolladora» y se conoce con frecuencia como «la doctrina Powell de la fuerza arrolladora». En la actualidad, cuando se busca en la base de datos LexisNexis referencias a «Colin Powell» y a «la doctrina de la fuerza decisiva» en los periódicos norteamericanos, apenas se encuentran siete resultados. Si se hace la misma búsqueda usando la expresión «doctrina de la fuerza arrolladora» se obtienen sesenta y siete. Ocurre lo mismo con las expresiones más cortas de «fuerza decisiva» y «fuerza arrolladora», con unos resultados de 135 y 633, respectivamente. Es decir, en ambos casos las referencias son cinco veces superiores para la segunda opción.
  • 8. Para un lector normal, esto puede parecer una diferencia mínima. Para Powell, la distinción sigue siendo muy importante. Para él, «decisivo» significa «preciso, limpio y quirúrgico», mientras que «arrollador» quiere decir «excesivo y numérico». La primera palabra es inteligente y sofisticada; la segunda, implica mano dura y brutal. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo la historia se puede reescribir a sí misma? La respuesta está más en la transcripción del mensaje que en el propio mensaje. Powell utilizó la frase «overwhelming force» (fuerza arrolladora) en público, pero sólo una vez, en 1990, y lo hizo para describir la fuerza necesaria para asegurar que Estados Unidos «ganaría terminantemente» todas las guerras en las que se viese implicado el país. En prácticamente todos los demás casos, e incluso en su autobiografía Mi viaje americano, publicada en 1995, Powell reitera su deseo de una «decisive force» (fuerza decisiva) porque «termina las guerras rápidamente y, a la larga, salva vidas». En definitiva, es el profesional —el periodista, el historiador y los académicos que transforman palabras en historias— quien tiene la clave de la diseminación del lenguaje. Son ellos los que tienen que captar la atención del público, y «fuerza arrolladora» tiene mucha más pujanza que «fuerza decisiva». La primera expresión crea una imagen en la mente que va mucho más allá de la terminología suave y políticamente correcta de la segunda. Fuerza «arrolladora» se refiere al proceso y fuerza «decisiva» se refiere al resultado. A pesar de que Powell ha intentado corregir y clarificar la expresión innumerables veces, el mundo pensará siempre de otra forma y las consecuencias de ese error de interpretación se pueden ver en Irak cada día. Pregunte al ex secretario de Estado Henry Kissinger, como hice yo, las razones por las que eligió la palabra «détente» (tregua) para describir las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética en los años setenta. La primera aplicación en el ámbito de la diplomacia se atribuyó a un ruso anónimo, a raíz de una reunión mantenida en 1959 entre el secretario de Estado John Foster Dulles y el canciller de Alemania Occidental Konrad Adenauer, en la que Dulles abogaba por la apertura de relaciones con los países comunistas de la Europa del Este.3 Como vemos, la expresión tiene pedigrí, pero también viene con otro bagaje. Según Kissinger: «Yo no elegí “détente”. Alguien nos la propuso y fue un error. En primer lugar, no deberíamos haber utilizado una palabra francesa, por motivos evidentes. Y en segundo, simplificaba un complejo proceso y ayudaba a los críticos a atacar la política planteada. Si lo hubiésemos llamado “easing of tensions” (alivio de tensiones), que describía la situación exacta, nadie se habría quejado». La persona responsable fue probablemente Raymond Garthoff, un ex alumno de Brookings y antiguo funcionario del Departamento de Estado, quien etiquetó los acuerdos SALT como la carta de détente. Ese apodo no sólo hizo mella, sino que además tuvo una gran fuerza dentro del contexto y resumió de forma concreta toda una década de relaciones internacionales, haciendo que una compleja política fuera fácil de defender... y de atacar. Kissinger, para algunos el mejor diplomático de nuestra era, entendió —como también lo hará pronto el lector— que la simple elección de palabras sencillas puede cambiar, y cambiará de hecho, el curso de la historia. Este libro trata sobre el arte y la ciencia de las palabras eficaces. Un examen del uso
  • 9. estratégico y táctico del lenguaje en la política, en los negocios y en la vida diaria revela cómo se pueden conseguir mejores resultados acercando lo más posible lo que se intenta expresar y lo que las audiencias interpretan en realidad. La tarea crucial, como he sugerido, es ir más allá de nosotros mismos y mirar el mundo desde el punto de vista de nuestra audiencia. En esencia, es un trabajo centrado en la audiencia; lo que triunfa es la percepción de dicha audiencia, sea cual sea la realidad «objetiva» que una palabra determinada o la frase que use pueda tener. Insisto: lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende. EN DEFENSA DEL LENGUAJE Que conste que adoro el inglés. He basado mi carrera en la retórica, en la elección cuidadosa y deliberada de las palabras. Me encanta el suave sonido del acento sureño y el argot de los jóvenes del valle del Sur de California, el apacible lirismo de la zona norte del Medio Oeste y la brusquedad y estilo directo de los taxistas de Brooklyn. Me siento cautivado por la voz fuerte y profunda de James Earl Jones, la suavidad aterciopelada de Steve Wynn, la sofisticación endurecida de Orson Welles y Richard Burton, y las atractivas entonaciones de Lauren Bacall, Sally Kellerman y Catherine Zeta-Jones. Cuando se habla bien, el idioma de Estados Unidos es un lenguaje de esperanza, de héroes de la vida diaria y de fe en la bondad de las personas. Lo mejor del inglés americano es también su uso práctico en el ámbito comercial. La comunicación más eficaz es el lenguaje sin adornos y poco pretencioso de los granjeros, de los tenderos y de miles de personas dedicadas a los negocios en los cientos de calles principales de los Estados Unidos, así como el lenguaje serio, práctico, el lenguaje comercial de los hombres y mujeres que construyeron las compañías más grandes de todo el mundo. Me siento atraído por el lenguaje de los soñadores y de los pragmáticos, de ambos. De los luchadores incansables a pesar de las dificultades, y de los hombres y mujeres tranquilos, agradecidos por vivir en un país que les da la libertad de detectar las necesidades de sus vecinos y proporcionarles un producto o servicio que las satisfaga. Las palabras del estadounidense medio son a la vez un lenguaje de idealismo y de sentido común. Las escucho y me encantan. Soy más conocido por mi trabajo en el ámbito político, que comenzó acuñando la expresión mitad campaña, mitad vociferación de Ross Perot en 1992, seguida por la expresión desequilibrada victoria de Rudy Giuliani en la ciudad de Nueva York en 1993, y que culminó con el Contrato con América en 1994 que devolvió el control del Congreso al Partido Republicano por primera vez en cuarenta años. Desde entonces, y de alguna forma, ya sea individualmente, en pequeños grupos o como comisión electoral, he sido asesor de prácticamente todos los senadores y congresistas republicanos —y de varios primeros ministros en diversos continentes— en asuntos lingüísticos. Al preparar este libro, me di cuenta con cierto orgullo de que mi empresa ha encuestado a más de medio millón de personas, y de que yo he tenido la suerte de moderar grupos de debate en cuarenta y seis de los cincuenta estados; y por supuesto pretendo escuchar a las maravillosas personas de Idaho, Montana, Virginia Occidental y Wyoming en cuanto haya una razón para ello. Soy un defensor a ultranza de la retórica política directa y clara. Un lenguaje que,
  • 10. además, debe ser interactivo y no de un solo sentido. Debe llegar al sentido común de la gente normal, con un componente moral pero sin ser inflamatorio, sermoneador o disgregador. En un mundo perfecto, el lenguaje político debería favorecer a aquellos que sienten el suficiente respeto por las personas como para decirles la verdad, y que tienen la inteligencia necesaria como para no hacerlo en un tono condescendiente. En 2005, un informe de 170 páginas sobre el idioma, A new American lexicon (Un nuevo léxico estadounidense), levantó una tormenta de protestas en Washington y en la blogosfera debido a que su propósito era establecer un idioma común para una agenda en pro de los negocios y de la libertad. Habiendo trabajado como sondeador de opinión para el Contrato con América una década antes, los críticos liberales atacaron este trabajo; se lo tomaron como una venganza por razones ideológicas y políticas. Daily Kos, el importante blog izquierdista, me acusó de «convertir mentiras en verdades». Otro blog, thinkprogress.org, afirmó que yo quería alarmar a la gente con los impuestos y explotar la tragedia del 11-S; incluso crearon una sección llamada Luntz watch (Vigilando a Luntz) en su página cuya única finalidad era hacer un seguimiento y «analizar» mi lenguaje.5 Y el National Environmental Trust creó Luntz speak (La jerga de Luntz), un sitio web dedicado por completo a mis mensajes sobre los asuntos relacionados con el medio ambiente y energéticos, que, en sus palabras, representaban «una extraordinaria nueva forma de dar un giro positivo a una política medioambiental superficial». También crearon un Luntzie award (Premio Luntz) para premiar a los políticos que consideraban que utilizaban mejor mi lenguaje. Por mucho que me disgusten las críticas, debo admitir que me gusta el personaje de dibujos animados con el que me caricaturizaban: tiene un pelo más bonito, unos dientes más blancos y un bronceado más saludable que yo. No me sorprendió la reacción. Vivimos en una época de opciones partidistas, y la mayor parte del lenguaje político generado en Internet procede de un tono partidista viciado. En mi caso, dejé de trabajar en campañas políticas nacionales hace años porque estaban repletas de una exacerbada negatividad, que parecía crecer y convertirse en más viciada e inhumana con cada ciclo electoral. Los ideólogos republicanos, mentes brillantes como William Kristol, que entienden la política mucho mejor que los políticos, a veces se quejan de que mis palabras no tienen suficiente mordiente y que suavizan lo que consideran que deberían ser bordes afilados en un debate filosófico. Los demócratas más ideológicos, en especial los blogueros, se oponen a lo que perciben como un esfuerzo mío para oscurecer la verdad que hay detrás de una terminología amable. Hasta cierto punto, ambos están en lo cierto. Mi filosofía personal puede ser de centro- derecha, pero mi discurso político se dirige siempre a todos aquellos importantísimos votantes sin alineación política, la no tan silenciosa mayoría de estadounidenses que rechazan el sonido ideológico en favor de una posición centrada. Al contrario que algunos de mis colegas, intento por todos los medios que mis propias convicciones no interfieran en mi trabajo. Tanto si se trata de un asunto político que deseo comunicar como de un producto que trato de vender, intento escuchar, entender y, por último, convencer a los incrédulos, a los que se escudan detrás de una valla, a los escépticos recalcitrantes. Mi lenguaje evita un partidismo abierto y pretende encontrar un terreno común en lugar de trazar líneas o crear separaciones. Las palabras de este libro representan el lenguaje de Estados Unidos, no el de un determinado partido político, o una filosofía o producto
  • 11. característicos. Algunas críticas dirán que este libro aboga por la manipulación, e incluso que enseña a hacerlo, pero igual que un mago retirado decide revelar sus trucos y desaparecer, mi única pretensión es abrir las puertas del laboratorio del lenguaje y arrojar luz sobre cómo se crean y utilizan las palabras eficaces. Una vez pedí al brillante escritor hollywoodiense Aaron Sorkin, creador de El ala oeste de la Casa Blanca y de Sports night (Noche de deportes), y a algún otro con una orientación política distinta a la mía, que me explicara la diferencia entre lenguaje que convence y lenguaje que manipula. Su respuesta me dejó asombrado: «No hay diferencia. La manipulación sólo es mala cuando es obvia. Lo que yo hago es tan manipulador como algunos magos con sus trucos de magia. Si puedo enrollar suficiente cantidad de pañuelo de seda rojo en mi mano derecha, puedo hacer lo que quiera con mi mano izquierda sin que nadie lo vea. Cuando se escribe una novela, todo es manipulación. Manejo la situación para provocar risas cuando quiero, o gritos o nerviosismo. Si el espectador puede ver cómo sierro a la dama por la mitad, es una mala manipulación; si no lo ve, entonces es buena». Seguramente usted aprenderá qué decir para conseguir una mesa en un restaurante abarrotado de gente, o cómo convencer al personal del aeropuerto para que le permitan coger un vuelo que ya está cerrado, pero ¿realmente es eso aprovechar el lenguaje? No lo creo. Por supuesto que hemos visto casos en los que se ha usado el lenguaje para nublar nuestro juicio y enturbiar los hechos, pero la belleza de las palabras —su verdadero poder— es tal que también pueden usarse en defensa de la claridad y de la ecuanimidad. Yo no creo que haya nada deshonroso en presentar una proposición apasionada de la forma más favorable y evitar el autosabotaje de las frases torpes pronunciadas de forma dubitativa. No creo que haya nada malévolo en elegir los argumentos más sólidos en lugar de usar los más débiles de forma descuidada. Por ejemplo, la educación no es sólo un problema personal candente, es el problema nacional más importante en la actualidad en Estados Unidos. La gente pide una reforma del sistema educativo más amplia que las iniciativas de Leave No Child Behind(Ningún niño atrás), que se convirtieron en ley; pero la forma en que se explican esas reformas determina el nivel de apoyo que obtengan. He sido activista del llamado esfuerzo para la «elección escolar» y en mi trabajo de investigación me he dado cuenta de que llamar al componente financiero «pagaré» en lugar de un término más popular como es «beca» contribuye a trivializar esta eficaz oportunidad y la ayuda financiera que los niños de las familias pobres reciben cuando sus padres tienen derecho a elegir el colegio al que van a asistir. De hecho, mi argumento es que es más preciso llamarlo «elección paterna en educación» en lugar de «elección escolar», porque en realidad son los padres quienes deciden la escolarización de sus hijos. O, considerando que el programa da igualdad de oportunidades a la educación de ricos y pobres, la frase más exacta podría ser «igualdad de oportunidades en educación» —y es la que, decididamente, obtiene los mejores resultados en las encuestas que ha hecho mi empresa.
  • 12. La mayoría de las historias que leerá en las páginas que siguen se han escrito por causas y clientes cuya pretensión era crecer en lugar de destruir, por ello son mucho más dignas de recordarse que el acoso y derribo de las campañas modernas. Incluso el menos político de nosotros tiene en su interior un componente de agitación retórica política que ha hecho que algunas frases nos llegaran al alma la primera vez que las escuchamos y se han conservado en nuestra memoria durante años, décadas e incluso generaciones: . • «Pregúntate ahora qué puede hacer tu país por ti…». . • «No tenemos nada que temer excepto al propio miedo…». . • «Algunos hombres ven las cosas como son y preguntan por qué…». . • «La ciudad resplandeciente en lo alto de la colina…». . • «Yo tengo un sueño». Al final, la batalla en curso sobre el lenguaje político es más sobre la comprensión que acerca de la articulación. Hay al menos dos lados en cada historia, y la gente de cada lado cree en lo más profundo que tiene razón. Yo ayudo a comunicar los principios del lado en el que creo, usando el lenguaje más sencillo y directo que conozco. Por supuesto, mi intención es persuadir. Mi objetivo es dar forma a una retórica política que consiga unos objetivos que merezcan la pena en el terreno lingüístico e informar a mis compatriotas de lo que es verdaderamente una apuesta en nuestros debates políticos. También en el ámbito de la empresa es importante establecer una comunicación directa. Las empresas estadounidenses tienen grandes historias que contar. Desde extraordinarios avances con los grupos farmacéuticos que permiten prolongar la vida de las personas con si-da, hasta impresionantes innovaciones en microinformática e inteligencia artificial; desde innovadoras tecnologías agrícolas con capacidad para desterrar el hambre del mundo, hasta técnicas de extracción de petróleo y gas natural menos lesivas y más racionales para el medio ambiente, el Estados Unidos empresarial está concibiendo y construyendo un extraordinario nuevo mundo para el nuevo siglo. Lo que resulta una tragedia es que su lenguaje se vea atrapado en un libro de texto de la Harvard Business School de la década de los cincuenta en lugar de tener un enfoque llano del siglo XXI, al estilo de John McCain. Cierto; Enron, WorldCom, Tyco, Adelphia e incluso Martha Stewart fallaron no por que utilizaran un lenguaje incorrecto, sino debido a una moral laxa. Pero para el resto de la América empresarial (dejando a un lado a Martha Stewart) el lenguaje convulso que siguen utilizando forma parte de su problema de imagen, no de la solución. El lector sólo tiene que escoger cualquier informe anual y hojearlo hasta llegar a la carta estándar del director general. Señale las palabras, frases y conceptos que no entienda, que no le gusten o de los cuales simplemente no este seguro. Necesitará mucha tinta. Es ahí donde entramos los sondeadores de opinión y los escritores profesionales como yo. Este libro ofrecerá a los lectores una mirada proverbial a los entresijos de quien ha trabajado para las empresas en el pasado, y a las nuevas estrategias que se están desarrollando para este nuevo milenio. Echaremos un vistazo histórico a la forma en que los líderes políticos se han presentado a sí mismos al pueblo estadounidense, y cómo ese proceso ha cambiado para siempre. También trataremos el lenguaje que se utiliza en la actualidad para comunicar los temas más candentes del día y que seguramente dominarán los ciclos electorales en el futuro. Y, finalmente, prestaremos atención al futuro, a lo que las compañías deberían decir
  • 13. ahora y en los próximos años, y a lo que se puede esperar que hablen los políticos a partir de los años venideros. No se trata de un libro sobre política. A los efectos de nuestra discusión, importa poco si es el cómico libertario Dennis Miller es mejor estadounidense que el cómico liberal Al Franken, o quién fue mejor presidente, Bill Clinton o George W. Bush. Este libro se dirige tanto a demócratas como a republicanos, a liberales (o como les gusta llamarse ahora, «progresistas», un cambio fascinante en la terminología del que hablaremos más adelante) y a conservadores. Este libro no toma partido en la guerra de las hamburguesas, ni de los automóviles, ni de los refrescos. Pero todos aquellos que vendan algún producto, y el resto de nosotros que los compramos, encontraremos tan valiosas las páginas que siguen como los que venden ideas políticas. Al final, los mejores productos y las mejores campañas de marketing implican ideas, no sólo un embalaje. Unas pocas —muy pocas— publicaciones han explorado la intersección estratégica entre política, negocios, Hollywood, los medios de comunicación y la comunicación. Este libro se centra en la intersección de los cinco e introduce un nuevo elemento: una explicación de cómo y por qué el uso estratégico y táctico de palabras y frases concretas puede cambiar la forma en que la gente piensa y se comporta. El libro relata historias personales sobre cómo se obtuvo un lenguaje comúnmente identificable y unas estrategias de producto esenciales, describiendo el proceso que las creó, y las personas y negocios que las articularon. También proporcionará al lector las palabras eficacesespecíficas, y las que no lo son, en un gran número de circunstancias. Desde el punto de vista político explicaremos: . • Cómo «impuesto sobre la propiedad» pasó a ser un «impuesto de la muerte», convirtiendo un problema relativamente poco importante en un asunto del máximo interés nacional. . • Cómo Rudy Giuliani pasó de una «agenda del crimen» a una «plataforma de protección y seguridad» en su exitosa campaña para alcalde. . • Cómo el Contrato con América revolucionó el lenguaje político de una forma que ni los propios autores se podían imaginar. . • Cómo «perforar para buscar petróleo» se convirtió en «exploración energética», frustrando de esa forma a toda la comunidad medioambiental. Desde el punto de vista empresarial, analizaremos: . • Cómo se puede usar un lenguaje eficaz para impedir una huelga y fomentar la satisfacción de los empleados. . • Cómo una gran compañía de Fortune 100 se quedó estancada y, después, consiguió que la bolsa de valores no implantase medidas de «responsabilidad corporativa» cambiando el mensaje y redefiniendo el debate. . • Cómo «apuesta» se convierte en «juego» y cómo el empresario de Las Vegas Steve Wynn descubrió el valor de su propio nombre y lo asoció al hotel más caro jamás construido. • Cómo el director general de Pfizer, la mayor compañía farmacéutica del mundo, ha revolucionado la industria aplicando el lenguaje de la responsabilidad y cambiando el enfoque de «gestión de enfermedades» a «prevención».
  • 14. Y desde el punto de vista personal, aprenderemos: . • Cómo defenderse de una multa de velocidad cuando tanto el agente como usted saben que es culpable. . • Cómo realizar una reserva en un restaurante abarrotado de gente y cómo embarcar en un avión que ya ha cerrado las puertas. . • Cómo disculparse mejor cuando sabe que está equivocado… y hacer que «cuele». Estos son los retos a los que me enfrento día a día, y descubrir las respuestas es la tarea que me impuse cuando inicié mi carrera profesional hace casi veinte años. Mis objetos de estudio son mis conciudadanos, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Mi laboratorio es la vida diaria de la gente, además de los debates organizados a los que sólo se puede acceder por invitación y que organizo con frecuencia por las noches. Todas estas anécdotas proceden de mi experiencia personal, pero también conocerá las de otras personas más notables. Las lecciones que he obtenido de una década y media de trabajo para clientes comerciales y políticos se basan en estudios empíricos y en una investigación cuantitativa, no en la mera especulación. La finalidad del libro es decirle a usted lo que le digo a los gobernadores, senadores y miembros del Congreso; lo que le digo a la Cámara de Comercio de Estados Unidos y a Business Roundtable;* y lo que presento a los altos directivos y empresarios cada día a lo largo y ancho de mi país: Lo importante no es lo que usted dice sino lo que la gente entiende. Este libro es en parte guía, en parte descubrimiento. Explora cómo los presidentes y directores generales de las empresas de Fortune 500 construyen mensajes que tienen la capacidad de revolucionar lo que pensamos sobre la política y los productos de consumo diario. El lector tendrá un sitio entre las bambalinas del proceso real de la creación de algunas de las marcas más poderosas de Estados Unidos. Y aprenderá cómo los líderes políticos y empresariales de nuestro país están desarrollando un nuevo léxico para controlar la ansiedad variable del público: las veintiuna palabras del siglo XXI. Pero el libro que tiene en las manos no sólo está dirigido a políticos o líderes empresariales; está escrito para cualquiera que tenga interés o haga un uso vivo del lenguaje. Sirve para cualquiera que desee aprovechar el poder de las palabras para mejorar su propio destino, y para asegurarse de que el verdadero significado de estas palabras se escucha con el significado que se les pretende dar. Lea las páginas que siguen y aprenderá el lenguaje de Estados Unidos. También aprenderá a encontrar las palabras precisas para contar su propia historia. © La Esfera de los Libros, S.L. Avenida de Alfonso XIII 1, bajos. 28002 Madrid Teléfono: 912 960 200. Fax: 912 960 206. e-mail:laesfera@esferalibros.com Páginas optimizadas para Internet Explorer 5, Netscape 4 con resolución de 800x600 y 1024x780