Desde la más remota antigüedad , los seres humanos se han esforzado por comprender la realidad de aquello que les rodeaba: la naturaleza, pero también y no en menor medida: de ellos mismos. En sus primeros pasos en esa comprensión, se encontrarían la forma , la apariencia externa de las cosas y casi al mismo tiempo, la esencia, lo contenido en el interior de esos velos de luz, color, textura, olor o sonido. Al mirar con atención una imagen como la Venus de Willendorf, podemos sentir una cierta empatía hacía aquello que nuestro anónimo antepasado nos trataba de explicar. Sabemos que las llamadas “Venus Paleolíticas”, son representaciones de la Gran Diosa Madre. En aquellos tiempos del “matriarcado”, el principio femenino ocupaba un lugar preeminente en las sociedades humanas en economía, en las relaciones y jerarquías sociales, y como no, también en su cosmogonía. Nos situamos ante un verdadero ícono, su tamaño real de alrededor de unos quince centímetros de alto por unos 5 o 6 de ancho, cabe bien en las manos de una persona que de ésta manera puede llevarla consigo o trasladarla de uno a otro lugar y depositarla en algún lugar de conveniencia para realizar los rituales precisos.