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EL CIRCULO
Oscar Cerruto

La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus
pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente.
Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba,
compacto.

- "Claro - se dijo y sus dientes castañeteaban --, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí."

Se detuvo ante una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana por la que se filtraban
débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra.

En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el
recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin
anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro
modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa.

Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvaríos de sangre. Muchas veces él vio brillar determinaciones
terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las
cuales percibíase la resolución que no engaña.

Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus
amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus
preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que
Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos,la cabellera al aire,loca de cólera y amargos
resentimientos.

Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un
opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo
mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y
la amaba, además.

¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la
desventura? La vida se encargaría de curarla, el tiempo que trae todas las soluciones.

Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y
la despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y
habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero,
conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la
puerta de Elvira, como antes.

La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, y una voz - la voz de Elvira - preguntó:

-- ¿Eres tú, Vicente?

-- ¡Elvira! -- susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa. -- ¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste
verme, acaso, en la oscuridad, a través de las cortinas?

--Te esperaba.

Lo atrajo hacia adentro y cerró.

--¡Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo?
No lo sabía nadie.
Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus
ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella.

--La soledad enseña tantas cosas - dijo--. Siéntate.

Él ya se había sentado, con el abrigo puesto.

--Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa?

--¿Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento.

No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la
mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus costumbres irritantes.
Pero, en fin, no le había hecho una escena. Él esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin
embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el
furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le
llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia. Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró
haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su
conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la
inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus
palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.

Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia.

--De modo -dijo ella, al cabo- que estuviste de viaje.

La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba; que en dos años no
se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ése? Buscaba herirlo, probablemente, simulando un
desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo?
¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había
domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido:

--Sí, estuve ausente algún tiempo.

Sólo después de una pausa Elvira comentó enigmática:

--Qué importa. Para mi ya no existe el tiempo.

--Precisamente -dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones de brillantes-, te he traído esto. Nos
recuerda que el tiempo es una realidad.

Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca.

--Muy bonito -elogió. -No sé si podré usarlo.

--¿Por qué no?

--Déjalo ahí, en la mesita.

"Parece enferma", pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba en efecto, delgada,
delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrrogarla. Estalló un trueno, lejos en las profundidades de la noche. La lluvia
gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las calles, sobre los techos.

--Bésame -le pidió ella.

La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio, y era como tocar la raíz del
recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un
trozo desprendido de la noche.
--Tienes que irte, Vicente. -Se puso de pie.

--Volveré mañana.

--Sí.

--Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo. . .

--No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete.

La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia.

"¡Maldito tiempo!", rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. "A ver si ahora no encuentro un taxi."

Somos prisioneros del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin, un poco extraño en su
albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la
clausura. Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja, apresurado, con largas zancadas
varoniles, ganoso del encuentro.

Mientras otro, en él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. Él mismo va siguiendo al primero, contra su
voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre,
su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias
se llamaban Elvira? Su contienda (los dos atroces años debatiéndose en un litigio torturado) ¿no tenía también ese
nombre?Lúcido,con una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde sentimiento, que no se
parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una
alma.

La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares,
los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes.

Llama a la puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando, sin prisa, calle abajo.

Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los
nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa?

Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios
sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto!

Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el
escrutinio sin darse por enterado. "Bruja curiosa", gruñó. La vieja avanzó por la acera.

--¿Busca a alguien, señor? -preguntó.

--Sí, señora -respondió de mala gana. -Busco a la señorita Elvira Evangelio.

La mujer tornó a examinarlo, acuciosa.

-- ¿No sabe usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía.

Vicente se encaró con la entremetida. Esbozó una sonrisa.

--Por supuesto -dijo--, la persona a quien busco vive, y vive aquí.

--¿No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio?

--Así es, señora.
--Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la
difunta no parecía tener parientes.

¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva;
seguiría probando.

--Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con ella. La visité anoche, conversamos un
buen rato. ¿Cómo puede decir que ha muerto?

La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de
aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien
Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez.

El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento.

--¿Oye usted lo que dice este señor, don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa. . . con la señorita Elvira. . . visitándola.
¡Hablando con ella!

Los ojos del jubilado se clavaron hoscos, en Vicente, unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra.
Dio a comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a la bebida y, volviéndole la espalda,
se retiró farfullando entre dientes.

Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! Después de
todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo.

Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus
propios golpes lo pusieron nervioso.

Comenzó a traspirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles
silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había
muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran.

Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona,
esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del delirante, su
espíritu luchaba por discernir la realidad.

Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió, sobre la mesia de la sala, el
pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto.

Llama el Teléfono, Delia
Por Julio Denis (Seudónimo de Julio Cortázar) Aparecido en "El Despertar", diario de Chivilcoy, 1941

A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los
nervios un dolor áspero, trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado, sin ocultación, abriéndose
al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el
dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que ella había vivido llorando por Sonny, llorando por
la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y, además,
allí estaba Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe, en
su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias.

  La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un "blue" cantado por la misma
muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Ella buscaba siempre las audiciones de la cantante
de "Blues". A las siete y cuarto de la tarde -la radio, entre música y música anunciaba la hora con un "hi, hi" de ratón
asustado- y hasta las siete y, media. Delia no pensaba nunca: "Las diecinueve y treinta"; prefería la vieja nomenclatura
familiar, tal como proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado, que Babe observaba ahora con un cómico balanceo
de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o recibir el "hi, hi" de la radio; aunque le
entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo
la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debla ser pagada de inmediato y qué lindas eran sus medias
color avellana.

Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny,
que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: "Nadie ha llamado, hoy". Apenas si comprendía la razón de continuar
pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se había ido. Los amigos, porque
Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño
departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan
llamaba, a veces, y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud,
y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar, preguntando por
su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola ver,
ni siquiera a causa de un número equivocado.

  Eran las siete y veintitrés. Delia escuchó el "hi, hi", mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se
enteró, además, de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de "blues" y Babe, que
mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna
golosina que le gustaba. Delia fue a volcar el agua jabonosa, y se secó las manos, quejándose de dolor al f rotar la toalla
sobre la carne macerada.

Pero no Iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe, que le sonreía desde su revuelta
cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor.

   Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Base ... Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo
que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia ... Dos años, Babe, dos años ... y nada hemos sabido de
él... Ni una carta, ni un giro ... ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos ... Ya no te acuerdas del día de tu
cumpleaños ¿verdad?... fue el mes pasado... y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara,
que él dijese solamente: "¡Hola, felicidades...!" o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito
o una moneda de oro...

Así, las lágrimas que bañaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese
momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las
siete y veintidós.

-Llaman -dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al
pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro, a pesar del
insistente campanilleo. Dijo:

-Hola.

Tardó en oírse la respuesta:

-Sí. ¿Quién...

Claro que ella ya sabía, y por eso le pareció que la habitación giraba, que el minutero del reloj se convertía en una hélice
enfurecida.

-Te habla Sonny, Della... Sonny.

-Ah, Sonny.

-¿Vas a cortar?

-Sí, Sonny -dijo ella, muy despacio.
-Delia, tengo que hablar contigo.

-Sí, Sonny.

-Tengo que decirte muchas cosas, Delia.

-Bueno, Sonny.

-¿Estás... estás enojada?

-No puedo estar enojada. Estoy triste.

-¿Soy un desconocido para ti... un extraño, ahora?

-No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso.

-Es que me duele, Delia.

-Ah, te duele.

-Por Dios, no hables así, con ese tono...

-Hola.

-Hola. Creí que...

-Delia...

-Sí, Sonny.

-Te puedo preguntar una cosa?

Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin
formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel, o desde un bar ... Había silencio detrás de
su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno.

-... una pregunta solamente, Delia.

Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia, ni
deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: "hi, hi", las siete y
veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada.

-Delia... quiero saber si me perdonas . . .

-No, Sonny, no te perdono.

-Delia...

-Sí, Sonny.

-¿No me perdonas?

-No, Sonny, el perdón no vale nada, ahora... Se perdona a quienes todavía se ama un poco... y es por Babe, por Babe que
yo no te perdono...

-¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado?

-No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado, porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te
dejaría nunca...
-Eso no importa ya, Delia -dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le
faltaba (¿o le sobraba?) algo.

-¿De dónde me llamas?

-Tampoco importa eso -dijo la voz de Sonny, como si le apenara contestar así.

-Pero es que...

-Sí, Sonny.

(Las siete y veintisiete.)

-Pero, Delia... imagínate que yo me vaya...

-¿Tú... ? ¿Irte... ? ¿Y por qué?

-Puede pasar, Delia... Pasan muchas cosas... Comprende, comprende... ¡Irme así, sin tu perdón... irme así, Delia, sin nada
... desnudo ... desnudo y solo ... !

(La voz, tan rara. La voz de Sonny, como si a la vez no fuera la voz de Sonny pero sí fuera la voz de Sonny.)

-Tan sin nada, Delia... Solo y desnudo, yéndome así... sin otra cosa que mi culpa... ¡Sin tu perdón, sin tu perdón, Delia!

-Sonny... ¿Por qué hablas así?

-Porque no sé, Delia... Estoy tan solo, tan privado de cariño, tan raro...

-Pero...

(Las siete y veintinueve; la aguja del reloj coincidía con la firme línea precediendo el trazo más grueso de la media hora.)

-¡Delia, Delia!

-¿De dónde hablas? -gritó ella, inclinándose sobre el teléfono, empezando a sentir miedo, miedo y amor; y sed, mucha
sed, y queriendo peinar entre sus dedos el pelo oscuro de Sonny, y besarlo en la boca. ¿De dónde me hablas... ?

-...

-De dónde hablas, Sonny?

-...

-¡Sonny...!

-...

-¡Hola ... hola ... ! ¡Sonny!

-... tu perdón, Delia...

El amor, el amor, el amor. Perdón... ¡ qué tontería', ahora!

-¡Sonny ... Sonny, ven ... ¡Ven, te espero ... ! ¡Ven.!

(Dios, Dios!)

-¡Sonny!

-¡Sonny ... ¡Sonny ... ¡
-...

Nada.

Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio; "hi, hi..." El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a su
madre, un poco asombrado del retardo.

***

Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso, como comprendiendo que
ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe
se fue quedando dormido, con la cabeza apoyada en el antebrazo de su madre. La habitación era un gran oído atento, y
los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías
interiores del silencio.

El timbre. Un toque, seco. Alguien tosía, junto a la puerta.

-¡Stevel

-Soy yo, Delia -dijo Steve Sullivan.- Pasaba, y...

Hubo una pausa larga.

-Steve... ¿viene de parte de...?.

-No, Delia. Es... es otra cosa.

Steve estaba pálido, y Delia hizo un gesto maquinal, invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de
antes, cuando venía en busca de Sonny, o a cenar con ellos.

-Siéntese, Steve.

-No, no..me voy enseguida, Delia. Usted no sabe nada de. . .

Y, claro, usted ya no lo quiere a...

-No, no lo quiero, Steve. Y eso que...

-Traigo una noticia, Delia.

-¿De él?

-Una mala noticia, Delia.

-¿La señora. Morris...?

-Se trata de Sonny.

-¿De Sonny? ¿Está preso?

-No, no está preso, Delia.



Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío.

-¡Ah... ! Pensé qué podría haberme hablado desde la cárcel...

-¿El... le habló a usted?
-Sí, Steve. Quería pedirme perdón.

-¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón a usted, por teléfono?

-Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo.

-¡Oh, Delia. ..!

-No podíamos, Steve. Pero después... no me mire así... después he llorado como una tonta... vea mis ojos... y hubiera
querido que... pero usted dijo que era una mala noticia... una mala noticia de Sonny.

-Delia...

-Ya sé; ya sé... no me lo diga; ha robado otra vez, ¿verdad? Está preso, y me llamó desde la cárcel... ¡Steve . . ahora sí ...
ahora sí quiero saberlo!

Steve parecía atontado. Miró hacía todas partes, como buscando un punto de apoyo.

-¿A qué hora lo llamó él, Delia?

-Hace un rato ... a las siete y pico ... a las siete y veintidós, ahora me acuerdo bien. Hablamos hasta las siete y media.

-Pero, Delia, no puede ser.

-¿Por qué no? Quería que yo lo perdonase, Steve, y recién cuando se cortó la llamada comprendí que estaba
verdaderamente solo, desesperado ... Y entonces era tarde ... aunque grité y grité en el teléfono ... era tarde. Hablaba
desde la cárcel, ¿verdad?

-Delia... -Steve tenía ahora un rostro blanco e impersonal, y sus dedos se crispaban en el ala del sombrero manoseado.

-Por Dios, Delia ...

-¿Qué, Steve ... ?

-¡Delia, no puede ser ... no puede ser ... ! ¡Sonny no puede haberla llamado hace media hora!

-¿Por qué no?- dijo ella, poniéndose de pie en un solo impulso de horror.

-Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle.

Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la
radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil, moderno, económico y
sumamente veloz.



Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del
zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y
el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el
señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de
Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal FeinoFain, de Río Grande, que no podía saber que
se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de
irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era
inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el
papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días
felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre,
recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión,
el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su
padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la
fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su
mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el
ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró
que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró,
como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene
gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el
domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero
los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres,
comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya
no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa
que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba
comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba
la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las
doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y
recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y
que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la
cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie
podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la
irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la
que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y
confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo
de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es
conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los
manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna
ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la
condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que
había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se
cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del
porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz
una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró
su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella
ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no
hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la
justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el
hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el
pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su
cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el
cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina
subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara.
Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por
barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le
ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica,
solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el
cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de
su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se
sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo
eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo
cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas
veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida
estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento
de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal.
Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello.
No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres,
dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el
pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo
hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y
en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación
que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor
Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.



Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le
quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría,
con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto
de la huelga... Abusó de mí, lo maté...



La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de
Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas
las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
ParaObjetosSolamente De:MarioBenedetti
Las cosas tienen un ser vital. (Rubén Darío)

Por el momento nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor aún, si sólo penetrara una
mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído, sólo una mirada, y decidiera fríamente hacer un ordenado
inventario visual de sus objetos, comenzando, digamos, por la derecha, lo primero que habría de encontrar
sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde oscuro, ya bastante deteriorado y con dos quemaduras de
cigarrillo en el borde del respaldo. Sobre el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada
sólo estaría en condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un ejemplar no demasiado nuevo
de Claudia, y a lo sumo conjeturar, gracias a las características especiales de su tipografía, que el trozo de
periódico que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni indicación directa, puede
pertenecer a BP-Color. También sobre el sofá, a unos treinta centímetros de los diarios y revistas, hay un libro
boca abajo, con un cortapapeles metido entre sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay una mancha
verdosa, con varios granitos más oscuros, como de yerba. En la pared que está detrás del sofá hay un
almanaque de la Panadería La Nueva. La hoja que está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones
hechas con bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4 (Beatriz, 15.30) y al
día 13 (M. ¿O.K.? OK); la roja está en la línea del día 19 (Ensayo gral.) El sofá llega hasta la segunda pared.
Junto al tramo inicial de la misma hay una banqueta de madera con un cenicero repleto de puchos, todos
torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más allá está un ropero de roble, modelo antiguo pero
todavía en buenas condiciones, sin espejo exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja
la hoja abierta puede distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus perchas: un impermeable gris,
un gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá sean trajes completos, ya que los pantalones o chalecos
pueden estar ocultos bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados, aunque del tercero surge un
pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una camisa. En el suelo, junto a una de las patas
del ropero, hay un papel irregularmente rasgado, algo así como la mitad de una hoja de carta, color crema,
que alguien hubiera partido en dos. Está escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves, con los
puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer,
podría comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:
Después del ropero, casi sin espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones, con una portátil
negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página hay sólo una palabra (chau),
dos bolígrafos de la misma marca y un portarretrato con la fotografía de una mujer joven que en el ángulo
inferior derecho tiene una leyenda: A Fernando, con fe y esperanza, pero sin caridad. Beatriz. Junto a la
mesita, una cama (tendida, una placa, de bronce) cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco
derecho sigue la línea de la pared tercera. La colcha blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca,
tres objetos: un encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está a la vista la
mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti. Jacinto: Fernando Montes. Octavio: Manuel
Solano. Rita: María Goldman. Ernesto: Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un par de mocasines marrones. En
el rincón que forman la tercera y la cuarta pared, hay un tocadiscos. Sobre el plato, un disco de doce pulgadas,
detenido no obstante, si la mirada quisiera detalles, podría comprobar que se trata del volumen III del álbum
de Bessie Smith. Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en sus lomos sólo constan
números romanos, y además no están en orden. Junto al mueblecito hay una alfombra (medida aproximada:
un metro por setenta y cinco centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre ella está depositado el
sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a la mirada le quedarían apenas tres
objetos para completar el inventario. El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre
ellas. Una de las hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. El segundo objeto es un
cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un almohadoncito.
Tiene puestas sólo dos prendas. Un short azul claro, y, en el cuello (suelto, sin anudar), un pañuelo rojo de
seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor movimiento, ni en las fosas nasales ni en la boca. El tercer y
último objeto es un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que alguien
hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las
jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que
las palabras, y los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

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Días felices. Trece crónicas y una coda.
 

La muerte de Elvira

  • 1. EL CIRCULO Oscar Cerruto La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba, compacto. - "Claro - se dijo y sus dientes castañeteaban --, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí." Se detuvo ante una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra. En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvaríos de sangre. Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña. Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos,la cabellera al aire,loca de cólera y amargos resentimientos. Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla, el tiempo que trae todas las soluciones. Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y la despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la puerta de Elvira, como antes. La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, y una voz - la voz de Elvira - preguntó: -- ¿Eres tú, Vicente? -- ¡Elvira! -- susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa. -- ¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste verme, acaso, en la oscuridad, a través de las cortinas? --Te esperaba. Lo atrajo hacia adentro y cerró. --¡Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie.
  • 2. Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella. --La soledad enseña tantas cosas - dijo--. Siéntate. Él ya se había sentado, con el abrigo puesto. --Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa? --¿Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento. No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. Él esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia. Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo. Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia. --De modo -dijo ella, al cabo- que estuviste de viaje. La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba; que en dos años no se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ése? Buscaba herirlo, probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido: --Sí, estuve ausente algún tiempo. Sólo después de una pausa Elvira comentó enigmática: --Qué importa. Para mi ya no existe el tiempo. --Precisamente -dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones de brillantes-, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una realidad. Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca. --Muy bonito -elogió. -No sé si podré usarlo. --¿Por qué no? --Déjalo ahí, en la mesita. "Parece enferma", pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba en efecto, delgada, delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrrogarla. Estalló un trueno, lejos en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las calles, sobre los techos. --Bésame -le pidió ella. La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo desprendido de la noche.
  • 3. --Tienes que irte, Vicente. -Se puso de pie. --Volveré mañana. --Sí. --Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo. . . --No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete. La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia. "¡Maldito tiempo!", rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. "A ver si ahora no encuentro un taxi." Somos prisioneros del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin, un poco extraño en su albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la clausura. Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja, apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. Él mismo va siguiendo al primero, contra su voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? Su contienda (los dos atroces años debatiéndose en un litigio torturado) ¿no tenía también ese nombre?Lúcido,con una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde sentimiento, que no se parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una alma. La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes. Llama a la puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando, sin prisa, calle abajo. Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa? Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto! Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. "Bruja curiosa", gruñó. La vieja avanzó por la acera. --¿Busca a alguien, señor? -preguntó. --Sí, señora -respondió de mala gana. -Busco a la señorita Elvira Evangelio. La mujer tornó a examinarlo, acuciosa. -- ¿No sabe usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía. Vicente se encaró con la entremetida. Esbozó una sonrisa. --Por supuesto -dijo--, la persona a quien busco vive, y vive aquí. --¿No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio? --Así es, señora.
  • 4. --Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la difunta no parecía tener parientes. ¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva; seguiría probando. --Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con ella. La visité anoche, conversamos un buen rato. ¿Cómo puede decir que ha muerto? La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento. --¿Oye usted lo que dice este señor, don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa. . . con la señorita Elvira. . . visitándola. ¡Hablando con ella! Los ojos del jubilado se clavaron hoscos, en Vicente, unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra. Dio a comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a la bebida y, volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes. Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! Después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo. Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron nervioso. Comenzó a traspirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran. Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad. Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió, sobre la mesia de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto. Llama el Teléfono, Delia Por Julio Denis (Seudónimo de Julio Cortázar) Aparecido en "El Despertar", diario de Chivilcoy, 1941 A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero, trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado, sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que ella había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y, además, allí estaba Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe, en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias. La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un "blue" cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Ella buscaba siempre las audiciones de la cantante de "Blues". A las siete y cuarto de la tarde -la radio, entre música y música anunciaba la hora con un "hi, hi" de ratón asustado- y hasta las siete y, media. Delia no pensaba nunca: "Las diecinueve y treinta"; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado, que Babe observaba ahora con un cómico balanceo
  • 5. de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o recibir el "hi, hi" de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debla ser pagada de inmediato y qué lindas eran sus medias color avellana. Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: "Nadie ha llamado, hoy". Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se había ido. Los amigos, porque Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan llamaba, a veces, y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar, preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola ver, ni siquiera a causa de un número equivocado. Eran las siete y veintitrés. Delia escuchó el "hi, hi", mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se enteró, además, de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de "blues" y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustaba. Delia fue a volcar el agua jabonosa, y se secó las manos, quejándose de dolor al f rotar la toalla sobre la carne macerada. Pero no Iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe, que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor. Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Base ... Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia ... Dos años, Babe, dos años ... y nada hemos sabido de él... Ni una carta, ni un giro ... ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos ... Ya no te acuerdas del día de tu cumpleaños ¿verdad?... fue el mes pasado... y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijese solamente: "¡Hola, felicidades...!" o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro... Así, las lágrimas que bañaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las siete y veintidós. -Llaman -dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro, a pesar del insistente campanilleo. Dijo: -Hola. Tardó en oírse la respuesta: -Sí. ¿Quién... Claro que ella ya sabía, y por eso le pareció que la habitación giraba, que el minutero del reloj se convertía en una hélice enfurecida. -Te habla Sonny, Della... Sonny. -Ah, Sonny. -¿Vas a cortar? -Sí, Sonny -dijo ella, muy despacio.
  • 6. -Delia, tengo que hablar contigo. -Sí, Sonny. -Tengo que decirte muchas cosas, Delia. -Bueno, Sonny. -¿Estás... estás enojada? -No puedo estar enojada. Estoy triste. -¿Soy un desconocido para ti... un extraño, ahora? -No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso. -Es que me duele, Delia. -Ah, te duele. -Por Dios, no hables así, con ese tono... -Hola. -Hola. Creí que... -Delia... -Sí, Sonny. -Te puedo preguntar una cosa? Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel, o desde un bar ... Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno. -... una pregunta solamente, Delia. Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia, ni deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: "hi, hi", las siete y veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada. -Delia... quiero saber si me perdonas . . . -No, Sonny, no te perdono. -Delia... -Sí, Sonny. -¿No me perdonas? -No, Sonny, el perdón no vale nada, ahora... Se perdona a quienes todavía se ama un poco... y es por Babe, por Babe que yo no te perdono... -¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado? -No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado, porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te dejaría nunca...
  • 7. -Eso no importa ya, Delia -dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le faltaba (¿o le sobraba?) algo. -¿De dónde me llamas? -Tampoco importa eso -dijo la voz de Sonny, como si le apenara contestar así. -Pero es que... -Sí, Sonny. (Las siete y veintisiete.) -Pero, Delia... imagínate que yo me vaya... -¿Tú... ? ¿Irte... ? ¿Y por qué? -Puede pasar, Delia... Pasan muchas cosas... Comprende, comprende... ¡Irme así, sin tu perdón... irme así, Delia, sin nada ... desnudo ... desnudo y solo ... ! (La voz, tan rara. La voz de Sonny, como si a la vez no fuera la voz de Sonny pero sí fuera la voz de Sonny.) -Tan sin nada, Delia... Solo y desnudo, yéndome así... sin otra cosa que mi culpa... ¡Sin tu perdón, sin tu perdón, Delia! -Sonny... ¿Por qué hablas así? -Porque no sé, Delia... Estoy tan solo, tan privado de cariño, tan raro... -Pero... (Las siete y veintinueve; la aguja del reloj coincidía con la firme línea precediendo el trazo más grueso de la media hora.) -¡Delia, Delia! -¿De dónde hablas? -gritó ella, inclinándose sobre el teléfono, empezando a sentir miedo, miedo y amor; y sed, mucha sed, y queriendo peinar entre sus dedos el pelo oscuro de Sonny, y besarlo en la boca. ¿De dónde me hablas... ? -... -De dónde hablas, Sonny? -... -¡Sonny...! -... -¡Hola ... hola ... ! ¡Sonny! -... tu perdón, Delia... El amor, el amor, el amor. Perdón... ¡ qué tontería', ahora! -¡Sonny ... Sonny, ven ... ¡Ven, te espero ... ! ¡Ven.! (Dios, Dios!) -¡Sonny! -¡Sonny ... ¡Sonny ... ¡
  • 8. -... Nada. Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio; "hi, hi..." El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a su madre, un poco asombrado del retardo. *** Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso, como comprendiendo que ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe se fue quedando dormido, con la cabeza apoyada en el antebrazo de su madre. La habitación era un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio. El timbre. Un toque, seco. Alguien tosía, junto a la puerta. -¡Stevel -Soy yo, Delia -dijo Steve Sullivan.- Pasaba, y... Hubo una pausa larga. -Steve... ¿viene de parte de...?. -No, Delia. Es... es otra cosa. Steve estaba pálido, y Delia hizo un gesto maquinal, invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de antes, cuando venía en busca de Sonny, o a cenar con ellos. -Siéntese, Steve. -No, no..me voy enseguida, Delia. Usted no sabe nada de. . . Y, claro, usted ya no lo quiere a... -No, no lo quiero, Steve. Y eso que... -Traigo una noticia, Delia. -¿De él? -Una mala noticia, Delia. -¿La señora. Morris...? -Se trata de Sonny. -¿De Sonny? ¿Está preso? -No, no está preso, Delia. Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío. -¡Ah... ! Pensé qué podría haberme hablado desde la cárcel... -¿El... le habló a usted?
  • 9. -Sí, Steve. Quería pedirme perdón. -¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón a usted, por teléfono? -Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo. -¡Oh, Delia. ..! -No podíamos, Steve. Pero después... no me mire así... después he llorado como una tonta... vea mis ojos... y hubiera querido que... pero usted dijo que era una mala noticia... una mala noticia de Sonny. -Delia... -Ya sé; ya sé... no me lo diga; ha robado otra vez, ¿verdad? Está preso, y me llamó desde la cárcel... ¡Steve . . ahora sí ... ahora sí quiero saberlo! Steve parecía atontado. Miró hacía todas partes, como buscando un punto de apoyo. -¿A qué hora lo llamó él, Delia? -Hace un rato ... a las siete y pico ... a las siete y veintidós, ahora me acuerdo bien. Hablamos hasta las siete y media. -Pero, Delia, no puede ser. -¿Por qué no? Quería que yo lo perdonase, Steve, y recién cuando se cortó la llamada comprendí que estaba verdaderamente solo, desesperado ... Y entonces era tarde ... aunque grité y grité en el teléfono ... era tarde. Hablaba desde la cárcel, ¿verdad? -Delia... -Steve tenía ahora un rostro blanco e impersonal, y sus dedos se crispaban en el ala del sombrero manoseado. -Por Dios, Delia ... -¿Qué, Steve ... ? -¡Delia, no puede ser ... no puede ser ... ! ¡Sonny no puede haberla llamado hace media hora! -¿Por qué no?- dijo ella, poniéndose de pie en un solo impulso de horror. -Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle. Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil, moderno, económico y sumamente veloz. Emma Zunz El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal FeinoFain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el
  • 10. papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el
  • 11. cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
  • 12. ParaObjetosSolamente De:MarioBenedetti Las cosas tienen un ser vital. (Rubén Darío) Por el momento nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor aún, si sólo penetrara una mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído, sólo una mirada, y decidiera fríamente hacer un ordenado inventario visual de sus objetos, comenzando, digamos, por la derecha, lo primero que habría de encontrar sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde oscuro, ya bastante deteriorado y con dos quemaduras de cigarrillo en el borde del respaldo. Sobre el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada sólo estaría en condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un ejemplar no demasiado nuevo de Claudia, y a lo sumo conjeturar, gracias a las características especiales de su tipografía, que el trozo de periódico que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni indicación directa, puede pertenecer a BP-Color. También sobre el sofá, a unos treinta centímetros de los diarios y revistas, hay un libro boca abajo, con un cortapapeles metido entre sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay una mancha verdosa, con varios granitos más oscuros, como de yerba. En la pared que está detrás del sofá hay un almanaque de la Panadería La Nueva. La hoja que está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones hechas con bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4 (Beatriz, 15.30) y al día 13 (M. ¿O.K.? OK); la roja está en la línea del día 19 (Ensayo gral.) El sofá llega hasta la segunda pared. Junto al tramo inicial de la misma hay una banqueta de madera con un cenicero repleto de puchos, todos torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más allá está un ropero de roble, modelo antiguo pero todavía en buenas condiciones, sin espejo exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja la hoja abierta puede distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus perchas: un impermeable gris, un gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá sean trajes completos, ya que los pantalones o chalecos pueden estar ocultos bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados, aunque del tercero surge un pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una camisa. En el suelo, junto a una de las patas del ropero, hay un papel irregularmente rasgado, algo así como la mitad de una hoja de carta, color crema, que alguien hubiera partido en dos. Está escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves, con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, podría comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:
  • 13. Después del ropero, casi sin espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones, con una portátil negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página hay sólo una palabra (chau), dos bolígrafos de la misma marca y un portarretrato con la fotografía de una mujer joven que en el ángulo inferior derecho tiene una leyenda: A Fernando, con fe y esperanza, pero sin caridad. Beatriz. Junto a la mesita, una cama (tendida, una placa, de bronce) cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco derecho sigue la línea de la pared tercera. La colcha blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca, tres objetos: un encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está a la vista la mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti. Jacinto: Fernando Montes. Octavio: Manuel Solano. Rita: María Goldman. Ernesto: Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un par de mocasines marrones. En el rincón que forman la tercera y la cuarta pared, hay un tocadiscos. Sobre el plato, un disco de doce pulgadas, detenido no obstante, si la mirada quisiera detalles, podría comprobar que se trata del volumen III del álbum de Bessie Smith. Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en sus lomos sólo constan números romanos, y además no están en orden. Junto al mueblecito hay una alfombra (medida aproximada: un metro por setenta y cinco centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre ella está depositado el sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a la mirada le quedarían apenas tres objetos para completar el inventario. El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre ellas. Una de las hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. El segundo objeto es un cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un almohadoncito. Tiene puestas sólo dos prendas. Un short azul claro, y, en el cuello (suelto, sin anudar), un pañuelo rojo de seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor movimiento, ni en las fosas nasales ni en la boca. El tercer y
  • 14. último objeto es un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que las palabras, y los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes: