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En el presente estudio nos proponemos analizar la abigarrada y compleja polisemia de la figura
vampírica. Para ello comenzaremos con una reflexión acerca de lo que generalmente
entendemos por el término “vampiro” para pasar después a hacer una breve reflexión acerca del
mito configurado por las criaturas de la noche, puesto que hoy más que nunca se puede afirmar
y demostrar que este personaje ha alcanzado tal consideración y carta de naturaleza. En dicho
análisis vincularemos el concepto de mitología y de mito con el del vampiro, tratando de
exponer la indiscutible dimensionalidad mítica de esta proteica figura en cuya vaporosa esencia
se entremezclan elementos que hallan sus raíces en el folclore, la antropología, la literatura y la
cultura popular, entre otros muchos.

Procederemos a continuación a definir en la medida de lo posible las características que
delimitan lo vampírico. En este sentido, en la Antigüedad las apariciones que tan profusamente
dataron y recogieron las culturas clásicas incluían bajo esta nomenclatura tanto a vampiros
como a fantasmas, zombies, muertos o simples ilusiones. Es por ello que debemos preguntarnos
si algunas de las manifestaciones que han inquietado a la humanidad eran vampiros o fantasmas.
De aquí se colige que la presencia de lo vampírico en la historia es una consecuencia inevitable.
Que el vampiro ha estado ligado al hombre desde sus orígenes ancestrales no se puede negar,
puesto que existen evidencias de la creencia en estos seres desde la noche de los tiempos. Por
tanto, vincularlos con las reacciones y sentimientos más arquetípicamente humanos se nos
antoja pertinente. Así pues, analizaremos la relación del hecho vampírico con factores como el
amor, la sexualidad, los temores propios de una sociedad marcada por la decencia, el
puritanismo y lo fariseo, para adentrarnos después en una de las manifestaciones más
significativas, a la par que atrayentes y transgresoras en este sentido: las que vinculan al
vampiro con la religión, más concretamente en su vertiente cristiana como antítesis del Dios
creador y de su Hijo. La simbología de la sangre – dadora de vida para la religión católica, elixir
de vida para el no-muerto– será el motivo fundamental de esta línea discursiva.

Si una idea ha aterrado a la humanidad, esa es la de un ser que ha traspasado el umbral de la
vida que él disfruta pero que sin embargo es capaz de regresar “del otro lado” para succionar la
energía de los que han quedado en esta dimensión de la existencia. Aún peor que el hecho de
que el vampiro haya muerto resulta la circunstancia de que se encarga de arrebatar la débil vida
de sus parientes para así poder saciar su insaciable sed y cumplir su diabólica maldición. Por
otra parte, si ha existido algo que ha sido capaz de amedrentar a la sociedad patriarcal es la idea
de que la muerte ha sido tipificada tradicionalmente en el entorno mediterráneo como un ser
femenino, nombrado como tal y dibujado acorde a su apariencia y carácter de portadora de la
guadaña.

Y por fin llegamos al apartado en el que analizaremos al que se ha encargado de succionar la
vida plasmado en la literatura, traslación de las más terribles pesadillas de sus autores, siendo
estos notarios de los delirios de su realidad circundante. Para concluir este apartado del análisis
del ser vampírico, incidiremos en su realidad escindida, reflejo de su esencia, a caballo entre el
mundo de los vivos y el de ultratumba. Su dualidad lo hace ser terrible, si bien es posible que
sea su horrenda realidad lo que lo convierte ser un ser proscrito, escindido, relegado,
despreciado y melancólico, a imagen y semejanza de otros monstruos, como la criatura de
Frankenstein y los villanos góticos.

EL VAMPIRO

El Bien y el Mal, las dos potencias que se disputan la tierra, envuelven la figura del vampiro, de
Dracula, de Vlad, pero el personaje, o los personajes citados, o la simbiosis de ellos, o la figura
resultante, o el concepto que tenemos del vampiro... todo ello tiene un fondo que resulta
inverosímil atribuir solamente a razones históricas, o literarias, o folclóricas, como han
defendido en ocasiones ciertos partidarios. El vampirismo es, sin duda alguna, un fenómeno
muy complejo, variable según el período histórico y el área geográfica y todavía parcialmente
desconocido, aunque con el paso del tiempo se ha ido forjando un conjunto de tópicos y de

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ideas preconcebidas. No exagera en absoluto Anthony Masters (1974) cuando en las primeras
líneas de su tratado acerca de los vampiros afirma que el vampiro es uno de los fenómenos de
mayor eco y difusión en la historia de la humanidad, afirmando asimismo que sus “orígenes se
pierden en la noche de los tiempos” (13).

Alrededor de todo el mundo existen muchos nombres para designar a esas criaturas míticas que
viven para siempre alimentándose de la sangre de sus víctimas humanas. Se les conoce con
nombres tan dispares como nosferatu, no-muerto y –el término más común– vampiro. Los
vampiros aparecen en el folclore de las culturas de todo el orbe, y algunas de estas historias
vampíricas pueden ser fechadas remontándose miles de años. Los pobladores de Alemania,
China, Egipto, Rumanía, Grecia y Rusia todos ellos narran historias sobre estas criaturas
misteriosas que beben la sangre de víctimas inocentes. Hollywood vistió de fascinación la
imagen del vampiro, convirtiéndolo en el epítome del sueño occidental –cortés, seductor e
inmortal. El desvanecimiento de la víctima – preferentemente virgen– mitad miedo y mitad
placentera excitación, cuando se materializa en su dormitorio la figura sobrehumana envuelta en
su negra capa; la sensación lánguida de la opresión, el abandono total, el dolor placentero que
causan los colmillos del vampiro al hundirse en su cuello mientras ella, inmóvil, es incapaz del
más mínimo atisbo de defensa o de gritar... todo ello puede ser interpretado claramente como
una versión romántica de la seducción y la desfloración, con el aliciente adicional de lo
sobrenatural.

Los vampiros fueron siempre criaturas viles y horrendas; ningún mortal elegiría, por tanto,
convertirse en uno de esos seres. En la mayoría de los casos no era más que un cadáver animado
que debía alimentarse de sangre. En algunos casos como el del irlandés de origen celta Dearg–
Due (red blood sucker, en lengua original), el vampiro es un ser femenino atractivo. En China
son monstruos con ojos rojos y con el pelo verde o rosáceo. La lamia griega tiene la parte
superior del cuerpo de una mujer y la parte inferior de una serpiente alada, y el penanggalang de
Malasia es una cabeza con entrañas que van marcando su huella.

Algunos autores sitúan las primeras leyendas de los muertos vivientes chupadores de sangre en
la China del siglo VI antes de Cristo. Hace más de mil años, en esta antigua y milenaria
civilización, aparece la Crónica de Chi Wu Lhi en la que el filósofo y sabio que da nombre nos
narra con un estilo periodístico las fechorías de un reviniente que sembró el pánico en una aldea
cercana a Pekín. En este mismo país también existía cierta reticencia a enterrar aquellos
difuntos que no presentasen síntomas evidentes de putrefacción, y ante cualquier tipo de duda
decidían incinerarlos. Continuando en este contexto supersticioso convendría señalar el hecho
de que en numerosas excavaciones arqueológicas han aparecido muchos restos humanos en los
que los brazos y piernas habían sido atados concienzudamente con rudimentarias ligaduras de
cuero. Uno de los mejores ejemplos de relatos de vampiros data del año 1741 y se refiere a un
templo que se encontraba bajo el dominio de tres seres del más allá. También Pu Sung–Ling nos
dejó en 1679, en su Liao Chai, quizá uno de los mejores cuentos de vampiros chinos. Pero
también en África y América aparecen seres semejantes entre las leyendas de los pueblos
indígenas; entidades que se adhieren al espíritu humano para irle absorbiendo, poco a poco, la
vida.

Sin precisar tanto geográfica ni por supuesto cronológicamente, podemos pensar que, desde
siempre, el hombre ha poblado su universo imaginario de entidades sobrenaturales sedientas de
sangre. Hallamos también testimonios entre los hindúes, los polinesios, los aztecas y los
esquimales. Estas criaturas no son, sin embargo, vampiros en el sentido estricto de la palabra.
Los vampiros, para la literatura, son relativamente jóvenes, al contrario que para la humanidad.
Su presencia en la literatura occidental no tiene más de tres siglos, aunque han habitado en la
literatura hindú, en la árabe y en la china desde hace más tiempo, como es el caso de Algol, la
referencia castellana del ghoul, el vampiro árabe, un ser definido en la noche 538 de Les mille et
une nuits3; pero a ello habría que dedicar un ensayo específico, en la medida que su génesis y
funciones difieren del occidental notablemente.

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Nos referimos aquí al vampiro literario occidental, cuya cuna debe situarse paradójicamente en
el Medio Oriente, pese a que los historiadores ubican las grandes hordas de vampiros en la
Europa Oriental. Este cruce debe atribuirse, precisamente, a que las fuentes originales del mito
son todas del mismo siglo, el XVIII; y fue precisamente en 1746 cuando Dom Augustine
Calmet escribió su Dissertations sur les Apparitions des Anges, des Demons et de Espirits, et
sur les revenants, et Vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie, et de Silesie.

La variedad de los mitos vampíricos es casi inagotable. Las leyendas de las criaturas vampíricas
se pierden en la historia, siendo una de sus primeras manifestaciones en la Mitología Griega. Sin
embargo, los vampiros con los que nosotros estamos familiarizados hoy, a pesar de haber sido
alterados por la ficción y por el cine, se basan sobremanera en los mitos de la Europa del Este.
Las leyendas de los vampiros se originaron en esa zona europea y penetraron en la cultura
occidental gracias a las caravanas que hacían la ruta de la seda del Mediterráneo. Desde aquí se
extendieron a lo largo de la costa griega del Mar Negro, a las tierras eslavas, a los Balcanes y
por supuesto a los Cárpatos, incluyendo Hungría y Transilvania.

Los eslavos, incluyendo a los que provenían de la parte más oriental de Europa (desde Rusia
hasta Bulgaria, desde Serbia hasta Polonia), tenían las leyendas de revinientes más ricas del
mundo. Estos mitos arraigaron profundamente entre el pueblo eslavo, que asimiló como
verdadera la presencia de criaturas demoníacas acechando en los rincones de la noche.
Originariamente, los eslavos vinieron del norte del mar Negro y se encontraban más
relacionados con las leyendas de Irán y aproximadamente en el siglo VIII, emigraron hacia su
actual ubicación en el noroeste. Casi al mismo tiempo de producirse esta llegada, el proceso de
Cristianización comenzó y las leyendas de los vampiros sobrevivieron como mitos. Rumania se
encuentra rodeada de países eslavos, por tanto, no es sorprendente que los vampiros rumanos
sean variantes del eslavo. Se llaman strigoi, originario del término romano strix, para referirse a
una lechuza, término que también significaba demonio o bruja. [Recorriendo la geografía
rumana es frecuente encontrar las troitsa, capillas muy pequeñas levantadas en las cunetas, a la
entrada y salida de los pueblos, pintadas de colores chillones. Estas construcciones forman parte
de una tradición muy antigua para proteger a los vivos –y a los viajeros– de los poderes de los
muertos, ya que aunque en el folclore rumano no existe tradición de vampiros, sí son muy
temidos los stragoi o strigoi, espíritus fantasmales que salen de sus tumbas por las noches para
amedrentar a los vivos (Martínez Laínez, 2001: 29).]

Al igual que los vampiros de África (como el obayifo, una criatura que guarda cierto
paralelismo con las brujas de Terranova al menos en su ansia no tanto de sangre física como de
energía psíquica, es decir, estamos hablando de vampiros psíquicos), algunos vampiros de
Rumania se consideraban brujas que podían abandonar sus cuerpos para atacar a otras personas.
De hecho, la palabra rumana para bruja es striga, lo que demuestra la conexión entre ambos.
Según nos cuenta Julio Caro Baroja, las striges mesopotámicas salían por las noches a beber la
sangre de lactantes (1966: 17–36).

Más adelante, las comunidades gitanas emigraron hacia el Este procedentes de la parte norte de
la India (donde también existía un gran número de mitos vampíricos), y sus mitos se mezclaron
con los de los eslavos que ya habitaban allí. “They [gipsies] are fearless and without religion,
save superstition” (Stoker, 1989: 41). Incluso hoy en día los gitanos aparecen frecuentemente en
la ficción vampírica, tanto literaria como cinematográfica, una influencia proveniente sin
ninguna duda de la historia de Bram Stoker, en la que éstos sirven a Drácula, portando sus cajas
de tierra y protegiéndole. En realidad, el origen de este grupo étnico se remonta a unas tribus
nómadas del norte de la India, pero deben su nombre a la creencia de que provenían de Egipto.
Hacia el año 1000 comenzaron a extenderse hacia el oeste y se asentaron en Turquía durante un
cierto tiempo, incorporando, consecuentemente, muchas palabras de origen turco a su lengua
romaní. Ya en el siglo XIV se encuentran en los Balcanes y en menos de dos siglos más ya se


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habían esparcido por toda Europa. Los gitanos llegaron a Rumania poco tiempo antes del
nacimiento de Vlad Dracula en 1431.

Su religión es compleja y varía según las tribus, pero tienen un concepto muy claro de las
fuerzas del Bien y del Mal, así como una fuerte relación y lealtad a los parientes muertos.
Creían que el alma del fallecido accedía a un mundo similar al nuestro excepto que ya no existe
la muerte. El alma permanecía alrededor del cuerpo y a veces deseaba volver. Los mitos gitanos
de los muertos vivientes se añadieron a los mitos vampíricos de Hungría, Rumania y las tierras
eslavas, enriqueciéndolos. La antigua tierra de los gitanos, India, tiene muchas figuras míticas
vampíricas o pseudovampíricas. Llamaban Bhuta al alma de un hombre muerto violentamente
que vagaba por los cementerios o lugares solitarios y oscuros reanimando por la noche los
cuerpos fallecidos y atacando a los vivos. En el norte de la India se podía encontrar al
brahmaparusha, una criatura pseudovampírica cuya cabeza estaba rodeada de intestinos y una
calavera de la que bebía sangre. Pero la más famosa figura de la India asociada con el
vampirismo es la insaciable Kali –a quien se le conocía también por el nombre de la Madre
Negra o Kali Ma–, una diosa que tenía colmillos, se alimentaba de la sangre de los hombres y se
adornaba con calaveras. Ella fue adorada por un grupo sanguinario conocido como el culto de
los Thugees, cuyos miembros asesinaron a decenas de miles de personas hasta el siglo XIX,
cuando el Imperio Británico los exterminó. Kali, la diosa negra, nació de Shiva –deidad de la
muerte– y simboliza la muerte y la aniquilación. No en vano, Sara o la Diosa Negra es la forma
en la que Kali sobrevivió entre los gitanos.

Por cierto, que como curiosidad mencionaremos que en el folclore de los gitanos, los vampiros
son considerados como entidades sexuales, cuyo apetito es casi insaciable. Aún hoy en día, y en
España, en esta etnia pervive el mito de los mulé o muló, criaturas terriblemente violentas de la
noche que sorprendentemente deambulan vestidas de blanco. El mulé –cuya etimología significa
muerto– es un vampiro que nace de los hombres muertos violentamente y de los niños que
nacen muertos. Su cuerpo no tiene huesos y puede adoptar cualquier forma, incluso la de un
animal o la de un vegetal (y esta es una particularidad muy singular). Pero lo que deseamos
remarcar es esa asociación tan íntima del vampiro con la sexualidad, asociación que será
explícita en Dracula o en “Carmilla”, y tan común hoy en día gracias al cine, pero no tan obvia
a primera vista.

Los vampiros eran unas criaturas temidas porque mataban a la gente pero al mismo tiempo se
parecían a ellos, a nosotros; la única diferencia es que no tenían sombra, y no se reflejaban en un
espejo. La sombra es un símbolo del alma, lo mismo que el reflejo en el espejo, y, por extensión
metafísica, representación de la identidad en el ser humano. Por tanto, desde una perspectiva
antropológica, confirmada tanto por el etnólogo inglés James Frazer en The Golden Bough
(1890–1915), como por Freud, la ausencia de reflejo –como la carencia de sombra– implica la
correspondiente ausencia de alma. El vampiro, como sus antecesores, anda en busca de su
identidad perdida (si es que alguna vez la tuvo).

Aparte de esto, los vampiros podían cambiar de forma, lo que hacía que fuese casi imposible el
atraparlos. De día, los vampiros dormían en sus ataúdes, pero de noche vivían bebiendo la
sangre humana, puesto que los rayos solares eran mortales para ellos. Con relación a la
asociación del vampiro con la noche, esta idea no es originaria del folclore, sino que fue
producto de la cristianización del vampiro, si se nos permite la expresión, puesto que se han
relatado casos de vampiros que aparecían a plena luz del día. De hecho, Lord Ruthven, Carmilla
o Dracula salían durante el día, aunque preferían la noche. Los vampiros, considerados seres
maléficos y diabólicos, fueron rápidamente asociados con la oscuridad e identificados como
seres de la noche. Si Cristo es la luz, si el Sol es Cristo, entonces el vampiro es un ser de las
tinieblas, de la noche. También la Biblia identifica lo injusto y lo malvado con la noche (Job,
24: 14–16, o aún más explícito en Juan, 3: 19–20).



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Hagamos una pequeña reflexión acerca de la asociación del vampiro yacente o durmiendo en el
ataúd: esta relación no parece formar parte del mito original. De hecho, los primeros relatos de
ficción sobre vampiros no dicen nada de que los vampiros tengan que dormir en un ataúd. Lord
Ruthven o Varney, por ejemplo, no tenían un ataúd como lugar de descanso. Carmilla tampoco
reposaba en semejante lecho, aunque finalmente fue encontrada en su cripta. Dracula no tiene
que dormir en un ataúd, solo precisa descansar sobre su tierra nativa. Más plausibles parecen la
asociación tan evidente del ataúd con la muerte, y al ser el vampiro un ser ya muerto, es más
lógico pensar en esa asociación mental casi indisoluble pero también es válido pensar que el que
reposa en un ataúd, más que morir, lo que hace es renacer.

Los vampiros no podían entrar en una casa si no habían sido invitados previamente, pero tan
pronto como eran aceptados, podían entrar y salir tan a menudo como quisieran. El vampiro
eslavo no sólo era peligroso porque mataba a la gente (muchos seres humanos hacían eso), sino
también porque las víctimas se convertían en vampiros una vez muertas. El punto más fuerte del
vampiro era su inmortalidad; solamente ciertos rituales especiales podían matarlos: “exhuming
them, impaling them, cutting off their heads, tearing out their hearts, or burning them”
(Frayling, 1992: 93). El vampiro ha sido una obsesión de nuestra cultura durante un gran
número de años; “‟I am no longer young‟” (Stoker, 1989: 24). En todo ese tiempo, muchos se
han preguntado qué es lo que vemos en él. Una posible respuesta –que es innegable– es que
encontramos las historias de vampiros satisfactorias desde el punto de vista de nuestros
sentidos. Por otro lado, estas leyendas, al igual que los textos góticos, representan, de forma
comprimida, al mal que todos tememos y al mismo tiempo deseamos. Es la fusión del temor y
del deseo lo que hace al vampiro interesante y atrayente, al menos a nuestros ojos. El mito del
vampiro ha sido analizado en bastantes ocasiones como una alegoría monstruosa, representativa
de un ser carismático y atrayente, dotado de una aura malévola, anulando por completo la
personalidad y voluntad de quien entra en contacto con él: recordemos casos como el de
Carmilla (ejemplificación de la femme fatale por excelencia), o como Lord Ruthven o Dracula
(el aristócrata carente de escrúpulos).

Nuestro concepto moderno del vampiro todavía conserva matices en común con los mitos
europeos del Este, como el hecho de sorber la sangre, el retorno de la muerte, el acoso a los
humanos por la noche, etc. Sin embargo, muchas otras cosas con las que estamos familiarizados
como el ropaje, las capas de cuello alto, el convertirse en murciélago... son invenciones más
recientes. Por otro lado, muchas características de los viejos mitos, como el colocar semillas en
la tumba para mantener al vampiro ocupado toda la noche contándolas y evitar su ataque a sus
parientes, han desaparecido de la ficción moderna y del cine. Lo que no ha desaparecido, lo que
es más, lo que el cine ha potenciado, es el erotismo, la sangre como esencia oculta de la vida y
la inmortalidad, tres obsesiones de la humanidad; estos tres pilares son los que se unifican en la
figura de los vampiros. El vampiro ofrece la ilusión de la inmortalidad, aplacando las
consiguientes frustraciones y limitaciones existenciales humanas. Satisface el anhelo de un
poder ilimitado, promueve y propaga la libertad sexual en su sentido más amplio (libertad
ansiada, anhelada, al mismo tiempo que temida y condenada; ejemplifica el deseo y el miedo en
un único concepto. Noël Carroll recoge esta visión del vampiro como metáfora de lo lascivo,
como liberación de los instintos más elementales, como satisfacción de la líbido más pura
(1990: 169–70).

El vampiro, en suma, nos invita a la transgresión y a la rebelión, a la que él ya ha accedido,
defendiendo y predicando la religión del placer como forma de vida. Se puede decir que los
casos de vampirismo constituyen un fenómeno oculto y extraño en nuestros días. Sin embargo,
no es cierto del todo si consideramos correcto el suponer que son menos frecuentes hoy que en
los siglos pasados: “One thing is plain: – not that they do not occur but that they are carefully
hushed up and stifled” (Stoker, 1989: vii).

El vampiro como ser mitológico: una aproximación al concepto del mito.


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El mito es un fenómeno cultural complejo que puede ser enfocado desde varios puntos de vista.
En general, es una narración que describe y retrata en lenguaje simbólico el origen de los
elementos y supuestos básicos de una cultura. La narración mítica cuenta, por ejemplo, cómo
comenzó el mundo, cómo fueron creados seres humanos y animales, y cómo se originaron
ciertas costumbres, ritos o formas de las actividades humanas. Casi todas las culturas poseen o
poseyeron alguna vez mitos y vivieron en relación con ellos.

El mito puede definirse como una creencia que se expresa en una narración oral o escrita, que
presenta hechos considerados como posibles o reales tanto por el narrador como por el receptor.
Tales hechos están relacionados con los orígenes o la fundación del mundo o de la comunidad a
la que atañen o con la que se relaciona la narración, y protagonizados por dioses, semidioses,
héroes fundadores, y elementos cósmicos, naturales, animales monstruosos, etcétera, animados
o personificados. El contenido del mito es considerado por sus transmisores auténtico y real, y
goza de una cierta consideración mágico–religiosa dentro de la comunidad.

El mito se puede abordar desde diversos puntos de vista; es por ello que en estas páginas vamos
a tratar de demostrar que el hombre siente la necesidad de tener mitos, y si no los tiene, los
busca. El hombre no puede vivir sin mitos. Y en concreto, el mito del doble es uno de los que
más ha atraído a todos. Lo que también hemos intentado es no tratar este tema desde el punto de
vista de su validez ni veracidad (aunque de forma inherente y per se quedará patente que son
verdaderos). Más bien, se observará que el hombre tiene mitos, los necesita, y todos nosotros,
los tenemos y los necesitamos.

El significado del mito trasciende a la historia, puesto que ésta añade siempre significados
nuevos a los símbolos arcaicos. El mundo del mito se mueve siempre en la polaridad de lo
sagrado (reconocido como realidad verdadera) y de lo profano (de carácter irreal). Por tanto, la
única comprensión válida del mito es la religiosa. El mito tiene también un valor arquetípico,
que constituye el modelo y el ejemplo para todas las acciones humanas y para toda la realidad.
Eliade ofreció una visión comprensiva y definitiva del mito como algo lógico– racional e
intuitivo–imaginativo al mismo tiempo. En la interpretación de Eliade, el mito revela una
explicación de la naturaleza del ser. El mito, por medio de símbolos, expresa un conocimiento
que es completo y coherente; aunque los mitos puedan convertirse en triviales y vulgarizarse a
través de los siglos, la gente puede usarlos para volver al principio del tiempo y redescubrir y
volver a experimentar su propia naturaleza.

Habitualmente el mito más importante en una cultura, el que llega a ser el modelo ejemplar de
todos los demás mitos, es el cosmogónico que refleja los intentos humanos por hallar una
explicación a los orígenes y misterios del universo en el que el hombre se encuentra inmerso. En
algunos relatos, como el primer capítulo del Génesis bíblico, la creación del mundo procede de
la nada (creatio ex nihilo). Los mitos egipcios, australianos, griegos y mayas también hablan de
la creación a partir de la nada. En la mayoría de estos mitos, las deidades son todopoderosas. La
divinidad puede permanecer en el primer plano y convertirse en el centro de la vida religiosa,
como con los judíos, o puede retirarse y llegar a ser una divinidad distante o periférica, como en
los mitos de los aborígenes australianos, griegos y mayas. Otros mitos cosmogónicos describen
la creación como una eclosión de los mundos inferiores. Relacionados con los mitos
cosmogónicos, pero en el otro extremo, están los mitos que describen el fin del mundo (mitos
escatológicos) o la entrada de la muerte en el mundo. Los mitos del fin del mundo son
habitualmente producto de tradiciones urbanas. Suponen la creación del mundo por un ser
divino moral, quien finalmente lo destruye. Llegado ese momento, los seres humanos son
juzgados y preparados para una existencia paradisíaca o una de tormentos eternos. Estos mitos
están presentes entre judíos, cristianos, musulmanes.

Los mitos acerca del origen de la muerte describen cómo la muerte entró en el mundo. En ellos,
la muerte no estuvo presente durante un largo periodo de tiempo, pero surge por un accidente o
porque alguien simplemente olvida el mensaje de los dioses con respecto a la vida humana. En

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el Génesis, la muerte aparece cuando los seres humanos sobrepasan los propios límites de su
conocimiento.

La búsqueda por entender la muerte genera mitos para explicarla y ritos para controlarla (o
controlar las emociones de angustia, tristeza, miedo, etcétera, que produce), pero también
produce instituciones: desde la brujería hasta el hospital, pasando por el cementerio, la
funeraria, los sistemas de sanidad públicos y privados, el chamanismo, las religiones y las
iglesias, las compañías de seguros, la ciencia y las artes... La muerte no es la única fuente de
ritos y mitos. La vida en sus diferentes manifestaciones también lo es: nacimiento,
reproducción, cosechas, fenómenos biológicos, estaciones climatológicas, producción
económica, etcétera, también son causa de infinidad de explicaciones míticas, así como de ritos
que pretenden hacer comprensibles, controlables e influenciables estos acontecimientos. Otros
mitos revelan claramente un sentido moral. En el mito siempre hay un Dios o una fuerza
preexistente; además, la explicación sólo sirve para un pueblo o un conjunto limitado de
fenómenos.

Desde tiempos remotos el hombre se ha caracterizado por su adoración a figuras que lo
atemorizan. Estas figuras siempre han sido símbolos de los fenómenos naturales y los astros en
el cielo, todos ellos misteriosos y poderosos a los ojos del hombre primitivo. En la actualidad
existen todavía cultos y religiones que persisten en estas creencias. Muchas de las grandes
religiones de hoy se sintieron influidas alguna vez por estas mitologías que conformaron en su
tiempo sólidas religiones como las que conocemos en el mundo moderno. Es importante
destacar que en muchas de las mitologías convencionales a pesar de los múltiples dioses y
deidades, siempre existía un Dios soberano o por lo menos una Trinidad, la cual portaba el
mayor poder. Es aquí donde queremos llamar la atención sobre la dualidad, máxima expresión
de la condición humana, y por otro lado, ansiado anhelo de nuestro deambular terrenal. La
historia ha proporcionado personajes que nos han maravillado con sus hazañas y a quienes nos
gustaría imitar: Marco Polo, Cristóbal Colón, etc. El cine, donde James Dean o Sean Connery
representan mitos alcanzables, al menos en teoría. Y por último podríamos hablar de la
geografía, de sitios míticos, universales, marcados por el deseo de habitarlos, como El Edén.

No podemos negar que todas las mitologías del mundo tienen algo en común. El estudio de los
mitos apela a la historia comparada a la lingüística, a la etnología y al psicoanálisis. El mito es,
a menudo, un embellecimiento de la realidad. En este sentido los mitos tienen muchas cosas
enigmáticas e inquietantes. Para Jeremy Taylor: el mito es “el subconsciente prehistórico de los
pueblos históricos, y envuelve casi siempre una realidad” (1991: 109).

Los mitos no deben ser tomados como la verdad, sino que cada uno tiene dentro de sí una
verdad y lo que esa verdad significa es distinto para cada persona. El mito del vampiro tiene una
verdad dentro de sí. Sin duda alguna, los vampiros tienen parte de historia, religión, filosofía,
poesía, pero no son un algo aislado, sino todo eso junto. Hay tantos vampiros como gente que
cree en ellos, porque residen en nuestras mentes. La creencia en los vampiros es una forma de
ver el mundo. Porque lo que está claro es que no se puede hablar de los grandes valores sin
ofrecer una historia con que envolverlos. El mito del vampiro ofrece una explicación o una
forma de explicar el confinamiento emocional del cuerpo; representa las emociones que no han
sido liberadas, los pensamientos que nos oprimen, los sentimientos que nos hacen deprimirnos,
las emociones calladas que pueden devorarnos desde dentro.

El mito del vampiro.

Los sucesos que se producen contra natura suelen ser calificados como monstruosos. De entre la
multitud de monstruos creados por la imaginación de los novelistas, sobresale con fuerza casi
sobrenatural –puesto que ha cobrado mayor fama que seres y monstruos reales, y como no podía
ser de otro modo– el vampiro, que tantas páginas ha hecho escribir y tantas películas ha
inspirado. La figura del vampiro, el muerto viviente que tanta celebridad ha alcanzado en el

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cine, no necesita presentación. Como las figuras literarias del Dr. Jekyll–Mr. Hyde y
Frankenstein, el vampiro ha cobrado vida plena en la sociedad tecnológica de nuestro siglo,
alcanzando una fama que probablemente ni siquiera él habría sospechado. La figura del
vampiro forma parte de la mitología contemporánea. En su calidad de representante de los
miedos y temores humanos, el vampiro pertenece al reducido y privilegiado grupo de los mitos
universales. Es un referente cultural, literario, cinematográfico y cotidiano; todo el mundo sabe
quién es. El cine ha agigantado y extendido los rasgos de su imagen, pero a las obras de Le Fanu
y Stoker les corresponde el mérito innegable de haber creado unos personajes que, como Don
Quijote o Robinson Crusoe, tienen vida propia más allá de las páginas de un libro (Ken Gelder,
1994: 24).

El vampiro unifica en su monstruosidad, que también es su calvario, cuestiones tan elevadas
como la inmortalidad. El monstruo es, por excelencia, la desviación de la norma, aquello que
está más allá del orden, de la regularidad y de la ley. Estas figuras de la alteridad (monstruos,
vampiros, zombies...) representan nuestros miedos más profundos, aquellos que nos sumergen
en el corazón del caos y las tinieblas. Los monstruos transgreden lo prohibido, los tabúes, la
muerte y el sexo. A su vez, la ambigüedad del monstruo resulta una pieza clave en la
interpretación de los fenómenos mitológicos ligados al terror contemporáneo, la ambigüedad
sexual del vampiro, ya presente en “Carmilla” de Joseph Sheridan Le Fanu, no hizo más que
aumentar a lo largo del tiempo, generando toda una gama de producciones fílmicas donde el
polimorfismo sexual era la tónica por excelencia. Podemos, en este sentido, distinguir tres
momentos en el mito del monstruo, momentos que son paralelos al del vampiro: una etapa pre–
literaria, constituida principalmente por tradiciones orales y tratados de demonología; en
segundo lugar, una etapa literaria, que se consolida en el siglo XIX a partir de la literatura gótica
y, finalmente, una etapa post–literaria donde los medios masivos resultan ser una pieza clave en
la constitución de los mitos en torno a lo monstruoso. En la actualidad se ha instaurado un
renacimiento de lo gótico; a la luz de un espíritu postmoderno neo-romántico, los monstruos
dejan de ser los malos de la película.

Las pseudo–adaptaciones de las clásicas novelas de Stoker y Shelley son una constante a lo
largo de la historia del cine de terror; sin embargo, el fenómeno de nuestra época tiene que ver,
sobretodo, con ciertas (re) lecturas que se alejan cada vez más del espíritu de la obra original,
recreando a los viejos monstruos de antaño como héroes románticos, trágicos, malditos, que aún
creen en el amor y, efectivamente, actúan en consecuencia. Los temibles monstruos de antaño se
vuelven cada vez más humanos; paradójicamente, el amor los humaniza.

La idea del vampiro probablemente ha estado pululando a nuestro alrededor desde que la
humanidad comenzó a ponderar la idea de la muerte y el horror de los muertos que vuelven a la
vida. Es decir, los muertos han sido casi siempre considerados como enemigos, y por eso se
forma el tabú sobre ellos. Quizá uno de los mayores aciertos de la historia sea que Le Fanu
reinventó un mito. Le Fanu, un irlandés del siglo XIX, cambió nuestra imagen del vampiro;
pasó de ser un cadáver reanimado de aspecto repelente a un aristócrata romántico y decadente.

Ornella Volta (1964) presenta una imagen de lo más primordial en su libro Il vampiro,
publicado originariamente en 1962. Según esta autora, los vampiros difieren según las regiones,
pero todos ellos tienen ciertas características comunes:
- Rostro delgado de una palidez fosforescente.
- Abundante y espeso pelo en su cuerpo, cuyo color suele ser rojizo, como el vello de las palmas
de sus manos.
- Labios gruesos y sensuales que encubren sus agudos colmillos, cuya mordedura tiene poderes
anestésicos.
- Uñas extremadamente largas.
- Orejas puntiagudas igual que los murciélagos.
- Aliento nauseabundo.


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El vampiro mezcla elementos del horror y de la sexualidad. En muchas sociedades, las
restricciones sobre la conducta sexual era común, y el vampiro se convirtió en el símbolo de la
liberación de estas y otras energías emocionales poderosas. Durante los siglos de dominación
cristiana, la conducta homosexual siempre había sido suprimida, a veces de forma
extremadamente violenta. Por tanto, podía esperarse esas actitudes liberalizadoras en la elevada
sexualidad asociada con el vampirismo; ciertos elementos homosexuales podrían estar
presentes, como es el caso de “Carmilla”.

El vampiro en su caracterización lésbica puede ser considerado como una representación de la
corrupción de la inocencia por un amor que no es natural, a la par que acentúa el otherness (lo
que podemos definir como alteridad, en español) del vampiro. Las presas típicas del vampiro
son mujeres jóvenes. Presumiblemente, el hecho de que las víctimas se vayan viendo
desprovistas de ropa al mismo tiempo que se van sumiendo en su proceso de vampirización,
resalta el aspecto depredador y devorador del vampiro que se ceba con inocentes sexuales.

Podríamos preguntarnos por qué los vampiros están tan íntimamente asociados con las escenas
góticas. En verdad, el vampiro es capaz de evocar en nuestra mente miríadas de imágenes,
películas de horror de medianoche sobre vampiros y cazadores de vampiros, bosques oscuros
perdidos en medio de ningún sitio y seres tiránicos y malévolos capaces de cualquier acto
malvado. El vampiro es un objeto que produce alarma no sólo porque es diferente, sino porque,
además, parece que es perfecto. Recordemos que todos asociamos lo gótico, en principio, con
ropaje exótico de color negro y con el lado más oscuro de la vida.

En un principio, el vampiro europeo era un aldeano muerto, hinchado, maloliente, que salía de
su tumba por la noche y recorría la aldea. La descripción que Noël Carroll (1990: 23)
proporciona a propósito de los monstruos bien puede hacerse apropiada a este tipo de seres
tradicionales; según esta autora, los monstruos son: “impure and unclean. They are putrid or
mouldering things, or they hail from oozing places, or they are made of dead or rooting flesh…
or are associated with vermin, disease”. Lo que es innegable es que el vampiro era un monstruo
estrictamente rural. Al parecer, según se cuenta o se desprende de muchos escritos, era en las
zonas rurales donde estaba más extendida y arraigada la creencia en los vampiros. Nunca
parecía existir un vampiro urbano, ni educado, ni burgués, y mucho menos de noble cuna. Las
urbes solían ver estos acontecimientos y narraciones como meras supersticiones propias de las
gentes que habitaban esas zonas. Así, por ejemplo, Olga Hoyt retrata al vampiro como una
efigie sepulcral en la que se aúna la putrefacción de la muerte, la apariencia cadavérica, su
apariencia lánguida, decadente (1990: 44–45).

Los vampiros folclóricos habían sido aldeanos, labradores, pero en el siglo XVIII los autores se
sentían reacios a convertir a estos seres en los personajes principales de sus historias, con lo que
el vampiro ascendió en la escala social y se situó en las clases altas. Otra razón se debe a que
pocas personas estaban interesadas en leer sobre unos seres muertos que, además, tenían un
aspecto desagradable, con lo que los autores decidieron adoptar un concepto de vampiro más
fácilmente reconocible e identificable con los lectores: vampiros como ellos mismos. Y es que
las clases sociales es un tema presente en todas las historias de vampiros. No hay más que
recordar a Lord Ruthven (de Polidori) y como su aparición en sociedad se produce de la mano
de una de las costumbres más antiguas (y que aún hoy persiste, aunque de forma disfrazada): las
fiestas de sociedad.

Clive Leatherdale, al comienzo de su obra Dracula. The Novel and The Legend (1985),
confirma y ahonda en la mencionada distinción entre el vampiro del vulgo, el del folclore y el
vampiro literario perteneciente a una clase social respetable; el vampiro se asocia de manera
general con las comunidades más desfavorecidas, reflejando su apariencia y su conducta su
origen social, mientras que la idea de un ser educado y atractivo morando un castillo es el
producto de la imaginación literaria. Durante casi unos 200 años, esta figura ha adquirido una
variedad extraordinaria de apariencias. En “Carmilla”, el vampiro es ya una joven pálida,

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“enhanced by that graceful languor that was peculiar to her” (312), y de sangre azul –“Her
family was very ancient and noble” (291), en vez de un labriego rudo y sin formación. Sin
embargo, los antepasados de estos seres, los vampiros populares, son completamente distintos, y
son los que se encuentran en los relatos históricos de la mayoría de las culturas. Los atributos de
este vampiro son muy diferentes de los que se describen en “Carmilla”. Este vampiro está lejos
del aristócrata y cosmopolita: el vampiro popular es un campesino normal. A diferencia de su
contrapunto refinado, reside en un cementerio. Mientras que al primero le gusta su estado de no
muerto – afirmación ésta harto discutible en el caso de “Carmilla”, pero no en el de Dracula– y
viaja lejos para buscar más víctimas, el vampiro popular odia su condición y nunca vaga más
allá de su pueblo (Barber, 1988: 67, 194). La diferencia entre ambos es tan grande, que puede
decirse que el reviniente aristócrata y el popular nunca se tratarían socialmente.

Los vampiros han evolucionado desde seres rudos hasta arquetipos proteicos; son criaturas
sobre las que nos podemos hacer innumerables preguntas. La riqueza de estos seres reside en su
aparentemente ilimitada variedad. El horizonte tan amplio, sin limitaciones, es lo que nos
seduce a entrar en el reino oscuro de la ficción vampírica una y otra vez. La fascinación de
nuestra cultura por los monstruos, y el vampiro en el escalafón más alto. Esa atracción no tiene
que ver –al menos exclusivamente– con la fantasía y la imaginación, sino con el deseo de
entender nuestros propios demonios. Nos fascinan los monstruos, en definitiva, porque permiten
aumentar nuestra autoestima (ellos son crueles, nosotros –supuestamente– no) y controlar
nuestros peores impulsos (ellos son malvados, nosotros decentes). Los monstruos que no son
sino nuestros otros nos permiten odiar defectos propios como si fueran ajenos. El vampiro
proporciona el entramado sobre (o bajo) el que pueden actuar nuestros temores, nuestros
miedos, nuestras necesidades. Nos ofrece el camino para examinarnos a nosotros mismos, para
aventurarnos hacia el borde, una ojeada al abismo.

La esencia del vampiro: ¿un ser real?

Junto con los signos gracias a los cuales una persona puede decir si un ser es un vampiro o no,
se encuentra el tema de la apariencia del vampiro. Mucha gente extrae su idea de la apariencia
de un vampiro a partir de las películas. Los dientes caninos son probablemente la característica
más destacable de estas criaturas de la noche.

En 1819, el escritor y poeta John Polidori (1795–1821) se encargó de destilar la esencia literaria
del vampiro, cambiando su apariencia fantasmal por una aristocrática. De repente, el mito
clásico del vampiro se había transformado en algo intrigante y atrayente sexualmente para los
lectores en lugar del ser horrible que era. Los comienzos del arquetipo estaban sentados. Lord
Ruthven, el principal personaje de Polidori, poseía ya esa peculiar sed de sangre, así como unas
características que le conferían un aspecto más elegante y atrayente. Desprovisto incluso de las
dos características más negativas, la sed de sangre y la teoría del cadáver viviente, Carmilla es
un ser extremadamente sensual, sexual, aristocrático, mágico y poderoso físicamente.

Pero, ¿qué es un vampiro? A lo largo del tiempo han sido monstruos, cuerpos animados,
mujeres atractivas y hombres educados, ¿pero qué es en realidad? A menudo, se les ha
considerado esbirros del mal, demonios, o, incluso, el mismísimo concepto del Mal
personificado. Se han encontrado demonios en casi todas las antiguas civilizaciones y / o
sistemas religiosos, incluyendo el Hinduismo, el Budismo, Grecia, Roma y el Judaísmo. Un
sistema más desarrollado de creencia demoníaca se ha encontrado entre los asirios y los
babilonios de Mesopotamia, debido a lo cual procede gran parte de la unión entre los demonios
y los vampiros. Gran parte de la demonología judía y cristiana derivó de esta tradición antigua.
Los vampiros eran igualados con los demonios en cuanto a los principales agentes del mal y del
pecado, una filosofía que se convirtió en la doctrina oficial de la iglesia en la Edad Media. La
adoración del mal, la brujería, el vampirismo y la demonología fueron agrupados de forma
conjunta como males que debían ser purgados y extirpados por la humanidad. A suicide...
becomes a vampire. That spectre visits living people in their slumbers; they die, and... develop

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into vampires. This happened in the case of the beautiful Mircalla, who was haunted by one of
those demons (Le Fanu, 1992: 338).

Pero no debemos pasar por alto el hecho de que una segunda lectura de esta cita puede arrojar
luz sobre otra posible teoría: tal vez Le Fanu esté exculpando al vampiro por sus atrocidades,
pues la condesa Mircalla se ve forzada a una situación, y su comportamiento es producto de su
maldición. Sin embargo, si regresamos a la Biblia, nos damos cuenta de que un demonio es un
ángel caído, y los vampiros no son ángeles precisamente. Además, los vampiros tienen cuerpo,
mientras que los ángeles no. Por otro lado, los demonios pueden entrar y salir de un cuerpo a
voluntad; un vampiro no puede abandonar el cuerpo una vez que reside allí.

El vampiro posee una gran variedad de poderes. Parece que una criatura como tal es invencible.
Sin embargo, hay una serie de restricciones hacia sus poderes. Su primera limitación es el
horario, especialmente las horas de luz solar. Contrariamente a la creencia popular, Carmilla no
es destruida por la luz solar; sin embargo, sí se ve mermada de forma considerable y presa de
una gran debilidad. Cuando se mueve durante el día se encuentra muy limitada para usar sus
poderes sobrenaturales. Sólo permanece durante el día su fuerza y su agilidad: “She used to
come down very late, generally not till one o'clock... and she seemed, almost immediately,
exhausted... This was a bodily languor” (293).

Este ser no puede traspasar el umbral de una casa a no ser que sea invitado de forma libre por
uno de sus moradores. Carmilla necesitaba una invitación por parte de uno dos personajes antes
de residir en sus casas. Sin embargo, una vez que ha sido aceptada puede ir y venir, entrar y salir
a voluntad. Un método de destruirlo permanentemente es atravesando su corazón con una
estaca. Summers (1996: 309) describe dicha práctica rumana. La elección del corazón es clara,
dado que es el centro conductor de la sangre, el motor del cuerpo, por lo que destrozándolo, el
cuerpo no se moverá. El chupador de sangre no necesita alimentarse cada noche, ni tampoco
precisa matar a su víctima. Carmilla, al igual que Dracula, va tomando unas porciones pequeñas
de sangre de sus víctimas. Éstas, a menudo, van agonizando durante días antes de sucumbir ante
la muerte. Del mismo modo, el folclore europeo también puntualiza claramente que el vampiro
no tiene necesariamente que matar a su víctima en el primer ataque: “it will exercise
inexhaustible patience and stratagem, for access to a particular object may be obstructed in a
hundred ways” (Le Fanu, 1992: 337). Por último, el reviniente tiene el poder para crear a otros
afines a él. Sólo la muerte del máximo representante de la especie liberará a los demás de su
maldición. La actitud de Carmilla y sus métodos hacen gran hincapié en el amor y en el amor
por la vida, así como la comprensión de que la muerte no es una experiencia que se debe desear
u odiar, sino que es meramente un momento de un cambio profundo: “you must die– everyone
must die'” (294).

En estas palabras estamos intentado diseñar las líneas o puntos de unión que tiene los vampiros,
pero puede ser interesante incidir un momento en una comparación entre Carmilla y Dracula,
entendidos como las dos grandes figuras que emergen en la ficción de finales del siglo XIX.
Carmilla no es Dracula. El viejo vampiro transilvano (¿viejo? Digamos decrépito, mientas que
Carmilla es siempre joven) es una fuerza desencadenada que no habla. Al comienzo de la novela
de Bram Stoker, Dracula tiene con Jonathan Harker un diálogo. Después calla –le hacen callar,
para ser más específicos–, frente a los largos y enigmáticos diálogos que Carmilla nos expone,
con unos razonamientos ciertamente merecedores de varias lecturas para aclarar la profundidad
de su visión de la vida, si de vida se puede hablar.

Es pertinente preguntarnos el por qué ha perdurado la historia de Le Fanu. Parte de la respuesta
reside en las imágenes tan llenas de vida y en el suspense. Pero gran parte de la respuesta se
encuentra en el hecho de que Le Fanu consiguió hacer lo que nadie antes había conseguido.
Creó un personaje terriblemente maligno que al mismo tiempo se muestra orgulloso y confía en
sus poderes. Y, además, o, sin embargo, el lector siente que Carmilla todavía recuerda las
sensaciones de los humanos, sabe lo que se siente. Tal vez por eso consigue infundir más terror,

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puesto que conoce las debilidades y pasiones humanas. Tal vez en ese sentido la vampira no sea
un monstruo maligno que sale del Averno, sino que sea una representación simbólica de nuestro
más profundo ser, del que nos asustamos y el que negamos que exista. La obra está cargada de
alusiones sexuales y de tensión. Esto hace que se mantenga vivo el interés del lector. Desde
entonces, la mayoría de las historias de vampiros se han visto influidas por “Carmilla” en un
mayor o menor grado.

Al igual que el propio monstruo de Frankenstein, el vampiro no puede morir. Pero en el fondo
de todo este fenómeno lo que subyace es la obsesión de nuestra sociedad con los vampiros.
Hoy, su imagen se ha plasmado en todo lo potencialmente comercial, seriales de radio, libros,
películas, anuncios publicitarios, helados, camisetas, producciones en formato de cómic; desde
la publicidad hasta los dibujos animados, pasando por los best sellers de Anne Rice, e incluso
una exitosa serie de televisión, Buffy, The Vampire Slayer.

El mito del vampiro no puede escapar ya del laberinto en el que la cultura popular lo ha
confinado; y es que en verdad este ser siempre ha estado ahí, oculto, dispuesto a apropiarse de
una nueva forma, a transformarse para así salvaguardar su existencia: él no se ve destruido ni
envejecido por el paso del tiempo; tal vez porque vive fuera de él. Y por ello es un ser inmortal.
El tiempo no le afecta, mutando para adaptarse a cada época. Es, por tanto, uno de los seres más
modernos; su naturaleza metamórfica y adaptable a las circunstancias es lo que le hace ser tan
indestructible; está dispuesto a cambiar para permanecer (David Glover, 1999: 198–199). Sería
preciso un estudio exhaustivo para encontrar una persona que no pueda describir al vampiro y el
mito que le acompaña indefectiblemente, aunque esa persona no haya leído nunca una sólo línea
de Dracula. Probablemente el hombre ha sido quien le ha hecho inmortal al no dejar que
muriese y desapareciese de la imaginación. La folclorista e investigadora Norine Dresser
(American Vampires, 1990: 47) lo situa como parte de nuestro almacén de personajes míticos.

Carmilla Karnstein es distinta a Dracula. Seductora y transgresora no teme en absoluto a la luz
del sol. Se mueve entre muchachas jóvenes, empeñada en una lucha por la supervivencia que
dura ya siglos, contra una muerte a la que nunca se ha resignado (mientras que Dracula es la
muerte misma). Dracula es un vampiro nocturno; Carmilla, como ya hemos visto, es un vampiro
lunar.

Nina Auerbach afirma que los vampiros anteriores a Dracula son criaturas espirituales que
obtienen su vitalidad –al menos parte– de la luna, puesto que: Like the moon, they live
cyclically, dying and renewing themselves with ritual, predictable regularity. A corpse quivering
for life under the moon‟s rays is the central image of mid–century vampire literature (1995: 25).

El mismo Dracula renovaba su poder durante la noche encontrándose atrapado durante la luz del
día en su forma física. La literatura decimonónica produjo una serie de vampiros que parecían
trascender lo físico en favor de lo etéreo; fue con la llegada del cine cuando el vampiro se vio
definido por su forma física. El paso de la recarga nocturna a la destrucción por medio de la luz
del sol sobrevino de manera más notable con el Nosferatu (1922) de Murnau, donde se sugiere
que los vampiros podrían ser destruidos durante el día. A medida que el sol sale, el conde
Orlock simplemente se desvanece y se convierte en nada. Desde entonces, los peligros de la luz
del sol permanecieron como una característica consistente del vampiro, siendo adoptada en la
mayoría de las producciones cinematográficas y literarias como una amenaza al vampiro –si no
el método primario de destrucción.

El vampiro parece revivir bajo los rayos lunares. Entre los antiguos indoeuropeos, el cielo era en
sí un Dios ordenador, paternal, supremo. Con respecto al sol, los mismos pueblos de la Europa
lo consideraron como una divinidad de primer orden. En los rituales, este astro está asociado
con ideas como las de fuerza, belleza, vigor, la vida en suma. Pero frente a los valores sensuales,
emocionales y religiosos en última instancia que se asocian al firmamento azul, al sol, al día (y
formando como un sistema de contrarios) están los que se asocian con la luna y con la noche

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mismas. El sol es el principio de la vida. La luna, a la que con máxima frecuencia se considera
como de sexo femenino, es la que, por su parte, preside la noche y la que ampara a los muertos.
Las ideas de luna, mes y muerte están relacionadas en más de una lengua y no sólo en las
indoeuropeas. La luna es la mediadora por excelencia, la que sirve para regular las acciones de
los hombres, pero no la que da fuerza a sus actos, sino que su luz es fría e indirecta, muerta.

Durante el día fluye, pues, la vida de los hombres. Durante la noche éstos han considerado que
la vida se paralizaba, que la muerte tenía su imperio: la muerte y la noche se asocian con el mal,
con lo que es contrario al desarrollo de la vida normal. La noche es temible y terrible. Durante la
noche se creía y se cree también que aparecen las almas de los difuntos. Entonces, asimismo, se
decía que salían de las cavernas los espíritus que normalmente residían en otro elemento con el
que hemos de contar: la tierra. La tierra en sí se asocia con la creencia en seres que viven debajo
de ella, en lo que se ha llamado los infiernos. Así, la sangre, el sustento de los vampiros, es la
base de la menstruación y del nacimiento. La noche, cuando los vampiros viven, está gobernada
por el ciclo lunar de 28 días, que corresponde al ciclo menstrual de las mujeres. Lo que es más,
los vampiros están conectados con la tierra, vuelven a su tumba de día y siempre necesitan tierra
de su lugar natal (Dracula la llevó desde Transilvania hasta Inglaterra). La visión tan común de
la tierra como una entidad femenina es bien conocida, considerada ésta como la madre de todos
nosotros.

¿Son los vampiros unos muertos que chupan la sangre y que recorren el mundo o son la
representación física de los deseos prohibidos de la mente de los mortales? Lo que una persona
percibe como prohibido y maligno constituye el núcleo de las características del vampirismo.
Tememos lo que no conocemos, envidiamos lo que no podemos tener y tememos a aquellos que
pueden hacer lo que nos gustaría hacer a nosotros, pero no podemos. El vampiro representa todo
eso. Sus deseos son en gran medida los nuestros propios. Nuestros pensamientos más internos,
nuestros sueños, son los que tiene el no-muerto. ¿A quien no le gustaría tener la libertad de la
que él dispone? Aunque, ¿cómo podemos hablar de libertad cuando estamos ante un ser
condenado a vagar eternamente por la oscuridad?

La autonomía –o supuesta autonomía– que presenta implica la doble vertiente, la doble vida que
lleva, a caballo entre el mundo de la realidad y el de los sueños y la fantasía. Esta vacilación
entre los dos contextos es la que favorece su carácter mítico y su dualidad interna: por una parte
se ve obligado a la tarea eterna de tentar a los humanos para que sean como él (aspecto que
contiene indudablemente rasgos asimilables a Peter Pan; por la otra, una fracción de su yo
escindido desearía establecerse en el mundo confortable de la sociedad, aunque ello implique
abandonar el estado de la eterna juventud.

Aunque el vampirismo como motivo cultural rebasa cualquier justificación, sí que ha habido
algunos intentos de razonar y encontrar una cierta justificación al ansia de beber sangre. Existe,
por ejemplo, la enfermedad de la porfiria, que en determinados casos causa una marcada
deficiencia del hierro en los glóbulos de la sangre. Esto hace que la persona que la sufre sienta
una fuerte tendencia a la sangre ajena porque necesita las porfirinas que el hierro tiene. Los
síntomas suelen incluir la hipersensibilidad a la luz, afección anémica, alteraciones cutáneas,
dolores abdominales, malformaciones y hemorragias en los dientes y en las encías (las cuales se
retraen haciendo creer que los colmillos son más prominentes), y la aversión al ajo se produce
porque las sustancias que este condimento contiene destruyen los glóbulos rojos. Estudios
científicos han demostrado que la administración de sustancias derivadas de la sangre puede
ayudar a curar algunos de estos síntomas, en especial el dolor, y este podría ser el motivo por el
que algunos enfermos hubieran podido alimentarse instintivamente de sangre. Así pues no sería
de extrañar que en la Edad Media, que es la época en la que empiezan la mayor parte de las
características que definen al vampiro tal y como lo conocemos hoy en día, la gente se asustara
al ver unos seres pálidos que salían de noche, con una dentadura muy extraña y bebían sangre de
animales.


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Otra teoría que se puede desvelar sobre el vampirismo es la referente a la religión, que
representó un papel importante a la hora de calificar ciertos actos como impuros y
contranaturales. La religión ha restringido la mente humana al no permitirle pensar de forma
abierta sin tener sentimientos de culpa. Nuestra mente se interroga sobre todo y el vampiro fue
creado para hacer todas las cosas que deseábamos poder hacer. Los que no siguieron a la Iglesia,
fueron tachados de impuros y malignos; por tanto, esos eran y son los vampiros. El revenant se
alimenta de nosotros de la misma forma que nuestros deseos prohibidos se alimentan de
nosotros. Cada aspecto suyo es un aspecto de nosotros.

No obstante, un nuevo vampiro no siempre nace a raíz de la acción de otro, como los de Stoker
o el de Le Fanu. Muchas culturas creen que una persona que se suicida está destinada a
convertirse en un no-muerto (práctica ésta de decidir voluntariamente el momento de traspasar
el umbral de la vida y la muerte que en tiempos de Grecia y Roma había gozado de una
exquisita consideración y respeto). Le Fanu, por boca del barón Vordenburg, expresa esta
creencia en la unión entre el suicidio y el vampirismo: “‟A suicide... becomes a vampire‟” (Le
Fanu, 1992: 338). De hecho, fue en 1824 cuando Inglaterra prohibió la práctica de atravesar
estacas en los corazones de los que se suicidaban, ley que había sido promulgada bastantes años
antes, en plena era de histerismo acerca de los muertos resucitados que dedicaban su nueva vida
a morder a los demás. Se sabe que Stoker nació en Clontarf, barrio dublinés próximo al
cementerio de Ballybough, el único lugar donde la Iglesia permitía sepultar a los católicos
suicidas. Según describe Jordi Soler (2004: 33) los familiares de estos muertos que eran
desprovistos de su derecho a sepultura creían que clavándoles una estaca en el corazón evitaban
que su alma vagara eternamente.

El suicidio es uno de los actos universalmente asociados con el vampirismo; y no es ajeno el
hecho de que quitarse la vida sea considerado un pecado por la tradición judeo–cristiana. En
culturas tan variadas como en Rusia, Rumania, África o China, el suicidio era considerado como
el camino individual hacia el vampirismo. Para los judíos, cristianos y la cultura árabe, el
suicidio ha sido considerado tradicionalmente un pecado. El suicidio estaba clasificado dentro
de las acciones antisociales que una persona podía cometer y que conducían al vampirismo. La
comunidad, en respuesta, mostraba su desaprobación en cuanto al tratamiento que daba al
cadáver del suicida. Normalmente se le negaba la cristiana sepultura y se consideraba que su
alma permanecería fuera del reino de la salvación puesto que esa persona había cometido un
pecado mortal al abandonar este mundo sin la confesión y el perdón previo a la muerte. Los que
se suicidaban eran enterrados en los cruces de caminos (un signo de la cruz formado por la
confluencia de los caminos) o a una cierta distancia de su residencia. El cadáver podía incluso
ser lanzado a un río para que la corriente lo arrastrase. Los que se suicidaban morían dejando
asuntos sin terminar bien con parientes o amigos cercanos. Esos cadáveres podrían visitar a los
vivos en sus sueños y como apariciones. Los muertos podrían convertirse en vampiros y
entonces sí que había que tomar ciertas medidas contra ellos.

El séptimo hijo, y el séptimo hijo de un séptimo hijo también es considerado como un candidato
a vampiro en algunas culturas (Mugorci, 1998: 20). Un ejemplo más del número siete,
conectado por otro lado con la idea del dragón, y, por tanto, del diablo, se encuentra en la
siguiente cita: “Apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón de color de fuego, que tenía
siete cabezas y diez cuernos, y sobre las cabezas siete coronas” (Apocalipsis, 12: 3). El dragón
es la encarnación del Mal, del demonio, de la tentación (Florescu & Mcnally, 1973: 176). Las
siete cabezas simbolizan los siete pecados capitales: orgullo, envidia, ira, pereza, avaricia, gula
y lujuria. Se le considera como el signo del caos, de las fuerzas indómitas que sólo Cristo pudo
eliminar definitivamente. Todo esto conduce de nuevo al concepto de la Iglesia y del Mal, de
una forma u otra.

La Iglesia Cristiana aceptó a los vampiros como verdaderos, usando las leyendas como una
forma para reforzar a sus miembros. La creencia de que los vampiros retroceden amedrentados
ante la Cruz o el agua sagrada evidencia esta afirmación, así como el hecho de relacionar a los

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vampiros con las sombras y con la noche (Kaplan, 1984b: 141–2). Respecto al agua,
recordemos que este líquido es considerado como un agente de limpieza, de purificación no sólo
física, sino también espiritual. Masters afirma que una costumbre consistía en “arrojar agua o
aceite hirviendo en el sepulcro” (1974: 64). En la Biblia, el agua es limpiadora de pecado y no
es extraño que se pensase que con ella se debía rociar al ser de las tinieblas, con lo que su
destrucción al mismo tiempo que su purificación estarían aseguradas.

Un mito griego cuenta que la gente cuyo color de cabello es rojo o pelirrojo son también
candidatos a ser chupasangres. Es significativo que en el antiguo Egipto, los sacrificios
humanos fueran ofrecidos en la tumba de Osiris, y las víctimas eran hombres con el pelo de
color rojo que eran incinerados, esparciendo sus cenizas. Este ritual servía para fertilizar los
campos y producir una cosecha abundante, ya que el pelo rojo simbolizaba la dorada riqueza del
maíz. También en la creencia Cristiana Judas Iscariote era pelirrojo (Hurwood, 1981: 10).

Muchas culturas alrededor del mundo valoran el corazón y el cerebro como los órganos vitales
del cuerpo; en algunas primitivas, los guerreros se comen el corazón y / o el cerebro de su
víctima, en la creencia que así serían más fuertes que él. Para los egipcios, el corazón era el
asentamiento de la conciencia, de ahí que fuera la única entraña que los egipcios dejaban en el
interior de la momia, como órgano necesario para la eternidad; y para las brujas egipcias, el
cerebro era la residencia del espíritu humano. Al atravesar una estaca en el pecho del vampiro se
destroza su corazón. Al decapitarlo, se separa la cabeza del cerebro y de los ojos. Con estos dos
métodos, se asegura que el espíritu del vampiro no seguirá viviendo. Se sabe que cortar y
separar la cabeza para destruirlo era común en Alemania y el este de Europa. El clavar a los
vampiros en los cruces de caminos se refiere a la práctica europea en la que los criminales eran
atravesados por el corazón en las encrucijadas, de forma que los que circularan vieran que el
castigo llegaba a todos (Kaplan, 1984b: 143–4).

Si las leyendas se originaron en la imaginación, o vienen de historias de un rey cruel, o personas
enfermas de una extraña enfermedad, lo que sí es cierto es que siempre habrá una gran
fascinación por este estilo de vida. La gente continúa sintiendo una fijación por las criaturas de
la oscuridad, misteriosas, siniestras e incluso sexys, que pueblan las historias. Las tradiciones
que prevalecen y las que se han perdido en el tiempo siempre nos recordarán la gran
imaginación de autores y creyentes en los tiempos en los que los vampiros cazaban a los
humanos.

Un ser que vuelve del mundo de los muertos para molestar –y asustar– a los vivos es una
imagen que ha proliferado en todo el planeta, en todas las culturas y sociedades. El miedo a que
un fallecido regrese de la tumba, ya sea físicamente, en forma de espíritu o bajo cualquier otra
manifestación, ha sido y es un temor generalizado. Respecto a la sangre es éste un tema del que
el hombre, desde los albores de su deambular, se dio perfecta cuenta de su importancia y
vitalidad; esta idea llevó a considerar en un tiempo que incluso los muertos la ansiaban.

El vampiro posee un potencial casi interminable de formas de actuar, mientras que otros
monstruos se encuentran limitados a ciertos aspectos. Es esta variedad casi sin fin lo que ha
hecho al vampiro tan popular. El estudio del folclore relativo al vampiro puede ayudarnos a
descubrir nuevas, numerosas y desconocidas facetas del pensamiento de aquel o aquellos que lo
tienen entre sus ideas. Pero no es menos cierto que, desgraciadamente, dicho folclore está
bastante contaminado si atendemos a sus orígenes, creencias y supersticiones primigenias,
debido en gran parte a las incursiones que la literatura de ficción y sobre todo el cine, han hecho
en este campo.

Para este análisis que nos proponemos realizar aquí, acudiremos a los tratados de la época, el
cine, la literatura, y por supuesto, la Biblia. Este último libro debe ser tenido en cuenta no sólo
por su fundamentación acerca de la tradición judeo–cristiana que impregna la sociedad en la que
vivimos, sino que además, en su momento constituyó uno de los elementos más poderosos que

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usaban las gentes para intentar comprender, destruir y erradicar al vampiro. Pero una vez más,
veremos cómo el uso que se dio de la Biblia no fue el correcto. Como bien apuntan Noelia
Indurain y Óscar Urbiola en su libro Vampiros, el mito de los no muertos (2000), las
interpretaciones y deducciones que los habitantes de las aldeas infectadas por el vampirismo
hacían, provenían sobremanera de las interpretaciones hechas por el párroco local, ya que hasta
que Lutero tradujo la Biblia al alemán en el siglo XVI, el acceso que tenía en general la
población a la Biblia era muy reducido.

El campo del vampirismo es complejo y misterioso. Hay muchos aspectos dentro de fenómeno,
y se requerirían varios libros para explorarlos totalmente. Un aspecto del vampirismo que choca
con la realidad es el hecho de que se encuentre entre los vivos, compartiendo los beneficios y
desventajas de la existencia física en este plano, a pesar de no ser humanos. Cada uno de
nosotros tiene la capacidad de comunicarse con el mundo físico por medio de su cuerpo.
Carmilla es una persona con una extraordinaria capacidad para absorber, canalizar, transformar
y manipular la energía vital: “She used to gloat on me with increasing ardour the more my
strength and spirits waned” (Le Fanu, 1992: 307). Laura se siente desconcertada: ¿por qué
Carmilla siempre aparece al caer la tarde? ¿Por qué se niega a comer? Laura sabe que ciertos
sucesos extraños están ocurriendo a su alrededor, que se está fraguando un acontecimiento
terrible. Cuando descubre que Carmilla, su amiga, es una criatura undead que se alimenta de
sangre humana, es demasiado tarde.

Mediante el folclore y de la literatura, se ha asumido que los vampiros precisan energía vital. Al
principio de su libro, Masters (1974) afirma que la fuerza psíquica y las ideas son la vida de la
mente. Curiosamente, se sobreentiende que los vampiros chupan la sangre; sin embargo, en la
obra de Le Fanu, como en tantas otras, este hecho nunca se describe de forma explícita. Las
víctimas van desfalleciendo y su vida va debilitándose, apagándose paulatinamente: my energies
seemed to fail me. Her murmured words sounded like a lullaby in my ear, and soothed my
resistance into a trance, from which I only seemed to recover myself when she withdrew her
arms (292). I had grown pale, my eyes were dilated and darkened underneath, and the languor
which I had long felt began to display itself in my countenance (308).

Es curioso destacar que las antiguas ideas relativas a la fisonomía del amante idealizado no
difieren mucho de las marcas distintivas del vampiro. La antigua creencia presenta a estos seres
eróticos caracterizados por una figura delgada, dientes blancos y bien alineados, abundante pelo,
una voz, un aire y una expresión todas ellas características, e incluso un olor especial. Mientras
la víctima se empequeñece y se vacía, el victimizador se fortalece y la persona vampirizada no
tiene fuerzas para librarse. Queda a merced del ser victimario en una actitud pasiva.

El vampiro actúa cruelmente, con una absoluta falta de consideración hacia sus víctimas; actúa
solamente según su propia conveniencia. Además, la transformación como resultado de haber
sido mordido por un ser tal representa la plasmación final de su estrategia reproductiva,
estrategia que no consiguió poner en práctica Frankenstein. Los que les rodean presuponen que
algún espíritu maligno debe estar actuando y quitándoles la sangre. Saben que la Biblia dice que
la sangre es la vida (Deuteronomio, 12: 23), y deducen que cualquier persona que pierda su
fuerza vital debe estar perdiendo sangre. De hecho, en el caso de “Carmilla” no se observa
claramente ningún ataque físico, sino que más bien es de tipo sexual, intentando intercambiar
una energía que, sabido es por todos, es más poderosa. Se presupone que Bertha y Laura son
vírgenes, lo que desde el punto de vista de la Mitocrítica conlleva la idea de una fuerza vital
muy poderosa.

Recordemos que la sangre fresca y joven es la mejor fuente conocida de energía vital: “‟She
wants blood, and blood she must have or die‟” (Stoker, 1989: 121). Los seres humanos han
promovido el ingerir sangre por muchas razones a lo largo de la historia. Sin embargo, es raro
que un vampiro sólo absorba energía de una única forma. La forma de sustento de los vampiros
varía según el folclore. Así, el ubour de Bulgaria sólo consume comida normal. La tradición

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vampírica encontrada en las provincias búlgaras afirma que el difunto no es un cadáver poseído
por un demonio, sino el alma de quien se revela ante el principio inevitable de la muerte
corpórea. Otro ejemplo es el ekimmu de Babilonia y de Asiria, que era un difunto que no
encontraba reposo en la vida de ultratumba y volvía para robar las almas. Los muertos de los
gitanos vuelven a su casa para reclamar una comida. La sangre, por tanto, no es siempre
absolutamente vital para los vampiros. Los monstruos búlgaros beben sangre sólo cuando la
comida escasea.

Físicamente, desde un punto de vista bioquímico, Carmilla es un ser nocturno. De hecho, tiene
problemas para adaptarse a los horarios diurnos. Evita la luz solar y su vitalidad oscila
ostensiblemente: puede aparecer tremendamente vigorosa y activa un día para pasar a mostrarse
deprimida y lánguida el siguiente: “She used to come down very late, generally not till one
o'clock... and she seemed, almost immediately, exhausted... This was a bodily languor” (293).
Pero esto no indica que no pueda soportar la luz del sol, ni que la rechace. El folclore no fue el
origen de esta creencia, ni siquiera Dracula. De hecho, Dracula puede caminar por las calles de
Londres a la luz del sol, es un ser más, desprovisto de sus poderes sobrenaturales, pero no
imposibilitado por la presencia del astro. El rechazo a la luz solar es una invención
cinematográfica de Murnau explotada hasta la saciedad en las producciones posteriores. Stoker
nunca pretendió que su héroe fuese una criatura sólo de la noche. Eso lo divulgó Hollywood,
que hizo lo propio con la falsa muerte del conde con el corazón atravesado por una estaca,
cuando en la novela no hay nada de eso. Dracula muere cuando Jonathan Harker le secciona el
cuello, al mismo tiempo que su compañero Morris le hunde en el corazón un cuchillo
(Twitchell, 1985: 106).

Emocional y temperamentalmente, Carmilla es impredecible. La característica que mejor
distingue a Carmilla en oposición a la gente que la rodea y en especial con respecto a Laura, es
su intensidad. Sus emociones son profundas, poderosas. Carmilla es una esponja que absorbe las
vibraciones y la energía de los que la rodean, con la consecuente inestabilidad emocional que se
produce, si bien es cierto que a veces la víctima tarda bastante tiempo en darse cuenta del hecho,
tiempo que aprovecha el ser destructor para cumplir su propósito, su misión.

Es posible pensar que Carmilla no pretenda poblar el universo de vampiros, sino que pretenda
encontrar una solución a su enfermedad, ya sea temporal o eterna (y el amor puede ser una
solución). Carmilla sólo destruye cuando no acepta su realidad, la verdad de su existencia o
cuando decide exponer abiertamente y de forma siniestra los poderes que su estado le
proporcionan. En cierta forma, el vampirismo psíquico fue entronizado en las antiguas culturas
como terapia. En la antigua Roma se colocaban juntos a enfermos y sanos, jóvenes y viejos para
que los ancianos convalecientes pudieran extraer la energía necesaria para seguir viviendo.
Galeno, junto con Hipócrates, el médico más importante de la Antigüedad, recomendó de modo
expreso este método.

Otro elemento atrayente del vampiro es su poder, su dominación expresado de forma sublime en
el ataque hacia su víctima. Clavar sus colmillos en un ser inferior a él supone su mayor
aspiración, como símbolo de su supremacía. No sólo domina ciertos anhelos humanos, sino que,
además, los utiliza, sabedor de que sus adversarios están en desventaja. Disfruta con su agonía,
con la súplica traducida en el progresivo debilitamiento de su víctima: “‟a man who has
centuries before him can afford to wait and to go slow. Festina lente may well be his motto‟”
(Stoker, 1989: 302). Carmilla es una criatura nocturna y, por tanto, tiene que adaptarse a su
entorno. El vampiro ama la noche, la ama con cada uno de sus sentidos –con los ojos que la ven,
con el sentido del olfato al notarla, al respirarla, con sus oídos al escuchar su silencio, con su
todo su cuerpo sintiendo el roce suave de su oscuridad; está cansado de la luz del sol, de la luz
del día. Pero cuando el sol se oculta, un extraño placer invade su cuerpo: “for at sun–down the
Un–Dead can move” (Stoker, 1989: 209). Se levanta, vuelve a la vida. A medida que la
oscuridad va espesándose, se siente una persona diferente, un ser diferente –más joven, más
fuerte, más vital.

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Por otro lado, en “Carmilla” se advierte una unión entre el vampiro y su habilidad para
transformarse, en concreto en un animal: “She was at first visited by appalling dreams; then, as
she fancied, by a spectre, sometimes resembling Millarca, sometimes in the shape of a beast,
indistinctly seen” (326). Pero los vampiros pueden adquirir otras formas, como las del supuesto
hijo de un sultán, en un cuento que forma parte de los dos que dan forma al famoso compendio
de historias y cuentos de origen persa, árabe, hindú y egipcio recopilados durante siglos y hecha
en El Cairo a mediados del siglo XV llamado Alf Leila wa Leila (Las mil y una noches). En la
historia contada en la novecientas cuadragésima noche al sultán Balbars por el sexto capitán de
policía, llamada “Honor de vampiro”, se presenta la crueldad, el ingenio y la frescura de las
leyendas populares no sólo en lo que se refiere al universo árabe. Mucho de lo que se cuenta ha
de verse como una apología de la astucia femenina, unido a una crueldad exacerbada, la del
vampiro, que resulta una representación del Mal en mayúsculas. Este engendro es clarividente,
puede transformarse en el ser humano que estime conveniente o en cualquier animal, se
alimenta de los cuerpos y la sangre de los hombres y mujeres y su tarea principal es sembrar el
mal por toda la zona donde se encuentra, al actuar como una especie de demonio. Esto no
impide que pueda ser combatido con astucia.

El que el vampiro pueda trasformarse en cualquier animal no es algo aislado, si bien tampoco es
algo totalmente común. Es mucho más curioso que se pensara que aquellos cadáveres sobre los
que un gato o cualquier animal pase pueden convertirse en revenants. (Mugorci, 1998: 20).
También prevalece en China donde nunca se le permite a un gato entrar en una habitación donde
se encuentre un cadáver puesto que el cuerpo todavía contiene su alma, pudiendo el muerto
convertirse en un vampiro. Los pueblos eslavos, Inglaterra y muchos distritos de Francia creían
firmemente que las brujas se convertían en gatos (no queremos caer en una asociación
maniquea, pero Carmilla también se transforma en gato; ciertas tribus de la India tienen entre su
demonología un gato vampiro, Chordewa, una bruja que es capaz de transformar su alma en un
gato negro visitando las casas de los enfermos y moribundos (Fred Botting, 1996: 144–5).

En cuanto a su fuerza, históricamente se pensaba que eran seres débiles puesto que atacaban a
víctimas más bien débiles, véase el caso de Bertha y Laura. Sin embargo, debemos traer a
colación aquí la escena en la que he struck at her with all his force, but she dived under his
blow, and... caught him in her tiny grasp by the wrist. He struggled for a moment to release his
arm, but his hand opened, the axe fell to the ground (332). Al final de la historia, el barón
Vordenburg nos relata por boca de Laura que: “'One sign of the vampire is the power of the
hand'” (339), palabras corroboradas por Van Helsing, al informar a sus oyentes de que el
vampiro: “‟being stronger, have yet more power to work evil. This vampire which is amongst us
is of himself so strong in person as twenty men‟” (237). Más reveladoras aún son las palabras de
Jonathan al referirse a los primeros instantes con Dracula, comparando su fuerza con la que
previamente había notado en el cochero (este dato de similitud le lleva a Harker a pensar que
cochero y conde son la misma persona; así a propósito del cochero, referirá: “Then I descended
from the side of the coach... the driver helping me with a hand which caught my arm in a grip of
steel; his strength must have been prodigious” (10), mientras que reflexionando sobre Dracula,
Jonathan escribe: The strength of the handshake was so much akin to that which I had noticed in
the driver, whose face I had not seen, that for a moment I doubted if it were not the same person
to whom I was speaking (16).

Noël Carroll: Frequently, in such cases, the horrific being is surrounded by objects that we
antecedently take to be objects of disgust / or phobia (1990: 51). Estos “objetos” bien podrían
ser las ratas que encuentra el grupo cazador en Carfax, el aullido de la jauría de lobos... Una de
las innovaciones que incluirá la literatura será la de asociar de forma visual el vampiro con los
murciélagos (recordemos que en Nosferatu fue con las ratas). He aquí uno de los orígenes de
esta asociación si bien James Malcolm Rymer que escribió Varney The Vampyre, or the Feast
of Blood en 1847 ya había apuntado tal posibilidad. Sería Stoker el que estableciera de forma
más evidente la posibilidad de que el no-muerto se pudiera transformar en esos animales

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(Carmilla lo hizo en gato), al igual que en niebla o en lobo, animal este último ligado al diablo
por la tradición. Parafraseando a Jones (1991), sin duda, el lobo posee una profunda simbología.
Pero son sus cualidades tales como la rapidez de movimientos, la insaciable ansia de sangre, la
crueldad, un ataque que se caracteriza por una mezcla de audacia y astucia, la ferocidad, su
aspecto inquietante... todas estas cualidades son, como decimos, lo que permite entrever las
asociaciones con la noche, la muerte y los muertos (en las religiones antiguas el aullido del lobo
era considerado presagio de muerte). (Félix Oinas, 1998: 52).

Por ejemplo, durante la persecución y seducción de Lucy, el conde Dracula suele aparecer
disfrazado bajo la forma de un gran murciélago que revolotea en su ventana. Esta multiplicidad
de identidades es una innovación propia de Stoker si atendemos a la tradición (Peter
Haining,1987: 54). La asociación del vampiro con el murciélago no es un hecho que deba
dejarse de lado; en el Levítico y en el Deuteronomio podemos encontrar cómo el murciélago es
considerado como un animal inmundo; además, la asociación de un ser nocturno con otro cuya
actividad principal se desarrolla durante el sueño es patente. Forman parte de las criaturas que
han superado la fuerza de la gravedad, lo cual las convierte en seres mucho más ágiles que los
hombres. Por si esto no fuese suficiente, su vuelo silencioso recuerda a los espíritus y demonios.
Además, ciertos tipos de murciélagos se alimentan de la sangre de algunos animales. Por último,
no podemos dejar pasar las capacidades tan excelentes que tiene el murciélago para acechar por
la noche sin ser visto; un animal que al igual que el vampiro, atacaba a su víctima de noche,
siendo su presencia casi imperceptible, al menos, a priori. Y el periodo nocturno también se
asocia con la actividad sexual. Y desde el punto de vista religioso, el murciélago se asocia con
la oscuridad, con el color negro, antítesis del Dios Padre, representado con una barba blanca –
símbolo de sabiduría (los Reyes Magos, por ejemplo), rodeado de luz.

Pero el hecho de que el vampiro pueda convertirse en una rata no es arbitrario. Thompson
(1958) profundiza en su estudio del motivo cultural de la rata. Al asociar al vampiro con este
roedor, estamos asociándolo, además, con la peste bubónica que este animal propagó en la Edad
Media; asimismo, siguiendo a Cirlot (1998), este animal fue la deidad maléfica de esta plaga en
Egipto y China. La rata –sigue argumentando el autor del Diccionario de Símbolos– se halla en
estrecha relación con la enfermedad y la muerte. Una rata, pues, parece ser un emblema muy
apto para una enfermedad como Van Helsing considera al vampirismo. Teniendo en cuenta que
el vampiro siempre acaba muerto, el símbolo adquiere un significado más irrevocable: su suerte
está echada, del mismo modo en que la rata terminaba sucumbiendo a la epidemia que le había
tocado transmitir. Cirlot percibe un significado aún más oscuro en la rata: se le superpone un
significado fálico, en su aspecto peligroso y repugnante. Muy apropiada parece esta
interpretación, si recordamos que el contagio del vampirismo se produjo mediante los dientes,
símbolos asimismo fálicos.

Los principales compañeros de Dracula y las formas alternativas que éste puede adoptar –ratas,
lobos, murciélagos– han sido asociados tradicionalmente con la enfermedad. Hay que tener en
cuenta que la capacidad del hombre para metamorfosearse en animal es una facultad que se
atribuía a los dioses y a los héroes mitológicos, así como a los hechiceros y a los iniciados. Sin
duda se encuadran todos estos datos apuntados entre los grandes aciertos técnicos de Stoker. En
su personaje el autor hace confluir dos tradiciones: el vampiro literario y el folclórico. Carencia
de sombra, ausencia de reflejo en los espejos, ser intelectual en cuanto que maquina
metódicamente sus fechorías, requisito previo de invitación para acceder a una morada, dieta
alimenticia exclusivamente basándose en sangre (aquí difiere del vampiro folclórico que podía
incluso devorar cual antropófago a sus congéneres), mordedura en el cuello (frente a Carmilla,
por ejemplo, que lo hace en el pecho), fuerza desmedida tanto física como mental, necesidad de
reposar sobre su tierra natal, posibilidad de ocultar sus colmillos, posibilidad de
metamorfosearse en animales o en accidentes climatológicos, todos estos son atributos suyos.

Psicoanalíticamente, la imagen del vampiro es tan popular porque representa una condensación
completa de los problemas e indecisiones de la adolescencia. Las jóvenes, Bertha y Laura,

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tienen que enfrentarse por primera vez a los sentimientos de energía sexual y de hostilidad, y la
imagen del vampiro representa estas situaciones, por medio del hecho de chupar la sangre y de
su acoso a las víctimas. La imagen del vampiro, especialmente Carmilla, es atrayente porque es
horripilante. El verdadero horror se produce cuando nos vemos inmersos de forma inesperada en
lo infinito. Carmilla parece infinita por su poder, y los personajes de la historia, así como los
lectores, tienen que enfrentarse a ese poder infinito. La figura de Carmilla funciona como
representación de un símbolo del mal. El vampiro es una ventana fascinante hacia lo prohibido,
hacia los sentimientos reprimidos y los actos mezclados con el sentimiento de culpa y de temor,
una ventana que permite abrir los deseos secretos de cada uno para que sean públicos y
liberados (Waller, 1986: 4).

Pero pasemos ahora a analizar otro aspecto no menos importante del vampirismo, que se nos
presenta en “Carmilla” y que entronca directamente con la visión de la sociedad, y la visión que
la sociedad tenía de este fenómeno. Acerca de la creencia que la gente tenía sobre la existencia
de los vampiros, debemos preguntarnos si había evidencias irrefutables de que tales creencias
estaban basadas en o reflejaban una realidad. Podríamos pensar que si tales creencias no fuesen
verdaderas (si lo fuesen, creer en ellas es más que obvio y justificado), es obligado colegir que
aquel que no creyese en ellas, se vería apartado de la sociedad o grupo al que pertenece y en el
que vive. Es decir, es posible que el sentimiento colectivo se impusiese al personal. Por tanto, la
gente que asistía a la exhumación de un cadáver podría clasificarse en tres grupos:
- Los que creían firmemente en los vampiros; se supone que este grupo era la mayoría.
- Los que no creían pero necesitaban ver para creer.
- Los incrédulos.
Es decir, en los relatos de vampiros que nos han llegado hasta nosotros, es difícil substraer la
parte de realidad de la aparentemente percibida como tal por los asistentes convencidos de lo
que ven, sin cuestionarse sobre la realidad, la idoneidad de su actuación o el carácter crítico del
proceso en su conjunto. El que no participaba de esta creencia podía ser considerado enemigo.

¿Qué esperaba conseguir la gente que exigía la caza de vampiros y / o cooperaba con ella? Una
vez hecha la acusación, se creaba un complicado entramado social: se supone que los
acusadores creían poder demostrar como mínimo cuál era la fuente de sus males y en el mejor
de los casos recuperar el control destruyendo al supuesto vampiro y anular el efecto de su
maldición. Pero para que los vecinos reaccionaran de este modo, era necesario que creyeran en
la existencia real de la magia negra, del vampirismo. La tradición hace que la sociedad
considere al no-muerto como un chivo expiatorio de su (s) mal (es), y así, se deshacen de su
lastre. Los vampiros eran el sacrifico idóneo, pues simbolizaban el mal, y, por tanto, eran el
cabeza de turco que la sociedad elegía cuando necesitaba uno y por si fuera poco, sin capacidad
de defensa (Masters, 1974: 21).

Pero además, no debemos dejar de lado la cuestión de quién promovía la idea del cabeza de
turco. En el medievo, la figura el sacerdote como representante de la Iglesia tenía un poder y
valor hoy perdidos. Él era el representante de Dios en la tierra y tenía que justificar que los
males que azotaban sus parroquianos no provenían de Dios, sino del diablo, y el vampiro era la
plasmación de ese ser indeseable. Y el sacrificio debe ser irreversible: a una persona ya muerta
se le corta la cabeza y se le incinera para que la ejecución sea definitiva. Los motivos aducidos
van desde las desgracias personales, los desastres naturales o las enfermedades hasta las
desapariciones pasando por situaciones de insatisfacción varias. Y enfermedades (como la
anemia perniciosa o la porfiria), desapariciones, y muertes de difícil explicación se han cargado
desde antiguo en la cuenta de los muertos que, ansiosos de sangre, regresan del más allá. Los
tiempos difíciles, debido a las crisis políticas, religiosas o económicas, eran el telón de fondo.

En el libro American Vampires (1990), su autora, Norine Dresser, analiza la enfermedad de la
porfiria y sus síntomas que podrían haber estado detrás de los mitos vampíricos. También
estudia el impacto que tuvo en enfermos afectados de porfiria tras un estudio realizado por un
químico, el Dr. David Dolphin en 1985, en el que realizó varias hipótesis acerca de la unión

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entre la enfermedad y esos mitos vampíricos. El libro también se refiere a la tuberculosis:
debido a ser tan contagiosa, era normal que varios miembros de una familia la contrajeran
(especialmente en los días en los que la gente, con nulas condiciones higiénicas, no tenían una
alimentación sana). La primera persona que fallecía víctima de la enfermedad era acusada
normalmente de ser un vampiro que volvía para cebarse con los que aun permanecían y
debilitarlos. American Vampires también estudia algunos casos que ocurrieron en Nueva
Inglaterra. En algunos de estos casos, la gente desenterró a sus parientes, los descuartizó y
quemó sus corazones. La destrucción del vampiro es la forma de librarse de estos seres –y por
ende de las terribles consecuencias que acarrean– no deseados, siguiendo un cierto ritual más o
menos sistemático.

A su vez, la implicación de toda la sociedad en su conjunto en tan hercúlea tarea imprime un
nexo de unión. Por un lado los refuerza en su creencia de estar obrando según lo correcto, de
hacer el bien tanto al muerto como a ellos mismos y librarse del maligno.

En “Carmilla” (como en Dracula y otros tantos relatos) esta costumbre, contrariamente a lo que
pudiera pensarse, no se ve llevada a cabo por la sociedad rural más empobrecida, sino por la
clase media. La visión de la destrucción del vampiro responde a la satisfacción de los miembros
(masculinos) de la sociedad. Podría argumentarse que existió una persecución por razón del
sexo (lo que es imposible de documentar pero fácil de suponer), sin negar la influencia de las
circunstancias de la agitación religiosa, nueva mentalidad, conquista del mundo, el capitalismo.
Lo que es cierto es que la sociedad europea se volvió contra sus propios seres queridos.

Cuando la sociedad en general y los hombres en particular se sienten presionados, a menudo se
revelan contra las mujeres y / o ciertos grupos sociales (recordemos que hasta la llegada de
Carmilla, Dracula o Lord Ruthven el vampiro había sido un ser socialmente desprestigiado, y
siempre los aristócratas habían promovido este tipo de cacerías, siempre dirigidas contra los que
estaban por debajo). La intolerancia pasó a formar parte del carácter de la sociedad. Es
penosamente irónico que parte del incremento de la violencia contra las vampiras, contra
Carmilla, Millarca y Mircalla sea en cierto sentido una reacción a la respuesta de las mujeres a
las nuevas realidades sociales de su época. A este respecto, recordemos que “Carmilla” aparece
hacia finales del siglo XIX, dentro de la sociedad victoriana, con todo lo que conlleva de
represión y de doble fachada, y a su vez a un paso de la revolución histórica femenina.

La destrucción de un ser indefenso ante un público ciertamente multitudinario y representativo
de la sociedad donde tiene lugar este acto demuestra que más que la sed de sangre, lo que
pervive es el deseo de la Iglesia y el Estado de controlar a los ciudadanos mediante la
intimidación. El orden social se sintió amenazado; la Iglesia, la familia e incluso el Estado
estaban en peligro. Cualquier estudio sobre la caza de vampiros debe tener en cuenta el deseo de
poder tanto del Estado como de la Iglesia. ¿Qué veía, pensaba o sentía la muchedumbre que
miraba cómo destruían al vampiro siguiendo los métodos tradicionales? ¿Cuál era el mensaje
que transmitía esa escena, que los que la presenciaban sabían que tenía lugar muchas más veces,
en una u otra versión? Para todos los presentes el mensaje fundamental era que el mal, de
momento y en aquel lugar, había sido derrotado y que la Iglesia y el gobierno ejercían el poder
absoluto. La destrucción se comete en nombre de una ideología, de una sociedad, es una muerte
y un testimonio de la fuerza de la estructura social de la comunidad. Estos sacrificios son
similares a las muertes que la Inquisición decretó en Europa.

No debe sorprendernos que en una sociedad como ésta se produzcan brotes de acusaciones de
vampirismo. En un gran número de sociedades, pero sobre todo en la mayoría de las aldeas –en
aquellas en que se persigue de forma consciente o inconsciente una explicación y solución a un
problema– la caza de vampiros va en aumento. Los acusados son obviamente cadáveres sin
posibilidad de defensa. Su silencio los convierte en víctimas ideales: se les acusa de culpables,
su defensa es inexistente pero no porque no se les ofreciera, y tras acusarles de vampiros se
procede en consecuencia: la mentalidad colectiva queda tranquila y saneada, al menos

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temporalmente, hasta el próximo caso. Este tipo de persecución es una forma de aviso hacia
aquellos que creen que pueden traspasar las normas, impuestas en un tiempo determinado y por
un colectivo específico, que es el que decide el camino correcto.

Frente al poder del vampiro y su universo, se levanta el bien, representado en Carmilla por los
símbolos convencionales de la religión. Forzosamente, la protagonista sucumbe ante la norma
establecida, ante un bien que en la ficción literaria no tiene otra fuerza que la de lo socialmente
asumido. Carmilla no muere por sus hábitos hematófagos, sino por su condición de elemento
desestabilizador [Jesucristo también predicaba un nuevo tipo de amor, incomprendido, y
también fue ajusticiado]. Habría que preguntar tanto a Le Fanu como a Stoker qué razones les
llevaron a inclinar la balanza en favor de la norma, a sacrificar la trágica grandeza de sus
personajes en aras de un orden cuya validez ellos mismos cuestionaban.

De manera significativa, el establecimiento de la lucha entre el vampiro y sus cazadores se
produce cuando el vampiro amenaza la estabilidad y el bienestar de la familia burguesa
victoriana. Dracula parece no preocupar mientras ejerce su reinado de terror en sus dominios
feudales de Transilvania, una región desolada del sudeste de Europa que no se puede localizar
con exactitud en los mapas, donde habita una población provinciana y supersticiosa. Sin
embargo, este atávico vampiro oriental es temido cuando pretende establecerse en Londres –en
el corazón del país más desarrollado de su tiempo– y morar en Inglaterra, cuando pretende
someter a todo un país, la gran potencia que era entonces el Reino Unido [Dracula no sólo
presenta su capacidad de adoptar diferentes aspectos físicos, sino que además intenta reafirmar
su ubicuidad, su capacidad de multiplicación reflejando su dominio total en el propio Londres
mediante la dispersión de sus ataúdes.] La capacidad del vampiro para sustituir la estabilidad de
la sociedad por un reinado de caos (Auerbach, 1995: 6).

En este sentido, es patente la argucia magistral de Le Fanu de situar su “Carmilla” en tierras
lejanas, si bien una lectura posterior de la historia refleja la trasposición de la misma a la
sociedad victoriana, y más concretamente en Inglaterra, reflejando así la dicotomía (de nuevo el
doble) entre Inglaterra y su tierra despreciada.

El vampiro: ¿un fantasma?

Es un hecho el que en la religión primitiva, la mitología y la épica antigua, la relación de los
vivos y los muertos, lo natural y lo sobrenatural, es algo común. Según los antiguos, almas
perdidas de gente muerta andaban vagando por el mundo de los vivos, con el fin de expresarles
su poco aprecio por el cuerpo ya perdido. Todas las sociedades que manifiestan unas creencias
animistas han estado (y están) predispuestas a creer en fantasmas; y como Sir James Frazer, Sir
Edward Burnett Tylor y otros han puntualizado, es casi imposible encontrar sociedades que no
tengan estas creencias. Incluso cuando muchos miembros de ciertas sociedades las han
racionalizado, repudiado, o simplemente han permitido que caigan en el olvido, dichas creencias
muestran cierta resistencia, tienden a permanecer.

Los cuentos de aparecidos forman parte de las tradiciones de todas las culturas del mundo.
Puede decirse que en el momento que los seres humanos tuvieron conciencia de la noche y de la
muerte, enseguida las relacionaron para dar forma a los espíritus que se movían, en las sombras
siempre acechando a los más inocentes, o introduciéndose en las casas o en los palacios para
sembrar el terror (Scott, 1997: 5). Desde muy pequeños se nos inculca la idea de que cuando no
nos comportamos como los adultos quieren que lo hagamos, alguien muy perverso y malvado
nos raptará y llevará lejos de los que nos protegen. O bien que en la oscuridad, cuando estemos
solos, van a venir los fantasmas y nos devorarán. Ante estas ideas, el interrogante que surge es
por qué negamos las apariciones fantasmagóricas como un hecho factible. Pero lo cierto es que
desde nuestra infancia aceptamos la existencia de los fantasmas como algo verdadero, real y
después, como es lógico, esta creencia permanece en nuestra conciencia, “porque las cosas que
se aprenden en la infancia suelen acompañarnos durante toda la vida” (Bonilla, 1998: 8).

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Trabajo de drácula (version internet)

  • 1. En el presente estudio nos proponemos analizar la abigarrada y compleja polisemia de la figura vampírica. Para ello comenzaremos con una reflexión acerca de lo que generalmente entendemos por el término “vampiro” para pasar después a hacer una breve reflexión acerca del mito configurado por las criaturas de la noche, puesto que hoy más que nunca se puede afirmar y demostrar que este personaje ha alcanzado tal consideración y carta de naturaleza. En dicho análisis vincularemos el concepto de mitología y de mito con el del vampiro, tratando de exponer la indiscutible dimensionalidad mítica de esta proteica figura en cuya vaporosa esencia se entremezclan elementos que hallan sus raíces en el folclore, la antropología, la literatura y la cultura popular, entre otros muchos. Procederemos a continuación a definir en la medida de lo posible las características que delimitan lo vampírico. En este sentido, en la Antigüedad las apariciones que tan profusamente dataron y recogieron las culturas clásicas incluían bajo esta nomenclatura tanto a vampiros como a fantasmas, zombies, muertos o simples ilusiones. Es por ello que debemos preguntarnos si algunas de las manifestaciones que han inquietado a la humanidad eran vampiros o fantasmas. De aquí se colige que la presencia de lo vampírico en la historia es una consecuencia inevitable. Que el vampiro ha estado ligado al hombre desde sus orígenes ancestrales no se puede negar, puesto que existen evidencias de la creencia en estos seres desde la noche de los tiempos. Por tanto, vincularlos con las reacciones y sentimientos más arquetípicamente humanos se nos antoja pertinente. Así pues, analizaremos la relación del hecho vampírico con factores como el amor, la sexualidad, los temores propios de una sociedad marcada por la decencia, el puritanismo y lo fariseo, para adentrarnos después en una de las manifestaciones más significativas, a la par que atrayentes y transgresoras en este sentido: las que vinculan al vampiro con la religión, más concretamente en su vertiente cristiana como antítesis del Dios creador y de su Hijo. La simbología de la sangre – dadora de vida para la religión católica, elixir de vida para el no-muerto– será el motivo fundamental de esta línea discursiva. Si una idea ha aterrado a la humanidad, esa es la de un ser que ha traspasado el umbral de la vida que él disfruta pero que sin embargo es capaz de regresar “del otro lado” para succionar la energía de los que han quedado en esta dimensión de la existencia. Aún peor que el hecho de que el vampiro haya muerto resulta la circunstancia de que se encarga de arrebatar la débil vida de sus parientes para así poder saciar su insaciable sed y cumplir su diabólica maldición. Por otra parte, si ha existido algo que ha sido capaz de amedrentar a la sociedad patriarcal es la idea de que la muerte ha sido tipificada tradicionalmente en el entorno mediterráneo como un ser femenino, nombrado como tal y dibujado acorde a su apariencia y carácter de portadora de la guadaña. Y por fin llegamos al apartado en el que analizaremos al que se ha encargado de succionar la vida plasmado en la literatura, traslación de las más terribles pesadillas de sus autores, siendo estos notarios de los delirios de su realidad circundante. Para concluir este apartado del análisis del ser vampírico, incidiremos en su realidad escindida, reflejo de su esencia, a caballo entre el mundo de los vivos y el de ultratumba. Su dualidad lo hace ser terrible, si bien es posible que sea su horrenda realidad lo que lo convierte ser un ser proscrito, escindido, relegado, despreciado y melancólico, a imagen y semejanza de otros monstruos, como la criatura de Frankenstein y los villanos góticos. EL VAMPIRO El Bien y el Mal, las dos potencias que se disputan la tierra, envuelven la figura del vampiro, de Dracula, de Vlad, pero el personaje, o los personajes citados, o la simbiosis de ellos, o la figura resultante, o el concepto que tenemos del vampiro... todo ello tiene un fondo que resulta inverosímil atribuir solamente a razones históricas, o literarias, o folclóricas, como han defendido en ocasiones ciertos partidarios. El vampirismo es, sin duda alguna, un fenómeno muy complejo, variable según el período histórico y el área geográfica y todavía parcialmente desconocido, aunque con el paso del tiempo se ha ido forjando un conjunto de tópicos y de 1
  • 2. ideas preconcebidas. No exagera en absoluto Anthony Masters (1974) cuando en las primeras líneas de su tratado acerca de los vampiros afirma que el vampiro es uno de los fenómenos de mayor eco y difusión en la historia de la humanidad, afirmando asimismo que sus “orígenes se pierden en la noche de los tiempos” (13). Alrededor de todo el mundo existen muchos nombres para designar a esas criaturas míticas que viven para siempre alimentándose de la sangre de sus víctimas humanas. Se les conoce con nombres tan dispares como nosferatu, no-muerto y –el término más común– vampiro. Los vampiros aparecen en el folclore de las culturas de todo el orbe, y algunas de estas historias vampíricas pueden ser fechadas remontándose miles de años. Los pobladores de Alemania, China, Egipto, Rumanía, Grecia y Rusia todos ellos narran historias sobre estas criaturas misteriosas que beben la sangre de víctimas inocentes. Hollywood vistió de fascinación la imagen del vampiro, convirtiéndolo en el epítome del sueño occidental –cortés, seductor e inmortal. El desvanecimiento de la víctima – preferentemente virgen– mitad miedo y mitad placentera excitación, cuando se materializa en su dormitorio la figura sobrehumana envuelta en su negra capa; la sensación lánguida de la opresión, el abandono total, el dolor placentero que causan los colmillos del vampiro al hundirse en su cuello mientras ella, inmóvil, es incapaz del más mínimo atisbo de defensa o de gritar... todo ello puede ser interpretado claramente como una versión romántica de la seducción y la desfloración, con el aliciente adicional de lo sobrenatural. Los vampiros fueron siempre criaturas viles y horrendas; ningún mortal elegiría, por tanto, convertirse en uno de esos seres. En la mayoría de los casos no era más que un cadáver animado que debía alimentarse de sangre. En algunos casos como el del irlandés de origen celta Dearg– Due (red blood sucker, en lengua original), el vampiro es un ser femenino atractivo. En China son monstruos con ojos rojos y con el pelo verde o rosáceo. La lamia griega tiene la parte superior del cuerpo de una mujer y la parte inferior de una serpiente alada, y el penanggalang de Malasia es una cabeza con entrañas que van marcando su huella. Algunos autores sitúan las primeras leyendas de los muertos vivientes chupadores de sangre en la China del siglo VI antes de Cristo. Hace más de mil años, en esta antigua y milenaria civilización, aparece la Crónica de Chi Wu Lhi en la que el filósofo y sabio que da nombre nos narra con un estilo periodístico las fechorías de un reviniente que sembró el pánico en una aldea cercana a Pekín. En este mismo país también existía cierta reticencia a enterrar aquellos difuntos que no presentasen síntomas evidentes de putrefacción, y ante cualquier tipo de duda decidían incinerarlos. Continuando en este contexto supersticioso convendría señalar el hecho de que en numerosas excavaciones arqueológicas han aparecido muchos restos humanos en los que los brazos y piernas habían sido atados concienzudamente con rudimentarias ligaduras de cuero. Uno de los mejores ejemplos de relatos de vampiros data del año 1741 y se refiere a un templo que se encontraba bajo el dominio de tres seres del más allá. También Pu Sung–Ling nos dejó en 1679, en su Liao Chai, quizá uno de los mejores cuentos de vampiros chinos. Pero también en África y América aparecen seres semejantes entre las leyendas de los pueblos indígenas; entidades que se adhieren al espíritu humano para irle absorbiendo, poco a poco, la vida. Sin precisar tanto geográfica ni por supuesto cronológicamente, podemos pensar que, desde siempre, el hombre ha poblado su universo imaginario de entidades sobrenaturales sedientas de sangre. Hallamos también testimonios entre los hindúes, los polinesios, los aztecas y los esquimales. Estas criaturas no son, sin embargo, vampiros en el sentido estricto de la palabra. Los vampiros, para la literatura, son relativamente jóvenes, al contrario que para la humanidad. Su presencia en la literatura occidental no tiene más de tres siglos, aunque han habitado en la literatura hindú, en la árabe y en la china desde hace más tiempo, como es el caso de Algol, la referencia castellana del ghoul, el vampiro árabe, un ser definido en la noche 538 de Les mille et une nuits3; pero a ello habría que dedicar un ensayo específico, en la medida que su génesis y funciones difieren del occidental notablemente. 2
  • 3. Nos referimos aquí al vampiro literario occidental, cuya cuna debe situarse paradójicamente en el Medio Oriente, pese a que los historiadores ubican las grandes hordas de vampiros en la Europa Oriental. Este cruce debe atribuirse, precisamente, a que las fuentes originales del mito son todas del mismo siglo, el XVIII; y fue precisamente en 1746 cuando Dom Augustine Calmet escribió su Dissertations sur les Apparitions des Anges, des Demons et de Espirits, et sur les revenants, et Vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie, et de Silesie. La variedad de los mitos vampíricos es casi inagotable. Las leyendas de las criaturas vampíricas se pierden en la historia, siendo una de sus primeras manifestaciones en la Mitología Griega. Sin embargo, los vampiros con los que nosotros estamos familiarizados hoy, a pesar de haber sido alterados por la ficción y por el cine, se basan sobremanera en los mitos de la Europa del Este. Las leyendas de los vampiros se originaron en esa zona europea y penetraron en la cultura occidental gracias a las caravanas que hacían la ruta de la seda del Mediterráneo. Desde aquí se extendieron a lo largo de la costa griega del Mar Negro, a las tierras eslavas, a los Balcanes y por supuesto a los Cárpatos, incluyendo Hungría y Transilvania. Los eslavos, incluyendo a los que provenían de la parte más oriental de Europa (desde Rusia hasta Bulgaria, desde Serbia hasta Polonia), tenían las leyendas de revinientes más ricas del mundo. Estos mitos arraigaron profundamente entre el pueblo eslavo, que asimiló como verdadera la presencia de criaturas demoníacas acechando en los rincones de la noche. Originariamente, los eslavos vinieron del norte del mar Negro y se encontraban más relacionados con las leyendas de Irán y aproximadamente en el siglo VIII, emigraron hacia su actual ubicación en el noroeste. Casi al mismo tiempo de producirse esta llegada, el proceso de Cristianización comenzó y las leyendas de los vampiros sobrevivieron como mitos. Rumania se encuentra rodeada de países eslavos, por tanto, no es sorprendente que los vampiros rumanos sean variantes del eslavo. Se llaman strigoi, originario del término romano strix, para referirse a una lechuza, término que también significaba demonio o bruja. [Recorriendo la geografía rumana es frecuente encontrar las troitsa, capillas muy pequeñas levantadas en las cunetas, a la entrada y salida de los pueblos, pintadas de colores chillones. Estas construcciones forman parte de una tradición muy antigua para proteger a los vivos –y a los viajeros– de los poderes de los muertos, ya que aunque en el folclore rumano no existe tradición de vampiros, sí son muy temidos los stragoi o strigoi, espíritus fantasmales que salen de sus tumbas por las noches para amedrentar a los vivos (Martínez Laínez, 2001: 29).] Al igual que los vampiros de África (como el obayifo, una criatura que guarda cierto paralelismo con las brujas de Terranova al menos en su ansia no tanto de sangre física como de energía psíquica, es decir, estamos hablando de vampiros psíquicos), algunos vampiros de Rumania se consideraban brujas que podían abandonar sus cuerpos para atacar a otras personas. De hecho, la palabra rumana para bruja es striga, lo que demuestra la conexión entre ambos. Según nos cuenta Julio Caro Baroja, las striges mesopotámicas salían por las noches a beber la sangre de lactantes (1966: 17–36). Más adelante, las comunidades gitanas emigraron hacia el Este procedentes de la parte norte de la India (donde también existía un gran número de mitos vampíricos), y sus mitos se mezclaron con los de los eslavos que ya habitaban allí. “They [gipsies] are fearless and without religion, save superstition” (Stoker, 1989: 41). Incluso hoy en día los gitanos aparecen frecuentemente en la ficción vampírica, tanto literaria como cinematográfica, una influencia proveniente sin ninguna duda de la historia de Bram Stoker, en la que éstos sirven a Drácula, portando sus cajas de tierra y protegiéndole. En realidad, el origen de este grupo étnico se remonta a unas tribus nómadas del norte de la India, pero deben su nombre a la creencia de que provenían de Egipto. Hacia el año 1000 comenzaron a extenderse hacia el oeste y se asentaron en Turquía durante un cierto tiempo, incorporando, consecuentemente, muchas palabras de origen turco a su lengua romaní. Ya en el siglo XIV se encuentran en los Balcanes y en menos de dos siglos más ya se 3
  • 4. habían esparcido por toda Europa. Los gitanos llegaron a Rumania poco tiempo antes del nacimiento de Vlad Dracula en 1431. Su religión es compleja y varía según las tribus, pero tienen un concepto muy claro de las fuerzas del Bien y del Mal, así como una fuerte relación y lealtad a los parientes muertos. Creían que el alma del fallecido accedía a un mundo similar al nuestro excepto que ya no existe la muerte. El alma permanecía alrededor del cuerpo y a veces deseaba volver. Los mitos gitanos de los muertos vivientes se añadieron a los mitos vampíricos de Hungría, Rumania y las tierras eslavas, enriqueciéndolos. La antigua tierra de los gitanos, India, tiene muchas figuras míticas vampíricas o pseudovampíricas. Llamaban Bhuta al alma de un hombre muerto violentamente que vagaba por los cementerios o lugares solitarios y oscuros reanimando por la noche los cuerpos fallecidos y atacando a los vivos. En el norte de la India se podía encontrar al brahmaparusha, una criatura pseudovampírica cuya cabeza estaba rodeada de intestinos y una calavera de la que bebía sangre. Pero la más famosa figura de la India asociada con el vampirismo es la insaciable Kali –a quien se le conocía también por el nombre de la Madre Negra o Kali Ma–, una diosa que tenía colmillos, se alimentaba de la sangre de los hombres y se adornaba con calaveras. Ella fue adorada por un grupo sanguinario conocido como el culto de los Thugees, cuyos miembros asesinaron a decenas de miles de personas hasta el siglo XIX, cuando el Imperio Británico los exterminó. Kali, la diosa negra, nació de Shiva –deidad de la muerte– y simboliza la muerte y la aniquilación. No en vano, Sara o la Diosa Negra es la forma en la que Kali sobrevivió entre los gitanos. Por cierto, que como curiosidad mencionaremos que en el folclore de los gitanos, los vampiros son considerados como entidades sexuales, cuyo apetito es casi insaciable. Aún hoy en día, y en España, en esta etnia pervive el mito de los mulé o muló, criaturas terriblemente violentas de la noche que sorprendentemente deambulan vestidas de blanco. El mulé –cuya etimología significa muerto– es un vampiro que nace de los hombres muertos violentamente y de los niños que nacen muertos. Su cuerpo no tiene huesos y puede adoptar cualquier forma, incluso la de un animal o la de un vegetal (y esta es una particularidad muy singular). Pero lo que deseamos remarcar es esa asociación tan íntima del vampiro con la sexualidad, asociación que será explícita en Dracula o en “Carmilla”, y tan común hoy en día gracias al cine, pero no tan obvia a primera vista. Los vampiros eran unas criaturas temidas porque mataban a la gente pero al mismo tiempo se parecían a ellos, a nosotros; la única diferencia es que no tenían sombra, y no se reflejaban en un espejo. La sombra es un símbolo del alma, lo mismo que el reflejo en el espejo, y, por extensión metafísica, representación de la identidad en el ser humano. Por tanto, desde una perspectiva antropológica, confirmada tanto por el etnólogo inglés James Frazer en The Golden Bough (1890–1915), como por Freud, la ausencia de reflejo –como la carencia de sombra– implica la correspondiente ausencia de alma. El vampiro, como sus antecesores, anda en busca de su identidad perdida (si es que alguna vez la tuvo). Aparte de esto, los vampiros podían cambiar de forma, lo que hacía que fuese casi imposible el atraparlos. De día, los vampiros dormían en sus ataúdes, pero de noche vivían bebiendo la sangre humana, puesto que los rayos solares eran mortales para ellos. Con relación a la asociación del vampiro con la noche, esta idea no es originaria del folclore, sino que fue producto de la cristianización del vampiro, si se nos permite la expresión, puesto que se han relatado casos de vampiros que aparecían a plena luz del día. De hecho, Lord Ruthven, Carmilla o Dracula salían durante el día, aunque preferían la noche. Los vampiros, considerados seres maléficos y diabólicos, fueron rápidamente asociados con la oscuridad e identificados como seres de la noche. Si Cristo es la luz, si el Sol es Cristo, entonces el vampiro es un ser de las tinieblas, de la noche. También la Biblia identifica lo injusto y lo malvado con la noche (Job, 24: 14–16, o aún más explícito en Juan, 3: 19–20). 4
  • 5. Hagamos una pequeña reflexión acerca de la asociación del vampiro yacente o durmiendo en el ataúd: esta relación no parece formar parte del mito original. De hecho, los primeros relatos de ficción sobre vampiros no dicen nada de que los vampiros tengan que dormir en un ataúd. Lord Ruthven o Varney, por ejemplo, no tenían un ataúd como lugar de descanso. Carmilla tampoco reposaba en semejante lecho, aunque finalmente fue encontrada en su cripta. Dracula no tiene que dormir en un ataúd, solo precisa descansar sobre su tierra nativa. Más plausibles parecen la asociación tan evidente del ataúd con la muerte, y al ser el vampiro un ser ya muerto, es más lógico pensar en esa asociación mental casi indisoluble pero también es válido pensar que el que reposa en un ataúd, más que morir, lo que hace es renacer. Los vampiros no podían entrar en una casa si no habían sido invitados previamente, pero tan pronto como eran aceptados, podían entrar y salir tan a menudo como quisieran. El vampiro eslavo no sólo era peligroso porque mataba a la gente (muchos seres humanos hacían eso), sino también porque las víctimas se convertían en vampiros una vez muertas. El punto más fuerte del vampiro era su inmortalidad; solamente ciertos rituales especiales podían matarlos: “exhuming them, impaling them, cutting off their heads, tearing out their hearts, or burning them” (Frayling, 1992: 93). El vampiro ha sido una obsesión de nuestra cultura durante un gran número de años; “‟I am no longer young‟” (Stoker, 1989: 24). En todo ese tiempo, muchos se han preguntado qué es lo que vemos en él. Una posible respuesta –que es innegable– es que encontramos las historias de vampiros satisfactorias desde el punto de vista de nuestros sentidos. Por otro lado, estas leyendas, al igual que los textos góticos, representan, de forma comprimida, al mal que todos tememos y al mismo tiempo deseamos. Es la fusión del temor y del deseo lo que hace al vampiro interesante y atrayente, al menos a nuestros ojos. El mito del vampiro ha sido analizado en bastantes ocasiones como una alegoría monstruosa, representativa de un ser carismático y atrayente, dotado de una aura malévola, anulando por completo la personalidad y voluntad de quien entra en contacto con él: recordemos casos como el de Carmilla (ejemplificación de la femme fatale por excelencia), o como Lord Ruthven o Dracula (el aristócrata carente de escrúpulos). Nuestro concepto moderno del vampiro todavía conserva matices en común con los mitos europeos del Este, como el hecho de sorber la sangre, el retorno de la muerte, el acoso a los humanos por la noche, etc. Sin embargo, muchas otras cosas con las que estamos familiarizados como el ropaje, las capas de cuello alto, el convertirse en murciélago... son invenciones más recientes. Por otro lado, muchas características de los viejos mitos, como el colocar semillas en la tumba para mantener al vampiro ocupado toda la noche contándolas y evitar su ataque a sus parientes, han desaparecido de la ficción moderna y del cine. Lo que no ha desaparecido, lo que es más, lo que el cine ha potenciado, es el erotismo, la sangre como esencia oculta de la vida y la inmortalidad, tres obsesiones de la humanidad; estos tres pilares son los que se unifican en la figura de los vampiros. El vampiro ofrece la ilusión de la inmortalidad, aplacando las consiguientes frustraciones y limitaciones existenciales humanas. Satisface el anhelo de un poder ilimitado, promueve y propaga la libertad sexual en su sentido más amplio (libertad ansiada, anhelada, al mismo tiempo que temida y condenada; ejemplifica el deseo y el miedo en un único concepto. Noël Carroll recoge esta visión del vampiro como metáfora de lo lascivo, como liberación de los instintos más elementales, como satisfacción de la líbido más pura (1990: 169–70). El vampiro, en suma, nos invita a la transgresión y a la rebelión, a la que él ya ha accedido, defendiendo y predicando la religión del placer como forma de vida. Se puede decir que los casos de vampirismo constituyen un fenómeno oculto y extraño en nuestros días. Sin embargo, no es cierto del todo si consideramos correcto el suponer que son menos frecuentes hoy que en los siglos pasados: “One thing is plain: – not that they do not occur but that they are carefully hushed up and stifled” (Stoker, 1989: vii). El vampiro como ser mitológico: una aproximación al concepto del mito. 5
  • 6. El mito es un fenómeno cultural complejo que puede ser enfocado desde varios puntos de vista. En general, es una narración que describe y retrata en lenguaje simbólico el origen de los elementos y supuestos básicos de una cultura. La narración mítica cuenta, por ejemplo, cómo comenzó el mundo, cómo fueron creados seres humanos y animales, y cómo se originaron ciertas costumbres, ritos o formas de las actividades humanas. Casi todas las culturas poseen o poseyeron alguna vez mitos y vivieron en relación con ellos. El mito puede definirse como una creencia que se expresa en una narración oral o escrita, que presenta hechos considerados como posibles o reales tanto por el narrador como por el receptor. Tales hechos están relacionados con los orígenes o la fundación del mundo o de la comunidad a la que atañen o con la que se relaciona la narración, y protagonizados por dioses, semidioses, héroes fundadores, y elementos cósmicos, naturales, animales monstruosos, etcétera, animados o personificados. El contenido del mito es considerado por sus transmisores auténtico y real, y goza de una cierta consideración mágico–religiosa dentro de la comunidad. El mito se puede abordar desde diversos puntos de vista; es por ello que en estas páginas vamos a tratar de demostrar que el hombre siente la necesidad de tener mitos, y si no los tiene, los busca. El hombre no puede vivir sin mitos. Y en concreto, el mito del doble es uno de los que más ha atraído a todos. Lo que también hemos intentado es no tratar este tema desde el punto de vista de su validez ni veracidad (aunque de forma inherente y per se quedará patente que son verdaderos). Más bien, se observará que el hombre tiene mitos, los necesita, y todos nosotros, los tenemos y los necesitamos. El significado del mito trasciende a la historia, puesto que ésta añade siempre significados nuevos a los símbolos arcaicos. El mundo del mito se mueve siempre en la polaridad de lo sagrado (reconocido como realidad verdadera) y de lo profano (de carácter irreal). Por tanto, la única comprensión válida del mito es la religiosa. El mito tiene también un valor arquetípico, que constituye el modelo y el ejemplo para todas las acciones humanas y para toda la realidad. Eliade ofreció una visión comprensiva y definitiva del mito como algo lógico– racional e intuitivo–imaginativo al mismo tiempo. En la interpretación de Eliade, el mito revela una explicación de la naturaleza del ser. El mito, por medio de símbolos, expresa un conocimiento que es completo y coherente; aunque los mitos puedan convertirse en triviales y vulgarizarse a través de los siglos, la gente puede usarlos para volver al principio del tiempo y redescubrir y volver a experimentar su propia naturaleza. Habitualmente el mito más importante en una cultura, el que llega a ser el modelo ejemplar de todos los demás mitos, es el cosmogónico que refleja los intentos humanos por hallar una explicación a los orígenes y misterios del universo en el que el hombre se encuentra inmerso. En algunos relatos, como el primer capítulo del Génesis bíblico, la creación del mundo procede de la nada (creatio ex nihilo). Los mitos egipcios, australianos, griegos y mayas también hablan de la creación a partir de la nada. En la mayoría de estos mitos, las deidades son todopoderosas. La divinidad puede permanecer en el primer plano y convertirse en el centro de la vida religiosa, como con los judíos, o puede retirarse y llegar a ser una divinidad distante o periférica, como en los mitos de los aborígenes australianos, griegos y mayas. Otros mitos cosmogónicos describen la creación como una eclosión de los mundos inferiores. Relacionados con los mitos cosmogónicos, pero en el otro extremo, están los mitos que describen el fin del mundo (mitos escatológicos) o la entrada de la muerte en el mundo. Los mitos del fin del mundo son habitualmente producto de tradiciones urbanas. Suponen la creación del mundo por un ser divino moral, quien finalmente lo destruye. Llegado ese momento, los seres humanos son juzgados y preparados para una existencia paradisíaca o una de tormentos eternos. Estos mitos están presentes entre judíos, cristianos, musulmanes. Los mitos acerca del origen de la muerte describen cómo la muerte entró en el mundo. En ellos, la muerte no estuvo presente durante un largo periodo de tiempo, pero surge por un accidente o porque alguien simplemente olvida el mensaje de los dioses con respecto a la vida humana. En 6
  • 7. el Génesis, la muerte aparece cuando los seres humanos sobrepasan los propios límites de su conocimiento. La búsqueda por entender la muerte genera mitos para explicarla y ritos para controlarla (o controlar las emociones de angustia, tristeza, miedo, etcétera, que produce), pero también produce instituciones: desde la brujería hasta el hospital, pasando por el cementerio, la funeraria, los sistemas de sanidad públicos y privados, el chamanismo, las religiones y las iglesias, las compañías de seguros, la ciencia y las artes... La muerte no es la única fuente de ritos y mitos. La vida en sus diferentes manifestaciones también lo es: nacimiento, reproducción, cosechas, fenómenos biológicos, estaciones climatológicas, producción económica, etcétera, también son causa de infinidad de explicaciones míticas, así como de ritos que pretenden hacer comprensibles, controlables e influenciables estos acontecimientos. Otros mitos revelan claramente un sentido moral. En el mito siempre hay un Dios o una fuerza preexistente; además, la explicación sólo sirve para un pueblo o un conjunto limitado de fenómenos. Desde tiempos remotos el hombre se ha caracterizado por su adoración a figuras que lo atemorizan. Estas figuras siempre han sido símbolos de los fenómenos naturales y los astros en el cielo, todos ellos misteriosos y poderosos a los ojos del hombre primitivo. En la actualidad existen todavía cultos y religiones que persisten en estas creencias. Muchas de las grandes religiones de hoy se sintieron influidas alguna vez por estas mitologías que conformaron en su tiempo sólidas religiones como las que conocemos en el mundo moderno. Es importante destacar que en muchas de las mitologías convencionales a pesar de los múltiples dioses y deidades, siempre existía un Dios soberano o por lo menos una Trinidad, la cual portaba el mayor poder. Es aquí donde queremos llamar la atención sobre la dualidad, máxima expresión de la condición humana, y por otro lado, ansiado anhelo de nuestro deambular terrenal. La historia ha proporcionado personajes que nos han maravillado con sus hazañas y a quienes nos gustaría imitar: Marco Polo, Cristóbal Colón, etc. El cine, donde James Dean o Sean Connery representan mitos alcanzables, al menos en teoría. Y por último podríamos hablar de la geografía, de sitios míticos, universales, marcados por el deseo de habitarlos, como El Edén. No podemos negar que todas las mitologías del mundo tienen algo en común. El estudio de los mitos apela a la historia comparada a la lingüística, a la etnología y al psicoanálisis. El mito es, a menudo, un embellecimiento de la realidad. En este sentido los mitos tienen muchas cosas enigmáticas e inquietantes. Para Jeremy Taylor: el mito es “el subconsciente prehistórico de los pueblos históricos, y envuelve casi siempre una realidad” (1991: 109). Los mitos no deben ser tomados como la verdad, sino que cada uno tiene dentro de sí una verdad y lo que esa verdad significa es distinto para cada persona. El mito del vampiro tiene una verdad dentro de sí. Sin duda alguna, los vampiros tienen parte de historia, religión, filosofía, poesía, pero no son un algo aislado, sino todo eso junto. Hay tantos vampiros como gente que cree en ellos, porque residen en nuestras mentes. La creencia en los vampiros es una forma de ver el mundo. Porque lo que está claro es que no se puede hablar de los grandes valores sin ofrecer una historia con que envolverlos. El mito del vampiro ofrece una explicación o una forma de explicar el confinamiento emocional del cuerpo; representa las emociones que no han sido liberadas, los pensamientos que nos oprimen, los sentimientos que nos hacen deprimirnos, las emociones calladas que pueden devorarnos desde dentro. El mito del vampiro. Los sucesos que se producen contra natura suelen ser calificados como monstruosos. De entre la multitud de monstruos creados por la imaginación de los novelistas, sobresale con fuerza casi sobrenatural –puesto que ha cobrado mayor fama que seres y monstruos reales, y como no podía ser de otro modo– el vampiro, que tantas páginas ha hecho escribir y tantas películas ha inspirado. La figura del vampiro, el muerto viviente que tanta celebridad ha alcanzado en el 7
  • 8. cine, no necesita presentación. Como las figuras literarias del Dr. Jekyll–Mr. Hyde y Frankenstein, el vampiro ha cobrado vida plena en la sociedad tecnológica de nuestro siglo, alcanzando una fama que probablemente ni siquiera él habría sospechado. La figura del vampiro forma parte de la mitología contemporánea. En su calidad de representante de los miedos y temores humanos, el vampiro pertenece al reducido y privilegiado grupo de los mitos universales. Es un referente cultural, literario, cinematográfico y cotidiano; todo el mundo sabe quién es. El cine ha agigantado y extendido los rasgos de su imagen, pero a las obras de Le Fanu y Stoker les corresponde el mérito innegable de haber creado unos personajes que, como Don Quijote o Robinson Crusoe, tienen vida propia más allá de las páginas de un libro (Ken Gelder, 1994: 24). El vampiro unifica en su monstruosidad, que también es su calvario, cuestiones tan elevadas como la inmortalidad. El monstruo es, por excelencia, la desviación de la norma, aquello que está más allá del orden, de la regularidad y de la ley. Estas figuras de la alteridad (monstruos, vampiros, zombies...) representan nuestros miedos más profundos, aquellos que nos sumergen en el corazón del caos y las tinieblas. Los monstruos transgreden lo prohibido, los tabúes, la muerte y el sexo. A su vez, la ambigüedad del monstruo resulta una pieza clave en la interpretación de los fenómenos mitológicos ligados al terror contemporáneo, la ambigüedad sexual del vampiro, ya presente en “Carmilla” de Joseph Sheridan Le Fanu, no hizo más que aumentar a lo largo del tiempo, generando toda una gama de producciones fílmicas donde el polimorfismo sexual era la tónica por excelencia. Podemos, en este sentido, distinguir tres momentos en el mito del monstruo, momentos que son paralelos al del vampiro: una etapa pre– literaria, constituida principalmente por tradiciones orales y tratados de demonología; en segundo lugar, una etapa literaria, que se consolida en el siglo XIX a partir de la literatura gótica y, finalmente, una etapa post–literaria donde los medios masivos resultan ser una pieza clave en la constitución de los mitos en torno a lo monstruoso. En la actualidad se ha instaurado un renacimiento de lo gótico; a la luz de un espíritu postmoderno neo-romántico, los monstruos dejan de ser los malos de la película. Las pseudo–adaptaciones de las clásicas novelas de Stoker y Shelley son una constante a lo largo de la historia del cine de terror; sin embargo, el fenómeno de nuestra época tiene que ver, sobretodo, con ciertas (re) lecturas que se alejan cada vez más del espíritu de la obra original, recreando a los viejos monstruos de antaño como héroes románticos, trágicos, malditos, que aún creen en el amor y, efectivamente, actúan en consecuencia. Los temibles monstruos de antaño se vuelven cada vez más humanos; paradójicamente, el amor los humaniza. La idea del vampiro probablemente ha estado pululando a nuestro alrededor desde que la humanidad comenzó a ponderar la idea de la muerte y el horror de los muertos que vuelven a la vida. Es decir, los muertos han sido casi siempre considerados como enemigos, y por eso se forma el tabú sobre ellos. Quizá uno de los mayores aciertos de la historia sea que Le Fanu reinventó un mito. Le Fanu, un irlandés del siglo XIX, cambió nuestra imagen del vampiro; pasó de ser un cadáver reanimado de aspecto repelente a un aristócrata romántico y decadente. Ornella Volta (1964) presenta una imagen de lo más primordial en su libro Il vampiro, publicado originariamente en 1962. Según esta autora, los vampiros difieren según las regiones, pero todos ellos tienen ciertas características comunes: - Rostro delgado de una palidez fosforescente. - Abundante y espeso pelo en su cuerpo, cuyo color suele ser rojizo, como el vello de las palmas de sus manos. - Labios gruesos y sensuales que encubren sus agudos colmillos, cuya mordedura tiene poderes anestésicos. - Uñas extremadamente largas. - Orejas puntiagudas igual que los murciélagos. - Aliento nauseabundo. 8
  • 9. El vampiro mezcla elementos del horror y de la sexualidad. En muchas sociedades, las restricciones sobre la conducta sexual era común, y el vampiro se convirtió en el símbolo de la liberación de estas y otras energías emocionales poderosas. Durante los siglos de dominación cristiana, la conducta homosexual siempre había sido suprimida, a veces de forma extremadamente violenta. Por tanto, podía esperarse esas actitudes liberalizadoras en la elevada sexualidad asociada con el vampirismo; ciertos elementos homosexuales podrían estar presentes, como es el caso de “Carmilla”. El vampiro en su caracterización lésbica puede ser considerado como una representación de la corrupción de la inocencia por un amor que no es natural, a la par que acentúa el otherness (lo que podemos definir como alteridad, en español) del vampiro. Las presas típicas del vampiro son mujeres jóvenes. Presumiblemente, el hecho de que las víctimas se vayan viendo desprovistas de ropa al mismo tiempo que se van sumiendo en su proceso de vampirización, resalta el aspecto depredador y devorador del vampiro que se ceba con inocentes sexuales. Podríamos preguntarnos por qué los vampiros están tan íntimamente asociados con las escenas góticas. En verdad, el vampiro es capaz de evocar en nuestra mente miríadas de imágenes, películas de horror de medianoche sobre vampiros y cazadores de vampiros, bosques oscuros perdidos en medio de ningún sitio y seres tiránicos y malévolos capaces de cualquier acto malvado. El vampiro es un objeto que produce alarma no sólo porque es diferente, sino porque, además, parece que es perfecto. Recordemos que todos asociamos lo gótico, en principio, con ropaje exótico de color negro y con el lado más oscuro de la vida. En un principio, el vampiro europeo era un aldeano muerto, hinchado, maloliente, que salía de su tumba por la noche y recorría la aldea. La descripción que Noël Carroll (1990: 23) proporciona a propósito de los monstruos bien puede hacerse apropiada a este tipo de seres tradicionales; según esta autora, los monstruos son: “impure and unclean. They are putrid or mouldering things, or they hail from oozing places, or they are made of dead or rooting flesh… or are associated with vermin, disease”. Lo que es innegable es que el vampiro era un monstruo estrictamente rural. Al parecer, según se cuenta o se desprende de muchos escritos, era en las zonas rurales donde estaba más extendida y arraigada la creencia en los vampiros. Nunca parecía existir un vampiro urbano, ni educado, ni burgués, y mucho menos de noble cuna. Las urbes solían ver estos acontecimientos y narraciones como meras supersticiones propias de las gentes que habitaban esas zonas. Así, por ejemplo, Olga Hoyt retrata al vampiro como una efigie sepulcral en la que se aúna la putrefacción de la muerte, la apariencia cadavérica, su apariencia lánguida, decadente (1990: 44–45). Los vampiros folclóricos habían sido aldeanos, labradores, pero en el siglo XVIII los autores se sentían reacios a convertir a estos seres en los personajes principales de sus historias, con lo que el vampiro ascendió en la escala social y se situó en las clases altas. Otra razón se debe a que pocas personas estaban interesadas en leer sobre unos seres muertos que, además, tenían un aspecto desagradable, con lo que los autores decidieron adoptar un concepto de vampiro más fácilmente reconocible e identificable con los lectores: vampiros como ellos mismos. Y es que las clases sociales es un tema presente en todas las historias de vampiros. No hay más que recordar a Lord Ruthven (de Polidori) y como su aparición en sociedad se produce de la mano de una de las costumbres más antiguas (y que aún hoy persiste, aunque de forma disfrazada): las fiestas de sociedad. Clive Leatherdale, al comienzo de su obra Dracula. The Novel and The Legend (1985), confirma y ahonda en la mencionada distinción entre el vampiro del vulgo, el del folclore y el vampiro literario perteneciente a una clase social respetable; el vampiro se asocia de manera general con las comunidades más desfavorecidas, reflejando su apariencia y su conducta su origen social, mientras que la idea de un ser educado y atractivo morando un castillo es el producto de la imaginación literaria. Durante casi unos 200 años, esta figura ha adquirido una variedad extraordinaria de apariencias. En “Carmilla”, el vampiro es ya una joven pálida, 9
  • 10. “enhanced by that graceful languor that was peculiar to her” (312), y de sangre azul –“Her family was very ancient and noble” (291), en vez de un labriego rudo y sin formación. Sin embargo, los antepasados de estos seres, los vampiros populares, son completamente distintos, y son los que se encuentran en los relatos históricos de la mayoría de las culturas. Los atributos de este vampiro son muy diferentes de los que se describen en “Carmilla”. Este vampiro está lejos del aristócrata y cosmopolita: el vampiro popular es un campesino normal. A diferencia de su contrapunto refinado, reside en un cementerio. Mientras que al primero le gusta su estado de no muerto – afirmación ésta harto discutible en el caso de “Carmilla”, pero no en el de Dracula– y viaja lejos para buscar más víctimas, el vampiro popular odia su condición y nunca vaga más allá de su pueblo (Barber, 1988: 67, 194). La diferencia entre ambos es tan grande, que puede decirse que el reviniente aristócrata y el popular nunca se tratarían socialmente. Los vampiros han evolucionado desde seres rudos hasta arquetipos proteicos; son criaturas sobre las que nos podemos hacer innumerables preguntas. La riqueza de estos seres reside en su aparentemente ilimitada variedad. El horizonte tan amplio, sin limitaciones, es lo que nos seduce a entrar en el reino oscuro de la ficción vampírica una y otra vez. La fascinación de nuestra cultura por los monstruos, y el vampiro en el escalafón más alto. Esa atracción no tiene que ver –al menos exclusivamente– con la fantasía y la imaginación, sino con el deseo de entender nuestros propios demonios. Nos fascinan los monstruos, en definitiva, porque permiten aumentar nuestra autoestima (ellos son crueles, nosotros –supuestamente– no) y controlar nuestros peores impulsos (ellos son malvados, nosotros decentes). Los monstruos que no son sino nuestros otros nos permiten odiar defectos propios como si fueran ajenos. El vampiro proporciona el entramado sobre (o bajo) el que pueden actuar nuestros temores, nuestros miedos, nuestras necesidades. Nos ofrece el camino para examinarnos a nosotros mismos, para aventurarnos hacia el borde, una ojeada al abismo. La esencia del vampiro: ¿un ser real? Junto con los signos gracias a los cuales una persona puede decir si un ser es un vampiro o no, se encuentra el tema de la apariencia del vampiro. Mucha gente extrae su idea de la apariencia de un vampiro a partir de las películas. Los dientes caninos son probablemente la característica más destacable de estas criaturas de la noche. En 1819, el escritor y poeta John Polidori (1795–1821) se encargó de destilar la esencia literaria del vampiro, cambiando su apariencia fantasmal por una aristocrática. De repente, el mito clásico del vampiro se había transformado en algo intrigante y atrayente sexualmente para los lectores en lugar del ser horrible que era. Los comienzos del arquetipo estaban sentados. Lord Ruthven, el principal personaje de Polidori, poseía ya esa peculiar sed de sangre, así como unas características que le conferían un aspecto más elegante y atrayente. Desprovisto incluso de las dos características más negativas, la sed de sangre y la teoría del cadáver viviente, Carmilla es un ser extremadamente sensual, sexual, aristocrático, mágico y poderoso físicamente. Pero, ¿qué es un vampiro? A lo largo del tiempo han sido monstruos, cuerpos animados, mujeres atractivas y hombres educados, ¿pero qué es en realidad? A menudo, se les ha considerado esbirros del mal, demonios, o, incluso, el mismísimo concepto del Mal personificado. Se han encontrado demonios en casi todas las antiguas civilizaciones y / o sistemas religiosos, incluyendo el Hinduismo, el Budismo, Grecia, Roma y el Judaísmo. Un sistema más desarrollado de creencia demoníaca se ha encontrado entre los asirios y los babilonios de Mesopotamia, debido a lo cual procede gran parte de la unión entre los demonios y los vampiros. Gran parte de la demonología judía y cristiana derivó de esta tradición antigua. Los vampiros eran igualados con los demonios en cuanto a los principales agentes del mal y del pecado, una filosofía que se convirtió en la doctrina oficial de la iglesia en la Edad Media. La adoración del mal, la brujería, el vampirismo y la demonología fueron agrupados de forma conjunta como males que debían ser purgados y extirpados por la humanidad. A suicide... becomes a vampire. That spectre visits living people in their slumbers; they die, and... develop 10
  • 11. into vampires. This happened in the case of the beautiful Mircalla, who was haunted by one of those demons (Le Fanu, 1992: 338). Pero no debemos pasar por alto el hecho de que una segunda lectura de esta cita puede arrojar luz sobre otra posible teoría: tal vez Le Fanu esté exculpando al vampiro por sus atrocidades, pues la condesa Mircalla se ve forzada a una situación, y su comportamiento es producto de su maldición. Sin embargo, si regresamos a la Biblia, nos damos cuenta de que un demonio es un ángel caído, y los vampiros no son ángeles precisamente. Además, los vampiros tienen cuerpo, mientras que los ángeles no. Por otro lado, los demonios pueden entrar y salir de un cuerpo a voluntad; un vampiro no puede abandonar el cuerpo una vez que reside allí. El vampiro posee una gran variedad de poderes. Parece que una criatura como tal es invencible. Sin embargo, hay una serie de restricciones hacia sus poderes. Su primera limitación es el horario, especialmente las horas de luz solar. Contrariamente a la creencia popular, Carmilla no es destruida por la luz solar; sin embargo, sí se ve mermada de forma considerable y presa de una gran debilidad. Cuando se mueve durante el día se encuentra muy limitada para usar sus poderes sobrenaturales. Sólo permanece durante el día su fuerza y su agilidad: “She used to come down very late, generally not till one o'clock... and she seemed, almost immediately, exhausted... This was a bodily languor” (293). Este ser no puede traspasar el umbral de una casa a no ser que sea invitado de forma libre por uno de sus moradores. Carmilla necesitaba una invitación por parte de uno dos personajes antes de residir en sus casas. Sin embargo, una vez que ha sido aceptada puede ir y venir, entrar y salir a voluntad. Un método de destruirlo permanentemente es atravesando su corazón con una estaca. Summers (1996: 309) describe dicha práctica rumana. La elección del corazón es clara, dado que es el centro conductor de la sangre, el motor del cuerpo, por lo que destrozándolo, el cuerpo no se moverá. El chupador de sangre no necesita alimentarse cada noche, ni tampoco precisa matar a su víctima. Carmilla, al igual que Dracula, va tomando unas porciones pequeñas de sangre de sus víctimas. Éstas, a menudo, van agonizando durante días antes de sucumbir ante la muerte. Del mismo modo, el folclore europeo también puntualiza claramente que el vampiro no tiene necesariamente que matar a su víctima en el primer ataque: “it will exercise inexhaustible patience and stratagem, for access to a particular object may be obstructed in a hundred ways” (Le Fanu, 1992: 337). Por último, el reviniente tiene el poder para crear a otros afines a él. Sólo la muerte del máximo representante de la especie liberará a los demás de su maldición. La actitud de Carmilla y sus métodos hacen gran hincapié en el amor y en el amor por la vida, así como la comprensión de que la muerte no es una experiencia que se debe desear u odiar, sino que es meramente un momento de un cambio profundo: “you must die– everyone must die'” (294). En estas palabras estamos intentado diseñar las líneas o puntos de unión que tiene los vampiros, pero puede ser interesante incidir un momento en una comparación entre Carmilla y Dracula, entendidos como las dos grandes figuras que emergen en la ficción de finales del siglo XIX. Carmilla no es Dracula. El viejo vampiro transilvano (¿viejo? Digamos decrépito, mientas que Carmilla es siempre joven) es una fuerza desencadenada que no habla. Al comienzo de la novela de Bram Stoker, Dracula tiene con Jonathan Harker un diálogo. Después calla –le hacen callar, para ser más específicos–, frente a los largos y enigmáticos diálogos que Carmilla nos expone, con unos razonamientos ciertamente merecedores de varias lecturas para aclarar la profundidad de su visión de la vida, si de vida se puede hablar. Es pertinente preguntarnos el por qué ha perdurado la historia de Le Fanu. Parte de la respuesta reside en las imágenes tan llenas de vida y en el suspense. Pero gran parte de la respuesta se encuentra en el hecho de que Le Fanu consiguió hacer lo que nadie antes había conseguido. Creó un personaje terriblemente maligno que al mismo tiempo se muestra orgulloso y confía en sus poderes. Y, además, o, sin embargo, el lector siente que Carmilla todavía recuerda las sensaciones de los humanos, sabe lo que se siente. Tal vez por eso consigue infundir más terror, 11
  • 12. puesto que conoce las debilidades y pasiones humanas. Tal vez en ese sentido la vampira no sea un monstruo maligno que sale del Averno, sino que sea una representación simbólica de nuestro más profundo ser, del que nos asustamos y el que negamos que exista. La obra está cargada de alusiones sexuales y de tensión. Esto hace que se mantenga vivo el interés del lector. Desde entonces, la mayoría de las historias de vampiros se han visto influidas por “Carmilla” en un mayor o menor grado. Al igual que el propio monstruo de Frankenstein, el vampiro no puede morir. Pero en el fondo de todo este fenómeno lo que subyace es la obsesión de nuestra sociedad con los vampiros. Hoy, su imagen se ha plasmado en todo lo potencialmente comercial, seriales de radio, libros, películas, anuncios publicitarios, helados, camisetas, producciones en formato de cómic; desde la publicidad hasta los dibujos animados, pasando por los best sellers de Anne Rice, e incluso una exitosa serie de televisión, Buffy, The Vampire Slayer. El mito del vampiro no puede escapar ya del laberinto en el que la cultura popular lo ha confinado; y es que en verdad este ser siempre ha estado ahí, oculto, dispuesto a apropiarse de una nueva forma, a transformarse para así salvaguardar su existencia: él no se ve destruido ni envejecido por el paso del tiempo; tal vez porque vive fuera de él. Y por ello es un ser inmortal. El tiempo no le afecta, mutando para adaptarse a cada época. Es, por tanto, uno de los seres más modernos; su naturaleza metamórfica y adaptable a las circunstancias es lo que le hace ser tan indestructible; está dispuesto a cambiar para permanecer (David Glover, 1999: 198–199). Sería preciso un estudio exhaustivo para encontrar una persona que no pueda describir al vampiro y el mito que le acompaña indefectiblemente, aunque esa persona no haya leído nunca una sólo línea de Dracula. Probablemente el hombre ha sido quien le ha hecho inmortal al no dejar que muriese y desapareciese de la imaginación. La folclorista e investigadora Norine Dresser (American Vampires, 1990: 47) lo situa como parte de nuestro almacén de personajes míticos. Carmilla Karnstein es distinta a Dracula. Seductora y transgresora no teme en absoluto a la luz del sol. Se mueve entre muchachas jóvenes, empeñada en una lucha por la supervivencia que dura ya siglos, contra una muerte a la que nunca se ha resignado (mientras que Dracula es la muerte misma). Dracula es un vampiro nocturno; Carmilla, como ya hemos visto, es un vampiro lunar. Nina Auerbach afirma que los vampiros anteriores a Dracula son criaturas espirituales que obtienen su vitalidad –al menos parte– de la luna, puesto que: Like the moon, they live cyclically, dying and renewing themselves with ritual, predictable regularity. A corpse quivering for life under the moon‟s rays is the central image of mid–century vampire literature (1995: 25). El mismo Dracula renovaba su poder durante la noche encontrándose atrapado durante la luz del día en su forma física. La literatura decimonónica produjo una serie de vampiros que parecían trascender lo físico en favor de lo etéreo; fue con la llegada del cine cuando el vampiro se vio definido por su forma física. El paso de la recarga nocturna a la destrucción por medio de la luz del sol sobrevino de manera más notable con el Nosferatu (1922) de Murnau, donde se sugiere que los vampiros podrían ser destruidos durante el día. A medida que el sol sale, el conde Orlock simplemente se desvanece y se convierte en nada. Desde entonces, los peligros de la luz del sol permanecieron como una característica consistente del vampiro, siendo adoptada en la mayoría de las producciones cinematográficas y literarias como una amenaza al vampiro –si no el método primario de destrucción. El vampiro parece revivir bajo los rayos lunares. Entre los antiguos indoeuropeos, el cielo era en sí un Dios ordenador, paternal, supremo. Con respecto al sol, los mismos pueblos de la Europa lo consideraron como una divinidad de primer orden. En los rituales, este astro está asociado con ideas como las de fuerza, belleza, vigor, la vida en suma. Pero frente a los valores sensuales, emocionales y religiosos en última instancia que se asocian al firmamento azul, al sol, al día (y formando como un sistema de contrarios) están los que se asocian con la luna y con la noche 12
  • 13. mismas. El sol es el principio de la vida. La luna, a la que con máxima frecuencia se considera como de sexo femenino, es la que, por su parte, preside la noche y la que ampara a los muertos. Las ideas de luna, mes y muerte están relacionadas en más de una lengua y no sólo en las indoeuropeas. La luna es la mediadora por excelencia, la que sirve para regular las acciones de los hombres, pero no la que da fuerza a sus actos, sino que su luz es fría e indirecta, muerta. Durante el día fluye, pues, la vida de los hombres. Durante la noche éstos han considerado que la vida se paralizaba, que la muerte tenía su imperio: la muerte y la noche se asocian con el mal, con lo que es contrario al desarrollo de la vida normal. La noche es temible y terrible. Durante la noche se creía y se cree también que aparecen las almas de los difuntos. Entonces, asimismo, se decía que salían de las cavernas los espíritus que normalmente residían en otro elemento con el que hemos de contar: la tierra. La tierra en sí se asocia con la creencia en seres que viven debajo de ella, en lo que se ha llamado los infiernos. Así, la sangre, el sustento de los vampiros, es la base de la menstruación y del nacimiento. La noche, cuando los vampiros viven, está gobernada por el ciclo lunar de 28 días, que corresponde al ciclo menstrual de las mujeres. Lo que es más, los vampiros están conectados con la tierra, vuelven a su tumba de día y siempre necesitan tierra de su lugar natal (Dracula la llevó desde Transilvania hasta Inglaterra). La visión tan común de la tierra como una entidad femenina es bien conocida, considerada ésta como la madre de todos nosotros. ¿Son los vampiros unos muertos que chupan la sangre y que recorren el mundo o son la representación física de los deseos prohibidos de la mente de los mortales? Lo que una persona percibe como prohibido y maligno constituye el núcleo de las características del vampirismo. Tememos lo que no conocemos, envidiamos lo que no podemos tener y tememos a aquellos que pueden hacer lo que nos gustaría hacer a nosotros, pero no podemos. El vampiro representa todo eso. Sus deseos son en gran medida los nuestros propios. Nuestros pensamientos más internos, nuestros sueños, son los que tiene el no-muerto. ¿A quien no le gustaría tener la libertad de la que él dispone? Aunque, ¿cómo podemos hablar de libertad cuando estamos ante un ser condenado a vagar eternamente por la oscuridad? La autonomía –o supuesta autonomía– que presenta implica la doble vertiente, la doble vida que lleva, a caballo entre el mundo de la realidad y el de los sueños y la fantasía. Esta vacilación entre los dos contextos es la que favorece su carácter mítico y su dualidad interna: por una parte se ve obligado a la tarea eterna de tentar a los humanos para que sean como él (aspecto que contiene indudablemente rasgos asimilables a Peter Pan; por la otra, una fracción de su yo escindido desearía establecerse en el mundo confortable de la sociedad, aunque ello implique abandonar el estado de la eterna juventud. Aunque el vampirismo como motivo cultural rebasa cualquier justificación, sí que ha habido algunos intentos de razonar y encontrar una cierta justificación al ansia de beber sangre. Existe, por ejemplo, la enfermedad de la porfiria, que en determinados casos causa una marcada deficiencia del hierro en los glóbulos de la sangre. Esto hace que la persona que la sufre sienta una fuerte tendencia a la sangre ajena porque necesita las porfirinas que el hierro tiene. Los síntomas suelen incluir la hipersensibilidad a la luz, afección anémica, alteraciones cutáneas, dolores abdominales, malformaciones y hemorragias en los dientes y en las encías (las cuales se retraen haciendo creer que los colmillos son más prominentes), y la aversión al ajo se produce porque las sustancias que este condimento contiene destruyen los glóbulos rojos. Estudios científicos han demostrado que la administración de sustancias derivadas de la sangre puede ayudar a curar algunos de estos síntomas, en especial el dolor, y este podría ser el motivo por el que algunos enfermos hubieran podido alimentarse instintivamente de sangre. Así pues no sería de extrañar que en la Edad Media, que es la época en la que empiezan la mayor parte de las características que definen al vampiro tal y como lo conocemos hoy en día, la gente se asustara al ver unos seres pálidos que salían de noche, con una dentadura muy extraña y bebían sangre de animales. 13
  • 14. Otra teoría que se puede desvelar sobre el vampirismo es la referente a la religión, que representó un papel importante a la hora de calificar ciertos actos como impuros y contranaturales. La religión ha restringido la mente humana al no permitirle pensar de forma abierta sin tener sentimientos de culpa. Nuestra mente se interroga sobre todo y el vampiro fue creado para hacer todas las cosas que deseábamos poder hacer. Los que no siguieron a la Iglesia, fueron tachados de impuros y malignos; por tanto, esos eran y son los vampiros. El revenant se alimenta de nosotros de la misma forma que nuestros deseos prohibidos se alimentan de nosotros. Cada aspecto suyo es un aspecto de nosotros. No obstante, un nuevo vampiro no siempre nace a raíz de la acción de otro, como los de Stoker o el de Le Fanu. Muchas culturas creen que una persona que se suicida está destinada a convertirse en un no-muerto (práctica ésta de decidir voluntariamente el momento de traspasar el umbral de la vida y la muerte que en tiempos de Grecia y Roma había gozado de una exquisita consideración y respeto). Le Fanu, por boca del barón Vordenburg, expresa esta creencia en la unión entre el suicidio y el vampirismo: “‟A suicide... becomes a vampire‟” (Le Fanu, 1992: 338). De hecho, fue en 1824 cuando Inglaterra prohibió la práctica de atravesar estacas en los corazones de los que se suicidaban, ley que había sido promulgada bastantes años antes, en plena era de histerismo acerca de los muertos resucitados que dedicaban su nueva vida a morder a los demás. Se sabe que Stoker nació en Clontarf, barrio dublinés próximo al cementerio de Ballybough, el único lugar donde la Iglesia permitía sepultar a los católicos suicidas. Según describe Jordi Soler (2004: 33) los familiares de estos muertos que eran desprovistos de su derecho a sepultura creían que clavándoles una estaca en el corazón evitaban que su alma vagara eternamente. El suicidio es uno de los actos universalmente asociados con el vampirismo; y no es ajeno el hecho de que quitarse la vida sea considerado un pecado por la tradición judeo–cristiana. En culturas tan variadas como en Rusia, Rumania, África o China, el suicidio era considerado como el camino individual hacia el vampirismo. Para los judíos, cristianos y la cultura árabe, el suicidio ha sido considerado tradicionalmente un pecado. El suicidio estaba clasificado dentro de las acciones antisociales que una persona podía cometer y que conducían al vampirismo. La comunidad, en respuesta, mostraba su desaprobación en cuanto al tratamiento que daba al cadáver del suicida. Normalmente se le negaba la cristiana sepultura y se consideraba que su alma permanecería fuera del reino de la salvación puesto que esa persona había cometido un pecado mortal al abandonar este mundo sin la confesión y el perdón previo a la muerte. Los que se suicidaban eran enterrados en los cruces de caminos (un signo de la cruz formado por la confluencia de los caminos) o a una cierta distancia de su residencia. El cadáver podía incluso ser lanzado a un río para que la corriente lo arrastrase. Los que se suicidaban morían dejando asuntos sin terminar bien con parientes o amigos cercanos. Esos cadáveres podrían visitar a los vivos en sus sueños y como apariciones. Los muertos podrían convertirse en vampiros y entonces sí que había que tomar ciertas medidas contra ellos. El séptimo hijo, y el séptimo hijo de un séptimo hijo también es considerado como un candidato a vampiro en algunas culturas (Mugorci, 1998: 20). Un ejemplo más del número siete, conectado por otro lado con la idea del dragón, y, por tanto, del diablo, se encuentra en la siguiente cita: “Apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre las cabezas siete coronas” (Apocalipsis, 12: 3). El dragón es la encarnación del Mal, del demonio, de la tentación (Florescu & Mcnally, 1973: 176). Las siete cabezas simbolizan los siete pecados capitales: orgullo, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria. Se le considera como el signo del caos, de las fuerzas indómitas que sólo Cristo pudo eliminar definitivamente. Todo esto conduce de nuevo al concepto de la Iglesia y del Mal, de una forma u otra. La Iglesia Cristiana aceptó a los vampiros como verdaderos, usando las leyendas como una forma para reforzar a sus miembros. La creencia de que los vampiros retroceden amedrentados ante la Cruz o el agua sagrada evidencia esta afirmación, así como el hecho de relacionar a los 14
  • 15. vampiros con las sombras y con la noche (Kaplan, 1984b: 141–2). Respecto al agua, recordemos que este líquido es considerado como un agente de limpieza, de purificación no sólo física, sino también espiritual. Masters afirma que una costumbre consistía en “arrojar agua o aceite hirviendo en el sepulcro” (1974: 64). En la Biblia, el agua es limpiadora de pecado y no es extraño que se pensase que con ella se debía rociar al ser de las tinieblas, con lo que su destrucción al mismo tiempo que su purificación estarían aseguradas. Un mito griego cuenta que la gente cuyo color de cabello es rojo o pelirrojo son también candidatos a ser chupasangres. Es significativo que en el antiguo Egipto, los sacrificios humanos fueran ofrecidos en la tumba de Osiris, y las víctimas eran hombres con el pelo de color rojo que eran incinerados, esparciendo sus cenizas. Este ritual servía para fertilizar los campos y producir una cosecha abundante, ya que el pelo rojo simbolizaba la dorada riqueza del maíz. También en la creencia Cristiana Judas Iscariote era pelirrojo (Hurwood, 1981: 10). Muchas culturas alrededor del mundo valoran el corazón y el cerebro como los órganos vitales del cuerpo; en algunas primitivas, los guerreros se comen el corazón y / o el cerebro de su víctima, en la creencia que así serían más fuertes que él. Para los egipcios, el corazón era el asentamiento de la conciencia, de ahí que fuera la única entraña que los egipcios dejaban en el interior de la momia, como órgano necesario para la eternidad; y para las brujas egipcias, el cerebro era la residencia del espíritu humano. Al atravesar una estaca en el pecho del vampiro se destroza su corazón. Al decapitarlo, se separa la cabeza del cerebro y de los ojos. Con estos dos métodos, se asegura que el espíritu del vampiro no seguirá viviendo. Se sabe que cortar y separar la cabeza para destruirlo era común en Alemania y el este de Europa. El clavar a los vampiros en los cruces de caminos se refiere a la práctica europea en la que los criminales eran atravesados por el corazón en las encrucijadas, de forma que los que circularan vieran que el castigo llegaba a todos (Kaplan, 1984b: 143–4). Si las leyendas se originaron en la imaginación, o vienen de historias de un rey cruel, o personas enfermas de una extraña enfermedad, lo que sí es cierto es que siempre habrá una gran fascinación por este estilo de vida. La gente continúa sintiendo una fijación por las criaturas de la oscuridad, misteriosas, siniestras e incluso sexys, que pueblan las historias. Las tradiciones que prevalecen y las que se han perdido en el tiempo siempre nos recordarán la gran imaginación de autores y creyentes en los tiempos en los que los vampiros cazaban a los humanos. Un ser que vuelve del mundo de los muertos para molestar –y asustar– a los vivos es una imagen que ha proliferado en todo el planeta, en todas las culturas y sociedades. El miedo a que un fallecido regrese de la tumba, ya sea físicamente, en forma de espíritu o bajo cualquier otra manifestación, ha sido y es un temor generalizado. Respecto a la sangre es éste un tema del que el hombre, desde los albores de su deambular, se dio perfecta cuenta de su importancia y vitalidad; esta idea llevó a considerar en un tiempo que incluso los muertos la ansiaban. El vampiro posee un potencial casi interminable de formas de actuar, mientras que otros monstruos se encuentran limitados a ciertos aspectos. Es esta variedad casi sin fin lo que ha hecho al vampiro tan popular. El estudio del folclore relativo al vampiro puede ayudarnos a descubrir nuevas, numerosas y desconocidas facetas del pensamiento de aquel o aquellos que lo tienen entre sus ideas. Pero no es menos cierto que, desgraciadamente, dicho folclore está bastante contaminado si atendemos a sus orígenes, creencias y supersticiones primigenias, debido en gran parte a las incursiones que la literatura de ficción y sobre todo el cine, han hecho en este campo. Para este análisis que nos proponemos realizar aquí, acudiremos a los tratados de la época, el cine, la literatura, y por supuesto, la Biblia. Este último libro debe ser tenido en cuenta no sólo por su fundamentación acerca de la tradición judeo–cristiana que impregna la sociedad en la que vivimos, sino que además, en su momento constituyó uno de los elementos más poderosos que 15
  • 16. usaban las gentes para intentar comprender, destruir y erradicar al vampiro. Pero una vez más, veremos cómo el uso que se dio de la Biblia no fue el correcto. Como bien apuntan Noelia Indurain y Óscar Urbiola en su libro Vampiros, el mito de los no muertos (2000), las interpretaciones y deducciones que los habitantes de las aldeas infectadas por el vampirismo hacían, provenían sobremanera de las interpretaciones hechas por el párroco local, ya que hasta que Lutero tradujo la Biblia al alemán en el siglo XVI, el acceso que tenía en general la población a la Biblia era muy reducido. El campo del vampirismo es complejo y misterioso. Hay muchos aspectos dentro de fenómeno, y se requerirían varios libros para explorarlos totalmente. Un aspecto del vampirismo que choca con la realidad es el hecho de que se encuentre entre los vivos, compartiendo los beneficios y desventajas de la existencia física en este plano, a pesar de no ser humanos. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de comunicarse con el mundo físico por medio de su cuerpo. Carmilla es una persona con una extraordinaria capacidad para absorber, canalizar, transformar y manipular la energía vital: “She used to gloat on me with increasing ardour the more my strength and spirits waned” (Le Fanu, 1992: 307). Laura se siente desconcertada: ¿por qué Carmilla siempre aparece al caer la tarde? ¿Por qué se niega a comer? Laura sabe que ciertos sucesos extraños están ocurriendo a su alrededor, que se está fraguando un acontecimiento terrible. Cuando descubre que Carmilla, su amiga, es una criatura undead que se alimenta de sangre humana, es demasiado tarde. Mediante el folclore y de la literatura, se ha asumido que los vampiros precisan energía vital. Al principio de su libro, Masters (1974) afirma que la fuerza psíquica y las ideas son la vida de la mente. Curiosamente, se sobreentiende que los vampiros chupan la sangre; sin embargo, en la obra de Le Fanu, como en tantas otras, este hecho nunca se describe de forma explícita. Las víctimas van desfalleciendo y su vida va debilitándose, apagándose paulatinamente: my energies seemed to fail me. Her murmured words sounded like a lullaby in my ear, and soothed my resistance into a trance, from which I only seemed to recover myself when she withdrew her arms (292). I had grown pale, my eyes were dilated and darkened underneath, and the languor which I had long felt began to display itself in my countenance (308). Es curioso destacar que las antiguas ideas relativas a la fisonomía del amante idealizado no difieren mucho de las marcas distintivas del vampiro. La antigua creencia presenta a estos seres eróticos caracterizados por una figura delgada, dientes blancos y bien alineados, abundante pelo, una voz, un aire y una expresión todas ellas características, e incluso un olor especial. Mientras la víctima se empequeñece y se vacía, el victimizador se fortalece y la persona vampirizada no tiene fuerzas para librarse. Queda a merced del ser victimario en una actitud pasiva. El vampiro actúa cruelmente, con una absoluta falta de consideración hacia sus víctimas; actúa solamente según su propia conveniencia. Además, la transformación como resultado de haber sido mordido por un ser tal representa la plasmación final de su estrategia reproductiva, estrategia que no consiguió poner en práctica Frankenstein. Los que les rodean presuponen que algún espíritu maligno debe estar actuando y quitándoles la sangre. Saben que la Biblia dice que la sangre es la vida (Deuteronomio, 12: 23), y deducen que cualquier persona que pierda su fuerza vital debe estar perdiendo sangre. De hecho, en el caso de “Carmilla” no se observa claramente ningún ataque físico, sino que más bien es de tipo sexual, intentando intercambiar una energía que, sabido es por todos, es más poderosa. Se presupone que Bertha y Laura son vírgenes, lo que desde el punto de vista de la Mitocrítica conlleva la idea de una fuerza vital muy poderosa. Recordemos que la sangre fresca y joven es la mejor fuente conocida de energía vital: “‟She wants blood, and blood she must have or die‟” (Stoker, 1989: 121). Los seres humanos han promovido el ingerir sangre por muchas razones a lo largo de la historia. Sin embargo, es raro que un vampiro sólo absorba energía de una única forma. La forma de sustento de los vampiros varía según el folclore. Así, el ubour de Bulgaria sólo consume comida normal. La tradición 16
  • 17. vampírica encontrada en las provincias búlgaras afirma que el difunto no es un cadáver poseído por un demonio, sino el alma de quien se revela ante el principio inevitable de la muerte corpórea. Otro ejemplo es el ekimmu de Babilonia y de Asiria, que era un difunto que no encontraba reposo en la vida de ultratumba y volvía para robar las almas. Los muertos de los gitanos vuelven a su casa para reclamar una comida. La sangre, por tanto, no es siempre absolutamente vital para los vampiros. Los monstruos búlgaros beben sangre sólo cuando la comida escasea. Físicamente, desde un punto de vista bioquímico, Carmilla es un ser nocturno. De hecho, tiene problemas para adaptarse a los horarios diurnos. Evita la luz solar y su vitalidad oscila ostensiblemente: puede aparecer tremendamente vigorosa y activa un día para pasar a mostrarse deprimida y lánguida el siguiente: “She used to come down very late, generally not till one o'clock... and she seemed, almost immediately, exhausted... This was a bodily languor” (293). Pero esto no indica que no pueda soportar la luz del sol, ni que la rechace. El folclore no fue el origen de esta creencia, ni siquiera Dracula. De hecho, Dracula puede caminar por las calles de Londres a la luz del sol, es un ser más, desprovisto de sus poderes sobrenaturales, pero no imposibilitado por la presencia del astro. El rechazo a la luz solar es una invención cinematográfica de Murnau explotada hasta la saciedad en las producciones posteriores. Stoker nunca pretendió que su héroe fuese una criatura sólo de la noche. Eso lo divulgó Hollywood, que hizo lo propio con la falsa muerte del conde con el corazón atravesado por una estaca, cuando en la novela no hay nada de eso. Dracula muere cuando Jonathan Harker le secciona el cuello, al mismo tiempo que su compañero Morris le hunde en el corazón un cuchillo (Twitchell, 1985: 106). Emocional y temperamentalmente, Carmilla es impredecible. La característica que mejor distingue a Carmilla en oposición a la gente que la rodea y en especial con respecto a Laura, es su intensidad. Sus emociones son profundas, poderosas. Carmilla es una esponja que absorbe las vibraciones y la energía de los que la rodean, con la consecuente inestabilidad emocional que se produce, si bien es cierto que a veces la víctima tarda bastante tiempo en darse cuenta del hecho, tiempo que aprovecha el ser destructor para cumplir su propósito, su misión. Es posible pensar que Carmilla no pretenda poblar el universo de vampiros, sino que pretenda encontrar una solución a su enfermedad, ya sea temporal o eterna (y el amor puede ser una solución). Carmilla sólo destruye cuando no acepta su realidad, la verdad de su existencia o cuando decide exponer abiertamente y de forma siniestra los poderes que su estado le proporcionan. En cierta forma, el vampirismo psíquico fue entronizado en las antiguas culturas como terapia. En la antigua Roma se colocaban juntos a enfermos y sanos, jóvenes y viejos para que los ancianos convalecientes pudieran extraer la energía necesaria para seguir viviendo. Galeno, junto con Hipócrates, el médico más importante de la Antigüedad, recomendó de modo expreso este método. Otro elemento atrayente del vampiro es su poder, su dominación expresado de forma sublime en el ataque hacia su víctima. Clavar sus colmillos en un ser inferior a él supone su mayor aspiración, como símbolo de su supremacía. No sólo domina ciertos anhelos humanos, sino que, además, los utiliza, sabedor de que sus adversarios están en desventaja. Disfruta con su agonía, con la súplica traducida en el progresivo debilitamiento de su víctima: “‟a man who has centuries before him can afford to wait and to go slow. Festina lente may well be his motto‟” (Stoker, 1989: 302). Carmilla es una criatura nocturna y, por tanto, tiene que adaptarse a su entorno. El vampiro ama la noche, la ama con cada uno de sus sentidos –con los ojos que la ven, con el sentido del olfato al notarla, al respirarla, con sus oídos al escuchar su silencio, con su todo su cuerpo sintiendo el roce suave de su oscuridad; está cansado de la luz del sol, de la luz del día. Pero cuando el sol se oculta, un extraño placer invade su cuerpo: “for at sun–down the Un–Dead can move” (Stoker, 1989: 209). Se levanta, vuelve a la vida. A medida que la oscuridad va espesándose, se siente una persona diferente, un ser diferente –más joven, más fuerte, más vital. 17
  • 18. Por otro lado, en “Carmilla” se advierte una unión entre el vampiro y su habilidad para transformarse, en concreto en un animal: “She was at first visited by appalling dreams; then, as she fancied, by a spectre, sometimes resembling Millarca, sometimes in the shape of a beast, indistinctly seen” (326). Pero los vampiros pueden adquirir otras formas, como las del supuesto hijo de un sultán, en un cuento que forma parte de los dos que dan forma al famoso compendio de historias y cuentos de origen persa, árabe, hindú y egipcio recopilados durante siglos y hecha en El Cairo a mediados del siglo XV llamado Alf Leila wa Leila (Las mil y una noches). En la historia contada en la novecientas cuadragésima noche al sultán Balbars por el sexto capitán de policía, llamada “Honor de vampiro”, se presenta la crueldad, el ingenio y la frescura de las leyendas populares no sólo en lo que se refiere al universo árabe. Mucho de lo que se cuenta ha de verse como una apología de la astucia femenina, unido a una crueldad exacerbada, la del vampiro, que resulta una representación del Mal en mayúsculas. Este engendro es clarividente, puede transformarse en el ser humano que estime conveniente o en cualquier animal, se alimenta de los cuerpos y la sangre de los hombres y mujeres y su tarea principal es sembrar el mal por toda la zona donde se encuentra, al actuar como una especie de demonio. Esto no impide que pueda ser combatido con astucia. El que el vampiro pueda trasformarse en cualquier animal no es algo aislado, si bien tampoco es algo totalmente común. Es mucho más curioso que se pensara que aquellos cadáveres sobre los que un gato o cualquier animal pase pueden convertirse en revenants. (Mugorci, 1998: 20). También prevalece en China donde nunca se le permite a un gato entrar en una habitación donde se encuentre un cadáver puesto que el cuerpo todavía contiene su alma, pudiendo el muerto convertirse en un vampiro. Los pueblos eslavos, Inglaterra y muchos distritos de Francia creían firmemente que las brujas se convertían en gatos (no queremos caer en una asociación maniquea, pero Carmilla también se transforma en gato; ciertas tribus de la India tienen entre su demonología un gato vampiro, Chordewa, una bruja que es capaz de transformar su alma en un gato negro visitando las casas de los enfermos y moribundos (Fred Botting, 1996: 144–5). En cuanto a su fuerza, históricamente se pensaba que eran seres débiles puesto que atacaban a víctimas más bien débiles, véase el caso de Bertha y Laura. Sin embargo, debemos traer a colación aquí la escena en la que he struck at her with all his force, but she dived under his blow, and... caught him in her tiny grasp by the wrist. He struggled for a moment to release his arm, but his hand opened, the axe fell to the ground (332). Al final de la historia, el barón Vordenburg nos relata por boca de Laura que: “'One sign of the vampire is the power of the hand'” (339), palabras corroboradas por Van Helsing, al informar a sus oyentes de que el vampiro: “‟being stronger, have yet more power to work evil. This vampire which is amongst us is of himself so strong in person as twenty men‟” (237). Más reveladoras aún son las palabras de Jonathan al referirse a los primeros instantes con Dracula, comparando su fuerza con la que previamente había notado en el cochero (este dato de similitud le lleva a Harker a pensar que cochero y conde son la misma persona; así a propósito del cochero, referirá: “Then I descended from the side of the coach... the driver helping me with a hand which caught my arm in a grip of steel; his strength must have been prodigious” (10), mientras que reflexionando sobre Dracula, Jonathan escribe: The strength of the handshake was so much akin to that which I had noticed in the driver, whose face I had not seen, that for a moment I doubted if it were not the same person to whom I was speaking (16). Noël Carroll: Frequently, in such cases, the horrific being is surrounded by objects that we antecedently take to be objects of disgust / or phobia (1990: 51). Estos “objetos” bien podrían ser las ratas que encuentra el grupo cazador en Carfax, el aullido de la jauría de lobos... Una de las innovaciones que incluirá la literatura será la de asociar de forma visual el vampiro con los murciélagos (recordemos que en Nosferatu fue con las ratas). He aquí uno de los orígenes de esta asociación si bien James Malcolm Rymer que escribió Varney The Vampyre, or the Feast of Blood en 1847 ya había apuntado tal posibilidad. Sería Stoker el que estableciera de forma más evidente la posibilidad de que el no-muerto se pudiera transformar en esos animales 18
  • 19. (Carmilla lo hizo en gato), al igual que en niebla o en lobo, animal este último ligado al diablo por la tradición. Parafraseando a Jones (1991), sin duda, el lobo posee una profunda simbología. Pero son sus cualidades tales como la rapidez de movimientos, la insaciable ansia de sangre, la crueldad, un ataque que se caracteriza por una mezcla de audacia y astucia, la ferocidad, su aspecto inquietante... todas estas cualidades son, como decimos, lo que permite entrever las asociaciones con la noche, la muerte y los muertos (en las religiones antiguas el aullido del lobo era considerado presagio de muerte). (Félix Oinas, 1998: 52). Por ejemplo, durante la persecución y seducción de Lucy, el conde Dracula suele aparecer disfrazado bajo la forma de un gran murciélago que revolotea en su ventana. Esta multiplicidad de identidades es una innovación propia de Stoker si atendemos a la tradición (Peter Haining,1987: 54). La asociación del vampiro con el murciélago no es un hecho que deba dejarse de lado; en el Levítico y en el Deuteronomio podemos encontrar cómo el murciélago es considerado como un animal inmundo; además, la asociación de un ser nocturno con otro cuya actividad principal se desarrolla durante el sueño es patente. Forman parte de las criaturas que han superado la fuerza de la gravedad, lo cual las convierte en seres mucho más ágiles que los hombres. Por si esto no fuese suficiente, su vuelo silencioso recuerda a los espíritus y demonios. Además, ciertos tipos de murciélagos se alimentan de la sangre de algunos animales. Por último, no podemos dejar pasar las capacidades tan excelentes que tiene el murciélago para acechar por la noche sin ser visto; un animal que al igual que el vampiro, atacaba a su víctima de noche, siendo su presencia casi imperceptible, al menos, a priori. Y el periodo nocturno también se asocia con la actividad sexual. Y desde el punto de vista religioso, el murciélago se asocia con la oscuridad, con el color negro, antítesis del Dios Padre, representado con una barba blanca – símbolo de sabiduría (los Reyes Magos, por ejemplo), rodeado de luz. Pero el hecho de que el vampiro pueda convertirse en una rata no es arbitrario. Thompson (1958) profundiza en su estudio del motivo cultural de la rata. Al asociar al vampiro con este roedor, estamos asociándolo, además, con la peste bubónica que este animal propagó en la Edad Media; asimismo, siguiendo a Cirlot (1998), este animal fue la deidad maléfica de esta plaga en Egipto y China. La rata –sigue argumentando el autor del Diccionario de Símbolos– se halla en estrecha relación con la enfermedad y la muerte. Una rata, pues, parece ser un emblema muy apto para una enfermedad como Van Helsing considera al vampirismo. Teniendo en cuenta que el vampiro siempre acaba muerto, el símbolo adquiere un significado más irrevocable: su suerte está echada, del mismo modo en que la rata terminaba sucumbiendo a la epidemia que le había tocado transmitir. Cirlot percibe un significado aún más oscuro en la rata: se le superpone un significado fálico, en su aspecto peligroso y repugnante. Muy apropiada parece esta interpretación, si recordamos que el contagio del vampirismo se produjo mediante los dientes, símbolos asimismo fálicos. Los principales compañeros de Dracula y las formas alternativas que éste puede adoptar –ratas, lobos, murciélagos– han sido asociados tradicionalmente con la enfermedad. Hay que tener en cuenta que la capacidad del hombre para metamorfosearse en animal es una facultad que se atribuía a los dioses y a los héroes mitológicos, así como a los hechiceros y a los iniciados. Sin duda se encuadran todos estos datos apuntados entre los grandes aciertos técnicos de Stoker. En su personaje el autor hace confluir dos tradiciones: el vampiro literario y el folclórico. Carencia de sombra, ausencia de reflejo en los espejos, ser intelectual en cuanto que maquina metódicamente sus fechorías, requisito previo de invitación para acceder a una morada, dieta alimenticia exclusivamente basándose en sangre (aquí difiere del vampiro folclórico que podía incluso devorar cual antropófago a sus congéneres), mordedura en el cuello (frente a Carmilla, por ejemplo, que lo hace en el pecho), fuerza desmedida tanto física como mental, necesidad de reposar sobre su tierra natal, posibilidad de ocultar sus colmillos, posibilidad de metamorfosearse en animales o en accidentes climatológicos, todos estos son atributos suyos. Psicoanalíticamente, la imagen del vampiro es tan popular porque representa una condensación completa de los problemas e indecisiones de la adolescencia. Las jóvenes, Bertha y Laura, 19
  • 20. tienen que enfrentarse por primera vez a los sentimientos de energía sexual y de hostilidad, y la imagen del vampiro representa estas situaciones, por medio del hecho de chupar la sangre y de su acoso a las víctimas. La imagen del vampiro, especialmente Carmilla, es atrayente porque es horripilante. El verdadero horror se produce cuando nos vemos inmersos de forma inesperada en lo infinito. Carmilla parece infinita por su poder, y los personajes de la historia, así como los lectores, tienen que enfrentarse a ese poder infinito. La figura de Carmilla funciona como representación de un símbolo del mal. El vampiro es una ventana fascinante hacia lo prohibido, hacia los sentimientos reprimidos y los actos mezclados con el sentimiento de culpa y de temor, una ventana que permite abrir los deseos secretos de cada uno para que sean públicos y liberados (Waller, 1986: 4). Pero pasemos ahora a analizar otro aspecto no menos importante del vampirismo, que se nos presenta en “Carmilla” y que entronca directamente con la visión de la sociedad, y la visión que la sociedad tenía de este fenómeno. Acerca de la creencia que la gente tenía sobre la existencia de los vampiros, debemos preguntarnos si había evidencias irrefutables de que tales creencias estaban basadas en o reflejaban una realidad. Podríamos pensar que si tales creencias no fuesen verdaderas (si lo fuesen, creer en ellas es más que obvio y justificado), es obligado colegir que aquel que no creyese en ellas, se vería apartado de la sociedad o grupo al que pertenece y en el que vive. Es decir, es posible que el sentimiento colectivo se impusiese al personal. Por tanto, la gente que asistía a la exhumación de un cadáver podría clasificarse en tres grupos: - Los que creían firmemente en los vampiros; se supone que este grupo era la mayoría. - Los que no creían pero necesitaban ver para creer. - Los incrédulos. Es decir, en los relatos de vampiros que nos han llegado hasta nosotros, es difícil substraer la parte de realidad de la aparentemente percibida como tal por los asistentes convencidos de lo que ven, sin cuestionarse sobre la realidad, la idoneidad de su actuación o el carácter crítico del proceso en su conjunto. El que no participaba de esta creencia podía ser considerado enemigo. ¿Qué esperaba conseguir la gente que exigía la caza de vampiros y / o cooperaba con ella? Una vez hecha la acusación, se creaba un complicado entramado social: se supone que los acusadores creían poder demostrar como mínimo cuál era la fuente de sus males y en el mejor de los casos recuperar el control destruyendo al supuesto vampiro y anular el efecto de su maldición. Pero para que los vecinos reaccionaran de este modo, era necesario que creyeran en la existencia real de la magia negra, del vampirismo. La tradición hace que la sociedad considere al no-muerto como un chivo expiatorio de su (s) mal (es), y así, se deshacen de su lastre. Los vampiros eran el sacrifico idóneo, pues simbolizaban el mal, y, por tanto, eran el cabeza de turco que la sociedad elegía cuando necesitaba uno y por si fuera poco, sin capacidad de defensa (Masters, 1974: 21). Pero además, no debemos dejar de lado la cuestión de quién promovía la idea del cabeza de turco. En el medievo, la figura el sacerdote como representante de la Iglesia tenía un poder y valor hoy perdidos. Él era el representante de Dios en la tierra y tenía que justificar que los males que azotaban sus parroquianos no provenían de Dios, sino del diablo, y el vampiro era la plasmación de ese ser indeseable. Y el sacrificio debe ser irreversible: a una persona ya muerta se le corta la cabeza y se le incinera para que la ejecución sea definitiva. Los motivos aducidos van desde las desgracias personales, los desastres naturales o las enfermedades hasta las desapariciones pasando por situaciones de insatisfacción varias. Y enfermedades (como la anemia perniciosa o la porfiria), desapariciones, y muertes de difícil explicación se han cargado desde antiguo en la cuenta de los muertos que, ansiosos de sangre, regresan del más allá. Los tiempos difíciles, debido a las crisis políticas, religiosas o económicas, eran el telón de fondo. En el libro American Vampires (1990), su autora, Norine Dresser, analiza la enfermedad de la porfiria y sus síntomas que podrían haber estado detrás de los mitos vampíricos. También estudia el impacto que tuvo en enfermos afectados de porfiria tras un estudio realizado por un químico, el Dr. David Dolphin en 1985, en el que realizó varias hipótesis acerca de la unión 20
  • 21. entre la enfermedad y esos mitos vampíricos. El libro también se refiere a la tuberculosis: debido a ser tan contagiosa, era normal que varios miembros de una familia la contrajeran (especialmente en los días en los que la gente, con nulas condiciones higiénicas, no tenían una alimentación sana). La primera persona que fallecía víctima de la enfermedad era acusada normalmente de ser un vampiro que volvía para cebarse con los que aun permanecían y debilitarlos. American Vampires también estudia algunos casos que ocurrieron en Nueva Inglaterra. En algunos de estos casos, la gente desenterró a sus parientes, los descuartizó y quemó sus corazones. La destrucción del vampiro es la forma de librarse de estos seres –y por ende de las terribles consecuencias que acarrean– no deseados, siguiendo un cierto ritual más o menos sistemático. A su vez, la implicación de toda la sociedad en su conjunto en tan hercúlea tarea imprime un nexo de unión. Por un lado los refuerza en su creencia de estar obrando según lo correcto, de hacer el bien tanto al muerto como a ellos mismos y librarse del maligno. En “Carmilla” (como en Dracula y otros tantos relatos) esta costumbre, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no se ve llevada a cabo por la sociedad rural más empobrecida, sino por la clase media. La visión de la destrucción del vampiro responde a la satisfacción de los miembros (masculinos) de la sociedad. Podría argumentarse que existió una persecución por razón del sexo (lo que es imposible de documentar pero fácil de suponer), sin negar la influencia de las circunstancias de la agitación religiosa, nueva mentalidad, conquista del mundo, el capitalismo. Lo que es cierto es que la sociedad europea se volvió contra sus propios seres queridos. Cuando la sociedad en general y los hombres en particular se sienten presionados, a menudo se revelan contra las mujeres y / o ciertos grupos sociales (recordemos que hasta la llegada de Carmilla, Dracula o Lord Ruthven el vampiro había sido un ser socialmente desprestigiado, y siempre los aristócratas habían promovido este tipo de cacerías, siempre dirigidas contra los que estaban por debajo). La intolerancia pasó a formar parte del carácter de la sociedad. Es penosamente irónico que parte del incremento de la violencia contra las vampiras, contra Carmilla, Millarca y Mircalla sea en cierto sentido una reacción a la respuesta de las mujeres a las nuevas realidades sociales de su época. A este respecto, recordemos que “Carmilla” aparece hacia finales del siglo XIX, dentro de la sociedad victoriana, con todo lo que conlleva de represión y de doble fachada, y a su vez a un paso de la revolución histórica femenina. La destrucción de un ser indefenso ante un público ciertamente multitudinario y representativo de la sociedad donde tiene lugar este acto demuestra que más que la sed de sangre, lo que pervive es el deseo de la Iglesia y el Estado de controlar a los ciudadanos mediante la intimidación. El orden social se sintió amenazado; la Iglesia, la familia e incluso el Estado estaban en peligro. Cualquier estudio sobre la caza de vampiros debe tener en cuenta el deseo de poder tanto del Estado como de la Iglesia. ¿Qué veía, pensaba o sentía la muchedumbre que miraba cómo destruían al vampiro siguiendo los métodos tradicionales? ¿Cuál era el mensaje que transmitía esa escena, que los que la presenciaban sabían que tenía lugar muchas más veces, en una u otra versión? Para todos los presentes el mensaje fundamental era que el mal, de momento y en aquel lugar, había sido derrotado y que la Iglesia y el gobierno ejercían el poder absoluto. La destrucción se comete en nombre de una ideología, de una sociedad, es una muerte y un testimonio de la fuerza de la estructura social de la comunidad. Estos sacrificios son similares a las muertes que la Inquisición decretó en Europa. No debe sorprendernos que en una sociedad como ésta se produzcan brotes de acusaciones de vampirismo. En un gran número de sociedades, pero sobre todo en la mayoría de las aldeas –en aquellas en que se persigue de forma consciente o inconsciente una explicación y solución a un problema– la caza de vampiros va en aumento. Los acusados son obviamente cadáveres sin posibilidad de defensa. Su silencio los convierte en víctimas ideales: se les acusa de culpables, su defensa es inexistente pero no porque no se les ofreciera, y tras acusarles de vampiros se procede en consecuencia: la mentalidad colectiva queda tranquila y saneada, al menos 21
  • 22. temporalmente, hasta el próximo caso. Este tipo de persecución es una forma de aviso hacia aquellos que creen que pueden traspasar las normas, impuestas en un tiempo determinado y por un colectivo específico, que es el que decide el camino correcto. Frente al poder del vampiro y su universo, se levanta el bien, representado en Carmilla por los símbolos convencionales de la religión. Forzosamente, la protagonista sucumbe ante la norma establecida, ante un bien que en la ficción literaria no tiene otra fuerza que la de lo socialmente asumido. Carmilla no muere por sus hábitos hematófagos, sino por su condición de elemento desestabilizador [Jesucristo también predicaba un nuevo tipo de amor, incomprendido, y también fue ajusticiado]. Habría que preguntar tanto a Le Fanu como a Stoker qué razones les llevaron a inclinar la balanza en favor de la norma, a sacrificar la trágica grandeza de sus personajes en aras de un orden cuya validez ellos mismos cuestionaban. De manera significativa, el establecimiento de la lucha entre el vampiro y sus cazadores se produce cuando el vampiro amenaza la estabilidad y el bienestar de la familia burguesa victoriana. Dracula parece no preocupar mientras ejerce su reinado de terror en sus dominios feudales de Transilvania, una región desolada del sudeste de Europa que no se puede localizar con exactitud en los mapas, donde habita una población provinciana y supersticiosa. Sin embargo, este atávico vampiro oriental es temido cuando pretende establecerse en Londres –en el corazón del país más desarrollado de su tiempo– y morar en Inglaterra, cuando pretende someter a todo un país, la gran potencia que era entonces el Reino Unido [Dracula no sólo presenta su capacidad de adoptar diferentes aspectos físicos, sino que además intenta reafirmar su ubicuidad, su capacidad de multiplicación reflejando su dominio total en el propio Londres mediante la dispersión de sus ataúdes.] La capacidad del vampiro para sustituir la estabilidad de la sociedad por un reinado de caos (Auerbach, 1995: 6). En este sentido, es patente la argucia magistral de Le Fanu de situar su “Carmilla” en tierras lejanas, si bien una lectura posterior de la historia refleja la trasposición de la misma a la sociedad victoriana, y más concretamente en Inglaterra, reflejando así la dicotomía (de nuevo el doble) entre Inglaterra y su tierra despreciada. El vampiro: ¿un fantasma? Es un hecho el que en la religión primitiva, la mitología y la épica antigua, la relación de los vivos y los muertos, lo natural y lo sobrenatural, es algo común. Según los antiguos, almas perdidas de gente muerta andaban vagando por el mundo de los vivos, con el fin de expresarles su poco aprecio por el cuerpo ya perdido. Todas las sociedades que manifiestan unas creencias animistas han estado (y están) predispuestas a creer en fantasmas; y como Sir James Frazer, Sir Edward Burnett Tylor y otros han puntualizado, es casi imposible encontrar sociedades que no tengan estas creencias. Incluso cuando muchos miembros de ciertas sociedades las han racionalizado, repudiado, o simplemente han permitido que caigan en el olvido, dichas creencias muestran cierta resistencia, tienden a permanecer. Los cuentos de aparecidos forman parte de las tradiciones de todas las culturas del mundo. Puede decirse que en el momento que los seres humanos tuvieron conciencia de la noche y de la muerte, enseguida las relacionaron para dar forma a los espíritus que se movían, en las sombras siempre acechando a los más inocentes, o introduciéndose en las casas o en los palacios para sembrar el terror (Scott, 1997: 5). Desde muy pequeños se nos inculca la idea de que cuando no nos comportamos como los adultos quieren que lo hagamos, alguien muy perverso y malvado nos raptará y llevará lejos de los que nos protegen. O bien que en la oscuridad, cuando estemos solos, van a venir los fantasmas y nos devorarán. Ante estas ideas, el interrogante que surge es por qué negamos las apariciones fantasmagóricas como un hecho factible. Pero lo cierto es que desde nuestra infancia aceptamos la existencia de los fantasmas como algo verdadero, real y después, como es lógico, esta creencia permanece en nuestra conciencia, “porque las cosas que se aprenden en la infancia suelen acompañarnos durante toda la vida” (Bonilla, 1998: 8). 22