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Alain Badiou

  EL DESPERTAR DE LA HISTORIA




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                                3
COLECCIÓN CLAVES
    Dirigida por Hugo Vezzetti




4
Alain Badiou




                       EL     DESPERTAR
                     DE LA     HISTORIA
ALAIN BADIOU

El despertar de la Historia

Traducción de Pablo Betesh

Circunstancias, 6




                    Ediciones Nueva Visión
                         Buenos Aires
                                             5
Badiou, Alain
       El despertrar de la Historia - 1ª ed. - Buenos Aires: Nueva
       Visión, 2012
       128 p.; 20x13 cm. (Claves)
       ISBN 978-950-602-
       Traducción de Pablo Betesh
       1. Análisis literario. 2. Estudios literarios I. Cardoso, Heber,
       trad. II. Titulo.
       CDD 801.95



Título del original en francés:

© Armand Colin, Paris, 2007



Traducción de Pablo Betesh

ISBN 978-950-602-582-3




                         Toda reproducción total o parcial de esta
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                         fotocopiado– que no haya sido expresamen-
                         te autorizada por el editor constituye una
                         infracción a los derechos del autor y será
                         reprimida con penas de hasta seis años de
                         prisión (art. 62 de la ley 11.723 y art. 172 del
                         Código Penal).



© 2012 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748, (1189)
Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que
marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina / Printed in Argentina


6
INTRODUCCIÓN




¿Qué es lo que está pasando? ¿De qué estamos siendo
testigos, entre fascinados y devastados? ¿De la conti-
nuación, cueste lo que cueste, de un mundo cansado?
¿De una crisis benéfica del mundo, que ha caído presa
de su propia expansión victoriosa? ¿Del advenimiento
de otro mundo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo,
pues, con el cambio de siglo, que no parece tener ningún
nombre claro en ninguna lengua tolerada?
   Consultemos a nuestros amos: banqueros discretos,
figuras mediáticas, personas inciertas de las grandes
comisiones, voceros de la «comunidad internacional»,
presidentes atareados, nuevos filósofos, dueños de fá-
bricas y de campos, hombres de la Bolsa y de los
consejos de administración, políticos charlatanes de la
oposición, personalidades de las ciudades y las provin-
cias, economistas del crecimiento, sociólogos de la ciu-
dadanía, expertos en crisis de todo tipo, profetas de la
«guerra de las civilizaciones», jefes principales de la po-
licía, de la justicia y de la «penitenticia», evaluadores
de beneficios, calculadores de rendimientos, editoria-
listas mesurados de diarios serios, directores de recur-
sos humanos, personas que se consideran a sí mismas
hadas y magos y a las que habrá que estar atentos de no

                                                         7
tomarlas por personajes de ficción. ¿Qué están dicien-
do todos esos dirigentes, todos esos hacedores de opi-
nión, todos esos responsables, todos esos «sátrapas-
engañabobos»?1
   Todos dicen que el mundo está cambiando a una
velocidad vertiginosa, y que tenemos que adaptarnos a
ese cambio, so pena de caer en la ruina o de terminar
muertos (lo que, para ellos, es lo mismo), caso contrario,
tal como van las cosas, no seremos más que la sombra de
nosotros mismos. Que debemos comprometernos enér-
gicamente en la incesante «modernización» y aceptar
sin chistar los inevitables sufrimientos. Dicen que,
ante el áspero mundo competitivo que todos los días nos
vuelve a desafiar, hay que escalar las pendientes escar-
padas de los pasos de la productividad, de la reducción
de los presupuestos, de la innovación tecnológica, de la
buena salud de nuestros bancos y de la flexibilización
laboral. Toda competencia es, en su esencia, deportiva:
para resumir, lo que tenemos que hacer es formar parte
de la última escapada de la carrera y ponernos junto a
los campeones del momento (un as alemán, un outsider
tailandés, un veterano británico, un chino recién llega-
do, sin contar con el siempre vigoroso yanqui…) y no
quedar jamás rezagados en la cola del pelotón. Para eso,
todo el mundo tiene que ponerse a pedalear: moderni-
zar, reformar, ¡cambiar! ¿Qué político en campaña
puede prescindir de proponer la reforma, el cambio, la
novedad? La pelea entre el oficialismo gubernamental
y la oposición adopta siempre la siguiente forma: lo que
el otro dice no es el cambio verdadero. Es un conser-
vadurismo apenas retocado. ¡El verdadero cambio
soy yo! Basta con mirarme para que se den cuenta. Yo
reformo y modernizo, llueven leyes nuevas todas las
    «Satrapes-nigauds»: juego de palabras intraducible entre «sá-
    1

trapa» y attrape-nigauds, engañabobos (N. del t.).


8
semanas, ¡bravo! ¡Rompamos con la rutina! ¡Abajo los
arcaísmos!
   Entonces cambiemos.
   Pero de hecho, ¿cambiar qué? Si el cambio debe ser
perpetuo, su dirección, según parece, es constante.
Conviene tomar urgentemente todas las medidas nece-
sarias que nos impone la coyuntura con el objeto de que
los ricos sigan enriqueciéndose, al tiempo que pagan
menos impuestos; que los efectivos de las empresas
disminuyan gracias a una artillería de despidos y de
planes sociales; que todo lo que es público se privatice
y contribuya así, por fin, no al bien público (categoría
particularmente «antieconómica»), sino a la riqueza
de los ricos y al mantenimiento, por desgracia costoso, de
las clases medias que forman el ejército de socorro de los
ricos en cuestión; que las escuelas, los hospitales, la
vivienda, el transporte y las comunicaciones, esos cinco
pilares de la vida aceptable para todo el mundo, prime-
ro se regionalicen (es un paso hacia delante), luego se
los ponga en liza (algo crucial), con el objeto de que los
lugares y los medios, donde y gracias a los cuales se
educan, se curan, habitan y se transportan los ricos y
los semi ricos, no puedan confundirse con aquellos en los
que sudan la gota gorda los pobres y los asimilados; que
los obreros de proveniencia extranjera que viven y
trabajan aquí a menudo desde hace décadas adviertan
que sus derechos se ven reducidos a nada, que persi-
guen a sus hijos, que se rescinden sus papeles regla-
mentarios, y que soporten campañas furiosas en su
contra a favor de la «civilización» y de «nuestros valo-
res»; que, en particular las mujeres jóvenes, salgan a la
calle únicamente con la cabeza descubierta, y las de-
más también, preocupadas, como deben estarlo, por
reafirmar su «laicismo»; que los enfermos mentales
sean encerrados en la cárcel de por vida; que se acosen

                                                        9
los innumerables «privilegios» sociales que engordan al
populacho; que se monten sangrientas expediciones
militares un poco por todas partes, pero sobre todo en
África, para hacer que se respeten los «derechos huma-
nos», es decir, los derechos que tienen los poderosos a
descuartizar los Estados, a poner en el poder en todas
partes –por medio de una ocupación violenta y de
«elecciones» fantasmagóricas– a sirvientes corruptos,
quienes entregarán por nada a los susodichos podero-
sos la totalidad de los recursos del país. Aquellos que,
sean cuales fueren sus razones, e incluso si en el pasado
fueron útiles para la «modernización», incluso si fueron
sirvientes solícitos, de pronto se opongan al despedaza-
miento de su país, al pillaje por parte de los poderosos
y a los «derechos humanos» que vienen en el mismo
paquete, serán llevados ante los tribunales de la mo-
dernización y, de ser posible, ahorcados.
   Tal es la verdad invariable del «cambio», la actuali-
dad de la «reforma», la dimensión concreta de la «mo-
dernización». Tal es para nuestros amos la ley del
mundo.
   Este librito pretende oponer una visión un tanto
diferente, que resumiremos acá en tres puntos:

   1. Bajo los nombres intercambiables de «moderniza-
ción», «reforma», «democracia», «Occidente», «comuni-
dad internacional», «derechos humanos», «laicidad», y
otros más, no encontramos sino la tentativa histórica
de una regresión sin precedentes que apunta a que el
desarrollo del capitalismo mundializado y la acción de
sus sirvientes políticos se ajusten a las normas de su
nacimiento: el liberalismo puro y duro de mediados del
siglo XIX, el poder ilimitado de una oligarquía financie-
ra e imperial y un parlamentarismo de fachada com-
puesto, como decía Marx, por «los apoderados del

10
capital». Para llegar a esto, todo lo que había inventado
entre 1860 y 1980 la existencia de las formas organiza-
das del movimiento obrero, del comunismo y del socia-
lismo auténtico, e impuesto a escala mundial, poniendo
así al capitalismo liberal a la defensiva, debe ser des-
piadadamente destruido para dar lugar a la recons-
trucción del derecho de los imperialismos: los célebres
«valores». Ése es el único contenido de la «moderniza-
ción» que se halla en curso.
   2. El momento actual en realidad es el del primer
momento de una revuelta popular mundial que se
opone a esa regresión. Todavía ciega, ingenua, disper-
sa, sin un concepto fuerte ni una organización durade-
ra, se parece naturalmente a los primeros levanta-
mientos obreros del siglo XIX. Propongo, por lo tanto, que
digamos que nos hallamos en el tiempo de las revueltas,
a través del cual se denuncia y se conforma un desper-
tar de la Historia contra la pura y simple repetición de
lo peor. Nuestros amos lo saben mejor que nosotros:
tiemblan en secreto y refuerzan sus armamentos, tanto
bajo la forma del arsenal judicial como bajo la de las
avanzadas armadas que se encargan de mantener el
orden planetario. Resulta urgente reconstituir o inven-
tar las nuestras.
   3. Para que este momento no se estanque en episodios
de masa gloriosos pero vencidos, ni en el interminable
oportunismo de las organizaciones «representativas»,
de los sindicatos corruptos o de los partidos parlamen-
tarios, el despertar de la Historia también debe ser el
despertar de la Idea. La única Idea capaz de enfrentar-
se a la versión corrompida e inexpresiva de la «demo-
cracia» –que se ha convertido en la bandera de los
legionarios del Capital– tanto como a los vaticinios
raciales y nacionales de un pequeño fascismo al que la
crisis le da una oportunidad en el plano local, es la idea

                                                       11
del Comunismo, revisada y alimentada con lo que nos
enseña la vivaz diversidad de las revueltas, por muy
precarias que sean.




12
I

              EL CAPITALISMO HOY




A menudo se me reprocha, incluso dentro del «campo»
de mis posibles amigos políticos, el no tener en cuenta
ciertas características del capitalismo contemporáneo
y no proponer un «análisis marxista». Como consecuen-
cia de ello el comunismo sería para mí una idea suspen-
dida en el aire, y yo sería un idealista sin anclaje en la
realidad. Además, no estaría prestándole debida aten-
ción a las sorprendentes mutaciones del capitalismo,
mutaciones que permiten que se hable, con un aire de
codicia, de un «capitalismo posmoderno».
   Antonio Negri, por ejemplo, con motivo de una confe-
rencia internacional sobre la idea del comunismo –me
sentí muy contento de que haya participado, y lo sigo
estando– me tomó públicamente como ejemplo de aque-
llas personas que pretenden ser comunistas sin siquie-
ra ser marxistas. En pocas palabras, le respondí que
más valía eso que pretender ser marxista sin siquiera
ser comunista. Dado que, para la opinión vulgar, el
marxismo consiste en otorgar un papel determinante a
la economía y a las contradicciones sociales que surgen
de ella, entonces ¿quién no es marxista hoy? Los prime-
ros «marxistas» son todos nuestros amos, que tiemblan
y se reúnen por la noche apenas se tambalea la Bolsa o

                                                       13
disminuye la tasa de crecimiento. En cambio, pónganle
ante las narices la palabra «comunismo» y van a saltar
por los aires y lo van a tratar igual que a un criminal.
   Sin que ya me inquieten adversarios ni rivales, me
gustaría decir acá que yo también soy marxista, y lo soy
inocente y completamente, de manera tan natural que
no hace falta que lo repita. ¿Debería preocuparse un
matemático contemporáneo por demostrar que sigue
manteniéndose fiel a Euclides o a Euler? El marxismo
real, que se identifica con el combate político racional
que apunta a una organización social igualitaria, co-
menzó sin duda hacia 1848 con Marx y Engels, pero
desde entonces ha recorrido un largo camino, con Le-
nin, con Mao, con algunos otros. Me hallo imbuido en
esas enseñanzas históricas y teóricas. Creo conocer
bien los problemas resueltos, cuya instrucción no vale
la pena recomenzar, los problemas en suspenso, que
exigen reflexión y experiencia, y los problemas mal
considerados, que nos imponen rectificaciones radica-
les e invenciones difíciles. Todo conocimiento vivo está
hecho de problemas que han sido o deben ser construi-
dos o reconstruidos, y no descripciones repetitivas. El
marxismo no es ninguna excepción. No es ni una rama
de la economía (teoría de las relaciones de producción),
ni una rama de la sociología (descripción objetiva de la
«realidad social»), ni una filosofía (pensamiento dialéc-
tico de las contradicciones). Se trata, volvamos a decir-
lo, del conocimiento organizado de los medios políticos
requeridos para deshacer la sociedad existente y des-
plegar una figura por fin igualitaria y racional de la
organización colectiva, cuyo nombre es «comunismo».
   No obstante, me gustaría agregar, puesto que se
trata de los datos «objetivos» del capitalismo contempo-
ráneo, que al respecto no creo estar particularmente
desinformado. ¿Globalización, universalización? ¿Des-

14
plazamiento de muchos lugares de producción indus-
trial a los países que ofrecen una mano de obra a bajo
costo y de regímenes políticos autoritarios? ¿El paso – du-
rante los años 1980– en nuestros viejos países desarro-
llados, de una economía volcada hacia el interior, con
un aumento continuo del salario del trabajador y una
redistribución social organizada por el Estado y los
sindicatos, a una economía liberal integrada con los
intercambios mundiales y, por lo tanto, exportadora,
especializada, que privatiza los beneficios, socializa los
riesgos y carga con el aumento de las desigualdades en
la escala planetaria? ¿Concentración muy rápida del
capital bajo la dirección del capital financiero? ¿Utili-
zación de nuevos medios gracias a los cuales la veloci-
dad de rotación de capitales, ante todo y, luego, de
mercancías, se ha acelerado considerablemente (gene-
ralización del transporte aéreo, telefonía universal,
máquinas financieras, Internet, programas que apun-
tan a asegurar el éxito de decisiones tomadas de mane-
ra instantánea, etc.)? ¿Sofisticación de la especulación
gracias a nuevos productos derivados y a una matemá-
tica sutil que combina los riesgos? ¿Debilitamiento
espectacular, en nuestros países, del campesinado y de
toda la organización rural de la sociedad? ¿Necesidad
absoluta, por eso mismo, de establecer a la pequeña
burguesía urbana como pilar del régimen social y
político existente? ¿Resurrección, a gran escala, y ante
todo entre los grandes burgueses extremadamente ri-
cos, de la convicción, que se remonta a la época de
Aristóteles, según la cual las clases medias son la alfa
y la omega de la vida «democrática»? ¿Lucha planeta-
ria, por momentos atenuada, por momentos de una
violencia extrema, para garantizarse el acceso a bajo
precio de las materias primas y de las fuentes de
energía, sobre todo en África, ese continente de todos

                                                        15
los pillajes «occidentales» y, por consiguiente, de todas
las atrocidades? Conozco todo eso más o menos correc-
tamente, como, a decir verdad, todo el mundo.2
   La cuestión consiste en saber si este conjunto
anecdótico constituye un capitalismo «posmoderno»,
un capitalismo nuevo, un capitalismo digno de las
máquinas deseantes de Deleuze-Guattari, un capi-
talismo que engendra por sí mismo una inteligencia
colectiva de tipo nuevo, que suscita el levantamiento
de un poder constituyente hasta aquí sometido, un
capitalismo que supera el viejo poder de los Estados,
un capitalismo que proletariza a la multitud y hace
de los pequeñoburgueses obreros del intelecto inma-
terial, en una palabra, un capitalismo cuyo reverso
inmediato es el comunismo, un capitalismo cuyo
Sujeto es, en cierta medida, el mismo que el del
comunismo latente que sostiene su existencia para-
dójica. Un capitalismo que está en vísperas de meta-
morfosearse en comunismo. Ésa es, exagerada pero
fiel, la posición de Negri. Pero, más generalmente, es
la posición de todos los que se sienten fascinados por
las mutaciones tecnológicas y la expansión continua
del capitalismo de los últimos treinta años, y que,
crédulos ante la ideología dominante, («todo cambia
todo el tiempo y estamos corriendo detrás de este
cambio memorable»), se imaginan que están asistien-
do a una secuencia prodigiosa de la Historia –sea
cual fuere el juicio final sobre la calidad de dicha
secuencia–.

     Para una visión muy clara de las formas del capitalismo
     2

contemporáneo, sugiero la lectura de dos libros de Pierre-Noël
Giraud: L’Inégalité du monde contemporain (Paris, Gallimard, 2001)
y La Mondialisation (2008). Giraud dilucida de manera muy convin-
cente la modificación global (y reactiva) del capitalismo planetario
a partir de fines de los años 1970.


16
Mi posición es exactamente la contraria: el capitalis-
mo contemporáneo tiene todos los rasgos del capitalismo
clásico. Es estrictamente acorde con lo que se podía
esperar de él, a partir del momento en que su lógica ya
no se ve contrariada por acciones de clase decididas y
localmente victoriosas. Tomemos, en lo que respecta al
devenir del Capital, todas las categorías que predijo
Marx y veremos que solo ahora su evidencia ha quedado
plenamente demostrada. ¿Acaso Marx no habló del
«mercado mundial»? Pero ¿qué mercado mundial era el
de 1860 en comparación con lo que es en la actualidad,
al que en vano han querido rebautizar como «globaliza-
ción»? ¿No pensó Marx en el carácter ineluctable de la
concentración del capital? ¿Qué concentración era ésa,
qué tamaño tenían esas empresas y esas instituciones
financieras en la época de esa predicción, en compara-
ción con los monstruos que cada día gestan las nuevas
fusiones? Por mucho tiempo se le objetó a Marx que la
agricultura seguía estando dentro del régimen de la
explotación familiar, cuando él anunciaba que la con-
centración alcanzaría sin duda alguna a la propiedad
inmobiliaria. Pero en la actualidad sabemos que, en
efecto, la fracción de la población que vive de la agricul-
tura, en los países denominados desarrollados (aqué-
llos en que el capitalismo imperial se ha instalado sin
trabas), es, por así decir, insignificante. ¿Y cuál es hoy,
en promedio, la extensión de las propiedades inmobi-
liarias, comparada con lo que era cuando el campesina-
do en Francia representaba el 40 % de la población
total? Marx analizó con rigor el carácter inevitable de
las crisis cíclicas que demuestran, entre otras cosas, la
irracionalidad innata del capitalismo y el carácter
obligatorio tanto de las actividades imperiales como de
las guerras. Diversas crisis de extrema gravedad veri-
ficaron, incluso cuando él todavía estaba en vida, la

                                                        17
pertinencia de estos análisis, cuya demostración se
encargaron de completar las guerras coloniales e inter-
imperialistas. Pero todo esto, en lo que hace referencia
a la cantidad de valor que se hizo humo, no fue nada en
comparación con la crisis de los años 1930 o a la crisis
actual, y en comparación con las dos guerras mundia-
les del siglo XX, a las feroces guerras coloniales, a las
«intervenciones» occidentales de hoy y de mañana. No
lo será siempre que la pauperización de enormes masas
de la población que, considerada la situación en el
mundo en su totalidad y no sólo en la puerta de ingreso,
no se convierta en una evidencia cada vez mayor.
   En el fondo, el mundo actual es exactamente aquel
que anunciaba Marx, mediante una anticipación ge-
nial, una suerte de ciencia ficción verdadera, como
despliegue integral de las virtualidades irracionales, y
a decir verdad monstruosas, del capitalismo.
   El capitalismo encomienda el destino de los pueblos
a los apetitos financieros de una minúscula oligarquía.
En cierto sentido, es un régimen de delincuentes. ¿Cómo
se puede volver aceptable que la ley del mundo esté
conformada por los intereses despiadados de una ca-
marilla de herederos y de nuevos ricos? ¿No es razona-
blemente posible llamar «delincuentes» a aquellos indi-
viduos cuya única norma es el provecho? ¿Y quienes,
para servir a esta norma, están dispuestos a pisotear,
si fuera necesario, a millones de personas? En efecto,
que el destino de millones de personas dependa de los
cálculos de tales delincuentes se volvió algo tan mani-
fiesto, se hizo tan visible, que la aceptación de esta
«realidad», como dicen los plumíferos de los delincuen-
tes, resulta cada vez más sorprendente. El espectáculo
de Estados penosamente desconcertados debido a que
un grupito anónimo de autoproclamados evaluadores
les ha puesto una mala nota, como lo haría un profesor

18
de economía a los malos estudiantes, es a la vez burles-
co y muy inquietante. Queridos electores, ¿así que han
puesto en el poder a unos cuantos individuos que, de
sólo pensar que a la mañana siguiente se podrían
enterar que los representantes del «mercado», es decir,
los especuladores y los parásitos del mundo de la
propiedad y del patrimonio, les han puesto como nota
una AAB en lugar de una AAA, tiemblan de noche como
colegiales? ¿No es bárbara esta influencia consensual
que ejercen sobre nuestros amos oficiales esos amos
oficiosos cuya única preocupación es saber cuáles son y
cuáles serán sus beneficios en la lotería en que ponen en
juego sus millones? Sin contar con que su angustiante
mugido –«¡Ah! ¡Ah! ¡Be!»– se pagará con una obediencia
a las órdenes de la mafia, que invariablemente son del
tipo: «Privaticen todo. Supriman la ayuda a los débiles,
a los solitarios, a los enfermos, a los desocupados. Su-
priman toda la ayuda que sea a quien sea, excepto a los
bancos. No curen más a los pobres, dejen morir a los
viejos. Bajen los salarios de los pobres, pero también
bajen los impuestos a los ricos. Que todo el mundo
trabaje hasta los 90 años. Enseñen matemática sola-
mente a los traders, lectura sólo a los grandes propie-
tarios, historia sólo a los ideólogos de turno.» Y la
ejecución de esas órdenes de hecho arruinará la vida de
millones de personas.
   Pero, una vez más, nuestra realidad validó la previ-
sión de Marx, y hasta la superó. A los gobiernos de los
años 1840-1850, Marx los había calificado como «apode-
rados del Capital». Lo que da la clave del misterio: en
definitiva, los gobernantes y los delincuentes de las
finanzas comparten el mismo universo. La fórmula
«apoderados del capital» sólo hoy se vuelve enteramen-
te exacta, y todavía más en la medida en que no hay
ninguna diferencia en este punto entre los gobiernos de

                                                      19
derecha, Sarkozy o Merkel, y los «de izquierda», Oba-
ma, Zapatero o Papandreu.
   Por lo tanto, somos efectivamente testigos del cum-
plimiento retrógrado de la esencia del capitalismo, de
un retorno al espíritu de los años 1850, que vino des-
pués de la restauración de las ideas reaccionarias que
siguió a los «años rojos» (1960-1980), del mismo modo
que los años 1850 fueron posibles debido a la Restaura-
ción contrarrevolucionaria de los años 1815-1840, tras
la Gran Revolución de 1792-1794.
   Desde luego, Marx pensaba que la revolución prole-
taria, bajo la bandera del comunismo, terminaría brus-
camente y nos ahorraría ese despliegue integral cuyo
horror percibía con toda lucidez. En su espíritu se
trataba efectivamente del comunismo o la barbarie. Los
intentos formidables por darle la razón en este punto
durante los dos primeros tercios del siglo XX de hecho
han frenado y desviado considerablemente la lógica
capitalista, de manera singular después de la Segunda
Guerra Mundial. Desde hace aproximadamente unos
treinta años, tras el desmoronamiento de los Estados
socialistas como figuras alternativas viables (como es
el caso de la URSS) o su subversión por un virulento
capitalismo de Estado tras el fracaso de un movimiento
de masas explícitamente comunista (como es el caso de
la China de los años 1965-1968), tenemos por fin el
dudoso privilegio de asistir a la verificación de todas
las predicciones de Marx referentes a la esencia real
del capitalismo y de las sociedades en las que rige. En
cuanto a la barbarie, allí es en donde estamos y a donde
nos vamos a adentrar un buen trecho. Pero coincide,
hasta en el detalle, con la irrupción de lo que Marx
esperaba que impidiera el poder del proletariado orga-
nizado.
   El capitalismo contemporáneo, por lo tanto, no es de

20
ninguna manera creador y posmoderno: como juzga que
se ha desembarazado de sus enemigos comunistas,
avanza a su propio ritmo según una línea cuyos aspec-
tos generales Marx advirtió en los economistas clásicos
y cuya obra continuó desde una perspectiva crítica.
Desde luego, no son el capitalismo y sus sirvientes
políticos quienes despiertan la Historia, si entendemos
el «despertar» como el surgimiento de una capacidad
destructiva y creadora a la vez cuya meta es salir
realmente del orden establecido. En ese sentido, Fuku-
yama no estaba equivocado: el mundo moderno, una vez
completado su desarrollo y consciente que deberá mo-
rir –aunque sea, como resulta desgraciadamente pro-
bable, en violencias suicidas–, sólo tiene que pensar en
«el fin de la Historia», del mismo modo que, en el
segundo acto de Las valquirias de Wagner, Wotan
explica a su hija Brunehilda que su único pensamiento
es «¡el fin!, ¡el fin!».
   Si se diera un despertar de la Historia, no habría que
buscarlo por el lado del conservadurismo bárbaro del
capitalismo ni del encarnizamiento de todos los apara-
tos estatales para mantener su ritmo frenético. El
único despertar posible es el de la iniciativa popular,
allí donde arraigará la potencia de una Idea.




                                                      21
22
II

           LA REVUELTA INMEDIATA




En momentos en que escribo estas páginas, nos toca en
suerte asistir a los discursos de Cameron, Primer
Ministro inglés, ya comprometido en diversos asuntos
sospechosos, a propósito de las revueltas en los barrios
pobres de Londres. En este caso, una vez más, el retorno
a la fraseología antipopular del siglo XIX es impresio-
nante. No se trata sino de bandas, matones, ladrones,
rufianes y delincuentes, en suma, las «clases peligro-
sas» que se oponen –como en los tiempos de la reina
Victoria– a un culto mórbido de la propiedad, de la
defensa de los bienes y de los ciudadanos honestos (los
que nunca se sublevan contra lo que sea). El conjunto
viene acompañado por el anuncio de una represión
despiadada, prolongada y, por una cuestión de princi-
pios, ciega. En este punto, podemos confiar en Came-
ron: el Reino Unido, que corre en pos de un uso de la
prisión como en los Estados Unidos, que poco falta para
que sea un campo de concentración, ha elaborado, en la
época del «socialista» Blair, una legislación feroz y
cuenta en términos de proporción de la población con
muchos más prisioneros que Francia que, sin embargo,
cuando se trata de encarcelar a los jóvenes, no se anda
con chiquitas.

                                                     23
Para terminar de sembrar el terror, la televisión
hace desfilar con complacencia imágenes de comandos
policiales, bestias brutas ataviadas y armadas hasta
los dientes que pulverizan voluptuosamente las puer-
tas a golpes de ariete (advertimos que los bienes de los
pobres no les importan en lo más mínimo) y se arrojan
dentro de los departamentos para sacar con una bruta-
lidad espectacular a un joven que sin duda fue denun-
ciado no se sabe por quién o que fue entrevisto en una de
las innumerables cámaras con que el gobierno de su
Majestad ha llenado el espacio público, transformán-
dolo en un escenario gigantesco con la policía cual
mirón perpetuo. Al mismo tiempo, los tribunales con-
denan a penas asombrosas, en un desorden total, a los
que tiran botellas, a los ladrones de latas de betún, a los
que cacheteaban a las fuerzas del orden, a los que
prendían fuego a los tachos de basura, a los vocingleros,
a los que tenían una navaja en el bolsillo, a los que
insultaban al gobierno, a los que corrían, a los que, para
hacer lo mismo que los vecinos, rompían las vidrieras,
a los que decían malas palabras, a los que se quedaban
quietos con las manos en los bolsillos, a los que no
hacían nada, lo cual es algo muy sospechoso, e incluso
a los que no se encontraban en el lugar y a los que la
justicia por supuesto debe preguntarles en dónde esta-
ban. Es que, tal como lo ha dicho noblemente Cameron,
superando a su propia policía: «No se trataba de man-
tener el orden, se trataba de criminalidad.» Para Ca-
meron, que tiene previsto iniciarles juicio a unas tres
mil personas, para su policía, que ha declarado estar
buscando unas treinta mil personas, de pronto, fenó-
meno extraño, han visto que en las calles surgían
decenas de miles de criminales…
   Como siempre, como en Francia, el olvidado de todo
el asunto es el crimen verdadero, al mismo tiempo que

24
la indiscutible y auténtica víctima: al que (y, a menudo,
a los que) la policía ha matado. De manera completa-
mente uniforme, las revueltas de la juventud popular
de los «arrabales» (palabra que designa, como ataño, a
los «suburbios», la inmensa parte trabajadora y pobre
de nuestras flamantes ciudades, el continente negro de
nuestras megalópolis) son provocadas por la actuación
de la policía. La chispa que «prende fuego al llano»
siempre es un crimen de Estado. De manera igualmen-
te uniforme, el gobierno y su policía, no sólo rechazan
categóricamente reconocer la menor responsabilidad
en todo el asunto, sino que toman la revuelta como
pretexto para reforzar de nuevo el arsenal judicial y
policial. Gracias a esta perspectiva, los «arrabales» son
espacios en que se yuxtaponen un desinterés despecti-
vo del poder público por esas zonas desesperadas y las
cargadas y violentas incursiones represivas. Todo ello
según el modelo de los «barrios indígenas» de las ciuda-
des coloniales, de los guetos de negros de los días de
gloria de Estados Unidos o de las reservas de palesti-
nos en Cisjordania. Intelectuales serviles vuelan en
ayuda de la represión, viendo en todos los jóvenes más
o menos tostados una gentuza «islamista», hostil a
«nuestros valores». ¿Cuáles son esos famosos valores?
Nadie los ignora: se llaman Patrimonio, Occidente y
Laicismo. Es el espantoso P.O.L., la ideología dominan-
te de todos los países que se presentan como civilizados.
   Cuando se trata de nuestros conciudadanos de los
presuntos arrabales, «la opinión» exigirá, en nombre
del POL, una «tolerancia cero». Observemos al pasar
que si hay «tolerancia cero» para el joven negro que roba
un destornillador, existe en cambio una tolerancia
infinita para los delitos de los banqueros y los prevari-
cadores gubernamentales, a pesar de que su accionar
afecta la vida de millones de personas. A los sutiles

                                                      25
intelectuales que lloran de solo ver al millonario direc-
tor del FMI esposado, les parece que, en los arrabales,
el poder es «flojo» y que nunca habrá en las cadenas
suficientes árabes y negros.
   En nombre del mismo POL, y cuando se trata de esos
países débiles de África en los que «tenemos intereses»,
la misma opinión pedirá que se ejerza el «derecho a la
ingerencia». Nuestros gobernantes, valientes campeo-
nes de los valores que valen de verdad, aplastarán bajo
las bombas a un pequeño déspota que antes adoraban
pero que se ha vuelto un tanto reacio o inútil. Por
supuesto, no será cuestión de tocar a los más poderosos
y más astutos que disponen de recursos cruciales,
están armados hasta los dientes y, al darse cuenta que
cambiaba el viento, han llevado a cabo a tiempo oportu-
nas «reformas». Lo cual quiere decir que han agitado
ante las plácidas narices de la opinión occidental algu-
nas declaraciones a favor del POL.
   Bajo nuestros valores, bajo el POL, leamos siempre:
POLicía.
   En este proceso en que el Estado muestra su rostro
más espantoso se forja un consenso no menos detestable
en torno a una concepción particularmente reactiva
que es posible resumir en estos términos: la destruc-
ción o el robo de algunos bienes durante el furor de la
revuelta es infinitamente más censurable que el asesi-
nato de un joven por parte de la policía, asesinato que
está en el origen de la revuelta. Muy rápidamente, el
gobierno y la prensa cifran los daños. Y ahí está la idea
repulsiva que difunde todo eso: la muerte del muchacho
–un «negro sinvergüenza», sin duda, o un árabe «cono-
cido por los servicios de la policía»– no es nada en
comparación con esos gastos extraordinarios. Llore-
mos, no por el muerto, sino por las compañías de seguro.
Contra las bandas y los ladrones, montemos guardia

26
codo a codo con los gendarmes ante nuestro patrimonio
que codicia una gentuza extraña a nuestros valores,
hostil al POL, puesto que está despojada (no tiene
Patrimonio), viene de África (no de Occidente) y es
islamista (no es Laica).
   Aquí se afirmará, a contrario, que la vida de un joven
no tiene precio, y todavía más en la medida en que se
trata de uno de los innumerables abandonados de
nuestra sociedad. Suponer que el crimen intolerable es
quemar algunos autos y saquear negocios, mientras
que matar a un muchacho es anecdótico, concuerda de
manera típica con lo que Marx consideraba como la
alienación central del capitalismo: la primacía de las
cosas con respecto a la existencia,3 de mercaderías con
respecto a la vida y de las máquinas con respecto a los
obreros, que su fórmula resumía afirmando que «el
muerto atrapa al vivo». Los Cameron y los Sarkozy son
los polis celosos de esta dimensión mortífera del capi-
talismo.
   Entiendo que la revuelta provocada por los crímenes
de Estado, como por ejemplo en París en 2005 o en
Londres en 2011, es violenta, anárquica y finalmente
sin verdad duradera. Tengo para mí que destruye y
saquea sin concepto, como lo Bello, según Kant, «gusta
   3
    Para una versión literaria moderna y rigurosa del tema marxis-
ta de la alienación, sobre todo de la prevalencia de las cosas con
respecto a la existencia y, por lo tanto, de las consecuencias subje-
tivas de que «el muerto atrapa al vivo», se puede leer o releer el libro
de Georges Perec Les Choses. Une histoire des années soixante (1965)
[Existe edición en castellano: (2008) Las cosas. Una historia de los
años sesenta, Barcelona, Anagrama]. Recordemos que, en el vocabu-
lario de la época, la influencia social del capitalismo se llama
«sociedad de consumo» o, en su versión situacionista, «sociedad del
espectáculo». Pero cuarenta años más tarde, vamos a experimentar
el hecho de que, bajo la tutela del Capital, es posible tener la más
feroz desagregación subjetiva sin consumo (excepto de productos
podridos) ni espectáculo (excepto de bomberos).


                                                                     27
sin concepto». Volveré sobre este punto con todavía
mayor insistencia dado que se trata precisamente de
mi problema: si las revueltas deben señalar el desper-
tar de la Historia, será necesario que estén de acuerdo
con una Idea.
   Ahora bien, por el momento se permitirá al filósofo
que preste atención a la señal, antes que ir corriendo a
la comisaría.
   Desde las revueltas obreras y campesinas en China
a las de la juventud en Inglaterra, desde la sorprenden-
te tenacidad bajo la metralla de la muchedumbre en
Siria a las protestas masivas en Irán, desde los pales-
tinos que exigen la unidad de Fatah y Hamas a los
chicanos sin papeles de los Estados Unidos, en la
actualidad, las revueltas se cuentan en el mundo ente-
ro. Hay de todas las clases, a menudo muy violentas, a
veces apenas esbozadas, a veces movilizan grupos so-
ciales determinados o bien poblaciones enteras; son
provocadas por decisiones gubernamentales y/o patro-
nales, por coyunturas electorales, por actuaciones de la
policía o de un ejército de ocupación, e incluso por
simples episodios de la vida popular; adquieren de
inmediato un sesgo activista o bien se desarrollan a la
sombra de una protesta más oficial; ciegamente pro-
gresistas o ciegamente reaccionarias (no todas las re-
vueltas vienen bien…). Todas tienen en común el hecho
de que sublevan a una gran cantidad de personas con la
cuestión de que las cosas, tal como están, hay que
considerarlas como inaceptables.
   Es posible distinguir tres tipos de revueltas, que
llamaré respectivamente la revuelta inmediata, la re-
vuelta latente y la revuelta histórica. En este capítulo
hablaré del primer tipo. Los otros dos serán considera-
dos respectivamente en los dos capítulos que siguen.
   La revuelta inmediata es la agitación de una parte de

28
la población, casi siempre inmediatamente después de
un episodio violento de la coerción del Estado. Incluso
la famosa revuelta tunecina que a comienzos del año
2011 ha desencadenado el proceso denominado como
«revoluciones árabes», en un primer momento fue una
revuelta inmediata (como reacción al suicidio de un
vendedor ambulante, al que no lo dejaron vender y lo
abofeteó una agente de la policía).
   Algunos de los rasgos constitutivos de una revuelta
de esa naturaleza tienen un alcance general en la me-
dida en que la revuelta inmediata a menudo es la forma
primitiva de una revuelta histórica.
   En principio, la punta de lanza de la revuelta inme-
diata, sobre todo en los enfrentamientos inevitables con
las fuerzas del orden, está conformada por la juventud.
Algunos cronistas han considerado como un hallazgo
sociológico el papel que cumplieron los «jóvenes» en las
revueltas del mundo árabe y lo conectaron con el uso de
Facebook u otras pavadas de la supuesta innovación
técnica de la edad posmoderna. Pero ¿quién ha visto
alguna vez una revuelta que conformara sus primeros
rangos con ancianos? La juventud popular y estudiante
como se la pudo ver en China en 1966-1967, en Francia
en 1968, pero también en 1848, en tiempos de la Fronda,
durante la revuelta de los Taipings y, al fin y al cabo,
siempre y en todos lados, ha sido universalmente el
núcleo de las revueltas. Entre las constantes de la
acción de las masas se cuentan su capacidad para
aglutinarse, para movilizarse, para inventar lenguajes
y tácticas, tanto como sus insuficiencias en cuanto a la
disciplina, a la tenacidad estratégica y a la moderación
cuando resulta necesaria. Por lo demás, los tambores,
el fuego, los papeles incendiarios, las corridas por las
callejuelas, las palabras que circulan, las campanas
que suenan, durante siglos han sido suficientes para

                                                     29
que la gente se encuentre de pronto en algún lugar,
tanto como lo hace en la actualidad la electrónica del
rebaño. Ante todo, la revuelta es un aglutinamiento
tumultuoso de la juventud que casi siempre reacciona
ante un crimen abominable, real o supuesto, del Estado
despótico (aunque las revueltas nos muestran que, en
cierta medida, todo Estado es despótico; ésa es la razón
por la cual el comunismo está llamado a organizar su
caída).
   Luego, la revuelta inmediata se localiza en el territo-
rio de quienes participan en ella. Como veremos, la
cuestión de la localización de las revueltas es absoluta-
mente fundamental. Cuando la revuelta se circunscri-
be a los lugares en donde viven sus participantes (por
lo general, los barrios decadentes de las ciudades), se
mantiene en su figura inmediata. Únicamente cuando
llega a un lugar nuevo, que por lo general se encuentra
en pleno centro de la ciudad, en donde permanece y se
extiende, es cuando se convierte en una revuelta histó-
rica. Estancada en su propio espacio social, la revuelta
inmediata no constituye un recorrido subjetivo fuerte.
Se enfurece consigo misma, destruye lo que acostum-
bra. Se las agarra con los magros símbolos de la vida
«rica» que frecuenta a diario, sobre todo con los autos,
los negocios o las agencias de la circulación monetaria.
Si puede hacerlo, devasta los escasos símbolos del
Estado, con lo cual termina de arruinar su muy exigua
presencia: comisarías casi abandonadas, escuelas sin
ningún prestigio, centros sociales inútiles que se ven
como un yeso paternalista en la pata de palo del aban-
dono. Todo lo cual no hace sino alimentar la hostilidad
de la opinión del tipo POL contra los agitadores. «¡Mi-
ren! ¡Están destruyendo las pocas cosas que tienen!».
Lo que esta opinión no quiere ver es que cuando algo
forma parte de las escasas «ventajas» que se les han

30
otorgado, no se convierte en el símbolo de su función
particular sino de la escasez general, y que es por eso
que la revuelta lo detesta. De allí surgen las destruccio-
nes y los saqueos enceguecidos en los lugares mismos en
que viven los insurrectos, una característica universal
de las revueltas inmediatas. En lo que a nosotros
respecta, diremos que todo ello lleva a cabo una locali-
zación débil, una incapacidad por parte de la revuelta
para desplazarse.
   Lo cual no quiere decir que la revuelta inmediata
permanezca en un único lugar. Por el contrario, se
advierte un fenómeno al que se ha considerado como
contagio: la revuelta inmediata no se propaga por
desplazamientos sino por imitación. Y esta imitación
se instala en lugares semejantes y hasta ampliamente
idénticos al espacio inicial. Los jóvenes de una aglome-
ración de Saint-Ouen van a hacer lo mismo que los de
una aglomeración de Aulnay-sous-Bois. Todos los ba-
rrios populares de Londres van a dejarse ganar por la
fiebre colectiva. Cada cual permanece en su casa, pero
allí hace lo que ha oído que hacía el otro. Este proceso
es en efecto una extensión de la revuelta, pero también
diremos que en esos casos se trata de una extensión
restringida, característica de la revuelta inmediata o
de la fase inmediata de la revuelta. Sólo adquiere una
dimensión histórica cuando la revuelta encuentra los
medios para alcanzar una extensión que no se deja
llevar por la imitación. Fundamentalmente, una ver-
dadera dimensión histórica llega a la orden del día
cuando la revuelta inmediata se extiende a sectores de
la población que, por el estatus, la composición social,
el sexo o la edad, se hallan alejados del núcleo constitu-
tivo. La entrada en escena de las mujeres del pueblo es
casi siempre la primera señal de una extensión genera-
lizada de esa naturaleza. La revuelta inmediata, si nos

                                                       31
limitamos a su dinámica inicial, sólo puede unir loca-
lizaciones débiles (en el sitio de los revoltosos) a exten-
siones restringidas (por imitación).
   Finalmente, la revuelta inmediata siempre es indis-
tinta en cuanto al tipo subjetivo que convoca y suscita.
A partir del momento en que esta subjetividad no está
hecha sólo de revuelta, que se halla dominada por la
negación y la destrucción, no permite que se distinga
con claridad aquello que depende de una intención que
puede universalizarse parcialmente, de lo que perma-
nece encerrado en una rabia sin más finalidad que la
satisfacción de haber podido cobrar forma y encontrar
sus malos objetos para destruir o para consumir. De
allí que, como es sabido, a una masa de jóvenes indigna-
dos por la muerte de su «hermano» se mezclan indistin-
tamente los innumerables grados de contubernio con el
hampa que existe en todas partes en que la pobreza, el
abandono social, la ausencia de toda atención estatal y,
sobre todo, la carencia de una organización política
arraigada y con consignas fuertes, provocan una dislo-
cación de la unidad popular y la tentación de los
despachantes dudosos que ponen en circulación dinero
donde no lo hay. El hampa, grande o chica, es una forma
importante de corrupción de la subjetividad popular
por parte de la ideología dominante del provecho. La
presencia del hampa en la revuelta inmediata, en dosis
más o menos elevadas según las circunstancias, es
inevitable. Desde luego, los insurrectos deberían reco-
nocerlo como una forma de complicidad con el orden
dominante: después de todo, el capitalismo no es otra
cosa que el poder social de un hampa «honorable». Pero
en la medida en que es inmediata, la revuelta realmen-
te no puede organizar su propia depuración. De allí
que, entre las destrucciones de los símbolos detestados,
los saqueos rentables, la pura alegría de romper lo que

32
existe, el olor alegre de la pólvora y la guerrilla contra
los polis no resulta fácil ver con claridad. El sujeto de
las revueltas inmediatas es siempre impuro. Es por
ello que no es político, ni siquiera prepolítico. En el
mejor de los casos, y ya es bastante, se contenta con
abrir el camino para una revuelta histórica; en el peor,
con dar la señal de que la sociedad existente, que
siempre es una conformación estatal del Capital, no
tiene los medios suficientes como para prohibir de
manera absoluta el surgimiento de una señal histórica
de rebelión en los espacios desolados de los que es
responsable.




                                                       33
34
III

            LA REVUELTA LATENTE




Las revueltas históricas de los últimos tiempos, las
que señalan la posibilidad de una nueva distribución
de la historia de las políticas –sin que, por el momen-
to, sean capaces de llevar a cabo esa posibilidad– son
evidentemente las sublevaciones multiformes que se
han presentado en varios países árabes. En el próxi-
mo capítulo me voy a basar en esas sublevaciones
para definir precisamente lo que es una revuelta
histórica: una revuelta que no es, más acá de ella,
una revuelta inmediata ni, más allá de ella, el surgi-
miento de una nueva política a gran escala.
   ¿Qué decir de nuestros países «occidentales»?
   Llamamos «occidentales» a los países que orgullosa-
mente se llaman a sí mismos con ese nombre: países
situados desde el punto de vista histórico en la punta
del desarrollo capitalista, que se reconocen dentro de
una vigorosa tradición imperial y guerrera, que toda-
vía se encuentran dotados de un poder de disuasión
económico y financiero que les permite comprar gobier-
nos corruptos en casi todas partes del mundo y un
poder de disuasión militar que les permite intimidar a
todos los enemigos potenciales de su dominación. Debe-
mos agregar que esos países se sienten extremadamen-

                                                    35
te satisfechos de su sistema de Estado, al que denomi-
nan «democracia», sistema que, en efecto, es particular-
mente apropiado para la convivencia pacífica de diver-
sas facciones de la oligarquía en el poder, las cuales,
aunque estén de acuerdo en las cuestiones de fondo
(economía de mercado, régimen parlamentario, hostili-
dad vigilante contra todo lo que no son ellas y cuyo
nombre genérico es «comunismo»), no por ello están
menos separadas por distintos matices.
   Los países occidentales han tenido revueltas históri-
cas, y las tendrán sin duda alguna a una escala mucho
mayor a todo lo que hemos presenciado en los últimos
diez años. Desde hace aproximadamente cuarenta años
no han tenido ninguna revuelta histórica. Opino que se
ha abierto la época, si no de su posibilidad, por lo menos
de que sea posible su posibilidad. Entendamos con esto
una ruptura acontecimental4 que cree la posibilidad de
un imprevisto despliegue histórico de tal o cual revuel-
ta inmediata.
   Lo que me anima a arriesgar esta hipótesis (optimis-
ta…) es lo que denomino la existencia, en nuestros
países pudientes, aunque en crisis, y contentos consigo
mismos, aunque sepulcrales, de una revuelta latente.
   Empezaré dando un ejemplo.
   Entre las innumerables fechorías antipopulares del
gobierno de Sarkozy, que muy probablemente ha sido
el gobierno más reaccionario que Francia haya conoci-
do desde Pétain, se incluye, como lo sabe todo el mundo,
una reforma de la jubilación que ruidosamente exigen
«los mercados» de los que Sarkozy es un obediente

    Neologismo que suele usarse para traducir el adjetivo événe-
     4

mentiel, que en las Ciencias Sociales hace referencia a lo que se
circunscribe a una descripción de los acontecimientos, sin hacer
ningún comentario o reflexión (Cf. Alain Badiou (2002): Condiciones,
México, siglo XXI editores) (N. del T.).

36
comensal. En sustancia, se trata de trabajar durante
mucho más tiempo para ganar bastante menos. La
«réplica» a esta medida, de la que se hicieron cargo los
sindicatos, fue a la vez muy masiva y muy blanda.
Millones de personas desfilaron por las calles, pero las
direcciones sindicales empezaban la lucha visiblemen-
te derrotadas. Su objetivo real se limitaba a la necesi-
dad de controlar a las masas y a evitar los «derrapes»,
para llegar tranquilamente a los días mejores, cuando
se elija como presidente a un miembro del aparato «de
izquierda».
   Sin embargo, en el interior de ese movimiento, tan
desarticulado en su interior por sus jefes como lo estaba
el ejército francés en 1940 por sus propios generales –que
de lejos preferían a Hitler antes a los comunistas– se
han constatado varios síntomas que implícitamente
tendían hacia la revuelta. En primer lugar, el grito
reiterado de «Sarkozy renuncia», que como veremos es
típico de las revueltas históricas, fue proferido en
múltiples oportunidades, a pesar de las indicaciones
«apolíticas» de las burocracias dirigentes. Luego, se ha
podido constatar la evidente disidencia, en las mar-
chas, de diversas grandes columnas sindicales, mucho
más furiosas que sus jefes, que querían mucho más y lo
querían ya. En esta constatación, hay que incluir la
sorprendente decisión del sindicato de trabajadores de
refinerías de petróleo, que durante algunos días man-
tuvo un bloqueo en la entrega de naftas, una acción de
una brutalidad muy real y capaz de tener consecuen-
cias a largo plazo (por lo demás, la policía intervino
enseguida). Sin duda, esos hechos daban comienzo a lo
que siempre sucede en tiempos de revueltas: la división
de los aparatos, sean cuales fueren, bajo la presión
subjetiva de consignas por medio de las cuales la acción
colectiva tiende a unificar al pueblo. Finalmente y

                                                       37
sobre todo, la invención de nuevas formas de acción de
naturaleza virtualmente insurrecta, aun cuando no se
haya extendido, ha preparado el futuro. En particular,
cabe citar la práctica de huelgas «por procuración» o
huelgas «gratuitas»: esa fábrica o ese establecimiento
hacen huelga, aunque sus asalariados dicen que están
en el trabajo. Es que, con el evidente acuerdo de dichos
asalariados, una avanzada popular exterior, compues-
ta principalmente por personas que no están obligadas
a trabajar (jubilados, estudiantes, veraneantes, des-
ocupados…), ha ocupado el lugar y ha bloqueado la
producción. De esta manera, la condición de huelga es
por completo real, aunque los asalariados no estén
legalmente en huelga y puedan cobrar su paga. Este
procedimiento permite hacer que una huelga con ocu-
pación se extienda en el tiempo, una duración que, por
lo general, sigue siendo inaccesible, en la mayoría de
los casos, más allá de algunos días, sobre todo en la
actualidad, en la medida en que la vida se ha vuelto
muy difícil para los pequeños asalariados y que los
sindicatos están por demás debilitados como para sos-
tener un fondo de huelga.
   Por diversas razones, este tipo de acción es casi-
insurrecta. En primer lugar, hace caso omiso a la
opinión reaccionaria usual según la cual los asuntos de un
sitio son de sus asalariados y exclusivamente de ellos.
Luego, enfrenta sin ceder el juicio no menos reacciona-
rio según el cual es inmoral estar haciendo huelga y al
mismo tiempo declararse no huelguista. En tercer
lugar, vincula de manera absoluta «huelga» y «ocupa-
ción», que habitualmente están separadas por un esca-
lón, por lo menos en la escala de la violencia y de la
acción. De esta manera, crea una localización compar-
tida, y no sólo una localización restringida, como sería
el caso si únicamente los asalariados participaran de la

38
ocupación. En cuarto lugar, debe prepararse para la
llegada ineluctable de la policía, lo cual pone al
orden del día el clásico debate insurrecto entre el
abandono pacífico del sitio o la continuidad y la
resistencia en el lugar. Finalmente, y sobre todo, opera
en la acción el vínculo entre diversos estratos sociales
que por lo general se hallan separados, lo que de este
modo crea en el mismo lugar un tipo subjetivo nuevo,
más allá de los fraccionamientos alimentados tanto por
el Estado como por sus aprendices sindicales. La mejor
prueba de ello es que las acciones de una envergadura
de este tipo, como, por ejemplo, la toma de algunos
aeropuertos o la suspensión de actividades en las fábri-
cas de tratamiento de la basura, han sido preparadas
y decididas por comités que adoptan diversos nombres
pero cuya característica principal ha sido la de amal-
gamar a estudiantes, jóvenes, asalariados, agremiados
o no, jubilados, intelectuales… Así se realizaba a nivel
local, y en la mira de acciones inmediatas, una dimen-
sión importante de las revueltas más significativas: la
creación de un nuevo tipo de unidad popular, indife-
rente a las estratificaciones estatales y que se constitu-
ye como resultado de trayectos subjetivos aparente-
mente dispares.
   A favor de la latencia insurrecta de estas acciones,
también cabe considerar que los principales medios de
comunicación, servidores de la «prudencia democráti-
ca» –dicho en otros términos, de la ideología POL– se
cuidaron muy bien de ver en ello la única verdadera
novedad de la situación, la única promesa de futuro de
un movimiento tan blando como vasto, y lo menciona-
ran lo menos posible.
   Podemos afirmar que la «movilización» (penosa pala-
bra…) contra la ley Sarkozy sobre las jubilaciones ha
contenido, más allá de su ampulosidad derrotista, una

                                                       39
subjetividad insurrecta latente. Sin duda, habría bas-
tado una chispa, un incidente espectacular, un derrape
violento, y hasta una consigna sindical mal comprendi-
da para que dicha «movilización» adquiriese un cariz
mucho más decidido, para que saliera local y fuerte-
mente del consenso capital-parlamentario y constitu-
yese lugares populares inexpugnables.
   De esta manera, incluso en nuestros países angus-
tiados y tentados por la reacción más extrema, la
latencia de la revuelta demuestra que las circunstan-
cias pueden extraer de nuestra atonía un imprevisible
más allá de nuestras «democracias» mortíferas.




40
IV

           LA REVUELTA HISTÓRICA




Instruidos por la impactante novedad de las revueltas
en los países árabes, en especial por su duración, su
encarnizamiento, su consistencia desarmada y por su
imprevisible independencia, creo que, en primer tér-
mino, es posible proponer una definición simple de la
revuelta histórica: es el resultado de la transformación
de una revuelta inmediata, más nihilista que política,
en una revuelta prepolítica. Para lo cual, el caso de los
países árabes nos enseña entonces que se requieren:

   1. El paso de la localización restringida (manifesta-
ciones, asaltos y destrucciones en el sitio mismo de los
insurrectos) a la construcción de un lugar central
durable, en el que los insurrectos se instalen de manera
esencialmente pacífica, afirmando que permanecerán
en el lugar hasta que se vean satisfechas sus exigen-
cias. De pronto, también pasamos del tiempo limitado
y, en cierta medida, consumado de la revuelta inmedia-
ta, que es un asalto informe y arriesgado, al tiempo
largo de la revuelta histórica, que más bien se parece a
las viejas ciudades sitiadas, excepto por el hecho de que
ahora se trata de sitiar al Estado. En realidad, todo el
mundo sabe que destruir no puede durar mucho, salvo

                                                      41
durante las «grandes guerras»: una revuelta inmediata
dura entre uno y cinco días como máximo. En su lugar
masivo, incluso encerrado y hostigado por los policías,
o en las grandes avenidas que ocupa ritualmente un día
fijo de la semana, con la muchedumbre que no deja de
crecer, la revuelta histórica se sostiene semanas o meses.
   2. Para ello, se requiere pasar de la extensión por
imitación a la extensión cualitativa. Lo que quiere
decir que, en un sitio construido de esa manera, se van
unificando progresivamente casi todos los componen-
tes del pueblo: la juventud popular y estudiante, por
supuesto, pero también los obreros de las fábricas, los
intelectuales de toda suerte, familias enteras, gran can-
tidad de mujeres, empleados, funcionarios, y hasta
policías y soldados… Personas de diferentes religiones
diferentes se protegen mutuamente durante los mo-
mentos destinados a los rezos, personas de provenien-
cia opuesta conversan tranquilamente como si se cono-
cieran desde siempre. Y el habla múltiple, ausente o
casi ausente en las vociferaciones de la revuelta inme-
diata, se afirma, los carteles cuentan y exigen, las
banderas levantan a la multitud. Hasta la prensa
mundial reaccionaria terminará hablando del «pueblo
egipcio» con respecto a los que ocupan la plaza Tahrir.
Es en ese momento cuando el umbral de la revuelta
histórica se ha traspasado: localización establecida,
duración posible prolongada, intensidad de la presen-
cia compacta, multitud multiforme que vale por todo el
pueblo: como habría dicho Trotsky, que algo de esto sabía:
«Las masas se han subido al escenario de la Historia».
   3. También fue necesario pasar del alboroto nihilista
del asalto insurrecto a la invención de una consigna única
que envolviese todas las voces dispares: «¡Mubarak, anda-
te!». Así es como se creó la posibilidad de la victoria, en la
medida en que ha quedado fijada la apuesta inmediata de

42
la revuelta. Más allá de un sentimiento destructor de
venganza, el movimiento puede extenderse en el tiempo a
la espera de una satisfacción precisa, material: la partida
de un hombre cuyo nombre se repite, casi no hay tabú al
respecto, hoy condenado en el plano público a que lo tache
la gente ignominiosamente.
   De todo lo que hemos podido ver estos últimos meses,
retengamos esto: la revuelta se vuelve histórica cuando su
localización deja de ser restringida y, en cambio, en el
espacio ocupado funda la promesa de una temporalidad
nueva y de largo alcance; cuando su composición deja de
ser uniforme y, en cambio, esboza poco a poco una repre-
sentación del mosaico unificado de todo el pueblo; cuando,
finalmente, las quejas negativas de la revuelta pura se ven
reemplazadas por la afirmación de una demanda común, cu-
ya satisfacción da un primer sentido a la palabra «victoria».
   En este marco muy general, de entrada hay que
insistir en lo que conforma la rareza propiamente
histórica de las revueltas tunecina y egipcia de princi-
pios del año 2011: además de que nos enseñaron o nos
recordaron las leyes del pasaje de la revuelta inmedia-
ta a la revuelta histórica, han sido victoriosas con bas-
tante rapidez. Esos países contaban con regímenes que
parecían estar bien emplazados desde hacía mucho
tiempo, que habían organizado una vigilancia policial
permanente y que practicaba la tortura sin ningún
remordimiento, que estaban rodeados por la amabilidad
de todas las potencias «democráticas» imperiales, gran-
des o minúsculas, que estaban irrigados de manera cons-
tante por el maná corruptor de esas potencias y, de pronto,
helos allí derribados, o por lo menos los que resultaban
más emblemáticos –Ben Ali y Mubarak– por acciones
populares absolutamente imprevisibles y sin que las
dirigiera ninguna organización existente, lo que vuelve
indudable la dimensión insurrecta de esas acciones.

                                                          43
Sólo con esos hechos alcanza ya para que hablemos,
con respecto a esas revueltas, de un «despertar de la
Historia». ¿Cuántos años son los que habría que remon-
tarse para encontrar el derrocamiento de un poder
centralizado y bien armado llevado a cabo por parte de
una inmensa multitud que lo enfrentaba sin nada en
las manos? Treinta y dos años: la época en que gigantes-
cas manifestaciones callejeras, contra las cuales las
fuerzas armadas nada pudieron hacer, derrocaron al
Sah de Irán que, al igual que Ben Ali, era considerado
un occidentalista y un modernizador, y que, como a él,
nuestros gobernantes habían adorado, habían subven-
cionado y habían armado. Pero en ese entonces nos
encontrábamos precisamente en el final de una larga
secuencia histórica en que las revueltas, las guerras de
liberación nacional, las tentativas revolucionarias,
las guerrillas y las sublevaciones de la juventud
habían otorgado un sentido pleno a la idea de Histo-
ria, encargada de sostener y validar opciones políti-
cas radicales. Para una gran cantidad de gente,
entre 1950 como muy temprano y 1980 como muy
tarde, las ideas de revolución y de comunismo cons-
tituyen en todo el mundo evidencias triviales. Sin
embargo, en nuestros países, a partir de comienzos
de los años 1970 muchos militantes tiran la toalla,
dando inicio al penoso camino de la renegación y de
la adhesión al orden establecido, bajo la bandera
apolillada del «antitotalitarismo». La Revolución cul-
tural en China, esa Comuna de Paris de la época de
los Estados socialistas, 5 fracasó debido a su propia

    5
      Para un análisis sintético de la Revolución Cultural que, a
menos que no se quiera comprender nada de la historia del proyecto
comunista, es el punto histórico a partir del cual hay que volver a
partir, señalo las páginas que le consagro en L’Hypothèse communis-
te (Lignes, 2009).

44
violencia anárquica –¿acaso se trataba de una colección
de revueltas inmediatas?– en 1976, con la muerte de
Mao. Solos en el mundo, algunos grupos intentaron
preservar los medios de una nueva duración. En este
sentido, la revolución iraní era terminal y no inaugu-
ral. A través de su oscura paradoja (una revolución
dirigida por un ayatolah, una sublevación popular que
se hallaba como encastrada en un contexto teocrático),
anunciaba el fin del tiempo claro de las revoluciones.
En ello, coincidía con el movimiento obrero Solidarnosc
de Polonia. Este alzamiento popular de gran importan-
cia contra un Estado socialista corrupto y crepuscular
ha recordado que siempre es posible la acción de las
masas populares, incluso en una situación devastada
por la ocupación extranjera y un régimen político im-
puesto desde afuera. Solidarnosc también nos ha recor-
dado que tales acciones sacan una fuerza singular
cuando se centran en las fábricas y sus obreros. Pero al
margen de su fuerza crítica, el movimiento polaco
seguía estando desprovisto de toda idea nueva referida
al posible destino del país y extrañamente lo alentaban
un futuro papa y un clero absolutamente reaccionarios.
Por lo demás, el resultado de la revolución iraní, el
oxímoron que conforma la expresión «República islámi-
ca», como su nombre lo indica, no tiene ninguna vocación
universal. Menos todavía el triste destino del Estado
polaco «liberado» del comunismo: capitalismo rabioso,
xenófobo y servilmente proestadounidense.
   Naturalmente, no sabemos a dónde irán a parar las
revueltas históricas de Túnez, de Egipto, de Siria y de
otros países árabes: nos encontramos en la primera fase
posinsurrecta y todo sigue siendo muy incierto. Pero
resulta claro que, a diferencia de la revuelta histórica
polaca o de la revolución iraní, que clausuraban una
secuencia con una cerrazón violenta y paradójica de su

                                                     45
contexto ideológico, las revueltas en los países árabes
abren una secuencia que deja a su propio contexto en la
indecisión. Remueven y modifican las posibilidades
históricas de manera tal que el sentido que después
adquirirán sus pocas victorias iniciales en gran medi-
da fijará el sentido de nuestro futuro.
   Al tiempo que mantenemos su dimensión puramente
acontecimental y, por lo tanto, sustraída de la previ-
sión «científica», creo que podemos inscribir estas dis-
posiciones insurrectas como acciones características
de lo que llamaré periodos de intervalo.
   ¿Qué es un periodo de intervalo? Es lo que viene
después de un periodo durante el cual la concepción
revolucionaria de la acción política ha sido clarificada
lo suficiente como para que se haya presentado de
manera explícita como una alternativa al mundo domi-
nante y haya obtenido al respecto apoyos masivos y
disciplinados, a pesar de las luchas internas que mar-
can su desarrollo. En un periodo de intervalo, por el
contrario, la idea revolucionaria del periodo preceden-
te, que desde luego se ha topado con obstáculos muy
serios –enemigos encarnizados en el exterior e incapa-
cidad provisoria para resolver importantes problemas
que se suscitan en el interior– ha dejado vacante su
herencia. Todavía no ha sido sustituida por un nuevo
curso en su desarrollo. Está faltando una figura de la
emancipación que sea abierta, compartida y practicable
en una escala universal. El tiempo histórico, por lo menos
para los que no aceptan venderse a la dominación, se
define por una suerte de intervalo incierto de la Idea.
   En el transcurso de tales periodos, justamente debi-
do a que el camino revolucionario se ha debilitado o que,
incluso, se ha vuelto ilegible, es posible que los reaccio-
narios digan que las cosas han retomado su curso
natural. Es lo que ha ocurrido de manera típica en 1815

46
con los restauradores de la Santa Alianza, para quienes
las relaciones sociales feudales y su síntesis monárqui-
ca constituían el único orden digno de Dios, mientras
que la revolución republicana y plebeya no era más que
una monstruosidad que se resumía en el Terror y en la
figura diabólica de Robespierre. Y es también de mane-
ra típica lo que nos quieren hacer creer desde hace
treinta años: la aberración totalitaria, el poder ideoló-
gico mortífero, los Estados socialistas, el marxismo, el
leninismo, el maoísmo y todos los movimientos del pen-
samiento y de la acción que encontraron allí el principio
de una vida intensa, sabemos de fuentes seguras –dicen
los devotos demócratas y los nuevos tartufos– que no
eran más que imposturas ineficientes y criminales que
se resumen en la figura diabólica de Stalin. La natura-
leza pacífica de las cosas, la única proposición que vale,
es la armonía natural entre el capitalismo desenfrena-
do y la democracia impotente. Impotente debido a que,
del lado del verdadero poder, el del Capital, es servil y del
lado de la ambición trabajadora y popular, está estrecha-
mente «controlada».
   La «democracia liberal» es el periodo de intervalo en
que todavía estamos, es decir, entre 1980 y 2011 (¿y aun
más?) –periodo en que el capitalismo clásico se ha
reactivado como consecuencia del hundimiento de las
formas estatales de la vía comunista surgidas de la
revolución bolchevique– lo que era la «monarquía liberal»
en el periodo de intervalo durante el cual el capitalismo
moderno se desarrolló tras el aplastamiento de los últi-
mos temores de la revolución republicana (1815-1850).
   Sin embargo, durante esos periodos de intervalo, los
descontentos, las revueltas, la convicción de que el
mundo no debería ser lo que es, que el capital-parla-
mentarismo no es de ninguna manera «natural» sino
perfectamente siniestro, todo eso existe. Al mismo

                                                          47
tiempo, no puede encontrar una forma política propia,
debido a la imposibilidad, en primer lugar, de extraer
su fuerza del hecho de que comparten una Idea. La
fuerza de las revueltas, incluso cuando aquellas ad-
quieren un alcance histórico, sigue siendo esencial-
mente negativa («que se vayan todos», «afuera Ben Ali»,
«Mubarak, andate»). La fuerza no despliega la consigna
en el elemento afirmativo de la Idea. Es por esta razón
que la forma de la acción de masa colectiva sólo puede
ser la revuelta, conducida en el mejor de los casos hacia
su forma histórica, lo que también se denomina un
«movimiento de masas».
   Recapitulemos: en periodos de intervalo, la revuelta
es la guardiana de la historia de la emancipación.
   Volvamos al periodo 1815-1850, en Francia y en
Europa, pues nuestro propio intervalo extrañamente
se parece a esa Restauración. Viene a ocupar el lugar de
la Gran Revolución y se encuentra vertebrado, al igual
que nuestros últimos treinta años, por una restaura-
ción reaccionaria virulenta, que al mismo tiempo es
políticamente constitucionalista y económicamente li-
beral. Sin embargo, también ha sido un gran periodo de
revueltas, que a menudo fueron momentánea o aparen-
temente victoriosas (las Tres Gloriosas de 1830, las
revueltas obreras que se dieron un poco por todas
partes, la «revolución» de 1848…), sobre todo a partir
de los años 1830. Se trata en todos los casos de revuel-
tas, a veces inmediatas, a veces más históricas, carac-
terísticas de un periodo de intervalo: a la idea republi-
cana, insuficiente de allí en adelante para lograr des-
prenderse de la reacción burguesa, le deberá suceder,
a partir de 1850, la Idea comunista.
   Una vieja constatación indica que el despertar de la
Historia, bajo la forma de la revuelta y de su posible
victoria inmediata, por lo general no es contemporáneo

48
de la reviviscencia de la Idea, lo cual le habría dado a
la revuelta un futuro político real. Esta ruptura de
contacto es completamente perceptible en algunas re-
vueltas de los Sans-culottes y de los «Bras nus» durante
la misma Revolución Francesa. Esas revueltas no ha-
brían podido contentarse con la ideología revoluciona-
ria bajo su estricta forma republicana. Suponen un más
allá ideológico que aún no se ha constituido. A falta de
una Idea subjetiva realmente compartida, de allí en
más les será imposible resolver el problema que signi-
fica pasar de la revuelta, incluso la que es histórica, a
la consistencia de una política organizada.
   Sin duda, la prueba empírica más impactante de que
la Historia no lleva consigo la solución a los problemas
que, sin embargo, pone al orden del día la constituye
este inevitable retraso de las revueltas –en la medida
en que son la señal de masa de una reapertura de la
Historia– sobre las cuestiones más contemporáneas de
la política, transmitidas ellas también por el momento
previo al intervalo, mientras existió una visión amplia
de la política de la emancipación. Por muy brillantes y
memorables que sean las revueltas históricas del mun-
do árabe, al final acaban tropezando con problemas
universales de la política que quedaron en suspenso en
el periodo anterior, en el centro de los cuales se halla lo
que constituye el problema por antonomasia de la
política, a saber, el de la organización. Sólo que, como lo
dice Mao, «para tener orden en la organización, hay que
tenerlo en la ideología». Sin embargo, la ideología siempre
es sólo el conjunto de consecuencias abstractas de una
Idea o, si se prefiere, de uno o de varios principios.
   En suma, en tanto que guardianas de la historia de
la emancipación durante los periodos de intervalo, las
revueltas históricas señalan la urgencia de una propo-
sición ideológica reformulada, de una Idea fuerte, de

                                                        49
una hipótesis crucial, para que la energía que ellas li-
beran y los individuos que se comprometen con ellas
consigan hacer que acontezca, más acá y más allá del
movimiento de masas y del despertar de la Historia que
señala, una nueva figura de la organización y, por lo
tanto, de la política. Para que el día político que sigue
al despertar de la Historia también sea nuevo. Para que
el mañana difiera realmente del hoy. Para que, en
suma, se valide enteramente la lección que contiene el
último verso de un famoso poema de Brecht, Elogio de
la dialéctica, que cito aquí en su totalidad:

     Hoy la injusticia se pavonea con paso seguro.
     Los opresores hacen planes por diez mil años.
     La violencia asegura: «Todo seguirá como está».
     No suena otra voz más que la de los que dominan
     y en todos los mercados la explotación proclama:
                                «Ahora me toca a mí».
     Pero entre los oprimidos, muchos ahora dicen:
     «Lo que nosotros queremos, nunca ocurrirá».

     ¡El que está todavía vivo, que no diga: «nunca»!
     Lo seguro no es seguro.
     Nada quedará como está.
     Cuando hayan hablado los que dominan
     hablarán los dominados.
     ¿Quién se atreve a decir «nunca»?

     ¿De quién depende que la opresión continúe?
                                      De nosotros.
     ¿De quién depende que se la aplaste? De nosotros.
     El que es derribado, ¡que se levante!
     El que está perdido, ¡que luche!
     Al que ha comprendido por qué está así,
                ¿cómo habrían de detenerlo?
     Los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
     y ese «nunca» será: hoy mismo.


50
V

          LA REVUELTA Y OCCIDENTE




La revuelta histórica es un desafío para el Estado en la
medida en que, al exigir la partida de los hombres que
lo dirigen, casi siempre lo expone a un cambio brutal e
imprevisto que puede incluso llegar a hundirse por
completo (es lo que efectivamente ocurrió en Irán, hace
treinta años, con el régimen monárquico del Sah). Al
mismo tiempo, la revuelta no posee todas las claves, –muy
lejos de ello– de la naturaleza y de la extensión del
cambio al que está exponiendo al Estado. La revuelta no
ha prefigurado en lo más mínimo lo que va a ocurrir en
el Estado.
   Desde luego, en los movimientos de masas con di-
mensión histórica siempre hay gente que cree sincera-
mente lo contrario. Piensan que las prácticas democrá-
ticas populares del movimiento (de cualquier revuelta
histórica, dónde y cuando sea) forman una suerte de
paradigma para el Estado futuro. Se organizan asam-
bleas igualitarias, todo el mundo tiene derecho a tomar
la palabra y las diferencias sociales, religiosas, racia-
les, nacionales, sexuales e intelectuales ya no tienen
ninguna importancia. La decisión es siempre colectiva.
Por lo menos en apariencia: los militantes aguerridos
saben cómo preparar una asamblea a través de una

                                                      51
reunión restringida previa que, en los hechos, será
secreta. Pero poco importa, lo cierto es que la decisión
será casi siempre unánime porque de la discusión se
desprenderá la proposición más fuerte y más justa. Y
entonces es posible decir que el poder «legislativo», el
que formula la nueva directiva, no sólo coincide con el
poder «ejecutivo», el que organiza las consecuencias
prácticas, sino también con todo el pueblo activo que
simboliza la asamblea.
   ¿Por qué no extender a todo el Estado esos caracteres
de la democracia de masas que son tan fuertes y que
despiertan tanto entusiasmo? Muy simplemente por-
que entre la democracia insurrecta y el sistema rutina-
rio, represivo y ciego de las decisiones estatales –in-
cluso, y sobre todo, cuando pretenden ser «democráti-
cas»– existe un abismo tan importante que Marx sólo
podía imaginar subsanarlo al término de un proceso de
debilitamiento del Estado. Y ese proceso exigía, para
ser bien dirigido hasta su meta, no una democracia de
masas por todas partes sino su contrario dialéctico:
una dictadura transitoria, cerrada e implacable.
   Sin que quepa duda alguna, Marx tenía razón, y más
adelante volveré sobre esta paradoja racional de una
continuidad inevitable entre la democracia igualitaria
instaurada por la revuelta histórica en su propio seno
y la dictadura popular ejercida hacia el exterior, diri-
gida contra los enemigos y los sospechosos, por medio
de la cual se intenta llevar a cabo lo que implica una
fidelidad política a la revuelta.
   Por el momento, nos alcanza constatar que una
revuelta histórica no propone por sí misma ninguna
alternativa al poder que pretende derribar. Hay una
diferencia muy importante entre «revuelta históri-
ca» y «revolución»: se supone, por lo menos desde
Lenin, que la segunda dispone en sí misma de los

52
recursos necesarios para una toma inmediata del
poder.
   Ésa es la razón por la cual en todas las épocas los
insurrectos se han quejado de que el nuevo régimen,
siguiente al derrocamiento insurrecto del anterior, sea
en lo esencial idéntico a aquel. El prototipo de esta
similitud, tras la caída de Napoleón III, como conse-
cuencia de la guerra perdida y a las revueltas del 4 de
septiembre de 1870, es la conformación de un régimen
cuyo personal político había surgido en su mayoría de
la pretendida «oposición» al Imperio. Para que se supie-
ra exactamente de qué lado estaba ubicado, este «nue-
vo» poder mostrará su particular ferocidad antipopu-
lar algunos meses más tarde, al masacrar sin el más
mínimo remordimiento a miles de trabajadores parti-
darios de la Comuna.6
   El Partido Comunista, tal como fue concebido por el
POSDR7 y luego por los bolcheviques, era una estructu-
    6
      Resulta esencial reconstruir la génesis del concepto (parlamen-
tario) de «la izquierda» a partir de su origen «republicano», a saber:
el gobierno compuesto por la oposición a Napoleón III que tomó el
poder en 1870. Los Thiers y los tres Jules, como dice Guillemin
(Jules Ferry, Jules Grévy y Jules Simon) son los tristes héroes de
este asunto, que obtuvo por saldo en primer lugar la capitulación
ante los prusianos y luego la feroz masacre de los partidarios de la
Comuna. La izquierda francesa (colonialismo, unión sagrada en 14-
18, amplia adhesión a Pétain, guerra de Argelia, participación en el
golpe de estado gaullista de 1958, universalización financiera bajo
Mitterrand, trato represivo hacia los trabajadores de origen africa-
no, por citar algunas cosas) ha sido fiel desde entonces a sus
orígenes. Sobre el anudamiento de la palabra «izquierda» a una
constante contrarrevolucionaria propongo algunas pistas en el
capítulo que dedico a la Comuna de Paris en L’Hypothèse communis-
te, op. cit.
    7
      Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. El POSDR, una
organización marxista revolucionaria fundada en marzo de 1898, se
dividirá más tarde en dos facciones: los bolcheviques y los menche-
viques (N. d. E.).

                                                                   53
ra que se proclamó apta para encarnar una alternativa
al poder en plaza y para fundar un Estado nuevo tras
la destrucción completa del viejo aparato zarista, como
resultado de un análisis riguroso que llevó a cabo Lenin
de la Comuna de Paris.
   Cuando la figura insurrecta se convierte en una
figura política o, dicho en otros términos, cuando dis-
pone en sí misma del personal político que necesita y
cuando recurrir a los viejos caballos profesionales del
Estado se vuelve claramente inútil, es posible decir que ha
llegado el fin del periodo de intervalo debido a que una
nueva política ha conseguido apropiarse del despertar de
la Historia que una revuelta histórica había simbolizado.
   Para volver a las revueltas históricas del mundo
árabe, en particular en Egipto y en Túnez, sabemos ya
que van a continuar y que se van a dividir. Una parte
de los insurrectos, los más jóvenes, los más determina-
dos o los que están mejor organizados, va a proclamar
que los poderes de transición que penosamente fueron
puestos en funciones y que a menudo enmascaran la
permanencia de las instituciones más importantes del
antiguo régimen (el ejército en Egipto, por ejemplo)
están tan alejados del movimiento popular que no los
quiere, como tampoco a Ben Ali o a Mubarak. Pero estas
protestas, por el momento, no producen la idea a partir
de la cual será posible organizar la fidelidad a la
revuelta. De donde surge una animada indecisión que,
desde un punto de vista puramente formal, coloca la
situación en el mundo árabe muy cerca de lo que ya se
vio en el siglo XIX.8

     Uno de los signos dialécticos que indican que el capitalismo
     8

contemporáneo está regresando generalizadamente a la forma pura
del capitalismo tal como se lo podía ver operar hacia mediados del
siglo XIX lo constituye el fascinante parecido que tienen entre sí las
revueltas en el mundo árabe y la «revolución» de 1848 en Europa. Un


54
A fin de cuentas, no podemos esquivar la pregunta:
¿cuáles son los criterios que nos permiten juzgar una
revuelta y medir la importancia del despertar históri-
co que encarna?
   Las potencias occidentales y los medios de comuni-
cación que dependen de ellas tienen desde el comienzo
una respuesta bien preparada: según ellos, el deseo que
anima a las revueltas en los países árabes es el de la
«libertad», en el sentido que los occidentales le dan a
esa palabra, a saber, la «libertad de opinión» dentro del
marco fijo del capitalismo desenfrenado («libertad de
emprender») y del Estado fundado sobre la base de la
representación parlamentaria (las «elecciones libres»
que dan a elegir entre diversos administradores, prác-
ticamente indiscernibles, del sistema en plaza).
   En el fondo, nuestros gobernantes y nuestros medios
de comunicación dominantes han propuesto una inter-
pretación simple de las revueltas en el mundo árabe: lo
que allí se ha expresado es lo que se podría denominar
un deseo de Occidente. Un deseo de que «se beneficien»
con todo lo que nosotros, hartos y somnolientos indivi-
duos de los países pudientes, ya «nos beneficiamos». Un

————
mismo origen aparentemente anecdótico, una misma sublevación
general, una misma extensión en todo un espacio histórico (en 1848
era Europa), mismas diferenciaciones según los países, mismas
declaraciones colectivas ardientes e imprecisas, una misma orien-
tación antidespótica, mismas incertidumbres, una misma tensión
sorda entre el componente intelectual y pequeñoburgués y el com-
ponente obrero… Es sabido que ninguna de esas revoluciones logró
realmente desembocar en una nueva situación estatal y social. Pero
también se sabe que a partir de ellas se abrió una secuencia
histórica completamente nueva que apenas concluye en los años
ochenta del siglo XX. Es que la Idea está atada a los acontecimientos.
Tras haber sido derrotados en las barricadas de las insurrecciones
alemanas, Marx y Engels firmaron uno de los textos más victoriosos
de la Historia: el Manifiesto del Partido Comunista.


                                                                   55
deseo de que por fin se integren al «mundo civilizado»
que los occidentales, descendientes incorregibles de
colonos racistas, están tan seguros de representar que
montan «tribunales» internacionales para juzgar a quien-
quiera que sostenga otros valores –cierto es que a veces, en
efecto, son poco recomendables– o apenas haga como si
quisiera sacarse la pesada tutela de la «comunidad inter-
nacional» –desde luego, a veces de manera puramente
interesada–. Al hacerlo, los occidentales que se cobijan
tras el escudo del Derecho olvidan que su pretendido
poder de decir el Bien no es más que el nombre moderni-
zado del intervencionismo imperial.
   Todo movimiento de masas es, a ciencia cierta, una
exigencia apremiante de liberación. En relación con
regímenes tan despóticos, corruptos y sometidos a los
deseos imperiales como los de Ben Ali y de Mubarak,
una exigencia de esa naturaleza no podría ser más
legítima. Que ese deseo como tal sea un deseo de
Occidente es algo infinitamente más problemático.
   Hay que recordar que Occidente, en tanto potencia,
no ha dado hasta ahora ninguna prueba de estar pre-
ocupado de la manera que sea por organizar la libertad
en los lugares en que interviene, lo que a menudo lleva
a cabo por las armas. Lo que cuenta para nosotros,
«civilizados», es: «¿Ustedes están con nosotros o no?»,
dándole a la expresión «estar con nosotros» el significa-
do de una interioridad servil hacia la economía de
mercado planetario, organizada en los países en cues-
tión por un personal corrupto que colabora estrecha-
mente con una policía y un ejército contrarrevoluciona-
rios, formados, armados y dirigidos por oficiales, agen-
tes secretos y traficantes que son típicamente nuestros.
«Países amigos» como Arabia Saudita, Pakistán, Nige-
ria, México y muchos otros son tan despóticos y corrup-
tos, cuando no mucho más todavía, que lo que eran

56
Túnez bajo Ben Ali o Egipto bajo Mubarak, pero a los
que aparecieron en el momento de los acontecimientos
de Túnez o de Egipto como ardientes defensores de
todas las revueltas a favor de la libertad casi no se los
escucha mencionar este tema. Resulta más que claro
que nuestros Estados prefieren la calma firme que
garantizan los amigos déspotas a la incertidumbre de
la revuelta. Pero en la medida en que la revuelta se deja
interpretar como un deseo de Occidente, y aun más si
termina siéndolo, los políticos y los medios de comuni-
cación de nuestros países le darán la bienvenida.
   Sin embargo, este desenlace no está asegurado. El
hecho mismo de que los franceses y los ingleses hayan
ido a Libia, bajo el megáfono oportuno de Bernard-
Henri Lévy, para inventar pura y llanamente unos
cuantos «rebeldes» de acá y de allá –entre los cuales, los
únicos que resultaron ser verdaderamente eficaces
probaron ser ex miembros de Al Qaeda, ¡imagínense
qué paradoja!– pero, a cuyos pies, por el momento todos
se rinden (Libia es, en efecto, el único lugar en el mundo
en que a la gente le viene la descabellada idea de gritar
«viva Sarkozy»), para armarlos, para dirigirlos y para
garantizarles apoyo aéreo a sus fuerzas aéreas, mues-
tra hasta qué punto, en definitiva, temen nuestros
gobernantes que en las verdaderas revueltas se exprese
algo que no sea un amor desmesurado por las civiliza-
ciones imperiales. Que tras cinco meses de acción de las
aviaciones francesas e inglesas bajo la logística estado-
unidense con sus helicópteros de asalto, con sus oficia-
les y agentes en el terreno, se esté hablando de una
emocionante «victoria de los rebeldes» es francamente
ridículo.
   Pero este tipo de victoria (Juppé,9 en lo que debe
  9
   Alain Juppé, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de
Sarkozy (N. del T.).

                                                              57
considerarse como una enorme confesión, afirma que
«nosotros somos los que hicimos el trabajo») es lo que los
occidentales adoran. Pues cuando se trata de verdade-
ras revueltas populares, no consiguen reprimir imagi-
narse que, tal vez, después de todo, se las tengan que
ver con personas que no desean quedar roncas de tanto
gritar a favor de Cameron, de Sarkozy o de Obama. ¿Tal
vez –y su angustia empieza a aumentar– se tratará en
todos esos episodios de una Idea todavía no formulada
pero para ellos muy desagradable? ¿De una concepción
de la democracia por completo opuesta a la suya? Ante
esta incertidumbre, concluyen, preparemos nuestras
ametralladoras y verifiquemos, aquí y allá, que estén
listas por si hay que usarlas.
   En estas condiciones, es necesario intentar definir
con mayor precisión lo que es o lo que sería un movi-
miento popular reductible a un «deseo de Occidente», y
lo que bien podrían ser las revueltas actuales, más allá
de esta tentación mortífera.
   Intentémoslo: una revuelta sometida al deseo de
Occidente adquiere de inmediato la forma de una
revuelta antidespótica, cuya potencia negativa y popu-
lar es en efecto la de la multitud, pero cuya potencia
afirmativa no tiene una norma distinta de aquellas de
las que se vale Occidente. Un movimiento popular que
responde a esta definición tiene todas las posibilidades
de concluir con muy modestas reformas constituciona-
les y con elecciones bien controladas por la «comunidad
internacional», de las que saldrán vencedores, para
sorpresa general de los simpatizantes de la revuelta, o
bien sicarios muy conocidos de los intereses occidenta-
les o bien un refrito de esos «islamistas moderados» de
quienes nuestros gobernantes están aprendiendo poco
a poco que no tienen gran cosa a la que temer. Propongo
afirmar que, al término de un proceso de esa naturale-

58
za, habremos presenciado un fenómeno de inclusión
occidental.
   En nuestros países, la interpretación dominante de
lo que está ocurriendo apunta a que ese fenómeno
constituya el desenlace natural y legítimo, bajo el
nombre de «victoria democrática», de los procesos insu-
rrectos que se presentan en los países árabes.
   Lo cual, por lo demás, echa luz al hecho de que las
revueltas, por el contrario, se reprimen y se deshonran
de manera brutal cuando se presentan en países como
los nuestros. Si una «buena revuelta» reclama una
inclusión occidental, ¿por qué cuernos sublevarse allí
donde esta inclusión está bien establecida, en nuestra
sólida democracia civilizada? Los piojosos, los árabes,
los negros, los orientales y otros trabajadores venidos
del infierno pueden, de tanto en tanto y sin exagerar,
exigir ser «como nosotros», máxime que no será mañana
que lo conseguirán y que, entretanto, el buen saqueo
colonial que alimenta nuestra serenidad persistirá
bajo diversas formas. En nuestros países, por el contra-
rio, sólo tienen derecho a trabajar y a votar en silencio.
Si no, ¡cuidado! Cameron y su pequeño gulag londinen-
se reservado a los jóvenes de los barrios, Sarkozy y su
Kärcher antigentuza, velan por los muros de la civili-
zación.
   Si es cierto que, tal como Marx lo había previsto, el
ámbito de realización de las ideas emancipadoras es el
espacio mundial (lo cual, dicho entre paréntesis, no ha
sido realmente el caso de las revoluciones del siglo XX),
entonces, un fenómeno de inclusión occidental no pue-
de considerarse un cambio verdadero. Lo que constitui-
ría un cambio verdadero sería una salida de Occidente,
una «desoccidentalización» que adquiriría la forma de
una exclusión. Me dirán que es una ensoñación. Pero
puede ser que se presente así bajo nuestros ojos. Y en

                                                       59
todo caso, es lo que debemos soñar, porque ese sueño
permite atravesar, sin desdecirse ni hundirse en el «no
future» del nihilismo, los penosos años de un periodo de
intervalo.




60
VI

        REVUELTA, ACONTECIMIENTO,
                 VERDAD




Se habrá comprendido que el valor que se le otorga al
actual despertar insurrecto de la Historia se debe a la
posibilidad que posee de dar lugar a las fidelidades
políticas que se mantienen indiferentes al deseo de
Occidente.
   ¿Qué es lo que nos puede garantizar que el aconte-
cimiento, la revuelta histórica, produzca en efecto
esta posibilidad? ¿Quién nos protegerá de la fuerza
subjetiva, bien real, del deseo de Occidente? No es
posible dar aquí ninguna respuesta formal. El análi-
sis minucioso del largo y tortuoso proceso estatal no
nos será de gran ayuda. A corto plazo, desembocará
en elecciones que carecen de verdad. Lo que tenemos
que hacer es una investigación paciente y minuciosa
junto a la gente, en la búsqueda de lo que habrá de
afirmar, al cabo de un proceso de división inevitable
(pues el portador de verdad siempre es el Dos y no el
Uno), la fracción irreductible del movimiento, a sa-
ber, los enunciados. Cuestiones dichas que no sean
solubles en la inclusión occidental. Cuando esos enun-
ciados existen, se los reconoce fácilmente. Y es bajo la
condición de que existan esos enunciados como resul-
ta posible concebir un proceso de organización de las

                                                     61
figuras de la acción colectiva, lo cual marcará su
acontecer político.
   Ya significa bastante constatar que, en la revuelta
histórica egipcia, la más importante y consistente de
todas, nada da cuenta de manera irreversible que se
esté tratando de un deseo masivo de Occidente. Aque-
llas personas que, día tras día, han leído en lengua
árabe las banderolas de la plaza Tahrir, han constata-
do, a menudo para su gran sorpresa, que la palabra
«democracia» no aparece prácticamente nunca. Los
temas principales, más allá del «¡Andate!» unánime,
son el país, Egipto, la restitución del país a su pueblo
levantado (lo que explica la presencia por todas partes
de la bandera nacional) y, por lo tanto, precisamente el
fin de su servilismo con respecto a Occidente y a su
componente israelí; el fin de la corrupción y de la des-
igualdad monstruosa entre un puñado de corruptos y
la masa de trabajadores ordinarios; la voluntad de
construir un Estado social que ponga fin a la terrible
miseria de millones de personas. Es posible integrar
todo esto en una gran Idea política nueva, en continui-
dad con lo que he denominado el «comunismo de movi-
miento», propio a todos los movimientos de ese tipo,
mucho más fácilmente que al ardid electoral, esa tram-
pa que tiende el viejo opresor histórico.
   Puedo retomar todo esto de un modo a la vez más
abstracto y más simple. En un mundo estructurado por
la explotación y la opresión, hay masas de personas que
no tienen, estrictamente hablando, ninguna existen-
cia. No cuentan para nada. En el mundo actual, casi
todos los africanos, por ejemplo, no cuentan para nada.
E incluso en nuestras comarcas pudientes, en el fondo,
la mayoría de las personas, la masa de trabajadores
comunes no decide absolutamente nada, no tiene sino
una voz ficticia en el capítulo de las decisiones que

62
conciernen a su propio destino. Sólo una oligarquía, a la
vez alejada y omnipresente, consigue ligar los episodios
sucesivos de la vida de la gente mediante un parámetro
unificado, a saber, el provecho con el que se alimenta
esa oligarquía.
   A esas personas que se hallan presentes en el mundo
pero que están ausentes en su sentido y en las decisio-
nes que conciernen a su futuro, las llamaremos el
inexistente del mundo. Diremos entonces que un cam-
bio de mundo es real cuando un inexistente del mundo
comienza a existir en este mismo mundo con una inten-
sidad máxima. Exactamente eso es lo que decía y
todavía dice la gente en las manifestaciones populares
en Egipto: no existíamos y ahora existimos, podemos
determinar la historia del país. Este hecho subjetivo
está provisto de una fuerza extraordinaria. El inexis-
tente se ha puesto de pie. Es por eso que se habla de
sublevación: estaban acostados, plegados, se levantan,
se ponen de pie, se sublevan. Este levantamiento es un
levantamiento de la existencia misma: los pobres no se
volvieron ricos, la gente desarmada no está armada,
etc. En el fondo, nada ha cambiado. Lo que ha ocurrido
es que se ha puesto de pie la existencia del inexistente,
condicionado por lo que denomino un acontecimiento.
Sin ignorar que, a diferencia del ponerse de pie del
inexistente, el acontecimiento mismo casi siempre es
inaprehensible.
   La definición del acontecimiento como lo que vuelve
posible el ponerse de pie del inexistente es una defini-
ción abstracta aunque irrefutable, muy simplemente
porque el ponerse de pie se proclama: es inmediata-
mente lo que dice la gente. ¿Qué es lo que se observa
objetivamente? La determinación de un lugar cumple
un papel decisivo: en unos pocos días, una plaza del
Cairo adquiere una fama planetaria. Resulta funda-

                                                      63
mental constatar que, en tiempos de un cambio real, se
da la producción de un lugar nuevo que, sin embargo, es
interno a esa localización general que es un mundo. De
esta manera, en Egipto, las personas reunidas en la
plaza consideraban que Egipto eran ellos, que Egipto
eran las personas que estaban ahí para proclamar que,
si bajo Mubarak Egipto no existía, de allí en más existe,
y ellos con su país.
   La fuerza de este fenómeno es tal que, algo cierta-
mente extraordinario, todo el mundo se inclina ante él.
En el mundo entero se admite que las personas que
están ahí, en ese lugar que han construido, son el
pueblo egipcio en persona. Hasta nuestros gobernan-
tes, hasta nuestros medios de comunicación sometidos,
que tiemblan entre bambalinas y que se preguntan
cómo van a hacer sin sus servidores-déspotas en países
estratégicos como Egipto, sólo expresan la «subleva-
ción democrática del pueblo egipcio» y le aseguran con
admiración que tienen todo su apoyo (mientras prepa-
ran, siempre en bambalinas, un «cambio» para que todo
siga igual que antes, al cabo de una bendecida masca-
rada electoral).
   ¿Así que los insurrectos que se reúnen en la plaza del
Cairo son, por lo tanto, el «pueblo egipcio»? Pero en este
asunto ¿qué sucede con el dogma democrático, con el
sacrosanto sufragio universal? Yo sé muy bien que,
detrás de la fachada del apoyo sin desmayo a los
insurrectos, se esconde un miedo activo y, a fin de
cuentas, vivas presiones para que rápidamente todo
vuelva a un orden estatal fiable y pro-occidental. ¡Pero
aun así! ¿No se trata de algo peligroso, no se trata –¡ho-
rror!– de la llegada de una concepción nueva de la
política, cuando por todas partes se saluda, como si
valiera por el todo, esta corta metonimia de Egipto que
son estas personas reunidas en la plaza, con su demo-

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  • 1. Alain Badiou EL DESPERTAR DE LA HISTORIA AS D as N in U g G pa SE 28 1 3
  • 2. COLECCIÓN CLAVES Dirigida por Hugo Vezzetti 4
  • 3. Alain Badiou EL DESPERTAR DE LA HISTORIA ALAIN BADIOU El despertar de la Historia Traducción de Pablo Betesh Circunstancias, 6 Ediciones Nueva Visión Buenos Aires 5
  • 4. Badiou, Alain El despertrar de la Historia - 1ª ed. - Buenos Aires: Nueva Visión, 2012 128 p.; 20x13 cm. (Claves) ISBN 978-950-602- Traducción de Pablo Betesh 1. Análisis literario. 2. Estudios literarios I. Cardoso, Heber, trad. II. Titulo. CDD 801.95 Título del original en francés: © Armand Colin, Paris, 2007 Traducción de Pablo Betesh ISBN 978-950-602-582-3 Toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier sistema –incluyendo el fotocopiado– que no haya sido expresamen- te autorizada por el editor constituye una infracción a los derechos del autor y será reprimida con penas de hasta seis años de prisión (art. 62 de la ley 11.723 y art. 172 del Código Penal). © 2012 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina / Printed in Argentina 6
  • 5. INTRODUCCIÓN ¿Qué es lo que está pasando? ¿De qué estamos siendo testigos, entre fascinados y devastados? ¿De la conti- nuación, cueste lo que cueste, de un mundo cansado? ¿De una crisis benéfica del mundo, que ha caído presa de su propia expansión victoriosa? ¿Del advenimiento de otro mundo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo, pues, con el cambio de siglo, que no parece tener ningún nombre claro en ninguna lengua tolerada? Consultemos a nuestros amos: banqueros discretos, figuras mediáticas, personas inciertas de las grandes comisiones, voceros de la «comunidad internacional», presidentes atareados, nuevos filósofos, dueños de fá- bricas y de campos, hombres de la Bolsa y de los consejos de administración, políticos charlatanes de la oposición, personalidades de las ciudades y las provin- cias, economistas del crecimiento, sociólogos de la ciu- dadanía, expertos en crisis de todo tipo, profetas de la «guerra de las civilizaciones», jefes principales de la po- licía, de la justicia y de la «penitenticia», evaluadores de beneficios, calculadores de rendimientos, editoria- listas mesurados de diarios serios, directores de recur- sos humanos, personas que se consideran a sí mismas hadas y magos y a las que habrá que estar atentos de no 7
  • 6. tomarlas por personajes de ficción. ¿Qué están dicien- do todos esos dirigentes, todos esos hacedores de opi- nión, todos esos responsables, todos esos «sátrapas- engañabobos»?1 Todos dicen que el mundo está cambiando a una velocidad vertiginosa, y que tenemos que adaptarnos a ese cambio, so pena de caer en la ruina o de terminar muertos (lo que, para ellos, es lo mismo), caso contrario, tal como van las cosas, no seremos más que la sombra de nosotros mismos. Que debemos comprometernos enér- gicamente en la incesante «modernización» y aceptar sin chistar los inevitables sufrimientos. Dicen que, ante el áspero mundo competitivo que todos los días nos vuelve a desafiar, hay que escalar las pendientes escar- padas de los pasos de la productividad, de la reducción de los presupuestos, de la innovación tecnológica, de la buena salud de nuestros bancos y de la flexibilización laboral. Toda competencia es, en su esencia, deportiva: para resumir, lo que tenemos que hacer es formar parte de la última escapada de la carrera y ponernos junto a los campeones del momento (un as alemán, un outsider tailandés, un veterano británico, un chino recién llega- do, sin contar con el siempre vigoroso yanqui…) y no quedar jamás rezagados en la cola del pelotón. Para eso, todo el mundo tiene que ponerse a pedalear: moderni- zar, reformar, ¡cambiar! ¿Qué político en campaña puede prescindir de proponer la reforma, el cambio, la novedad? La pelea entre el oficialismo gubernamental y la oposición adopta siempre la siguiente forma: lo que el otro dice no es el cambio verdadero. Es un conser- vadurismo apenas retocado. ¡El verdadero cambio soy yo! Basta con mirarme para que se den cuenta. Yo reformo y modernizo, llueven leyes nuevas todas las «Satrapes-nigauds»: juego de palabras intraducible entre «sá- 1 trapa» y attrape-nigauds, engañabobos (N. del t.). 8
  • 7. semanas, ¡bravo! ¡Rompamos con la rutina! ¡Abajo los arcaísmos! Entonces cambiemos. Pero de hecho, ¿cambiar qué? Si el cambio debe ser perpetuo, su dirección, según parece, es constante. Conviene tomar urgentemente todas las medidas nece- sarias que nos impone la coyuntura con el objeto de que los ricos sigan enriqueciéndose, al tiempo que pagan menos impuestos; que los efectivos de las empresas disminuyan gracias a una artillería de despidos y de planes sociales; que todo lo que es público se privatice y contribuya así, por fin, no al bien público (categoría particularmente «antieconómica»), sino a la riqueza de los ricos y al mantenimiento, por desgracia costoso, de las clases medias que forman el ejército de socorro de los ricos en cuestión; que las escuelas, los hospitales, la vivienda, el transporte y las comunicaciones, esos cinco pilares de la vida aceptable para todo el mundo, prime- ro se regionalicen (es un paso hacia delante), luego se los ponga en liza (algo crucial), con el objeto de que los lugares y los medios, donde y gracias a los cuales se educan, se curan, habitan y se transportan los ricos y los semi ricos, no puedan confundirse con aquellos en los que sudan la gota gorda los pobres y los asimilados; que los obreros de proveniencia extranjera que viven y trabajan aquí a menudo desde hace décadas adviertan que sus derechos se ven reducidos a nada, que persi- guen a sus hijos, que se rescinden sus papeles regla- mentarios, y que soporten campañas furiosas en su contra a favor de la «civilización» y de «nuestros valo- res»; que, en particular las mujeres jóvenes, salgan a la calle únicamente con la cabeza descubierta, y las de- más también, preocupadas, como deben estarlo, por reafirmar su «laicismo»; que los enfermos mentales sean encerrados en la cárcel de por vida; que se acosen 9
  • 8. los innumerables «privilegios» sociales que engordan al populacho; que se monten sangrientas expediciones militares un poco por todas partes, pero sobre todo en África, para hacer que se respeten los «derechos huma- nos», es decir, los derechos que tienen los poderosos a descuartizar los Estados, a poner en el poder en todas partes –por medio de una ocupación violenta y de «elecciones» fantasmagóricas– a sirvientes corruptos, quienes entregarán por nada a los susodichos podero- sos la totalidad de los recursos del país. Aquellos que, sean cuales fueren sus razones, e incluso si en el pasado fueron útiles para la «modernización», incluso si fueron sirvientes solícitos, de pronto se opongan al despedaza- miento de su país, al pillaje por parte de los poderosos y a los «derechos humanos» que vienen en el mismo paquete, serán llevados ante los tribunales de la mo- dernización y, de ser posible, ahorcados. Tal es la verdad invariable del «cambio», la actuali- dad de la «reforma», la dimensión concreta de la «mo- dernización». Tal es para nuestros amos la ley del mundo. Este librito pretende oponer una visión un tanto diferente, que resumiremos acá en tres puntos: 1. Bajo los nombres intercambiables de «moderniza- ción», «reforma», «democracia», «Occidente», «comuni- dad internacional», «derechos humanos», «laicidad», y otros más, no encontramos sino la tentativa histórica de una regresión sin precedentes que apunta a que el desarrollo del capitalismo mundializado y la acción de sus sirvientes políticos se ajusten a las normas de su nacimiento: el liberalismo puro y duro de mediados del siglo XIX, el poder ilimitado de una oligarquía financie- ra e imperial y un parlamentarismo de fachada com- puesto, como decía Marx, por «los apoderados del 10
  • 9. capital». Para llegar a esto, todo lo que había inventado entre 1860 y 1980 la existencia de las formas organiza- das del movimiento obrero, del comunismo y del socia- lismo auténtico, e impuesto a escala mundial, poniendo así al capitalismo liberal a la defensiva, debe ser des- piadadamente destruido para dar lugar a la recons- trucción del derecho de los imperialismos: los célebres «valores». Ése es el único contenido de la «moderniza- ción» que se halla en curso. 2. El momento actual en realidad es el del primer momento de una revuelta popular mundial que se opone a esa regresión. Todavía ciega, ingenua, disper- sa, sin un concepto fuerte ni una organización durade- ra, se parece naturalmente a los primeros levanta- mientos obreros del siglo XIX. Propongo, por lo tanto, que digamos que nos hallamos en el tiempo de las revueltas, a través del cual se denuncia y se conforma un desper- tar de la Historia contra la pura y simple repetición de lo peor. Nuestros amos lo saben mejor que nosotros: tiemblan en secreto y refuerzan sus armamentos, tanto bajo la forma del arsenal judicial como bajo la de las avanzadas armadas que se encargan de mantener el orden planetario. Resulta urgente reconstituir o inven- tar las nuestras. 3. Para que este momento no se estanque en episodios de masa gloriosos pero vencidos, ni en el interminable oportunismo de las organizaciones «representativas», de los sindicatos corruptos o de los partidos parlamen- tarios, el despertar de la Historia también debe ser el despertar de la Idea. La única Idea capaz de enfrentar- se a la versión corrompida e inexpresiva de la «demo- cracia» –que se ha convertido en la bandera de los legionarios del Capital– tanto como a los vaticinios raciales y nacionales de un pequeño fascismo al que la crisis le da una oportunidad en el plano local, es la idea 11
  • 10. del Comunismo, revisada y alimentada con lo que nos enseña la vivaz diversidad de las revueltas, por muy precarias que sean. 12
  • 11. I EL CAPITALISMO HOY A menudo se me reprocha, incluso dentro del «campo» de mis posibles amigos políticos, el no tener en cuenta ciertas características del capitalismo contemporáneo y no proponer un «análisis marxista». Como consecuen- cia de ello el comunismo sería para mí una idea suspen- dida en el aire, y yo sería un idealista sin anclaje en la realidad. Además, no estaría prestándole debida aten- ción a las sorprendentes mutaciones del capitalismo, mutaciones que permiten que se hable, con un aire de codicia, de un «capitalismo posmoderno». Antonio Negri, por ejemplo, con motivo de una confe- rencia internacional sobre la idea del comunismo –me sentí muy contento de que haya participado, y lo sigo estando– me tomó públicamente como ejemplo de aque- llas personas que pretenden ser comunistas sin siquie- ra ser marxistas. En pocas palabras, le respondí que más valía eso que pretender ser marxista sin siquiera ser comunista. Dado que, para la opinión vulgar, el marxismo consiste en otorgar un papel determinante a la economía y a las contradicciones sociales que surgen de ella, entonces ¿quién no es marxista hoy? Los prime- ros «marxistas» son todos nuestros amos, que tiemblan y se reúnen por la noche apenas se tambalea la Bolsa o 13
  • 12. disminuye la tasa de crecimiento. En cambio, pónganle ante las narices la palabra «comunismo» y van a saltar por los aires y lo van a tratar igual que a un criminal. Sin que ya me inquieten adversarios ni rivales, me gustaría decir acá que yo también soy marxista, y lo soy inocente y completamente, de manera tan natural que no hace falta que lo repita. ¿Debería preocuparse un matemático contemporáneo por demostrar que sigue manteniéndose fiel a Euclides o a Euler? El marxismo real, que se identifica con el combate político racional que apunta a una organización social igualitaria, co- menzó sin duda hacia 1848 con Marx y Engels, pero desde entonces ha recorrido un largo camino, con Le- nin, con Mao, con algunos otros. Me hallo imbuido en esas enseñanzas históricas y teóricas. Creo conocer bien los problemas resueltos, cuya instrucción no vale la pena recomenzar, los problemas en suspenso, que exigen reflexión y experiencia, y los problemas mal considerados, que nos imponen rectificaciones radica- les e invenciones difíciles. Todo conocimiento vivo está hecho de problemas que han sido o deben ser construi- dos o reconstruidos, y no descripciones repetitivas. El marxismo no es ninguna excepción. No es ni una rama de la economía (teoría de las relaciones de producción), ni una rama de la sociología (descripción objetiva de la «realidad social»), ni una filosofía (pensamiento dialéc- tico de las contradicciones). Se trata, volvamos a decir- lo, del conocimiento organizado de los medios políticos requeridos para deshacer la sociedad existente y des- plegar una figura por fin igualitaria y racional de la organización colectiva, cuyo nombre es «comunismo». No obstante, me gustaría agregar, puesto que se trata de los datos «objetivos» del capitalismo contempo- ráneo, que al respecto no creo estar particularmente desinformado. ¿Globalización, universalización? ¿Des- 14
  • 13. plazamiento de muchos lugares de producción indus- trial a los países que ofrecen una mano de obra a bajo costo y de regímenes políticos autoritarios? ¿El paso – du- rante los años 1980– en nuestros viejos países desarro- llados, de una economía volcada hacia el interior, con un aumento continuo del salario del trabajador y una redistribución social organizada por el Estado y los sindicatos, a una economía liberal integrada con los intercambios mundiales y, por lo tanto, exportadora, especializada, que privatiza los beneficios, socializa los riesgos y carga con el aumento de las desigualdades en la escala planetaria? ¿Concentración muy rápida del capital bajo la dirección del capital financiero? ¿Utili- zación de nuevos medios gracias a los cuales la veloci- dad de rotación de capitales, ante todo y, luego, de mercancías, se ha acelerado considerablemente (gene- ralización del transporte aéreo, telefonía universal, máquinas financieras, Internet, programas que apun- tan a asegurar el éxito de decisiones tomadas de mane- ra instantánea, etc.)? ¿Sofisticación de la especulación gracias a nuevos productos derivados y a una matemá- tica sutil que combina los riesgos? ¿Debilitamiento espectacular, en nuestros países, del campesinado y de toda la organización rural de la sociedad? ¿Necesidad absoluta, por eso mismo, de establecer a la pequeña burguesía urbana como pilar del régimen social y político existente? ¿Resurrección, a gran escala, y ante todo entre los grandes burgueses extremadamente ri- cos, de la convicción, que se remonta a la época de Aristóteles, según la cual las clases medias son la alfa y la omega de la vida «democrática»? ¿Lucha planeta- ria, por momentos atenuada, por momentos de una violencia extrema, para garantizarse el acceso a bajo precio de las materias primas y de las fuentes de energía, sobre todo en África, ese continente de todos 15
  • 14. los pillajes «occidentales» y, por consiguiente, de todas las atrocidades? Conozco todo eso más o menos correc- tamente, como, a decir verdad, todo el mundo.2 La cuestión consiste en saber si este conjunto anecdótico constituye un capitalismo «posmoderno», un capitalismo nuevo, un capitalismo digno de las máquinas deseantes de Deleuze-Guattari, un capi- talismo que engendra por sí mismo una inteligencia colectiva de tipo nuevo, que suscita el levantamiento de un poder constituyente hasta aquí sometido, un capitalismo que supera el viejo poder de los Estados, un capitalismo que proletariza a la multitud y hace de los pequeñoburgueses obreros del intelecto inma- terial, en una palabra, un capitalismo cuyo reverso inmediato es el comunismo, un capitalismo cuyo Sujeto es, en cierta medida, el mismo que el del comunismo latente que sostiene su existencia para- dójica. Un capitalismo que está en vísperas de meta- morfosearse en comunismo. Ésa es, exagerada pero fiel, la posición de Negri. Pero, más generalmente, es la posición de todos los que se sienten fascinados por las mutaciones tecnológicas y la expansión continua del capitalismo de los últimos treinta años, y que, crédulos ante la ideología dominante, («todo cambia todo el tiempo y estamos corriendo detrás de este cambio memorable»), se imaginan que están asistien- do a una secuencia prodigiosa de la Historia –sea cual fuere el juicio final sobre la calidad de dicha secuencia–. Para una visión muy clara de las formas del capitalismo 2 contemporáneo, sugiero la lectura de dos libros de Pierre-Noël Giraud: L’Inégalité du monde contemporain (Paris, Gallimard, 2001) y La Mondialisation (2008). Giraud dilucida de manera muy convin- cente la modificación global (y reactiva) del capitalismo planetario a partir de fines de los años 1970. 16
  • 15. Mi posición es exactamente la contraria: el capitalis- mo contemporáneo tiene todos los rasgos del capitalismo clásico. Es estrictamente acorde con lo que se podía esperar de él, a partir del momento en que su lógica ya no se ve contrariada por acciones de clase decididas y localmente victoriosas. Tomemos, en lo que respecta al devenir del Capital, todas las categorías que predijo Marx y veremos que solo ahora su evidencia ha quedado plenamente demostrada. ¿Acaso Marx no habló del «mercado mundial»? Pero ¿qué mercado mundial era el de 1860 en comparación con lo que es en la actualidad, al que en vano han querido rebautizar como «globaliza- ción»? ¿No pensó Marx en el carácter ineluctable de la concentración del capital? ¿Qué concentración era ésa, qué tamaño tenían esas empresas y esas instituciones financieras en la época de esa predicción, en compara- ción con los monstruos que cada día gestan las nuevas fusiones? Por mucho tiempo se le objetó a Marx que la agricultura seguía estando dentro del régimen de la explotación familiar, cuando él anunciaba que la con- centración alcanzaría sin duda alguna a la propiedad inmobiliaria. Pero en la actualidad sabemos que, en efecto, la fracción de la población que vive de la agricul- tura, en los países denominados desarrollados (aqué- llos en que el capitalismo imperial se ha instalado sin trabas), es, por así decir, insignificante. ¿Y cuál es hoy, en promedio, la extensión de las propiedades inmobi- liarias, comparada con lo que era cuando el campesina- do en Francia representaba el 40 % de la población total? Marx analizó con rigor el carácter inevitable de las crisis cíclicas que demuestran, entre otras cosas, la irracionalidad innata del capitalismo y el carácter obligatorio tanto de las actividades imperiales como de las guerras. Diversas crisis de extrema gravedad veri- ficaron, incluso cuando él todavía estaba en vida, la 17
  • 16. pertinencia de estos análisis, cuya demostración se encargaron de completar las guerras coloniales e inter- imperialistas. Pero todo esto, en lo que hace referencia a la cantidad de valor que se hizo humo, no fue nada en comparación con la crisis de los años 1930 o a la crisis actual, y en comparación con las dos guerras mundia- les del siglo XX, a las feroces guerras coloniales, a las «intervenciones» occidentales de hoy y de mañana. No lo será siempre que la pauperización de enormes masas de la población que, considerada la situación en el mundo en su totalidad y no sólo en la puerta de ingreso, no se convierta en una evidencia cada vez mayor. En el fondo, el mundo actual es exactamente aquel que anunciaba Marx, mediante una anticipación ge- nial, una suerte de ciencia ficción verdadera, como despliegue integral de las virtualidades irracionales, y a decir verdad monstruosas, del capitalismo. El capitalismo encomienda el destino de los pueblos a los apetitos financieros de una minúscula oligarquía. En cierto sentido, es un régimen de delincuentes. ¿Cómo se puede volver aceptable que la ley del mundo esté conformada por los intereses despiadados de una ca- marilla de herederos y de nuevos ricos? ¿No es razona- blemente posible llamar «delincuentes» a aquellos indi- viduos cuya única norma es el provecho? ¿Y quienes, para servir a esta norma, están dispuestos a pisotear, si fuera necesario, a millones de personas? En efecto, que el destino de millones de personas dependa de los cálculos de tales delincuentes se volvió algo tan mani- fiesto, se hizo tan visible, que la aceptación de esta «realidad», como dicen los plumíferos de los delincuen- tes, resulta cada vez más sorprendente. El espectáculo de Estados penosamente desconcertados debido a que un grupito anónimo de autoproclamados evaluadores les ha puesto una mala nota, como lo haría un profesor 18
  • 17. de economía a los malos estudiantes, es a la vez burles- co y muy inquietante. Queridos electores, ¿así que han puesto en el poder a unos cuantos individuos que, de sólo pensar que a la mañana siguiente se podrían enterar que los representantes del «mercado», es decir, los especuladores y los parásitos del mundo de la propiedad y del patrimonio, les han puesto como nota una AAB en lugar de una AAA, tiemblan de noche como colegiales? ¿No es bárbara esta influencia consensual que ejercen sobre nuestros amos oficiales esos amos oficiosos cuya única preocupación es saber cuáles son y cuáles serán sus beneficios en la lotería en que ponen en juego sus millones? Sin contar con que su angustiante mugido –«¡Ah! ¡Ah! ¡Be!»– se pagará con una obediencia a las órdenes de la mafia, que invariablemente son del tipo: «Privaticen todo. Supriman la ayuda a los débiles, a los solitarios, a los enfermos, a los desocupados. Su- priman toda la ayuda que sea a quien sea, excepto a los bancos. No curen más a los pobres, dejen morir a los viejos. Bajen los salarios de los pobres, pero también bajen los impuestos a los ricos. Que todo el mundo trabaje hasta los 90 años. Enseñen matemática sola- mente a los traders, lectura sólo a los grandes propie- tarios, historia sólo a los ideólogos de turno.» Y la ejecución de esas órdenes de hecho arruinará la vida de millones de personas. Pero, una vez más, nuestra realidad validó la previ- sión de Marx, y hasta la superó. A los gobiernos de los años 1840-1850, Marx los había calificado como «apode- rados del Capital». Lo que da la clave del misterio: en definitiva, los gobernantes y los delincuentes de las finanzas comparten el mismo universo. La fórmula «apoderados del capital» sólo hoy se vuelve enteramen- te exacta, y todavía más en la medida en que no hay ninguna diferencia en este punto entre los gobiernos de 19
  • 18. derecha, Sarkozy o Merkel, y los «de izquierda», Oba- ma, Zapatero o Papandreu. Por lo tanto, somos efectivamente testigos del cum- plimiento retrógrado de la esencia del capitalismo, de un retorno al espíritu de los años 1850, que vino des- pués de la restauración de las ideas reaccionarias que siguió a los «años rojos» (1960-1980), del mismo modo que los años 1850 fueron posibles debido a la Restaura- ción contrarrevolucionaria de los años 1815-1840, tras la Gran Revolución de 1792-1794. Desde luego, Marx pensaba que la revolución prole- taria, bajo la bandera del comunismo, terminaría brus- camente y nos ahorraría ese despliegue integral cuyo horror percibía con toda lucidez. En su espíritu se trataba efectivamente del comunismo o la barbarie. Los intentos formidables por darle la razón en este punto durante los dos primeros tercios del siglo XX de hecho han frenado y desviado considerablemente la lógica capitalista, de manera singular después de la Segunda Guerra Mundial. Desde hace aproximadamente unos treinta años, tras el desmoronamiento de los Estados socialistas como figuras alternativas viables (como es el caso de la URSS) o su subversión por un virulento capitalismo de Estado tras el fracaso de un movimiento de masas explícitamente comunista (como es el caso de la China de los años 1965-1968), tenemos por fin el dudoso privilegio de asistir a la verificación de todas las predicciones de Marx referentes a la esencia real del capitalismo y de las sociedades en las que rige. En cuanto a la barbarie, allí es en donde estamos y a donde nos vamos a adentrar un buen trecho. Pero coincide, hasta en el detalle, con la irrupción de lo que Marx esperaba que impidiera el poder del proletariado orga- nizado. El capitalismo contemporáneo, por lo tanto, no es de 20
  • 19. ninguna manera creador y posmoderno: como juzga que se ha desembarazado de sus enemigos comunistas, avanza a su propio ritmo según una línea cuyos aspec- tos generales Marx advirtió en los economistas clásicos y cuya obra continuó desde una perspectiva crítica. Desde luego, no son el capitalismo y sus sirvientes políticos quienes despiertan la Historia, si entendemos el «despertar» como el surgimiento de una capacidad destructiva y creadora a la vez cuya meta es salir realmente del orden establecido. En ese sentido, Fuku- yama no estaba equivocado: el mundo moderno, una vez completado su desarrollo y consciente que deberá mo- rir –aunque sea, como resulta desgraciadamente pro- bable, en violencias suicidas–, sólo tiene que pensar en «el fin de la Historia», del mismo modo que, en el segundo acto de Las valquirias de Wagner, Wotan explica a su hija Brunehilda que su único pensamiento es «¡el fin!, ¡el fin!». Si se diera un despertar de la Historia, no habría que buscarlo por el lado del conservadurismo bárbaro del capitalismo ni del encarnizamiento de todos los apara- tos estatales para mantener su ritmo frenético. El único despertar posible es el de la iniciativa popular, allí donde arraigará la potencia de una Idea. 21
  • 20. 22
  • 21. II LA REVUELTA INMEDIATA En momentos en que escribo estas páginas, nos toca en suerte asistir a los discursos de Cameron, Primer Ministro inglés, ya comprometido en diversos asuntos sospechosos, a propósito de las revueltas en los barrios pobres de Londres. En este caso, una vez más, el retorno a la fraseología antipopular del siglo XIX es impresio- nante. No se trata sino de bandas, matones, ladrones, rufianes y delincuentes, en suma, las «clases peligro- sas» que se oponen –como en los tiempos de la reina Victoria– a un culto mórbido de la propiedad, de la defensa de los bienes y de los ciudadanos honestos (los que nunca se sublevan contra lo que sea). El conjunto viene acompañado por el anuncio de una represión despiadada, prolongada y, por una cuestión de princi- pios, ciega. En este punto, podemos confiar en Came- ron: el Reino Unido, que corre en pos de un uso de la prisión como en los Estados Unidos, que poco falta para que sea un campo de concentración, ha elaborado, en la época del «socialista» Blair, una legislación feroz y cuenta en términos de proporción de la población con muchos más prisioneros que Francia que, sin embargo, cuando se trata de encarcelar a los jóvenes, no se anda con chiquitas. 23
  • 22. Para terminar de sembrar el terror, la televisión hace desfilar con complacencia imágenes de comandos policiales, bestias brutas ataviadas y armadas hasta los dientes que pulverizan voluptuosamente las puer- tas a golpes de ariete (advertimos que los bienes de los pobres no les importan en lo más mínimo) y se arrojan dentro de los departamentos para sacar con una bruta- lidad espectacular a un joven que sin duda fue denun- ciado no se sabe por quién o que fue entrevisto en una de las innumerables cámaras con que el gobierno de su Majestad ha llenado el espacio público, transformán- dolo en un escenario gigantesco con la policía cual mirón perpetuo. Al mismo tiempo, los tribunales con- denan a penas asombrosas, en un desorden total, a los que tiran botellas, a los ladrones de latas de betún, a los que cacheteaban a las fuerzas del orden, a los que prendían fuego a los tachos de basura, a los vocingleros, a los que tenían una navaja en el bolsillo, a los que insultaban al gobierno, a los que corrían, a los que, para hacer lo mismo que los vecinos, rompían las vidrieras, a los que decían malas palabras, a los que se quedaban quietos con las manos en los bolsillos, a los que no hacían nada, lo cual es algo muy sospechoso, e incluso a los que no se encontraban en el lugar y a los que la justicia por supuesto debe preguntarles en dónde esta- ban. Es que, tal como lo ha dicho noblemente Cameron, superando a su propia policía: «No se trataba de man- tener el orden, se trataba de criminalidad.» Para Ca- meron, que tiene previsto iniciarles juicio a unas tres mil personas, para su policía, que ha declarado estar buscando unas treinta mil personas, de pronto, fenó- meno extraño, han visto que en las calles surgían decenas de miles de criminales… Como siempre, como en Francia, el olvidado de todo el asunto es el crimen verdadero, al mismo tiempo que 24
  • 23. la indiscutible y auténtica víctima: al que (y, a menudo, a los que) la policía ha matado. De manera completa- mente uniforme, las revueltas de la juventud popular de los «arrabales» (palabra que designa, como ataño, a los «suburbios», la inmensa parte trabajadora y pobre de nuestras flamantes ciudades, el continente negro de nuestras megalópolis) son provocadas por la actuación de la policía. La chispa que «prende fuego al llano» siempre es un crimen de Estado. De manera igualmen- te uniforme, el gobierno y su policía, no sólo rechazan categóricamente reconocer la menor responsabilidad en todo el asunto, sino que toman la revuelta como pretexto para reforzar de nuevo el arsenal judicial y policial. Gracias a esta perspectiva, los «arrabales» son espacios en que se yuxtaponen un desinterés despecti- vo del poder público por esas zonas desesperadas y las cargadas y violentas incursiones represivas. Todo ello según el modelo de los «barrios indígenas» de las ciuda- des coloniales, de los guetos de negros de los días de gloria de Estados Unidos o de las reservas de palesti- nos en Cisjordania. Intelectuales serviles vuelan en ayuda de la represión, viendo en todos los jóvenes más o menos tostados una gentuza «islamista», hostil a «nuestros valores». ¿Cuáles son esos famosos valores? Nadie los ignora: se llaman Patrimonio, Occidente y Laicismo. Es el espantoso P.O.L., la ideología dominan- te de todos los países que se presentan como civilizados. Cuando se trata de nuestros conciudadanos de los presuntos arrabales, «la opinión» exigirá, en nombre del POL, una «tolerancia cero». Observemos al pasar que si hay «tolerancia cero» para el joven negro que roba un destornillador, existe en cambio una tolerancia infinita para los delitos de los banqueros y los prevari- cadores gubernamentales, a pesar de que su accionar afecta la vida de millones de personas. A los sutiles 25
  • 24. intelectuales que lloran de solo ver al millonario direc- tor del FMI esposado, les parece que, en los arrabales, el poder es «flojo» y que nunca habrá en las cadenas suficientes árabes y negros. En nombre del mismo POL, y cuando se trata de esos países débiles de África en los que «tenemos intereses», la misma opinión pedirá que se ejerza el «derecho a la ingerencia». Nuestros gobernantes, valientes campeo- nes de los valores que valen de verdad, aplastarán bajo las bombas a un pequeño déspota que antes adoraban pero que se ha vuelto un tanto reacio o inútil. Por supuesto, no será cuestión de tocar a los más poderosos y más astutos que disponen de recursos cruciales, están armados hasta los dientes y, al darse cuenta que cambiaba el viento, han llevado a cabo a tiempo oportu- nas «reformas». Lo cual quiere decir que han agitado ante las plácidas narices de la opinión occidental algu- nas declaraciones a favor del POL. Bajo nuestros valores, bajo el POL, leamos siempre: POLicía. En este proceso en que el Estado muestra su rostro más espantoso se forja un consenso no menos detestable en torno a una concepción particularmente reactiva que es posible resumir en estos términos: la destruc- ción o el robo de algunos bienes durante el furor de la revuelta es infinitamente más censurable que el asesi- nato de un joven por parte de la policía, asesinato que está en el origen de la revuelta. Muy rápidamente, el gobierno y la prensa cifran los daños. Y ahí está la idea repulsiva que difunde todo eso: la muerte del muchacho –un «negro sinvergüenza», sin duda, o un árabe «cono- cido por los servicios de la policía»– no es nada en comparación con esos gastos extraordinarios. Llore- mos, no por el muerto, sino por las compañías de seguro. Contra las bandas y los ladrones, montemos guardia 26
  • 25. codo a codo con los gendarmes ante nuestro patrimonio que codicia una gentuza extraña a nuestros valores, hostil al POL, puesto que está despojada (no tiene Patrimonio), viene de África (no de Occidente) y es islamista (no es Laica). Aquí se afirmará, a contrario, que la vida de un joven no tiene precio, y todavía más en la medida en que se trata de uno de los innumerables abandonados de nuestra sociedad. Suponer que el crimen intolerable es quemar algunos autos y saquear negocios, mientras que matar a un muchacho es anecdótico, concuerda de manera típica con lo que Marx consideraba como la alienación central del capitalismo: la primacía de las cosas con respecto a la existencia,3 de mercaderías con respecto a la vida y de las máquinas con respecto a los obreros, que su fórmula resumía afirmando que «el muerto atrapa al vivo». Los Cameron y los Sarkozy son los polis celosos de esta dimensión mortífera del capi- talismo. Entiendo que la revuelta provocada por los crímenes de Estado, como por ejemplo en París en 2005 o en Londres en 2011, es violenta, anárquica y finalmente sin verdad duradera. Tengo para mí que destruye y saquea sin concepto, como lo Bello, según Kant, «gusta 3 Para una versión literaria moderna y rigurosa del tema marxis- ta de la alienación, sobre todo de la prevalencia de las cosas con respecto a la existencia y, por lo tanto, de las consecuencias subje- tivas de que «el muerto atrapa al vivo», se puede leer o releer el libro de Georges Perec Les Choses. Une histoire des années soixante (1965) [Existe edición en castellano: (2008) Las cosas. Una historia de los años sesenta, Barcelona, Anagrama]. Recordemos que, en el vocabu- lario de la época, la influencia social del capitalismo se llama «sociedad de consumo» o, en su versión situacionista, «sociedad del espectáculo». Pero cuarenta años más tarde, vamos a experimentar el hecho de que, bajo la tutela del Capital, es posible tener la más feroz desagregación subjetiva sin consumo (excepto de productos podridos) ni espectáculo (excepto de bomberos). 27
  • 26. sin concepto». Volveré sobre este punto con todavía mayor insistencia dado que se trata precisamente de mi problema: si las revueltas deben señalar el desper- tar de la Historia, será necesario que estén de acuerdo con una Idea. Ahora bien, por el momento se permitirá al filósofo que preste atención a la señal, antes que ir corriendo a la comisaría. Desde las revueltas obreras y campesinas en China a las de la juventud en Inglaterra, desde la sorprenden- te tenacidad bajo la metralla de la muchedumbre en Siria a las protestas masivas en Irán, desde los pales- tinos que exigen la unidad de Fatah y Hamas a los chicanos sin papeles de los Estados Unidos, en la actualidad, las revueltas se cuentan en el mundo ente- ro. Hay de todas las clases, a menudo muy violentas, a veces apenas esbozadas, a veces movilizan grupos so- ciales determinados o bien poblaciones enteras; son provocadas por decisiones gubernamentales y/o patro- nales, por coyunturas electorales, por actuaciones de la policía o de un ejército de ocupación, e incluso por simples episodios de la vida popular; adquieren de inmediato un sesgo activista o bien se desarrollan a la sombra de una protesta más oficial; ciegamente pro- gresistas o ciegamente reaccionarias (no todas las re- vueltas vienen bien…). Todas tienen en común el hecho de que sublevan a una gran cantidad de personas con la cuestión de que las cosas, tal como están, hay que considerarlas como inaceptables. Es posible distinguir tres tipos de revueltas, que llamaré respectivamente la revuelta inmediata, la re- vuelta latente y la revuelta histórica. En este capítulo hablaré del primer tipo. Los otros dos serán considera- dos respectivamente en los dos capítulos que siguen. La revuelta inmediata es la agitación de una parte de 28
  • 27. la población, casi siempre inmediatamente después de un episodio violento de la coerción del Estado. Incluso la famosa revuelta tunecina que a comienzos del año 2011 ha desencadenado el proceso denominado como «revoluciones árabes», en un primer momento fue una revuelta inmediata (como reacción al suicidio de un vendedor ambulante, al que no lo dejaron vender y lo abofeteó una agente de la policía). Algunos de los rasgos constitutivos de una revuelta de esa naturaleza tienen un alcance general en la me- dida en que la revuelta inmediata a menudo es la forma primitiva de una revuelta histórica. En principio, la punta de lanza de la revuelta inme- diata, sobre todo en los enfrentamientos inevitables con las fuerzas del orden, está conformada por la juventud. Algunos cronistas han considerado como un hallazgo sociológico el papel que cumplieron los «jóvenes» en las revueltas del mundo árabe y lo conectaron con el uso de Facebook u otras pavadas de la supuesta innovación técnica de la edad posmoderna. Pero ¿quién ha visto alguna vez una revuelta que conformara sus primeros rangos con ancianos? La juventud popular y estudiante como se la pudo ver en China en 1966-1967, en Francia en 1968, pero también en 1848, en tiempos de la Fronda, durante la revuelta de los Taipings y, al fin y al cabo, siempre y en todos lados, ha sido universalmente el núcleo de las revueltas. Entre las constantes de la acción de las masas se cuentan su capacidad para aglutinarse, para movilizarse, para inventar lenguajes y tácticas, tanto como sus insuficiencias en cuanto a la disciplina, a la tenacidad estratégica y a la moderación cuando resulta necesaria. Por lo demás, los tambores, el fuego, los papeles incendiarios, las corridas por las callejuelas, las palabras que circulan, las campanas que suenan, durante siglos han sido suficientes para 29
  • 28. que la gente se encuentre de pronto en algún lugar, tanto como lo hace en la actualidad la electrónica del rebaño. Ante todo, la revuelta es un aglutinamiento tumultuoso de la juventud que casi siempre reacciona ante un crimen abominable, real o supuesto, del Estado despótico (aunque las revueltas nos muestran que, en cierta medida, todo Estado es despótico; ésa es la razón por la cual el comunismo está llamado a organizar su caída). Luego, la revuelta inmediata se localiza en el territo- rio de quienes participan en ella. Como veremos, la cuestión de la localización de las revueltas es absoluta- mente fundamental. Cuando la revuelta se circunscri- be a los lugares en donde viven sus participantes (por lo general, los barrios decadentes de las ciudades), se mantiene en su figura inmediata. Únicamente cuando llega a un lugar nuevo, que por lo general se encuentra en pleno centro de la ciudad, en donde permanece y se extiende, es cuando se convierte en una revuelta histó- rica. Estancada en su propio espacio social, la revuelta inmediata no constituye un recorrido subjetivo fuerte. Se enfurece consigo misma, destruye lo que acostum- bra. Se las agarra con los magros símbolos de la vida «rica» que frecuenta a diario, sobre todo con los autos, los negocios o las agencias de la circulación monetaria. Si puede hacerlo, devasta los escasos símbolos del Estado, con lo cual termina de arruinar su muy exigua presencia: comisarías casi abandonadas, escuelas sin ningún prestigio, centros sociales inútiles que se ven como un yeso paternalista en la pata de palo del aban- dono. Todo lo cual no hace sino alimentar la hostilidad de la opinión del tipo POL contra los agitadores. «¡Mi- ren! ¡Están destruyendo las pocas cosas que tienen!». Lo que esta opinión no quiere ver es que cuando algo forma parte de las escasas «ventajas» que se les han 30
  • 29. otorgado, no se convierte en el símbolo de su función particular sino de la escasez general, y que es por eso que la revuelta lo detesta. De allí surgen las destruccio- nes y los saqueos enceguecidos en los lugares mismos en que viven los insurrectos, una característica universal de las revueltas inmediatas. En lo que a nosotros respecta, diremos que todo ello lleva a cabo una locali- zación débil, una incapacidad por parte de la revuelta para desplazarse. Lo cual no quiere decir que la revuelta inmediata permanezca en un único lugar. Por el contrario, se advierte un fenómeno al que se ha considerado como contagio: la revuelta inmediata no se propaga por desplazamientos sino por imitación. Y esta imitación se instala en lugares semejantes y hasta ampliamente idénticos al espacio inicial. Los jóvenes de una aglome- ración de Saint-Ouen van a hacer lo mismo que los de una aglomeración de Aulnay-sous-Bois. Todos los ba- rrios populares de Londres van a dejarse ganar por la fiebre colectiva. Cada cual permanece en su casa, pero allí hace lo que ha oído que hacía el otro. Este proceso es en efecto una extensión de la revuelta, pero también diremos que en esos casos se trata de una extensión restringida, característica de la revuelta inmediata o de la fase inmediata de la revuelta. Sólo adquiere una dimensión histórica cuando la revuelta encuentra los medios para alcanzar una extensión que no se deja llevar por la imitación. Fundamentalmente, una ver- dadera dimensión histórica llega a la orden del día cuando la revuelta inmediata se extiende a sectores de la población que, por el estatus, la composición social, el sexo o la edad, se hallan alejados del núcleo constitu- tivo. La entrada en escena de las mujeres del pueblo es casi siempre la primera señal de una extensión genera- lizada de esa naturaleza. La revuelta inmediata, si nos 31
  • 30. limitamos a su dinámica inicial, sólo puede unir loca- lizaciones débiles (en el sitio de los revoltosos) a exten- siones restringidas (por imitación). Finalmente, la revuelta inmediata siempre es indis- tinta en cuanto al tipo subjetivo que convoca y suscita. A partir del momento en que esta subjetividad no está hecha sólo de revuelta, que se halla dominada por la negación y la destrucción, no permite que se distinga con claridad aquello que depende de una intención que puede universalizarse parcialmente, de lo que perma- nece encerrado en una rabia sin más finalidad que la satisfacción de haber podido cobrar forma y encontrar sus malos objetos para destruir o para consumir. De allí que, como es sabido, a una masa de jóvenes indigna- dos por la muerte de su «hermano» se mezclan indistin- tamente los innumerables grados de contubernio con el hampa que existe en todas partes en que la pobreza, el abandono social, la ausencia de toda atención estatal y, sobre todo, la carencia de una organización política arraigada y con consignas fuertes, provocan una dislo- cación de la unidad popular y la tentación de los despachantes dudosos que ponen en circulación dinero donde no lo hay. El hampa, grande o chica, es una forma importante de corrupción de la subjetividad popular por parte de la ideología dominante del provecho. La presencia del hampa en la revuelta inmediata, en dosis más o menos elevadas según las circunstancias, es inevitable. Desde luego, los insurrectos deberían reco- nocerlo como una forma de complicidad con el orden dominante: después de todo, el capitalismo no es otra cosa que el poder social de un hampa «honorable». Pero en la medida en que es inmediata, la revuelta realmen- te no puede organizar su propia depuración. De allí que, entre las destrucciones de los símbolos detestados, los saqueos rentables, la pura alegría de romper lo que 32
  • 31. existe, el olor alegre de la pólvora y la guerrilla contra los polis no resulta fácil ver con claridad. El sujeto de las revueltas inmediatas es siempre impuro. Es por ello que no es político, ni siquiera prepolítico. En el mejor de los casos, y ya es bastante, se contenta con abrir el camino para una revuelta histórica; en el peor, con dar la señal de que la sociedad existente, que siempre es una conformación estatal del Capital, no tiene los medios suficientes como para prohibir de manera absoluta el surgimiento de una señal histórica de rebelión en los espacios desolados de los que es responsable. 33
  • 32. 34
  • 33. III LA REVUELTA LATENTE Las revueltas históricas de los últimos tiempos, las que señalan la posibilidad de una nueva distribución de la historia de las políticas –sin que, por el momen- to, sean capaces de llevar a cabo esa posibilidad– son evidentemente las sublevaciones multiformes que se han presentado en varios países árabes. En el próxi- mo capítulo me voy a basar en esas sublevaciones para definir precisamente lo que es una revuelta histórica: una revuelta que no es, más acá de ella, una revuelta inmediata ni, más allá de ella, el surgi- miento de una nueva política a gran escala. ¿Qué decir de nuestros países «occidentales»? Llamamos «occidentales» a los países que orgullosa- mente se llaman a sí mismos con ese nombre: países situados desde el punto de vista histórico en la punta del desarrollo capitalista, que se reconocen dentro de una vigorosa tradición imperial y guerrera, que toda- vía se encuentran dotados de un poder de disuasión económico y financiero que les permite comprar gobier- nos corruptos en casi todas partes del mundo y un poder de disuasión militar que les permite intimidar a todos los enemigos potenciales de su dominación. Debe- mos agregar que esos países se sienten extremadamen- 35
  • 34. te satisfechos de su sistema de Estado, al que denomi- nan «democracia», sistema que, en efecto, es particular- mente apropiado para la convivencia pacífica de diver- sas facciones de la oligarquía en el poder, las cuales, aunque estén de acuerdo en las cuestiones de fondo (economía de mercado, régimen parlamentario, hostili- dad vigilante contra todo lo que no son ellas y cuyo nombre genérico es «comunismo»), no por ello están menos separadas por distintos matices. Los países occidentales han tenido revueltas históri- cas, y las tendrán sin duda alguna a una escala mucho mayor a todo lo que hemos presenciado en los últimos diez años. Desde hace aproximadamente cuarenta años no han tenido ninguna revuelta histórica. Opino que se ha abierto la época, si no de su posibilidad, por lo menos de que sea posible su posibilidad. Entendamos con esto una ruptura acontecimental4 que cree la posibilidad de un imprevisto despliegue histórico de tal o cual revuel- ta inmediata. Lo que me anima a arriesgar esta hipótesis (optimis- ta…) es lo que denomino la existencia, en nuestros países pudientes, aunque en crisis, y contentos consigo mismos, aunque sepulcrales, de una revuelta latente. Empezaré dando un ejemplo. Entre las innumerables fechorías antipopulares del gobierno de Sarkozy, que muy probablemente ha sido el gobierno más reaccionario que Francia haya conoci- do desde Pétain, se incluye, como lo sabe todo el mundo, una reforma de la jubilación que ruidosamente exigen «los mercados» de los que Sarkozy es un obediente Neologismo que suele usarse para traducir el adjetivo événe- 4 mentiel, que en las Ciencias Sociales hace referencia a lo que se circunscribe a una descripción de los acontecimientos, sin hacer ningún comentario o reflexión (Cf. Alain Badiou (2002): Condiciones, México, siglo XXI editores) (N. del T.). 36
  • 35. comensal. En sustancia, se trata de trabajar durante mucho más tiempo para ganar bastante menos. La «réplica» a esta medida, de la que se hicieron cargo los sindicatos, fue a la vez muy masiva y muy blanda. Millones de personas desfilaron por las calles, pero las direcciones sindicales empezaban la lucha visiblemen- te derrotadas. Su objetivo real se limitaba a la necesi- dad de controlar a las masas y a evitar los «derrapes», para llegar tranquilamente a los días mejores, cuando se elija como presidente a un miembro del aparato «de izquierda». Sin embargo, en el interior de ese movimiento, tan desarticulado en su interior por sus jefes como lo estaba el ejército francés en 1940 por sus propios generales –que de lejos preferían a Hitler antes a los comunistas– se han constatado varios síntomas que implícitamente tendían hacia la revuelta. En primer lugar, el grito reiterado de «Sarkozy renuncia», que como veremos es típico de las revueltas históricas, fue proferido en múltiples oportunidades, a pesar de las indicaciones «apolíticas» de las burocracias dirigentes. Luego, se ha podido constatar la evidente disidencia, en las mar- chas, de diversas grandes columnas sindicales, mucho más furiosas que sus jefes, que querían mucho más y lo querían ya. En esta constatación, hay que incluir la sorprendente decisión del sindicato de trabajadores de refinerías de petróleo, que durante algunos días man- tuvo un bloqueo en la entrega de naftas, una acción de una brutalidad muy real y capaz de tener consecuen- cias a largo plazo (por lo demás, la policía intervino enseguida). Sin duda, esos hechos daban comienzo a lo que siempre sucede en tiempos de revueltas: la división de los aparatos, sean cuales fueren, bajo la presión subjetiva de consignas por medio de las cuales la acción colectiva tiende a unificar al pueblo. Finalmente y 37
  • 36. sobre todo, la invención de nuevas formas de acción de naturaleza virtualmente insurrecta, aun cuando no se haya extendido, ha preparado el futuro. En particular, cabe citar la práctica de huelgas «por procuración» o huelgas «gratuitas»: esa fábrica o ese establecimiento hacen huelga, aunque sus asalariados dicen que están en el trabajo. Es que, con el evidente acuerdo de dichos asalariados, una avanzada popular exterior, compues- ta principalmente por personas que no están obligadas a trabajar (jubilados, estudiantes, veraneantes, des- ocupados…), ha ocupado el lugar y ha bloqueado la producción. De esta manera, la condición de huelga es por completo real, aunque los asalariados no estén legalmente en huelga y puedan cobrar su paga. Este procedimiento permite hacer que una huelga con ocu- pación se extienda en el tiempo, una duración que, por lo general, sigue siendo inaccesible, en la mayoría de los casos, más allá de algunos días, sobre todo en la actualidad, en la medida en que la vida se ha vuelto muy difícil para los pequeños asalariados y que los sindicatos están por demás debilitados como para sos- tener un fondo de huelga. Por diversas razones, este tipo de acción es casi- insurrecta. En primer lugar, hace caso omiso a la opinión reaccionaria usual según la cual los asuntos de un sitio son de sus asalariados y exclusivamente de ellos. Luego, enfrenta sin ceder el juicio no menos reacciona- rio según el cual es inmoral estar haciendo huelga y al mismo tiempo declararse no huelguista. En tercer lugar, vincula de manera absoluta «huelga» y «ocupa- ción», que habitualmente están separadas por un esca- lón, por lo menos en la escala de la violencia y de la acción. De esta manera, crea una localización compar- tida, y no sólo una localización restringida, como sería el caso si únicamente los asalariados participaran de la 38
  • 37. ocupación. En cuarto lugar, debe prepararse para la llegada ineluctable de la policía, lo cual pone al orden del día el clásico debate insurrecto entre el abandono pacífico del sitio o la continuidad y la resistencia en el lugar. Finalmente, y sobre todo, opera en la acción el vínculo entre diversos estratos sociales que por lo general se hallan separados, lo que de este modo crea en el mismo lugar un tipo subjetivo nuevo, más allá de los fraccionamientos alimentados tanto por el Estado como por sus aprendices sindicales. La mejor prueba de ello es que las acciones de una envergadura de este tipo, como, por ejemplo, la toma de algunos aeropuertos o la suspensión de actividades en las fábri- cas de tratamiento de la basura, han sido preparadas y decididas por comités que adoptan diversos nombres pero cuya característica principal ha sido la de amal- gamar a estudiantes, jóvenes, asalariados, agremiados o no, jubilados, intelectuales… Así se realizaba a nivel local, y en la mira de acciones inmediatas, una dimen- sión importante de las revueltas más significativas: la creación de un nuevo tipo de unidad popular, indife- rente a las estratificaciones estatales y que se constitu- ye como resultado de trayectos subjetivos aparente- mente dispares. A favor de la latencia insurrecta de estas acciones, también cabe considerar que los principales medios de comunicación, servidores de la «prudencia democráti- ca» –dicho en otros términos, de la ideología POL– se cuidaron muy bien de ver en ello la única verdadera novedad de la situación, la única promesa de futuro de un movimiento tan blando como vasto, y lo menciona- ran lo menos posible. Podemos afirmar que la «movilización» (penosa pala- bra…) contra la ley Sarkozy sobre las jubilaciones ha contenido, más allá de su ampulosidad derrotista, una 39
  • 38. subjetividad insurrecta latente. Sin duda, habría bas- tado una chispa, un incidente espectacular, un derrape violento, y hasta una consigna sindical mal comprendi- da para que dicha «movilización» adquiriese un cariz mucho más decidido, para que saliera local y fuerte- mente del consenso capital-parlamentario y constitu- yese lugares populares inexpugnables. De esta manera, incluso en nuestros países angus- tiados y tentados por la reacción más extrema, la latencia de la revuelta demuestra que las circunstan- cias pueden extraer de nuestra atonía un imprevisible más allá de nuestras «democracias» mortíferas. 40
  • 39. IV LA REVUELTA HISTÓRICA Instruidos por la impactante novedad de las revueltas en los países árabes, en especial por su duración, su encarnizamiento, su consistencia desarmada y por su imprevisible independencia, creo que, en primer tér- mino, es posible proponer una definición simple de la revuelta histórica: es el resultado de la transformación de una revuelta inmediata, más nihilista que política, en una revuelta prepolítica. Para lo cual, el caso de los países árabes nos enseña entonces que se requieren: 1. El paso de la localización restringida (manifesta- ciones, asaltos y destrucciones en el sitio mismo de los insurrectos) a la construcción de un lugar central durable, en el que los insurrectos se instalen de manera esencialmente pacífica, afirmando que permanecerán en el lugar hasta que se vean satisfechas sus exigen- cias. De pronto, también pasamos del tiempo limitado y, en cierta medida, consumado de la revuelta inmedia- ta, que es un asalto informe y arriesgado, al tiempo largo de la revuelta histórica, que más bien se parece a las viejas ciudades sitiadas, excepto por el hecho de que ahora se trata de sitiar al Estado. En realidad, todo el mundo sabe que destruir no puede durar mucho, salvo 41
  • 40. durante las «grandes guerras»: una revuelta inmediata dura entre uno y cinco días como máximo. En su lugar masivo, incluso encerrado y hostigado por los policías, o en las grandes avenidas que ocupa ritualmente un día fijo de la semana, con la muchedumbre que no deja de crecer, la revuelta histórica se sostiene semanas o meses. 2. Para ello, se requiere pasar de la extensión por imitación a la extensión cualitativa. Lo que quiere decir que, en un sitio construido de esa manera, se van unificando progresivamente casi todos los componen- tes del pueblo: la juventud popular y estudiante, por supuesto, pero también los obreros de las fábricas, los intelectuales de toda suerte, familias enteras, gran can- tidad de mujeres, empleados, funcionarios, y hasta policías y soldados… Personas de diferentes religiones diferentes se protegen mutuamente durante los mo- mentos destinados a los rezos, personas de provenien- cia opuesta conversan tranquilamente como si se cono- cieran desde siempre. Y el habla múltiple, ausente o casi ausente en las vociferaciones de la revuelta inme- diata, se afirma, los carteles cuentan y exigen, las banderas levantan a la multitud. Hasta la prensa mundial reaccionaria terminará hablando del «pueblo egipcio» con respecto a los que ocupan la plaza Tahrir. Es en ese momento cuando el umbral de la revuelta histórica se ha traspasado: localización establecida, duración posible prolongada, intensidad de la presen- cia compacta, multitud multiforme que vale por todo el pueblo: como habría dicho Trotsky, que algo de esto sabía: «Las masas se han subido al escenario de la Historia». 3. También fue necesario pasar del alboroto nihilista del asalto insurrecto a la invención de una consigna única que envolviese todas las voces dispares: «¡Mubarak, anda- te!». Así es como se creó la posibilidad de la victoria, en la medida en que ha quedado fijada la apuesta inmediata de 42
  • 41. la revuelta. Más allá de un sentimiento destructor de venganza, el movimiento puede extenderse en el tiempo a la espera de una satisfacción precisa, material: la partida de un hombre cuyo nombre se repite, casi no hay tabú al respecto, hoy condenado en el plano público a que lo tache la gente ignominiosamente. De todo lo que hemos podido ver estos últimos meses, retengamos esto: la revuelta se vuelve histórica cuando su localización deja de ser restringida y, en cambio, en el espacio ocupado funda la promesa de una temporalidad nueva y de largo alcance; cuando su composición deja de ser uniforme y, en cambio, esboza poco a poco una repre- sentación del mosaico unificado de todo el pueblo; cuando, finalmente, las quejas negativas de la revuelta pura se ven reemplazadas por la afirmación de una demanda común, cu- ya satisfacción da un primer sentido a la palabra «victoria». En este marco muy general, de entrada hay que insistir en lo que conforma la rareza propiamente histórica de las revueltas tunecina y egipcia de princi- pios del año 2011: además de que nos enseñaron o nos recordaron las leyes del pasaje de la revuelta inmedia- ta a la revuelta histórica, han sido victoriosas con bas- tante rapidez. Esos países contaban con regímenes que parecían estar bien emplazados desde hacía mucho tiempo, que habían organizado una vigilancia policial permanente y que practicaba la tortura sin ningún remordimiento, que estaban rodeados por la amabilidad de todas las potencias «democráticas» imperiales, gran- des o minúsculas, que estaban irrigados de manera cons- tante por el maná corruptor de esas potencias y, de pronto, helos allí derribados, o por lo menos los que resultaban más emblemáticos –Ben Ali y Mubarak– por acciones populares absolutamente imprevisibles y sin que las dirigiera ninguna organización existente, lo que vuelve indudable la dimensión insurrecta de esas acciones. 43
  • 42. Sólo con esos hechos alcanza ya para que hablemos, con respecto a esas revueltas, de un «despertar de la Historia». ¿Cuántos años son los que habría que remon- tarse para encontrar el derrocamiento de un poder centralizado y bien armado llevado a cabo por parte de una inmensa multitud que lo enfrentaba sin nada en las manos? Treinta y dos años: la época en que gigantes- cas manifestaciones callejeras, contra las cuales las fuerzas armadas nada pudieron hacer, derrocaron al Sah de Irán que, al igual que Ben Ali, era considerado un occidentalista y un modernizador, y que, como a él, nuestros gobernantes habían adorado, habían subven- cionado y habían armado. Pero en ese entonces nos encontrábamos precisamente en el final de una larga secuencia histórica en que las revueltas, las guerras de liberación nacional, las tentativas revolucionarias, las guerrillas y las sublevaciones de la juventud habían otorgado un sentido pleno a la idea de Histo- ria, encargada de sostener y validar opciones políti- cas radicales. Para una gran cantidad de gente, entre 1950 como muy temprano y 1980 como muy tarde, las ideas de revolución y de comunismo cons- tituyen en todo el mundo evidencias triviales. Sin embargo, en nuestros países, a partir de comienzos de los años 1970 muchos militantes tiran la toalla, dando inicio al penoso camino de la renegación y de la adhesión al orden establecido, bajo la bandera apolillada del «antitotalitarismo». La Revolución cul- tural en China, esa Comuna de Paris de la época de los Estados socialistas, 5 fracasó debido a su propia 5 Para un análisis sintético de la Revolución Cultural que, a menos que no se quiera comprender nada de la historia del proyecto comunista, es el punto histórico a partir del cual hay que volver a partir, señalo las páginas que le consagro en L’Hypothèse communis- te (Lignes, 2009). 44
  • 43. violencia anárquica –¿acaso se trataba de una colección de revueltas inmediatas?– en 1976, con la muerte de Mao. Solos en el mundo, algunos grupos intentaron preservar los medios de una nueva duración. En este sentido, la revolución iraní era terminal y no inaugu- ral. A través de su oscura paradoja (una revolución dirigida por un ayatolah, una sublevación popular que se hallaba como encastrada en un contexto teocrático), anunciaba el fin del tiempo claro de las revoluciones. En ello, coincidía con el movimiento obrero Solidarnosc de Polonia. Este alzamiento popular de gran importan- cia contra un Estado socialista corrupto y crepuscular ha recordado que siempre es posible la acción de las masas populares, incluso en una situación devastada por la ocupación extranjera y un régimen político im- puesto desde afuera. Solidarnosc también nos ha recor- dado que tales acciones sacan una fuerza singular cuando se centran en las fábricas y sus obreros. Pero al margen de su fuerza crítica, el movimiento polaco seguía estando desprovisto de toda idea nueva referida al posible destino del país y extrañamente lo alentaban un futuro papa y un clero absolutamente reaccionarios. Por lo demás, el resultado de la revolución iraní, el oxímoron que conforma la expresión «República islámi- ca», como su nombre lo indica, no tiene ninguna vocación universal. Menos todavía el triste destino del Estado polaco «liberado» del comunismo: capitalismo rabioso, xenófobo y servilmente proestadounidense. Naturalmente, no sabemos a dónde irán a parar las revueltas históricas de Túnez, de Egipto, de Siria y de otros países árabes: nos encontramos en la primera fase posinsurrecta y todo sigue siendo muy incierto. Pero resulta claro que, a diferencia de la revuelta histórica polaca o de la revolución iraní, que clausuraban una secuencia con una cerrazón violenta y paradójica de su 45
  • 44. contexto ideológico, las revueltas en los países árabes abren una secuencia que deja a su propio contexto en la indecisión. Remueven y modifican las posibilidades históricas de manera tal que el sentido que después adquirirán sus pocas victorias iniciales en gran medi- da fijará el sentido de nuestro futuro. Al tiempo que mantenemos su dimensión puramente acontecimental y, por lo tanto, sustraída de la previ- sión «científica», creo que podemos inscribir estas dis- posiciones insurrectas como acciones características de lo que llamaré periodos de intervalo. ¿Qué es un periodo de intervalo? Es lo que viene después de un periodo durante el cual la concepción revolucionaria de la acción política ha sido clarificada lo suficiente como para que se haya presentado de manera explícita como una alternativa al mundo domi- nante y haya obtenido al respecto apoyos masivos y disciplinados, a pesar de las luchas internas que mar- can su desarrollo. En un periodo de intervalo, por el contrario, la idea revolucionaria del periodo preceden- te, que desde luego se ha topado con obstáculos muy serios –enemigos encarnizados en el exterior e incapa- cidad provisoria para resolver importantes problemas que se suscitan en el interior– ha dejado vacante su herencia. Todavía no ha sido sustituida por un nuevo curso en su desarrollo. Está faltando una figura de la emancipación que sea abierta, compartida y practicable en una escala universal. El tiempo histórico, por lo menos para los que no aceptan venderse a la dominación, se define por una suerte de intervalo incierto de la Idea. En el transcurso de tales periodos, justamente debi- do a que el camino revolucionario se ha debilitado o que, incluso, se ha vuelto ilegible, es posible que los reaccio- narios digan que las cosas han retomado su curso natural. Es lo que ha ocurrido de manera típica en 1815 46
  • 45. con los restauradores de la Santa Alianza, para quienes las relaciones sociales feudales y su síntesis monárqui- ca constituían el único orden digno de Dios, mientras que la revolución republicana y plebeya no era más que una monstruosidad que se resumía en el Terror y en la figura diabólica de Robespierre. Y es también de mane- ra típica lo que nos quieren hacer creer desde hace treinta años: la aberración totalitaria, el poder ideoló- gico mortífero, los Estados socialistas, el marxismo, el leninismo, el maoísmo y todos los movimientos del pen- samiento y de la acción que encontraron allí el principio de una vida intensa, sabemos de fuentes seguras –dicen los devotos demócratas y los nuevos tartufos– que no eran más que imposturas ineficientes y criminales que se resumen en la figura diabólica de Stalin. La natura- leza pacífica de las cosas, la única proposición que vale, es la armonía natural entre el capitalismo desenfrena- do y la democracia impotente. Impotente debido a que, del lado del verdadero poder, el del Capital, es servil y del lado de la ambición trabajadora y popular, está estrecha- mente «controlada». La «democracia liberal» es el periodo de intervalo en que todavía estamos, es decir, entre 1980 y 2011 (¿y aun más?) –periodo en que el capitalismo clásico se ha reactivado como consecuencia del hundimiento de las formas estatales de la vía comunista surgidas de la revolución bolchevique– lo que era la «monarquía liberal» en el periodo de intervalo durante el cual el capitalismo moderno se desarrolló tras el aplastamiento de los últi- mos temores de la revolución republicana (1815-1850). Sin embargo, durante esos periodos de intervalo, los descontentos, las revueltas, la convicción de que el mundo no debería ser lo que es, que el capital-parla- mentarismo no es de ninguna manera «natural» sino perfectamente siniestro, todo eso existe. Al mismo 47
  • 46. tiempo, no puede encontrar una forma política propia, debido a la imposibilidad, en primer lugar, de extraer su fuerza del hecho de que comparten una Idea. La fuerza de las revueltas, incluso cuando aquellas ad- quieren un alcance histórico, sigue siendo esencial- mente negativa («que se vayan todos», «afuera Ben Ali», «Mubarak, andate»). La fuerza no despliega la consigna en el elemento afirmativo de la Idea. Es por esta razón que la forma de la acción de masa colectiva sólo puede ser la revuelta, conducida en el mejor de los casos hacia su forma histórica, lo que también se denomina un «movimiento de masas». Recapitulemos: en periodos de intervalo, la revuelta es la guardiana de la historia de la emancipación. Volvamos al periodo 1815-1850, en Francia y en Europa, pues nuestro propio intervalo extrañamente se parece a esa Restauración. Viene a ocupar el lugar de la Gran Revolución y se encuentra vertebrado, al igual que nuestros últimos treinta años, por una restaura- ción reaccionaria virulenta, que al mismo tiempo es políticamente constitucionalista y económicamente li- beral. Sin embargo, también ha sido un gran periodo de revueltas, que a menudo fueron momentánea o aparen- temente victoriosas (las Tres Gloriosas de 1830, las revueltas obreras que se dieron un poco por todas partes, la «revolución» de 1848…), sobre todo a partir de los años 1830. Se trata en todos los casos de revuel- tas, a veces inmediatas, a veces más históricas, carac- terísticas de un periodo de intervalo: a la idea republi- cana, insuficiente de allí en adelante para lograr des- prenderse de la reacción burguesa, le deberá suceder, a partir de 1850, la Idea comunista. Una vieja constatación indica que el despertar de la Historia, bajo la forma de la revuelta y de su posible victoria inmediata, por lo general no es contemporáneo 48
  • 47. de la reviviscencia de la Idea, lo cual le habría dado a la revuelta un futuro político real. Esta ruptura de contacto es completamente perceptible en algunas re- vueltas de los Sans-culottes y de los «Bras nus» durante la misma Revolución Francesa. Esas revueltas no ha- brían podido contentarse con la ideología revoluciona- ria bajo su estricta forma republicana. Suponen un más allá ideológico que aún no se ha constituido. A falta de una Idea subjetiva realmente compartida, de allí en más les será imposible resolver el problema que signi- fica pasar de la revuelta, incluso la que es histórica, a la consistencia de una política organizada. Sin duda, la prueba empírica más impactante de que la Historia no lleva consigo la solución a los problemas que, sin embargo, pone al orden del día la constituye este inevitable retraso de las revueltas –en la medida en que son la señal de masa de una reapertura de la Historia– sobre las cuestiones más contemporáneas de la política, transmitidas ellas también por el momento previo al intervalo, mientras existió una visión amplia de la política de la emancipación. Por muy brillantes y memorables que sean las revueltas históricas del mun- do árabe, al final acaban tropezando con problemas universales de la política que quedaron en suspenso en el periodo anterior, en el centro de los cuales se halla lo que constituye el problema por antonomasia de la política, a saber, el de la organización. Sólo que, como lo dice Mao, «para tener orden en la organización, hay que tenerlo en la ideología». Sin embargo, la ideología siempre es sólo el conjunto de consecuencias abstractas de una Idea o, si se prefiere, de uno o de varios principios. En suma, en tanto que guardianas de la historia de la emancipación durante los periodos de intervalo, las revueltas históricas señalan la urgencia de una propo- sición ideológica reformulada, de una Idea fuerte, de 49
  • 48. una hipótesis crucial, para que la energía que ellas li- beran y los individuos que se comprometen con ellas consigan hacer que acontezca, más acá y más allá del movimiento de masas y del despertar de la Historia que señala, una nueva figura de la organización y, por lo tanto, de la política. Para que el día político que sigue al despertar de la Historia también sea nuevo. Para que el mañana difiera realmente del hoy. Para que, en suma, se valide enteramente la lección que contiene el último verso de un famoso poema de Brecht, Elogio de la dialéctica, que cito aquí en su totalidad: Hoy la injusticia se pavonea con paso seguro. Los opresores hacen planes por diez mil años. La violencia asegura: «Todo seguirá como está». No suena otra voz más que la de los que dominan y en todos los mercados la explotación proclama: «Ahora me toca a mí». Pero entre los oprimidos, muchos ahora dicen: «Lo que nosotros queremos, nunca ocurrirá». ¡El que está todavía vivo, que no diga: «nunca»! Lo seguro no es seguro. Nada quedará como está. Cuando hayan hablado los que dominan hablarán los dominados. ¿Quién se atreve a decir «nunca»? ¿De quién depende que la opresión continúe? De nosotros. ¿De quién depende que se la aplaste? De nosotros. El que es derribado, ¡que se levante! El que está perdido, ¡que luche! Al que ha comprendido por qué está así, ¿cómo habrían de detenerlo? Los vencidos de hoy son los vencedores de mañana y ese «nunca» será: hoy mismo. 50
  • 49. V LA REVUELTA Y OCCIDENTE La revuelta histórica es un desafío para el Estado en la medida en que, al exigir la partida de los hombres que lo dirigen, casi siempre lo expone a un cambio brutal e imprevisto que puede incluso llegar a hundirse por completo (es lo que efectivamente ocurrió en Irán, hace treinta años, con el régimen monárquico del Sah). Al mismo tiempo, la revuelta no posee todas las claves, –muy lejos de ello– de la naturaleza y de la extensión del cambio al que está exponiendo al Estado. La revuelta no ha prefigurado en lo más mínimo lo que va a ocurrir en el Estado. Desde luego, en los movimientos de masas con di- mensión histórica siempre hay gente que cree sincera- mente lo contrario. Piensan que las prácticas democrá- ticas populares del movimiento (de cualquier revuelta histórica, dónde y cuando sea) forman una suerte de paradigma para el Estado futuro. Se organizan asam- bleas igualitarias, todo el mundo tiene derecho a tomar la palabra y las diferencias sociales, religiosas, racia- les, nacionales, sexuales e intelectuales ya no tienen ninguna importancia. La decisión es siempre colectiva. Por lo menos en apariencia: los militantes aguerridos saben cómo preparar una asamblea a través de una 51
  • 50. reunión restringida previa que, en los hechos, será secreta. Pero poco importa, lo cierto es que la decisión será casi siempre unánime porque de la discusión se desprenderá la proposición más fuerte y más justa. Y entonces es posible decir que el poder «legislativo», el que formula la nueva directiva, no sólo coincide con el poder «ejecutivo», el que organiza las consecuencias prácticas, sino también con todo el pueblo activo que simboliza la asamblea. ¿Por qué no extender a todo el Estado esos caracteres de la democracia de masas que son tan fuertes y que despiertan tanto entusiasmo? Muy simplemente por- que entre la democracia insurrecta y el sistema rutina- rio, represivo y ciego de las decisiones estatales –in- cluso, y sobre todo, cuando pretenden ser «democráti- cas»– existe un abismo tan importante que Marx sólo podía imaginar subsanarlo al término de un proceso de debilitamiento del Estado. Y ese proceso exigía, para ser bien dirigido hasta su meta, no una democracia de masas por todas partes sino su contrario dialéctico: una dictadura transitoria, cerrada e implacable. Sin que quepa duda alguna, Marx tenía razón, y más adelante volveré sobre esta paradoja racional de una continuidad inevitable entre la democracia igualitaria instaurada por la revuelta histórica en su propio seno y la dictadura popular ejercida hacia el exterior, diri- gida contra los enemigos y los sospechosos, por medio de la cual se intenta llevar a cabo lo que implica una fidelidad política a la revuelta. Por el momento, nos alcanza constatar que una revuelta histórica no propone por sí misma ninguna alternativa al poder que pretende derribar. Hay una diferencia muy importante entre «revuelta históri- ca» y «revolución»: se supone, por lo menos desde Lenin, que la segunda dispone en sí misma de los 52
  • 51. recursos necesarios para una toma inmediata del poder. Ésa es la razón por la cual en todas las épocas los insurrectos se han quejado de que el nuevo régimen, siguiente al derrocamiento insurrecto del anterior, sea en lo esencial idéntico a aquel. El prototipo de esta similitud, tras la caída de Napoleón III, como conse- cuencia de la guerra perdida y a las revueltas del 4 de septiembre de 1870, es la conformación de un régimen cuyo personal político había surgido en su mayoría de la pretendida «oposición» al Imperio. Para que se supie- ra exactamente de qué lado estaba ubicado, este «nue- vo» poder mostrará su particular ferocidad antipopu- lar algunos meses más tarde, al masacrar sin el más mínimo remordimiento a miles de trabajadores parti- darios de la Comuna.6 El Partido Comunista, tal como fue concebido por el POSDR7 y luego por los bolcheviques, era una estructu- 6 Resulta esencial reconstruir la génesis del concepto (parlamen- tario) de «la izquierda» a partir de su origen «republicano», a saber: el gobierno compuesto por la oposición a Napoleón III que tomó el poder en 1870. Los Thiers y los tres Jules, como dice Guillemin (Jules Ferry, Jules Grévy y Jules Simon) son los tristes héroes de este asunto, que obtuvo por saldo en primer lugar la capitulación ante los prusianos y luego la feroz masacre de los partidarios de la Comuna. La izquierda francesa (colonialismo, unión sagrada en 14- 18, amplia adhesión a Pétain, guerra de Argelia, participación en el golpe de estado gaullista de 1958, universalización financiera bajo Mitterrand, trato represivo hacia los trabajadores de origen africa- no, por citar algunas cosas) ha sido fiel desde entonces a sus orígenes. Sobre el anudamiento de la palabra «izquierda» a una constante contrarrevolucionaria propongo algunas pistas en el capítulo que dedico a la Comuna de Paris en L’Hypothèse communis- te, op. cit. 7 Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. El POSDR, una organización marxista revolucionaria fundada en marzo de 1898, se dividirá más tarde en dos facciones: los bolcheviques y los menche- viques (N. d. E.). 53
  • 52. ra que se proclamó apta para encarnar una alternativa al poder en plaza y para fundar un Estado nuevo tras la destrucción completa del viejo aparato zarista, como resultado de un análisis riguroso que llevó a cabo Lenin de la Comuna de Paris. Cuando la figura insurrecta se convierte en una figura política o, dicho en otros términos, cuando dis- pone en sí misma del personal político que necesita y cuando recurrir a los viejos caballos profesionales del Estado se vuelve claramente inútil, es posible decir que ha llegado el fin del periodo de intervalo debido a que una nueva política ha conseguido apropiarse del despertar de la Historia que una revuelta histórica había simbolizado. Para volver a las revueltas históricas del mundo árabe, en particular en Egipto y en Túnez, sabemos ya que van a continuar y que se van a dividir. Una parte de los insurrectos, los más jóvenes, los más determina- dos o los que están mejor organizados, va a proclamar que los poderes de transición que penosamente fueron puestos en funciones y que a menudo enmascaran la permanencia de las instituciones más importantes del antiguo régimen (el ejército en Egipto, por ejemplo) están tan alejados del movimiento popular que no los quiere, como tampoco a Ben Ali o a Mubarak. Pero estas protestas, por el momento, no producen la idea a partir de la cual será posible organizar la fidelidad a la revuelta. De donde surge una animada indecisión que, desde un punto de vista puramente formal, coloca la situación en el mundo árabe muy cerca de lo que ya se vio en el siglo XIX.8 Uno de los signos dialécticos que indican que el capitalismo 8 contemporáneo está regresando generalizadamente a la forma pura del capitalismo tal como se lo podía ver operar hacia mediados del siglo XIX lo constituye el fascinante parecido que tienen entre sí las revueltas en el mundo árabe y la «revolución» de 1848 en Europa. Un 54
  • 53. A fin de cuentas, no podemos esquivar la pregunta: ¿cuáles son los criterios que nos permiten juzgar una revuelta y medir la importancia del despertar históri- co que encarna? Las potencias occidentales y los medios de comuni- cación que dependen de ellas tienen desde el comienzo una respuesta bien preparada: según ellos, el deseo que anima a las revueltas en los países árabes es el de la «libertad», en el sentido que los occidentales le dan a esa palabra, a saber, la «libertad de opinión» dentro del marco fijo del capitalismo desenfrenado («libertad de emprender») y del Estado fundado sobre la base de la representación parlamentaria (las «elecciones libres» que dan a elegir entre diversos administradores, prác- ticamente indiscernibles, del sistema en plaza). En el fondo, nuestros gobernantes y nuestros medios de comunicación dominantes han propuesto una inter- pretación simple de las revueltas en el mundo árabe: lo que allí se ha expresado es lo que se podría denominar un deseo de Occidente. Un deseo de que «se beneficien» con todo lo que nosotros, hartos y somnolientos indivi- duos de los países pudientes, ya «nos beneficiamos». Un ———— mismo origen aparentemente anecdótico, una misma sublevación general, una misma extensión en todo un espacio histórico (en 1848 era Europa), mismas diferenciaciones según los países, mismas declaraciones colectivas ardientes e imprecisas, una misma orien- tación antidespótica, mismas incertidumbres, una misma tensión sorda entre el componente intelectual y pequeñoburgués y el com- ponente obrero… Es sabido que ninguna de esas revoluciones logró realmente desembocar en una nueva situación estatal y social. Pero también se sabe que a partir de ellas se abrió una secuencia histórica completamente nueva que apenas concluye en los años ochenta del siglo XX. Es que la Idea está atada a los acontecimientos. Tras haber sido derrotados en las barricadas de las insurrecciones alemanas, Marx y Engels firmaron uno de los textos más victoriosos de la Historia: el Manifiesto del Partido Comunista. 55
  • 54. deseo de que por fin se integren al «mundo civilizado» que los occidentales, descendientes incorregibles de colonos racistas, están tan seguros de representar que montan «tribunales» internacionales para juzgar a quien- quiera que sostenga otros valores –cierto es que a veces, en efecto, son poco recomendables– o apenas haga como si quisiera sacarse la pesada tutela de la «comunidad inter- nacional» –desde luego, a veces de manera puramente interesada–. Al hacerlo, los occidentales que se cobijan tras el escudo del Derecho olvidan que su pretendido poder de decir el Bien no es más que el nombre moderni- zado del intervencionismo imperial. Todo movimiento de masas es, a ciencia cierta, una exigencia apremiante de liberación. En relación con regímenes tan despóticos, corruptos y sometidos a los deseos imperiales como los de Ben Ali y de Mubarak, una exigencia de esa naturaleza no podría ser más legítima. Que ese deseo como tal sea un deseo de Occidente es algo infinitamente más problemático. Hay que recordar que Occidente, en tanto potencia, no ha dado hasta ahora ninguna prueba de estar pre- ocupado de la manera que sea por organizar la libertad en los lugares en que interviene, lo que a menudo lleva a cabo por las armas. Lo que cuenta para nosotros, «civilizados», es: «¿Ustedes están con nosotros o no?», dándole a la expresión «estar con nosotros» el significa- do de una interioridad servil hacia la economía de mercado planetario, organizada en los países en cues- tión por un personal corrupto que colabora estrecha- mente con una policía y un ejército contrarrevoluciona- rios, formados, armados y dirigidos por oficiales, agen- tes secretos y traficantes que son típicamente nuestros. «Países amigos» como Arabia Saudita, Pakistán, Nige- ria, México y muchos otros son tan despóticos y corrup- tos, cuando no mucho más todavía, que lo que eran 56
  • 55. Túnez bajo Ben Ali o Egipto bajo Mubarak, pero a los que aparecieron en el momento de los acontecimientos de Túnez o de Egipto como ardientes defensores de todas las revueltas a favor de la libertad casi no se los escucha mencionar este tema. Resulta más que claro que nuestros Estados prefieren la calma firme que garantizan los amigos déspotas a la incertidumbre de la revuelta. Pero en la medida en que la revuelta se deja interpretar como un deseo de Occidente, y aun más si termina siéndolo, los políticos y los medios de comuni- cación de nuestros países le darán la bienvenida. Sin embargo, este desenlace no está asegurado. El hecho mismo de que los franceses y los ingleses hayan ido a Libia, bajo el megáfono oportuno de Bernard- Henri Lévy, para inventar pura y llanamente unos cuantos «rebeldes» de acá y de allá –entre los cuales, los únicos que resultaron ser verdaderamente eficaces probaron ser ex miembros de Al Qaeda, ¡imagínense qué paradoja!– pero, a cuyos pies, por el momento todos se rinden (Libia es, en efecto, el único lugar en el mundo en que a la gente le viene la descabellada idea de gritar «viva Sarkozy»), para armarlos, para dirigirlos y para garantizarles apoyo aéreo a sus fuerzas aéreas, mues- tra hasta qué punto, en definitiva, temen nuestros gobernantes que en las verdaderas revueltas se exprese algo que no sea un amor desmesurado por las civiliza- ciones imperiales. Que tras cinco meses de acción de las aviaciones francesas e inglesas bajo la logística estado- unidense con sus helicópteros de asalto, con sus oficia- les y agentes en el terreno, se esté hablando de una emocionante «victoria de los rebeldes» es francamente ridículo. Pero este tipo de victoria (Juppé,9 en lo que debe 9 Alain Juppé, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Sarkozy (N. del T.). 57
  • 56. considerarse como una enorme confesión, afirma que «nosotros somos los que hicimos el trabajo») es lo que los occidentales adoran. Pues cuando se trata de verdade- ras revueltas populares, no consiguen reprimir imagi- narse que, tal vez, después de todo, se las tengan que ver con personas que no desean quedar roncas de tanto gritar a favor de Cameron, de Sarkozy o de Obama. ¿Tal vez –y su angustia empieza a aumentar– se tratará en todos esos episodios de una Idea todavía no formulada pero para ellos muy desagradable? ¿De una concepción de la democracia por completo opuesta a la suya? Ante esta incertidumbre, concluyen, preparemos nuestras ametralladoras y verifiquemos, aquí y allá, que estén listas por si hay que usarlas. En estas condiciones, es necesario intentar definir con mayor precisión lo que es o lo que sería un movi- miento popular reductible a un «deseo de Occidente», y lo que bien podrían ser las revueltas actuales, más allá de esta tentación mortífera. Intentémoslo: una revuelta sometida al deseo de Occidente adquiere de inmediato la forma de una revuelta antidespótica, cuya potencia negativa y popu- lar es en efecto la de la multitud, pero cuya potencia afirmativa no tiene una norma distinta de aquellas de las que se vale Occidente. Un movimiento popular que responde a esta definición tiene todas las posibilidades de concluir con muy modestas reformas constituciona- les y con elecciones bien controladas por la «comunidad internacional», de las que saldrán vencedores, para sorpresa general de los simpatizantes de la revuelta, o bien sicarios muy conocidos de los intereses occidenta- les o bien un refrito de esos «islamistas moderados» de quienes nuestros gobernantes están aprendiendo poco a poco que no tienen gran cosa a la que temer. Propongo afirmar que, al término de un proceso de esa naturale- 58
  • 57. za, habremos presenciado un fenómeno de inclusión occidental. En nuestros países, la interpretación dominante de lo que está ocurriendo apunta a que ese fenómeno constituya el desenlace natural y legítimo, bajo el nombre de «victoria democrática», de los procesos insu- rrectos que se presentan en los países árabes. Lo cual, por lo demás, echa luz al hecho de que las revueltas, por el contrario, se reprimen y se deshonran de manera brutal cuando se presentan en países como los nuestros. Si una «buena revuelta» reclama una inclusión occidental, ¿por qué cuernos sublevarse allí donde esta inclusión está bien establecida, en nuestra sólida democracia civilizada? Los piojosos, los árabes, los negros, los orientales y otros trabajadores venidos del infierno pueden, de tanto en tanto y sin exagerar, exigir ser «como nosotros», máxime que no será mañana que lo conseguirán y que, entretanto, el buen saqueo colonial que alimenta nuestra serenidad persistirá bajo diversas formas. En nuestros países, por el contra- rio, sólo tienen derecho a trabajar y a votar en silencio. Si no, ¡cuidado! Cameron y su pequeño gulag londinen- se reservado a los jóvenes de los barrios, Sarkozy y su Kärcher antigentuza, velan por los muros de la civili- zación. Si es cierto que, tal como Marx lo había previsto, el ámbito de realización de las ideas emancipadoras es el espacio mundial (lo cual, dicho entre paréntesis, no ha sido realmente el caso de las revoluciones del siglo XX), entonces, un fenómeno de inclusión occidental no pue- de considerarse un cambio verdadero. Lo que constitui- ría un cambio verdadero sería una salida de Occidente, una «desoccidentalización» que adquiriría la forma de una exclusión. Me dirán que es una ensoñación. Pero puede ser que se presente así bajo nuestros ojos. Y en 59
  • 58. todo caso, es lo que debemos soñar, porque ese sueño permite atravesar, sin desdecirse ni hundirse en el «no future» del nihilismo, los penosos años de un periodo de intervalo. 60
  • 59. VI REVUELTA, ACONTECIMIENTO, VERDAD Se habrá comprendido que el valor que se le otorga al actual despertar insurrecto de la Historia se debe a la posibilidad que posee de dar lugar a las fidelidades políticas que se mantienen indiferentes al deseo de Occidente. ¿Qué es lo que nos puede garantizar que el aconte- cimiento, la revuelta histórica, produzca en efecto esta posibilidad? ¿Quién nos protegerá de la fuerza subjetiva, bien real, del deseo de Occidente? No es posible dar aquí ninguna respuesta formal. El análi- sis minucioso del largo y tortuoso proceso estatal no nos será de gran ayuda. A corto plazo, desembocará en elecciones que carecen de verdad. Lo que tenemos que hacer es una investigación paciente y minuciosa junto a la gente, en la búsqueda de lo que habrá de afirmar, al cabo de un proceso de división inevitable (pues el portador de verdad siempre es el Dos y no el Uno), la fracción irreductible del movimiento, a sa- ber, los enunciados. Cuestiones dichas que no sean solubles en la inclusión occidental. Cuando esos enun- ciados existen, se los reconoce fácilmente. Y es bajo la condición de que existan esos enunciados como resul- ta posible concebir un proceso de organización de las 61
  • 60. figuras de la acción colectiva, lo cual marcará su acontecer político. Ya significa bastante constatar que, en la revuelta histórica egipcia, la más importante y consistente de todas, nada da cuenta de manera irreversible que se esté tratando de un deseo masivo de Occidente. Aque- llas personas que, día tras día, han leído en lengua árabe las banderolas de la plaza Tahrir, han constata- do, a menudo para su gran sorpresa, que la palabra «democracia» no aparece prácticamente nunca. Los temas principales, más allá del «¡Andate!» unánime, son el país, Egipto, la restitución del país a su pueblo levantado (lo que explica la presencia por todas partes de la bandera nacional) y, por lo tanto, precisamente el fin de su servilismo con respecto a Occidente y a su componente israelí; el fin de la corrupción y de la des- igualdad monstruosa entre un puñado de corruptos y la masa de trabajadores ordinarios; la voluntad de construir un Estado social que ponga fin a la terrible miseria de millones de personas. Es posible integrar todo esto en una gran Idea política nueva, en continui- dad con lo que he denominado el «comunismo de movi- miento», propio a todos los movimientos de ese tipo, mucho más fácilmente que al ardid electoral, esa tram- pa que tiende el viejo opresor histórico. Puedo retomar todo esto de un modo a la vez más abstracto y más simple. En un mundo estructurado por la explotación y la opresión, hay masas de personas que no tienen, estrictamente hablando, ninguna existen- cia. No cuentan para nada. En el mundo actual, casi todos los africanos, por ejemplo, no cuentan para nada. E incluso en nuestras comarcas pudientes, en el fondo, la mayoría de las personas, la masa de trabajadores comunes no decide absolutamente nada, no tiene sino una voz ficticia en el capítulo de las decisiones que 62
  • 61. conciernen a su propio destino. Sólo una oligarquía, a la vez alejada y omnipresente, consigue ligar los episodios sucesivos de la vida de la gente mediante un parámetro unificado, a saber, el provecho con el que se alimenta esa oligarquía. A esas personas que se hallan presentes en el mundo pero que están ausentes en su sentido y en las decisio- nes que conciernen a su futuro, las llamaremos el inexistente del mundo. Diremos entonces que un cam- bio de mundo es real cuando un inexistente del mundo comienza a existir en este mismo mundo con una inten- sidad máxima. Exactamente eso es lo que decía y todavía dice la gente en las manifestaciones populares en Egipto: no existíamos y ahora existimos, podemos determinar la historia del país. Este hecho subjetivo está provisto de una fuerza extraordinaria. El inexis- tente se ha puesto de pie. Es por eso que se habla de sublevación: estaban acostados, plegados, se levantan, se ponen de pie, se sublevan. Este levantamiento es un levantamiento de la existencia misma: los pobres no se volvieron ricos, la gente desarmada no está armada, etc. En el fondo, nada ha cambiado. Lo que ha ocurrido es que se ha puesto de pie la existencia del inexistente, condicionado por lo que denomino un acontecimiento. Sin ignorar que, a diferencia del ponerse de pie del inexistente, el acontecimiento mismo casi siempre es inaprehensible. La definición del acontecimiento como lo que vuelve posible el ponerse de pie del inexistente es una defini- ción abstracta aunque irrefutable, muy simplemente porque el ponerse de pie se proclama: es inmediata- mente lo que dice la gente. ¿Qué es lo que se observa objetivamente? La determinación de un lugar cumple un papel decisivo: en unos pocos días, una plaza del Cairo adquiere una fama planetaria. Resulta funda- 63
  • 62. mental constatar que, en tiempos de un cambio real, se da la producción de un lugar nuevo que, sin embargo, es interno a esa localización general que es un mundo. De esta manera, en Egipto, las personas reunidas en la plaza consideraban que Egipto eran ellos, que Egipto eran las personas que estaban ahí para proclamar que, si bajo Mubarak Egipto no existía, de allí en más existe, y ellos con su país. La fuerza de este fenómeno es tal que, algo cierta- mente extraordinario, todo el mundo se inclina ante él. En el mundo entero se admite que las personas que están ahí, en ese lugar que han construido, son el pueblo egipcio en persona. Hasta nuestros gobernan- tes, hasta nuestros medios de comunicación sometidos, que tiemblan entre bambalinas y que se preguntan cómo van a hacer sin sus servidores-déspotas en países estratégicos como Egipto, sólo expresan la «subleva- ción democrática del pueblo egipcio» y le aseguran con admiración que tienen todo su apoyo (mientras prepa- ran, siempre en bambalinas, un «cambio» para que todo siga igual que antes, al cabo de una bendecida masca- rada electoral). ¿Así que los insurrectos que se reúnen en la plaza del Cairo son, por lo tanto, el «pueblo egipcio»? Pero en este asunto ¿qué sucede con el dogma democrático, con el sacrosanto sufragio universal? Yo sé muy bien que, detrás de la fachada del apoyo sin desmayo a los insurrectos, se esconde un miedo activo y, a fin de cuentas, vivas presiones para que rápidamente todo vuelva a un orden estatal fiable y pro-occidental. ¡Pero aun así! ¿No se trata de algo peligroso, no se trata –¡ho- rror!– de la llegada de una concepción nueva de la política, cuando por todas partes se saluda, como si valiera por el todo, esta corta metonimia de Egipto que son estas personas reunidas en la plaza, con su demo- 64