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    Exiliados del tiempo:
Representaciones masculinas en el
       cine de Theo Angelopoulos




                             Aarón Rodríguez Serrano
        Publicado en la Revista Shangri-La Textos Aparte
   (ISSN:1999-2769); Nº 8 ; Enero-Abril 2009; pags. 132-144
“Y entonces tuvo la impresión de avanzar por una avenida de ahorcados a punto de
                                                    invitarse a bailar mutuamente”
                                                  (Arthur Schnitzler; Relato soñado)
Introducción


      Una de las grandes contradicciones del cine clásico de Hollywood es
precisamente su descripción del hogar como un espacio “agresivo, castrador,
definitivamente mortífero, habitado por monstruos voraces y atenazadores,
vinculados a la feminidad” (BOU y PÉREZ, 2000, 45). Contradicción en tanto
quizá la familia (y por extensión, el lugar que habita) sea uno de los grandes
operadores textuales del Gran Relato occidental, una de las piedras de toque
de aquello que nos conforma. La suya es una lectura (una especie de
negación ante la hipotética dimensión castradora del hogar) que podría
coincidir con aquella misma que Kavafis señaló con respecto al viaje de Ulises:
la posibilidad de dilatar en la medida de lo posible el retorno al hogar, de
disfrutar del viaje en sí mismo olvidando tanto a Penélope como a Telémaco.
Lejos de casa, parece sugerir Kavafis, se encuentra la sabiduría, el placer, el
deleite existencial. Curiosamente, casi ninguno de los teóricos de la obra del
poeta griego han leído ese gozoso “Carpe Diem” desde la mirada de
Penélope o de Telémaco.
      Frente a esto podríamos esgrimir, pongamos por caso, el retorno de
Spyros en Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984), una de las imágenes más
desgarradoras del cine contemporáneo: Un anciano, exiliado político en Rusia,
retorna a su hogar después de treinta años Su cuerpo lleva todas las huellas
del hombre perdido en el exilio, del náufrago del tiempo que redescubre una
patria perdida en la que su hijo, su mujer o su esposa son retazos deshilvanados
de una experiencia desperdiciada, agotada. Es el Ulises contemporáneo,
manipulado por una experiencia política agotadora que, como en un espejo
contemporáneo de las cenizas de Troya, siembra Grecia (y posteriormente en
la filmografía del director, los Balcanes) como un inmenso cementerio en el
que las cenizas de la historia se manifiestan. Lo que desemboca con Spyros en
el puerto de Atenas es el aullido mismo del ángel de la historia benjaminiano.
      En el imprescindible estudio que Horton realiza de la obra de
Angelopoulos, afirma lo siguiente:
“¿Qué    podríamos   decir   respecto   a   las   leyendas   más   utilizadas   por
      Angelopoulos: la de Agamenón y la de Odiseo? Ambas tratan de hombres que
      regresan de la guerra en busca de sus hogares, nostros. Sin embargo, la
      diferencia entre las narraciones tradicionales se encuentra en que Agamenón
      regresa repentinamente de Troya para encontrar la muerte a manos de su
      esposa, mientras que Odiseo (…) llega a casa para volver a ocupar su lugar
      como rey, esposo y padre” (HORTON, 2001, 43).


      Aunque a grandes rasgos compartimos una gran parte de las hipótesis
manejadas por Horton, nos gustaría realizar una serie de preguntas paralelas
referentes a la construcción de personajes masculinos: ¿Dónde se manifiesta la
ruptura entre el Ulises de Homero y los Ulises de Angelopoulos? ¿Se puede
seguir hablando de una Orestiada, de un Agamenón en el que resuenan los
ecos de la lectura clásica?


La sangre derramada: Articulando la ausencia del Padre


      Curiosamente, la primera escena de toda la filmografía del director es,
recordemos, la del retorno al hogar de un padre sin nombre, un humilde
obrero que regresa tras varios años de trabajo en Alemania al pequeño
pueblo de Grecia en el que le esperan su mujer y sus hijos. Tras el genérico, una
brusca elipsis temporal nos informa de que el padre recién llegado acaba de
ser asesinado por su propia mujer y el amante de esta. La película, por cierto,
respondía al nada caprichoso título de Reconstrucción (Anaparastasi, 1970),
haciendo quizá referencia a una doble posible lectura: por un lado, a la
propia “reconstrucción” de los hechos (no sólo la realizada por la propia
policía, sino también por la propia enunciación cuajada de recursos
brechtianos). Por otro, a la nueva mirada que el director decide proyectar
sobre el retorno del viajero al hogar.
      Podría tratarse, por tanto, de una lectura irónica: el propio pretendiente
de Penélope/Eleni es el encargado de asesinar a un Ulises que regresa tras
varios años de duro trabajo. Podría pensarse que no hay nada de la gloria
homérica en ese cuerpo asfixiado que comienza a pudrirse bajo el jardín de la
casa familiar (un palacio del crimen, espacio donde la sangre paterna se
derrama), sino que antes bien la pesimista lectura de Angelopoulos nos impide
realizar un posible retorno a la idea mítica de la Odisea. Podríamos también
(siguiendo la lectura de Horton) analizar el inicio de Reconstrucción como un
retorno consciente al mito de Agamenón (HORTON, 2001, 85) sin que una
supuesta lectura “odiséica” fuera posible.
        Sin embargo, preferimos señalar una primera idea con claridad: el
cadáver del Padre, enterrado en el jardín, se ha convertido ya en una parte
de la narración poco interesante, obvia, un operador textual sin más.
Angelopoulos prefiere explicarnos (aunque sea de manera fragmentada) las
disquisiciones policiales, el circo de los media, lo que podríamos denominar la
“tramoya” del asesinato. Pero eso no entraña que en el núcleo duro de la
tragedia se encuentren tanto el Padre como los dos hijos huérfanos, hijos que a
partir de ese momento “serán trasladados a un internado”. Lo que nos hace
dudar de la conexión que Horton realiza entre Agamenón y el Padre de
Reconstrucción es precisamente que no hay ningún signo de venganza o de
ajuste de cuentas justiciero (1), de tal manera que la Orestíada (al menos,
hasta   donde    alcanza   la   narración)   no   puede   tener   lugar.   Resulta
especialmente conmovedor el momento en el que uno de los niños es
obligado a señalar frente a la mirada antropofágica de la prensa del
momento el agujero por el que el cadáver de su padre fue desplomado:




        Desde este momento, Angelopoulos ya ha señalado con total claridad
los problemas a los que se irá enfrentando, incluso al margen de su batalla
constante en busca de luz en la historia griega de principios de siglo. En este
sentido, nosotros nos atreveríamos a afirmar que todo el cine inicial del director
pende de la siguiente contradicción: el padre ausente, el padre suplantado
por el asesino fascista, el padre corrupto. El primer padre se pudre en el jardín
de la familia mientras toda una legión de figuras suplentes son convocados a
participar en un baile histórico delirante. Así, por ejemplo, la más que sutil línea
trazada en El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975), un itinerario por las
figuras sospechosas que recorre desde el General Metaxas de 1939 (famoso
por su triste colaboración con los regímenes fascistas) hasta el General
Alexander Papagos de 1952. Profundicemos en esta idea.


La elocuencia del cadáver histórico


      La labor de Angelopoulos (al margen de su particular sistema de
representación     cinematográfico)    se    puede    comparar      con   la   tarea
desagradecida y un tanto peligrosa del saqueador de tumbas. Podríamos
incluso   pensar   que   Angelopoulos       esculpe   el   tiempo   (mediante    sus
impresionantes planos-secuencia) a la búsqueda del cadáver olvidado,
ninguneado, silenciado. Así, por ejemplo, Spyros bailando el Pontiko sobre la
tumba de su antiguo compañero comunista en Viaje a Citera. Así, también, los
visitantes que bailan junto a Bruno Ganz al final de La eternidad y un día (Mia
ainoiotita kai mia mera, 1998):




      Todo el cine de Angelopoulos no deja de ser un inmenso Pontiko (2)
fílmico sobre la historia de la Europa reciente: una danza desesperada en la
que la belleza de la representación nos obliga a enfrentarnos con el horror que
los fantasmas del totalitarismo han sembrado en el siglo XX. Baste con citar la
idea expuesta en Los cazadores (I Kynighi, 1977), en la que una serie de
altoburgueses se topan en la nieve con el cadáver incorrupto de un guerrillero
comunista (un partisano) casi veinte años después del final de la guerra civil.
Hay una fascinación por el tánatos que comienza en el asesinato del Padre y
al que después se le van a ir sumando, como una cascada interminable, todas
las víctimas del totalitarismo político. Incluso en una obra tan descaradamente
propagandística como El viaje de los comediantes Angelopoulos se obliga a sí
mismo a hacer referencia a las supuestas víctimas que las revueltas comunistas
dejaron en el país. Es una suma constante: la imagen en la que anida un
cadáver aplastado por las directrices intolerables de la historia. O dicho de
otra manera: una búsqueda desesperada por encontrar una perspectiva
desde la que mirar la historia.
      Desde este punto de vista, la crisis (o la ausencia) de la figura paterna
que se puede apreciar en toda la obra del director es indivisible de la
circunstancia histórica que la fomenta. El Agamenón de El viaje de los
comediantes (y en esto, efectivamente, podemos contemplar la deuda
contraída con su homónimo mítico original) es asesinado frente a un pelotón
de fusilamiento fascista. Su particular Orestes será un partisano que consumará
su venganza en un escenario teatral frente a un público entregado. El tirano
de Alejandro Magno (O Megalexandros, 1981) se convertirá en el padre
homicida que no podrá controlar su propio reflejo magnificado al trasluz de los
totalitarismos (3). Así, la historia se trenza lentamente con la llamada de la
sangre hasta acabar confluyendo en una de las imágenes más potentes: la
del propio Ulises modernizado descendiendo hacia el infierno balcánico junto
a una estatua quebrada de Lenin.
El círculo propuesto por Angelopoulos comienza a cerrarse: desde
Metaxas hasta Lenin se traza ya el círculo de la catástrofe patriarcal: Los
cadáveres se multiplican en los desvanes de la caída comunista, la historia se
niega a ser leída desde la ingenuidad/panfleto de El viaje de los comediantes
o Días del 36 (Meres tou ´36, 1972). Lo que salva (en realidad, lo que hace del
estudio de sus últimas películas una experiencia apasionante) es su constante
negación a dar por perdida la lucha hacia el hombre, prestando con total
fiereza las estrategias de representación fílmica aprendidas para mirar, cara a
cara, a dos de las verdadera heridas de la Europa contemporánea: la
tragedia de los Balcanes, y por supuesto, el concepto mismo del refugiado.
Pero para poder enfrentarse a ello (una vez tanteado el terreno de la tragedia
mediante el Spyros de Viaje a Citera), Angelopoulos todavía debe ser capaz
de dar un paso definitivo: mostrar la violencia al margen de cualquier
tratamiento político, una violencia al margen de la ideología, de la gloria
política, del proyecto de la modernidad.


La sangre derramada en vano: El cuerpo de Voula


      En ese “primer Angelopoulos” de corte claramente marxista (4) la ilusión
de la historia como un proyecto político que todavía está a tiempo de surcar
hacia el progreso, hacia el futuro común, condiciona la seguridad de sus
decisiones en cuanto a la representación. Así, por ejemplo, en El viaje de los
comediantes somos forzados a contemplar la violación de Electra por parte de
un grupo de fascistas ataviados con máscaras de payaso:
Angelopoulos se puede permitir confrontarnos con la imagen porque,
después de todo, el proyecto político que tiene entre manos es fácil de
aprehender para el espectador: hay una serie de hombres malvados
(pertenecen al “bando equivocado” al “bando de los opresores”), una
víctima propiciatoria (la mujer que ha ayudado a los partisanos, la que les
protege con su silencio frente a la tortura y a la humillación), un acto de
agresión que, en buena tradición brechtiana, al ser mostrado en toda su
crueldad provoca nuestro rechazo y nuestra repulsa. Es decir, esa secuencia
puede rodarse y editarse porque, pese a la inmensa violencia de su contenido,
es “moralizantemente útil” para el director, para sus intenciones. Frente a esto
llama la atención la manera en la que, apenas nueve años después,
Angelopoulos decide mostrarnos la violación de la joven Voula en la
conmovedora Paisaje en la niebla (Topio stin omichli, 1988):




      De pronto, como si el propio director fuera moralmente incapaz de
volver a colocar frente al objetivo de la cámara el cuerpo de una mujer siendo
tomado por la fuerza, nos obliga a contemplar la parte trasera de un camión
en el que, lo sabemos, está teniendo lugar la ruptura del tabú. Ruptura en
tanto Voula es todavía virgen, ruptura en tanto el único “pecado” de la niña
es haber salido a buscar a su padre perdido junto a su hermano pequeño
hacia una Alemania inexistente. Cuerpo doliente en tanto, ya lo sabemos, el
cuerpo del padre no existe. Si la Electra violada ofrecía su cuerpo por una
utopía (el sueño del “padre Marx”, eso que no existe pero que hubiera podido
existir en el caso de que la victoria del proletariado hubiera tenido lugar en
Grecia), ahora Voula se ha convertido en una víctima sacrificada en el altar
de lo inútil, de lo perdido, de lo que no sirve absolutamente para nada.
      La propia decisión, en cuanto a puesta en escena, de no dejarnos
contemplar el interior del camión no responde simplemente a una lógica de
comodidad en el rodaje (esto es: entrenar a la pequeña actriz para que
pudiera fingir su violación, ensayar la escena repetidas veces, conseguir unos
resultados aceptables en términos de realismo…) sino a una radical
honestidad con la propia naturaleza de la imagen audiovisual. ¿Para qué
serviría, después de todo, contemplar al hombre convertido en monstruo, en
un Saturno fálico e implacable? ¿Acaso hay una lección que se desprenda de
la escena, una conclusión? El violador ha dejado de ser un fascista para
convertirse en un hombre corriente, un camionero cualquiera que recorre
Grecia haciendo su trabajo. Es, al mismo tiempo, la cara y la cruz de la lectura
pesimista que nos dejó el nazismo: lo terrible del monstruo es que es
intolerablemente humano, esto es, banal. Se nos agotan las teorías para
explicar el terror y, al final, lo que nos queda, es la imposibilidad de sacar nada
en claro de nuestras propias tragedias. Una historia asfixiada. Como ya señaló
Jacques Lacan:


      Este acontecimiento traumático permite comprender todo lo que ha sucedido
      a continuación y todo lo que es asumido por el sujeto: su historia. A este
      respecto, no es inútil preguntarse qué es la historia (…) La historia es una verdad
      que tiene como propiedad que el sujeto que la asume depende de ella en su
      constitución misma del sujeto, y esta historia depende también del sujeto
      mismo, pues él la piensa y la repiensa a su manera (LACAN, 2008, 8).


      Opción trágica ya que la pérdida de la virginidad mediante una
violación cometida contra Voula, al trasluz de la obra completa de
Angelopoulos, no es simplemente un acto delirante sometido a los tópicos
interpretativos clásicos (la pérdida de la inocencia, el rito de paso que prepara
a la niña hacia la madurez…) sino que funciona con más fiereza. Es la
violencia ejercida contra el inocente en un mundo en el que ya no hay
esperanza posible para los huérfanos de Europa, para los refugiados.


La existencia como una huida constante: El refugiado


 “Desperté con esta pesada cabeza de mármol en mis manos, que agota mis brazos y
                                                          que no sé dónde dejar”
                                                                  (George Seferis)


      La figura del refugiado, ya sea tomado desde su individualidad (Spyros
en Viaje a Citera) o en su colectividad (las masas de hombres y mujeres que
esperan junto a las fronteras en El paso suspendido de la cigüeña [To Meteoro
vima tou pelargou, 1991]), comienza a filtrarse lentamente en el cine del
director, quizá precisamente como el remanente que deja la marea del
marxismo práctico al retirarse hacia las costas de la utopía. No se trata
simplemente de que el proyecto político, la idea general que hay tras el
armazón ideológico, se haya convertido en pedazos de piedra inservible. El
problema último de la caída del comunismo es, precisamente, el hombre que
queda a merced de la nada, perdido en la niebla.
      Así, por ejemplo, los personajes interpretados por Harvey Keitel en La
mirada de Ulises (To viemma tou Odyssea, 1995) o por Bruno Ganz en La
eternidad y un día pueden ser considerados, en el punto cero de la narración,
como marionetas que se han acomodado con total tranquilidad al modo de
vida neocapitalista. Keitel es un director de cine que sufre un “dulce exilio” y
cuya mayor preocupación, a priori, consiste en estrenar su nueva película en
las mejores condiciones posibles. Ganz pasea al inicio de la cinta casi ajeno a
la tragedia del Otro, asumiendo la muerte que llega desde un punto de vista
más metafísico que social. Ambos personajes son obligados a confrontarse
cara a cara con la tragedia que sangra en la tierra (5), desplomados en un
abismo incontrolable donde el dolor se articula tanto en el Otro (el niño, el
anciano, la familia que muere asesinada entre la niebla…) como en ese
territorio delirante en el que Europa se va convirtiendo progresivamente, un
territorio donde las fronteras se convierten en mataderos, en pequeños
campos de exterminio donde las mujeres lloran a ahorcados sin ningún sentido.
      Al principio de Viaje a Citera (6) ya intuíamos que hay algo artificial y
sangrante en las representaciones que Angelopoulos se empeña en realizar
sobre los valores capitalistas y las maneras (sospechosas a veces, rídiculas en
otras, criminales en unas cuantas) en las que Europa se empeña en adaptar
sus códigos de conducta. El nuestro es un continente que parece pender entre
la “cabeza de mármol” del poema de Seferis (la herencia de nuestro propio
pasado, no sólo grecolatino, sino también las pesadillas totalitarias del siglo XX)
y las nuevas exigencias económicas que el nuevo orden mundial exige de
nosotros. Recordemos la conmovedora filmoteca de Sarajevo en La mirada de
Ulises: el pequeño templo de lo sagrado que resiste al embiste de la demencia
exterior, el espacio en el que el mito parece agotarse para resurgir con más
fuerza que nunca en lo inexplicable. De lo contrario, ¿por qué Angelopoulos
decidió amputar con tal decisión el contraplano de Keitel? ¿Por qué no se nos
permite ver la primera escena de los hermanos Manakia, aquella que según el
guión original mostraba a Ulises saliendo del mar para después mirar a
cámara?
Obviamente, porque aquello que Keitel mira (el objeto último de su
viaje, el metraje perdido) es algo que sólo puede existir más allá de lo Real,
algo que nosotros no estamos preparados para contemplar. Es la materia
difusa de lo sagrado, lo irrepresentable, la primera mirada. No en vano, en otro
momento de la cinta, Angelopoulos afirma: “Primero Dios inventó el viaje.
Después, la duda. Y por último, la nostalgia”. El viaje del refugiado, la
existencia del refugiado, no es fruto de ese “viaje sagrado” que se intuye en las
peripecias de Keitel (hacia la primera mirada) o de Ganz (hacia la muerte
misma), sino que se trata de una conclusión egoísta, fruto de un “viaje
humano” hacia el dominio y la masificación del Capital. Precisamente, si la
frontera siempre ha supuesto un prodigioso operador textual para todo el arte
cinematográfico que se plantea su propia condición moderna (pensemos en
obras como En el curso del tiempo [Im lauz der Zeit; Wenders, 1976]), es
precisamente porque su significado se articula a través de las estrategias de
una ideología pura y dura que (anclada en la sombra del Capital o de la idea
de Nación/Ideología) acaba generando situaciones de exclusión.


Conclusiones. Sobre el árbol final de Paisaje en la niebla


      La obra de Angelopoulos puede leerse como una inmensa nota a pie
de página que explica no sólo la historia de Grecia, sino muy especialmente,
la historia del hombre europeo durante todo el siglo XX. Su trayecto goza de la
inmensa condición de obra abierta, de meta-texto, de pequeño universo en el
que los pasos y las preguntas de los personajes resuenan hasta perderse en el
vacío. Sin embargo, todavía hay una pregunta que sigue abierta, una duda
que nos espera precisamente en el conmovedor viaje de Alexander y Voula,
los hermanos de Paisaje en la niebla:
Todavía no sabemos cómo termina el viaje, qué es lo que acontece
después de la noche y el ruido de los disparos. Todavía tenemos pendiente la
lectura emocional y personal de ese extraño árbol al que los niños se
aferraban al final de la película, un árbol que parece encerrar la promesa de
que todavía puede surgir una última oportunidad. Incluso desde el vientre de
tierras que, como la nuestra, son expertas en llorar sangre.


NOTAS


(1): Nos resulta del todo insuficiente, por lo tanto, el cierre de la cinta con las
“Furias” del pueblo persiguiendo a la mujer infiel. La justicia de los hombres (la
policía) o incluso de los dioses rurales (las Furias) hace referencia al asesinato
en sí, pero no a la triste situación de los niños “súbitamente huérfanos”,
condenados a ser fagocitados por el sistema de tutelaje oficial del estado
griego del momento. Uno de los problemas propuestos por Reconstrucción es
precisamente que el descubrimiento por parte de los hombres del crimen
genera dos nuevas víctimas (los niños), sumándose así a la tradición de la
Tragedia Griega (VERNANT y VIDAL-NAQUET, 2002) en la que el sabor mítico
viene de la imposibilidad de aplicar las leyes sin generar nuevas víctimas
(recordemos, por ejemplo, la disyuntiva de Antígona ante el cadáver de su
propio hermano).
(2): La danza Pontiko aparece en repetidas ocasiones en la obra de
Angelopoulos y tendría, según el propio director, una relación similar con los
bailes de los funerales en Nueva Orleans. Su idea pretende ser una celebración
de la muerte, una aceptación festiva de la catástrofe, una despedida
emocionante.
(3): No deja de sorprender la crudeza con la que Angelopoulos comienza a
intuir la descomposición de las utopías de izquierdas en Alejandro Magno. Pese
a tratarse de una de las propuestas más discutibles del creador, en su interior
ya hay una fuerza convulsa, una duda que va tomando forma y que acaba
con el exilio (una vez más, en su particular barca a la deriva) de los italianos
anarquistas.
(4): Huelga decir que no pretendemos hacer una clasificación hermética de la
obra de Angelopoulos en términos de “marxismo histórico” y “realidad
europea”. Principalmente porque la clasificación de obras como Eleni (Trilogia
I: To Livadi pou dakryzei, 2004) o de los pliegues históricos de Los cazadores nos
propondrían una serie de problemas metodológicos de escaso interés. Nos
conformaremos, como pura herramienta creativa, a realizar una distinción
entre el Angelopoulos que crea desde una Europa que todavía se puede
permitir el lujo de creer en utopías y una Europa que ya ha sido obligada a
vislumbrar el desplome de las “buenas intenciones post-68”.
(5): No es gratuito, por tanto, que la trilogía que en estos momentos realiza el
director lleve por título general “La tierra que llora”. Efectivamente, hay en
estos últimos trabajos de Angelopoulos una nueva concepción de la tragedia
vinculada a la tierra, al suelo que pisan los personajes y que, gracias a fuerzas
abstractas e incomprensibles (los gobiernos europeos del momento, sus
decisiones bélicas en el caso de los Balcanes) se van configurando como
escenarios “para la catástrofe”.
(6): Angelopoulos no escatima el contraste entre el cómodo piso inicial de
Alexandros, el director de cine, y ese ruinoso caserón en el campo donde su
padre se empeña en parapetarse. No se trata simplemente de la vieja
confrontación “mundo urbano” contra “mundo rural” (aunque, bien es cierta
que esa podría ser una de las líneas de trabajo del primer Angelopoulos,
especialmente el de Reconstrucción), sino que podríamos estar hablando
también de una línea que señala también el espacio del capitalismo como un
espacio de la deshumanización. No en vano, el cine del director nos ha
enseñado que hay un gran número de personas non gratas en el orden
establecido y que, a su vez, todo Orden ideológico genera una serie de
resortes para expulsar a los díscolos. Es el caso de la balsas de Los Cazadores,
del final de Viaje a Citera, del plano urbano de Atenas al final de Alejandro
Magno, de los niños sin billetes expulsados de los trenes de Paisaje en la
niebla…
BIBLIOGRAFÍA


ALBERÓ, Pere, Theo Angelopoulos: La mirada de Ulises, Paidós, Barcelona, 2000
BOU, Núria & PÉREZ, Xavier; El tiempo del héroe: Épica y masculinidad en el
cine de Hollywood, Paidós, Barcelona, 2000
HORTON, Andrew; El cine de Theo Angelopoulos: Imagen y contemplación,
Akal Ediciones, Madrid, 2001
LACAN, Jacques, Seminario -1, Psikolibro Ediciones (e-book), 2008
VERNANT, Jean-Pierre y VIDAL-NAQUET, Mito y tragedia en la Grecia Antigua
(vols. I y II), Paidós, Barcelona, 2002

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  • 1. www.aaronrodriguez.es Exiliados del tiempo: Representaciones masculinas en el cine de Theo Angelopoulos Aarón Rodríguez Serrano Publicado en la Revista Shangri-La Textos Aparte (ISSN:1999-2769); Nº 8 ; Enero-Abril 2009; pags. 132-144
  • 2. “Y entonces tuvo la impresión de avanzar por una avenida de ahorcados a punto de invitarse a bailar mutuamente” (Arthur Schnitzler; Relato soñado) Introducción Una de las grandes contradicciones del cine clásico de Hollywood es precisamente su descripción del hogar como un espacio “agresivo, castrador, definitivamente mortífero, habitado por monstruos voraces y atenazadores, vinculados a la feminidad” (BOU y PÉREZ, 2000, 45). Contradicción en tanto quizá la familia (y por extensión, el lugar que habita) sea uno de los grandes operadores textuales del Gran Relato occidental, una de las piedras de toque de aquello que nos conforma. La suya es una lectura (una especie de negación ante la hipotética dimensión castradora del hogar) que podría coincidir con aquella misma que Kavafis señaló con respecto al viaje de Ulises: la posibilidad de dilatar en la medida de lo posible el retorno al hogar, de disfrutar del viaje en sí mismo olvidando tanto a Penélope como a Telémaco. Lejos de casa, parece sugerir Kavafis, se encuentra la sabiduría, el placer, el deleite existencial. Curiosamente, casi ninguno de los teóricos de la obra del poeta griego han leído ese gozoso “Carpe Diem” desde la mirada de Penélope o de Telémaco. Frente a esto podríamos esgrimir, pongamos por caso, el retorno de Spyros en Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984), una de las imágenes más desgarradoras del cine contemporáneo: Un anciano, exiliado político en Rusia, retorna a su hogar después de treinta años Su cuerpo lleva todas las huellas del hombre perdido en el exilio, del náufrago del tiempo que redescubre una patria perdida en la que su hijo, su mujer o su esposa son retazos deshilvanados de una experiencia desperdiciada, agotada. Es el Ulises contemporáneo, manipulado por una experiencia política agotadora que, como en un espejo contemporáneo de las cenizas de Troya, siembra Grecia (y posteriormente en la filmografía del director, los Balcanes) como un inmenso cementerio en el que las cenizas de la historia se manifiestan. Lo que desemboca con Spyros en el puerto de Atenas es el aullido mismo del ángel de la historia benjaminiano. En el imprescindible estudio que Horton realiza de la obra de Angelopoulos, afirma lo siguiente:
  • 3. “¿Qué podríamos decir respecto a las leyendas más utilizadas por Angelopoulos: la de Agamenón y la de Odiseo? Ambas tratan de hombres que regresan de la guerra en busca de sus hogares, nostros. Sin embargo, la diferencia entre las narraciones tradicionales se encuentra en que Agamenón regresa repentinamente de Troya para encontrar la muerte a manos de su esposa, mientras que Odiseo (…) llega a casa para volver a ocupar su lugar como rey, esposo y padre” (HORTON, 2001, 43). Aunque a grandes rasgos compartimos una gran parte de las hipótesis manejadas por Horton, nos gustaría realizar una serie de preguntas paralelas referentes a la construcción de personajes masculinos: ¿Dónde se manifiesta la ruptura entre el Ulises de Homero y los Ulises de Angelopoulos? ¿Se puede seguir hablando de una Orestiada, de un Agamenón en el que resuenan los ecos de la lectura clásica? La sangre derramada: Articulando la ausencia del Padre Curiosamente, la primera escena de toda la filmografía del director es, recordemos, la del retorno al hogar de un padre sin nombre, un humilde obrero que regresa tras varios años de trabajo en Alemania al pequeño pueblo de Grecia en el que le esperan su mujer y sus hijos. Tras el genérico, una brusca elipsis temporal nos informa de que el padre recién llegado acaba de ser asesinado por su propia mujer y el amante de esta. La película, por cierto, respondía al nada caprichoso título de Reconstrucción (Anaparastasi, 1970), haciendo quizá referencia a una doble posible lectura: por un lado, a la propia “reconstrucción” de los hechos (no sólo la realizada por la propia policía, sino también por la propia enunciación cuajada de recursos brechtianos). Por otro, a la nueva mirada que el director decide proyectar sobre el retorno del viajero al hogar. Podría tratarse, por tanto, de una lectura irónica: el propio pretendiente de Penélope/Eleni es el encargado de asesinar a un Ulises que regresa tras varios años de duro trabajo. Podría pensarse que no hay nada de la gloria homérica en ese cuerpo asfixiado que comienza a pudrirse bajo el jardín de la casa familiar (un palacio del crimen, espacio donde la sangre paterna se derrama), sino que antes bien la pesimista lectura de Angelopoulos nos impide
  • 4. realizar un posible retorno a la idea mítica de la Odisea. Podríamos también (siguiendo la lectura de Horton) analizar el inicio de Reconstrucción como un retorno consciente al mito de Agamenón (HORTON, 2001, 85) sin que una supuesta lectura “odiséica” fuera posible. Sin embargo, preferimos señalar una primera idea con claridad: el cadáver del Padre, enterrado en el jardín, se ha convertido ya en una parte de la narración poco interesante, obvia, un operador textual sin más. Angelopoulos prefiere explicarnos (aunque sea de manera fragmentada) las disquisiciones policiales, el circo de los media, lo que podríamos denominar la “tramoya” del asesinato. Pero eso no entraña que en el núcleo duro de la tragedia se encuentren tanto el Padre como los dos hijos huérfanos, hijos que a partir de ese momento “serán trasladados a un internado”. Lo que nos hace dudar de la conexión que Horton realiza entre Agamenón y el Padre de Reconstrucción es precisamente que no hay ningún signo de venganza o de ajuste de cuentas justiciero (1), de tal manera que la Orestíada (al menos, hasta donde alcanza la narración) no puede tener lugar. Resulta especialmente conmovedor el momento en el que uno de los niños es obligado a señalar frente a la mirada antropofágica de la prensa del momento el agujero por el que el cadáver de su padre fue desplomado: Desde este momento, Angelopoulos ya ha señalado con total claridad los problemas a los que se irá enfrentando, incluso al margen de su batalla constante en busca de luz en la historia griega de principios de siglo. En este sentido, nosotros nos atreveríamos a afirmar que todo el cine inicial del director pende de la siguiente contradicción: el padre ausente, el padre suplantado por el asesino fascista, el padre corrupto. El primer padre se pudre en el jardín
  • 5. de la familia mientras toda una legión de figuras suplentes son convocados a participar en un baile histórico delirante. Así, por ejemplo, la más que sutil línea trazada en El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975), un itinerario por las figuras sospechosas que recorre desde el General Metaxas de 1939 (famoso por su triste colaboración con los regímenes fascistas) hasta el General Alexander Papagos de 1952. Profundicemos en esta idea. La elocuencia del cadáver histórico La labor de Angelopoulos (al margen de su particular sistema de representación cinematográfico) se puede comparar con la tarea desagradecida y un tanto peligrosa del saqueador de tumbas. Podríamos incluso pensar que Angelopoulos esculpe el tiempo (mediante sus impresionantes planos-secuencia) a la búsqueda del cadáver olvidado, ninguneado, silenciado. Así, por ejemplo, Spyros bailando el Pontiko sobre la tumba de su antiguo compañero comunista en Viaje a Citera. Así, también, los visitantes que bailan junto a Bruno Ganz al final de La eternidad y un día (Mia ainoiotita kai mia mera, 1998): Todo el cine de Angelopoulos no deja de ser un inmenso Pontiko (2) fílmico sobre la historia de la Europa reciente: una danza desesperada en la que la belleza de la representación nos obliga a enfrentarnos con el horror que los fantasmas del totalitarismo han sembrado en el siglo XX. Baste con citar la
  • 6. idea expuesta en Los cazadores (I Kynighi, 1977), en la que una serie de altoburgueses se topan en la nieve con el cadáver incorrupto de un guerrillero comunista (un partisano) casi veinte años después del final de la guerra civil. Hay una fascinación por el tánatos que comienza en el asesinato del Padre y al que después se le van a ir sumando, como una cascada interminable, todas las víctimas del totalitarismo político. Incluso en una obra tan descaradamente propagandística como El viaje de los comediantes Angelopoulos se obliga a sí mismo a hacer referencia a las supuestas víctimas que las revueltas comunistas dejaron en el país. Es una suma constante: la imagen en la que anida un cadáver aplastado por las directrices intolerables de la historia. O dicho de otra manera: una búsqueda desesperada por encontrar una perspectiva desde la que mirar la historia. Desde este punto de vista, la crisis (o la ausencia) de la figura paterna que se puede apreciar en toda la obra del director es indivisible de la circunstancia histórica que la fomenta. El Agamenón de El viaje de los comediantes (y en esto, efectivamente, podemos contemplar la deuda contraída con su homónimo mítico original) es asesinado frente a un pelotón de fusilamiento fascista. Su particular Orestes será un partisano que consumará su venganza en un escenario teatral frente a un público entregado. El tirano de Alejandro Magno (O Megalexandros, 1981) se convertirá en el padre homicida que no podrá controlar su propio reflejo magnificado al trasluz de los totalitarismos (3). Así, la historia se trenza lentamente con la llamada de la sangre hasta acabar confluyendo en una de las imágenes más potentes: la del propio Ulises modernizado descendiendo hacia el infierno balcánico junto a una estatua quebrada de Lenin.
  • 7. El círculo propuesto por Angelopoulos comienza a cerrarse: desde Metaxas hasta Lenin se traza ya el círculo de la catástrofe patriarcal: Los cadáveres se multiplican en los desvanes de la caída comunista, la historia se niega a ser leída desde la ingenuidad/panfleto de El viaje de los comediantes o Días del 36 (Meres tou ´36, 1972). Lo que salva (en realidad, lo que hace del estudio de sus últimas películas una experiencia apasionante) es su constante negación a dar por perdida la lucha hacia el hombre, prestando con total fiereza las estrategias de representación fílmica aprendidas para mirar, cara a cara, a dos de las verdadera heridas de la Europa contemporánea: la tragedia de los Balcanes, y por supuesto, el concepto mismo del refugiado. Pero para poder enfrentarse a ello (una vez tanteado el terreno de la tragedia mediante el Spyros de Viaje a Citera), Angelopoulos todavía debe ser capaz de dar un paso definitivo: mostrar la violencia al margen de cualquier tratamiento político, una violencia al margen de la ideología, de la gloria política, del proyecto de la modernidad. La sangre derramada en vano: El cuerpo de Voula En ese “primer Angelopoulos” de corte claramente marxista (4) la ilusión de la historia como un proyecto político que todavía está a tiempo de surcar hacia el progreso, hacia el futuro común, condiciona la seguridad de sus decisiones en cuanto a la representación. Así, por ejemplo, en El viaje de los comediantes somos forzados a contemplar la violación de Electra por parte de un grupo de fascistas ataviados con máscaras de payaso:
  • 8. Angelopoulos se puede permitir confrontarnos con la imagen porque, después de todo, el proyecto político que tiene entre manos es fácil de aprehender para el espectador: hay una serie de hombres malvados (pertenecen al “bando equivocado” al “bando de los opresores”), una víctima propiciatoria (la mujer que ha ayudado a los partisanos, la que les protege con su silencio frente a la tortura y a la humillación), un acto de agresión que, en buena tradición brechtiana, al ser mostrado en toda su crueldad provoca nuestro rechazo y nuestra repulsa. Es decir, esa secuencia puede rodarse y editarse porque, pese a la inmensa violencia de su contenido, es “moralizantemente útil” para el director, para sus intenciones. Frente a esto llama la atención la manera en la que, apenas nueve años después, Angelopoulos decide mostrarnos la violación de la joven Voula en la conmovedora Paisaje en la niebla (Topio stin omichli, 1988): De pronto, como si el propio director fuera moralmente incapaz de volver a colocar frente al objetivo de la cámara el cuerpo de una mujer siendo tomado por la fuerza, nos obliga a contemplar la parte trasera de un camión en el que, lo sabemos, está teniendo lugar la ruptura del tabú. Ruptura en
  • 9. tanto Voula es todavía virgen, ruptura en tanto el único “pecado” de la niña es haber salido a buscar a su padre perdido junto a su hermano pequeño hacia una Alemania inexistente. Cuerpo doliente en tanto, ya lo sabemos, el cuerpo del padre no existe. Si la Electra violada ofrecía su cuerpo por una utopía (el sueño del “padre Marx”, eso que no existe pero que hubiera podido existir en el caso de que la victoria del proletariado hubiera tenido lugar en Grecia), ahora Voula se ha convertido en una víctima sacrificada en el altar de lo inútil, de lo perdido, de lo que no sirve absolutamente para nada. La propia decisión, en cuanto a puesta en escena, de no dejarnos contemplar el interior del camión no responde simplemente a una lógica de comodidad en el rodaje (esto es: entrenar a la pequeña actriz para que pudiera fingir su violación, ensayar la escena repetidas veces, conseguir unos resultados aceptables en términos de realismo…) sino a una radical honestidad con la propia naturaleza de la imagen audiovisual. ¿Para qué serviría, después de todo, contemplar al hombre convertido en monstruo, en un Saturno fálico e implacable? ¿Acaso hay una lección que se desprenda de la escena, una conclusión? El violador ha dejado de ser un fascista para convertirse en un hombre corriente, un camionero cualquiera que recorre Grecia haciendo su trabajo. Es, al mismo tiempo, la cara y la cruz de la lectura pesimista que nos dejó el nazismo: lo terrible del monstruo es que es intolerablemente humano, esto es, banal. Se nos agotan las teorías para explicar el terror y, al final, lo que nos queda, es la imposibilidad de sacar nada en claro de nuestras propias tragedias. Una historia asfixiada. Como ya señaló Jacques Lacan: Este acontecimiento traumático permite comprender todo lo que ha sucedido a continuación y todo lo que es asumido por el sujeto: su historia. A este respecto, no es inútil preguntarse qué es la historia (…) La historia es una verdad que tiene como propiedad que el sujeto que la asume depende de ella en su constitución misma del sujeto, y esta historia depende también del sujeto mismo, pues él la piensa y la repiensa a su manera (LACAN, 2008, 8). Opción trágica ya que la pérdida de la virginidad mediante una violación cometida contra Voula, al trasluz de la obra completa de Angelopoulos, no es simplemente un acto delirante sometido a los tópicos
  • 10. interpretativos clásicos (la pérdida de la inocencia, el rito de paso que prepara a la niña hacia la madurez…) sino que funciona con más fiereza. Es la violencia ejercida contra el inocente en un mundo en el que ya no hay esperanza posible para los huérfanos de Europa, para los refugiados. La existencia como una huida constante: El refugiado “Desperté con esta pesada cabeza de mármol en mis manos, que agota mis brazos y que no sé dónde dejar” (George Seferis) La figura del refugiado, ya sea tomado desde su individualidad (Spyros en Viaje a Citera) o en su colectividad (las masas de hombres y mujeres que esperan junto a las fronteras en El paso suspendido de la cigüeña [To Meteoro vima tou pelargou, 1991]), comienza a filtrarse lentamente en el cine del director, quizá precisamente como el remanente que deja la marea del marxismo práctico al retirarse hacia las costas de la utopía. No se trata simplemente de que el proyecto político, la idea general que hay tras el armazón ideológico, se haya convertido en pedazos de piedra inservible. El problema último de la caída del comunismo es, precisamente, el hombre que queda a merced de la nada, perdido en la niebla. Así, por ejemplo, los personajes interpretados por Harvey Keitel en La mirada de Ulises (To viemma tou Odyssea, 1995) o por Bruno Ganz en La eternidad y un día pueden ser considerados, en el punto cero de la narración, como marionetas que se han acomodado con total tranquilidad al modo de vida neocapitalista. Keitel es un director de cine que sufre un “dulce exilio” y cuya mayor preocupación, a priori, consiste en estrenar su nueva película en las mejores condiciones posibles. Ganz pasea al inicio de la cinta casi ajeno a la tragedia del Otro, asumiendo la muerte que llega desde un punto de vista más metafísico que social. Ambos personajes son obligados a confrontarse cara a cara con la tragedia que sangra en la tierra (5), desplomados en un abismo incontrolable donde el dolor se articula tanto en el Otro (el niño, el anciano, la familia que muere asesinada entre la niebla…) como en ese territorio delirante en el que Europa se va convirtiendo progresivamente, un
  • 11. territorio donde las fronteras se convierten en mataderos, en pequeños campos de exterminio donde las mujeres lloran a ahorcados sin ningún sentido. Al principio de Viaje a Citera (6) ya intuíamos que hay algo artificial y sangrante en las representaciones que Angelopoulos se empeña en realizar sobre los valores capitalistas y las maneras (sospechosas a veces, rídiculas en otras, criminales en unas cuantas) en las que Europa se empeña en adaptar sus códigos de conducta. El nuestro es un continente que parece pender entre la “cabeza de mármol” del poema de Seferis (la herencia de nuestro propio pasado, no sólo grecolatino, sino también las pesadillas totalitarias del siglo XX) y las nuevas exigencias económicas que el nuevo orden mundial exige de nosotros. Recordemos la conmovedora filmoteca de Sarajevo en La mirada de Ulises: el pequeño templo de lo sagrado que resiste al embiste de la demencia exterior, el espacio en el que el mito parece agotarse para resurgir con más fuerza que nunca en lo inexplicable. De lo contrario, ¿por qué Angelopoulos decidió amputar con tal decisión el contraplano de Keitel? ¿Por qué no se nos permite ver la primera escena de los hermanos Manakia, aquella que según el guión original mostraba a Ulises saliendo del mar para después mirar a cámara?
  • 12. Obviamente, porque aquello que Keitel mira (el objeto último de su viaje, el metraje perdido) es algo que sólo puede existir más allá de lo Real, algo que nosotros no estamos preparados para contemplar. Es la materia difusa de lo sagrado, lo irrepresentable, la primera mirada. No en vano, en otro momento de la cinta, Angelopoulos afirma: “Primero Dios inventó el viaje. Después, la duda. Y por último, la nostalgia”. El viaje del refugiado, la existencia del refugiado, no es fruto de ese “viaje sagrado” que se intuye en las peripecias de Keitel (hacia la primera mirada) o de Ganz (hacia la muerte misma), sino que se trata de una conclusión egoísta, fruto de un “viaje humano” hacia el dominio y la masificación del Capital. Precisamente, si la frontera siempre ha supuesto un prodigioso operador textual para todo el arte cinematográfico que se plantea su propia condición moderna (pensemos en obras como En el curso del tiempo [Im lauz der Zeit; Wenders, 1976]), es precisamente porque su significado se articula a través de las estrategias de una ideología pura y dura que (anclada en la sombra del Capital o de la idea de Nación/Ideología) acaba generando situaciones de exclusión. Conclusiones. Sobre el árbol final de Paisaje en la niebla La obra de Angelopoulos puede leerse como una inmensa nota a pie de página que explica no sólo la historia de Grecia, sino muy especialmente, la historia del hombre europeo durante todo el siglo XX. Su trayecto goza de la inmensa condición de obra abierta, de meta-texto, de pequeño universo en el que los pasos y las preguntas de los personajes resuenan hasta perderse en el vacío. Sin embargo, todavía hay una pregunta que sigue abierta, una duda que nos espera precisamente en el conmovedor viaje de Alexander y Voula, los hermanos de Paisaje en la niebla:
  • 13. Todavía no sabemos cómo termina el viaje, qué es lo que acontece después de la noche y el ruido de los disparos. Todavía tenemos pendiente la lectura emocional y personal de ese extraño árbol al que los niños se aferraban al final de la película, un árbol que parece encerrar la promesa de que todavía puede surgir una última oportunidad. Incluso desde el vientre de tierras que, como la nuestra, son expertas en llorar sangre. NOTAS (1): Nos resulta del todo insuficiente, por lo tanto, el cierre de la cinta con las “Furias” del pueblo persiguiendo a la mujer infiel. La justicia de los hombres (la policía) o incluso de los dioses rurales (las Furias) hace referencia al asesinato en sí, pero no a la triste situación de los niños “súbitamente huérfanos”, condenados a ser fagocitados por el sistema de tutelaje oficial del estado griego del momento. Uno de los problemas propuestos por Reconstrucción es precisamente que el descubrimiento por parte de los hombres del crimen genera dos nuevas víctimas (los niños), sumándose así a la tradición de la Tragedia Griega (VERNANT y VIDAL-NAQUET, 2002) en la que el sabor mítico viene de la imposibilidad de aplicar las leyes sin generar nuevas víctimas (recordemos, por ejemplo, la disyuntiva de Antígona ante el cadáver de su propio hermano). (2): La danza Pontiko aparece en repetidas ocasiones en la obra de Angelopoulos y tendría, según el propio director, una relación similar con los bailes de los funerales en Nueva Orleans. Su idea pretende ser una celebración de la muerte, una aceptación festiva de la catástrofe, una despedida emocionante. (3): No deja de sorprender la crudeza con la que Angelopoulos comienza a intuir la descomposición de las utopías de izquierdas en Alejandro Magno. Pese a tratarse de una de las propuestas más discutibles del creador, en su interior ya hay una fuerza convulsa, una duda que va tomando forma y que acaba con el exilio (una vez más, en su particular barca a la deriva) de los italianos anarquistas. (4): Huelga decir que no pretendemos hacer una clasificación hermética de la obra de Angelopoulos en términos de “marxismo histórico” y “realidad
  • 14. europea”. Principalmente porque la clasificación de obras como Eleni (Trilogia I: To Livadi pou dakryzei, 2004) o de los pliegues históricos de Los cazadores nos propondrían una serie de problemas metodológicos de escaso interés. Nos conformaremos, como pura herramienta creativa, a realizar una distinción entre el Angelopoulos que crea desde una Europa que todavía se puede permitir el lujo de creer en utopías y una Europa que ya ha sido obligada a vislumbrar el desplome de las “buenas intenciones post-68”. (5): No es gratuito, por tanto, que la trilogía que en estos momentos realiza el director lleve por título general “La tierra que llora”. Efectivamente, hay en estos últimos trabajos de Angelopoulos una nueva concepción de la tragedia vinculada a la tierra, al suelo que pisan los personajes y que, gracias a fuerzas abstractas e incomprensibles (los gobiernos europeos del momento, sus decisiones bélicas en el caso de los Balcanes) se van configurando como escenarios “para la catástrofe”. (6): Angelopoulos no escatima el contraste entre el cómodo piso inicial de Alexandros, el director de cine, y ese ruinoso caserón en el campo donde su padre se empeña en parapetarse. No se trata simplemente de la vieja confrontación “mundo urbano” contra “mundo rural” (aunque, bien es cierta que esa podría ser una de las líneas de trabajo del primer Angelopoulos, especialmente el de Reconstrucción), sino que podríamos estar hablando también de una línea que señala también el espacio del capitalismo como un espacio de la deshumanización. No en vano, el cine del director nos ha enseñado que hay un gran número de personas non gratas en el orden establecido y que, a su vez, todo Orden ideológico genera una serie de resortes para expulsar a los díscolos. Es el caso de la balsas de Los Cazadores, del final de Viaje a Citera, del plano urbano de Atenas al final de Alejandro Magno, de los niños sin billetes expulsados de los trenes de Paisaje en la niebla…
  • 15. BIBLIOGRAFÍA ALBERÓ, Pere, Theo Angelopoulos: La mirada de Ulises, Paidós, Barcelona, 2000 BOU, Núria & PÉREZ, Xavier; El tiempo del héroe: Épica y masculinidad en el cine de Hollywood, Paidós, Barcelona, 2000 HORTON, Andrew; El cine de Theo Angelopoulos: Imagen y contemplación, Akal Ediciones, Madrid, 2001 LACAN, Jacques, Seminario -1, Psikolibro Ediciones (e-book), 2008 VERNANT, Jean-Pierre y VIDAL-NAQUET, Mito y tragedia en la Grecia Antigua (vols. I y II), Paidós, Barcelona, 2002