Sobre los inconvenientes y las ventajas de la muerte. umberto eco.
1. Sobre los inconvenientes y las ventajas de la muerte.
De Umberto Eco, de su libro A paso de cangrejo.
Es probable que el pensamiento filosófico naciera como reflexión sobre el principio, o sobre el
arché, como nos enseñan los presocráticos, pero es igualmente cierto que esta reflexión ha
sido inspirada por la constatación de que las cosas, además de un inicio, tienen también un
final. Por otra parte, el ejemplo clásico del silogismo por excelencia, y por tanto de un
razonamiento incontrovertible, es “todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre,
luego Sócrates es mortal”. Que Sócrates también sea mortal es el resultado de una inferencia,
pero que todos los hombres lo sean es una premisa indiscutible. Hay muchas otras verdades
indiscutibles (que el Sol gira alrededor de la Tierra, que existe la generación espontánea, que
existe la piedra filosofal) que han sido revocadas a lo largo de la historia, pero que todos los
hombres son mortales, no. A lo sumo, el creyente acepta que hubo uno que resucitó: pero para
poder resucitar tuvo que morir antes.
Por eso el que practica la filosofía acepta la muerte como nuestro horizonte normal, y no ha
sido necesario esperare a Heidegger para afirmar que (al menos quien piensa) vive para la
muerte. He dicho “quien piensa”, esto es, quien piensa filosóficamente, porque conozco a
muchas personas, incluso personas cultas, que cuando alguien menciona la muerte (ni si
quiera la suya) hacen gestos de ¡lagarto, lagarto! El filósofo no, sabe que ha de morir y vive la
vida activamente, en espera. Espera la muerte con serenidad el que cree en una vida del más
allá, pero también la espera con serenidad el que cree que en cierto momento, como enseñaba
Epicuro, cuando llega la muerte, no tendremos que preocuparnos porque ya no estaremos allí.
Ciertamente, todo el mundo (incluso el filósofo) desea llegar a ese momento sin sufrir, porque
el dolor repugna a la naturaleza animal. Hay quienes querrían llegar a ese momento sin
saberlo, otros preferían una larga y consciente aproximación a la hora suprema, y otros
finalmente optan por elegir la fecha. Pero todo esto no son más que detalles psicológicos, el
problema central es la inevitabilidad de la muerte y la postura filosófica es prepararse para ella.
Las modalidades de preparación son múltiples y yo prefiero una por lo que me permito
autocitarme y reproducir algunos pasajes de un texto que escribí hace unos años, texto
aparentemente en tono bromista pero que yo en cambio considero muy serio:1
Recientemente un discípulo pensativo (como Critón) me preguntó: “Maestro, ¿cómo puede
uno aproximarse bien a la muerte?”, Yo le respondí que la única manera de prepararse para
la muerte es convencerse de que todos los demás son unos imbéciles.
Ante el estupor de Critón le aclaré: “Mira –le dije-, ¿cómo puedes aproximarte a la muerte,
aunque seas creyente, si piensas que, mientras tú mueres, jóvenes sumamente deseables
de ambos sexos bailan en la discoteca divirtiéndose de lo lindo, ilustres científicos penetran
los últimos misterios del cosmos, políticos incorruptibles están creando una sociedad mejor,
diarios y televisiones se dedican a dar solamente noticias importantes, empresario
responsables se preocupan de que sus productos no degraden el medio ambiente y se
dedican a restaurar una naturaleza de riachuelos potables, pendientes boscosas, cielos
límpidos y serenos protegidos por el oportuno ozono, nubes suaves que destilan lluvias
dulcísimos? El pensamiento de que, mientras suceden todas esas cosas maravillosas, tú te
vas, resultaría insoportable.
“Ahora intenta pensar que, en el momento en que adviertes que estás abandonando este
valle, tienes la certeza imperecedera de que el mundo (seis mil millones de seres humanos)
está lleno de imbéciles, que son imbéciles los que están bailando en la discoteca, imbéciles
los científicos que creen haber resuelto los misterios del cosmos, imbéciles los políticos que
proponen la panacea para nuestros males, imbéciles los que llenan páginas y páginas de
insulsos cotilleos sin importancia, imbéciles los productores suicidas que destruyen el
planeta ¿No te sentirías en ese momento feliz, aliviado, satisfecho de abandonar este valle
de imbéciles?”
Critón me preguntó entonces: “Maestro, ¿cuándo tengo que empezar a pensar así?”. Yo le
respondí que no hay que hacerlo demasiado pronto, porque el que a los veinte o incluso
treinta años piensa que todos son imbéciles es un imbécil y nunca alcanzará la sabiduría.
Hay que empezar pensando que todos los demás son mejores que nosotros, y luego ir
evolucionando poco a poco, tener la primeras débiles dudas hacia los cuarenta, comenzar
la revisión entre los cincuenta y los sesenta, y llegar a la certeza mientras se avanza hacia
1
La Justina di Minerva, Bompiani, Milán, 2000.
2. los cien, pero prepararnos para liquidar a cero en cuanto llegue el telegrama de
convocatoria.
Convencerse de que todos los demás que nos rodean (seis mil millones) son imbéciles es
fruto de un arte sutil y sagaz, no es una aptitud natural del primer Cebes con un pendiente
en la oreja (o en la nariz). Exige estudio y esfuerzo. No hay que acelerar las etapas. Hay que
llegar suavemente, justo a tiempo para morir serenamente. El día antes conviene pensar
que hay una persona, a la que amamos y admiramos, que precisamente no es un imbécil.
La sabiduría consiste en reconocer en el momento preciso (no antes) que esa persona
también era imbécil. Sólo entonces se puede morir.
De modo que el gran arte consiste en estudiar poco a poco el pensamiento universal,
escrutar las costumbres, controlar día a día los medios de comunicación de masas, las
afirmaciones de los artistas seguros de sí mismos, los apotegmas de los políticos
descontrolados, los sofismas de los críticos apocalípticos, los aforismos de los héroes
carismáticos, estudiando las teorías, las propuestas, las apelaciones, las imágenes, las
apariciones. Sólo entonces, por fin, alcanzarás la perturbadora revelación de que todos son
imbéciles. En aquel momento estarás preparado para el encuentro con la muerte.
Tendrás que resistir hasta el final a esta revelación insostenible, te obstinarás en pensar que
alguien dice cosas sensatas, que este libro es mejor que otros, que aquel líder desea
realmente el bien común. Es natural, es humano, es propio de nuestra especie rechazar la
convicción de que los demás son todos sin distinción imbéciles; si no ¿por qué valdría la
pena vivir? Pero cuando por fin lo sepas, habrás comprendido por qué vale la pena (y hasta
es espléndido) morir.
Critón me dijo entonces: “Maestro, no quisiera tomar decisiones precipitadas, pero albergo la
sospecha de que sois un imbécil”. “Ves –le dije-, ya estás en el buen camino.”
Con este texto quería expresar una verdad profunda, es decir, que la preparación para la muerte consiste
esencialmente en convencerse gradualmente de que Vanitas vanitatum, dixit Eclesiastés. Vanitas
Vanitatum et omnia vanitas.2
Y sin embargo (y paso a abordar la primera parte de mi argumentación), a pesar de todo esto,
también el filósofo reconoce un inconveniente doloroso de la muerte. La belleza de crecer y de
madurar consiste en darse cuenta de que la vida es una maravillosa acumulación de saber. Si
no eres un necio, o un desmemoriado crónico, a medida que creces aprendes. Es lo que se
llama la experiencia, por la que en tiempos pasados los ancianos eran considerados los más
sabios de la tribu, y su deber era transmitir sus conocimientos a os hijos y a los nietos. Es una
sensación maravillosa darte cuenta de que todos los días aprendes algo más, que tus propios
errores de antes te han hecho más sabio, que tu mente (a la par que tu cuerpo tal vez se
debilita) es una biblioteca que se enriquece día a adía con un nuevo volumen.
Yo soy de aquellos que no añoran la juventud (estoy contento de haberla vivido, pero no
querría comenzar de nuevo) porque hoy me siento más rico de lo que era en otro tiempo.
Ahora bien, el pensamiento de que en el momento en que muera toda esta experiencia se
perderá me produce sufrimiento y temor. Ahora bien, el pensamiento de que en el momento en
que muera toda esta experiencia se perderá me produce sufrimiento y temor. No siquiera me
consuela la idea de que mis descendientes sabrán un día tanto como yo, o incluso más. Qué
despilfarro, decenas de años gastados construyendo una experiencia y luego tirarlo por la
borda. Es como quemar la biblioteca de Alejandría, destruir el Louvre, hundir en el mar la
bellísima, riquísima y sapientísima Atlántida.
A esta riqueza le ponemos remedio actuando. Por ejemplo escribiendo, pintando, construyendo
ciudades. Tú mueres, pero gran parte de lo que has acumulado no se perderá, dejas un
manuscrito en una botella, Rafael murió, pero tenemos a nuestra disposición su manera de
pintar, y precisamente porque él vivió fue posible que Manet o Picasso pintaran a su manera.
No querría que este consuelo adquiera connotaciones aristocráticas o racistas, como si el único
modo de vencer la muerte estuviese sólo a disposición de los escritores, de los pensadores, de
los artistas…Incluso la criatura más humilde puede hacer todo lo posible para dejar en herencia
a sus hijos su propia experiencia, aunque sólo sea a través de una transmisión oral, o la fuerza
de su ejemplo. Todos nosotros hablamos, nos explicamos, a veces molestamos a los demás
imponiéndoles el recuerdo de nuestras experiencias, precisamente para que no se pierdan.
No obstante, por mucho que pueda transmitir explicándome y explicando (o incluso escribiendo
estas pocas páginas), ni aunque fuera Platón, Montaigne o Einstein, por mucho que escriba o
diga, nunca transmitiré la totalidad de la experiencia vivida, por ejemplo, la sensación que he
2
Vanidad de vanidades, dijo el Predicador. Vanidad de vanidades, es todo vanidad.
3. experimentado ante un rostro amado, o la revelación que he tenido ante una puesta de sol, y
ni siquiera Kant nos transmitió plenamente todo lo que comprendió contemplando el cielo
estrellado sobre su cabeza.
Este es el verdadero inconveniente de la muerte, y hasta al filósofo le causa tristeza. Hasta el
punto de que todos nosotros procuramos dedicar la vida a reconstruir la experiencia que otros
han desvanecido con su muerte. Creo que esto tiene alo que ver con la curva general de la
entropía. Paciencia, las cosas son así, y no podemos hacer nada. Incluso el filósofo ha de
admitir que hay en la muerte algo desagradable.
¿Cómo salvar este inconveniente? A través de la conquista de la inmortalidad, se dice. No me
corresponde a mí discutir si la inmortalidad, se dice. No me corresponde a mí discutir si la
inmortalidad es una utopía o una posibilidad, aunque sea remota, si es posible alcanzarla, o si
es posible superar los ciento cincuenta años de vida, si la vejez es tan solo una enfermedad
que puede prevenirse y curarse. Son cosas que incumben a los científicos. Me limito a apuntar
la posibilidad de una vida larguísima o infinita, porque sólo así puedo reflexionar sobre las
ventajas de la muerte.
Si tuviese o pudiese elegir, y tuviera la certeza de que no pasaría los últimos años afectado de
alteraciones seniles del cuerpo o del espíritu, diría que prefiero vivir cien y hasta ciento veinte
años en vez de setenta y cinco (en esto los filósofos somos como todos los demás). Pero es
justamente al imaginarme centenario cuando comienzo a descubrir los inconvenientes de la
inmortalidad.
El primer interrogante es si llegaría solo a esta edad tan tardía (único privilegiado), o si esta
posibilidad se les ofrecería a todos. Si sólo se me concediera a mí, vería desaparecer de mi
alrededor, poco a poco, a los seres queridos, a mis propios hijos y a mis propios nietos. Si
estos nietos me legaran hijos y nietos suyos, podría unirme a ellos y consolarme con ellos de la
desaparición de sus padres. Pero la estela de dolor y de nostalgia que me acompañarían es
testa larga vejez sería insoportable, por no hablar del remordimiento de haber sobrevivido.
Y, además, si la sabiduría consistiera, como he escrito, en la convicción creciente de estar
viviendo en un muerdo de necios, ¿cómo podría soportar mis supervivencias de hombre sabio
en un universo de dementes? Y si advirtiera que soy el único que conserva la memoria en un
mundo de desmemoriados que han retrocedido a fases prehistóricas, ¿cómo resistiría mi
soledad intelectual y moral?
Peor sería aún así, como es probable, el crecimiento de mi experiencia personal fuese más
lento que el desarrollo de las experiencias colectivas, y viviese con una modesta sabiduría
démodée3 en una comunidad de jóvenes que me supera en agilidad intelectual.
Aunque lo horrible sería que la inmortalidad y la vida larguísima se concediera a todo el mundo.
En primer lugar, viviría en un mundo superpoblado de ultracentenarios (o de milenarios) que
privan de espacio vital a las nuevas generaciones, y me encontraría sumergido en un atroz
struggle for life,4 y mis descendientes acabarían deseando verme por fin muerto. Sí, cabría la
posibilidad de colonizar otros planetas, pero entonces o tendría que emigrar yo, junto con mis
coetáneos, pioneros en la galaxia, preso de una incurable nostalgia de la Tierra. O emigrarían
los más jóvenes, dejándonos la Tierra a nosotros, los inmortales, y me encontraría prisionero
en un plantea envejecido, farfullando recuerdos con otros ancianos que se habrían vuelto
insoportables por su repetición constante e imparable de cosa ya dichas.
¿Quién me dice que no acabaría aburriendo todas aquellas cosas cuyo descubrimiento en los
primeros cien años había sido motivo de asombro, maravilla y alegría ¿Seguiría sintiendo
placer al releer por enésima vez la Ilíada5 o al escuchar sin cesar el Clavicémbalo ben
temperato?6 ¿Seguiría soportando un amanecer, una rosa, un prado florido, el sabor de la
miel? Perdrix, perdrix, toujours perdrix…7
3
Anticuado, pasado de moda.
4
Lucha por la vida, lucha por la existencia, lucha por vivir.
5
Clásico de la literatura atribuido a Homero.
6
Obra musical creada por Johann Sebastián Bach.
7
Frase que, en este contexto, hace alusión a lo reiterativo a ”siempre lo mismo”: “Perdiz, perdiz,
siempre perdiz”