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Altruismo
Ángel M. Faerna
Universidad de Castilla - La Mancha

En su acepción común, el término altruismo denota una cierta disposición humana -que, como tal, se
manifiesta a través del comportamiento- en virtud de la cual los individuos actúan en favor de sus
semejantes de manera desinteresada, esto es, sin la expectativa de una acción recíproca de gratificación.
En este sentido, pues, el altruismo no es sino una variante o expresión de la filantropía.
No obstante, el término adquirió a finales del siglo XlX un sentido específico, al ser usado para referirse a un
concepto preexistente vinculado con ciertos problemas tradicionales de la filosofía moral y política. Con él se
pretendía nombrar una cualidad de la naturaleza humana, una suerte de tendencia espontánea irreductible,
cuya existencia permitía explicar la aparición de determinadas conductas morales y sociales, y al mismo
tiempo justificar la validez de los principios normativos por los que tales conductas se rigen.
El origen del concepto para el que posteriormente se acuñará el término altruismo no puede explicarse sin
hacer mención de una hipótesis previa como reacción a la cual se formularán las primeras tesis altruistas:
me refiero a las teorías éticas y sociales cimentadas sobre la hipótesis del egoísmo. Tales teorías cobran
entidad propia en las obras de Hobbes y Maquiavelo,, y coinciden con el afianzamiento de las concepciones
individualistas de la naturaleza humana frente a las visiones teologizadas propias de la Edad Media.
Las teorías egoístas, analizadas de manera simplificada, descansan en tres supuestos:
a) La presunción epistemológica de que toda explicación consiste en el análisis de lo complejo en
elementos simples. Así, por ejemplo, la existencia de sociedades debe ser explicada mediante un retroceso
al individuo en estado pre-social, en cuya forma de vida hemos de encontrar los elementos que sirvan para
esclarecer la naturaleza de las relaciones sociales. Este método composicional es el responsable de todas
las teorías del pacto primitivo.
b) La presunción antropológica de que los individuos en estado pre-social actúan en función de un cierto
tipo de instintos primarios orientados, bien a la autoconservación, bien a la supremacía sobre los demás
individuos, o a ambos fines indistintamente. Es así
como la sociedad recibirá su justificación en tanto que fórmula para asegurar un cumplimiento óptimo de
aquellos fines para todos los individuos mediante, su mutua limitación.
c) La presunción psicológica de que sólo puede actuar como motivo para mi lo que satisface algún deseo
mío. De este modo, el principio del egoísmo adquiere el marchamo de ley natural empírica, emanada de la
constitución psicológica misma del ser humano como agente en general.
El tipo de conductas que, a juicio de sus defensores, exigen el postulado del altruismo puede definirse como
el integrado por todos aquellos actos en los que el agente elige obrar movido por el interés (declarado o
atribuido) de otros individuos. En tales casos, hablaremos de comportamientos altruistas, si bien, como
aclararemos un poco más adelante, esta expresión tiene por ahora un carácter descriptivo neutral. En
alguna ocasión se ha señalado -no sin razón- que, para que podamos hablar con propiedad de
comportamiento altruista, no sólo es preciso que el agente obre movido por intereses ajenos, sino también
que tal manera de proceder comporte una postergación efectiva de los intereses propios. Es decir, los
comportamientos altruistas solamente se darían allí donde existe un verdadero conflicto entre intereses
propios y ajenos, decidiendo el agente consultar a los primeros en detrimento de los últimos. Podemos
admitir sin dificultad esta condición suplementaria, aunque podía darse en cierto modo por sobreentendida
desde el momento en que, por regla general, la adjetivación de los intereses como propios o ajenos aparece
sólo en aquellas circunstancias en que queremos señalar el carácter mutuamente excluyente de unos y
otros.
Parece haber, por lo tanto, un tipo especial de conducta que cae fuera de las previsiones de las teorías
egoístas que acabamos de describir. Los comportamientos altruistas así definidos resultarían incompatibles
especialmente con la presunción antropológica mencionada en (b). Es aquí donde las teorías altruistas
toman apoyo para formular su propia versión de la naturaleza humana (su propia antropología), según la
cual el instinto de conservación y supremacía se complementa en el ser humano con una tendencia
igualmente natural y primaria a satisfacer los intereses y necesidades de sus semejantes. En la naturaleza
humana se concitarían, pues, un impulso egoísta y un impulso altruista. Sobre el denominador común de
esta afirmación, se
encuentran tres modalidades de teorías a las que cabe adjudicar indistintamente la etiqueta de «altruistas»:
1) las que sostienen que, como cuestión de hecho, el impulso altruista es más fuerte que el egoísta; 2) las
que propugnan una «armonía preestablecida» entre ambos impulsos, de modo que cualquiera de ellos
conduce indefectiblemente a las mismas acciones; y 3) las que, asignando al impulso altruista un carácter
más elevado, dan fundamento natural a la moral de la benevolencia como adecuado contrapeso del impulso
egoísta. Dado que estos tres tipos de teoría comparten la mayoría de sus presupuestos básicos, y que de
hecho han sido a menudo sostenidas simultáneamente, no será preciso estudiarlas aquí por separado.
Es importante notar que el nuevo significado atribuido a las relaciones sociales por parte de las teorías
altruistas se deberá tanto a la modificación del presupuesto antropológico subyacente a las teorías egoístas,
como a la conservación de sus postulados psicológicos y epistemológicos. La inclusión del impulso altruista
dentro del repertorio de tendencias primarias del individuo permite considerar a aquél como un motivo de
sus acciones, que, sumadas a las de otros individuos análogamente constituidos, darían lugar sin más al
entramado de las relaciones sociales. La sociedad no es ya una forma de arbitrio entre intereses egoístas
en conflicto, sino el entorno natural en que se desenvuelve el impulso altruista común a todos los seres
humanos.
Por descontado que las teorías egoístas tienen prevista una explicación para lo que hemos llamado
comportamientos altruistas. Si bien las-respuestas varían en función de la teoría particular que se considere,
el principio general es siempre el mismo: el altruismo es mero egoísmo disfrazado. La versión más
elaborada de esta idea puede encontrarse en muchos de los utilitaristas británicos y en algunas ideas
tempranas de Hume: el comportamiento altruista constituye una estrategia a corto plazo con vistas a una
satisfacción egoísta a largo plazo.
Tenemos, por tanto, que los comportamientos altruistas -en el sentido neutral de «comportamientos
determinados por intereses distintos prima facie de los del agente»abocan a una elección entre dos teorías
rivales, según los consideremos reductibles a impulsos egoístas o los tomemos como prueba de que existen
impulsos altruistas.
Ahora bien, una elección planteada en estos términos resulta engañosa, como consecuencia de un análisis
precipitado del que cabe hacer responsables a gran parte de los enfoques clásicos de este problema.
Pare empezar, hay una clara indefinición con respecto a qué es lo que se quiere explicar mediante las
fórmulas del altruismo y del egoísmo. En particular, éstas parecen ser usadas al mismo tiempo como
hipótesis empíricas, como principios explicativos y como leyes de carácter regulativo. A resultas de ello,
queda sin decidir el problema de si egoísmo y altruismo han de considerarse motivos, o bien razones, para
actuar. Una consecuencia de tal indecisión, el hecho de que los partidarios de uno y otro tipo de teorías
extraigan de sus principios consecuencias descriptivas en lo social y valorativas en lo moral indistintamente,
no puede justificarse diciendo que estas teorías se han limitado a respaldar normas valorativas en
afirmaciones empíricas con respecto a la naturaleza humana y social. La cuestión es que ambos contextos
no han sido establecidos independientemente. Así,, por ejemplo, la hipótesis de que actuamos movidos por
el egoísmo aparece refrendada por el tipo de relaciones existentes de hecho tal y como quedan
interpretadas bajo esa hipótesis; y, a su vez, tal modo de interpretar esas relaciones reclama para sí el
status pretendidamente empírico de la hipótesis misma.
El altruismo considerado como motivo de la acción revierte en una teoría psicológica en la que la prueba
empírica debe tener la última palabra. En todo caso, es fácil anticipar algunas reservas sobre su éxito. El
carácter especulativo de conceptos como «naturaleza humana» o < instinto primario» queda en evidencia
en su confrontación con elementos de análisis más actualizados, tales como las nociones de aprendizaje y
socialización. Las carencias en este terreno ya afloraban en el supuesto psicológico al que aludimos en (c),
a saber, que sólo puede actuar como motivo para mí lo que satisface alguno de mis deseos. El hecho
mismo de que el altruismo haya podido explotar este supuesto mediante la sencilla maniobra de introducir
entre mis deseos la satisfacción de los deseos ajenos muestra su vacuidad.
Tampoco resulta satisfactoria la explicación de lo que hemos denominado «comportamientos altruistas»
mediante la apelación a un supuesto «impulso altruista» presente en la naturaleza humana (apenas hay
diferencia entre este impulso y la célebre vis dormitiva del opio). Un tratamiento adecuado de los motivos de
la acción debe ir más allá de su mera distribución en egoístas y altruistas, con el consiguiente perjuicio para
la noción de naturaleza humana adjetivada con igual rotundidad.
Considerado como razón de las acciones, el altruismo puede escapar a estas críticas. Ya no se trata de un
impulso individual al que se asigna el valor de principio explicativo de determinados comportamientos, sino
de un principio de justificación de ciertas acciones con respecto a un conjunto de fines. Bajo esta
consideración, claro está, no es preciso comprometerse con ningún postulado en particular de tipo
psicológico.
Ahora, el principio del altruismo cubre dos frentes sustancialmente distintos: como condición necesaria de la
cohesión social y como fundamento último de la moralidad. Veámoslos brevemente por separado.
La objeción más grave contra la afirmación de que la cohesión social exige por parte de los integrantes de
un grupo la adhesión a un principio altruista proviene del supuesto general sobre el que tal concepción
descansa, y que no es otro que el patrón epistemológico especificado más arriba en (a). Trasponer el
aparato conceptual usado para explicar el comportamiento individual a la explicación de fenómenos sociales
es una ingenuidad característica de la primitiva teoría social. Por la misma razón, no menos ingenua resulta
la concepción opuesta, según la cual son los intereses egoístas los que sostienen el edificio de la sociedad.
Conviene recalcar, no obstante, que lo que invalida estos puntos de vista no es simplemente su referencia a
individuos o a pautas individuales de conducta, sino el hecho de que éstas hayan sido definidas como
pre-sociales, y no como socialmente determinadas. El enfoque genético, a cuya tentación han sucumbido
tantos teóricos de la sociedad, es peligroso como método de explicación, y en este caso conduce a un
subjetivismo (cuando no a un puro voluntarismo) que, además de desfigurar los fenómenos sociales, resulta
inaceptable desde los cánones vigentes de la ciencia social. El estudio del papel desempeñado por los
intereses individuales (convenientemente diversificados, como se indicó más arriba) en la configuración de
las relaciones sociales debe contar con el hecho de que aquéllos son socialmente producidos por estas
mismas relaciones. En cuanto a la necesidad de postular un principio altruista como justificación última de la
moral, tal hipótesis nos sitúa en un contexto totalmente nuevo cuyas posibiliades es imposible agotar aquí. A
semejanza de lo que sucedía en el caso de la teoría social, existe una lectura del postulado altruista a
propósito de la moral en términos puramente psicológicos. De nuevo, la hipótesis propuesta sería: sólo la
existencia de un impulso altruista inscrito en la naturaleza humana puede explicar la aparición de
fenómenos morales. Esta hipótesis está expuesta a parecidas objeciones que la anterior, por su carácter de
mera abstracción y por su bajo poder explicativo.
Más interés reviste la propuesta de un principio altruista como fundamento último de la razón moral. Si bien
los filósofos morales le han atribuido distintos sentidos, mencionaré tan sólo uno de los más recientes, que
es al mismo tiempo el más radical de entre ellos. Se trata de la tesis según la cual sólo aquellos principios
normativos compatibles con la norma del altruismo pueden ser calificados como morales. Con «la norma del
altruismo» se quiere dar a entender, no sin cierta imprecisión, un principio de acción que sitúa en el bien
general y el respeto a los intereses de los otros el fin perseguido por las leyes morales. Para los partidarios
de esta postura, la norma del altruismo no es ya el distintivo de un cierto tipo de teorías o actitudes morales,
ni siquiera una ley moral muy generalizada o incluso universal, sino la condición misma del discurso moral,
algo que está más allá del terreno de las valoraciones para adentrarse en el de la lógica o la metaética.
Se ha querido ver en esta opinión un claro intento dogmático de instalar como paradigma de la actitud moral
lo que sólo es una forma de compromiso ético entre otras (sin perjuicio de que pueda ser la más aceptable
para nosotros). Sin embargo, sus partidarios la presentan como la única alternativa para delimitar la esfera
de lo moral más allá de las caracterizaciones estrictamente formalistas. Probablemente sea éste el último
frente en el que el debate en torno al altruismo en su acepción no común indicada al principio permanece
aún abierto.

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El tipo de conductas que, a juicio de sus defensores, exigen el postulado del altruismo puede definirse como el integrado por todos aquellos actos en los que el agente elige obrar movido por el interés (declarado o atribuido) de otros individuos. En tales casos, hablaremos de comportamientos altruistas, si bien, como aclararemos un poco más adelante, esta expresión tiene por ahora un carácter descriptivo neutral. En alguna ocasión se ha señalado -no sin razón- que, para que podamos hablar con propiedad de comportamiento altruista, no sólo es preciso que el agente obre movido por intereses ajenos, sino también que tal manera de proceder comporte una postergación efectiva de los intereses propios. Es decir, los comportamientos altruistas solamente se darían allí donde existe un verdadero conflicto entre intereses propios y ajenos, decidiendo el agente consultar a los primeros en detrimento de los últimos. Podemos admitir sin dificultad esta condición suplementaria, aunque podía darse en cierto modo por sobreentendida desde el momento en que, por regla general, la adjetivación de los intereses como propios o ajenos aparece sólo en aquellas circunstancias en que queremos señalar el carácter mutuamente excluyente de unos y otros. Parece haber, por lo tanto, un tipo especial de conducta que cae fuera de las previsiones de las teorías egoístas que acabamos de describir. Los comportamientos altruistas así definidos resultarían incompatibles especialmente con la presunción antropológica mencionada en (b). Es aquí donde las teorías altruistas toman apoyo para formular su propia versión de la naturaleza humana (su propia antropología), según la cual el instinto de conservación y supremacía se complementa en el ser humano con una tendencia igualmente natural y primaria a satisfacer los intereses y necesidades de sus semejantes. En la naturaleza humana se concitarían, pues, un impulso egoísta y un impulso altruista. Sobre el denominador común de esta afirmación, se encuentran tres modalidades de teorías a las que cabe adjudicar indistintamente la etiqueta de «altruistas»: 1) las que sostienen que, como cuestión de hecho, el impulso altruista es más fuerte que el egoísta; 2) las que propugnan una «armonía preestablecida» entre ambos impulsos, de modo que cualquiera de ellos conduce indefectiblemente a las mismas acciones; y 3) las que, asignando al impulso altruista un carácter más elevado, dan fundamento natural a la moral de la benevolencia como adecuado contrapeso del impulso egoísta. Dado que estos tres tipos de teoría comparten la mayoría de sus presupuestos básicos, y que de hecho han sido a menudo sostenidas simultáneamente, no será preciso estudiarlas aquí por separado. Es importante notar que el nuevo significado atribuido a las relaciones sociales por parte de las teorías altruistas se deberá tanto a la modificación del presupuesto antropológico subyacente a las teorías egoístas, como a la conservación de sus postulados psicológicos y epistemológicos. La inclusión del impulso altruista
  • 2. dentro del repertorio de tendencias primarias del individuo permite considerar a aquél como un motivo de sus acciones, que, sumadas a las de otros individuos análogamente constituidos, darían lugar sin más al entramado de las relaciones sociales. La sociedad no es ya una forma de arbitrio entre intereses egoístas en conflicto, sino el entorno natural en que se desenvuelve el impulso altruista común a todos los seres humanos. Por descontado que las teorías egoístas tienen prevista una explicación para lo que hemos llamado comportamientos altruistas. Si bien las-respuestas varían en función de la teoría particular que se considere, el principio general es siempre el mismo: el altruismo es mero egoísmo disfrazado. La versión más elaborada de esta idea puede encontrarse en muchos de los utilitaristas británicos y en algunas ideas tempranas de Hume: el comportamiento altruista constituye una estrategia a corto plazo con vistas a una satisfacción egoísta a largo plazo. Tenemos, por tanto, que los comportamientos altruistas -en el sentido neutral de «comportamientos determinados por intereses distintos prima facie de los del agente»abocan a una elección entre dos teorías rivales, según los consideremos reductibles a impulsos egoístas o los tomemos como prueba de que existen impulsos altruistas. Ahora bien, una elección planteada en estos términos resulta engañosa, como consecuencia de un análisis precipitado del que cabe hacer responsables a gran parte de los enfoques clásicos de este problema. Pare empezar, hay una clara indefinición con respecto a qué es lo que se quiere explicar mediante las fórmulas del altruismo y del egoísmo. En particular, éstas parecen ser usadas al mismo tiempo como hipótesis empíricas, como principios explicativos y como leyes de carácter regulativo. A resultas de ello, queda sin decidir el problema de si egoísmo y altruismo han de considerarse motivos, o bien razones, para actuar. Una consecuencia de tal indecisión, el hecho de que los partidarios de uno y otro tipo de teorías extraigan de sus principios consecuencias descriptivas en lo social y valorativas en lo moral indistintamente, no puede justificarse diciendo que estas teorías se han limitado a respaldar normas valorativas en afirmaciones empíricas con respecto a la naturaleza humana y social. La cuestión es que ambos contextos no han sido establecidos independientemente. Así,, por ejemplo, la hipótesis de que actuamos movidos por el egoísmo aparece refrendada por el tipo de relaciones existentes de hecho tal y como quedan interpretadas bajo esa hipótesis; y, a su vez, tal modo de interpretar esas relaciones reclama para sí el status pretendidamente empírico de la hipótesis misma. El altruismo considerado como motivo de la acción revierte en una teoría psicológica en la que la prueba empírica debe tener la última palabra. En todo caso, es fácil anticipar algunas reservas sobre su éxito. El carácter especulativo de conceptos como «naturaleza humana» o < instinto primario» queda en evidencia en su confrontación con elementos de análisis más actualizados, tales como las nociones de aprendizaje y socialización. Las carencias en este terreno ya afloraban en el supuesto psicológico al que aludimos en (c), a saber, que sólo puede actuar como motivo para mí lo que satisface alguno de mis deseos. El hecho mismo de que el altruismo haya podido explotar este supuesto mediante la sencilla maniobra de introducir entre mis deseos la satisfacción de los deseos ajenos muestra su vacuidad. Tampoco resulta satisfactoria la explicación de lo que hemos denominado «comportamientos altruistas» mediante la apelación a un supuesto «impulso altruista» presente en la naturaleza humana (apenas hay diferencia entre este impulso y la célebre vis dormitiva del opio). Un tratamiento adecuado de los motivos de la acción debe ir más allá de su mera distribución en egoístas y altruistas, con el consiguiente perjuicio para la noción de naturaleza humana adjetivada con igual rotundidad. Considerado como razón de las acciones, el altruismo puede escapar a estas críticas. Ya no se trata de un impulso individual al que se asigna el valor de principio explicativo de determinados comportamientos, sino de un principio de justificación de ciertas acciones con respecto a un conjunto de fines. Bajo esta consideración, claro está, no es preciso comprometerse con ningún postulado en particular de tipo psicológico. Ahora, el principio del altruismo cubre dos frentes sustancialmente distintos: como condición necesaria de la cohesión social y como fundamento último de la moralidad. Veámoslos brevemente por separado. La objeción más grave contra la afirmación de que la cohesión social exige por parte de los integrantes de un grupo la adhesión a un principio altruista proviene del supuesto general sobre el que tal concepción descansa, y que no es otro que el patrón epistemológico especificado más arriba en (a). Trasponer el aparato conceptual usado para explicar el comportamiento individual a la explicación de fenómenos sociales es una ingenuidad característica de la primitiva teoría social. Por la misma razón, no menos ingenua resulta la concepción opuesta, según la cual son los intereses egoístas los que sostienen el edificio de la sociedad. Conviene recalcar, no obstante, que lo que invalida estos puntos de vista no es simplemente su referencia a individuos o a pautas individuales de conducta, sino el hecho de que éstas hayan sido definidas como pre-sociales, y no como socialmente determinadas. El enfoque genético, a cuya tentación han sucumbido tantos teóricos de la sociedad, es peligroso como método de explicación, y en este caso conduce a un subjetivismo (cuando no a un puro voluntarismo) que, además de desfigurar los fenómenos sociales, resulta inaceptable desde los cánones vigentes de la ciencia social. El estudio del papel desempeñado por los intereses individuales (convenientemente diversificados, como se indicó más arriba) en la configuración de las relaciones sociales debe contar con el hecho de que aquéllos son socialmente producidos por estas
  • 3. mismas relaciones. En cuanto a la necesidad de postular un principio altruista como justificación última de la moral, tal hipótesis nos sitúa en un contexto totalmente nuevo cuyas posibiliades es imposible agotar aquí. A semejanza de lo que sucedía en el caso de la teoría social, existe una lectura del postulado altruista a propósito de la moral en términos puramente psicológicos. De nuevo, la hipótesis propuesta sería: sólo la existencia de un impulso altruista inscrito en la naturaleza humana puede explicar la aparición de fenómenos morales. Esta hipótesis está expuesta a parecidas objeciones que la anterior, por su carácter de mera abstracción y por su bajo poder explicativo. Más interés reviste la propuesta de un principio altruista como fundamento último de la razón moral. Si bien los filósofos morales le han atribuido distintos sentidos, mencionaré tan sólo uno de los más recientes, que es al mismo tiempo el más radical de entre ellos. Se trata de la tesis según la cual sólo aquellos principios normativos compatibles con la norma del altruismo pueden ser calificados como morales. Con «la norma del altruismo» se quiere dar a entender, no sin cierta imprecisión, un principio de acción que sitúa en el bien general y el respeto a los intereses de los otros el fin perseguido por las leyes morales. Para los partidarios de esta postura, la norma del altruismo no es ya el distintivo de un cierto tipo de teorías o actitudes morales, ni siquiera una ley moral muy generalizada o incluso universal, sino la condición misma del discurso moral, algo que está más allá del terreno de las valoraciones para adentrarse en el de la lógica o la metaética. Se ha querido ver en esta opinión un claro intento dogmático de instalar como paradigma de la actitud moral lo que sólo es una forma de compromiso ético entre otras (sin perjuicio de que pueda ser la más aceptable para nosotros). Sin embargo, sus partidarios la presentan como la única alternativa para delimitar la esfera de lo moral más allá de las caracterizaciones estrictamente formalistas. Probablemente sea éste el último frente en el que el debate en torno al altruismo en su acepción no común indicada al principio permanece aún abierto.