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¿Cómo salvar
a la política?
(Se trata de nuestros hijos)
Sebastián García Díaz
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A Carmen, el amor de mi vida
A mis hijos: Josefina, Pedro y María.
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1. A MODO DE INTRODUCCIÓN
Parto de la base de que no somos felices. Es decir: seguramente nuestra vida privada está
llena de buenos momentos, pero en términos políticos las injusticias nos agobian y sobre todo
la falta de perspectiva. Queremos ser felices -en definitiva de eso se trata- pero parece
evidente que uno no puede ser feliz solo.
Aquí es donde aparecen nuestros hijos, no importa la edad que tengan. Porque si uno se
considera capaz de soportar las circunstancias adversas, ni la más dura de las almas puede
dejar de angustiarse, sin embargo, al pensar qué país y qué mundo le estamos dejando a
nuestros seres más queridos.
“¿Cómo salvar a la política?” no es entonces una cuestión académica o el disparador para
convocar a todos los bien intencionados de la tierra. Es una pregunta llena de dramatismo,
hecha por ciudadanos -por padres- que sufrimos la falta de respuesta.
Por detrás están latentes sentimientos profundos: la preocupación por ellos (y también por
nuestras propias vidas, por qué negarlo), la conciencia de que así no podemos seguir... la
terrible sensación de estar indefensos frente a lo público, que nos avasalla con sus acciones y
con sus omisiones. Lejos los tiempos en que reinaba el optimismo y la fe en la política como
generadora de “orden y progreso”. Ahora nos une el espanto (de ahí que la tapa del libro nos
impacte de esa forma).
“Deja a tu hijo a la entrada de una matinée, en un boliche bailable, y espera despierto en tu
casa hasta que vuelva, entrada la noche. Eso es sentirse indefenso frente a lo que pasa allá
afuera” me decía un padre con un nudo en la garganta.
Recuerdo un periodista de Argentina que criticaba a los que habían decidido salir a la calle
con sus cacerolas, recién cuando les habían tocado sus ahorros. "Razón suficiente" pensé para
mis adentros. No importa la causa: para algunos fue ésa, para otros la injusticia ya se venía
sufriendo hace tiempo, para muchos el detonador fue justamente el título de este libro: “lo
hago por mis hijos, quiero dejarles algo mejor”…
En definitiva todos hemos ido asumiendo la terrible importancia de lo político. El poder
que tiene el poder y sus consecuencias nefastas, cuando cae en manos de corruptos o
mediocres. A esta altura, nos cuesta imaginar cómo sería, si fuera de otro modo. Por
momentos pretendemos castigar con nuestra indiferencia. Pero es peor para nosotros, porque
los políticos hacen y deshacen sin siquiera la presión de nuestro control.
El diagnóstico que todos repetimos es la falta de participación. En efecto, no hay mucha
gente decente dispuesta a meterse en política. Aparentemente la causa sería las
complicaciones de la vida diaria: "no tengo tiempo". Ni siquiera por nuestros hijos tendríamos
tiempo, por muy sentidas que sean las declaraciones de los que van a una primera reunión.
Pocos van a la segunda. Muy pocos a la tercera. Y quedan los de siempre en las que siguen.
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La intuición es que hay algo mucho más profundo que está fallando. Una sensación
compartida de que, aun logrando una convocatoria exitosa, ciertos defectos políticos
estructurales abortarían las iniciativas de cambio. El voluntarismo de los que dicen "si somos
muchos, lo lograremos", siempre es llamativo y tiene sabor heroico. Pero a esta altura
necesitamos una respuesta bastante más compleja al desafío de salvar la política, que la simple
reprimenda: "es que no participamos".
En mi caso, comencé a escribir estas reflexiones el día en que estuve al final de ese callejón
sin salida. Participé desde siempre en diversos grupos religiosos, políticos y sociales. Y asumí
como una "religión" el deber de participar. Creyendo que el problema tal vez era la falla de
ciertos mecanismos formales de la democracia (como el sistema electoral, o el funcionamiento
de los partidos políticos) me he pasado los últimos 10 años presentando propuestas de
reforma, juntando firmas, escribiendo artículos, haciendo columnas en TV y en radio ...
Al volver de España, de realizar un Master en Filosofía Política en la Universidad de
Navarra, sentí que había descubierto la respuesta más profunda que buscaba en los autores de
la magnífica biblioteca de aquella institución. Pero luego participé como asesor en una
frenética campaña política presidencial y en otra a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires y la realidad me dio su lección. Intenté también realizar una experiencia política en un
partido supuestamente nuevo, aunque con todos los vicios de las estructuras viejas. Las
frustraciones enseñan.
En el 2003, volví a participar, esta vez como candidato a intendente de la ciudad de
Córdoba, por un movimiento político nuevo que fundamos un grupo de gente joven (el
nombre del partido es Primero la Gente). Esta vez pude ver las prácticas políticas desde
adentro, en primera persona.
Las reflexiones que siguen son, por tanto, una combinación entre teoría y praxis; una
búsqueda que camina por el sendero sinuoso de las contradicciones entre lo que dicen los
libros y lo que muestra la realidad.
¿Cuál es el eje de la búsqueda? Parto de la presunción de que todos somos individualistas y
que hoy por hoy, tal vez lo único que nos esté realmente importando –además de nosotros
mismos- sea nuestros hijos y seres queridos más cercanos. No es un reproche; simplemente
una observación. Así nos ha forjado la modernidad. Y luego de las experiencias totalitarias del
siglo XX nos hemos convertido en individualistas liberales a ultranza.
Sin embargo, navegamos con rumbo incierto entre nuestro afán de imponer un límite a lo
público -apelando a un glosario de elucubraciones teóricas- y nuestro anhelo de compartir una
vida comunitaria más plena y más inspirada en lo que nos parece bueno, bello y verdadero.
Esta sensación de que algo falta, se potencia cuando uno empieza a criar sus hijos, ¿no es así?
El problema es que, lo que se presenta como oferta alternativa, es tan idealista en algunos
casos o tan avasallante de nuestra libertad en otros, que preferimos la asfixia de la modernidad
a un “salto al vacío”. En esa encrucijada se nos va la vida política.
Mi propuesta es caminar por el desfiladero hasta el final, sin dogmas previos. Los liberales
pueden llevar sus constituciones en la mano, los que se sienten “de izquierda” viajen, si
quieren, con su manual de lucha de clases. Los nacionalistas lleven sus banderas y sus
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estandartes. Pero no necesitarán, eso espero, nada de ello. Porque estoy invitando a una
reflexión serena y desprejuiciada sobre lo que nos pasa.
Si somos capaces de encontrar el punto en el que la libertad individual triunfa en su afán de
ser respetada, pero logra generar un espacio de bien común en el que la vida cobra sentido
pleno, habremos cumplido la misión.
El filósofo Leo Strauss nos da un consejo oportuno: “Para filosofar hay que romper
completamente con el ruido, la prisa, el atolondramiento, la baratura del vanity fair de los
intelectuales así como de sus enemigos. Asumir las teorías en boga como meras opiniones, y
las opiniones generalizadas como visiones que probablemente son extremas y, por lo menos,
tan erróneas como las opiniones más extrañas o impopulares. La filosofía es una liberación de
la vulgaridad”.
El desafío es no caer en la tentación del utilitarismo. En nuestros países -me refiero a los
países latinoamericanos- una realidad tan crítica nos empuja a buscar algo que nos sirva y
rápido. Pero como ha dicho un pensador mexicano, Mauricio Beuchot Puente, “nuestros
países también tienen derecho a que los pensemos”. Y para pensar, hay que tomarse un
tiempo. De hecho, lo que nos pasa, con diferentes matices, le pasa a ciudadanos de todo el
mundo.
Por eso el título nos convoca como padres a responder una pregunta compleja. Porque
nuestros hijos merecen que nos tomemos ese tiempo. En definitiva vamos a filosofar, con la
humildad del que nada sabe, pero quiere saber. Y vamos a buscar las soluciones -la "salvación
de la política"- empezando por el principio. No reniego de mi vocación por la acción, pero en
este caso, vamos a pensar. Como cuando un padre piensa en sus hijos y sus nietos, con esa
grandeza.
Para lograrlo, imaginemos que no hay políticos cerca. Porque en cuanto hay uno,
levantamos la guardia, y rezamos ese rosario de frases hechas que resumen nuestros
reproches. Aquí no habrá políticos. Y nos podremos dar el lujo de entrar en sus zonas
reservadas, revisar sus recovecos, sus supuestos, sus silencios... en busca de la verdad y la
mentira. “¿Cómo salvar a la política?” Vale el desafío.
Un agradecimiento especial al padre Ricardo Rovira y también a los profesores de la
Universidad de Navarra: Fernando Múgica, Alfredo Cruz y Rafael Alvira, que me ayudaron
con sus enseñanzas a pergeñar estas ideas políticas. También a los asistentes a los seminarios
y cursos que he podido dictar a lo largo de estos años y que ampliaron y corrigieron mis
apreciaciones. No menor fueron las enseñanzas prácticas que me dieron mis compañeros de
ruta en la acción política.
Gracias a ellos surgieron nuevos planteos y lo que antes aparecía como una afirmación, al
tiempo se convirtió en una pregunta, y la dinámica continua hasta hoy. Todas las reflexiones
de este libro se encuentran en etapa de maduración. Si me atrevo a compartirlas aquí, es
porque tengo la tranquilidad de que, aún publicadas, seguirán en elaboración. Es un
compromiso con mis hijos.
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2. LA VERDAD DE LA POLÍTICA
Un grupo de jóvenes, capacitados en sus respectivas profesiones, se decide a participar
inspirados por una noble vocación pública y hartos de ver lo que los políticos hacen con el
Estado. Han leído mucho sobre política -se podría decir que están preparados- aunque es la
primera vez que se enfrentan a una acción concreta.
Desde el comienzo la praxis política los pone a prueba. ¿Cuál será el grado de
compromiso? Se puede hacer política en forma ocasional (todos nosotros cuando votamos),
como actividad secundaria -cuando tengo un poco de tiempo y ganas- o como profesión
principal.
Los dos primeros, lamentablemente, son inofensivos para esa praxis. Es como si un
jugador de fútbol habilidoso pero amateur, jugara en un partido de Boca-River. Como mínimo
será intrascendente, como máximo saldrá lesionado y decepcionado por lo poco que pudo
hacer.
Del grupo ya nos han quedado menos. Sólo aquellos que tienen una verdadera política
estarán dispuestos a comprometerse al máximo. Junto a ellos, lamentablemente, también los
que ven en la política un buen negocio.
A ambos se les presenta el mismo dilema: ¿De que van a vivir? Es decir, ¿cuál será su
sostén económico? Según Max Weber hay dos formas de hacer de la política una profesión. O
se vive “para” la política o se vive “de” la política. En el nivel teórico no deberían ser
excluyentes pero Weber se refiere a un nivel más grosero: el nivel económico. Vive de la
política quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive para la política
quien no se encuentra en este caso. El que depende del sueldo público, ese es el problema,
pierde su independencia y a veces calla, aunque no esté de acuerdo, para “cuidar el puesto”.
Sin embargo, para que alguien pueda vivir “para” la política tiene que ser económicamente
independiente. Hoy en día en un mercado tan competitivo esa condición exige dedicación
plena. Tendría que darse el caso de un joven cuyos ingresos económicos no comprometieran
su tiempo. Pero ¿quién puede cumplir semejante requisito? Sólo uno que viviera de rentas,
por ejemplo. Ni el obrero, ni el docente, ni el profesional, ni siquiera el gran empresario
moderno son libres en este sentido.
Por eso los partidos luchan por la distribución de los cargos: para recompensar a los
militantes. Al grupo de los bien intencionados le repugnará la idea de depender de los dineros
públicos que pueda conseguir el referente político. El segundo grupo de jóvenes por el
contrario, verán cumplido su objetivo.
Tenemos aquí una primera adversidad para el que quiere entregar a su comunidad alma y
vida: cómo dedicarse a la política sin vivir de la política.
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Un puñado de idealistas, a pesar de todo, decide participar. También los extremadamente
inescrupulosos. La praxis vuelve a increparlos. ¿Cuánto están dispuestos a ceder en este juego
de transacciones? En política se arregla -o se “transa”- con tres grandes grupos. En primer
lugar con los seguidores que, en muchos casos, no tienen el mismo grado de “idealismo” que
el líder y esperan verse recompensado de alguna manera. El asunto es más dramático cuando
se sabe que ese seguidor no es el mejor para ese cargo, pero ha sido fiel...
En segundo lugar, uno cede frente a los intereses sectoriales en favor de apoyo económico
o de otro tipo. Al final de cuentas, para competir en una elección se necesita mucho dinero y
poder de convocatoria.
Por último hay transacciones con el oponente. Si uno se niega en forma rotunda, y sobre
todo si es minoría, se convierte en un paria. Podrá emocionar con su actitud a los televidentes
en alguna emisión, pero políticamente queda inhabilitado para cumplir con ninguno de sus
proyectos que, sin el consenso, son imposibles. Pero los acuerdos, en el marco de la
desconfianza hacia lo político, suelen ser muy mal vistos. “Que renuncie” dirán los moralistas.
Pero dejar todo en la mitad de camino -en la mitad de la vida- es una decisión dramática para
un político y para cualquiera. "Que acuerde" dirán los pragmáticos.
El idealista o, mejor dicho, el virtuoso nunca justificará medios non santos en atención al
fin, y sin embargo la política lo espera con una sentencia de Weber: “Quien se mete en
política ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad
lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario.
Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. El inescrupuloso transará de tal manera
que se convertirá en un “aliado del diablo”…
Este primer pantallazo, que representa un granito de arena en el mar tormentoso de la
política, ya sirve para advertir el desafío al que nos enfrentamos. Un verdadero problema de
fines y medios.
1. ¿Tiene la política un deber ser?
Antes de reflexionar sobre la política, hay que preguntarse si la política acepta reflexiones.
Podríamos ensayar -siguiendo al profesor Alfredo Cruz- una primera división entre los que
responden afirmativamente y los que no.
Los negativos aseguran que no hay una verdad para lo político. Todo en ese ámbito se
corresponde con la voluntad que alcanza lo que quiere, por el poder que tiene. Aquí se enrolan
los sofistas griegos, Maquiavelo y las concepciones catalogadas como “mito”, como es el caso
del nazismo o el fascismo (no es casualidad que uno de los precursores del pensamiento nazi,
Alfred Rossemberg, titulara su obra “El mito del siglo XX”).
El mito concibe al saber político como la construcción de una idea o un sentimiento
común, cuya función es despertar a la acción. El valor del mito no es veritativo sino
pragmático. La veracidad del mito es a posteriori por haberse alcanzado.
Luego están los que sí consideran que hay una verdad en política. Aquí encontramos en
primer lugar a las utopías que buscan alcanzar un modelo universal para todas las
comunidades. Por supuesto, debemos mencionar a Platón: “Hay una polis verdadera”. Bajo
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esta concepción, una vez realizado el modelo desaparecería la política, puesto que no sería
necesaria. La diferencia entre mito y utopía -además de sus posiciones frente al saber político-
es que el primero no tiene vocación universal como la última.
En segundo lugar encontramos las posturas cientificistas: el conocimiento político debe
establecerse a través de la ciencia. Hobbes puede ser el pionero en esta línea. Esta postura
coincide con la utopía en que debe descubrir una verdad universal, pero se distingue en que
esa verdad no se da por el grado de perfección que presenta, sino por su grado de
demostrabilidad científica.
Para que haya ciencia tiene que haber un dato invariable e incuestionable y es por eso que
muchos autores “bucean” para buscar algo en el hombre de donde amarrarse (en Hobbes, por
ejemplo, el deseo de vivir). Estas posiciones reduccionistas producen una fijación de la
naturaleza humana. Como señala Millán Pueyes “hacemos que la naturaleza sea, en lugar de
un principio fijo de comportamiento, un principio de comportamiento fijo”. En definitiva se
olvidan que cada ser humano es único e irrepetible y para colmo libre.
En tercer lugar encontramos la ideología. Su problema es que la verdad que presenta para
lo político no corresponde al ámbito político. Es decir, sometemos a lo político a las
categorías del ámbito donde hemos percibido el problema, ya sea desde otras ciencias u otras
experiencias. Un ejemplo es la ideología marxista o comunista que traslada las categorías
sociológicas de clases al ámbito político. Otros trasladan las categorías económicas, las que
corresponden a la psicología, etc.
Nadie niega que podemos acercarnos a lo político con una idea previa: “Los hombres
deben salvarse y para ello deben ser religiosos”. Sin embargo, si pasamos de esa idea previa,
en forma directa, a tomar la decisión política de poner crucifijos en todas las escuelas,
estaríamos cometiendo un error por nuestra aproximación ideológica. En el camino hemos
olvidado pasar nuestra decisión por el prudente tamiz de la deliberación política, por nombrar
sólo una de las deficiencias de esta aplicación directa. La ideología, en vez de ser una teoría
sobre la política, acaba siendo una política determinada.
2. Una visión realista
Hay una última concepción que asegura una verdad para lo político y la posibilidad de
conocerla pero, eso sí, a través de un conocimiento práctico. Profundizaremos en esta visión a
lo largo de todo el libro.
¿De qué se trata? Hay un párrafo de Bertrand de Jouvenel en su libro Teoría pura de la
política -al que vamos a seguir en esta primera reflexión- que desarrolla, como una metáfora
perfecta, la actitud real que deberíamos tener frente a la política.
“Los bárbaros se acercan, hombres grandes y de risa cruel que utilizan al vencido como
juguete al que se deshonra y del que se dispone libremente. Nuestras piernas tiemblan con
sólo pensar en ellos. Nuestro obispo, vestido con las ropas de ceremonia y enarbolando la
Cruz, se interpone, sin embargo en el camino del feroz capitán. Nuestra ciudad va a ser,
pues, perdonada. El jefe extraño, de rostro terrible se convertirá en nuestro soberano; pero
guiado por el hombre de Dios, será un amo justo y su hijo querrá, desde su más temprana
edad, aprender del obispo los más bellos ejemplos del gobierno prudencial. En mi fábula el
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obispo representa la filosofía política: su función consiste en civilizar el poder, influir en el
salvaje, pulir sus modales, y engancharle en el carro de las empresas beneficiosas”.
En efecto, alguna razón tienen los escépticos cuando señalan que la política, en su realidad
más cruel, es la dinámica exclusiva y excluyente de la búsqueda y el ejercicio del poder. Y en
ese marco pareciera no receptar otras reflexiones y sugerencias que no sean aquellas que
ayuden al objetivo de alcanzar y retener el gobierno.
Maquiavelo observó esta faceta de lo político y por eso comienza sus reflexiones con el
siguiente párrafo:
”Siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende me ha parecido más
conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se
han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido
vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debiera vivir,
que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de
beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es
inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo
príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con
la necesidad".
Sin embargo, esa no es toda la verdad. Si nos quedamos con esta visión y no somos
capaces de visualizar los otros elementos, sentenciaremos a la política a ser lo que es hoy.
Como contracara, tampoco podemos enfrentar el fenómeno de lo político con una
enciclopedia de postulados teóricos que jamás se han cumplido, ni se cumplirán. La
desviación encuentra su metáfora en el postulado de los idealistas: “Si la realidad no se ajusta
a la teoría, peor para ella”.
Peor para nosotros, en este caso. Porque, como en el párrafo de Jouvenel, el “salvaje” está
por dominarnos sin respetar ninguna regla. Y depende de nosotros que la búsqueda
desenfrenada del poder por parte de los políticos, se convierta en un proyecto de bien común.
El mismo Jouvenel lo confirma. Para él, "el Estado" es, en esencia, "el resultado de los
éxitos de una ‘banda de bandidos’ que se sobrepone a las pequeñas sociedades particulares;
banda que, organizada ella misma en sociedad casi fraternal, ofrece frente a los vencidos, a los
sometidos, el comportamiento del Poder puro". El autor llega a decir que "este poder no puede
justificarse con ninguna legitimidad. No persigue ningún fin justo; su única preocupación, es
la de explotar en su beneficio a los vencidos, a los sometidos, a sus súbditos”.
Sin embargo, aun el autor, con toda su frialdad para analizar el tema, describe un proceso
lógico por el cual esa “banda de bandidos” debe procurar el bien común, como una condición
de su subsistencia. Si no lo hace, los súbditos tenderán a rebelarse y a “sacudir su yugo”.
Por tanto, ni aun en la peor de las visiones podemos escapar a una concepción del poder
que -ya por virtud, ya por necesidad- debe procurar el bien común o, lo que es igual, debe
legitimarse ante las personas que obedecen.
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En definitiva, para salvar a la política primero tenemos que entenderla. Y sin embargo, no
podemos conformarnos con lo que la política es. A la luz del deber ser, tendremos que buscar
lo posible, que -en los términos de Aristóteles es el plano de la prudencia.
3. El fenómeno político
El fenómeno político es un misterio por el cual una persona logra provocar en otra
una acción determinada. Ese es el componente más pequeño, susceptible de identificación, de
cualquier acontecimiento político -grande o pequeño-. Una actuación del hombre sobre el
hombre. Es cierto que no se puede soslayar el peso de la amenaza de sanción, pero no es lo
esencial.
Alguno podrá sentirse incómodo por una definición que habla de "misterio" en lugar de
puntualizar si es una ciencia o un arte. Yo por ahora me enfrento a este misterio y me admiro.
No hay reproches, porque la comunidad necesita de una acción unificada frente a un futuro
incierto. Y por suerte hay personas que son capaces de lograr que las voluntades confluyan
para que la acción se produzca. Este es el don del político. Y por eso la política es el arte de lo
posible.
El ejemplo de Bertrand de Jouvenel puede ayudarnos. Un viajero llega a Atenas en el año
415 a.C., antes de que se tome la decisión de enviar una expedición a Siracusa. Para saber qué
ocurrirá realiza tres preguntas: ¿A quién corresponde tomar esta decisión? La respuesta se la
dará el derecho constitucional: la decisión corresponde a la Asamblea. En segundo lugar: ¿Es
correcto y ventajoso emprender la expedición? Esta pregunta pertenece al ámbito de la
reflexión y la prudencia política. Mal que nos pese aquella actitud y esta virtud sólo son
posibles en algunas personas, pero no en todas, aunque su importancia es extraordinaria para
fijar la bondad y la oportunidad de la cuestión que se debate. Sin embargo, de nada sirve todo
lo anterior si no se plantea un último interrogante: ¿Se tomará realmente la decisión y se
llevará a cabo? Aparece aquí la necesidad de una manifestación de hecho relativa a una
situación futura y esa conjetura sólo puede confirmarse mediante la acción. Este es el dominio
de la política que supone la realización de una de las posibilidades.
Ahora bien, aunque es cierto que la sociedad es un hecho natural y cada hombre es por
naturaleza un “ser sociable”, no podemos subestimar el valor de la libertad humana como
factor determinante para realizar aquella tendencia natural o, por el contrario, para atrofiarla.
El político práctico en este sentido, tiene el desafío de unificar en una decisión y en una
acción a miles de hombres que, librados a su suerte, reaccionarían cada uno a su antojo. Ellos
tienen la libertad de cooperar o no, pero él conoce bien cómo convocarlos. Conocer en general
cómo obtener tales acciones y, en particular, para qué, cuándo y de quién podemos esperar
obtenerlas, constituye su saber familiar. Es la astucia -en el buen sentido- del político.
Un buen político debe tener por tanto: 1- un objetivo convocante, 2- una estrategia
concebida para asegurar el logro del objetivo, 3- una serie de maniobras, activas y flexibles
para el desarrollo de esta estrategia, 4- un intenso goce inherente a la actuación toda.
Esto último es lo que muchas veces nos enoja y nos hace desconfiar, pues advertimos que
los hombres de acción extraen un placer de la acción en sí misma, aun cuando no esté
inspirada por móviles elevados o dirigida a un fin beneficioso. A nosotros nos gustaría que tal
goce dependiera totalmente de la excelencia del proyecto; que la ejecución implicara goce
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solamente por la virtud del objetivo. Queremos políticos que sean como los héroes de las
películas, que dejan todo para luchar en esa causa perdida. La observación de la realidad, sin
embargo, da cuenta de que todo hombre de acción siente una vocación por dominar sus
derroteros, más allá del objetivo final. Siente placer por el vértigo de la acción en sí misma.
Eso es en su raíz la política y eso es lo que la hace tan peligrosa. La actividad política, por
un lado, es fuente indispensable de beneficios sociales porque actualiza la cooperación social,
al concentrar en una dirección el esfuerzo conjunto. Sin embargo, puede causar también daños
graves, al mover a los hombres a perjudicar a otros. Ni siquiera la bondad del propósito
buscado ofrece una garantía moral, ya que puede envenenar los corazones de odio hacia
aquellos a los que se considera obstáculo para el logro de dicho bien.
Fenelon lo expresa así: “En verdad, los hombres son desgraciados, por tener que estar
gobernados por un rey que no es sino otro hombre como ellos y que debe enfrentarse con una
tarea que sólo los dioses podrían realizar. Pero los reyes no son más afortunados; hombres
como otro cualquiera, débiles e imperfectos tienen que gobernar a una gran multitud de
individuos, malvados y falsos”.
4. El manejo de la circunstancia
Una segunda aproximación al fenómeno de lo político nos trae a la contingencia como
elemento esencial. La política, por más prudente que sean sus agentes, no puede eliminar la
importante dosis de imprevisibilidad propia de la realidad a la que está llamada a transformar.
Por eso las soluciones en política no son como las soluciones matemáticas o geométricas.
Muy por el contrario, en muchas ocasiones -y no en las menos- debe acudir a arreglos de
compromiso o “soluciones” que en gran medida establecen un status quo y remiten la
verdadera resolución para más adelante.
Sobre la cuestión, Jouvenel tiene un análisis descarnado: “Lo que caracteriza precisamente
a un problema ‘político’ es que sus términos no admiten solución alguna, estrictamente
hablando. Existen, sin duda, asuntos sobre los que las autoridades públicas deben tomar una
decisión en los que las condiciones que han de ser satisfechas son bastante complejas y cuya
resolución constituye una tarea intelectual. Pero tales problemas, que poseen solución, son
resueltos tranquilamente, entre bastidores, por los expertos. Lo que constituye ‘un problema
político’ es la contradicción de los términos, esto es, su insolubilidad”.
Más adelante agrega:
“Lo que caracteriza a un problema político es que ninguna respuesta conviene a los
términos del problema, tal y como han sido planteados. Un problema político no puede ser
resuelto: solamente puede ser susceptible de un arreglo, lo cual constituye una cosa
totalmente distinta. Entendemos aquí por arreglo cualquier decisión, a la que se llega a
través de unos medios cualesquiera, sobre la cuestión que ha suscitado el problema político.
Mientras que la solución satisface por definición, todos los términos del problema, el
arreglo no alcanza ese resultado. Esto es así por cuanto no hay posibilidad, como sucede
con la quiebra, de satisfacer todas las demandas en su totalidad. O bien habrá que rechazar
ciertas demandas, o bien habrá que acceder a todas aun cuando sin satisfacerlas
plenamente”.
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Aunque la visión de Jouvenel pueda ser demasiado escéptica, debemos coincidir con él en
que el problema político no puede ser subestimado, si uno pretende una reflexión válida.
Frente a un problema político, la filosofía política y las demás ciencias pueden aportar lo
mejor de sí, pero no debemos decepcionarnos si luego de un proceso político no pudieron
lograrse los resultados esperados.
Por eso, no debemos subestimar ni a la política ni a los políticos, porque requiere de
talentos especiales. Jouvenel tiene, en este sentido, otro párrafo muy aleccionador. Basado en
el famoso diálogo platónico entre Sócrates y Alcibíades -titulado “Alcibíades”- el autor
recuerda que Sócrates recrimina al joven Alcibíades por su sed de poder, su ambición, que no
va acompañada de la necesaria sabiduría.
“¿Qué me dices del problema sobre el que están discutiendo ahora los atenienses?
¿Te has puesto de pie para hablar porque tu conocimiento del mismo es superior al
de los demás?”
Luego de las preguntas y la discusión con Sócrates, el joven debe asumir su ignorancia. Su
claudicación ante el filósofo le permite a éste exclamar lo que todos alguna vez hemos dicho:
“La ignorancia es peor cuanto más importante es la materia sobre la que recae. Pero
en cualquier materia la suprema ignorancia consiste en no darse cuenta de que no se
sabe. ¡Ay! ¡En qué situación tan triste te encuentras, por tus propias palabras,
convencido de tu suprema ignorancia en la más importante de las materias! ¡Y de
esta manera te lanzas a la política, sin conocimiento alguno! Situación en la que no
te encuentras tu solo, sino que alcanza a la mayoría de los que se ocupan de los
asuntos de la ciudad, con la excepción de unos pocos entre los cuales podemos
colocar a Pericles”.
La traducción no es literal, pero nos da una idea de las recriminaciones que intelectuales y
ciudadanos comprometidos hacemos a los políticos: la actividad política que no va
acompañada por la sabiduría, constituye algo peligroso.
Pero, como contracara, podría decirse que en nuestros días subestimamos en exceso la
sabiduría práctica y prudente del hombre político. El saber guiar a la masa de hombres que
conforman una sociedad y, para colmo, una sociedad fragmentada y anómica como la de hoy,
es una verdadera capacidad. Lograr la unidad de acción, no por la violencia o el abuso de
autoridad sino por el consenso. En este sentido, es aleccionador el diálogo recreado por
Jouvenel entre un supuesto Sócrates y Alcibíades varios años después del primer diálogo.
Allí el político defiende las habilidades que sólo él tiene y que pueden inspirarse en la
sabiduría del filósofo pero no subordinarse a todos sus dictados. Simplemente porque el saber
abstracto no tiene en cuenta todos los elementos que influyen en una acción política.
“Alcibíades: Saber conducir a los demás a la Sabiduría constituye tu tarea, Sócrates.
Hacer y conducir a los demás a la Acción constituye la mía. En esto diferimos
profundamente. Si tratase de conducir a los demás a la Sabiduría, debería
enfrentarme con una penosa tarea, que perjudicaría la de conducirles a la Acción, y si
yo hubiera perseguido esa Sabiduría que propugnas, me hubiera divorciado de los
sentimientos de aquellos a los que pretendo poner en movimiento.
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Sócrates: Pero tu carencia de saber, Alcibíades, va a causar desastres a Atenas.
Alcibíades: Si así fuera, sería un desastre que tu sabiduría, se habría mostrado
incapaz de impedir, ya que careces de la capacidad necesaria para evitar que la gente
actúe de manera diferente a la que yo recomiendo”.
Hecha esta salvedad, no renunciemos, empero, a la tarea de darle un marco filosófico a la
política para ayudarla así a enfrentar, con principios, con valores y con objetivos a la
contingencia de la realidad.
5. ¿Cómo saber algo sobre política?
Si hemos llegado a esa perplejidad frente a lo político, estamos preparados para emprender
el camino de "salvar a la política". Sin embargo, no sería bueno dejarnos ganar por el
escepticismo para concluir: "frente a la realidad política nada se puede decir". No podemos
renunciar a "civilizar al salvaje" apenas comenzado nuestro camino.
La pregunta que ahora tenemos que hacer es ¿en qué punto podemos encontrar alguna
verdad sobre lo político, para poder asirnos? Aquí nos sucede lo mismo que en los demás
ordenes de la vida.
El saber es una adecuación de nuestro conocimiento con la realidad. El problema, sin
embargo, para el que pretende un saber adecuado a los hechos, es que no podemos subestimar
ninguna dimensión de la realidad. A uno le gustaría que las cosas fueran simples: blanco o
negro, bueno o malo, lindo o feo. Que fuera sencillo descubrir la diferencia entre el ser y el no
ser.
Pero existe la dimensión de un poder ser que es absolutamente real, aunque potencial,
como es el caso de una semilla que puede llegar a ser una planta, y que, sin esa proyección, la
comprensión de la realidad de la semilla resulta en extremo superficial.
Además de esta dimensión de futuro, sin la cual no es posible entender el presente de un
ser, existe una historia de esa realidad -una conexión causal- y una serie de matices que son
accidentales pero, sin embargo, definitorios.
La realidad es pluridimensional y ninguna de las dimensiones puede ser desatendida, si el
objetivo es lograr un conocimiento verdadero. Sería una equivocación observar la realidad
sólo como inmediatez, ya que la realidad es concreción (que no es lo mismo que inmediatez).
A la primera complicación se agrega una segunda, que surge de nuestra propia
subjetividad. Siempre es complejo confirmar si lo que uno está conociendo, es lo que
verdaderamente es; si lo que piensa o juzga que es el objeto de su atención, realmente lo es.
Nos enfrentamos a una encrucijada cuyos caminos conducen a concepciones muy distintas.
Uno de los caminos nos lleva hacia Descartes, que llegó a dudar de todo salvo de él mismo
(porque al estar pensando -tratando de saber- se aseguró, al menos, que existía).
En sus propias palabras: "Queriendo yo pensar, de suerte, que todo es falso, era necesario
que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego
soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son
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capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de
la filosofía que andaba buscando."
El otro camino nos lleva a Sócrates y su frase: “Sólo sé que no se nada”. La sentencia, a
más de ser una forma de humildad, es también una reafirmación de nuestra capacidad humana
de percibir, de conocer y de entender. Marca una cierta actitud heurística -de búsqueda- con la
cual podemos ir llenando ese espacio abierto por la curiosidad y el asombro.
El estilo cartesiano nos lleva a la duda metódica, no ya como método científico eficaz, sino
como incertidumbre vital. Podremos disimularla con grandes esquemas y teorías racionales,
pero la realidad siempre ganará la partida. El camino que Sócrates propone, por el contrario,
parte de un presupuesto extremadamente positivo que se resume justamente en el primer
concepto de su definición de filosofía: el “amor” a la sabiduría. Se trata de dos teorías
distintas sobre el espíritu humano: una es la filosofía del temor, y la otra es una filosofía del
amor. Esta radical diferencia tiene consecuencias trascendentes a la hora de pensar una
filosofía de la sociedad.
El amor supone varias cualidades que merecen ser destacadas. En primer lugar supone una
voluntad constructiva. Sólo el amor movilizará nuestra voluntad hacia el conocimiento. Tiene
que haber voluntad tras el entendimiento, en armónica interacción, para que se produzca el
milagro de la filosofía. Esta ligazón entre razón y “corazón” nos obliga a incorporar fines y
valores propios del ámbito volitivo.
Una segunda cualidad: el amor nos brinda una cierta confianza en nuestras percepciones e
intuiciones. Una confianza que no es pacífica, sino que, por el contrario, muestra una
constante inquietud. Es el hombre que camina a oscuras guiado por un amigo que va más
adelante también a oscuras. Confía en su amigo y confía en sus propios pasos pero eso no le
lleva a abandonarse en sus pequeñas órdenes y mantiene la inquietud por buscar la luz y
confirmar el camino.
Lo mismo pasa con dos enamorados al principio. Confían pero quieren confirmar su amor.
Es como la leyenda griega de Psique y Eros. Psique, la mujer más bella, arrojada al vacío por
envidia, es rescatada por Eros, que comparte con ella todo lo que es y lo que tiene, con la
condición de que la relación se mantenga a oscuras. La promesa es que él, es el hombre más
hermoso del mundo. Psique, que no es otra que el alma, no resiste la tentación de saber si
realmente es así. Eros, que es el amor, le hace pagar caro su reacción.
La última cualidad tiene que ver con el objetivo final de la voluntad, que es la acción. En
este marco cabe interpretar la idea clásica de que toda filosofía debe culminar en una política.
Si no somos meros sofistas (ejercitadores del conocimiento), sino verdaderos amantes de la
sabiduría, el ejercicio de voluntad será para un conocimiento teórico pero sobre todo para la
práctica. Esto simplemente porque la voluntad ama lo concreto y no lo abstracto. Todo
conocimiento intelectual es abstracto (si no, tendría que integrar -digerir- la cosa misma, pero
no es posible). Si embargo al haber invocado a la voluntad lo universal tiende a la concreción.
6. Conocer al hombre
Los problemas no han terminado para nosotros. Porque si nuestro conocer será sobre la
política, será un saber acerca del hombre. Y con el hombre ingresa un dato fundamental: la
libertad humana.
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Ya lo decía Rousseau cuando comienza el prefacio de su filosofía política:
“El conocimiento humano más útil y el menos avanzado de todos me parece ser el del
hombre y me atrevo a decir que sólo la inscripción del templo de Delfos (Conócete a Ti
mismo) contenía un precepto más importante que todos los libros de los moralistas. Por lo
tanto, considero el tema de este discurso como uno de los problemas más interesantes que
pueda proponer la filosofía y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los más
espinosos que puedan resolver los filósofos. Porque ¿cómo conocer la fuente de la
desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerlos a ellos mismos?”
Tenemos por delante un desafío: el hombre debe conocer al hombre o, lo que es peor,
debemos conocernos a nosotros mismos. Por tanto somos sujetos y objetos de estudio, al
mismo tiempo. Y como el motor de ese conocer y conocernos es el amor, parece necesario
amar al hombre y amarnos a nosotros mismos para que nuestro saber cumpla las expectativas.
Con esta argumentación quiero hacer ver que, cuando hablamos de la política, hablamos de
los hombres, de sus glorias y sus miserias. Pero lo más importante: cuando hablamos de los
hombres estamos hablando de nosotros mismos. Y nuestras conclusiones no pueden ser tales
que a nosotros mismos no sean aplicables.
Imagino a un hombre moderno que vive en una gran ciudad. Durante todo el día (en
realidad durante todos los días de su vida) se ha manejado frente a los demás, frente al Estado
y frente al Sistema ocupando los “tipos” clásicos de hombre moderno. Así a lo largo de la
jornada ha sido un típico consumidor (según lo definen las encuestas), un típico televidente,
un típico profesional, un típico contribuyente, un típico ciudadano, un típico exponente de su
clase social, con un nivel de gastos típico de su status económico. Con sus hijos y su esposa
siguió las reglas aconsejadas para un padre típico y un esposo modelo… ¡Hasta fue un típico
religioso! Volviendo para su casa algo pasa, el hombre descubre que ha perdido su nombre en
algún lugar (o se lo han robado), ha perdido su identidad.
Desesperado acude a las oficinas que administran cada uno de los tipos que él ha
desempeñado. Los oficinistas lo tranquilizan y le dicen: le devolveremos su identidad a través
de las diversas tipologías que usted ha cumplido. Pero el hombre no está conforme. Porque él
es mucho más que los papeles que ha desempeñado. ¿Quién soy?, se pregunta, ¿qué hace que
yo sea sólo yo y no otro?
Lo absurdo de esta historia nos enfrenta al problema de lo uno y lo diverso. Y con él, un
rechazo a las generalizaciones facilistas que meten a todo el mundo en la misma bolsa. No
podemos subestimar que en política no existe el hombre sino más bien, muchos hombres.
Como señala Fina Birulés, "La filosofía no puede caer en el error de no tener en cuenta la
pluralidad y su importancia en la configuración de lo político. Gracias a Dios, somos todos
muy parecidos pero también somos todos diferentes”.
Sigamos este pasaje del sociólogo Georg Simmel que analiza en detalle el significado
sociológico de la coincidencia y la diferencia entre los individuos:
"El hecho de que lo nuevo, raro o individual (parece claro que sólo se trata de tres lados
diferentes de un mismo fenómeno fundamental) se valora como lo más selecto, tal como lo
muestra la historia cultural y social en incontables repeticiones, aquí sólo ha de iluminar su
contrapartida: que las propiedades y modos de comportamiento con los que el individuo
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forma la masa por compartidos con otros, aparecen como inferior en su valor. Aquí
encontramos lo que se podría llamar la tragedia sociológica. Cuanto más finas, altamente
desarrolladas y cultivadas sean las cualidades que posee el individuo, tanto más improbable
se vuelve la coincidencia y por tanto la uniformidad precisamente de aquellas con las
cualidades de otros y tanto más se extienden hacia la dimensión de lo incomparable,
mientras que se reducirán a estratos tanto más bajos y sensitivamente primitivos aquellos
aspectos en los que puede asemejarse con seguridad a otros y formar con ellos una masa de
carácter uniforme. Así fue posible que se hablara del "pueblo" y de la "masa" con desprecio
sin que los individuos tuvieran que sentirse afectados, ya que, en efecto no designaba a
ningún individuo.
Por eso dejemos sentado, desde ya, que la condición indispensable de la política es la
irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo.
Si nuestros análisis políticos comienzan con la fórmula “es que la gente es” de tal forma o
de tal otra... como si nosotros no fuéramos “la gente” sino espectadores de rango superior a
los protagonistas, no vamos por buen camino.
7. Conocer el todo
Una de las anécdotas socráticas que ha conservado la antigüedad se refiere a una
conversación del pensador ateniense con un sabio hindú. Este quiso informarse acerca del
objeto del saber socrático. Al responder Sócrates que se interesaba por el hombre, el hindú se
echó a reír y dijo: “¿Cómo vas a saber algo acerca del hombre sin tener conocimiento de
Dios?”
Para conocer algo del hombre -de nosotros mismos- necesitamos salir de nosotros y
apoyarnos en otro ser. Pascal, en este sentido, era más radical: “Que será de ti, ¡oh hombre!
que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote de la razón natural... Conoce, hombre
soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza
imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu
condición verdadera, que tú ignoras. Escucha a Dios”.
Lo otro es un espejo en el que podemos vernos e incluso descubrirnos o reconocernos. Y,
creamos o no creamos en Dios, asumamos que los espejos que nos dan sentido son tres
realidades: la naturaleza sensible que nos rodea, la humanidad -nuestros semejantes- y el más
allá, la trascendencia.
Esas realidades se relacionan, y se relacionan porque el hombre está precisamente en el
medio de todas ellas. Como se ha dicho alguna vez “no sólo estamos en el mundo sino que
formamos parte de él”. El hombre es el que conecta el más allá con el más acá, pues uno y
otro están caracterizados así, precisamente, porque el hombre está en medio y participa de uno
y otro mundo.
¿Es posible conocer al hombre? Por supuesto que sí, pero -para lograrlo- es necesario
ubicarlo en su medio, sin que ello signifique confundirlo con ese medio. Es decir: para
conocer al hombre es necesario conocer el todo, el cosmos, porque sólo en el todo se
comprende íntegramente el devenir humano.
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8. La pregunta es cómo.
“¡La filosofía no sabe nada del ser humano de carne y hueso, el que camina las calles y va a
trabajar todos los días!”. Esta es la opinión del hombre que se jacta de práctico y realista. “La
filosofía es abstracta y no tiene sentido preciso de la salvación” dice un alma religiosa; “es fría
y carente de capacidad de captar la inefable individualidad” protesta un artista; “incapaz de
transformar nada, cuando la realidad -también la humana- se muestra en la capacidad de
transformación e innovación” asegura, con cierto desprecio un técnico.
En una abstracción peligrosa pero útil realizada por Rafael Alvira -a quien seguiremos en
esta parte-, podemos agrupar a los disidentes en tres categorías, incluyendo a los que saldrían
a la palestra a defender a la filosofía.
En un primer grupo, los que piensan que lo fundamental es la verdad, en otro los que hacen
lo propio con el bien, y, por último, los que defienden sobre todo la belleza. Cada uno
absolutiza uno de estos aspectos del ser desde su posición.
Existirá también otro sector de personas que intenten absolutizar lo que parece condicional.
Es decir referir lo absoluto a lo individual. Con estas categorías podemos armar un esquema.
1er Sector: los que absolutizan lo absoluto o lo que es igual los que referencian el individuo
a algo absoluto. Aquí encontramos: a) los que absolutizan la verdad: filosófos; b) Los que
absolutizan el bien: hombres de religión; c) Los que absolutizan la belleza: artistas puros y
contemplativos puros.
2do. Sector: los que absolutizan lo condicional. Es decir referencian algo absoluto al
individuo. Aquí tenemos: a) los que consideran que lo fundamental es la verdad en su forma
condicional: científicos y cientificistas (relativistas); b) los que absolutizan el bien en su forma
condicional: utilitaristas, teóricos y prácticos; c) los que tienen como fundamental a la belleza
en su forma condicional: hedonistas de diversos tipos.
La clasificación de Alvira nos da, en cierta medida, un catálogo de personalidades, en
principio irreductibles. ¿Y cuál tiene razón? Pues todas, o ninguna. Porque las diferencias, si
bien son reales, no son tan marcadas como cada uno de ellos cree.
El resultado final tiene que ser, si se ha de hacer justicia a la realidad, el respeto de las seis
posibilidades. Como señala Alvira, el bien no le puede decir a la belleza lo que es o no bonito,
pero sí precisamente, lo que es bueno o malo. Pues entusiasmados por la belleza de algo, nos
pasamos, sin apenas darnos cuenta, a considerarlo como bueno. La belleza a su vez, no puede
prescribir lo bueno, pero sí puede indicarle al bien que se está presentando muy feamente.
Ningún filósofo puede decirle a un técnico cómo tiene que funcionar una maquina o una
organización, pero sí le ha de indicar si el sentido de su uso y su integración con el todo es
correcta o no. Y así el resto.
Lo verdadero, lo bello y lo bueno son partes constitutivas en la unidad del ser humano y
con esto llegamos a una conclusión. Debemos aceptar los consejos y la experiencia de todos
para conformar -en nuestro caso- una filosofía enriquecida.
Aquí voy a transcribir textualmente a Alvira porque me parece muy enriquecedor:
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“El peligro de seguir sólo los consejos del artista es el vacío, la pasión que no sabe medirse,
el desconcierto, la tragedia. Su orgullo es que él vive, gusta de la vida a pesar de todo. Pero
es falto, y el lo sabe. Su cruz es reconocer que no vive como quisiera. El peligro de un
“puro filósofo” es la seguridad de su saber unido a la sensación de pérdida de la realidad, el
desengaño, la pedantería. Su orgullo, frente a artistas y religiosos, es el dominio de la
situación, el autodominio, la profundidad del saber. Pero, muy a su pesar, no controla la
realidad externa ni la interna. Su cruz es reconocer que se le escapa la realidad. El peligro
de un “puro religioso” es el fanatismo, la cortedad en lo profundo, la sensación de no vivir.
Su orgullo, frente a artistas y filósofos, es la paz de su espíritu, la tranquilidad. Pero en el
hombre “puramente religioso” esa paz no se mantiene, muy a su pesar. No puede evitar que
continuamente le asalten las tentaciones. ¿Será verdad? ¿Por qué negar la belleza del
mundo?”
Se puede vivir sin la paz de una buena religión, pero se vive mal. Se puede vivir sin los
gozos de un buen arte, pero se vive tristemente. Se puede vivir sin una buena filosofía, pero se
vive desconcertadamente.
9. La clave es la prudencia
Como podemos apreciar, para saber algo sobre política y mucho más para llegar a hacer
algo en política deberemos ser prudentes frente a la realidad política.
Prudencia no habla aquí de tibieza o prurito frente al desafío, sino más bien de su noción
clásica: la virtud de dar la respuesta correcta en cada específica circunstancia. Para cada
decisión deberemos elegir quién y desde qué punto de vista nos ayudará a descubrir lo mejor.
He allí el gran aporte de Aristóteles para superar las deficiencias del planteamiento
platónico. En política no podemos subordinar todo a un deber ser utópico (y platónico), como
tampoco contentarnos con un puro pragmatismo. La postura correcta es la que observa la
realidad, se inspira en el ideal, y establece -con prudencia- las posibilidades “reales” de
encaminarse hacia aquel fin.
En política entre el ser y el deber ser existe un “poder ser”, concreto y real donde la justicia
se encuentra con la equidad, la virtud con la ética y el bien supremo con el bien posible.
Descubrir ese punto de equilibrio es la tarea del gobernante que debería identificarse con el
hombre prudente. Y será nuestra tarea si queremos "salvar a la política".
La sabiduría política es -básicamente- eso: buen juicio ante situaciones particulares, sin
precedentes. Por tanto no es materia que se pueda enseñar, cuanto una habilidad que debe ser
perfeccionada mediante la práctica.
Eso sí, como señala el filósofo Alvira: "Sólo se puede actuar bien si uno sabe cómo actuar
bien. Es verdad que se aprende a actuar actuando, pero, para empezar a actuar, es necesaria
una idea básica. Este punto es muy importante. El artista ha de saber artes, para hacer artes
hay que saber antes. Para hacer política -que es un arte- hay que saber política. Es verdad que
uno acaba de saber cuando se pone a hacer las cosas. En política, se acaba de aprender cuando
se está haciendo. Pero no se puede empezar a hacer política sin unas ideas básicas. No se
puede pensar que la política es la pura organización, la pura posibilidad. En política estamos
desde luego en el reino de la posibilidad pero hay una teoría, un saber.”
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Hay que discernir correctamente en qué momento estamos teorizando y en cuál estamos
preparando la acción. En cuanto teorizamos debemos buscar lo permanente. En cuanto
estamos haciendo política debemos limitar el momento político y ser capaces de tomar la
decisión correcta en el momento oportuno. La conversión de ese saber en saber práctico será
una tarea de prudencia. La verdad práctica no puede ser deducida, sino que debe ser
deliberada. Porque la meta de una deducción es una conclusión pero la meta de una
deliberación es una decisión.
En el conocimiento teórico hay una regla básica: las conclusiones no pueden ser más
extensas que sus premisas. No así en lo práctico. Allí la decisión adiciona lo imprevisto y sólo
puede evaluar el resultado una vez que se convierte en pasado. Sin embargo esa verdad
práctica, evaluada y contrastada, lamentablemente no es aplicable a otro caso. Sólo puede
servir de precedente.
Por eso, en adelante, vamos a hablar de criterios y de aproximaciones pero no de reglas o
leyes para configurar lo político. Porque todo depende de lo que resulte de la combinación del
conocimiento teórico y la realidad.
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3. EMPECEMOS POR EL PRINCIPIO
En el principio de la política está el hombre, es decir nosotros (vos y yo). ¿Qué es el
hombre? Y sobre todo ¿Qué rol juega la política en la realización del hombre? La pregunta
no es menor, porque de la concepción antropológica, dependerá la concepción política.
En esta ventaja histórica que nos da el hecho de vivir en el siglo XXI, podemos darnos
el lujo de invitar a los grandes autores a un debate público sobre el hombre como
fundamento de la política. Es el beneficio de ser posmodernos.
En sus cinco minutos iniciales, Aristóteles marca el criterio que inspiró a los pensadores
clásicos durante más de veinte siglos: “La Polis es una de las cosas naturales, y el hombre
es por naturaleza un animal político... Si hay algún hombre que no sea civil, a causa de la
naturaleza, o es un inútil, porque esto acontece por la corrupción de la naturaleza humana,
o es mal hombre, o más que hombre”.
Sin embargo, Hobbes, marca el contrapunto:
“Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la
competencia; segunda, la desconfianza; tercera: la gloria. La primera causa impulsa a los
hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera
para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las
personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda para defenderlos; la
tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una
opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus
personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su
profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los
hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o
estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”.
De la visión aristotélica se fundamenta una teoría finalista, es decir que entiende que la
política tiene un fin, que es el bien común. “El buen vivir es, según Aristóteles, el fin principal
de la ciudad o del régimen, tanto de todos en común como aisladamente”.
¿Qué es el bien común? Juan XXIII, el Papa bueno, sugiere que el bien común “abarca el
conjunto de condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo consciente y
pleno de su propia perfección”.
Sin embargo, como señala John Gray, “los postulados de Hobbes, acerca de la condición
humana -su aseveración de que cada hombre actúa siempre en función de su propio beneficio,
su creencia de que los hombres tienden por fuerza a evitar la muerte violenta como el mayor
de los males, y su insistencia en que la mayoría de las cosas buenas en la vida son
inherentemente escasas-, lo llevan a rechazar de forma contundente las nociones clásicas del
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bien o fin supremo de la vida humana, así como el lugar que había ocupado en la filosofía
social la concepción clásica del bien común”.
¿Qué criterio vamos a utilizar para "salvar a la política"? Uno tiene a la convivencia
política como una solución que el hombre acepta naturalmente y que lo ayuda a realizarse. El
otro asume lo político como un acuerdo "porque no hay más remedio" y para evitar las
consecuencias de la naturaleza humana. Uno se atreve a marcar como fin de lo político la
consecución del bien común, que es la base del bien individual. El otro, limita la potencialidad
de lo político a estrictos parámetros de justicia.
Comienza a regir nuestro compromiso de ser prudentes y de escuchar "todas las
campanas", antes de tomar una decisión.
1. La visión clásica
¿Qué significa que el hombre sea -por naturaleza- un animal político? En primer lugar que
necesita, para sobrevivir y para su realización, de otras personas; de la comunidad. El
individualismo es, en este primer sentido, una ficción, un imposible, que no da cuenta de la
experiencia sensible.
Es un dato incontestable de la realidad que los hombres nacemos ya en un entorno social,
del cual depende nuestra supervivencia en los primeros años en forma intensa, pero también a
lo largo de nuestra vida; y no sólo en el marco de la familia, sino también en el de la
comunidad. Es evidente también que el proceso de socialización nos configura culturalmente
en un grado superlativo. Construir una teoría política que parta de una negación de estos
supuestos o que los subestime parece un error grosero.
Un profesor -Carlos Alvarez Tejeiro- decía que "todas las mañanas se miraba el ombligo,
como única marca que le quedaba en el cuerpo, para recordarle que dependió de su madre y de
todos los seres queridos para ser quien es. ¿Cómo explicar entonces la arrogancia
individualista?
Sin embargo Aristóteles, con su “zoon politikon”, quiso ir mucho más allá de la simple
sociabilidad humana. Ser político no significa únicamente la capacidad de relacionarse con los
demás y la necesidad de hacerlo, sino además la capacidad de organizarse políticamente con
ellos en atención a un fin común.
En un segundo sentido, entonces, la vocación política natural del hombre supone, no sólo
una tendencia a la sociabilidad, a necesitar de los demás, sino también una natural tendencia a
aceptar una organización política para un mejor vivir: compartir metas políticas, establecer
medios y respetarlos en una convivencia armónica.
Los hombres no se reúnen y se organizan en una estructura política sólo por interés o por
placer, sino también porque su misma esencia los convoca a vivir organizadamente con sus
próximos y en general con todos los hombres. Hay una predisposición de cualquier humano en
cuanto tal, a sumarse a una organización política y aceptar sus aparentes limitaciones en
atención a fines superiores.
Este segundo sentido hace de la política un atributo verdaderamente humano. Signos de
sociabilidad muestran muchas especies animales, aunque podamos discutir cuál es la
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denominación adecuada de sus formas de convivencia (puede que sociabilidad no sea un
término correcto en sentido estricto). Pero sólo el hombre muestra la aptitud y la necesidad de
vivir en un entorno político desde el momento que nace y hasta que muere.
Por tal motivo, Santo Tomás no duda en afirmar que, aún en el paraíso, aunque el hombre
no hubiera sucumbido al pecado original, hubiera necesitado de todos modos de una
organización política. Bajo esta óptica, el pensador, en su Opúsculo sobre el gobierno de los
príncipes, marca como objetivos del gobernante no sólo la convivencia pacífica, sino también
la búsqueda del bien.
"El rey debe dirigir sus cuidados especialmente a que la sociedad dirigida por él viva
rectamente... y para que la sociedad viva rectamente se requieren tres cosas: primera que
viva en paz, segunda que la sociedad unida con el vínculo de la paz dirija sus esfuerzos a
obrar bien, tercera, que el gobernante tenga cuidado de que haya suficiente abundancia de
todo lo necesario para la vida”
2. La visión moderna
Con Hobbes, el pensamiento moderno -¿y nosotros mismos?- ponemos en duda la
"naturalidad" de nuestra vocación como seres humanos de vivir organizados políticamente y
nuestra capacidad de buscar un bien común. Bajo esta óptica vemos al hombre en su faz
política más como un ser egoísta que como un ser sociable y desinteresado, capaz de convivir
en un ámbito, no sólo ordenado, sino también armónico de convivencia.
La noción individualista del hombre fue un proceso vinculado a la liberación del hombre
de los rígidos moldes del antiguo régimen de la edad media. Sin embargo, esta liberación se
forjó sobre una concepción del hombre en la que, un exceso de racionalidad cartesiana, nos
obligó a ser superficiales.
La concepción moderna del hombre es el fruto de una paulatina reducción de la realidad y
de la potencialidad de la naturaleza humana, por una necesidad de “rigor científico” importado
de las ciencias naturales. Por influencia del método newtoniano los pensadores modernos
quisieron explicar la esencia humana de un modo que fuera coherente y sistemático y que se
subordinara a un criterio único.
Primero extirparon al hombre de su entorno cosmológico. Es decir lo separaron de su
relación con el mundo, con los demás y con lo trascendente. De esta manera lo liberaron de las
ataduras del argumento de autoridad, utilizado por la Iglesia durante tantos siglos. Sin
embargo, como consecuencia negativa, separaron de tal manera Fe y Razón que le impidieron
proyectar al ámbito de lo político una parte constitutiva de su ser.
Luego diseccionaron diferentes partes de su cuerpo, de su espíritu y de su alma, para
finalmente hacer que prevaleciera uno de estos aspectos como el determinante de su
naturaleza o de su conducta.
En verdad es larga la lista de científicos que ayudaron, consciente o inconscientemente, a
construir esta concepción individualista del hombre. En definitiva es la rica y larga historia de
la modernidad.
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Hobbes dispone la piedra angular en el pensamiento político moderno para la recepción del
individualismo. “El hombre es el lobo del hombre” y sólo un poder absoluto en el que todas
las personas deleguen su autoridad podrá mantener una vida civilizada en sociedad.
John Locke matiza esa primera descripción, para salvaguardar la libertad individual. “Los
hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza para entrar en la Sociedad, de
no ser para salvaguardar sus vidas, libertades y bienes”.
El pensador inglés le ha quitado el dramatismo hobbesiano a la naturaleza humana pero ha
seguido la línea de pensar que el hombre no es por naturaleza político, sino por conveniencia,
lo que lo lleva a consensuar la existencia de una autoridad con poderes limitados.
“Siendo los hombres libres e iguales e independientes por naturaleza, según hemos dicho
ya, nadie puede salir de este estado y verse sometido al poder político de otro, a menos que
medie su propio consentimiento. La única manera por la que uno renuncia a su libertad
natural y se sitúa bajo los límites de la sociedad civil es alcanzando un acuerdo con otros
hombres para reunirse y vivir en comunidad”.
De esta manera ha dado un fin más concreto a la delegación de poder en un sistema
individualista. Locke parece decir: en verdad no somos tan malos y podemos convivir
libremente disfrutando de nuestras propiedades. Sólo necesitamos de lo político para contener
a los inadaptados. La base de lo político es la propiedad privada: lo mío.
Es Adam Smith, quien un siglo después incorpora un nuevo elemento a la concepción
individualista, al justificar el egoísmo como una virtud positiva de consecuencias positivas
para la sociedad. De esta manera el individualismo comienza a configurarse como una
ideología del bien común y de la realización personal.
La justificación parte de un principio unitario para explicar el comportamiento humano: el
principio de simpatía; la necesidad de aceptación social que equilibra al hombre y también a la
sociedad. Smith explica su principio socializador en estos términos:
“La naturaleza, cuando configuró al hombre para la sociedad, lo dotó de un deseo
original de agradar y una aversión original a ofender a sus hermanos. Ella le enseñó a
sentir placer en su juicio aprobatorio y dolor en los desaprobatorios”.
El principio es débil, pero le pareció suficientemente válido como para sostener: “Es
evidente, que estos dos sentimientos (simpatía del agente y del espectador) mantienen una
correspondencia mutua, suficiente para conservar la armonía en la sociedad. Aunque jamás
serán unísonos, pueden ser concordantes y esto es todo lo que hace falta y se requiere.”
De una visión del hombre llegamos así a una concepción política. El pensador de la
ilustración escocesa se atreve a dejar el devenir de lo político al cuidado de “la mano
invisible” porque tiene confianza en el funcionamiento de la sociedad como si fuera una
maquinaria afinada.
“(Los ricos) están guiados por una mano invisible para realizar casi la misma distribución
de las necesidades de la vida, de las que se podría haberse realizado si la tierra hubiera sido
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dividida en proporciones equitativas; sin intentarlo, sin saberlo, el rico procura los intereses
de la sociedad y provee los medios para la multiplicación de la especie”.
Jeremy Bentham, en el siglo XIX, va más allá del utilitarismo escocés y asienta las bases
de un utilitarismo democrático. Bentham inicia su obra más conocida, Introducción a los
principios de la moral y la legislación, con las siguientes palabras:
“La naturaleza ha colocado a la Humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos, el
dolor y el placer. Sólo a ellos corresponde señalar lo que debemos hacer así como
determinar lo que haremos. Aferradas a su trono, se hallan, por una parte, la norma de lo
justo y por la otra la cadena de causas y efectos. Nos gobiernan en lo que hacemos, en lo
que decimos, en lo que pensamos, todo esfuerzo que hagamos para librarnos de su sujeción
sólo servirá para demostrarlo y confirmarlo. (...) El principio de utilidad reconoce esta
sujeción y la considera como el fundamento de este sistema, el objeto del cual es alzar la
fábrica de la felicidad con las manos de la razón y de la ley. Los sistemas que tratan de
ponerlo en tela de juicio se refieren a palabras sin significado en vez de dirigirse a los
sentidos, al capricho en lugar de la razón, a la oscuridad en vez de la luz”.
De una antropología llegamos a una filosofía política. El padre del utilitarismo sentencia:
hay que gobernar tratando de lograr la felicidad para el mayor número de personas. Y la
felicidad estará dada por lo que la mayoría determina sobre el placer y el dolor.
Ya en el siglo XIX podemos citar a John Stuart Mill, que hace del individualismo casi una
religión en la que él cree fervientemente, como herramienta para que las personas asuman su
plena libertad.
Revisemos su concepción antropológica:
“Personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento
espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales (...) Las
mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son
obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el
mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga
abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre
seres humanos en sus placeres y dolores, y en la mera de sentir la acción de las diferentes
influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos
de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y
estética de que su naturaleza es capaz”.
De allí, Mill extrae su concepción política liberal: "Este principio consiste en afirmar que el
único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se
entrometa en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección.
Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un
miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los
demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado
justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él,
porque le haría más feliz, porque, en opinión de los demás hacerlo sería más acertado o más
justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o
causarle algún perjuicio si obra de manera diferente".
29
El final de esta "breve historia de las ideas políticas modernas" está dado por la pregunta
con la que inicia su reflexión política uno de los más célebres autores liberales del siglo XX,
John Rawls:
“¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de
ciudadanos libres e iguales que aparecen divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y
morales razonables pero incompatibles?”
En definitiva, lo que en un momento producía el individualismo, que era expectativa como
herramienta de orden y progreso social, ahora, luego de una experiencia de más de cinco
siglos, se nos muestra como un problema de difícil solución. ¿Podremos vivir juntos? -el
título de uno de los libros de Alain Touraine- sigue desafiándonos en su respuesta.
3. Visión integral del ser humano
Advirtamos la diferencia entre una visión integral y la concepción individualista; autores
que apoyaron toda su concepción política en un aspecto específico del hombre sin
comprenderlo en su totalidad. No hay que subestimar sus reflexiones que, en la mayoría de los
casos han enriquecido y han sido determinantes en esta tarea de conocer al hombre, pero sí
hay que tener presente su parcialidad. Son visiones fragmentadas del hombre.
Cuando Descartes descubre lo inmanente del hombre “cogito ergo sum”, Maquiavelo su
“deseo de gloria”, Hobbes su carácter egoísta, Hume o Bentham el utilitarismo de sus
decisiones y Freud la relevancia del subconsciente en su conducta, cada uno realiza un aporte
fundamental en la comprensión de este ser paradójico que somos todos, por ser hombres y por
ser “nosotros”. Pero absolutizar una dimensión humana en desmedro de otras, es una
apreciación incorrecta de lo que verdaderamente somos: seres pluridimensionales, que a la vez
logramos alcanzar una cierta distancia de cada una de las dimensiones que componen nuestra
esencia.
No somos únicamente personajes egoístas y violentos, ni tampoco sólo caritativos y
sociales. Ni pura razón, ni sólo voluntad; ni absolutamente libres, porque cargamos con las
necesidades de nuestro cuerpo, ni un espíritu que transitoriamente rellena una materia. Somos
seres absolutos pero también limitados por algunas dimensiones, finitos.
Ser absoluto y no finito es lo propio de Dios, finito y no absoluto es la característica de los
seres naturales. Pero el hombre, he allí la verdadera paradoja humana, es absoluto pero
también limitado y finito.
Es necesario, entonces, tener en cuenta los aportes de estos científicos. Pero, perdón por la
insistencia, una teoría política verdadera debe superar esos planteos parciales para ser
armónica con un todo-hombre. Un ser humano integral, que puede ser analizado, pero que a la
vez exige síntesis.
Vale la pena extraer un pensamiento de Hermann Heller que podría resumir nuestra
vocación:
“Hay que partir pues, de esta vida real del hombre para comprender la estructura y
funciones peculiares del Estado y de las demás formas de acción humana. Pero si no se
30
quiere tener una falsa imagen de la realidad personal y social no se debe convertir a una
función vital en sustancia haciendo de las demás meras funciones de ella. La vida real del
hombre debe ser comprendida en su total existencia, corporal, psíquica y espiritual, en la
unidad total de las funciones de su vida, tanto sexuales, técnico-económicas, pedagógicas o
políticas como religiosas artísticas o de otra clase. Pues de todas estas actividades
voluntarias internas y externas se compone la realidad del hombre, que aunque presenta
grandes variaciones a través de la historia, su anatomía existencial no puede ser nunca
estudiada a través de las unilateralidades y degeneraciones de su patología”.
Bajo esta óptica podemos asegurar que la politicidad es natural a los seres humanos. Sin
embargo esta cualidad esencial no determina “automáticamente” a los hombres en sus
relaciones con los demás. Con palabras del pensador español Leonardo Polo, se puede afirmar
que:
“La sistematicidad social es inseparable del crecimiento sistémico del hombre, con el que
guarda una conexión de fundamentación. Por tanto, también la consistencia social depende
de la libertad y no está enteramente garantizada: no es estática, no está dada”
En términos más sencillos: la naturaleza inspira al hombre a la sociabilidad y a la
politicidad como la conciencia inspira a hacer el bien, pero queda en él, la decisión de que la
comunión se realice en plenitud o, por el contrario, que se frustre o se desarrolle al mínimo en
forma “antinatural”.
Como señala Erich Fromm: “No le ha sido dada la humanidad al hombre de la misma
manera que le ha sido dada la animalidad al animal; porque la animalidad le ha sido dada al
animal en forma terminativa y acabada, en cambio la humanidad le ha sido dada al hombre en
forma principiativa o germinativa. El animal no tiene que hacerse animal, pero el hombre
tiene que hacerse hombre”.
4. Diferencias entre la visión clásica y la moderna
El liberalismo moderno renunció al desafío de alcanzar el bien común espantado por las
acciones totalitarias que había justificado este propósito a lo largo de la historia. El pluralismo
social -valor político de importancia creciente- exigió y exige hoy, un ámbito político que
evite interferir en las conductas de sus miembros, salvo en aquellos casos en que esa conducta
afecte el ámbito de libertad individual de los demás. Como señala Alasdair Macintyre:
“Por descontado, en el planteamiento de la relación entre el carácter moral y la comunidad
política hay una diferencia fundamental entre el punto de vista de la modernidad
individualista liberal y la tradición antigua y medieval de las virtudes. Para el
individualismo liberal, la comunidad es sólo el terreno donde cada individuo persigue el
concepto de buen vivir que ha elegido por sí mismo, y las instituciones políticas sólo
existen para proveer el orden que hace posible esta actividad autónoma. El gobierno y la ley
son, o deben ser, neutrales entre las concepciones rivales del buen vivir, y por ello, aunque
sea tarea del gobierno promover la obediencia a la ley, según la opinión liberal no es parte
de la función legítima del gobierno el inculcar ninguna perspectiva moral. En cambio según
la opinión antigua y medieval que he esbozado, la comunidad política no sólo exige el
ejercicio de las virtudes para su propio mantenimiento, sino que una de las obligaciones de
la autoridad es educar a los niños para que lleguen a ser adultos virtuosos”
31
La modernidad, por tanto, desplazó las ideas clásicas que se interrogaban acerca del
régimen óptimo por una reflexión más instrumental, por decirlo de alguna manera. En el
régimen óptimo, justicia y bien encontraban la unidad, pero ahora es la justicia la que debe ser
garantizada y a través de ella la libertad privada. El bien se logra, finalmente, por la libre
interacción de los individuos.
Este aborto del bien como fin de la polis, sin embargo, no está exento de contradicciones.
En el inicio, la pregunta obligada: ¿Cómo alcanzar un criterio de justicia que no haga
referencia a un criterio objetivo de lo bueno y lo malo?
Desde esa pregunta inicial a esta otra: “¿Pueden los gobiernos renunciar a la vocación
pública de establecer cuál es la mejor clase de vida para sus ciudadanos?” se desarrolla el
debate político-moral contemporáneo sobre todo entre los autores liberales y el grupo
heterogéneo de autores “comunitaristas”.
No obstante, debemos ser realistas: hoy el mundo, al menos el mundo occidental, es
individualista. Y cada uno de nosotros lleva el individualismo como una marca grabada a
fuego en su alma. Habrá distintas posturas ideológicas respecto a lo político: más liberales,
más socialistas, más de izquierda, más de derecha, pero todas parten de ese fundamento
común que es el individualismo moderno. Nuevamente el pensador Macintyre resume nuestra
actual situación.
“Una supuesta oposición entre individualismo y colectivismo, apareciendo cada uno en una
pluralidad de formas doctrinales. Por un lado se presentan los sedicentes protagonistas de la
libertad individual, por el otro los sedicentes protagonistas de la planificación y la
reglamentación, de cuyos beneficios disfrutamos a través de la organización burocrática. Lo
crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo a saber
que tenemos abiertos sólo dos modos alternativos de vida social, uno en que son soberanas
las opciones libres y arbitrarias de los individuos y otro en que la burocracia es soberana
para limitar precisamente las opciones libres y arbitrarias de los individuos. En este clima
de individualismo burocrático el yo emotivista tiene su espacio natural”.
Alexis de Tocqueville, hace más de un siglo, reconocía este triunfo del individualismo y
sus consencuencias en forma certera: “Cada persona, retirada dentro de si misma, se comporta
como si fuese un extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus buenos amigos
constituyen para él la totalidad de la especie humana. En cuanto a sus relaciones con sus
conciudadanos, puede mezclarse entre ellos, pero no los ve; los toca pero no los siente, él
existe solamente en sí mismo y para él sólo. Y si en estos términos queda en su mente algún
sentido de familia, ya no persiste ningún sentido de sociedad”.
5. Consecuencias del individualismo
La concepción del hombre como "individuo" intenta alcanzar un concepto de vocación
universal. Sin embargo, paradójicamente, produce un prototipo que no es predicable de todos
los seres humanos, justamente, por las diferentes circunstancias que condicionan a los
hombres y que no son tomadas en cuenta.
La carga de abstracción, genera un divorcio, por decirlo de algún modo, entre las
estructuras políticas y jurídicas formales y la realidad: un ser humano mucho más rico en
matices antropológicos, pero a su vez, más indigente en sus posibilidades reales.
32
Nos enfrentamos aquí a uno de los problemas fundamentales del individualismo: lejos de
incluir a todos los miembros de la polis discrimina a aquellos que no cumplen con los
caracteres básicos del individuo supuesto.
A primera vista, al defender el presupuesto de que todos los hombres somos libres e
iguales, estamos confirmando una vocación inclusiva. Sin embargo, el desafío de la
adecuación a ese presupuesto revierte en desmedro del ser humano real. Llegamos así a un ser
humano protegido formalmente por el ordenamiento político y jurídico, pero obligado a
cumplir por sus propios medios con las condiciones que exige ese supuesto formal, para poder
disfrutar verdaderamente de los beneficios del status de ciudadano, de persona jurídica, y de
agente del mercado. Como consecuencia se genera una tendencia exclusiva en el plano real.
En los contenidos sustantivos de su propuesta política, el individualismo se presenta por
tanto, como una teoría de carácter estático en lo referente a la actualización de los grandes
ideales de Occidente.
La Ilustración pretendió terminar con las diferencias y las contradicciones que la realidad
política producía entre las personas. Sin embargo, su idealismo, jamás reconocido, fue
pretender esa actualización a través de “un papel” que estipulara los derechos fundamentales:
libertad e igualdad para todos los ciudadanos. De ese modo se quiso alcanzar un estadio que
siempre se había presentado como el resultado futuro y casi imposible de un largo recorrido
histórico. Un camino cuya distancia fue subestimada por el ideal revolucionario.
La estipulación legal de todos los anhelos comunes -la carta de los derechos ciudadanos de
la Revolución Francesa o la Constitución de Filadelfia- tiene en el Estado moderno este
sentido final; representa la realización del máximo desarrollo político de la humanidad; una
realización formal del telos político.
“Los representantes del pueblo francés (...) han resuelto exponer, en una declaración
solemne, los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre (...) con el fin de que las
reclamaciones de los ciudadanos, fundadas a partir de ahora, sobre principios sencillos e
indiscutibles, deriven siempre en el mantenimiento de la constitución y en la felicidad de
todos”.
En este esquema, el progreso social queda fuera del ámbito político; deja de canalizarse a
través de él y se convierte en un problema "privado". La idea de progreso en lo político o hasta
de cambio o transformación en las sociedades que ya han concertado un orden político y
jurídico individualista pasa, de ser una empresa de todos, a convertirse en un juego de
tensiones entre los que quedaron afuera del sistema y los que se benefician de él. La teoría
individualista, por supuesto, no reconoce esta falencia y mantiene una esperanza en que la
fuerza de la libertad, la libre iniciativa privada, ordenará las tensiones.
6. Intimidad sin referencia al bien común
El egoísmo es una característica añadida del individualismo liberal. Es decir, no
necesariamente todo planteamiento liberal asienta sobre el egoísmo humano. El pensador
canadiense Charles Taylor ha cuidado de distinguir el ideal moderno de la autenticidad como
33
fundamento de un individualismo pleno de contenido, de su correlato extremo y degenerado
que invoca la indiferencia social y al egoísmo. A mi entender, la distinción no es tan clara
como Taylor pretende, pero sí es verdad que el egoísmo no es un elemento estructural de la
tradición liberal.
Su añadidura, sin embargo, afecta de manera real a muchos otros aspectos típicos de la
modernidad que, de por sí solos, tal vez podrían significar un avance en la acción del hombre
por mejorar su condición de vida.
Un ejemplo es la esfera íntima de lo privado, establecido como un ámbito necesario para el
desenvolvimiento personal. Es ésta una verdadera conquista del liberalismo político
prácticamente desconocida por las antiguas civilizaciones o la Europa medieval. No obstante,
su trascendencia es “oscurecida” con esta cualidad negativa.
Analicemos el asunto. Desde lo político, el liberalismo sólo permite que se exija al
individuo un comportamiento correcto, para utilizar la clasificación smitheana. Sin embargo,
se debe dejar a la esfera privada las decisiones sobre un comportamiento meritorio. Tal
conducta dependerá de las exigencias morales que cada uno se imponga.
¿Y cómo actuarán los hombres? El asunto es importante porque ya subrayamos que es lo
privado, en esta visión, lo que define a lo público. Por tanto, debemos encontrar algún
parámetro. Como la respuesta no es decisiva, y a lo más es simplemente tentativa, los autores
liberales se ven obligados a establecer una presunción. A los efectos políticos la presunción
básica es que, desde lo privado y hacia la sociedad civil, los hombres actuarán conforme a sus
intereses personales, inspirados por móviles egoístas o, al menos, desinteresados para con los
intereses de otras personas o aquellos que sean comunes.
¿Cuál es el problema? Que esta presunción se realiza en toda la estructura de lo político y
termina por condicionar a las personas en su faz privada. Es así como el hombre no encuentra
en lo público canales de interacción pensados en términos morales, ni tampoco cánones
comunes para establecerlos por vía privada; y los limitados cánones de intercambio
económico le resultan insuficientes. Por tanto, se ve “encerrado” en su intimidad como bien lo
describe David Riesman en su libro La muchedumbre solitaria o Richard Sennet en El declive
del hombre público.
Dicho encierro termina por atrofiar el yo, que se deja seducir por las tendencias
egocéntricas pensadas -en principio- sólo como supuestos hipotéticos de lo político y lo
social.
7. El desafío de superar el modelo individualista
Para terminar el análisis del individualismo liberal debo decir que, de respetarse los
supuestos fundamentales que funcionan como axiomas de la modernidad -me atrevería a decir
los “dogmas” del espíritu moderno- no sólo en su formulación teórica, sino también en su
contradictoria praxis, el ámbito de lo político no parece tener otra salida que conformarse con
el esquema propuesto por John Rawls.
34
¿Qué dice Rawls? Frente a sociedades profundamente divididas por doctrinas
comprehensivas del bien, fundadas sobre bases individualistas y gobernadas por regímenes
democráticos, la única fórmula parece ser: prioridad a las libertades básicas en cuanto puedan
ser armónicas en su disfrute igualitario, igualdad formal de oportunidades y un principio que
limite los excesivos contrastes en las comparaciones interpersonales.
El que pretenda ensayar una propuesta alternativa -hablar de bien común como fin de lo
político por ejemplo- parece destinado a seguir el camino de los totalitarismos.
Los que, como nosotros, se atrevan a dudar de este fatalismo y objeten la arbitraria
separación de la libertad y el bien común, deberán objetar las bases mismas de la cultura
occidental moderna representada por el individualismo liberal.
35
4. EL BIEN COMÚN ¿EXISTE?
Hemos transitado un largo y árido camino para comprender por qué la noción de bien
común ha sido extirpada de la deliberación política contemporánea. Descubrimos por qué el
modelo individualista que hoy nos rige es enemigo de planteos comunitarios. Si se menciona
el bien común, es con un carácter instrumental y limitado.
La visión individualista del bien común es evidente, como dijimos, en John Rawls, el
actual defensor del liberalismo de carácter social. Él afirma:
“La idea de la primacía de lo justo es un elemento esencial de lo que he llamado
‘liberalismo político’ y desempeña un papel central en la versión de la justicia como
equidad. Esa primacía puede dar lugar a malentendidos: podría pensarse, por ejemplo que
implica que una concepción política liberal de la justicia no puede servirse de ninguna idea
del bien, salvo, quizá, las puramente instrumentales o las que se reducen a las preferencias o
a las elecciones individuales. Lo cual necesariamente es falso, pues lo justo y lo bueno son
complementarios: ninguna concepción de la justicia puede basarse enteramente en uno o en
el otro, sino que ha de combinar ambos de una determinada manera.”
Rawls parece abrir paso al bien común, pero debemos interpretarlo con cuidado: el
individualismo no está en este párrafo, sino más bien en la forma en que construye su versión
de la justicia como equidad.
El pensador norteamericano obliga a las partes que acuerdan esos criterios de justicia a
cubrirse de un “velo de ignorancia”.
“(El velo de ignorancia) implica no permitir que las partes conozcan la posición original de
quienes representan, o la particular doctrina comprehensiva de la persona que cada uno
representa. La misma idea se hace extensiva a la información sobre la raza y el grupo étnico
de pertenencia de las personas, sobre el sexo y el género, así como sobre sus variadas
dotaciones innatas, tales como el vigor y la inteligencia. Expresamos figurativamente esos
límites a la información diciendo que las partes están detrás de un velo de ignorancia”
El velo de ignorancia impide traer a la mesa de debate sobre lo que es justo, posiciones
sociales, creencias, ideologías, etc. Según él, sólo deben valerse de ideas del bien razonables,
y en un sentido muy restringido: “Las ideas del bien incluidas deben ser ideas políticas; esto
es, deben pertenecer a una concepción política razonable de la justicia, de manera que
podamos suponer: a) que son, o pueden ser, compartidas por los ciudadanos, considerados
como libres e iguales; y b) que no presuponen ninguna doctrina particular plenamente (o
parcialmente) comprehensiva”. Este es el supuesto central de lo que Rawls ha llamado “la
primacía de lo justo”.
36
Ocurre que Rawls junto a todos los autores modernos se contentan con un bien social
definido en estos términos:
“La noción de sociedad como una unión social de uniones sociales muestra no sólo cómo le
es posible a un régimen de libertad dar acomodo a una pluralidad de concepciones del bien,
sino también coordinar las varias actividades posibilitadas por la diversidad humana hasta
conseguir un bien más englobante al que todos pueden contribuir y en el que cada uno
puede participar. Obsérvese que para definir este bien más englobante no basta una mera
concepción del bien, sino que es necesaria una particular concepción de la justicia, a saber,
la justicia como equidad”.
La crítica más profunda a esta visión es la imposibilidad de comprender lo que es justo si
no es a la luz de lo que es bueno. Y en esa idea de lo bueno -del bene vivere o del bien común-
la razón no puede ser una limitación, sino que por el contrario debe convertirse en el motor
que nos conduzca hasta el fin.
1. El bien para el hombre
¿Qué es el bien? Para los miembros de una especie determinada, el bien se define como el
fin que les permite, en tanto que miembros de esa especie, alcanzar el nivel de perfección que
les es propio. Esto supone varias ideas que aquí sólo podemos bosquejar. En primer lugar, que
toda actividad humana tiende a un fin y que el agente siempre procurará que ese fin sea bueno
para él, aunque objetivamente esté equivocado.
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, afirma:
“Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a
algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas
las cosas tienden”
Sin embargo, el estagirita cuida de subrayar que el bien no es sólo un ente ideal especulado
en la mente, sino más bien una empresa humana; una tarea que hay que realizar paso a paso.
El bien es a la vez aspiración y producto. Es, puede decirse, un bien construido.
Es mentira, entonces, que uno pueda elegir el medio con independencia del objetivo
porque, en la vida práctica, el bien se encuentra en cada “escala” que el hombre transita para
llegar al bien supremo posible. El medio también es bien; también es bueno o, en su defecto,
malo.
En su libro Tras la virtud, Alasdair Macintyre (a quien seguiremos en varios aspectos a lo
largo de este capítulo) explica: “Lo que constituye el bien del hombre es una vida humana
completa, vivida de la mejor manera, y la práctica de las virtudes forma parte de esa vida de
manera necesaria y fundamental: no es un mero ejercicio preparatorio para el logro de dicha
vida. Por consiguiente, no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin
habernos referido antes a las virtudes”.
Lo antedicho incide en nuestra reflexión puesto que las reglas de las cuales tiene necesidad
un animal racional como el ser humano para actuar en forma justa, es decir en forma acertada
con respecto a ese fin, no son reglas independientes a él, ni al desarrollo de su vida; no son
externas a la esencia de ese fin.
37
Recordemos lo que en su momento afirmamos, pues está vinculado con esta última
reflexión: como agentes políticos nos encontramos con un presente, nuestra realidad o si se
quiere nuestro ser, pero ante un objetivo futuro, un deber ser; el objetivo puede ser potencial
en cada uno de los pasos intermedios pero a la vez se realiza, puesto que en cada uno se hizo
“lo posible”. Por todo esto quienquiera que ignore aquello que es su bien pierde por ello el
sentido que le permitirá actuar de manera justa en cada circunstancia específica.
Hasta aquí surge que, para un acuerdo racional sobre las reglas morales de la sociedad, las
normas de justicia entre ellas, es necesario un previo acuerdo del mismo carácter sobre la
naturaleza del bien humano.
Sin embargo con nuestra primera conclusión hemos “arribado” muy lejos de las costas
modernas puesto que, en las sociedades liberales contemporáneas una de las afirmaciones
centrales es que las instituciones públicas, y en especial el gobierno, deben mantener una
neutralidad con respecto a las concepciones rivales del bien humano. Desde el punto de vista
liberal, la adhesión a una concepción particular del bien limitaría la capacidad de cada
individuo de elegir por sí mismo cuál es su propia visión del bien.
2. El bien como una elección personal
De inmediato se advierte que el liberalismo mantiene un postulado implícito: un debate
entre las concepciones particulares del bien no puede ser aceptado en el debate público,
porque no se llegará a un resultado racionalmente convincente para todos.
Muchos liberales sostienen que el valor de la autodeterminación es tan obvio que no
requiere ninguna defensa. Argumentan que permitir que las personas se autodeterminen
constituye el único modo de respetarlos como seres morales plenos.
Sin embargo hay una pregunta que no ha sido respondida: para que la libertad tenga
opciones significativas para el que decide, ¿no debe existir una base común, con parámetros
públicos sobre lo que constituye la mejor clase de vida para un ciudadano? Hablamos de
parámetros que superen el simple esquema libertad privada-coacción pública.
Los liberales consideran tales políticas una limitación ilegítima de la autodeterminación, no
obstante lo plausible que pueda ser la teoría del bien subyacente. No sólo porque puede atentar
contra mis propias convicciones, sino también porque puede coartar mi libertad de cuestionar
tales creencias a la luz de cualquier otro argumento que ofrezca nuestra cultura.
El liberalismo en definitiva tiene miedo del totalistarismo y, hay que reconocerlo, su miedo
es fundado por la experiencia histórica. Es el miedo que tenemos todos. Lo que nos hace ser
liberales aun sin serlo. Por ello, el gran principio liberal es “el principio de adhesión”. El
miedo nos lleva a sentenciar: salvo aquellas cosas prohibidas y exigidas al solo efecto de una
convivencia pacífica, todo lo demás debe pasar por el tamiz de una decisión libre.
Nuevamente debemos adentrarnos en el ámbito de la antropología filosófica. Aquella
visión de la persona propia del individualismo que estudiáramos más arriba, vislumbra un ser
humano apreciado como elector autónomo de fines. Y la apreciación lleva a conceder una
38
prioridad absoluta sobre esos fines. Lo que básicamente merece respeto de los seres humanos
es su capacidad para escoger objetivos y fines, y no las elecciones específicas que haga. El
mismo Rawls lo afirma: “El yo es anterior a los fines que establece”
Esta concepción lleva a Rawls a imaginar el momento constitutivo de las reglas sociales de
convivencia como una posición original cubierta por aquel “velo de ignorancia”. Esto
representa la idea que, en el actuar público, las personas sólo consensúan principios de justicia
razonables para cualquier ser humano, sin importar su concepción de vida, como aceptando
que -al no poder ponerse de acuerdo en nada más, al menos llegan a un acuerdo básico sobre
el respeto por sus libertades, mientras nos dañen las libertades de otros y una pauta de equidad
elemental para tener algún patrón de proporción.
Una tal concepción voluntarista de la persona y respecto a los fines y valores que hacen a
su identidad ¿es real? o lo que es igual ¿es verdadera? En primer lugar habría que afirmar
aquello que Michael Sandel reprocha a Rawls:
“Una consecuencia de esta distancia es situar al yo fuera del alcance de la experiencia,
hacerle invulnerable, fijar su identidad de una vez por todas. Ningún compromiso llegará a
absorberme hasta el extremo de no poder conocerme a mí mismo prescindiendo de él.
Ningún cambio de mis propósitos y proyectos de vida puede ser tan perturbador que
difumine el perfil de mi identidad. Ningún proyecto puede ser tan esencial como para que
su abandono cuestione la persona que soy. Dada mi independencia respecto a los valores
que poseo siempre puedo separarme de ellos, mi identidad pública como persona moral no
se ve afectada porque cambie a lo largo del tiempo mi concepción del bien”
Rawls, a esta primera objeción, responde con una limitación de su concepción de la
persona, al sostener en su segundo libro "Liberalismo Político", que no defiende una postura
metafísica, sino más bien una postura política.
En base a la realidad de una cultura democrática contemporánea, lo único que podemos
atribuir a la persona en el ámbito político, son los atributos de libre e igual. Todo lo demás
existe y es importante, pero quedará reservado a la esfera privada o como máximo a la esfera
social. No podrá ser invocada jamás en el marco político.
3. ¿Qué valor tiene la comunidad política?
Sullivan parece tener razón cuando señala que "la realización de uno mismo e incluso el
desarrollo de la identidad personal y el sentido de nuestras vidas en el mundo dependen de la
actividad social”.
Este proceso compartido es la vida civil y su fundamento es el compromiso con otros: otras
generaciones, otros tipos de personas cuyas diferencias son significativas porque contribuyen
al edificio sobre el cual descansa nuestro sentido particular del yo.
Así, la mutua interdependencia constituye el concepto fundacional de la ciudadanía. Fuera
de una comunidad lingüística de prácticas compartidas, el homo sapiens biológico existiría
como una abstracción lógica, pero no podrían existir los seres humanos. Este es el significado
¿Cómo salvar a la política? (Se trata de nuestros hijos)
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¿Cómo salvar a la política? (Se trata de nuestros hijos)

  • 1. 5 ¿Cómo salvar a la política? (Se trata de nuestros hijos) Sebastián García Díaz
  • 2. 6 A Carmen, el amor de mi vida A mis hijos: Josefina, Pedro y María.
  • 3. 7 1. A MODO DE INTRODUCCIÓN Parto de la base de que no somos felices. Es decir: seguramente nuestra vida privada está llena de buenos momentos, pero en términos políticos las injusticias nos agobian y sobre todo la falta de perspectiva. Queremos ser felices -en definitiva de eso se trata- pero parece evidente que uno no puede ser feliz solo. Aquí es donde aparecen nuestros hijos, no importa la edad que tengan. Porque si uno se considera capaz de soportar las circunstancias adversas, ni la más dura de las almas puede dejar de angustiarse, sin embargo, al pensar qué país y qué mundo le estamos dejando a nuestros seres más queridos. “¿Cómo salvar a la política?” no es entonces una cuestión académica o el disparador para convocar a todos los bien intencionados de la tierra. Es una pregunta llena de dramatismo, hecha por ciudadanos -por padres- que sufrimos la falta de respuesta. Por detrás están latentes sentimientos profundos: la preocupación por ellos (y también por nuestras propias vidas, por qué negarlo), la conciencia de que así no podemos seguir... la terrible sensación de estar indefensos frente a lo público, que nos avasalla con sus acciones y con sus omisiones. Lejos los tiempos en que reinaba el optimismo y la fe en la política como generadora de “orden y progreso”. Ahora nos une el espanto (de ahí que la tapa del libro nos impacte de esa forma). “Deja a tu hijo a la entrada de una matinée, en un boliche bailable, y espera despierto en tu casa hasta que vuelva, entrada la noche. Eso es sentirse indefenso frente a lo que pasa allá afuera” me decía un padre con un nudo en la garganta. Recuerdo un periodista de Argentina que criticaba a los que habían decidido salir a la calle con sus cacerolas, recién cuando les habían tocado sus ahorros. "Razón suficiente" pensé para mis adentros. No importa la causa: para algunos fue ésa, para otros la injusticia ya se venía sufriendo hace tiempo, para muchos el detonador fue justamente el título de este libro: “lo hago por mis hijos, quiero dejarles algo mejor”… En definitiva todos hemos ido asumiendo la terrible importancia de lo político. El poder que tiene el poder y sus consecuencias nefastas, cuando cae en manos de corruptos o mediocres. A esta altura, nos cuesta imaginar cómo sería, si fuera de otro modo. Por momentos pretendemos castigar con nuestra indiferencia. Pero es peor para nosotros, porque los políticos hacen y deshacen sin siquiera la presión de nuestro control. El diagnóstico que todos repetimos es la falta de participación. En efecto, no hay mucha gente decente dispuesta a meterse en política. Aparentemente la causa sería las complicaciones de la vida diaria: "no tengo tiempo". Ni siquiera por nuestros hijos tendríamos tiempo, por muy sentidas que sean las declaraciones de los que van a una primera reunión. Pocos van a la segunda. Muy pocos a la tercera. Y quedan los de siempre en las que siguen.
  • 4. 8 La intuición es que hay algo mucho más profundo que está fallando. Una sensación compartida de que, aun logrando una convocatoria exitosa, ciertos defectos políticos estructurales abortarían las iniciativas de cambio. El voluntarismo de los que dicen "si somos muchos, lo lograremos", siempre es llamativo y tiene sabor heroico. Pero a esta altura necesitamos una respuesta bastante más compleja al desafío de salvar la política, que la simple reprimenda: "es que no participamos". En mi caso, comencé a escribir estas reflexiones el día en que estuve al final de ese callejón sin salida. Participé desde siempre en diversos grupos religiosos, políticos y sociales. Y asumí como una "religión" el deber de participar. Creyendo que el problema tal vez era la falla de ciertos mecanismos formales de la democracia (como el sistema electoral, o el funcionamiento de los partidos políticos) me he pasado los últimos 10 años presentando propuestas de reforma, juntando firmas, escribiendo artículos, haciendo columnas en TV y en radio ... Al volver de España, de realizar un Master en Filosofía Política en la Universidad de Navarra, sentí que había descubierto la respuesta más profunda que buscaba en los autores de la magnífica biblioteca de aquella institución. Pero luego participé como asesor en una frenética campaña política presidencial y en otra a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la realidad me dio su lección. Intenté también realizar una experiencia política en un partido supuestamente nuevo, aunque con todos los vicios de las estructuras viejas. Las frustraciones enseñan. En el 2003, volví a participar, esta vez como candidato a intendente de la ciudad de Córdoba, por un movimiento político nuevo que fundamos un grupo de gente joven (el nombre del partido es Primero la Gente). Esta vez pude ver las prácticas políticas desde adentro, en primera persona. Las reflexiones que siguen son, por tanto, una combinación entre teoría y praxis; una búsqueda que camina por el sendero sinuoso de las contradicciones entre lo que dicen los libros y lo que muestra la realidad. ¿Cuál es el eje de la búsqueda? Parto de la presunción de que todos somos individualistas y que hoy por hoy, tal vez lo único que nos esté realmente importando –además de nosotros mismos- sea nuestros hijos y seres queridos más cercanos. No es un reproche; simplemente una observación. Así nos ha forjado la modernidad. Y luego de las experiencias totalitarias del siglo XX nos hemos convertido en individualistas liberales a ultranza. Sin embargo, navegamos con rumbo incierto entre nuestro afán de imponer un límite a lo público -apelando a un glosario de elucubraciones teóricas- y nuestro anhelo de compartir una vida comunitaria más plena y más inspirada en lo que nos parece bueno, bello y verdadero. Esta sensación de que algo falta, se potencia cuando uno empieza a criar sus hijos, ¿no es así? El problema es que, lo que se presenta como oferta alternativa, es tan idealista en algunos casos o tan avasallante de nuestra libertad en otros, que preferimos la asfixia de la modernidad a un “salto al vacío”. En esa encrucijada se nos va la vida política. Mi propuesta es caminar por el desfiladero hasta el final, sin dogmas previos. Los liberales pueden llevar sus constituciones en la mano, los que se sienten “de izquierda” viajen, si quieren, con su manual de lucha de clases. Los nacionalistas lleven sus banderas y sus
  • 5. 9 estandartes. Pero no necesitarán, eso espero, nada de ello. Porque estoy invitando a una reflexión serena y desprejuiciada sobre lo que nos pasa. Si somos capaces de encontrar el punto en el que la libertad individual triunfa en su afán de ser respetada, pero logra generar un espacio de bien común en el que la vida cobra sentido pleno, habremos cumplido la misión. El filósofo Leo Strauss nos da un consejo oportuno: “Para filosofar hay que romper completamente con el ruido, la prisa, el atolondramiento, la baratura del vanity fair de los intelectuales así como de sus enemigos. Asumir las teorías en boga como meras opiniones, y las opiniones generalizadas como visiones que probablemente son extremas y, por lo menos, tan erróneas como las opiniones más extrañas o impopulares. La filosofía es una liberación de la vulgaridad”. El desafío es no caer en la tentación del utilitarismo. En nuestros países -me refiero a los países latinoamericanos- una realidad tan crítica nos empuja a buscar algo que nos sirva y rápido. Pero como ha dicho un pensador mexicano, Mauricio Beuchot Puente, “nuestros países también tienen derecho a que los pensemos”. Y para pensar, hay que tomarse un tiempo. De hecho, lo que nos pasa, con diferentes matices, le pasa a ciudadanos de todo el mundo. Por eso el título nos convoca como padres a responder una pregunta compleja. Porque nuestros hijos merecen que nos tomemos ese tiempo. En definitiva vamos a filosofar, con la humildad del que nada sabe, pero quiere saber. Y vamos a buscar las soluciones -la "salvación de la política"- empezando por el principio. No reniego de mi vocación por la acción, pero en este caso, vamos a pensar. Como cuando un padre piensa en sus hijos y sus nietos, con esa grandeza. Para lograrlo, imaginemos que no hay políticos cerca. Porque en cuanto hay uno, levantamos la guardia, y rezamos ese rosario de frases hechas que resumen nuestros reproches. Aquí no habrá políticos. Y nos podremos dar el lujo de entrar en sus zonas reservadas, revisar sus recovecos, sus supuestos, sus silencios... en busca de la verdad y la mentira. “¿Cómo salvar a la política?” Vale el desafío. Un agradecimiento especial al padre Ricardo Rovira y también a los profesores de la Universidad de Navarra: Fernando Múgica, Alfredo Cruz y Rafael Alvira, que me ayudaron con sus enseñanzas a pergeñar estas ideas políticas. También a los asistentes a los seminarios y cursos que he podido dictar a lo largo de estos años y que ampliaron y corrigieron mis apreciaciones. No menor fueron las enseñanzas prácticas que me dieron mis compañeros de ruta en la acción política. Gracias a ellos surgieron nuevos planteos y lo que antes aparecía como una afirmación, al tiempo se convirtió en una pregunta, y la dinámica continua hasta hoy. Todas las reflexiones de este libro se encuentran en etapa de maduración. Si me atrevo a compartirlas aquí, es porque tengo la tranquilidad de que, aún publicadas, seguirán en elaboración. Es un compromiso con mis hijos.
  • 6. 10 2. LA VERDAD DE LA POLÍTICA Un grupo de jóvenes, capacitados en sus respectivas profesiones, se decide a participar inspirados por una noble vocación pública y hartos de ver lo que los políticos hacen con el Estado. Han leído mucho sobre política -se podría decir que están preparados- aunque es la primera vez que se enfrentan a una acción concreta. Desde el comienzo la praxis política los pone a prueba. ¿Cuál será el grado de compromiso? Se puede hacer política en forma ocasional (todos nosotros cuando votamos), como actividad secundaria -cuando tengo un poco de tiempo y ganas- o como profesión principal. Los dos primeros, lamentablemente, son inofensivos para esa praxis. Es como si un jugador de fútbol habilidoso pero amateur, jugara en un partido de Boca-River. Como mínimo será intrascendente, como máximo saldrá lesionado y decepcionado por lo poco que pudo hacer. Del grupo ya nos han quedado menos. Sólo aquellos que tienen una verdadera política estarán dispuestos a comprometerse al máximo. Junto a ellos, lamentablemente, también los que ven en la política un buen negocio. A ambos se les presenta el mismo dilema: ¿De que van a vivir? Es decir, ¿cuál será su sostén económico? Según Max Weber hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. En el nivel teórico no deberían ser excluyentes pero Weber se refiere a un nivel más grosero: el nivel económico. Vive de la política quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive para la política quien no se encuentra en este caso. El que depende del sueldo público, ese es el problema, pierde su independencia y a veces calla, aunque no esté de acuerdo, para “cuidar el puesto”. Sin embargo, para que alguien pueda vivir “para” la política tiene que ser económicamente independiente. Hoy en día en un mercado tan competitivo esa condición exige dedicación plena. Tendría que darse el caso de un joven cuyos ingresos económicos no comprometieran su tiempo. Pero ¿quién puede cumplir semejante requisito? Sólo uno que viviera de rentas, por ejemplo. Ni el obrero, ni el docente, ni el profesional, ni siquiera el gran empresario moderno son libres en este sentido. Por eso los partidos luchan por la distribución de los cargos: para recompensar a los militantes. Al grupo de los bien intencionados le repugnará la idea de depender de los dineros públicos que pueda conseguir el referente político. El segundo grupo de jóvenes por el contrario, verán cumplido su objetivo. Tenemos aquí una primera adversidad para el que quiere entregar a su comunidad alma y vida: cómo dedicarse a la política sin vivir de la política.
  • 7. 11 Un puñado de idealistas, a pesar de todo, decide participar. También los extremadamente inescrupulosos. La praxis vuelve a increparlos. ¿Cuánto están dispuestos a ceder en este juego de transacciones? En política se arregla -o se “transa”- con tres grandes grupos. En primer lugar con los seguidores que, en muchos casos, no tienen el mismo grado de “idealismo” que el líder y esperan verse recompensado de alguna manera. El asunto es más dramático cuando se sabe que ese seguidor no es el mejor para ese cargo, pero ha sido fiel... En segundo lugar, uno cede frente a los intereses sectoriales en favor de apoyo económico o de otro tipo. Al final de cuentas, para competir en una elección se necesita mucho dinero y poder de convocatoria. Por último hay transacciones con el oponente. Si uno se niega en forma rotunda, y sobre todo si es minoría, se convierte en un paria. Podrá emocionar con su actitud a los televidentes en alguna emisión, pero políticamente queda inhabilitado para cumplir con ninguno de sus proyectos que, sin el consenso, son imposibles. Pero los acuerdos, en el marco de la desconfianza hacia lo político, suelen ser muy mal vistos. “Que renuncie” dirán los moralistas. Pero dejar todo en la mitad de camino -en la mitad de la vida- es una decisión dramática para un político y para cualquiera. "Que acuerde" dirán los pragmáticos. El idealista o, mejor dicho, el virtuoso nunca justificará medios non santos en atención al fin, y sin embargo la política lo espera con una sentencia de Weber: “Quien se mete en política ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. El inescrupuloso transará de tal manera que se convertirá en un “aliado del diablo”… Este primer pantallazo, que representa un granito de arena en el mar tormentoso de la política, ya sirve para advertir el desafío al que nos enfrentamos. Un verdadero problema de fines y medios. 1. ¿Tiene la política un deber ser? Antes de reflexionar sobre la política, hay que preguntarse si la política acepta reflexiones. Podríamos ensayar -siguiendo al profesor Alfredo Cruz- una primera división entre los que responden afirmativamente y los que no. Los negativos aseguran que no hay una verdad para lo político. Todo en ese ámbito se corresponde con la voluntad que alcanza lo que quiere, por el poder que tiene. Aquí se enrolan los sofistas griegos, Maquiavelo y las concepciones catalogadas como “mito”, como es el caso del nazismo o el fascismo (no es casualidad que uno de los precursores del pensamiento nazi, Alfred Rossemberg, titulara su obra “El mito del siglo XX”). El mito concibe al saber político como la construcción de una idea o un sentimiento común, cuya función es despertar a la acción. El valor del mito no es veritativo sino pragmático. La veracidad del mito es a posteriori por haberse alcanzado. Luego están los que sí consideran que hay una verdad en política. Aquí encontramos en primer lugar a las utopías que buscan alcanzar un modelo universal para todas las comunidades. Por supuesto, debemos mencionar a Platón: “Hay una polis verdadera”. Bajo
  • 8. 12 esta concepción, una vez realizado el modelo desaparecería la política, puesto que no sería necesaria. La diferencia entre mito y utopía -además de sus posiciones frente al saber político- es que el primero no tiene vocación universal como la última. En segundo lugar encontramos las posturas cientificistas: el conocimiento político debe establecerse a través de la ciencia. Hobbes puede ser el pionero en esta línea. Esta postura coincide con la utopía en que debe descubrir una verdad universal, pero se distingue en que esa verdad no se da por el grado de perfección que presenta, sino por su grado de demostrabilidad científica. Para que haya ciencia tiene que haber un dato invariable e incuestionable y es por eso que muchos autores “bucean” para buscar algo en el hombre de donde amarrarse (en Hobbes, por ejemplo, el deseo de vivir). Estas posiciones reduccionistas producen una fijación de la naturaleza humana. Como señala Millán Pueyes “hacemos que la naturaleza sea, en lugar de un principio fijo de comportamiento, un principio de comportamiento fijo”. En definitiva se olvidan que cada ser humano es único e irrepetible y para colmo libre. En tercer lugar encontramos la ideología. Su problema es que la verdad que presenta para lo político no corresponde al ámbito político. Es decir, sometemos a lo político a las categorías del ámbito donde hemos percibido el problema, ya sea desde otras ciencias u otras experiencias. Un ejemplo es la ideología marxista o comunista que traslada las categorías sociológicas de clases al ámbito político. Otros trasladan las categorías económicas, las que corresponden a la psicología, etc. Nadie niega que podemos acercarnos a lo político con una idea previa: “Los hombres deben salvarse y para ello deben ser religiosos”. Sin embargo, si pasamos de esa idea previa, en forma directa, a tomar la decisión política de poner crucifijos en todas las escuelas, estaríamos cometiendo un error por nuestra aproximación ideológica. En el camino hemos olvidado pasar nuestra decisión por el prudente tamiz de la deliberación política, por nombrar sólo una de las deficiencias de esta aplicación directa. La ideología, en vez de ser una teoría sobre la política, acaba siendo una política determinada. 2. Una visión realista Hay una última concepción que asegura una verdad para lo político y la posibilidad de conocerla pero, eso sí, a través de un conocimiento práctico. Profundizaremos en esta visión a lo largo de todo el libro. ¿De qué se trata? Hay un párrafo de Bertrand de Jouvenel en su libro Teoría pura de la política -al que vamos a seguir en esta primera reflexión- que desarrolla, como una metáfora perfecta, la actitud real que deberíamos tener frente a la política. “Los bárbaros se acercan, hombres grandes y de risa cruel que utilizan al vencido como juguete al que se deshonra y del que se dispone libremente. Nuestras piernas tiemblan con sólo pensar en ellos. Nuestro obispo, vestido con las ropas de ceremonia y enarbolando la Cruz, se interpone, sin embargo en el camino del feroz capitán. Nuestra ciudad va a ser, pues, perdonada. El jefe extraño, de rostro terrible se convertirá en nuestro soberano; pero guiado por el hombre de Dios, será un amo justo y su hijo querrá, desde su más temprana edad, aprender del obispo los más bellos ejemplos del gobierno prudencial. En mi fábula el
  • 9. 13 obispo representa la filosofía política: su función consiste en civilizar el poder, influir en el salvaje, pulir sus modales, y engancharle en el carro de las empresas beneficiosas”. En efecto, alguna razón tienen los escépticos cuando señalan que la política, en su realidad más cruel, es la dinámica exclusiva y excluyente de la búsqueda y el ejercicio del poder. Y en ese marco pareciera no receptar otras reflexiones y sugerencias que no sean aquellas que ayuden al objetivo de alcanzar y retener el gobierno. Maquiavelo observó esta faceta de lo político y por eso comienza sus reflexiones con el siguiente párrafo: ”Siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debiera vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad". Sin embargo, esa no es toda la verdad. Si nos quedamos con esta visión y no somos capaces de visualizar los otros elementos, sentenciaremos a la política a ser lo que es hoy. Como contracara, tampoco podemos enfrentar el fenómeno de lo político con una enciclopedia de postulados teóricos que jamás se han cumplido, ni se cumplirán. La desviación encuentra su metáfora en el postulado de los idealistas: “Si la realidad no se ajusta a la teoría, peor para ella”. Peor para nosotros, en este caso. Porque, como en el párrafo de Jouvenel, el “salvaje” está por dominarnos sin respetar ninguna regla. Y depende de nosotros que la búsqueda desenfrenada del poder por parte de los políticos, se convierta en un proyecto de bien común. El mismo Jouvenel lo confirma. Para él, "el Estado" es, en esencia, "el resultado de los éxitos de una ‘banda de bandidos’ que se sobrepone a las pequeñas sociedades particulares; banda que, organizada ella misma en sociedad casi fraternal, ofrece frente a los vencidos, a los sometidos, el comportamiento del Poder puro". El autor llega a decir que "este poder no puede justificarse con ninguna legitimidad. No persigue ningún fin justo; su única preocupación, es la de explotar en su beneficio a los vencidos, a los sometidos, a sus súbditos”. Sin embargo, aun el autor, con toda su frialdad para analizar el tema, describe un proceso lógico por el cual esa “banda de bandidos” debe procurar el bien común, como una condición de su subsistencia. Si no lo hace, los súbditos tenderán a rebelarse y a “sacudir su yugo”. Por tanto, ni aun en la peor de las visiones podemos escapar a una concepción del poder que -ya por virtud, ya por necesidad- debe procurar el bien común o, lo que es igual, debe legitimarse ante las personas que obedecen.
  • 10. 14 En definitiva, para salvar a la política primero tenemos que entenderla. Y sin embargo, no podemos conformarnos con lo que la política es. A la luz del deber ser, tendremos que buscar lo posible, que -en los términos de Aristóteles es el plano de la prudencia. 3. El fenómeno político El fenómeno político es un misterio por el cual una persona logra provocar en otra una acción determinada. Ese es el componente más pequeño, susceptible de identificación, de cualquier acontecimiento político -grande o pequeño-. Una actuación del hombre sobre el hombre. Es cierto que no se puede soslayar el peso de la amenaza de sanción, pero no es lo esencial. Alguno podrá sentirse incómodo por una definición que habla de "misterio" en lugar de puntualizar si es una ciencia o un arte. Yo por ahora me enfrento a este misterio y me admiro. No hay reproches, porque la comunidad necesita de una acción unificada frente a un futuro incierto. Y por suerte hay personas que son capaces de lograr que las voluntades confluyan para que la acción se produzca. Este es el don del político. Y por eso la política es el arte de lo posible. El ejemplo de Bertrand de Jouvenel puede ayudarnos. Un viajero llega a Atenas en el año 415 a.C., antes de que se tome la decisión de enviar una expedición a Siracusa. Para saber qué ocurrirá realiza tres preguntas: ¿A quién corresponde tomar esta decisión? La respuesta se la dará el derecho constitucional: la decisión corresponde a la Asamblea. En segundo lugar: ¿Es correcto y ventajoso emprender la expedición? Esta pregunta pertenece al ámbito de la reflexión y la prudencia política. Mal que nos pese aquella actitud y esta virtud sólo son posibles en algunas personas, pero no en todas, aunque su importancia es extraordinaria para fijar la bondad y la oportunidad de la cuestión que se debate. Sin embargo, de nada sirve todo lo anterior si no se plantea un último interrogante: ¿Se tomará realmente la decisión y se llevará a cabo? Aparece aquí la necesidad de una manifestación de hecho relativa a una situación futura y esa conjetura sólo puede confirmarse mediante la acción. Este es el dominio de la política que supone la realización de una de las posibilidades. Ahora bien, aunque es cierto que la sociedad es un hecho natural y cada hombre es por naturaleza un “ser sociable”, no podemos subestimar el valor de la libertad humana como factor determinante para realizar aquella tendencia natural o, por el contrario, para atrofiarla. El político práctico en este sentido, tiene el desafío de unificar en una decisión y en una acción a miles de hombres que, librados a su suerte, reaccionarían cada uno a su antojo. Ellos tienen la libertad de cooperar o no, pero él conoce bien cómo convocarlos. Conocer en general cómo obtener tales acciones y, en particular, para qué, cuándo y de quién podemos esperar obtenerlas, constituye su saber familiar. Es la astucia -en el buen sentido- del político. Un buen político debe tener por tanto: 1- un objetivo convocante, 2- una estrategia concebida para asegurar el logro del objetivo, 3- una serie de maniobras, activas y flexibles para el desarrollo de esta estrategia, 4- un intenso goce inherente a la actuación toda. Esto último es lo que muchas veces nos enoja y nos hace desconfiar, pues advertimos que los hombres de acción extraen un placer de la acción en sí misma, aun cuando no esté inspirada por móviles elevados o dirigida a un fin beneficioso. A nosotros nos gustaría que tal goce dependiera totalmente de la excelencia del proyecto; que la ejecución implicara goce
  • 11. 15 solamente por la virtud del objetivo. Queremos políticos que sean como los héroes de las películas, que dejan todo para luchar en esa causa perdida. La observación de la realidad, sin embargo, da cuenta de que todo hombre de acción siente una vocación por dominar sus derroteros, más allá del objetivo final. Siente placer por el vértigo de la acción en sí misma. Eso es en su raíz la política y eso es lo que la hace tan peligrosa. La actividad política, por un lado, es fuente indispensable de beneficios sociales porque actualiza la cooperación social, al concentrar en una dirección el esfuerzo conjunto. Sin embargo, puede causar también daños graves, al mover a los hombres a perjudicar a otros. Ni siquiera la bondad del propósito buscado ofrece una garantía moral, ya que puede envenenar los corazones de odio hacia aquellos a los que se considera obstáculo para el logro de dicho bien. Fenelon lo expresa así: “En verdad, los hombres son desgraciados, por tener que estar gobernados por un rey que no es sino otro hombre como ellos y que debe enfrentarse con una tarea que sólo los dioses podrían realizar. Pero los reyes no son más afortunados; hombres como otro cualquiera, débiles e imperfectos tienen que gobernar a una gran multitud de individuos, malvados y falsos”. 4. El manejo de la circunstancia Una segunda aproximación al fenómeno de lo político nos trae a la contingencia como elemento esencial. La política, por más prudente que sean sus agentes, no puede eliminar la importante dosis de imprevisibilidad propia de la realidad a la que está llamada a transformar. Por eso las soluciones en política no son como las soluciones matemáticas o geométricas. Muy por el contrario, en muchas ocasiones -y no en las menos- debe acudir a arreglos de compromiso o “soluciones” que en gran medida establecen un status quo y remiten la verdadera resolución para más adelante. Sobre la cuestión, Jouvenel tiene un análisis descarnado: “Lo que caracteriza precisamente a un problema ‘político’ es que sus términos no admiten solución alguna, estrictamente hablando. Existen, sin duda, asuntos sobre los que las autoridades públicas deben tomar una decisión en los que las condiciones que han de ser satisfechas son bastante complejas y cuya resolución constituye una tarea intelectual. Pero tales problemas, que poseen solución, son resueltos tranquilamente, entre bastidores, por los expertos. Lo que constituye ‘un problema político’ es la contradicción de los términos, esto es, su insolubilidad”. Más adelante agrega: “Lo que caracteriza a un problema político es que ninguna respuesta conviene a los términos del problema, tal y como han sido planteados. Un problema político no puede ser resuelto: solamente puede ser susceptible de un arreglo, lo cual constituye una cosa totalmente distinta. Entendemos aquí por arreglo cualquier decisión, a la que se llega a través de unos medios cualesquiera, sobre la cuestión que ha suscitado el problema político. Mientras que la solución satisface por definición, todos los términos del problema, el arreglo no alcanza ese resultado. Esto es así por cuanto no hay posibilidad, como sucede con la quiebra, de satisfacer todas las demandas en su totalidad. O bien habrá que rechazar ciertas demandas, o bien habrá que acceder a todas aun cuando sin satisfacerlas plenamente”.
  • 12. 16 Aunque la visión de Jouvenel pueda ser demasiado escéptica, debemos coincidir con él en que el problema político no puede ser subestimado, si uno pretende una reflexión válida. Frente a un problema político, la filosofía política y las demás ciencias pueden aportar lo mejor de sí, pero no debemos decepcionarnos si luego de un proceso político no pudieron lograrse los resultados esperados. Por eso, no debemos subestimar ni a la política ni a los políticos, porque requiere de talentos especiales. Jouvenel tiene, en este sentido, otro párrafo muy aleccionador. Basado en el famoso diálogo platónico entre Sócrates y Alcibíades -titulado “Alcibíades”- el autor recuerda que Sócrates recrimina al joven Alcibíades por su sed de poder, su ambición, que no va acompañada de la necesaria sabiduría. “¿Qué me dices del problema sobre el que están discutiendo ahora los atenienses? ¿Te has puesto de pie para hablar porque tu conocimiento del mismo es superior al de los demás?” Luego de las preguntas y la discusión con Sócrates, el joven debe asumir su ignorancia. Su claudicación ante el filósofo le permite a éste exclamar lo que todos alguna vez hemos dicho: “La ignorancia es peor cuanto más importante es la materia sobre la que recae. Pero en cualquier materia la suprema ignorancia consiste en no darse cuenta de que no se sabe. ¡Ay! ¡En qué situación tan triste te encuentras, por tus propias palabras, convencido de tu suprema ignorancia en la más importante de las materias! ¡Y de esta manera te lanzas a la política, sin conocimiento alguno! Situación en la que no te encuentras tu solo, sino que alcanza a la mayoría de los que se ocupan de los asuntos de la ciudad, con la excepción de unos pocos entre los cuales podemos colocar a Pericles”. La traducción no es literal, pero nos da una idea de las recriminaciones que intelectuales y ciudadanos comprometidos hacemos a los políticos: la actividad política que no va acompañada por la sabiduría, constituye algo peligroso. Pero, como contracara, podría decirse que en nuestros días subestimamos en exceso la sabiduría práctica y prudente del hombre político. El saber guiar a la masa de hombres que conforman una sociedad y, para colmo, una sociedad fragmentada y anómica como la de hoy, es una verdadera capacidad. Lograr la unidad de acción, no por la violencia o el abuso de autoridad sino por el consenso. En este sentido, es aleccionador el diálogo recreado por Jouvenel entre un supuesto Sócrates y Alcibíades varios años después del primer diálogo. Allí el político defiende las habilidades que sólo él tiene y que pueden inspirarse en la sabiduría del filósofo pero no subordinarse a todos sus dictados. Simplemente porque el saber abstracto no tiene en cuenta todos los elementos que influyen en una acción política. “Alcibíades: Saber conducir a los demás a la Sabiduría constituye tu tarea, Sócrates. Hacer y conducir a los demás a la Acción constituye la mía. En esto diferimos profundamente. Si tratase de conducir a los demás a la Sabiduría, debería enfrentarme con una penosa tarea, que perjudicaría la de conducirles a la Acción, y si yo hubiera perseguido esa Sabiduría que propugnas, me hubiera divorciado de los sentimientos de aquellos a los que pretendo poner en movimiento.
  • 13. 17 Sócrates: Pero tu carencia de saber, Alcibíades, va a causar desastres a Atenas. Alcibíades: Si así fuera, sería un desastre que tu sabiduría, se habría mostrado incapaz de impedir, ya que careces de la capacidad necesaria para evitar que la gente actúe de manera diferente a la que yo recomiendo”. Hecha esta salvedad, no renunciemos, empero, a la tarea de darle un marco filosófico a la política para ayudarla así a enfrentar, con principios, con valores y con objetivos a la contingencia de la realidad. 5. ¿Cómo saber algo sobre política? Si hemos llegado a esa perplejidad frente a lo político, estamos preparados para emprender el camino de "salvar a la política". Sin embargo, no sería bueno dejarnos ganar por el escepticismo para concluir: "frente a la realidad política nada se puede decir". No podemos renunciar a "civilizar al salvaje" apenas comenzado nuestro camino. La pregunta que ahora tenemos que hacer es ¿en qué punto podemos encontrar alguna verdad sobre lo político, para poder asirnos? Aquí nos sucede lo mismo que en los demás ordenes de la vida. El saber es una adecuación de nuestro conocimiento con la realidad. El problema, sin embargo, para el que pretende un saber adecuado a los hechos, es que no podemos subestimar ninguna dimensión de la realidad. A uno le gustaría que las cosas fueran simples: blanco o negro, bueno o malo, lindo o feo. Que fuera sencillo descubrir la diferencia entre el ser y el no ser. Pero existe la dimensión de un poder ser que es absolutamente real, aunque potencial, como es el caso de una semilla que puede llegar a ser una planta, y que, sin esa proyección, la comprensión de la realidad de la semilla resulta en extremo superficial. Además de esta dimensión de futuro, sin la cual no es posible entender el presente de un ser, existe una historia de esa realidad -una conexión causal- y una serie de matices que son accidentales pero, sin embargo, definitorios. La realidad es pluridimensional y ninguna de las dimensiones puede ser desatendida, si el objetivo es lograr un conocimiento verdadero. Sería una equivocación observar la realidad sólo como inmediatez, ya que la realidad es concreción (que no es lo mismo que inmediatez). A la primera complicación se agrega una segunda, que surge de nuestra propia subjetividad. Siempre es complejo confirmar si lo que uno está conociendo, es lo que verdaderamente es; si lo que piensa o juzga que es el objeto de su atención, realmente lo es. Nos enfrentamos a una encrucijada cuyos caminos conducen a concepciones muy distintas. Uno de los caminos nos lleva hacia Descartes, que llegó a dudar de todo salvo de él mismo (porque al estar pensando -tratando de saber- se aseguró, al menos, que existía). En sus propias palabras: "Queriendo yo pensar, de suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son
  • 14. 18 capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando." El otro camino nos lleva a Sócrates y su frase: “Sólo sé que no se nada”. La sentencia, a más de ser una forma de humildad, es también una reafirmación de nuestra capacidad humana de percibir, de conocer y de entender. Marca una cierta actitud heurística -de búsqueda- con la cual podemos ir llenando ese espacio abierto por la curiosidad y el asombro. El estilo cartesiano nos lleva a la duda metódica, no ya como método científico eficaz, sino como incertidumbre vital. Podremos disimularla con grandes esquemas y teorías racionales, pero la realidad siempre ganará la partida. El camino que Sócrates propone, por el contrario, parte de un presupuesto extremadamente positivo que se resume justamente en el primer concepto de su definición de filosofía: el “amor” a la sabiduría. Se trata de dos teorías distintas sobre el espíritu humano: una es la filosofía del temor, y la otra es una filosofía del amor. Esta radical diferencia tiene consecuencias trascendentes a la hora de pensar una filosofía de la sociedad. El amor supone varias cualidades que merecen ser destacadas. En primer lugar supone una voluntad constructiva. Sólo el amor movilizará nuestra voluntad hacia el conocimiento. Tiene que haber voluntad tras el entendimiento, en armónica interacción, para que se produzca el milagro de la filosofía. Esta ligazón entre razón y “corazón” nos obliga a incorporar fines y valores propios del ámbito volitivo. Una segunda cualidad: el amor nos brinda una cierta confianza en nuestras percepciones e intuiciones. Una confianza que no es pacífica, sino que, por el contrario, muestra una constante inquietud. Es el hombre que camina a oscuras guiado por un amigo que va más adelante también a oscuras. Confía en su amigo y confía en sus propios pasos pero eso no le lleva a abandonarse en sus pequeñas órdenes y mantiene la inquietud por buscar la luz y confirmar el camino. Lo mismo pasa con dos enamorados al principio. Confían pero quieren confirmar su amor. Es como la leyenda griega de Psique y Eros. Psique, la mujer más bella, arrojada al vacío por envidia, es rescatada por Eros, que comparte con ella todo lo que es y lo que tiene, con la condición de que la relación se mantenga a oscuras. La promesa es que él, es el hombre más hermoso del mundo. Psique, que no es otra que el alma, no resiste la tentación de saber si realmente es así. Eros, que es el amor, le hace pagar caro su reacción. La última cualidad tiene que ver con el objetivo final de la voluntad, que es la acción. En este marco cabe interpretar la idea clásica de que toda filosofía debe culminar en una política. Si no somos meros sofistas (ejercitadores del conocimiento), sino verdaderos amantes de la sabiduría, el ejercicio de voluntad será para un conocimiento teórico pero sobre todo para la práctica. Esto simplemente porque la voluntad ama lo concreto y no lo abstracto. Todo conocimiento intelectual es abstracto (si no, tendría que integrar -digerir- la cosa misma, pero no es posible). Si embargo al haber invocado a la voluntad lo universal tiende a la concreción. 6. Conocer al hombre Los problemas no han terminado para nosotros. Porque si nuestro conocer será sobre la política, será un saber acerca del hombre. Y con el hombre ingresa un dato fundamental: la libertad humana.
  • 15. 19 Ya lo decía Rousseau cuando comienza el prefacio de su filosofía política: “El conocimiento humano más útil y el menos avanzado de todos me parece ser el del hombre y me atrevo a decir que sólo la inscripción del templo de Delfos (Conócete a Ti mismo) contenía un precepto más importante que todos los libros de los moralistas. Por lo tanto, considero el tema de este discurso como uno de los problemas más interesantes que pueda proponer la filosofía y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los más espinosos que puedan resolver los filósofos. Porque ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerlos a ellos mismos?” Tenemos por delante un desafío: el hombre debe conocer al hombre o, lo que es peor, debemos conocernos a nosotros mismos. Por tanto somos sujetos y objetos de estudio, al mismo tiempo. Y como el motor de ese conocer y conocernos es el amor, parece necesario amar al hombre y amarnos a nosotros mismos para que nuestro saber cumpla las expectativas. Con esta argumentación quiero hacer ver que, cuando hablamos de la política, hablamos de los hombres, de sus glorias y sus miserias. Pero lo más importante: cuando hablamos de los hombres estamos hablando de nosotros mismos. Y nuestras conclusiones no pueden ser tales que a nosotros mismos no sean aplicables. Imagino a un hombre moderno que vive en una gran ciudad. Durante todo el día (en realidad durante todos los días de su vida) se ha manejado frente a los demás, frente al Estado y frente al Sistema ocupando los “tipos” clásicos de hombre moderno. Así a lo largo de la jornada ha sido un típico consumidor (según lo definen las encuestas), un típico televidente, un típico profesional, un típico contribuyente, un típico ciudadano, un típico exponente de su clase social, con un nivel de gastos típico de su status económico. Con sus hijos y su esposa siguió las reglas aconsejadas para un padre típico y un esposo modelo… ¡Hasta fue un típico religioso! Volviendo para su casa algo pasa, el hombre descubre que ha perdido su nombre en algún lugar (o se lo han robado), ha perdido su identidad. Desesperado acude a las oficinas que administran cada uno de los tipos que él ha desempeñado. Los oficinistas lo tranquilizan y le dicen: le devolveremos su identidad a través de las diversas tipologías que usted ha cumplido. Pero el hombre no está conforme. Porque él es mucho más que los papeles que ha desempeñado. ¿Quién soy?, se pregunta, ¿qué hace que yo sea sólo yo y no otro? Lo absurdo de esta historia nos enfrenta al problema de lo uno y lo diverso. Y con él, un rechazo a las generalizaciones facilistas que meten a todo el mundo en la misma bolsa. No podemos subestimar que en política no existe el hombre sino más bien, muchos hombres. Como señala Fina Birulés, "La filosofía no puede caer en el error de no tener en cuenta la pluralidad y su importancia en la configuración de lo político. Gracias a Dios, somos todos muy parecidos pero también somos todos diferentes”. Sigamos este pasaje del sociólogo Georg Simmel que analiza en detalle el significado sociológico de la coincidencia y la diferencia entre los individuos: "El hecho de que lo nuevo, raro o individual (parece claro que sólo se trata de tres lados diferentes de un mismo fenómeno fundamental) se valora como lo más selecto, tal como lo muestra la historia cultural y social en incontables repeticiones, aquí sólo ha de iluminar su contrapartida: que las propiedades y modos de comportamiento con los que el individuo
  • 16. 20 forma la masa por compartidos con otros, aparecen como inferior en su valor. Aquí encontramos lo que se podría llamar la tragedia sociológica. Cuanto más finas, altamente desarrolladas y cultivadas sean las cualidades que posee el individuo, tanto más improbable se vuelve la coincidencia y por tanto la uniformidad precisamente de aquellas con las cualidades de otros y tanto más se extienden hacia la dimensión de lo incomparable, mientras que se reducirán a estratos tanto más bajos y sensitivamente primitivos aquellos aspectos en los que puede asemejarse con seguridad a otros y formar con ellos una masa de carácter uniforme. Así fue posible que se hablara del "pueblo" y de la "masa" con desprecio sin que los individuos tuvieran que sentirse afectados, ya que, en efecto no designaba a ningún individuo. Por eso dejemos sentado, desde ya, que la condición indispensable de la política es la irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo. Si nuestros análisis políticos comienzan con la fórmula “es que la gente es” de tal forma o de tal otra... como si nosotros no fuéramos “la gente” sino espectadores de rango superior a los protagonistas, no vamos por buen camino. 7. Conocer el todo Una de las anécdotas socráticas que ha conservado la antigüedad se refiere a una conversación del pensador ateniense con un sabio hindú. Este quiso informarse acerca del objeto del saber socrático. Al responder Sócrates que se interesaba por el hombre, el hindú se echó a reír y dijo: “¿Cómo vas a saber algo acerca del hombre sin tener conocimiento de Dios?” Para conocer algo del hombre -de nosotros mismos- necesitamos salir de nosotros y apoyarnos en otro ser. Pascal, en este sentido, era más radical: “Que será de ti, ¡oh hombre! que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote de la razón natural... Conoce, hombre soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu condición verdadera, que tú ignoras. Escucha a Dios”. Lo otro es un espejo en el que podemos vernos e incluso descubrirnos o reconocernos. Y, creamos o no creamos en Dios, asumamos que los espejos que nos dan sentido son tres realidades: la naturaleza sensible que nos rodea, la humanidad -nuestros semejantes- y el más allá, la trascendencia. Esas realidades se relacionan, y se relacionan porque el hombre está precisamente en el medio de todas ellas. Como se ha dicho alguna vez “no sólo estamos en el mundo sino que formamos parte de él”. El hombre es el que conecta el más allá con el más acá, pues uno y otro están caracterizados así, precisamente, porque el hombre está en medio y participa de uno y otro mundo. ¿Es posible conocer al hombre? Por supuesto que sí, pero -para lograrlo- es necesario ubicarlo en su medio, sin que ello signifique confundirlo con ese medio. Es decir: para conocer al hombre es necesario conocer el todo, el cosmos, porque sólo en el todo se comprende íntegramente el devenir humano.
  • 17. 21 8. La pregunta es cómo. “¡La filosofía no sabe nada del ser humano de carne y hueso, el que camina las calles y va a trabajar todos los días!”. Esta es la opinión del hombre que se jacta de práctico y realista. “La filosofía es abstracta y no tiene sentido preciso de la salvación” dice un alma religiosa; “es fría y carente de capacidad de captar la inefable individualidad” protesta un artista; “incapaz de transformar nada, cuando la realidad -también la humana- se muestra en la capacidad de transformación e innovación” asegura, con cierto desprecio un técnico. En una abstracción peligrosa pero útil realizada por Rafael Alvira -a quien seguiremos en esta parte-, podemos agrupar a los disidentes en tres categorías, incluyendo a los que saldrían a la palestra a defender a la filosofía. En un primer grupo, los que piensan que lo fundamental es la verdad, en otro los que hacen lo propio con el bien, y, por último, los que defienden sobre todo la belleza. Cada uno absolutiza uno de estos aspectos del ser desde su posición. Existirá también otro sector de personas que intenten absolutizar lo que parece condicional. Es decir referir lo absoluto a lo individual. Con estas categorías podemos armar un esquema. 1er Sector: los que absolutizan lo absoluto o lo que es igual los que referencian el individuo a algo absoluto. Aquí encontramos: a) los que absolutizan la verdad: filosófos; b) Los que absolutizan el bien: hombres de religión; c) Los que absolutizan la belleza: artistas puros y contemplativos puros. 2do. Sector: los que absolutizan lo condicional. Es decir referencian algo absoluto al individuo. Aquí tenemos: a) los que consideran que lo fundamental es la verdad en su forma condicional: científicos y cientificistas (relativistas); b) los que absolutizan el bien en su forma condicional: utilitaristas, teóricos y prácticos; c) los que tienen como fundamental a la belleza en su forma condicional: hedonistas de diversos tipos. La clasificación de Alvira nos da, en cierta medida, un catálogo de personalidades, en principio irreductibles. ¿Y cuál tiene razón? Pues todas, o ninguna. Porque las diferencias, si bien son reales, no son tan marcadas como cada uno de ellos cree. El resultado final tiene que ser, si se ha de hacer justicia a la realidad, el respeto de las seis posibilidades. Como señala Alvira, el bien no le puede decir a la belleza lo que es o no bonito, pero sí precisamente, lo que es bueno o malo. Pues entusiasmados por la belleza de algo, nos pasamos, sin apenas darnos cuenta, a considerarlo como bueno. La belleza a su vez, no puede prescribir lo bueno, pero sí puede indicarle al bien que se está presentando muy feamente. Ningún filósofo puede decirle a un técnico cómo tiene que funcionar una maquina o una organización, pero sí le ha de indicar si el sentido de su uso y su integración con el todo es correcta o no. Y así el resto. Lo verdadero, lo bello y lo bueno son partes constitutivas en la unidad del ser humano y con esto llegamos a una conclusión. Debemos aceptar los consejos y la experiencia de todos para conformar -en nuestro caso- una filosofía enriquecida. Aquí voy a transcribir textualmente a Alvira porque me parece muy enriquecedor:
  • 18. 22 “El peligro de seguir sólo los consejos del artista es el vacío, la pasión que no sabe medirse, el desconcierto, la tragedia. Su orgullo es que él vive, gusta de la vida a pesar de todo. Pero es falto, y el lo sabe. Su cruz es reconocer que no vive como quisiera. El peligro de un “puro filósofo” es la seguridad de su saber unido a la sensación de pérdida de la realidad, el desengaño, la pedantería. Su orgullo, frente a artistas y religiosos, es el dominio de la situación, el autodominio, la profundidad del saber. Pero, muy a su pesar, no controla la realidad externa ni la interna. Su cruz es reconocer que se le escapa la realidad. El peligro de un “puro religioso” es el fanatismo, la cortedad en lo profundo, la sensación de no vivir. Su orgullo, frente a artistas y filósofos, es la paz de su espíritu, la tranquilidad. Pero en el hombre “puramente religioso” esa paz no se mantiene, muy a su pesar. No puede evitar que continuamente le asalten las tentaciones. ¿Será verdad? ¿Por qué negar la belleza del mundo?” Se puede vivir sin la paz de una buena religión, pero se vive mal. Se puede vivir sin los gozos de un buen arte, pero se vive tristemente. Se puede vivir sin una buena filosofía, pero se vive desconcertadamente. 9. La clave es la prudencia Como podemos apreciar, para saber algo sobre política y mucho más para llegar a hacer algo en política deberemos ser prudentes frente a la realidad política. Prudencia no habla aquí de tibieza o prurito frente al desafío, sino más bien de su noción clásica: la virtud de dar la respuesta correcta en cada específica circunstancia. Para cada decisión deberemos elegir quién y desde qué punto de vista nos ayudará a descubrir lo mejor. He allí el gran aporte de Aristóteles para superar las deficiencias del planteamiento platónico. En política no podemos subordinar todo a un deber ser utópico (y platónico), como tampoco contentarnos con un puro pragmatismo. La postura correcta es la que observa la realidad, se inspira en el ideal, y establece -con prudencia- las posibilidades “reales” de encaminarse hacia aquel fin. En política entre el ser y el deber ser existe un “poder ser”, concreto y real donde la justicia se encuentra con la equidad, la virtud con la ética y el bien supremo con el bien posible. Descubrir ese punto de equilibrio es la tarea del gobernante que debería identificarse con el hombre prudente. Y será nuestra tarea si queremos "salvar a la política". La sabiduría política es -básicamente- eso: buen juicio ante situaciones particulares, sin precedentes. Por tanto no es materia que se pueda enseñar, cuanto una habilidad que debe ser perfeccionada mediante la práctica. Eso sí, como señala el filósofo Alvira: "Sólo se puede actuar bien si uno sabe cómo actuar bien. Es verdad que se aprende a actuar actuando, pero, para empezar a actuar, es necesaria una idea básica. Este punto es muy importante. El artista ha de saber artes, para hacer artes hay que saber antes. Para hacer política -que es un arte- hay que saber política. Es verdad que uno acaba de saber cuando se pone a hacer las cosas. En política, se acaba de aprender cuando se está haciendo. Pero no se puede empezar a hacer política sin unas ideas básicas. No se puede pensar que la política es la pura organización, la pura posibilidad. En política estamos desde luego en el reino de la posibilidad pero hay una teoría, un saber.”
  • 19. 23 Hay que discernir correctamente en qué momento estamos teorizando y en cuál estamos preparando la acción. En cuanto teorizamos debemos buscar lo permanente. En cuanto estamos haciendo política debemos limitar el momento político y ser capaces de tomar la decisión correcta en el momento oportuno. La conversión de ese saber en saber práctico será una tarea de prudencia. La verdad práctica no puede ser deducida, sino que debe ser deliberada. Porque la meta de una deducción es una conclusión pero la meta de una deliberación es una decisión. En el conocimiento teórico hay una regla básica: las conclusiones no pueden ser más extensas que sus premisas. No así en lo práctico. Allí la decisión adiciona lo imprevisto y sólo puede evaluar el resultado una vez que se convierte en pasado. Sin embargo esa verdad práctica, evaluada y contrastada, lamentablemente no es aplicable a otro caso. Sólo puede servir de precedente. Por eso, en adelante, vamos a hablar de criterios y de aproximaciones pero no de reglas o leyes para configurar lo político. Porque todo depende de lo que resulte de la combinación del conocimiento teórico y la realidad.
  • 20. 24 3. EMPECEMOS POR EL PRINCIPIO En el principio de la política está el hombre, es decir nosotros (vos y yo). ¿Qué es el hombre? Y sobre todo ¿Qué rol juega la política en la realización del hombre? La pregunta no es menor, porque de la concepción antropológica, dependerá la concepción política. En esta ventaja histórica que nos da el hecho de vivir en el siglo XXI, podemos darnos el lujo de invitar a los grandes autores a un debate público sobre el hombre como fundamento de la política. Es el beneficio de ser posmodernos. En sus cinco minutos iniciales, Aristóteles marca el criterio que inspiró a los pensadores clásicos durante más de veinte siglos: “La Polis es una de las cosas naturales, y el hombre es por naturaleza un animal político... Si hay algún hombre que no sea civil, a causa de la naturaleza, o es un inútil, porque esto acontece por la corrupción de la naturaleza humana, o es mal hombre, o más que hombre”. Sin embargo, Hobbes, marca el contrapunto: “Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera: la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”. De la visión aristotélica se fundamenta una teoría finalista, es decir que entiende que la política tiene un fin, que es el bien común. “El buen vivir es, según Aristóteles, el fin principal de la ciudad o del régimen, tanto de todos en común como aisladamente”. ¿Qué es el bien común? Juan XXIII, el Papa bueno, sugiere que el bien común “abarca el conjunto de condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo consciente y pleno de su propia perfección”. Sin embargo, como señala John Gray, “los postulados de Hobbes, acerca de la condición humana -su aseveración de que cada hombre actúa siempre en función de su propio beneficio, su creencia de que los hombres tienden por fuerza a evitar la muerte violenta como el mayor de los males, y su insistencia en que la mayoría de las cosas buenas en la vida son inherentemente escasas-, lo llevan a rechazar de forma contundente las nociones clásicas del
  • 21. 25 bien o fin supremo de la vida humana, así como el lugar que había ocupado en la filosofía social la concepción clásica del bien común”. ¿Qué criterio vamos a utilizar para "salvar a la política"? Uno tiene a la convivencia política como una solución que el hombre acepta naturalmente y que lo ayuda a realizarse. El otro asume lo político como un acuerdo "porque no hay más remedio" y para evitar las consecuencias de la naturaleza humana. Uno se atreve a marcar como fin de lo político la consecución del bien común, que es la base del bien individual. El otro, limita la potencialidad de lo político a estrictos parámetros de justicia. Comienza a regir nuestro compromiso de ser prudentes y de escuchar "todas las campanas", antes de tomar una decisión. 1. La visión clásica ¿Qué significa que el hombre sea -por naturaleza- un animal político? En primer lugar que necesita, para sobrevivir y para su realización, de otras personas; de la comunidad. El individualismo es, en este primer sentido, una ficción, un imposible, que no da cuenta de la experiencia sensible. Es un dato incontestable de la realidad que los hombres nacemos ya en un entorno social, del cual depende nuestra supervivencia en los primeros años en forma intensa, pero también a lo largo de nuestra vida; y no sólo en el marco de la familia, sino también en el de la comunidad. Es evidente también que el proceso de socialización nos configura culturalmente en un grado superlativo. Construir una teoría política que parta de una negación de estos supuestos o que los subestime parece un error grosero. Un profesor -Carlos Alvarez Tejeiro- decía que "todas las mañanas se miraba el ombligo, como única marca que le quedaba en el cuerpo, para recordarle que dependió de su madre y de todos los seres queridos para ser quien es. ¿Cómo explicar entonces la arrogancia individualista? Sin embargo Aristóteles, con su “zoon politikon”, quiso ir mucho más allá de la simple sociabilidad humana. Ser político no significa únicamente la capacidad de relacionarse con los demás y la necesidad de hacerlo, sino además la capacidad de organizarse políticamente con ellos en atención a un fin común. En un segundo sentido, entonces, la vocación política natural del hombre supone, no sólo una tendencia a la sociabilidad, a necesitar de los demás, sino también una natural tendencia a aceptar una organización política para un mejor vivir: compartir metas políticas, establecer medios y respetarlos en una convivencia armónica. Los hombres no se reúnen y se organizan en una estructura política sólo por interés o por placer, sino también porque su misma esencia los convoca a vivir organizadamente con sus próximos y en general con todos los hombres. Hay una predisposición de cualquier humano en cuanto tal, a sumarse a una organización política y aceptar sus aparentes limitaciones en atención a fines superiores. Este segundo sentido hace de la política un atributo verdaderamente humano. Signos de sociabilidad muestran muchas especies animales, aunque podamos discutir cuál es la
  • 22. 26 denominación adecuada de sus formas de convivencia (puede que sociabilidad no sea un término correcto en sentido estricto). Pero sólo el hombre muestra la aptitud y la necesidad de vivir en un entorno político desde el momento que nace y hasta que muere. Por tal motivo, Santo Tomás no duda en afirmar que, aún en el paraíso, aunque el hombre no hubiera sucumbido al pecado original, hubiera necesitado de todos modos de una organización política. Bajo esta óptica, el pensador, en su Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, marca como objetivos del gobernante no sólo la convivencia pacífica, sino también la búsqueda del bien. "El rey debe dirigir sus cuidados especialmente a que la sociedad dirigida por él viva rectamente... y para que la sociedad viva rectamente se requieren tres cosas: primera que viva en paz, segunda que la sociedad unida con el vínculo de la paz dirija sus esfuerzos a obrar bien, tercera, que el gobernante tenga cuidado de que haya suficiente abundancia de todo lo necesario para la vida” 2. La visión moderna Con Hobbes, el pensamiento moderno -¿y nosotros mismos?- ponemos en duda la "naturalidad" de nuestra vocación como seres humanos de vivir organizados políticamente y nuestra capacidad de buscar un bien común. Bajo esta óptica vemos al hombre en su faz política más como un ser egoísta que como un ser sociable y desinteresado, capaz de convivir en un ámbito, no sólo ordenado, sino también armónico de convivencia. La noción individualista del hombre fue un proceso vinculado a la liberación del hombre de los rígidos moldes del antiguo régimen de la edad media. Sin embargo, esta liberación se forjó sobre una concepción del hombre en la que, un exceso de racionalidad cartesiana, nos obligó a ser superficiales. La concepción moderna del hombre es el fruto de una paulatina reducción de la realidad y de la potencialidad de la naturaleza humana, por una necesidad de “rigor científico” importado de las ciencias naturales. Por influencia del método newtoniano los pensadores modernos quisieron explicar la esencia humana de un modo que fuera coherente y sistemático y que se subordinara a un criterio único. Primero extirparon al hombre de su entorno cosmológico. Es decir lo separaron de su relación con el mundo, con los demás y con lo trascendente. De esta manera lo liberaron de las ataduras del argumento de autoridad, utilizado por la Iglesia durante tantos siglos. Sin embargo, como consecuencia negativa, separaron de tal manera Fe y Razón que le impidieron proyectar al ámbito de lo político una parte constitutiva de su ser. Luego diseccionaron diferentes partes de su cuerpo, de su espíritu y de su alma, para finalmente hacer que prevaleciera uno de estos aspectos como el determinante de su naturaleza o de su conducta. En verdad es larga la lista de científicos que ayudaron, consciente o inconscientemente, a construir esta concepción individualista del hombre. En definitiva es la rica y larga historia de la modernidad.
  • 23. 27 Hobbes dispone la piedra angular en el pensamiento político moderno para la recepción del individualismo. “El hombre es el lobo del hombre” y sólo un poder absoluto en el que todas las personas deleguen su autoridad podrá mantener una vida civilizada en sociedad. John Locke matiza esa primera descripción, para salvaguardar la libertad individual. “Los hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza para entrar en la Sociedad, de no ser para salvaguardar sus vidas, libertades y bienes”. El pensador inglés le ha quitado el dramatismo hobbesiano a la naturaleza humana pero ha seguido la línea de pensar que el hombre no es por naturaleza político, sino por conveniencia, lo que lo lleva a consensuar la existencia de una autoridad con poderes limitados. “Siendo los hombres libres e iguales e independientes por naturaleza, según hemos dicho ya, nadie puede salir de este estado y verse sometido al poder político de otro, a menos que medie su propio consentimiento. La única manera por la que uno renuncia a su libertad natural y se sitúa bajo los límites de la sociedad civil es alcanzando un acuerdo con otros hombres para reunirse y vivir en comunidad”. De esta manera ha dado un fin más concreto a la delegación de poder en un sistema individualista. Locke parece decir: en verdad no somos tan malos y podemos convivir libremente disfrutando de nuestras propiedades. Sólo necesitamos de lo político para contener a los inadaptados. La base de lo político es la propiedad privada: lo mío. Es Adam Smith, quien un siglo después incorpora un nuevo elemento a la concepción individualista, al justificar el egoísmo como una virtud positiva de consecuencias positivas para la sociedad. De esta manera el individualismo comienza a configurarse como una ideología del bien común y de la realización personal. La justificación parte de un principio unitario para explicar el comportamiento humano: el principio de simpatía; la necesidad de aceptación social que equilibra al hombre y también a la sociedad. Smith explica su principio socializador en estos términos: “La naturaleza, cuando configuró al hombre para la sociedad, lo dotó de un deseo original de agradar y una aversión original a ofender a sus hermanos. Ella le enseñó a sentir placer en su juicio aprobatorio y dolor en los desaprobatorios”. El principio es débil, pero le pareció suficientemente válido como para sostener: “Es evidente, que estos dos sentimientos (simpatía del agente y del espectador) mantienen una correspondencia mutua, suficiente para conservar la armonía en la sociedad. Aunque jamás serán unísonos, pueden ser concordantes y esto es todo lo que hace falta y se requiere.” De una visión del hombre llegamos así a una concepción política. El pensador de la ilustración escocesa se atreve a dejar el devenir de lo político al cuidado de “la mano invisible” porque tiene confianza en el funcionamiento de la sociedad como si fuera una maquinaria afinada. “(Los ricos) están guiados por una mano invisible para realizar casi la misma distribución de las necesidades de la vida, de las que se podría haberse realizado si la tierra hubiera sido
  • 24. 28 dividida en proporciones equitativas; sin intentarlo, sin saberlo, el rico procura los intereses de la sociedad y provee los medios para la multiplicación de la especie”. Jeremy Bentham, en el siglo XIX, va más allá del utilitarismo escocés y asienta las bases de un utilitarismo democrático. Bentham inicia su obra más conocida, Introducción a los principios de la moral y la legislación, con las siguientes palabras: “La naturaleza ha colocado a la Humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos corresponde señalar lo que debemos hacer así como determinar lo que haremos. Aferradas a su trono, se hallan, por una parte, la norma de lo justo y por la otra la cadena de causas y efectos. Nos gobiernan en lo que hacemos, en lo que decimos, en lo que pensamos, todo esfuerzo que hagamos para librarnos de su sujeción sólo servirá para demostrarlo y confirmarlo. (...) El principio de utilidad reconoce esta sujeción y la considera como el fundamento de este sistema, el objeto del cual es alzar la fábrica de la felicidad con las manos de la razón y de la ley. Los sistemas que tratan de ponerlo en tela de juicio se refieren a palabras sin significado en vez de dirigirse a los sentidos, al capricho en lugar de la razón, a la oscuridad en vez de la luz”. De una antropología llegamos a una filosofía política. El padre del utilitarismo sentencia: hay que gobernar tratando de lograr la felicidad para el mayor número de personas. Y la felicidad estará dada por lo que la mayoría determina sobre el placer y el dolor. Ya en el siglo XIX podemos citar a John Stuart Mill, que hace del individualismo casi una religión en la que él cree fervientemente, como herramienta para que las personas asuman su plena libertad. Revisemos su concepción antropológica: “Personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales (...) Las mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre seres humanos en sus placeres y dolores, y en la mera de sentir la acción de las diferentes influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y estética de que su naturaleza es capaz”. De allí, Mill extrae su concepción política liberal: "Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entrometa en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría más feliz, porque, en opinión de los demás hacerlo sería más acertado o más justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente".
  • 25. 29 El final de esta "breve historia de las ideas políticas modernas" está dado por la pregunta con la que inicia su reflexión política uno de los más célebres autores liberales del siglo XX, John Rawls: “¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que aparecen divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles?” En definitiva, lo que en un momento producía el individualismo, que era expectativa como herramienta de orden y progreso social, ahora, luego de una experiencia de más de cinco siglos, se nos muestra como un problema de difícil solución. ¿Podremos vivir juntos? -el título de uno de los libros de Alain Touraine- sigue desafiándonos en su respuesta. 3. Visión integral del ser humano Advirtamos la diferencia entre una visión integral y la concepción individualista; autores que apoyaron toda su concepción política en un aspecto específico del hombre sin comprenderlo en su totalidad. No hay que subestimar sus reflexiones que, en la mayoría de los casos han enriquecido y han sido determinantes en esta tarea de conocer al hombre, pero sí hay que tener presente su parcialidad. Son visiones fragmentadas del hombre. Cuando Descartes descubre lo inmanente del hombre “cogito ergo sum”, Maquiavelo su “deseo de gloria”, Hobbes su carácter egoísta, Hume o Bentham el utilitarismo de sus decisiones y Freud la relevancia del subconsciente en su conducta, cada uno realiza un aporte fundamental en la comprensión de este ser paradójico que somos todos, por ser hombres y por ser “nosotros”. Pero absolutizar una dimensión humana en desmedro de otras, es una apreciación incorrecta de lo que verdaderamente somos: seres pluridimensionales, que a la vez logramos alcanzar una cierta distancia de cada una de las dimensiones que componen nuestra esencia. No somos únicamente personajes egoístas y violentos, ni tampoco sólo caritativos y sociales. Ni pura razón, ni sólo voluntad; ni absolutamente libres, porque cargamos con las necesidades de nuestro cuerpo, ni un espíritu que transitoriamente rellena una materia. Somos seres absolutos pero también limitados por algunas dimensiones, finitos. Ser absoluto y no finito es lo propio de Dios, finito y no absoluto es la característica de los seres naturales. Pero el hombre, he allí la verdadera paradoja humana, es absoluto pero también limitado y finito. Es necesario, entonces, tener en cuenta los aportes de estos científicos. Pero, perdón por la insistencia, una teoría política verdadera debe superar esos planteos parciales para ser armónica con un todo-hombre. Un ser humano integral, que puede ser analizado, pero que a la vez exige síntesis. Vale la pena extraer un pensamiento de Hermann Heller que podría resumir nuestra vocación: “Hay que partir pues, de esta vida real del hombre para comprender la estructura y funciones peculiares del Estado y de las demás formas de acción humana. Pero si no se
  • 26. 30 quiere tener una falsa imagen de la realidad personal y social no se debe convertir a una función vital en sustancia haciendo de las demás meras funciones de ella. La vida real del hombre debe ser comprendida en su total existencia, corporal, psíquica y espiritual, en la unidad total de las funciones de su vida, tanto sexuales, técnico-económicas, pedagógicas o políticas como religiosas artísticas o de otra clase. Pues de todas estas actividades voluntarias internas y externas se compone la realidad del hombre, que aunque presenta grandes variaciones a través de la historia, su anatomía existencial no puede ser nunca estudiada a través de las unilateralidades y degeneraciones de su patología”. Bajo esta óptica podemos asegurar que la politicidad es natural a los seres humanos. Sin embargo esta cualidad esencial no determina “automáticamente” a los hombres en sus relaciones con los demás. Con palabras del pensador español Leonardo Polo, se puede afirmar que: “La sistematicidad social es inseparable del crecimiento sistémico del hombre, con el que guarda una conexión de fundamentación. Por tanto, también la consistencia social depende de la libertad y no está enteramente garantizada: no es estática, no está dada” En términos más sencillos: la naturaleza inspira al hombre a la sociabilidad y a la politicidad como la conciencia inspira a hacer el bien, pero queda en él, la decisión de que la comunión se realice en plenitud o, por el contrario, que se frustre o se desarrolle al mínimo en forma “antinatural”. Como señala Erich Fromm: “No le ha sido dada la humanidad al hombre de la misma manera que le ha sido dada la animalidad al animal; porque la animalidad le ha sido dada al animal en forma terminativa y acabada, en cambio la humanidad le ha sido dada al hombre en forma principiativa o germinativa. El animal no tiene que hacerse animal, pero el hombre tiene que hacerse hombre”. 4. Diferencias entre la visión clásica y la moderna El liberalismo moderno renunció al desafío de alcanzar el bien común espantado por las acciones totalitarias que había justificado este propósito a lo largo de la historia. El pluralismo social -valor político de importancia creciente- exigió y exige hoy, un ámbito político que evite interferir en las conductas de sus miembros, salvo en aquellos casos en que esa conducta afecte el ámbito de libertad individual de los demás. Como señala Alasdair Macintyre: “Por descontado, en el planteamiento de la relación entre el carácter moral y la comunidad política hay una diferencia fundamental entre el punto de vista de la modernidad individualista liberal y la tradición antigua y medieval de las virtudes. Para el individualismo liberal, la comunidad es sólo el terreno donde cada individuo persigue el concepto de buen vivir que ha elegido por sí mismo, y las instituciones políticas sólo existen para proveer el orden que hace posible esta actividad autónoma. El gobierno y la ley son, o deben ser, neutrales entre las concepciones rivales del buen vivir, y por ello, aunque sea tarea del gobierno promover la obediencia a la ley, según la opinión liberal no es parte de la función legítima del gobierno el inculcar ninguna perspectiva moral. En cambio según la opinión antigua y medieval que he esbozado, la comunidad política no sólo exige el ejercicio de las virtudes para su propio mantenimiento, sino que una de las obligaciones de la autoridad es educar a los niños para que lleguen a ser adultos virtuosos”
  • 27. 31 La modernidad, por tanto, desplazó las ideas clásicas que se interrogaban acerca del régimen óptimo por una reflexión más instrumental, por decirlo de alguna manera. En el régimen óptimo, justicia y bien encontraban la unidad, pero ahora es la justicia la que debe ser garantizada y a través de ella la libertad privada. El bien se logra, finalmente, por la libre interacción de los individuos. Este aborto del bien como fin de la polis, sin embargo, no está exento de contradicciones. En el inicio, la pregunta obligada: ¿Cómo alcanzar un criterio de justicia que no haga referencia a un criterio objetivo de lo bueno y lo malo? Desde esa pregunta inicial a esta otra: “¿Pueden los gobiernos renunciar a la vocación pública de establecer cuál es la mejor clase de vida para sus ciudadanos?” se desarrolla el debate político-moral contemporáneo sobre todo entre los autores liberales y el grupo heterogéneo de autores “comunitaristas”. No obstante, debemos ser realistas: hoy el mundo, al menos el mundo occidental, es individualista. Y cada uno de nosotros lleva el individualismo como una marca grabada a fuego en su alma. Habrá distintas posturas ideológicas respecto a lo político: más liberales, más socialistas, más de izquierda, más de derecha, pero todas parten de ese fundamento común que es el individualismo moderno. Nuevamente el pensador Macintyre resume nuestra actual situación. “Una supuesta oposición entre individualismo y colectivismo, apareciendo cada uno en una pluralidad de formas doctrinales. Por un lado se presentan los sedicentes protagonistas de la libertad individual, por el otro los sedicentes protagonistas de la planificación y la reglamentación, de cuyos beneficios disfrutamos a través de la organización burocrática. Lo crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo a saber que tenemos abiertos sólo dos modos alternativos de vida social, uno en que son soberanas las opciones libres y arbitrarias de los individuos y otro en que la burocracia es soberana para limitar precisamente las opciones libres y arbitrarias de los individuos. En este clima de individualismo burocrático el yo emotivista tiene su espacio natural”. Alexis de Tocqueville, hace más de un siglo, reconocía este triunfo del individualismo y sus consencuencias en forma certera: “Cada persona, retirada dentro de si misma, se comporta como si fuese un extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus buenos amigos constituyen para él la totalidad de la especie humana. En cuanto a sus relaciones con sus conciudadanos, puede mezclarse entre ellos, pero no los ve; los toca pero no los siente, él existe solamente en sí mismo y para él sólo. Y si en estos términos queda en su mente algún sentido de familia, ya no persiste ningún sentido de sociedad”. 5. Consecuencias del individualismo La concepción del hombre como "individuo" intenta alcanzar un concepto de vocación universal. Sin embargo, paradójicamente, produce un prototipo que no es predicable de todos los seres humanos, justamente, por las diferentes circunstancias que condicionan a los hombres y que no son tomadas en cuenta. La carga de abstracción, genera un divorcio, por decirlo de algún modo, entre las estructuras políticas y jurídicas formales y la realidad: un ser humano mucho más rico en matices antropológicos, pero a su vez, más indigente en sus posibilidades reales.
  • 28. 32 Nos enfrentamos aquí a uno de los problemas fundamentales del individualismo: lejos de incluir a todos los miembros de la polis discrimina a aquellos que no cumplen con los caracteres básicos del individuo supuesto. A primera vista, al defender el presupuesto de que todos los hombres somos libres e iguales, estamos confirmando una vocación inclusiva. Sin embargo, el desafío de la adecuación a ese presupuesto revierte en desmedro del ser humano real. Llegamos así a un ser humano protegido formalmente por el ordenamiento político y jurídico, pero obligado a cumplir por sus propios medios con las condiciones que exige ese supuesto formal, para poder disfrutar verdaderamente de los beneficios del status de ciudadano, de persona jurídica, y de agente del mercado. Como consecuencia se genera una tendencia exclusiva en el plano real. En los contenidos sustantivos de su propuesta política, el individualismo se presenta por tanto, como una teoría de carácter estático en lo referente a la actualización de los grandes ideales de Occidente. La Ilustración pretendió terminar con las diferencias y las contradicciones que la realidad política producía entre las personas. Sin embargo, su idealismo, jamás reconocido, fue pretender esa actualización a través de “un papel” que estipulara los derechos fundamentales: libertad e igualdad para todos los ciudadanos. De ese modo se quiso alcanzar un estadio que siempre se había presentado como el resultado futuro y casi imposible de un largo recorrido histórico. Un camino cuya distancia fue subestimada por el ideal revolucionario. La estipulación legal de todos los anhelos comunes -la carta de los derechos ciudadanos de la Revolución Francesa o la Constitución de Filadelfia- tiene en el Estado moderno este sentido final; representa la realización del máximo desarrollo político de la humanidad; una realización formal del telos político. “Los representantes del pueblo francés (...) han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre (...) con el fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas a partir de ahora, sobre principios sencillos e indiscutibles, deriven siempre en el mantenimiento de la constitución y en la felicidad de todos”. En este esquema, el progreso social queda fuera del ámbito político; deja de canalizarse a través de él y se convierte en un problema "privado". La idea de progreso en lo político o hasta de cambio o transformación en las sociedades que ya han concertado un orden político y jurídico individualista pasa, de ser una empresa de todos, a convertirse en un juego de tensiones entre los que quedaron afuera del sistema y los que se benefician de él. La teoría individualista, por supuesto, no reconoce esta falencia y mantiene una esperanza en que la fuerza de la libertad, la libre iniciativa privada, ordenará las tensiones. 6. Intimidad sin referencia al bien común El egoísmo es una característica añadida del individualismo liberal. Es decir, no necesariamente todo planteamiento liberal asienta sobre el egoísmo humano. El pensador canadiense Charles Taylor ha cuidado de distinguir el ideal moderno de la autenticidad como
  • 29. 33 fundamento de un individualismo pleno de contenido, de su correlato extremo y degenerado que invoca la indiferencia social y al egoísmo. A mi entender, la distinción no es tan clara como Taylor pretende, pero sí es verdad que el egoísmo no es un elemento estructural de la tradición liberal. Su añadidura, sin embargo, afecta de manera real a muchos otros aspectos típicos de la modernidad que, de por sí solos, tal vez podrían significar un avance en la acción del hombre por mejorar su condición de vida. Un ejemplo es la esfera íntima de lo privado, establecido como un ámbito necesario para el desenvolvimiento personal. Es ésta una verdadera conquista del liberalismo político prácticamente desconocida por las antiguas civilizaciones o la Europa medieval. No obstante, su trascendencia es “oscurecida” con esta cualidad negativa. Analicemos el asunto. Desde lo político, el liberalismo sólo permite que se exija al individuo un comportamiento correcto, para utilizar la clasificación smitheana. Sin embargo, se debe dejar a la esfera privada las decisiones sobre un comportamiento meritorio. Tal conducta dependerá de las exigencias morales que cada uno se imponga. ¿Y cómo actuarán los hombres? El asunto es importante porque ya subrayamos que es lo privado, en esta visión, lo que define a lo público. Por tanto, debemos encontrar algún parámetro. Como la respuesta no es decisiva, y a lo más es simplemente tentativa, los autores liberales se ven obligados a establecer una presunción. A los efectos políticos la presunción básica es que, desde lo privado y hacia la sociedad civil, los hombres actuarán conforme a sus intereses personales, inspirados por móviles egoístas o, al menos, desinteresados para con los intereses de otras personas o aquellos que sean comunes. ¿Cuál es el problema? Que esta presunción se realiza en toda la estructura de lo político y termina por condicionar a las personas en su faz privada. Es así como el hombre no encuentra en lo público canales de interacción pensados en términos morales, ni tampoco cánones comunes para establecerlos por vía privada; y los limitados cánones de intercambio económico le resultan insuficientes. Por tanto, se ve “encerrado” en su intimidad como bien lo describe David Riesman en su libro La muchedumbre solitaria o Richard Sennet en El declive del hombre público. Dicho encierro termina por atrofiar el yo, que se deja seducir por las tendencias egocéntricas pensadas -en principio- sólo como supuestos hipotéticos de lo político y lo social. 7. El desafío de superar el modelo individualista Para terminar el análisis del individualismo liberal debo decir que, de respetarse los supuestos fundamentales que funcionan como axiomas de la modernidad -me atrevería a decir los “dogmas” del espíritu moderno- no sólo en su formulación teórica, sino también en su contradictoria praxis, el ámbito de lo político no parece tener otra salida que conformarse con el esquema propuesto por John Rawls.
  • 30. 34 ¿Qué dice Rawls? Frente a sociedades profundamente divididas por doctrinas comprehensivas del bien, fundadas sobre bases individualistas y gobernadas por regímenes democráticos, la única fórmula parece ser: prioridad a las libertades básicas en cuanto puedan ser armónicas en su disfrute igualitario, igualdad formal de oportunidades y un principio que limite los excesivos contrastes en las comparaciones interpersonales. El que pretenda ensayar una propuesta alternativa -hablar de bien común como fin de lo político por ejemplo- parece destinado a seguir el camino de los totalitarismos. Los que, como nosotros, se atrevan a dudar de este fatalismo y objeten la arbitraria separación de la libertad y el bien común, deberán objetar las bases mismas de la cultura occidental moderna representada por el individualismo liberal.
  • 31. 35 4. EL BIEN COMÚN ¿EXISTE? Hemos transitado un largo y árido camino para comprender por qué la noción de bien común ha sido extirpada de la deliberación política contemporánea. Descubrimos por qué el modelo individualista que hoy nos rige es enemigo de planteos comunitarios. Si se menciona el bien común, es con un carácter instrumental y limitado. La visión individualista del bien común es evidente, como dijimos, en John Rawls, el actual defensor del liberalismo de carácter social. Él afirma: “La idea de la primacía de lo justo es un elemento esencial de lo que he llamado ‘liberalismo político’ y desempeña un papel central en la versión de la justicia como equidad. Esa primacía puede dar lugar a malentendidos: podría pensarse, por ejemplo que implica que una concepción política liberal de la justicia no puede servirse de ninguna idea del bien, salvo, quizá, las puramente instrumentales o las que se reducen a las preferencias o a las elecciones individuales. Lo cual necesariamente es falso, pues lo justo y lo bueno son complementarios: ninguna concepción de la justicia puede basarse enteramente en uno o en el otro, sino que ha de combinar ambos de una determinada manera.” Rawls parece abrir paso al bien común, pero debemos interpretarlo con cuidado: el individualismo no está en este párrafo, sino más bien en la forma en que construye su versión de la justicia como equidad. El pensador norteamericano obliga a las partes que acuerdan esos criterios de justicia a cubrirse de un “velo de ignorancia”. “(El velo de ignorancia) implica no permitir que las partes conozcan la posición original de quienes representan, o la particular doctrina comprehensiva de la persona que cada uno representa. La misma idea se hace extensiva a la información sobre la raza y el grupo étnico de pertenencia de las personas, sobre el sexo y el género, así como sobre sus variadas dotaciones innatas, tales como el vigor y la inteligencia. Expresamos figurativamente esos límites a la información diciendo que las partes están detrás de un velo de ignorancia” El velo de ignorancia impide traer a la mesa de debate sobre lo que es justo, posiciones sociales, creencias, ideologías, etc. Según él, sólo deben valerse de ideas del bien razonables, y en un sentido muy restringido: “Las ideas del bien incluidas deben ser ideas políticas; esto es, deben pertenecer a una concepción política razonable de la justicia, de manera que podamos suponer: a) que son, o pueden ser, compartidas por los ciudadanos, considerados como libres e iguales; y b) que no presuponen ninguna doctrina particular plenamente (o parcialmente) comprehensiva”. Este es el supuesto central de lo que Rawls ha llamado “la primacía de lo justo”.
  • 32. 36 Ocurre que Rawls junto a todos los autores modernos se contentan con un bien social definido en estos términos: “La noción de sociedad como una unión social de uniones sociales muestra no sólo cómo le es posible a un régimen de libertad dar acomodo a una pluralidad de concepciones del bien, sino también coordinar las varias actividades posibilitadas por la diversidad humana hasta conseguir un bien más englobante al que todos pueden contribuir y en el que cada uno puede participar. Obsérvese que para definir este bien más englobante no basta una mera concepción del bien, sino que es necesaria una particular concepción de la justicia, a saber, la justicia como equidad”. La crítica más profunda a esta visión es la imposibilidad de comprender lo que es justo si no es a la luz de lo que es bueno. Y en esa idea de lo bueno -del bene vivere o del bien común- la razón no puede ser una limitación, sino que por el contrario debe convertirse en el motor que nos conduzca hasta el fin. 1. El bien para el hombre ¿Qué es el bien? Para los miembros de una especie determinada, el bien se define como el fin que les permite, en tanto que miembros de esa especie, alcanzar el nivel de perfección que les es propio. Esto supone varias ideas que aquí sólo podemos bosquejar. En primer lugar, que toda actividad humana tiende a un fin y que el agente siempre procurará que ese fin sea bueno para él, aunque objetivamente esté equivocado. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, afirma: “Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden” Sin embargo, el estagirita cuida de subrayar que el bien no es sólo un ente ideal especulado en la mente, sino más bien una empresa humana; una tarea que hay que realizar paso a paso. El bien es a la vez aspiración y producto. Es, puede decirse, un bien construido. Es mentira, entonces, que uno pueda elegir el medio con independencia del objetivo porque, en la vida práctica, el bien se encuentra en cada “escala” que el hombre transita para llegar al bien supremo posible. El medio también es bien; también es bueno o, en su defecto, malo. En su libro Tras la virtud, Alasdair Macintyre (a quien seguiremos en varios aspectos a lo largo de este capítulo) explica: “Lo que constituye el bien del hombre es una vida humana completa, vivida de la mejor manera, y la práctica de las virtudes forma parte de esa vida de manera necesaria y fundamental: no es un mero ejercicio preparatorio para el logro de dicha vida. Por consiguiente, no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin habernos referido antes a las virtudes”. Lo antedicho incide en nuestra reflexión puesto que las reglas de las cuales tiene necesidad un animal racional como el ser humano para actuar en forma justa, es decir en forma acertada con respecto a ese fin, no son reglas independientes a él, ni al desarrollo de su vida; no son externas a la esencia de ese fin.
  • 33. 37 Recordemos lo que en su momento afirmamos, pues está vinculado con esta última reflexión: como agentes políticos nos encontramos con un presente, nuestra realidad o si se quiere nuestro ser, pero ante un objetivo futuro, un deber ser; el objetivo puede ser potencial en cada uno de los pasos intermedios pero a la vez se realiza, puesto que en cada uno se hizo “lo posible”. Por todo esto quienquiera que ignore aquello que es su bien pierde por ello el sentido que le permitirá actuar de manera justa en cada circunstancia específica. Hasta aquí surge que, para un acuerdo racional sobre las reglas morales de la sociedad, las normas de justicia entre ellas, es necesario un previo acuerdo del mismo carácter sobre la naturaleza del bien humano. Sin embargo con nuestra primera conclusión hemos “arribado” muy lejos de las costas modernas puesto que, en las sociedades liberales contemporáneas una de las afirmaciones centrales es que las instituciones públicas, y en especial el gobierno, deben mantener una neutralidad con respecto a las concepciones rivales del bien humano. Desde el punto de vista liberal, la adhesión a una concepción particular del bien limitaría la capacidad de cada individuo de elegir por sí mismo cuál es su propia visión del bien. 2. El bien como una elección personal De inmediato se advierte que el liberalismo mantiene un postulado implícito: un debate entre las concepciones particulares del bien no puede ser aceptado en el debate público, porque no se llegará a un resultado racionalmente convincente para todos. Muchos liberales sostienen que el valor de la autodeterminación es tan obvio que no requiere ninguna defensa. Argumentan que permitir que las personas se autodeterminen constituye el único modo de respetarlos como seres morales plenos. Sin embargo hay una pregunta que no ha sido respondida: para que la libertad tenga opciones significativas para el que decide, ¿no debe existir una base común, con parámetros públicos sobre lo que constituye la mejor clase de vida para un ciudadano? Hablamos de parámetros que superen el simple esquema libertad privada-coacción pública. Los liberales consideran tales políticas una limitación ilegítima de la autodeterminación, no obstante lo plausible que pueda ser la teoría del bien subyacente. No sólo porque puede atentar contra mis propias convicciones, sino también porque puede coartar mi libertad de cuestionar tales creencias a la luz de cualquier otro argumento que ofrezca nuestra cultura. El liberalismo en definitiva tiene miedo del totalistarismo y, hay que reconocerlo, su miedo es fundado por la experiencia histórica. Es el miedo que tenemos todos. Lo que nos hace ser liberales aun sin serlo. Por ello, el gran principio liberal es “el principio de adhesión”. El miedo nos lleva a sentenciar: salvo aquellas cosas prohibidas y exigidas al solo efecto de una convivencia pacífica, todo lo demás debe pasar por el tamiz de una decisión libre. Nuevamente debemos adentrarnos en el ámbito de la antropología filosófica. Aquella visión de la persona propia del individualismo que estudiáramos más arriba, vislumbra un ser humano apreciado como elector autónomo de fines. Y la apreciación lleva a conceder una
  • 34. 38 prioridad absoluta sobre esos fines. Lo que básicamente merece respeto de los seres humanos es su capacidad para escoger objetivos y fines, y no las elecciones específicas que haga. El mismo Rawls lo afirma: “El yo es anterior a los fines que establece” Esta concepción lleva a Rawls a imaginar el momento constitutivo de las reglas sociales de convivencia como una posición original cubierta por aquel “velo de ignorancia”. Esto representa la idea que, en el actuar público, las personas sólo consensúan principios de justicia razonables para cualquier ser humano, sin importar su concepción de vida, como aceptando que -al no poder ponerse de acuerdo en nada más, al menos llegan a un acuerdo básico sobre el respeto por sus libertades, mientras nos dañen las libertades de otros y una pauta de equidad elemental para tener algún patrón de proporción. Una tal concepción voluntarista de la persona y respecto a los fines y valores que hacen a su identidad ¿es real? o lo que es igual ¿es verdadera? En primer lugar habría que afirmar aquello que Michael Sandel reprocha a Rawls: “Una consecuencia de esta distancia es situar al yo fuera del alcance de la experiencia, hacerle invulnerable, fijar su identidad de una vez por todas. Ningún compromiso llegará a absorberme hasta el extremo de no poder conocerme a mí mismo prescindiendo de él. Ningún cambio de mis propósitos y proyectos de vida puede ser tan perturbador que difumine el perfil de mi identidad. Ningún proyecto puede ser tan esencial como para que su abandono cuestione la persona que soy. Dada mi independencia respecto a los valores que poseo siempre puedo separarme de ellos, mi identidad pública como persona moral no se ve afectada porque cambie a lo largo del tiempo mi concepción del bien” Rawls, a esta primera objeción, responde con una limitación de su concepción de la persona, al sostener en su segundo libro "Liberalismo Político", que no defiende una postura metafísica, sino más bien una postura política. En base a la realidad de una cultura democrática contemporánea, lo único que podemos atribuir a la persona en el ámbito político, son los atributos de libre e igual. Todo lo demás existe y es importante, pero quedará reservado a la esfera privada o como máximo a la esfera social. No podrá ser invocada jamás en el marco político. 3. ¿Qué valor tiene la comunidad política? Sullivan parece tener razón cuando señala que "la realización de uno mismo e incluso el desarrollo de la identidad personal y el sentido de nuestras vidas en el mundo dependen de la actividad social”. Este proceso compartido es la vida civil y su fundamento es el compromiso con otros: otras generaciones, otros tipos de personas cuyas diferencias son significativas porque contribuyen al edificio sobre el cual descansa nuestro sentido particular del yo. Así, la mutua interdependencia constituye el concepto fundacional de la ciudadanía. Fuera de una comunidad lingüística de prácticas compartidas, el homo sapiens biológico existiría como una abstracción lógica, pero no podrían existir los seres humanos. Este es el significado