5. Este libro está dedicado con amor y admiración
a mi increíble hijo Dale por permitirme contar su historia.
Sin su apoyo y colaboración, no habría sido posible.
6.
7. Índice
Prólogo 9
1 Las palabras 11
2 Un niño diferente 19
3 “Árbol” 31
4 La explosión 39
5 La visita 51
6 El verano del infierno 63
7 La guerra: primera parte 77
8 La guerra: segunda parte 91
9 Thomas, un tren muy útil 103
10 Henry, un perro muy útil 117
11 La voz 131
12 La patada 149
13 A toda costa 165
14 Un tributo digno 179
15 El milagro 195
16 Independencia 215
17 Decisiones complicadas 229
18 Harry 245
8. 19 Un mundo nuevo 263
20 El abuelo George 279
21 Dejarlo ir 291
En sus propias palabras 301
Unas palabras finales 313
Recursos útiles 315
9. Prólogo
Mi marido Jamie y yo no queríamos un perro. Esto no quiere de-
cir que no nos gustasen; yo misma había tenido uno cuando era niña
y aunque Jamie no tenía costumbre de tener perros, no tenía nada
en contra de ellos. No, simplemente no queríamos tener un perro en
aquel momento porque ya teníamos suficientes responsabilidades.
Nuestro pequeño hijo, Dale, vivía encerrado en su mundo autista,
aterrorizado por cualquier cosa irrelevante y, aún así, totalmente in-
capaz de comunicar sus miedos o comprender nuestro apoyo. Cada
minuto del día a su lado era un torbellino de conflictos en el que
pasábamos de una rabieta violenta a la siguiente. Ni siquiera sabía
quiénes éramos y nuestros esfuerzos por relacionarnos con él resul-
taban profundamente frustrantes, totalmente agotadores y a fin de
cuentas, por lo que parecía, inútiles.
Entonces, un encuentro casual con los perros del primo de Jamie
nos dio un atisbo de esperanza… y así empezó el camino de en-
contrar un cachorro. Aunque, incluso con solo seis semanas, Henry
sobresalía de entre el resto de la camada no lo elegimos nosotros:
él eligió a Dale. No sé si a esa edad tan temprana sería capaz de
percibir los problemas de nuestro hijo y notar que podía serle de
ayuda. Lo único que puedo decir es que su naturaleza encantadora,
estoica y beatífica fue la llave que abrió una personalidad que no
sabíamos que nuestro hijo tuviera. Lo que ocurrió estaba muy lejos
de nuestros sueños más remotos; nada podría habernos preparado
para el impacto que tuvo en todas nuestras vidas encontrar un amigo
como Henry.
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10.
11. 1
Las palabras
Cuando la comadrona me puso a mi primer hijo en los brazos,
lloré de alegría: era un niño pequeñito y lindo, que pesó 2 kilos y
668 gramos. En tan solo dos años había salido de una mala relación,
había comenzado otra nueva y había sido madre.
“La cosa no puede ir a mejor”, pensé, mientras me limpiaba las
lágrimas y observaba a mi hijo recién nacido.
Y entonces el estómago me dio un vuelco de miedo cuando le
vi la cabeza.
Yo trabajaba como comadrona en el Hospital de Maternidad
de St. Luke, pero solo había visto una vez un niño ingresado en la
unidad de neonatos por “tumor del parto”. Recuerdo de forma muy
viva mi estupor al verlo y que se me quedaron grabadas las pala-
bras de mi compañera: “Será un milagro que este niño salga ileso”.
Nunca supe qué le pasó a aquel niño; solo sabía que la cabeza de
mi bebé era muchísimo peor que nada de lo que hubiera visto hasta
el momento.
Además de estar lleno de moratones incluso en la cara, por de-
trás tenía la cabeza plana, excesivamente alargada y casi le tocaba
los hombros. Supe de inmediato que tendrían que ingresarlo para
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12. Nuala Gardner
hacerle pruebas en una unidad especial, pero le quité importancia
ante mi compañero, Jamie:
—Es que es prematuro —le aseguré.
Hacía meses que habíamos elegido el nombre de nuestro bebé y
preparábamos con emoción el gran evento: Dale si era niño y Amy
si era niña. Pero a pesar de la sencillez de su nombre, la llegada
de Dale al mundo no estuvo exenta de problemas. El sábado 11
de junio de 1988, con solo treinta y cinco semanas de embarazo,
empecé a sentir contracciones mientras le daba los últimos toques
al baño que acabábamos de renovar en el piso en el que vivíamos
Jamie y yo. Como aún era muy pronto para el parto, llegué a la
conclusión de que debía de tener una infección de orina. Por mi
formación médica, no me preocupé demasiado pero, por si acaso,
Jamie me llevó al hospital. Me ingresaron y me sorprendió bastante
comprobar que las contracciones continuaban en serio. Las notaba a
intervalos regulares y con fuerza, pero no pasó nada hasta las cinco
de la mañana siguiente, cuando rompí aguas. En ese momento supe
con total seguridad que iba a tener a mi hijo en las próximas veinti-
cuatro horas, porque el riesgo de infección era más grave que el de
un nacimiento prematuro.
Estuve de parto durante horas sin conseguir nada. Entonces, a
las 7 de la mañana, la enfermera de noche me inspeccionó y ex-
presó su sospecha de que el bebé viniera de nalgas, a pesar de
que todas las evaluaciones anteriores habían indicado lo contrario.
Unas treinta y seis horas después de mi ingreso en el hospital, ago-
nizante y exhausta, me examinaron con rayos X y se confirmaron
las sospechas de la enfermera. Jamie tuvo que salir corriendo de la
oficina, dejando a medio comer su bocadillo de beicon, para reunir-
se conmigo en el quirófano para la inevitable cesárea. Al final, a las
11.04 de la mañana del 13 de junio Dale llegó al mundo gritando
con entusiasmo.
El tumor del parto que afectaba a la cabeza de Dale se debía al
hecho de no haberse diagnosticado que venía de nalgas y a que la
cabeza se le había quedado atrapada en mi caja torácica; por eso
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13. Un amigo como Henry
el parto no había avanzado de forma natural. Solo el tiempo diría si
había algún daño permanente como resultado de este trauma.
A pesar de mis recelos, intenté relativizarlo. Ser madre era una
hermosa consecuencia de ese viaje fantástico que había empezado al
conocer a Jamie. Había terminado una relación anterior y me había
trasladado a la residencia de enfermeras de St. Luke con solo una
maleta y amargos recuerdos. Aunque solo estaba a sesenta kilóme-
tros de mi pueblo, Greenock, a veces parecía que estaba en otro país
y echaba muchísimo de menos a mi familia y a mis amistades. Por
fortuna, a pesar del cansancio derivado de una vida laboral intensa,
una amiga íntima, Lorraine, de vez en cuando ignoraba mis protes-
tas y me pedía que volviera a la vida social de Greenock. Conocía a
Lorraine desde el verano de 1978, en que nuestros caminos habían
coincidido en el Hospital de Psiquiatría Ravenscraig de Greenock.
Como parte de nuestra formación como enfermeras teníamos que
adquirir alguna experiencia práctica en psiquiatría. Creo que es justo
decir que adquirimos bastante más experiencia en salir por la noche
de farra, y en ese proceso acabamos siendo como hermanas.
Un viernes por la noche de 1986, mi presencia fue requerida
por Lorraine en el conocido pub Tokyo Joe de Greenock. A medida
que iba avanzando la noche y se intensificaban el beber y el bailar
me fijé en un hombre alto y de pelo oscuro que estaba inclinado en
la barra, observándome. Aunque se encontraba solo parecía estar
muy a gusto consigo mismo. Cuando abrió la boca para farfullar un
“hola”, me llegó un fuerte tufo a vodka.
—Eres una mujer de bandera —dijo arrastrando la lengua.
A pesar de su condición, creo que contesté que él tampoco es-
taba mal. Hizo una pausa mientras consideraba si sería capaz de
mantener una conversación. Luego agitó la cabeza, declarando ago-
tado:
—Hora de dejarme caer por casa.
Me pareció un tipo educado y muy gracioso, a pesar de su esta-
do de embriaguez. Dijo que esperaba verme de nuevo alguna vez,
cuando le volviera el “sentido común”.
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14. Nuala Gardner
No estoy segura de si me encontró irresistible o simplemente se
olvidó de que ya se había despedido pero antes de marcharse regresó
y me invitó a la fiesta en casa de un amigo al día siguiente. Por alguna
razón, me intrigó lo suficiente como para querer conocerlo más.
La noche siguiente lo encontré en la fiesta, todavía bajo los efec-
tos de la borrachera de la noche anterior y dispuesta a tomarme las
cosas con calma.
—¿Me recuerdas? —me presenté—. Ahora sí que pareces tener
sentido común.
Sospechaba que la amnesia se habría apoderado de él tras dejar
Tokyo Joe y esperaba que con esto sería suficiente para que recorda-
se nuestro encuentro. Hubo un momento de sorpresa pero el reco-
nocimiento afloró en su cara y sin duda el alivio también en la mía.
Jamie y yo conectamos al instante. Pasamos toda la noche juntos,
hablando y riéndonos, antes de decidir abandonar la fiesta temprano
e irnos a su piso, que estaba cerca. Era el ático de una casa de ladrillo
construida hacía noventa años en la calle Roxburgh y Jamie acababa
de trasladarse: su primer piso de soltero.
A pesar de pasar de los veinticinco, nos sentíamos como dos ado-
lescentes que escuchaban música y hablaban hasta tarde antes de
quedarse dormidos abrazados en el sofá hasta la mañana siguiente.
Intercambiamos teléfonos y después de un cariñoso beso de des-
pedida, regresé a los confines de la residencia de enfermeras de
St. Luke y Jamie al National Semiconductor donde trabajaba como
ingeniero de diseño de microchips.
En solo unos meses me sentí extrañamente segura y contenta
con Jamie. Nos convertimos en inseparables y nos echábamos de
menos cuando el trabajo nos separaba. Tal vez era inevitable, por
ello, que en una de nuestras fiestas del sábado noche, tras un rato
en el bar, se dijesen “las palabras”. Todavía empapados por la lluvia
torrencial caída al salir del bar y ambos un poco borrachos, nos per-
díamos la una en el otro sin prestar atención a la fiesta. Mientras me
reía de otra de sus frases ingeniosas, Jamie me agarró de repente y
me dijo “las palabras”. Para un soltero convencido como él este era
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