1. Hubo un tiempo en que aquella grieta amorfa era la única conexión
posible entre el mundo y yo, entre la vida y mi lenta muerte. El universo
cobraba otra dimensión y lo que antes pasaba enteramente
desapercibido, ahora se tornaba en razón para vivir. Y los recuerdos
vienen al vuelo:
- Compañero, ándate con cuidado, la cosa está alborotada con lo del
Capitán Pinto- dijo Mendoza -.
- ¡Tranquilo quiboreño, yo veo como resuelvo!, pero necesito encontrarme
con los compañeros de la célula y ver como salimos de este berenjenal- dije
en tono áspero.
- ¿Tú como que te estás asustado? - le recriminé -.
- Deja de decir cosas que no son, ¿Qué te pasa?,
yo de que me las juego me las juego, ¡cuenta con eso!-
- Ok, cuento contigo entonces compañero, ahí nos vemos.
2. Aquella noche calurosa previa al Domingo de Ramos, entré al viejo bar La
Rotonda y al fondo vi las caras de Belandria, el catire Guillermo, Larraín,
Genaro Márquez, Mendoza el quiboreño, Ortigoza y un flaco barbudo que
creo venía de Humocaro Alto.
Había un no sé qué en el ambiente aparentemente tranquilo abarrotado
de clientes, que me hacía sospechar una celada. Desde el portal, hice
señales enérgicas a los compañeros para que disolvieran la reunión y
emprendieran la huída. Casi al instante, todos se dispersaron y
desaparecieron en la espesa oscuridad.
De la nada apareció un hombre como de dos metros de alto, chaqueta
azul a pesar del sofocante calor de abril, y me apuntó con su arma:
-¡Quédate dónde estás!,- dijo el gigante de azul-.
- ¡Tranquilo mi sargento que se le puede disparar esa bicha!
- dije entre confianzudo y temeroso-.
Seis meses en terapia, luego el alta apresurada.
3. De inmediato al penal, tortura incluida, fuga y recaptura. Alejado del
mundo, de mi familia, de mis compañeros de lucha, de mi pueblo
polvoriento y querido, de todo y de mí.
Los largos días de tedio, insomnio, hambre, golpes y humillación me
convirtieron en una masa que sólo obedecía a los instintos de un terco
organismo que se negaba a darle el gusto de perecer a sus opresores-
torturadores.
En ese devenir, el tiempo pasaba
lento y me inventaba nuevos y
complicados laberintos para
engañar a mi mente que iba a la demencia.
Inventé un nuevo microcosmos con
el cual interactuaba y donde cada
pequeño ruido era una señal que mis
sentidos percibían como parte de un
novedoso idioma hecho a mimedida.
4. Hasta que me descubrí a mi mismo filmando el cielo, sólo con mis ojos
cansados de tanta oscuridad. Allí estaba esa magnífica fisura entre la
pared y el alto techo. Así que en las largas noches tenebrosas descubría el
juego cósmico de estrellas y nebulosas.
Cualquiera hubiese podido pensar que definitivamente estaba
desquiciado, pero observar el cielo estrellado, puede hacer la diferencia
entre enloquecer o delatar a tus compañeros. O ambas cosas.
Las noches nubladas o de lluvia me privaban de mi particular
ocupación y me llevaban de nuevo a la angustia de mi madre,
familia, amigos que de seguro estarían sufriendo
por culpa de este terco ser…
Cierta ocasión, mis carceleros se percataron
de que estaba
verdaderamente
enfermo y vi de nuevo la luz radiante que casi me deja ciego, la gente, el
horrible ambiente de hospital y percepciones que creía
olvidadas, desaprendidas. Tiempo después
fui liberado.
5. Mis compañeros de lucha habían sufrido casi idéntico destino que el
mío, solo que algunos no regresaron, entre ellos Ortigoza y el catire
Guillermo.
Años después, en una oportunidad me encontré a Mendoza el
quiboreño, quién al verme me abrazó y le dije:- Aquí estoy, ¡casi loco pero
vivo! Te juro que no les guardo rencor, si hubiese sido más rápido no me
atrapan, ¡Eso me pasó por lento jajaja!
Aún tengo la costumbre de observar el cielo en las noches. Ahora con
mis pupilas ya viejas, pero el cielo es más ancho, inmenso e infinito que
antes. Me queda mucho por filmar…