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Estaba sentado en un rincón cuando abrí los ojos. El habitáculo era un cubo perfecto
de cuatro metros de lado aproximadamente, formado por uniformes paredes grises. Estaba
completamente vacío y carecía de cualquier suerte de apertura, puerta o ventana. Yo era el
único elemento.
No recordaba nada. Ni quien, ni como era yo, ni que estaba haciendo ahí. Las
preguntas acuchillaban mi mente desde múltiples direcciones. Particularmente, una de las
preguntas parecía no tener respuesta lógica posible: ¿Cómo podía haber entrado en el
habitáculo? ¿Había sido construido en torno a mí? ¿Era yo el que había sido creado
dentro?...¡Imposible, no tenía el más mínimo sentido! Mi memoria no aportaba ningún dato
que arrojase un poco de luz sobre este misterio. Sentía la indeleble impresión de que, más
que haber sido borrada, ésta no había existido nunca, no tenía un pasado que rememorar;
todo reducido a simple presente.
Examiné minuciosamente, palmo a palmo, cada centímetro cuadrado de mi sepulcro
en vida, buscando algún tipo de resorte oculto. Pero vano fue mi esfuerzo: las paredes se
fundían con el suelo y el techo mediante una suave curvatura, la estancia había sido
construida en una sola pieza. No había posibilidad de escape desde el interior, y comencé
incluso a dudar de que más allá de las paredes grises hubiese un exterior. Era una pesadilla
anclada en la realidad. La situación alcanzaba estadios de absurdo demencial, contra
cualquier fenómeno acotado por las fronteras de la lógica. ¿Qué podía esperar más, sino el
abyecto abrazo de la locura?
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Así, conducido por la furibunda irracionalidad, comencé a golpear las paredes de mi
encierro, ignorando el dolor, con la vaga esperanza de que alguien ahí fuera escucharía mi
llamamiento desde la más honda desesperación. Grité y golpeé hasta que la razón y el dolor
físico se aliaron para apaciguar a la bestia desatada del instinto. Caí exhausto sobre el suelo
firme, magullado y sin hálito de voluntad. Pero...¿Qué importancia tendría que alguien
conociese mi existencia si se encontraba en mi idéntica circunstancia? Nada podría hacer
por salvarme e imposible resultaría el acto comunicativo, aunque al menos, ya no me
sentiría solo, único en esta detestable realidad. Conocer el dolor de otros haría de mi
sufrimiento algo compartido, despojándolo de su insoportable excepcionalidad, ¡Qué
estúpido y egoísta sentimiento éste que surge de las entrañas!, ¡cuan odioso ante mis
propios ojos albergar en el corazón semejante bajeza, pueril consuelo anhelante de unión
ilusoria! –pensé sombrío.
Si el tiempo transcurría, fuera de mi posibilidad estaba el saberlo, al no disponer de
un sistema de referencias. Podría haber pasado una eternidad o un solo segundo, lo mismo
daba entre estos muros. No me atormentaba el organismo con necesidades que yo le supuse
en orden a mantenerse vivo, conservándose por sí mismo en inexplicable equilibrio.
Razonamiento lógico fue el pensar que el aire que respiraba terminaría por convertirse en
gas letal dentro de mi celda hermética; pero una vez más, la razón se declaró incompetente
en tan funesto lugar.
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Pensamientos recurrentes, girando en círculo, delineando las paredes un número
infinito de veces; lo idéntico por siempre idéntico, muerte a la razón que jamás debió
existir.
Ya podía sentir como las paredes fluctuaban, diluyéndose junto a los últimos restos
de cordura, para dejar paso a los enajenados sentidos que se proyectaron con avidez sobre
el vórtice de la creación, donde se fundieron con superficiales impresiones carentes de
esencia que fluyeron inundando la oquedad existente entre los muros orgánicos de un
cerebro vacío.
Cuentos de terror de Luis Bermer