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El Caribe somos todos
SERGIO RAMÍREZ


EL PAIS, 4 SEP 2001, http://elpais.com/diario/2001/09/04/opinion/999554411_850215.html
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Esta mañana he recordado algo clave que olvidé decir a la periodista de la France Press que me llamó a
mi casa de Managua para pedirme que le diera mi opinión sobre Jorge Amado, quien acababa de morir
en Salvador, la populosa ciudad del Estado de Bahía en el noreste del Brasil, donde siempre vivió. Un
escritor amado por la gente, se lo dije, y que sería difícil repartir sus cenizas entre todos los que leyéndolo
lo amaron, y a quienes él, escribiendo para todos ellos, amó, se lo dije también. Un escritor acusado de
ser demasiado popular, vaya acusación.

Pero olvidé decirle a la periodista que Jorge Amado es un escritor del Caribe. Salvador da al Atlántico
abierto, lejos del mar Caribe, será el primer reparo del lector que conoce de geografía, y es cierto. Pero
siempre diré que el Caribe, más que un concepto geográfico, es un concepto cultural. Un concepto de una
enorme variedad y un enorme poder.

No hay una novela más caribeña que Gabriela, clavo y canela, y sus personajes bien pudieran vivir en La
Habana, o en Cartagena, o en Santo Domingo, o en Maracaibo, igual que los personajes de Doña Flor y
sus maridos. Los ruidos nutridos de la calle; el olor del salitre, del sudor y de las frituras; el alboroto de
situaciones; el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los
mediodías encendidos; esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros
de la noche. Y todo aquel mundo de pobres de solemnidad de las barriadas erizadas de antenas de
televisión, expulsados de las campiñas arruinadas, se repite por todo el Caribe en sus miserias y colores,
balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de
soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana.

No es el falso Brasil de Carmen Miranda bailando con un adorno de frutas tropicales de cera en la
cabeza, o el de Pepe Carioca, el muñeco de tinta de Walt Disney creado en aquellos años felices
cuarenta como el emblema del buen vecino latinoamericano bien portado, sino el Brasil caribeño de Jorge
Amado: negros, mestizos, blancos europeos, chinos, hindúes, en formidable mezcolanza. El mismo
universo abigarrado de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o el de Paradiso, de José Lezama Lima,
donde las criadas citan a Platón. En ese universo para siempre mágico los muertos regresan de sus
tumbas porque no dejan de penar por el cuerpo de su mujer desnudándose en la penumbra del aposento
de celosías cerradas, como en Doña Flor.

Pero si llevamos un poco más lejos esta tesis peligrosa, Carlos Gardel, el morocho del abasto, vendría a
ser también caribeño, si es que el tango sentimental viene desde el candombe que a su vez nace en el
recóndito retumbo de los tambores africanos, que engendraron también el danzón, tambores africanos y
contradanza francesa, que de Puerto Príncipe pasó a La Habana, y de allí a Veracruz. Como es también
caribeño, por supuesto, Agustín Lara por jarocho veracruzano, junto con Toña la Negra, y Carlos Fuentes,
como queda patente en su espléndida novela Los años con Laura Díaz.

Y el maê de santo, o el pai de santo, las santerías bahianas de Jorge Amado, santerías de negros, son
las mismas de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en
busca de protección -una limpia de malos espíritus-el mismísimo Enrico Caruso después que una bomba
que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aida lo hace huir a la calle, según está debidamente
contado en la novela Como un mensajero tuyo, de la puertorriqueña Mayra Santos.

Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos lleven, Salvador en el Atlántico, o Guayaquil en
el Pacífico, donde Julio Jaramillo fue enterrado en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una
multitud de cien mil personas, un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la
exageración y el desenfreno se puede ver. El Caribe que está también en la costa del pacífico de
Centroamérica, entre volcanes que derraman lava ardiente, y donde nació Rubén Darío, un caribeño de
pluma debajo del sombrero igual que Gabriel García Márquez. León de Nicaragua, o Cartagena de Indias,
qué más da.

Las fronteras del Caribe son móviles, están donde está ese mestizaje creativo que se multiplica tanto en
islas como en tierra firme. Las islas de Derek Walcott que la golondrina negra se está llevando siempre de
regreso hacia África. Es un territorio cultural hecho con la música más rítmica y más sentimental del
mundo, con las religiones sincréticas que visten a los santos africanos con mantos y coronas de santos
católicos. Un territorio que es una invención constante de la literatura, de las lenguas, de las artes
culinarias. En ese territorio puede ser que llueva café en el campo, como canta el dominicano Juan Luis
Guerra. Y también cocina allí, desde una mecedora, aquel viejo sureño Teófilo McCaslin, personaje
de Desciende, Moisés que bien podría ser un Buendía, porque también William Faulkner es un escritor del
Caribe: Yoknapatawpha por el norte, Macondo por el sur, el Mississippi y el Magdalena ríos desbordados
del Caribe, como el Orinoco de Rómulo Gallegos.

Es el territorio mágico de fulgores revueltos desde donde Jorge Amado ha partido, sólo para dar un paseo
hasta la esquina y regresar, silbando la misma tonada.

Sergio Ramírez es escritor
Esplendor del Caribe
                                             Sergio Ramírez
                                             (Homenaje a Alejo Carpentier)




En este año de centenarios, también celebramos el del nacimiento del cubano Alejo Carpentier, que puso en la forma de
un nuevo barroquismo literario la voz encontrada del continente latinoamericano. A él, padre de El Reino de este
Mundo , y El Siglo de las Luces , le debemos este Esplendor del Caribe con el que Sergio Ramírez le rinde tributo.
Carpentier supo dar con la expresión que nos une como columna vertebral a gran parte de América Latina, cuyas
fronteras son más amplias y distintas de las de los mapas, y de las que imaginamos, como nos señala Sergio.




Todos somos del Caribe. Todos quienes habitamos islas, meandros, y la tierra firme, montes y llanuras que
rodean este mare nostrum de la imaginación. Todos, salvo quienes, por ejemplo, viven en esa alta planicie
de lluvias frías de Santa Fe de Bogotá, lejos de los fragores marinos de la costa caliente, y donde la única
lujuria del paisaje son las reglas gramaticales. Todavía hace poco se vestían los bogotanos de luto riguroso y
llevaban paraguas de seda, maestros temibles de la circunspección, hasta que apareció por las calles para
alborotarlo todo el temible Pedro Navaja, seguido de su corte de narcotraficantes alhajados en cuello,
muñecas y dentadura, y que se sientan, además, en retretes de oro macizo.

El Caribe, esa deidad tan ubicua y tan vasta, coronada de pámpanos y flores negras de Citeres, que
comienza donde uno quiere que comience, y termina en un confín de sombras vaporosas donde navega el
bergantín en cuya proa se alza, enfundada, la primera guillotina traída a América por Víctor Huges, el oscuro
y ardoroso comerciante marsellés afincado en Puerto Príncipe, héroe dual que vive en las páginas de El siglo
de las luces . Mar revuelta, encajes de espumas sanguinolentas tejidos en la prosa de Alejo Carpentier, real
y maravilloso novelista, cuyo centenario celebramos este año.

Tal vez comienza el Caribe en tierras del Dorado, Río Magdalena abajo, desde la ciénaga a las aguas teñidas
de colores lúbricos que se revuelven frente a Cartagena, allí donde el cabello de las doncellas difuntas
enterradas en los conventos crece para siempre jamás, hacia Barranquilla en fiesta perpetua, adonde se
sigue yendo el caimán de fauces descomunales, dormido como un niño en la corriente, hacia Santa Marta,
donde recaló adolorido el libertador, ya sin espada que empuñar, y de allí, al otro lado del cabo de La Vela,
hacia Maracaibo, junto al lago de oro negro, y hacia Caracas, tras el cerro del Ávila prendido de misérrimas
casuchas infinitas, el País Portátil de Adriano González León.

Y entonces, después de tanto andar y navegar por entre tantas islas, sabremos que esos colores lúbricos
están también en el habla, en la lujuria del acento que se dispersa como un polen sagrado: no hay
venezolano circunspecto, aunque sea un venezolano andino, porque todo allí es una revoluta de discusiones
donde la palabra se arrebata a mansalva. Paseando a pie, de noche, por esas calles provincianas de
Caracas, atrapadas entre autopistas y rascacielos excesivos, porque en el Caribe todo es también una
exageración, se podría estar, igual, en cualquier barrio de Tegucigalpa rodeada de cerros, barrios plateados
por la luna donde los vecinos se sientan a conversar en las aceras y brillan entre las acacias del andén las
farolas de las farmacias de turno.

Oigan esos ecos cantarinos, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras
mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que ya oímos antes en Barranquilla, en Cartagena, en
Santa Marta, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La
Habana, en San Juan, una sílaba comida de más, quizás, una entonación risueña, un registro más alto, una
muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los
tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los
traían desde Guinea y desde el Congo.

Hablamos cantando, hablamos cantado. Pregones de fruteras, pregones de cerrajeros, pregones de lotería. Y
hablamos contando. Todos somos novelistas en ciernes, desde luego que a cada quien, desde la infancia, lo
deslumbra una historia maravillosa. Todos somos nietos de una novelista que es la abuela, todos hemos sido
llevados de la mano a conocer el hielo por un abuelo. El polen mágico, las palabras y sus músicas y sus ecos
vuelan sobre el mar de las Antillas arrastradas por los vientos de tormenta que empujan las velas en
harapos del barco errante de Víctor Huges, libertador de esclavos y luego monteador de esclavos, el barco
errante que aparece de nuevo en las páginas de Cien años de soledad .

O voces, y músicas, y ritmos, y cantos, pregones, historias cantadas o historias contadas, que pueden oírse
de una ciudad a otra, de una isla a otra, de una costa a otra, en noches serenas, el sonsonete del
ballenato cuando salgo de parranda no me acuerdo de la muerte que desde Río Hacha se revuelve en ecos
hasta México, costa adentro, donde otra vez melancólica responde en un corrido, murmullos bajo tierra de
las voces de los muertos de Juan Rulfo, no vale nada la vida, la vida no vale nada ; voces que oyen también
en alta mar los marineros, a como oyen los timbales de las cumbiambas que suenan hasta el amanecer en
las bocas del Magdalena, o los sones de una guaracha que traen los vientos del Jibao, o como se divisan
desde Isla de Mujeres las luces de la Isla de Pinos si la noche es serena y el cielo está despejado de
borrascas. Un mar de ecos, un mar de espejismos.

Yo vengo del otro Caribe, el de la costa del Pacífico de Centroamérica. Allí, donde yo vivo, también reina la
exageración. Después de un aguacero los ríos no vuelven jamás a su cauce, y también hay huracanes que
pueden soplar noches enteras, y volcanes que amanecen humeantes donde antes era campo llano. Los
escritores del Caribe, como Carpentier lo probó con creces, somos hijos dóciles de la exageración.

Los ingleses inventaron en la costa del Caribe de Nicaragua, para beneficio de los novelistas, una dinastía de
reyes zambos, los reyes misquitos coronados con pompa en la catedral anglicana de Kingston, y que recibían
cada año, como dote real, una generosa provisión de barricas de ron. Uno de esos misquitos, marinero de
un bergantín de la flota de Dampier fue abandonado en castigo a su indolencia en la isla desierta de Juan
Fernández.

Se llamaba Robin. Daniel Defoe lo transformó en Robinson Crusoe, un europeo dueño de la hazaña de
valerse por sí mismo en la soledad. De allí viene el mito. Es un mito europeo, el hombre civilizado capaz de
resistir las más duras condiciones materiales, no sólo el aislamiento espiritual. Nosotros, aquí donde
vivimos, no conocemos la soledad. Pero este Robinson Crusoe es, de todas maneras, un personaje del
Caribe que nació en el Caribe, porque no hay mito que se nos escapa ni invención que no tenga aquí sus
raíces alucinógenas. Aquí, donde se incuban las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos.

¿Dónde sino habría de aparecer Henri Christophe, el antiguo cocinero de una fonda en Cape Française, que
inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que a diferencia de los fantoches de la dinastía de los
zambos misquitos de Nicaragua, tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que
él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a
ser lo mismo de siempre, esclavos.

Hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière,
cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos esclavos, y en el palacio de cantera rosada de Sans
Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas
empolvadas de sus antiguos amos, una corte que quería ser más suntuosa que la que había seguido a
Paulina Bonaparte, en el mismo Haití, por los salones de su propio palacio de Cape Français.

Henri Cristophe, el esclavo liberto dueño de esclavos, es el personaje de la novela El reino de este mundo de
Alejo Carpentier, como lo fue de la piezaEmperor Jones de Eugenio O'Neill . ¿Pero qué es la historia de
América toda sino una crónica de lo real maravilloso?, dice el mismo Carpentier.

En nuestro mar cerrado nació la imaginación más desbocada, porque los hechos eran desbocados. ¿La
realidad persigue a la imaginación o es la imaginación la que persigue a la realidad?. A las ventanas del
palacio de Sans Souci se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle
demasiado alto de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de
cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos.
“Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una
fuente de tritones”, oímos en la novela. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el
antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los
capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos,
hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière.

¿Cuán real ha sido lo maravilloso, y cuán maravilloso ha sido lo real? Lo primero que habría de encandilar a
los conquistadores españoles fue la majestad, y la inmensidad variada de una naturaleza que vieron con
ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V.S. Naipul, el gran escritor de Trinidad, nos dice en La pérdida de
el Dorado que los españoles no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya
fantasías demasiado persistentes. Son las fantasías que habría de heredar Henri Cristophe, que mientras
saca del agua hirviente un capón para desplumarlo, piensa en la opresión como esclavo, e imagina el poder
como caudillo. Imagina con delirio. Los conquistadores, antes de él, no hacían sino imaginar con delirio.

Colón, el primero de todos, lo que quiso ver en nuestras costas fueron huertos floridos de azahares como los
de Valencia, y aún más. Con el mejor de los aplomos escribe que el río Orinoco tenía su fuente en el propio
paraíso terrenal; y cuando en su último viaje de 1502 llega a la costa del caribe de Centroamérica, imagina
que está por fin a la vista de las lejanas tierras de la especiería y de la seda, Catay y Cipango, y que si
seguía navegando hacia el sur alcanzaría la península de Malaya donde por fin iba a encontrar el estrecho
para pasar a la India. En su mente bullían las ideas heredadas a la imaginación de Europa por otro
formidable mentiroso, Marco Polo, pero Colón le iba en ventaja.

En aquel mismo último viaje de 1502 encontró en Caratasca a una tribu a la que llamó la raza de los
orejones, comedores de carne cruda, que tenían los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera
en ellos un huevo de gallina. Eran una variedad del Homo fanesius auritus , habitante de la mítica California
de los caballeros andantes, seres extraordinarios que podían cobijarse con sus propias orejas para
protegerse del frío, y que a lo largo de toda la conquista seguirían siendo encontrados en América, lo mismo
que aquella otra raza descabezada que tenía ojos, boca y nariz en el pecho, los esternocéfalos. Y gigantes
de seis metros de estatura en la Patagonia, y hombre de un solo pie, y amazonas que se mutilaban uno de
los pechos para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha, y también las siete ciudades de Cibola, los
dominios del Preste Juan, que Fray Marcos de Niza juraba haber encontrado en los desiertos ardientes de
Sonora.

“Para empezar”, dice Carpentier, “la sensación de los maravilloso presupone una fe”, y lo maravilloso
comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. El Caribe se hubiera valido a sí
mismo sin exageraciones, como aquellas de que harán gala en sus cartas de relación los capitanes de la
conquista. Ya se sabe que tenían por abanderado al mismo apóstol Santiago, gallardo jinete en caballo
blanco, la espada desenvainada, como ocurrió en la batalla de Tlaxcala, donde guerreó al lado de la Virgen
María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según lo recuerda con algo de
duda, y respetuoso desdén, Bernal Díaz del Castillo en suVerdadera relación de la conquista.

“Porque no es el hombre renacentista quien realiza el descubrimiento y la conquista, sino el hombre
medieval.”, dice Carpentier. No era la modernidad la que trajeron consigo, sino el pasado represado que se
resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. Un mundo nuevo que iba a
moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que
fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que
Cervantes no tardaría en someter al juicio de las risas, volviéndolo risible.

En el Caribe se sufren fiebres que derriten la imaginación, como lo probaron los conquistadores. El Dorado,
hacia el sur, en tierras de Macondo, ciudades pavimentas de oro macizo, cúpulas y almenares de oro,
árboles que daban frutos de oro, el viento que llevaba en el aire polvillo de oro como si fuera arena. Y hacia
el norte, la Florida, donde bastaba meterse en las aguas de los ríos, que eran las aguas de la eterna
juventud, para perder de inmediato las inapetencias sexuales y las magras carnes de la senectud, y
recuperar las alegrías y los bríos de la mocedad, como en el cuadro de Lucas Cranack. El Dorado, la tierra de
Pedro Navaja donde ahora se libra la guerra más desalmada que nunca antes vieron nuestros ojos, y la
Florida, donde ahora se alzan las torres de los castillos de Disneyworld.

Pero por causa de esos sueños los conquistadores fueron comidos por la fiebre y por las fieras, y tragados
por los torrentes. El cadáver de Hernando de Soto, atado a un tronco, fue echado por sus hombres a las
aguas del río Mississipi, otro río del Caribe, y allí terminó su búsqueda de la fuente de la eterna juventud .
Porque los guiaba la ambiciosa imaginación nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de
encontrar La Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía que ya estaba definida en
los mismos libros de caballería.

Aún en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la búsqueda de El
Dorado, dice Carpentier, y “en días de la revolución francesa ¾ ¡vivan la razón y el ser supremo!—el
compostelano Francisco Méndez andaba por tierras de La Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los
Césares”. Pero en Los pasos perdidos nos devuelve a los rigores exaltados de la realidad apenas la barca de
los viajeros empieza a adentrarse en el Orinoco, cuando aún se piensa en la ciudad encantada de Manoa: los
hombres anfibios que iban a dormir cada noche al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo
olor de las flores; los perrillos carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos, las piedras
de prodigiosas virtudes halladas en las entrañas de los venados, los tatunachas bajo cuyas orejas podían
cobijarse hasta cinco personas ¾ recuerdos de los libros de caballería y recuerdos de Colón ¾ ; los que
tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz, y la Arpía Americana, exhibida en Constantinopla,
donde murió rabiando y rugiendo, y cuyos portentos habían sido cantados a lo largo de dos siglos por los
ciegos del camino de Santiago.

El Caribe no es sólo un espacio geográfico. También es una confluencia de visiones y obsesiones. Todo lo
que respira con el aliento de un animal oscuro vestido de lentejuelas, es el Caribe. Una tierra bárbara. En el
caribe llamamos bárbaro a todo lo que es muy bueno, increíblemente bueno, muy bello. Una mujer bárbara.
Un crepúsculo bárbaro.

Un poeta bárbaro, como Rubén Darío, paseado su cadáver en andas funerarias por las calles, vestido de
peplo griego y coronado de mirtos, antes de ser enterrado bajo las naves de la catedral de León. En aquel
país de peones, arrieros, mozos de cordel y aurigas analfabetos, sólo unas cuantos eran letrados, y los que
leían poesías se contaban con los dedos. Pero en la procesión fúnebre marcharon miles. Hacía un calor de
infierno esa tarde del funeral y no se movían los penachos de las palmeras. Delante de la procesión las
canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado donde ardían los cagajones de los caballos de tiro.
Décadas después, en Guayaquil, avanzada del Caribe en el Pacífico, habrían de enterrar a Julio Jaramillo, el
rey de las roconolas, en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una multitud frenética de cien mil
personas , un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la exageración y el
desenfreno se puede ver. De aquí de donde venimos nada se hace en solitario, ni nunca puertas adentro.
Hasta las decepciones amorosas cantadas en las cantinas, se vuelven espectáculos.

El Caribe es una dimensión geográfica, y una dimensión cultural, de encuentros múltiples, pero mucho más.
Es el territorio del mito que nunca cesa. El sur de los Estados Unidos, el Mississipi que fluye hacia el golfo de
México desde el venero de las novelas de Mark Twain. El profundo sur caluroso de William Faulkner.
Yoknapatawpha . El Orinoco de oscuras aguas verdes incesantes.

El queso bajo una jaula en el mostrador de la tienda de abarrotes en alguna página de Luz de Agosto , de
Faulkner, igual que en la pulpería de mi padre en Masatepe, donde todo olía a cuero, trementina, manteca
de cerdo, candelas de cebo, kerosén .O al otro lado del mar Caribe, Macondo, donde un padre lleva a su hijo
a conocer el hielo, como el Coronel Félix Ramírez Madregil llevó en León de Nicaragua a Rubén Darío, su hijo
adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia.

Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. La misma caja de
música. “ Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses,
cuadrillas , y galopas”, le dice el Rey Burgués al filósofo. ¿Y cómo era esa caja de música del cuento
deAzul de Darío? Carpentier lo explica: “una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas
en martinetes, tocaban valses y redovas en una especie de salterio”, y al lado de la que “había retratos de
monjas profesas coronadas de flores” y una “Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso
revuelo de querubines”, que “compartía una pared con escenas de tauromaquia”. Un tenderete de anticuario
donde se abigarran artilugios e imágenes viejas y a la vez contemporáneas. Eso también es el Caribe.

La Florida, El Dorado. Norte y sur del arco que pulsa la brisa y que se tiende por el golfo de México. Veracruz
de Carlos Fuentes y Agustín Lara. La multitud de islas que la golondrina negra de Derett Walcott se está
llevando siempre hacia el África, a la deriva. El arco que pasa sobre el lomo de Centroamérica alisando su
pelambre, Castilla de Oro, de vuelta al friso donde el caimán se está yendo siempre, otra vez, para
Barranquilla, y de allí a los confines de las Guayanas y Trinidad Tobago, ese Caribe finis terrae de sotavento,
del five o'clock tea en las verandas, con sus buzones pintados de rojo y su estricta higiene municipal,
decorado con mano victoriana por V.S. Naipul.

Una gran olla en la lumbre, el más excelso de los milagros culinarios híbridos, como el que Carpentier
recuerda en El siglo de las luces : "Desembarcóse al día siguiente en una costa desierta y boscosa donde
(...) había cochinos salvajes. (...) Después de limpiarlos tendieron los cuerpos sobre parrillas llenas de
brasas con las entrañas tenidas abiertas por finas varas de madera. Sobre aquellas carnes empezó a caer
una tenue lluvia de jugo de limón, naranja amarga, sal pimienta, orégano y ajo, en tanto que una camada
de hojas de guayabo verde, arrojada sobre los rescoldos, llevaba su humo blanco oloroso a verde a las
pieles, que iban cobrando un color carey (...) Y cuando faltó poco para que los cerdos hubiesen llegado a su
punto, sus vientres abiertos fueron llenados de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves.
Entonces se retiraron las varas que mantenían las entrañas abiertas y los costillares se cerraron sobre la
volatería (...) consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en
un bucán que fue Bucán de Bucanes".

Codornices en el vientre de la bestia. Un gran vuelo de cuervos que mancha el azul celeste. Una gran cocina
de razas y lenguas y música y religiones y ritos. El gran melt pot sin parangones. Zainos, arahuacos,
caribes, mayas, nahuas, chibchas, negros esclavos del África negra, mestizos, ladinos, mulatos, zambos,
pardos y cuarterones, aventureros de Andalucía y porquerizos de Extremadura en coraza de conquistadores,
y campesinos y tenderos de Galicia y de Las Canarias, los colonos portugueses llenos de prosopopeya, las
juderías sefarditas en éxodo asentadas en Curazao cuando huían de los progoms de sus santas majestades
católicas, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio Otomano que hollaron todos los caminos
como buhoneros antes de señorear en San Pedro Sula y Barranquilla, y los chinos de Cantón que llegaron de
contrabando escondidos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay en sus tiendas perfumadas
de sándalo, los holandeses luteranos, los corsarios franceses.

“Aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en
ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más
distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta”, dice
Carpentier enLos pasos perdidos . Un caldo barroco que hierve y no reposa. Bucán de bucanes. La
cucharada de prueba en busca de su sazón le toca a José Lezama Lima, una prueba de noche tropical,
según Paradiso : "La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la
iguana columpiaba de nuevo a la noche".

El verde Caribe de los bananales de la United Fruit Company de las novelas de la trilogía del banano de
Miguel Ángel Asturias, donde vemos el rostro del Papa Verde, el Caribe de la fiebre asesina del caucho de
José Eustasio Rivero en La Vorágine , el Caribe no menos verde de las plantaciones de cacao de Jorge
Amado en Bahia, atlántico adentro, otra avanzada del Caribe. Ruidos nutridos de la calle, el olor del salitre,
del sudor y de las frituras, el alboroto de situaciones, el desenfado provocador de las mujeres que pueblan
los escenarios calurosos de los mediodías encendidos, esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que
se pierden en los meandros de la noche en busca del algún amor patibulario.

Y las barriadas erizadas de antenas de televisión donde nunca deja de sonar La guaracha del Macho
Camacho tocada por Luís Rafael Sánchez. Azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de
las mujeres que se cruzan de una a otra ventana, asomadas a los balcones decrépitos llenos de tiestos de
flores, como los que nunca dejó de ver Eliseo Diego en La Habana, "los balcones, de fragantes barandas de
hierro, como flores extrañas, secas entre páginas..." .

Las santerías bahianas que son las mismas de los altares haitianos del Vudú, y de los ritos garífonos del
Wallagallo en Laguna de Perlas en Nicaragua, y de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos
yorubas donde comparece en busca de protección, para una limpia de malos espíritus, el mismísimo Enrico
Carusso después que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aída lo hace huir,
disfrazado de Radamés, a refugiarse a la cocina de un hotel, según está debidamente contado en la
novela Como un mensajero tuyode Mayra Montero.

Y los fetiches de Wilfredo Lamm, y los gallos de Mariano Rodríguez que cantan a medianoche, y la noche
negra del alma de Reinaldo Arenas, y las historias de George Lamming contadas a la luz de la lumbre, y la
poesía de símbolos nutricios de Aimée Cesaire, y aquellas advertencias de que éramos desde entonces los
condenados de la tierra en la voz apocalíptica de Frank Fannon.

Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos lleven. Y así a lo mejor vamos a dar hasta el río de
la Plata si pensamos en el Candombe, esa música afrocaribe de donde nació la milonga y después el tango,
una tesis peligrosa ésta, que si la llevamos más lejos, vendría a resultar en que Carlos Gardel, el morocho
del abasto, sería también de estos pagos, más que de Toulouse, o de Tacuarembó .

El tango, y también el danzón, mezcla excelsa de la contradanza de la corte francesa y el fragor de los
tambores africanos inventado, a lo mejor, en las fiestas de la corte del rey Henri Christophe en Sans Souci, y
las habaneras que Bizet llevó hasta las tramoyas de Carmen , y los boleros de Álvaro Carrillo en noche de
luna, y las bachatas y los merengues de Juan Luís Guerra ¡ojalá, de verdad, lloviera café en el campo! y los
vallenatos de Rafael Escalona, y los que canta Diómedes, prófugo de la justicia en Colombia pero amado en
todas las barriadas, y protegido por santos y sicarios. Y Benny Moré, un alarido solitario que nunca termina,
y Bola de Nieve, caballeros, chivo que rompe tambor, con el pellejo lo paga . Y el calipso trinitario, y el
reggee de Bob Marley, no woman no cry, el mambo Patricia de Dámaso Pérez Prado que sigue en el fondo
de la noche enLa Dolce Vita , y la rumba El Manicero que está en Arroz Amargo y que siempre sigue
cantando el fantasma adorable de Silvana Mangano en un viejo disco de pizarra raspado por la aguja, y los
timbales de Tito Puente, y toda la selva de Rómulo Gallegos que huele a frutos podridos.

Podemos navegar por esas aguas de espejismos sin perdernos, si acertamos a adivinar que no hay Caribe
sin África, ése es el eje de la brújula. Sólo tenemos que poner oído a los tambores que palpitan en nuestras
sienes, oír a través de los siglos el ruido de las viejas cadenas en los galpones de las plantaciones de
algodón del sur de Estados Unidos, en los bohíos de los ingenios azucareros, en los vergeles del cacao.

Y todo lo que llamamos barroco es también el Caribe. Ese paisaje arquitectónico y de decorados que nos
asalta desde las primeras páginas de El siglo de las luces , exuberancia y movimiento en las formas, crecerá
en diversidad y contraste hasta el punto de una explosión, la explosión de una catedral indigesta de
artilugios y ornamentos. Porque igual que el Caribe, esta novela es una representación barroca de elementos
barrocos, un arrastre de la propia historia y sus tramoyas que hace contemporáneo el desconcierto de las
acumulaciones del pasado.

Igual que Asturias, Carpentier pasa su visión por el tamiz del surrealismo. Y el Caribe es ya desde antes
surrealista. “Sólo la maravilloso es bello”. Lo maravilloso, y lo desconcertante. La selva, madre de toda
existencia, igual que el mar, que se abre como una muralla vegetal para dejar salir “un cargamento de
mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña
manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras...veinte indios que traían
orquídeas”.

Y otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. Carpentier había nacido en un mundo
barroco, que daba sustento a lo real maravilloso, y lo real maravilloso dio sustento luego al realismo mágico.
La convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las
pretensiones de mundo moderno, que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. La supervivencia
de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro.

El desajuste es lo maravilloso, y es real maravilloso porque es real. Mágico vendrá a ser todo lo demás,
como el repentino despertar del vuelo de mariposas que alarga las noches porque forman manto tan denso
que oscurece al sol. “Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se
habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa,
acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso
tremendo, sin testigos ni historia”. “Una noche diurna, enrojecida de alas”.

Cuba es quizás el país más barroco de entre todos los nuestros, y el que acumula más nutridos elementos
de cultura africana, y más elementos de la cultura peninsular española, por más tiempo, desde luego que el
régimen colonial se prolongó hasta finales del siglo XIX. Cuba y Puerto Rico, escenarios de la agonía final del
imperio español que venía arrastrando sus cadenas desde la conquista, como un fantasma de sí mismo,
destinado a disolverse en el humo de los cañones de la armada de los Estados Unidos, cuando aquel
maltrecho Quijote ceñido de latas viejas, como lo vio Darío, se enfrentó a los búfalos de dientes de plata que
salían a estrenar en las aguas esmeralda de este mar sus acorazados, con ímpetus de nuevo imperio.

Pero en el siglo XVIII los criollos de Cuba eran los más ricos de todo el Caribe, y los más ilustrados, dueños
de las centrales azucareras y de los campos de caña, de las destilerías de ron, de las factorías de tabaco, del
comercio de ultramarinos, más rica y próspera Cuba que la propia metrópoli arruinada. Es el mundo de
abigarrados contrastes, de potentados y esclavos que se nos ofrece en vísperas de la revolución francesa
en El siglo de las luces .

En sus páginas suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la
imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges. La revolución francesa viene a proclamar la abolición
de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de
la esclavitud, el nuevo evangelio que reverberará en los oídos de Henri Christophe el cocinero. Y Víctor
Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el directorio, agente fiel de Robespierre, y la
restablecerá sin parpadeos bajo el consulado, agente fiel de la restauración.

Sofía, la heroína de El siglo de las luces ha vivido todo para saberlo todo ¾ al fin y al cabo Sofía no significa
sino sabiduría ¾ . Aguarda el advenimiento del poder redentor, lo busca y lo provoca. Y el ideal resulta en
desilusión porque Huges, el amante y el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó,
igual que Henri Christopher los hace llevar las piedras para construir sus palacios. Para Esteban, el otro
adolescente hermano de Sofía, el ideal es intocable, y eso lo vuelve frágil y vulnerable. Ha sido la
encarnación de la rebeldía ética, el individuo que quiere la revolución a su propia medida, como Cándido de
Voltaire. Y ambos ven cómo los sueños de los ideales son trastocados por las pesadillas del poder. Los
sueños de la razón que terminan engendrando monstruos.

“Las palabras no caen en el vacío”, advierte Zohar: las palabras que llevan a la acción, y la acción que
contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son
hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la
oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las
revoluciones que terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno.

Los ideales libertarios llegan a cristalizar luego la figura del caudillo que deviene en dictador, tal como
Carpentier lo exhibe en El recurso de método . Es el dictador ilustrado, que ahora sólo entiende el poder a
partir de su propia persona. El dictador arquetípico del caribe, modelo de los demás dictadores que habrán
de surgir luego en la vida, y en la literatura.

Y no libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la
guillotina embozada que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un
barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido
con los ropajes del poder.

Ya hemos oído muchas necedades acerca del fin de la historia, y Carpentier no iba a ser quien se adelantara
con ellas. “Una revolución no se discute, se hace”, proclama Víctor Huges. Pero para un novelista curtido,
que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la
imposición de un régimen político.

Los seres humanos, que siguen siendo los mismos. El caribe no cesa, ni tampoco terminan de reproducirse
sus personajes. El caribe, un acorde de músicas y un ruido de voces, como de tormenta. El caribe que
somos todos.
Las Vegas, octubre 2004.   http://www.caratula.net/archivo/N3-1204/secciones/ensayo-ramirez.htm
Sergio ramirez   el caribe somos todos

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  • 1. El Caribe somos todos SERGIO RAMÍREZ EL PAIS, 4 SEP 2001, http://elpais.com/diario/2001/09/04/opinion/999554411_850215.html Archivado en: Esta mañana he recordado algo clave que olvidé decir a la periodista de la France Press que me llamó a mi casa de Managua para pedirme que le diera mi opinión sobre Jorge Amado, quien acababa de morir en Salvador, la populosa ciudad del Estado de Bahía en el noreste del Brasil, donde siempre vivió. Un escritor amado por la gente, se lo dije, y que sería difícil repartir sus cenizas entre todos los que leyéndolo lo amaron, y a quienes él, escribiendo para todos ellos, amó, se lo dije también. Un escritor acusado de ser demasiado popular, vaya acusación. Pero olvidé decirle a la periodista que Jorge Amado es un escritor del Caribe. Salvador da al Atlántico abierto, lejos del mar Caribe, será el primer reparo del lector que conoce de geografía, y es cierto. Pero siempre diré que el Caribe, más que un concepto geográfico, es un concepto cultural. Un concepto de una enorme variedad y un enorme poder. No hay una novela más caribeña que Gabriela, clavo y canela, y sus personajes bien pudieran vivir en La Habana, o en Cartagena, o en Santo Domingo, o en Maracaibo, igual que los personajes de Doña Flor y sus maridos. Los ruidos nutridos de la calle; el olor del salitre, del sudor y de las frituras; el alboroto de situaciones; el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los mediodías encendidos; esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros de la noche. Y todo aquel mundo de pobres de solemnidad de las barriadas erizadas de antenas de televisión, expulsados de las campiñas arruinadas, se repite por todo el Caribe en sus miserias y colores, balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana. No es el falso Brasil de Carmen Miranda bailando con un adorno de frutas tropicales de cera en la cabeza, o el de Pepe Carioca, el muñeco de tinta de Walt Disney creado en aquellos años felices cuarenta como el emblema del buen vecino latinoamericano bien portado, sino el Brasil caribeño de Jorge Amado: negros, mestizos, blancos europeos, chinos, hindúes, en formidable mezcolanza. El mismo universo abigarrado de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o el de Paradiso, de José Lezama Lima, donde las criadas citan a Platón. En ese universo para siempre mágico los muertos regresan de sus tumbas porque no dejan de penar por el cuerpo de su mujer desnudándose en la penumbra del aposento de celosías cerradas, como en Doña Flor. Pero si llevamos un poco más lejos esta tesis peligrosa, Carlos Gardel, el morocho del abasto, vendría a ser también caribeño, si es que el tango sentimental viene desde el candombe que a su vez nace en el recóndito retumbo de los tambores africanos, que engendraron también el danzón, tambores africanos y contradanza francesa, que de Puerto Príncipe pasó a La Habana, y de allí a Veracruz. Como es también caribeño, por supuesto, Agustín Lara por jarocho veracruzano, junto con Toña la Negra, y Carlos Fuentes, como queda patente en su espléndida novela Los años con Laura Díaz. Y el maê de santo, o el pai de santo, las santerías bahianas de Jorge Amado, santerías de negros, son las mismas de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en busca de protección -una limpia de malos espíritus-el mismísimo Enrico Caruso después que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aida lo hace huir a la calle, según está debidamente contado en la novela Como un mensajero tuyo, de la puertorriqueña Mayra Santos. Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos lleven, Salvador en el Atlántico, o Guayaquil en el Pacífico, donde Julio Jaramillo fue enterrado en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una multitud de cien mil personas, un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la exageración y el desenfreno se puede ver. El Caribe que está también en la costa del pacífico de
  • 2. Centroamérica, entre volcanes que derraman lava ardiente, y donde nació Rubén Darío, un caribeño de pluma debajo del sombrero igual que Gabriel García Márquez. León de Nicaragua, o Cartagena de Indias, qué más da. Las fronteras del Caribe son móviles, están donde está ese mestizaje creativo que se multiplica tanto en islas como en tierra firme. Las islas de Derek Walcott que la golondrina negra se está llevando siempre de regreso hacia África. Es un territorio cultural hecho con la música más rítmica y más sentimental del mundo, con las religiones sincréticas que visten a los santos africanos con mantos y coronas de santos católicos. Un territorio que es una invención constante de la literatura, de las lenguas, de las artes culinarias. En ese territorio puede ser que llueva café en el campo, como canta el dominicano Juan Luis Guerra. Y también cocina allí, desde una mecedora, aquel viejo sureño Teófilo McCaslin, personaje de Desciende, Moisés que bien podría ser un Buendía, porque también William Faulkner es un escritor del Caribe: Yoknapatawpha por el norte, Macondo por el sur, el Mississippi y el Magdalena ríos desbordados del Caribe, como el Orinoco de Rómulo Gallegos. Es el territorio mágico de fulgores revueltos desde donde Jorge Amado ha partido, sólo para dar un paseo hasta la esquina y regresar, silbando la misma tonada. Sergio Ramírez es escritor
  • 3. Esplendor del Caribe Sergio Ramírez (Homenaje a Alejo Carpentier) En este año de centenarios, también celebramos el del nacimiento del cubano Alejo Carpentier, que puso en la forma de un nuevo barroquismo literario la voz encontrada del continente latinoamericano. A él, padre de El Reino de este Mundo , y El Siglo de las Luces , le debemos este Esplendor del Caribe con el que Sergio Ramírez le rinde tributo. Carpentier supo dar con la expresión que nos une como columna vertebral a gran parte de América Latina, cuyas fronteras son más amplias y distintas de las de los mapas, y de las que imaginamos, como nos señala Sergio. Todos somos del Caribe. Todos quienes habitamos islas, meandros, y la tierra firme, montes y llanuras que rodean este mare nostrum de la imaginación. Todos, salvo quienes, por ejemplo, viven en esa alta planicie de lluvias frías de Santa Fe de Bogotá, lejos de los fragores marinos de la costa caliente, y donde la única lujuria del paisaje son las reglas gramaticales. Todavía hace poco se vestían los bogotanos de luto riguroso y llevaban paraguas de seda, maestros temibles de la circunspección, hasta que apareció por las calles para alborotarlo todo el temible Pedro Navaja, seguido de su corte de narcotraficantes alhajados en cuello, muñecas y dentadura, y que se sientan, además, en retretes de oro macizo. El Caribe, esa deidad tan ubicua y tan vasta, coronada de pámpanos y flores negras de Citeres, que comienza donde uno quiere que comience, y termina en un confín de sombras vaporosas donde navega el bergantín en cuya proa se alza, enfundada, la primera guillotina traída a América por Víctor Huges, el oscuro y ardoroso comerciante marsellés afincado en Puerto Príncipe, héroe dual que vive en las páginas de El siglo de las luces . Mar revuelta, encajes de espumas sanguinolentas tejidos en la prosa de Alejo Carpentier, real y maravilloso novelista, cuyo centenario celebramos este año. Tal vez comienza el Caribe en tierras del Dorado, Río Magdalena abajo, desde la ciénaga a las aguas teñidas de colores lúbricos que se revuelven frente a Cartagena, allí donde el cabello de las doncellas difuntas enterradas en los conventos crece para siempre jamás, hacia Barranquilla en fiesta perpetua, adonde se sigue yendo el caimán de fauces descomunales, dormido como un niño en la corriente, hacia Santa Marta, donde recaló adolorido el libertador, ya sin espada que empuñar, y de allí, al otro lado del cabo de La Vela, hacia Maracaibo, junto al lago de oro negro, y hacia Caracas, tras el cerro del Ávila prendido de misérrimas casuchas infinitas, el País Portátil de Adriano González León. Y entonces, después de tanto andar y navegar por entre tantas islas, sabremos que esos colores lúbricos están también en el habla, en la lujuria del acento que se dispersa como un polen sagrado: no hay venezolano circunspecto, aunque sea un venezolano andino, porque todo allí es una revoluta de discusiones donde la palabra se arrebata a mansalva. Paseando a pie, de noche, por esas calles provincianas de Caracas, atrapadas entre autopistas y rascacielos excesivos, porque en el Caribe todo es también una exageración, se podría estar, igual, en cualquier barrio de Tegucigalpa rodeada de cerros, barrios plateados por la luna donde los vecinos se sientan a conversar en las aceras y brillan entre las acacias del andén las farolas de las farmacias de turno. Oigan esos ecos cantarinos, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que ya oímos antes en Barranquilla, en Cartagena, en Santa Marta, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La Habana, en San Juan, una sílaba comida de más, quizás, una entonación risueña, un registro más alto, una muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los traían desde Guinea y desde el Congo. Hablamos cantando, hablamos cantado. Pregones de fruteras, pregones de cerrajeros, pregones de lotería. Y hablamos contando. Todos somos novelistas en ciernes, desde luego que a cada quien, desde la infancia, lo deslumbra una historia maravillosa. Todos somos nietos de una novelista que es la abuela, todos hemos sido llevados de la mano a conocer el hielo por un abuelo. El polen mágico, las palabras y sus músicas y sus ecos vuelan sobre el mar de las Antillas arrastradas por los vientos de tormenta que empujan las velas en
  • 4. harapos del barco errante de Víctor Huges, libertador de esclavos y luego monteador de esclavos, el barco errante que aparece de nuevo en las páginas de Cien años de soledad . O voces, y músicas, y ritmos, y cantos, pregones, historias cantadas o historias contadas, que pueden oírse de una ciudad a otra, de una isla a otra, de una costa a otra, en noches serenas, el sonsonete del ballenato cuando salgo de parranda no me acuerdo de la muerte que desde Río Hacha se revuelve en ecos hasta México, costa adentro, donde otra vez melancólica responde en un corrido, murmullos bajo tierra de las voces de los muertos de Juan Rulfo, no vale nada la vida, la vida no vale nada ; voces que oyen también en alta mar los marineros, a como oyen los timbales de las cumbiambas que suenan hasta el amanecer en las bocas del Magdalena, o los sones de una guaracha que traen los vientos del Jibao, o como se divisan desde Isla de Mujeres las luces de la Isla de Pinos si la noche es serena y el cielo está despejado de borrascas. Un mar de ecos, un mar de espejismos. Yo vengo del otro Caribe, el de la costa del Pacífico de Centroamérica. Allí, donde yo vivo, también reina la exageración. Después de un aguacero los ríos no vuelven jamás a su cauce, y también hay huracanes que pueden soplar noches enteras, y volcanes que amanecen humeantes donde antes era campo llano. Los escritores del Caribe, como Carpentier lo probó con creces, somos hijos dóciles de la exageración. Los ingleses inventaron en la costa del Caribe de Nicaragua, para beneficio de los novelistas, una dinastía de reyes zambos, los reyes misquitos coronados con pompa en la catedral anglicana de Kingston, y que recibían cada año, como dote real, una generosa provisión de barricas de ron. Uno de esos misquitos, marinero de un bergantín de la flota de Dampier fue abandonado en castigo a su indolencia en la isla desierta de Juan Fernández. Se llamaba Robin. Daniel Defoe lo transformó en Robinson Crusoe, un europeo dueño de la hazaña de valerse por sí mismo en la soledad. De allí viene el mito. Es un mito europeo, el hombre civilizado capaz de resistir las más duras condiciones materiales, no sólo el aislamiento espiritual. Nosotros, aquí donde vivimos, no conocemos la soledad. Pero este Robinson Crusoe es, de todas maneras, un personaje del Caribe que nació en el Caribe, porque no hay mito que se nos escapa ni invención que no tenga aquí sus raíces alucinógenas. Aquí, donde se incuban las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos. ¿Dónde sino habría de aparecer Henri Christophe, el antiguo cocinero de una fonda en Cape Française, que inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que a diferencia de los fantoches de la dinastía de los zambos misquitos de Nicaragua, tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos esclavos, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos, una corte que quería ser más suntuosa que la que había seguido a Paulina Bonaparte, en el mismo Haití, por los salones de su propio palacio de Cape Français. Henri Cristophe, el esclavo liberto dueño de esclavos, es el personaje de la novela El reino de este mundo de Alejo Carpentier, como lo fue de la piezaEmperor Jones de Eugenio O'Neill . ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?, dice el mismo Carpentier. En nuestro mar cerrado nació la imaginación más desbocada, porque los hechos eran desbocados. ¿La realidad persigue a la imaginación o es la imaginación la que persigue a la realidad?. A las ventanas del palacio de Sans Souci se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. “Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones”, oímos en la novela. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière. ¿Cuán real ha sido lo maravilloso, y cuán maravilloso ha sido lo real? Lo primero que habría de encandilar a los conquistadores españoles fue la majestad, y la inmensidad variada de una naturaleza que vieron con ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V.S. Naipul, el gran escritor de Trinidad, nos dice en La pérdida de el Dorado que los españoles no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes. Son las fantasías que habría de heredar Henri Cristophe, que mientras saca del agua hirviente un capón para desplumarlo, piensa en la opresión como esclavo, e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio. Los conquistadores, antes de él, no hacían sino imaginar con delirio. Colón, el primero de todos, lo que quiso ver en nuestras costas fueron huertos floridos de azahares como los
  • 5. de Valencia, y aún más. Con el mejor de los aplomos escribe que el río Orinoco tenía su fuente en el propio paraíso terrenal; y cuando en su último viaje de 1502 llega a la costa del caribe de Centroamérica, imagina que está por fin a la vista de las lejanas tierras de la especiería y de la seda, Catay y Cipango, y que si seguía navegando hacia el sur alcanzaría la península de Malaya donde por fin iba a encontrar el estrecho para pasar a la India. En su mente bullían las ideas heredadas a la imaginación de Europa por otro formidable mentiroso, Marco Polo, pero Colón le iba en ventaja. En aquel mismo último viaje de 1502 encontró en Caratasca a una tribu a la que llamó la raza de los orejones, comedores de carne cruda, que tenían los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina. Eran una variedad del Homo fanesius auritus , habitante de la mítica California de los caballeros andantes, seres extraordinarios que podían cobijarse con sus propias orejas para protegerse del frío, y que a lo largo de toda la conquista seguirían siendo encontrados en América, lo mismo que aquella otra raza descabezada que tenía ojos, boca y nariz en el pecho, los esternocéfalos. Y gigantes de seis metros de estatura en la Patagonia, y hombre de un solo pie, y amazonas que se mutilaban uno de los pechos para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha, y también las siete ciudades de Cibola, los dominios del Preste Juan, que Fray Marcos de Niza juraba haber encontrado en los desiertos ardientes de Sonora. “Para empezar”, dice Carpentier, “la sensación de los maravilloso presupone una fe”, y lo maravilloso comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. El Caribe se hubiera valido a sí mismo sin exageraciones, como aquellas de que harán gala en sus cartas de relación los capitanes de la conquista. Ya se sabe que tenían por abanderado al mismo apóstol Santiago, gallardo jinete en caballo blanco, la espada desenvainada, como ocurrió en la batalla de Tlaxcala, donde guerreó al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según lo recuerda con algo de duda, y respetuoso desdén, Bernal Díaz del Castillo en suVerdadera relación de la conquista. “Porque no es el hombre renacentista quien realiza el descubrimiento y la conquista, sino el hombre medieval.”, dice Carpentier. No era la modernidad la que trajeron consigo, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. Un mundo nuevo que iba a moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que Cervantes no tardaría en someter al juicio de las risas, volviéndolo risible. En el Caribe se sufren fiebres que derriten la imaginación, como lo probaron los conquistadores. El Dorado, hacia el sur, en tierras de Macondo, ciudades pavimentas de oro macizo, cúpulas y almenares de oro, árboles que daban frutos de oro, el viento que llevaba en el aire polvillo de oro como si fuera arena. Y hacia el norte, la Florida, donde bastaba meterse en las aguas de los ríos, que eran las aguas de la eterna juventud, para perder de inmediato las inapetencias sexuales y las magras carnes de la senectud, y recuperar las alegrías y los bríos de la mocedad, como en el cuadro de Lucas Cranack. El Dorado, la tierra de Pedro Navaja donde ahora se libra la guerra más desalmada que nunca antes vieron nuestros ojos, y la Florida, donde ahora se alzan las torres de los castillos de Disneyworld. Pero por causa de esos sueños los conquistadores fueron comidos por la fiebre y por las fieras, y tragados por los torrentes. El cadáver de Hernando de Soto, atado a un tronco, fue echado por sus hombres a las aguas del río Mississipi, otro río del Caribe, y allí terminó su búsqueda de la fuente de la eterna juventud . Porque los guiaba la ambiciosa imaginación nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de encontrar La Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía que ya estaba definida en los mismos libros de caballería. Aún en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la búsqueda de El Dorado, dice Carpentier, y “en días de la revolución francesa ¾ ¡vivan la razón y el ser supremo!—el compostelano Francisco Méndez andaba por tierras de La Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares”. Pero en Los pasos perdidos nos devuelve a los rigores exaltados de la realidad apenas la barca de los viajeros empieza a adentrarse en el Orinoco, cuando aún se piensa en la ciudad encantada de Manoa: los hombres anfibios que iban a dormir cada noche al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores; los perrillos carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos, las piedras de prodigiosas virtudes halladas en las entrañas de los venados, los tatunachas bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas ¾ recuerdos de los libros de caballería y recuerdos de Colón ¾ ; los que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz, y la Arpía Americana, exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo, y cuyos portentos habían sido cantados a lo largo de dos siglos por los ciegos del camino de Santiago. El Caribe no es sólo un espacio geográfico. También es una confluencia de visiones y obsesiones. Todo lo que respira con el aliento de un animal oscuro vestido de lentejuelas, es el Caribe. Una tierra bárbara. En el caribe llamamos bárbaro a todo lo que es muy bueno, increíblemente bueno, muy bello. Una mujer bárbara. Un crepúsculo bárbaro. Un poeta bárbaro, como Rubén Darío, paseado su cadáver en andas funerarias por las calles, vestido de
  • 6. peplo griego y coronado de mirtos, antes de ser enterrado bajo las naves de la catedral de León. En aquel país de peones, arrieros, mozos de cordel y aurigas analfabetos, sólo unas cuantos eran letrados, y los que leían poesías se contaban con los dedos. Pero en la procesión fúnebre marcharon miles. Hacía un calor de infierno esa tarde del funeral y no se movían los penachos de las palmeras. Delante de la procesión las canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado donde ardían los cagajones de los caballos de tiro. Décadas después, en Guayaquil, avanzada del Caribe en el Pacífico, habrían de enterrar a Julio Jaramillo, el rey de las roconolas, en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una multitud frenética de cien mil personas , un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la exageración y el desenfreno se puede ver. De aquí de donde venimos nada se hace en solitario, ni nunca puertas adentro. Hasta las decepciones amorosas cantadas en las cantinas, se vuelven espectáculos. El Caribe es una dimensión geográfica, y una dimensión cultural, de encuentros múltiples, pero mucho más. Es el territorio del mito que nunca cesa. El sur de los Estados Unidos, el Mississipi que fluye hacia el golfo de México desde el venero de las novelas de Mark Twain. El profundo sur caluroso de William Faulkner. Yoknapatawpha . El Orinoco de oscuras aguas verdes incesantes. El queso bajo una jaula en el mostrador de la tienda de abarrotes en alguna página de Luz de Agosto , de Faulkner, igual que en la pulpería de mi padre en Masatepe, donde todo olía a cuero, trementina, manteca de cerdo, candelas de cebo, kerosén .O al otro lado del mar Caribe, Macondo, donde un padre lleva a su hijo a conocer el hielo, como el Coronel Félix Ramírez Madregil llevó en León de Nicaragua a Rubén Darío, su hijo adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia. Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. La misma caja de música. “ Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas , y galopas”, le dice el Rey Burgués al filósofo. ¿Y cómo era esa caja de música del cuento deAzul de Darío? Carpentier lo explica: “una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redovas en una especie de salterio”, y al lado de la que “había retratos de monjas profesas coronadas de flores” y una “Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso revuelo de querubines”, que “compartía una pared con escenas de tauromaquia”. Un tenderete de anticuario donde se abigarran artilugios e imágenes viejas y a la vez contemporáneas. Eso también es el Caribe. La Florida, El Dorado. Norte y sur del arco que pulsa la brisa y que se tiende por el golfo de México. Veracruz de Carlos Fuentes y Agustín Lara. La multitud de islas que la golondrina negra de Derett Walcott se está llevando siempre hacia el África, a la deriva. El arco que pasa sobre el lomo de Centroamérica alisando su pelambre, Castilla de Oro, de vuelta al friso donde el caimán se está yendo siempre, otra vez, para Barranquilla, y de allí a los confines de las Guayanas y Trinidad Tobago, ese Caribe finis terrae de sotavento, del five o'clock tea en las verandas, con sus buzones pintados de rojo y su estricta higiene municipal, decorado con mano victoriana por V.S. Naipul. Una gran olla en la lumbre, el más excelso de los milagros culinarios híbridos, como el que Carpentier recuerda en El siglo de las luces : "Desembarcóse al día siguiente en una costa desierta y boscosa donde (...) había cochinos salvajes. (...) Después de limpiarlos tendieron los cuerpos sobre parrillas llenas de brasas con las entrañas tenidas abiertas por finas varas de madera. Sobre aquellas carnes empezó a caer una tenue lluvia de jugo de limón, naranja amarga, sal pimienta, orégano y ajo, en tanto que una camada de hojas de guayabo verde, arrojada sobre los rescoldos, llevaba su humo blanco oloroso a verde a las pieles, que iban cobrando un color carey (...) Y cuando faltó poco para que los cerdos hubiesen llegado a su punto, sus vientres abiertos fueron llenados de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves. Entonces se retiraron las varas que mantenían las entrañas abiertas y los costillares se cerraron sobre la volatería (...) consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en un bucán que fue Bucán de Bucanes". Codornices en el vientre de la bestia. Un gran vuelo de cuervos que mancha el azul celeste. Una gran cocina de razas y lenguas y música y religiones y ritos. El gran melt pot sin parangones. Zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas, negros esclavos del África negra, mestizos, ladinos, mulatos, zambos, pardos y cuarterones, aventureros de Andalucía y porquerizos de Extremadura en coraza de conquistadores, y campesinos y tenderos de Galicia y de Las Canarias, los colonos portugueses llenos de prosopopeya, las juderías sefarditas en éxodo asentadas en Curazao cuando huían de los progoms de sus santas majestades católicas, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio Otomano que hollaron todos los caminos como buhoneros antes de señorear en San Pedro Sula y Barranquilla, y los chinos de Cantón que llegaron de contrabando escondidos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay en sus tiendas perfumadas de sándalo, los holandeses luteranos, los corsarios franceses. “Aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta”, dice Carpentier enLos pasos perdidos . Un caldo barroco que hierve y no reposa. Bucán de bucanes. La cucharada de prueba en busca de su sazón le toca a José Lezama Lima, una prueba de noche tropical, según Paradiso : "La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la
  • 7. iguana columpiaba de nuevo a la noche". El verde Caribe de los bananales de la United Fruit Company de las novelas de la trilogía del banano de Miguel Ángel Asturias, donde vemos el rostro del Papa Verde, el Caribe de la fiebre asesina del caucho de José Eustasio Rivero en La Vorágine , el Caribe no menos verde de las plantaciones de cacao de Jorge Amado en Bahia, atlántico adentro, otra avanzada del Caribe. Ruidos nutridos de la calle, el olor del salitre, del sudor y de las frituras, el alboroto de situaciones, el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los mediodías encendidos, esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros de la noche en busca del algún amor patibulario. Y las barriadas erizadas de antenas de televisión donde nunca deja de sonar La guaracha del Macho Camacho tocada por Luís Rafael Sánchez. Azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana, asomadas a los balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, como los que nunca dejó de ver Eliseo Diego en La Habana, "los balcones, de fragantes barandas de hierro, como flores extrañas, secas entre páginas..." . Las santerías bahianas que son las mismas de los altares haitianos del Vudú, y de los ritos garífonos del Wallagallo en Laguna de Perlas en Nicaragua, y de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en busca de protección, para una limpia de malos espíritus, el mismísimo Enrico Carusso después que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aída lo hace huir, disfrazado de Radamés, a refugiarse a la cocina de un hotel, según está debidamente contado en la novela Como un mensajero tuyode Mayra Montero. Y los fetiches de Wilfredo Lamm, y los gallos de Mariano Rodríguez que cantan a medianoche, y la noche negra del alma de Reinaldo Arenas, y las historias de George Lamming contadas a la luz de la lumbre, y la poesía de símbolos nutricios de Aimée Cesaire, y aquellas advertencias de que éramos desde entonces los condenados de la tierra en la voz apocalíptica de Frank Fannon. Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos lleven. Y así a lo mejor vamos a dar hasta el río de la Plata si pensamos en el Candombe, esa música afrocaribe de donde nació la milonga y después el tango, una tesis peligrosa ésta, que si la llevamos más lejos, vendría a resultar en que Carlos Gardel, el morocho del abasto, sería también de estos pagos, más que de Toulouse, o de Tacuarembó . El tango, y también el danzón, mezcla excelsa de la contradanza de la corte francesa y el fragor de los tambores africanos inventado, a lo mejor, en las fiestas de la corte del rey Henri Christophe en Sans Souci, y las habaneras que Bizet llevó hasta las tramoyas de Carmen , y los boleros de Álvaro Carrillo en noche de luna, y las bachatas y los merengues de Juan Luís Guerra ¡ojalá, de verdad, lloviera café en el campo! y los vallenatos de Rafael Escalona, y los que canta Diómedes, prófugo de la justicia en Colombia pero amado en todas las barriadas, y protegido por santos y sicarios. Y Benny Moré, un alarido solitario que nunca termina, y Bola de Nieve, caballeros, chivo que rompe tambor, con el pellejo lo paga . Y el calipso trinitario, y el reggee de Bob Marley, no woman no cry, el mambo Patricia de Dámaso Pérez Prado que sigue en el fondo de la noche enLa Dolce Vita , y la rumba El Manicero que está en Arroz Amargo y que siempre sigue cantando el fantasma adorable de Silvana Mangano en un viejo disco de pizarra raspado por la aguja, y los timbales de Tito Puente, y toda la selva de Rómulo Gallegos que huele a frutos podridos. Podemos navegar por esas aguas de espejismos sin perdernos, si acertamos a adivinar que no hay Caribe sin África, ése es el eje de la brújula. Sólo tenemos que poner oído a los tambores que palpitan en nuestras sienes, oír a través de los siglos el ruido de las viejas cadenas en los galpones de las plantaciones de algodón del sur de Estados Unidos, en los bohíos de los ingenios azucareros, en los vergeles del cacao. Y todo lo que llamamos barroco es también el Caribe. Ese paisaje arquitectónico y de decorados que nos asalta desde las primeras páginas de El siglo de las luces , exuberancia y movimiento en las formas, crecerá en diversidad y contraste hasta el punto de una explosión, la explosión de una catedral indigesta de artilugios y ornamentos. Porque igual que el Caribe, esta novela es una representación barroca de elementos barrocos, un arrastre de la propia historia y sus tramoyas que hace contemporáneo el desconcierto de las acumulaciones del pasado. Igual que Asturias, Carpentier pasa su visión por el tamiz del surrealismo. Y el Caribe es ya desde antes surrealista. “Sólo la maravilloso es bello”. Lo maravilloso, y lo desconcertante. La selva, madre de toda existencia, igual que el mar, que se abre como una muralla vegetal para dejar salir “un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras...veinte indios que traían orquídeas”. Y otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. Carpentier había nacido en un mundo barroco, que daba sustento a lo real maravilloso, y lo real maravilloso dio sustento luego al realismo mágico. La convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las
  • 8. pretensiones de mundo moderno, que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro. El desajuste es lo maravilloso, y es real maravilloso porque es real. Mágico vendrá a ser todo lo demás, como el repentino despertar del vuelo de mariposas que alarga las noches porque forman manto tan denso que oscurece al sol. “Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia”. “Una noche diurna, enrojecida de alas”. Cuba es quizás el país más barroco de entre todos los nuestros, y el que acumula más nutridos elementos de cultura africana, y más elementos de la cultura peninsular española, por más tiempo, desde luego que el régimen colonial se prolongó hasta finales del siglo XIX. Cuba y Puerto Rico, escenarios de la agonía final del imperio español que venía arrastrando sus cadenas desde la conquista, como un fantasma de sí mismo, destinado a disolverse en el humo de los cañones de la armada de los Estados Unidos, cuando aquel maltrecho Quijote ceñido de latas viejas, como lo vio Darío, se enfrentó a los búfalos de dientes de plata que salían a estrenar en las aguas esmeralda de este mar sus acorazados, con ímpetus de nuevo imperio. Pero en el siglo XVIII los criollos de Cuba eran los más ricos de todo el Caribe, y los más ilustrados, dueños de las centrales azucareras y de los campos de caña, de las destilerías de ron, de las factorías de tabaco, del comercio de ultramarinos, más rica y próspera Cuba que la propia metrópoli arruinada. Es el mundo de abigarrados contrastes, de potentados y esclavos que se nos ofrece en vísperas de la revolución francesa en El siglo de las luces . En sus páginas suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges. La revolución francesa viene a proclamar la abolición de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud, el nuevo evangelio que reverberará en los oídos de Henri Christophe el cocinero. Y Víctor Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el consulado, agente fiel de la restauración. Sofía, la heroína de El siglo de las luces ha vivido todo para saberlo todo ¾ al fin y al cabo Sofía no significa sino sabiduría ¾ . Aguarda el advenimiento del poder redentor, lo busca y lo provoca. Y el ideal resulta en desilusión porque Huges, el amante y el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó, igual que Henri Christopher los hace llevar las piedras para construir sus palacios. Para Esteban, el otro adolescente hermano de Sofía, el ideal es intocable, y eso lo vuelve frágil y vulnerable. Ha sido la encarnación de la rebeldía ética, el individuo que quiere la revolución a su propia medida, como Cándido de Voltaire. Y ambos ven cómo los sueños de los ideales son trastocados por las pesadillas del poder. Los sueños de la razón que terminan engendrando monstruos. “Las palabras no caen en el vacío”, advierte Zohar: las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las revoluciones que terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. Los ideales libertarios llegan a cristalizar luego la figura del caudillo que deviene en dictador, tal como Carpentier lo exhibe en El recurso de método . Es el dictador ilustrado, que ahora sólo entiende el poder a partir de su propia persona. El dictador arquetípico del caribe, modelo de los demás dictadores que habrán de surgir luego en la vida, y en la literatura. Y no libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido con los ropajes del poder. Ya hemos oído muchas necedades acerca del fin de la historia, y Carpentier no iba a ser quien se adelantara con ellas. “Una revolución no se discute, se hace”, proclama Víctor Huges. Pero para un novelista curtido, que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la imposición de un régimen político. Los seres humanos, que siguen siendo los mismos. El caribe no cesa, ni tampoco terminan de reproducirse sus personajes. El caribe, un acorde de músicas y un ruido de voces, como de tormenta. El caribe que somos todos.
  • 9. Las Vegas, octubre 2004. http://www.caratula.net/archivo/N3-1204/secciones/ensayo-ramirez.htm