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LABERINTO
(Textos poéticos)

José Garés Crespo

Edicions La Solana.València,2014
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Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, SaintPol Roux hacía colocar en la puerta de su mansión en Camaret, un cartel en
el que se leía: EL POETA TRABAJA.

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I

Durante aquellos años, las pasiones nos llegaron con tanta
intensidad y frecuencia que apenas tuvimos tiempo de organizar los
sentimientos. Cuando saltaron al aire la luz y la armonía de las galaxias
terrenales, del tiempo y de la vida de aquella ciudad que tantos delitos y
amores oculta, derrocha, silencia y envidia, con su reflejo en la brisa de tu
sombra poseída por tus futuros días e inmersa en el devenir de tus encantos,
fue porque estábamos sin más apoyo que el eje del peldaño. Hace siglos que el
péndulo se lanzó hacia el norte y no regresa. Nos llevó tiempo conciliar
nuestras conciencias. Necesitábamos luces que provocaran sombras y salir de
la luminosa oscuridad que nos envolvía, abandonados en aquel inmenso erial
cuya única frontera era tu réplica en el vacío. Todo terminó con el orgasmo
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previsto que nos desbordó por el deseo de permanecer escondidos frente al
mundo, huyendo quién sabe de quién o de qué, y un inesperado beso asediado
por el olvido. Nada es lo que parece y nada tuvo que ver con el a priori de
Leibniz. Nos olvidamos de las pocas creencias que todavía sobrevivían y
organizamos las ideas que resultaron de tantas vigilias en las que, más allá de
la palabra, fueron tus manos y tu mirada las depositarias de la buena nueva.
Iconoclastas, vanidosos y temerarios, ganamos la paz y perdimos la guerra, o
puede que fuese al contrario, qué más da. Ahora, a caballo de la plasticidad
indefinida de las necesidades humanas, también titubean el hambre de pan, la
cadencia del golpe y se ha fundido el horizonte. El nuestro quedó delimitado
por un mar calmo y verde, un cielo rojo agobiante, unas tierras ocres de ricas
montañas grises y desnudas, apenas algunas ráfagas de azul en los amaneceres
y de verde agazapado. Sucedía en Agosto. Voces, muchas voces de cariño,
esperanzas para no morir y gritos de alarma frente a los graznidos. Y hambre
del vigía. El tiempo y el necesario odio nos hicieron vendaval, también
lagartos. Temprano aprendimos el guiño de la muerte. Alguna canción, unos
versos centenarios fruto de cuando mi pueblo cantaba y con unas niñas
sobrantes del deseo de los elegantes, forjaba el contrapunto. Algunos viejos, el
hambre de libertad y Marx hicieron el resto. También mis viejos querían un
gobierno barato de mantener. Tuve tiempo de observar la mar, por donde
muchos salvaron la vida, del cormorán y la gamba, y desde mi sembrado
domestiqué al mirlo y al ruiseñor, también di cuenta del halcón y del cuervo.
Eran de los míos. Fueron tiempos de pretender la conquista, de aliñar besos y
otras urgencias, de abrir las tapias de la historia. Los dioses ausentes, el rey en
Babia. Ahora, con la luz que me queda, vivo despierto, en alianza con el
viento otoñal y me pierdo en el largo, silencioso y desordenado laberinto de
los recuerdos, abatiendo muros y tomando serenas posiciones, levantando acta.
Todavía hay temores y alegrías, pero sigue abierto el camino. Hasta la muerte,
estoy en alianza con el futuro y juntos no podemos perder. Sobre mi pecho nos
hicimos singulares. Hicimos espectáculo de la entrega sin caer en la cuenta de
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la conveniencia de disolvernos, como si nuestro encuentro y sus consecuencias
hubieran sido tan solo un vuelo de apareamiento y desconocidos nos
estrecháramos a tientas. Aunque, ahora que tengo todavía el tiempo por aliado,
confieso que siempre deseé, no tus nalgas, pero sí lo que sugieren. Algún día
notarás sobre tu piel, debajo de una de esas robustas e intensas moreras que
rodean tus sueños, el reverberar del beso concupiscente, el delirio telúrico que
penetra en los más extraños desatinos y nos hace universales, a pesar de la
banalidad con que, a veces, nos amamos. ¿O acaso la sucesión de tiempo que
organizamos como una vida es algo más que saltar de encuentro en encuentro
hasta caer en el vacío? En fin, voy a olvidarte pero para reconstruirte. Qué más
da de dónde vienes ni si aún me esperas. O si en las noches más impetuosas
crujes como el agua en mitad de la hoguera. Quién sabe mañana qué recuerdo
de este momento tendré y el mundo de nosotros. Tampoco me importa mucho,
pero sí la luz de tus ojos que son como el rayo quebrado en el dorado bosque
en los momentos en que alcanzas la cima y suena tu voz como un quejido
rasgado en la noche, agónico y asustadizo ante el alegre saludo del gallo entre
albas, éxtasis muertos de frió y despojos de amores traicionados. Sucedió
aquella tarde lo de siempre, deseos cautivos del perfil de tus mejillas, surtidor
de pasiones, temblorosas campanas o voces, viejos retablos dormidos o rizos y
enredados una verbena de besos, rosas y geranios sobre tu cuerpo en fiesta.
Porque cuando se pulsa el acelerador, pudiera parecer que una lágrima a
destiempo, seguida de una sonrisa que se pierde en la multicolor miel de tus
ojos, diese señal de un sentimiento de plenitud, y cuando te pierdes lo haces
siempre al bies, igual que se nos pierde el recuerdo en el lejano horizonte
temporal i furtivo, como tantos de nosotros, y por supuesto, nada que ver con
el perfil terso y distante de tu muslo, canela leve cuando vuelves, envuelta en
el indefinido color del silencio y tan cerca de la eternidad. Podríamos decir
que, como daga que vomita luces que deliran sobre la piel, se me clava y
deviene pasión nómada que persigue el relente de tus lágrimas que un día
fueron prisioneras. Como todos nosotros, fugitivos del gulag y residentes en el
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gran panóptico de la patria, pretendiendo tan solo descifrar en el espesor de lo
sucedido las condiciones de la historia misma.O puede que solo estés sujeta
del mástil que te anuncia vida y te sugiere aire. Mortal, pero aire. Sí, también
yo necesito que vivas para conocer del paso del tiempo y por eso, algunas
noches te creo y otras te destruyo. Ambos fingimos y actuamos como si
fuéramos los últimos amantes, impasibles ante el persistente y sádico devenir
del tiempo con el que nunca quisimos pactar. Lo sabíamos. Pero ¿qué
podíamos hacer, jóvenes como éramos, el horizonte tan lejos y tantas iglesias
cerca, sino tratar de comportarnos como los mejores comediantes, envueltos y
definidos por el agua y los susurros de una historia apenas intuida? ¿Conocían
los ojos el reposo y el orden de una pequeña vecindad sin ni siquiera bandera?
Todo aquello que pasa una vez y para siempre. ¿Acaso podíamos, de la mano
flácida del mínimo espacio que desde el silencio soez irrumpe en el caos del
corazón que huye del fuego del perverso y cubierto tan solo por la zozobra de
las lágrimas que asoman como atavío invernal, saber de la muerte sin conocer
a su madre? Sí, en la mañana que empezó la historia, todo fue un romance,
leve y dramático, balsámico parecía pero distópico era, y ahora el tiempo
detenido que descansa sobre el silencio de tu frente, nos descubre la farsa,
puede que necesaria, enamorados del guía que solo es tránsito. Queda otro
camino, el que nos lleva al final del puente. Hastiado de redimir tu olvido,
indolente y sumido en el dosel de tus encantos, advertí el sudor de mi sangre y
también la sangre de tu risa. Fue la primera noche, esa en que suele suceder lo
imprevisto y me preocupó nuestro futuro porque ocupé tu presente. De
siempre sabes que no digo lo que sé de ti, solo lo que intuyo y me ocupa, por
eso, si cada cambio conduce a lo peor, rózame al menos hasta que mire al
cielo de frente, desnúdame la vigilia con la imprudencia inédita de las
inmensas palomas dormidas en tus manos que nos envuelven como cánticos
que invitan al desenfreno de la vida y a la orgía de la muerte perpetuándote en
la noche como el sol en tus retinas cuando estallan, dionisíacas, las mariposas
en tu vientre, caderas locas, en ese torbellino de lágrimas derramadas sobre mi
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sexo. Asegurados, pues, qué éramos, había que decidir de qué manera íbamos
a serlo. Mortales o no, la vida nos fue dada sin consentimiento y cada cual nos
convertimos en un quehacer del otro. Apremiada nuestra libertad, desbocada a
veces, no pudimos reconstruir un mundo del que, todavía hoy, huimos
conforme lo vegetamos y cuya proa apunta hacia el pasado. Por eso cada
tumba, aunque mire al horizonte, deviene estéril tierra de labranza. Qué más
da si es infinito el universo o termina donde empieza la esperanza. Tú siempre
fuiste el camino abierto que conduce a cualquier parte. Seguimos buscando el
espacio aún no hallado, necesitados de sus bondades, si las hubiera, no porque
en sí signifiquen nada, porque nos vienen recubiertas de inéditos gestos
huérfanos y algún que otro ajeno e infiltrado orgasmo. Sabíamos que nuestra
relación amorosa siempre estuvo asediada por el olvido, incluso por la
renuncia (era nuestra particular forma de obviar a dios y al tiempo). No era
malvivir, era el signo de nuestra época. Siempre a caballo (¿qué dirían de todo
ello dios y la muerte? nos acostumbramos, pasada la época de destruir, a
construirnos día a día. ¿Perseverar es vivir entonces? Más aún: ¿Hablar ahora
de la naturaleza de nuestro amor, como si no supiéramos que somos un
eslabón, que el génesis no fue la fruta sino tus pechos que amamantan aun
hoy, que aunque no exista la felicidad, construimos nuestro pensamiento desde
ella? ¿Asentir, ante una proposición sabida sin creer realmente en ella? ¿O tal
vez es practicable una legitimación que se expone a desaparecer mientras una
discronía general nace? Como muchos amores que perviven todavía hoy y que
lo son porque no subvirtieron las circunstancias que nos imponen y apenas
fueron mucho en su día, así se prolongan en el tiempo, aletargados, sumisos y
adocenados tantos recuerdos perdidos, que no olvidados. Y de nuevo, como
casi siempre, de la mano del primer verso, llegó la penúltima primavera
(sabedores de que la última nunca llega), como cuando el goce trituró la culpa
y acechaba la nada. La verdad es que los días nos cambiaron tanto que solo
nos quedan palabras sobre el papel o dormidas en los labios, también algunos
gestos propios de la casta de cortesanos, adornados de hechuras ciudadanas, el
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innato arrebato de tocar campanas en las tempestades y esa mirada elegíaca
predicada y consentida, refugio de la conciencia y voluntad de raptarte desde
el extremo fin de tus recuerdos hasta la cumbre inicio de tus pechos. En
cualquier caso nos acompañamos como siempre, perplejos y provocativos,
con tu mirada que te desnuda de abajo arriba, administrando con elegancia la
excepcional dádiva de tu sonrisa que florece devastada por la insistente lluvia,
a veces imprudente, siempre regalada. Tristezas escondidas que asoman de
entre tus muslos. Pero sonríes y de nuevo te me presentas como algo
incomprensible e inconmensurable, dijéramos como la existencia o la
eternidad. Enrojecidos y dormidos los montes, huérfanos, en busca de
semillas, del desnudo de las bonitas muchachas desafiadas y de adolescentes
vírgenes y voluptuosos, tantas veces ansiados también en sueños, todos prietos
por temor y tú deseante y sin norte, como el espíritu del blues que se muestra
en un cabaret de arrabal donde el saxo es un haz de luz que deslumbra las
piernas y marca, como el trigo blanco del ángel ascético. Por la noche, unas
gotas de semen seco en los alrededores de la boca o en las vaguadas de la
cintura vienen a salvarnos de aquellos malos recuerdos, ritualizada tu rebeldía,
exculpada tu conciencia.

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II

A puerta cerrada, creímos ser portadores de banderas de libertad, de
los que siempre navegan huyendo de las orillas porque saben que la indecencia
huye hacia el futuro buceando en el pasado. ¿Acaso, alguna vez el futuro
estuvo en alta mar? Bandadas domésticas de buitres y proyectos convergentes,
noches con melancolía y tardíos amaneceres horrorizados por las vandálicas
despedidas, pululaban atentos, aunque perdidos. Papeles anónimos, sobre los
que descansa lo que hicimos y el futuro de tantos deseos y amores que nunca
serán como pretendimos, pero que conforman la definitiva estancia sobre la
que nos esparcimos y descansamos. La intrahistoria, Don Miguel, la
intrahistoria. Apuntes esculpidos sobre la nausea de quienes, al alimón, nos
abrazamos con el diablo y con dios. Nada de lo que arrepentirse. En realidad
solo fue que teníamos pocas creencias y muchas ideas. Y el mundo empezó
nuestra doma, nacieron las oficinas sistémicas y nos quedamos desprotegidos,
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desarmados y expuestos al calor del partisano convertido en artefacto del
poder. ¿Qué habéis hecho de nuestros hijos, malditos? El duelo de tener que
elegir como condena, con la garantía de que un poco pierdes y la certeza de no
sosegarse nunca más, ni poder volver atrás, y no obstante negar el destino al
que nos llevan y que presuntuosos suponemos en nuestras manos, como si de
un beso, de los que repartes por placer, o deseo, o despedida, se tratara.
Abrimos nuevas esperanzas y ornamentos, galaxias tan viejas como
incandescentes, amores que nos abocan al desamor y aún al desbarajuste
(como si Kant no hubiese ajustado todo minuciosamente), pero sin rabia,
natural como cicatrizan las heridas abiertas en el cuerpo, con ramitas de
hierbabuena y salivilla sobrante de una felación virgen (como siempre) que,
con las últimas campanas, triste nos anuncia una subterránea lágrima para
demostrar que lo inmediato no es lo más cercano y nuestra rebeldía también es
contra la condena de ser libres. Doblar las rodillas, excluidos del glamour,
murmurando un sí desalentado por obediencia, (cuerpos dóciles y útiles) como
para seguir cantando a la vida, la nuestra, quizá la personal y cobarde manera
de maldecir frente al vuelo del informe país. Digo país, pero también universo,
calle o pueblo, sin sobrepasar la adecuada dosis de desprecio. De la mano del
florecimiento, fruto de la fiebre de cada verano que insiste en que todo es
normal, como ordenada vida. Sin el calor de la palabra o el grito. ¿Cómo
olvidar las sinergias históricas que incitan desarrollos subjetivos, que bloquean
el surgimiento de seres alternativos? De donde deberíamos concluir, sin dioses
mediadores ni guías que iluminen, que desde los ojos a los pies, somos
material de derribo repuesto, según el mundo al que cada cual se ampara y con
el que convive, qué más da si voluntariamente o no. Rompimos los moldes,
erosionamos las cadenas y nos refugiamos en brazos de la tribu. Deja, pues,
amor mío, la dimensión universal de tus relieves, que me coja a tus pechos y
beba, o mame (tú sabes más que yo de estas cosas). Lo que sea con tal de
recalar en algo tuyo aunque perentorio y dormir, que no abdicar de nuestros
sueños, tal vez bagatelas desarboladas, tal vez marítimos anhelos. Haz como si
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tu sonrisa estuviera suspendida en el aire, siempre en perpendicular hacia el
centro de mis pechos fascinados y arrullados por los gemidos que tu blusa
esconde, extraviados, como anillos de espinas que nadie consigue encontrar.
Desorientado camino, desde el fondo del óvalo por donde llegan vestigios de
mis noches sin ti, aunque ambos seamos hijos de un idéntico formato y
propósito, pero tú, hasta las columnas que perfilan la dársena de tu puerto,
asamblea de odios tan cercanos como píos, convocados por el cambio,
llegaste. Y empecé a ser yo, lacerado moribundo proveniente de la ausencia
del amigo. Es cierto que no sé bien dónde ubicarte por falta de atributos, tan
sin mancilla, o porque estoy dormido en el rabal de tus manos. Es una
pretensión, ni fútil ni estéril, epistemológicamente buena desde el punto de
vista de maximizar la verdad y minimizar la falsedad. Probablemente por eso
no renuncio a descansar en el asiento asignado. Desde la mirada que del mar
nos llega, tan unilateral y húmeda siempre, recógete tú, súbito y sin hábitos ni
cadenas, desnudo y sin raíces, porque a mí se me nubla el cuerpo, se me
enciende la razón y deambulo desterrado de tus guiños, agotado por exceso de
renuncias y horizontes que se pierden y gastaré las yemas de los placeres
prohibidos en venerar tus fuegos. ¿Acaso podría llegar a ti si no fuese a través
de tus apariencias? ¿Tal vez fuiste nunca algo más que tu historia? Así nos
construimos al rebufo de aquella virtud epistémica. Cuando te amé estabas tan
diversa que por fin supe cómo eras, ambos vírgenes y provenientes de la
guerra, como los ejércitos de la paz, de pie y en orden, al pie de las hogueras
para romper los maleficios de dios y Luzbel, tan viejos ambos. Indúceme,
pues, al expolio de cuanto sobra, al delirio cómplice de tu capilla, por el
camino romo si quieres o por el añil y naranja, y si me precipito desde mi
interior al espacio de tus ojos a través de tus delicadas facciones que esconden
envites tercamente hermafroditas, será porque, como la mala hierba, volveré a
ti con la primavera, cuando el barullo de tu magia habitualmente se sienta en
mis piernas. Aún así, todo forma parte del advenimiento del proyectivo
performance de la gran madre. Simetrías de la vida y la muerte. Somnoliento
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aún, algunas madrugadas me despierto confuso, trato de andar hacia atrás
ordenando recuerdos y sorprendo a mis sueños preguntándome por el color de
tus ojos y a Husserl por el sentido del mundo en tanto que mundo. Nunca
olvidaré la delicia y el dolor (perplejo, sin duda) de tu mirada densa que,
probablemente para siempre, saturará mis carnes. Hace algún tiempo que el
color declina, pero, como en la adolescencia que vuelve, mantiene el tesón
aunque sin alma (es un decir), donde por oposición al blanco reside el negro.
Como en el geranio amarillo, la rosa que deviene negra o el decadente
sombrero de copa, tan evidentes un día, los rituales de anónimos futuros
negaban el pasado. Proscritos y dispersos, navegábamos mares turbulentos y
perdidos, asidos a esa congoja del deseo corto que apenas nos cubre, igual que
cuando caminé huyendo hacia un futuro confuso buscando mi pasado y
tropecé contigo, con el corazón tenso y abandonado por la esperanza. Mientras
tanto, ¿qué se ha hecho de Benjamin y sus desafíos, de las debilidades de
Vattimo, y de tanta observación vicaria? ¿Cómo fue que intentamos dejar de
vivir para hablar de la vida? En aquellos días las caricias derrotadas tejieron el
desnudo manto de los pecados, el gesto que duerme, el suspiro imperfecto del
beso y el desprecio que nos abruma. Suavemente siempre. Todavía hoy, que
tanto orden convocan sus valores, obstáculos del self, una canción rosa es
obscena, impúdica, florece sin raíces ni pasado como si habitásemos unos
valles míticos por donde jugasen las orquídeas y floreciesen los minotauros, o
los unicornios, como si Markovic hubiera sido un monje. ¡Qué más da¡ Llegan
tiempos donde cada color deberá, de nuevo, ser lo que fue y lucirlo.
Insensibles a lo ajeno, como cuando cada cual morimos para que la especie
sobreviva. ¡Qué previsible todo¡ En estas condiciones, cómo decirte que no
estoy receptivo para el odio y que mi verbo se aclimató entre tus carnes, como
un hurón agazapado en el límite de tu entrepierna, esperando el reclamo de tu
voz, que me atoró tu manantial hasta que, flácido declinó, sol cansado, delirio
de vida. Solo el polen lunar que se esparce por tus muslos y alienta mis
deseos, como el tatuaje que me marca transgredido y olvidado nos dio luz en
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el tránsito y menguó la traición, porque aunque fuimos ángeles inmolados por
el concilio insomne para quienes, dormidos sobre sus conciencias, descienden
de los ancestrales cántaros rellenos de miel, leche, placidez, frescura y
pronósticos sin que, por cobardía y linaje, desprecien la mano impúdica que
licenciosa recorre el vértice y, avaros como son, mientras llega el amor
disfrutan de cuerpos bellos, porque nunca fuimos hijos de la lucha ajena y del
sudor propio. Oh, sí, marginales jactancias que duelen, sí. Mientras el ángel
negro nacido del verbo, me hizo llamar a la mesa cubierta con flores, y me
mostró, como si bendecido fuera, el vino fresco, escanciándolo sobre el verso,
propiciando la expulsión del sofista de la promiscua mansión. Lo que nunca
hiciste tú, por cierto, y vuelvo a ti porque sigues atada como estas aún a mis
categorías, las que te hicieron nacer, hasta alcanzar la función simbólica de tu
sonrisa. Y todos vosotros vencidos que cuando os atrevéis a mirar desde la
nada, merodeando, sois inaccesibles y nos abocáis al desierto. Poco importa
que al roce de un pecho y el vello remanente renazca como el trigo verde tras
el deshielo, igual que una dura y flexible caña de bambú, caballo enloquecido
o águila hambrienta. Tampoco que intentaseis penetrar el inexplicable
significando de los vacíos de la memoria, de las formas, tantos años después,
descubierto el interminable monólogo que subyace en vuestra mirada, y que
con aquel adiós iniciaseis la fatigosa liberación. Arrullados por los vientos del
mar, confiados por vencidos, os asomasteis desde donde ordena la tierra
madre, hastiados de redimir el baldío, indolente y agotada vuestra sonrisa,
repleta de espejismos. Tú abriste esta guerra a muerte y me procuras con cada
recuerdo que me robas tratando de reducirme a la infancia. Escondida la
historia en los libros, adecentados con la parquedad juvenil del odio y sus
excesos, reclamábamos el relámpago audaz, la futura distancia de la lujuria,
oculta a ser posible, rebelde nunca. Pero muchos, como hembras deseantes, os
rendisteis a sus pies soltando el pareo, el alma en dormida posición, los
horizontes perdidos entre tantos increíbles futuros y os abandonasteis al
conjuro de sus caprichos, de ajenas convulsiones, de adocenadas esperanzas y
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sedicentes antojos. Fue un atardecer de matorrales, alfalfa y aguamarina. Una
de tantas que tú señalas y yo no recuerdo. Resultaron espacios oscuros,
construidos con alambres y frascos de farmacia, estatuas de nieve y sal en el
pórtico de cada amor que se anunciaba. Las letanías de los agnósticos
fructificaron. Fue cuando nosotros volvimos la cabeza atrás y los curas,
amargos como la mujer de Lot, por penitencia habían barrido la misericordia.
Tan solo el eclipse que nos ciega abrió un mundo nuevo, inaudito y
afortunadamente apátrida.

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III

Eran días de encuentros compartidos y sólidas despedidas, de
buscar el encuentro con la ruptura y la discontinuidad. Como siempre hubo
intentos de asaltar el poder, pero se nos olvidaron sus hondas raíces en la
palabra y en la memoria y hubo revueltas que alcanzaron hasta la simple
categoría de lo hipotético. El recuerdo impertinente mostró la lágrima, las
ausencias saltaron hechas añicos al escondite de nuestras dos estrellas. Y
vinieron las dudas, el aroma, el fresco matinal, la vuelta al orden del valle, sus
reclamos y nuestros estribos, como si nunca, desde el beso inicial, se pudiera
volver. Todo lo que un día, destellos de inocencia, fuimos y que yo incrédulo,
ebrio de tanta luz, desde la buhardilla, descubría como un mundo envuelto por
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tu desnudez, volvió sereno y limpio. Y así continua porque con aquel guiño
nos confabulamos hasta el infinito y salvaguardamos la memoria de las
víctimas. Tantos mitos sobre el polvo, fruto del tiempo, como una ciénaga en
la que te hundes y aún hoy, pese a la escasez de horizonte, la luz rodea la
hierba y te cubres con los aires que te suman y me duermen. Los incendios
pasan, la luna despierta sin grillos y el acorde final se hunde bajo el fuego de
tu elegancia. Son los hábitos que se esparcen, los recuerdos que nos ahogan.
Nuevos tiempos sin orden (como todo lo nuevo) y tanto como fuimos pero
también la cada vez más mermada espera, navegando a la deriva, llevados por
vientos (¿perversos...?) mientras un evanescente Narciso nos devuelve a la
selva donde un día nacimos. Tranquilos porque apenas queda futuro que
administrar y adormecidos por tanto tiempo muerto. Y sigo sin saber, más allá
de lo que sugieres, qué mundo pretendes, si acaso lo hay. En consecuencia,
para qué mentirnos, siempre hemos sido tan espléndidos y adornados por
cilicios, prendidos del vientre dormido, redondo y perfecto como un sueño. Y
puros también, igual que la sed enamorada de los múltiples enlaces de la piel.
Como cualquier milagro imprevisto, casi imposible banderín de ejércitos de
incierto origen , la disputa se origina en la memoria por el recuerdo del
milagro.. Unas veces invasores, otras patriotas, siempre engañados. ¿Dónde
dormirán nuestros hijos, cuando viejos busquen un lugar al sol, macerados los
valores y perdido el mito entre abalorios y liturgias? Asombrados del poder
que exhibíamos, no pudimos entendernos hasta que sustituimos el número por
el orden. Vino a cuento preguntarse a qué viene tanto sistema de significantes,
Sr Lacan, si el inconsciente son las palabras que dije y guardo con celo. Desde
entonces nos entusiasmaba y buscábamos lo que sucedía paseándonos
embozados con el manto de la ciencia. ¿Hablar, pues, del amor, el nuestro, sin
definir de qué y cómo y por qué, y a nuestro pesar alejarnos del mar que
creíamos único? Hubiera sido tan banal como hablar de la muerte sin caer en
el desorden, sin convertirnos en un símbolo sin apenas referencias, cubierto de
alabanzas y negaciones, zarzas adolescentes, sin picaportes, solo vientos. Un
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nuevo icono al que adorar. ¿O acaso sin acordar nosotros que con un guiño me
dirás te amo, nada significa algo?, Puede que debamos seguir caminando
sabiendo que son infinitos tus adjetivos y que nunca conseguirán descubrirnos
la individualidad del sustantivo. ¿Habrá que renunciar al valor para disfrutar
de lo que existe? Pero no te alarmes, no es que sufras un desajuste (¿quién
no?), es que todo cambia de manera que o saltas sobre ti misma o inicias, si
quieres, el tramo final del descanso. Ahora, de nuevo suenan los tambores de
guerra. ¿Habrá tropa para avanzar? Tú sabes que hubiera sido suicida
quedarme sujeto a tus muslos sin percibir qué vientos levantaban tus deseos y
tantos otros pliegues que anunciaban el choque de tus manos con mis más
poderosos y ocultos deseos. Creo que fue tu último afán infantil por poseer
todo cuanto ajeno, pero a imagen y semejanza tuya, deseas. ¿Quizá no sabías
que aquel espacio nunca fue el refugio de los efectos y sí de las causas?
¿Cómo pretendías poseerme sin renunciar al orden que nos hace iguales?
¿Acaso no sabes que solo un amor sin futuro conduce al placer con naturalidad
y ambos, desde niños, apostamos por un amor, como todo lo eterno, sin
historia? Nuestra máxima crueldad fue, conforme nos amábamos, ir pasando
del presente al pasado, tantos momentos felices. En la falda del monte, en la
capitalina buhardilla, en alta mar, sin más luz que la sobrante, fui tuyo unos
momentos, los justos para admirarme de tu vigor, de tus deseos de sobrevivir y
perpetuar tu especie (aún dudo si también la mía), de afrontar pasiones y
desmanes, de hundirnos en el placer ciego y buscar las anónimas corrientes, a
tus caricias sujetas, que empujaban la nave. Para mí, cuando irrumpiste a
borbotones, qué más daba hacia dónde; por eso fuiste el capitán de la nave y
yo el grumete, sometido a tus poderes, y supe de mi dolor con el éxtasis de tu
derrame, ni héroes ni villanos. Porque yo tenía la juventud y tú el recuerdo, yo
la belleza y tú el aprecio y ambos el candil de la vida. Sí, es el secreto que
todavía perturba al hombre y a la mujer. Nuestro más íntimo secreto reposa
sobre la duda razonable y mantiene ciego el placer, como fue en los orígenes.
De manera que conforme cambia el presente, ¡cuántos pasados tenemos¡
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Tantas luces, tantas sombras y nada de cuánto hemos vivido aparece como la
definitiva solución de la vida. Ni siquiera de la tuya o la mía pudimos hacer
prevención. Atrancado en tu clave cartesiana, tampoco tú sabes del secreto del
relámpago pasado y su futura distancia. Es probable que no sepas del cielo que
perdimos de niños, que aún te niegues a descubrir los soportes de la
complicidad del corazón (es un decir, claro), por más que con tu voz nos
regales aliento, nos enseñes a navegar por el mar desierto, masculino y
femenino, siempre adorable, como si tu palabra, cuando se quiebra áspera,
deshiciera los espejos y raspara las distancias. Con la aventura, mi camisa, mis
zapatos y mis bolsillos, todos buscamos tu miel que con el orgasmo mana, y tu
risa. En el tránsito perdimos a Sísifo y nos abrazamos a Narciso. Vigilamos la
noche que no apunta hacia el día y a la razón, tan volátil siempre, lo sé, y a las
señales del amor, humo y piedra, al pie de la nostalgia donde se ordenaron,
ángeles perdidos como éramos, para romper fuego contra el infierno,
temerosos del punto del abismo que encuentra la tristeza disuelta por los
ribetes de los mundos sin luz. Quieres entender el mundo que tú no hiciste y
que sigue dejándote perplejo y unirte a su peregrinaje en el último tramo
permanente y transido por la nada, intuirlo y perderte en su seno, dar la mano
y jugar a vivir al descubierto, sentado en la tejería de los deseos. Humanos a
fin de cuentos, hemos ido construyendo (tal vez solo deseando) tanto cómo y
cuánto se nos dará un día, dicen, y aunque somos agresivos nunca fuimos
violentos. Puede que a su manera, tampoco civilizados. Quizá si su verdad
hubiera sido la nuestra, sin devastar los recuerdos, si todavía hoy
descubriésemos la complicidad sin necesidad de entender el gesto y
comprendiésemos por qué nos sumergimos en la vida en busca de la orilla,
como cuando desnudos, deseosos y revelados, la nostalgia sobrevenida, todo
volvía a ser presente; si tú fueras el mensaje y el antojo de una morena ánfora,
ay, amante, en manos del contraviento la luna desafiante sería, no la muerte,
por vacía, sino la dehesa adocenada por la hierba y la nieve parda en la que un
día todos dormiremos abrazados, o puede que el aire nos disuelva. ¿Cómo,
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pues, desear todos sus encantos sin que nos lleve el momento temporal y
soportar el meandro de dolores que resulta de su ausencia, y ocultar la
vehemencia del sortilegio que de sus ojos colgara si la encarcelada carne y los
rebeldes deseos no fueran el pórtico para caer en el abismo? Pero no hay
concordancia sin discordancia. Con tal de encontrarnos, con un mínimo
impulso y en rango de plenitud, ciegos de origen, nos exigiríamos valores,
desecharíamos la duda y secularizaríamos muestro último recurso, temerosos
del cuerpo. Asustados de nuestra soledad, cuando la seducción es una
categoría y nada del deseo queda oculto y ahogados en la abundancia del
desierto, se nos muere un mundo sin nacer, un mundo privado, partisano de la
opinión pública. Por eso parecería la muerte, siempre representada, nunca
presente, símbolo de lo que generas, creas o crías, metáfora del ser que
pudieras haber sido, escenario de la lucha entre la palabra vieja y el
significado nuevo. De vuelta, tu entrepierna y las nalgas obvian la fertilidad y
devienen amor que pretende ocupar nuestro espacio, metafísica del tiempo ido,
del deseo cegado por la ficción de las constelaciones de nombres, un día
excelsos, hoy decadentes de imprevisible pero segura muerte que, dicen los
chamanes, nos aman. Porque ¿importa mucho si tu mirada la amamos por ser
bella o es bella porque la amamos? O ni aún así. A muerte, si necesario fuera,
defendemos nuestros valores, incluso cercanos dioses creamos y huimos
finalmente del alcance de la existencia, de objetivar las pulsiones de la carne.
Diríamos que a muerte lucha la vida por una sustancialidad inmutable
inaccesible al devenir. Todo lo explícito explota en indefinidas referencias,
eficaces verdades o mentiras siempre, pero son reflejos de la vida y evocan
emociones en los cuerpos germinantes, auténticos, nunca para sí, pero no
reales. Como las vírgenes desnudas, sacerdotisas del falo, que supieron tanto y
significaron tan poco, que mataban el deseo con la pasión, inmenso y hondo
caudal de referentes, valores ocultos recubiertos de vacuos y devaluados
propósitos de claras implicaciones existenciales. Y nació Constantino como la
medida del gusto del mártir en la esfera de lo humano, fluctuante y trémulo de
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tan virtual apoyo. A caballo de los seniles anhelos piadosos de los jóvenes
discípulos. En un ritual de lujuria, sosegados y abiertos tus suspiros, resueltos
los silencios del río cercano, victoriosa reposaste tus cabellos sobre mis
muslos y tus labios surcaron mis atributos erguidos y derivados que penetraron
hasta donde nace la sensualidad de tu voz. Es obvio que hablo del amor y de
los recuerdos de la tribu. Toda tu piel brillaba de deseo haciéndome olvidar
que estaba en custodia, encadenado pero disperso en tus labios, tenues
siempre, múltiples y ávidos aquella tarde. Ningún camino cerrabas mientras
gemías, amazona esclava de tu corazón. Durante todas las noches que vinieron
te advertí que no llegases a ninguna parte sin el amuleto rojo, pero te olvidaste
de la tierra prometida. Por entonces ya no nos emocionaba Caravagio y los
colores del monte vecino velaban bajo la escarcha, la perra dormía mientras
que el polvo invisible de la niebla virgen se deslizaba desde tu cabello hacia
tus mejillas. Pero nada era lo que quisimos ver. Nunca lo fue y perdura el
peligro, y las brisas de otoño nos borran sin llegar a saber cuál es el origen de
los espejos, si alguna vez los hubo, su luz y los memorables enigmas de
aquellos suspiros nacidos entre los naranjales. Lo dicho, pronto nuestro
espacio será un museo y todo cambio traerá un empeoramiento. ¿O puede que
solo será deseable aquello que podemos ver en el espejo, más allá del teólogo
que pronostica la resurrección de la carne? Tal vez, tan solo sería una
mutación perversa de lo que un día fuimos y el primer mojón que señala donde
la palabra muere ahíta de significados. Por eso tanta cautela y miedo a
retroceder y proyectarnos, a ver cómo nos ampliamos y uníamos pasado y
futuro, cabalgando los impetuosos torbellinos del subconsciente y las nobles
pasiones (¿qué hacemos con las obscenas, tan nuestras?), trabajando nuestros
cuerpos igual que obreros mudos como peces, con el aroma de café en las
dársenas. Como si el recuento macerado de tanto deseo en espera, de tantas
noches, que no de lunas, siguiese en vigilia. Algún día notarás cómo cuando
jadeas el universo baila fascinado y halagado, anhelante y perdido, anillos de
espinas ofrecidos mientras la filosofía no cesa de organizar y desorganizar las
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maneras de pensar hasta concluir que, a falta de naturaleza, todo es arte y
artificio, también la fugacidad de lo eterno, la poliédrica vida y hasta el deseo
de seguir que se disuelve entre inexplicables barandas transparentes y signos.
Sí, la hipótesis es tentadora y también el desamparo, así que procuraré no
pensar en tus muslos perdiéndome con el sol de regreso, telón de fondo de la
sobrecogedora y misteriosa noche mediterránea, tan clara en su historia como
el incierto futuro de un poema cuyo presente adquiere tanta belleza como
desprenden tu ojos, oh amada.

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IV

Pero hice lo que debía y me invité a dormir contigo, y tú, con
ingenuidad, pensaste que estaba cansado, tan niño yo. El espasmo fue la alerta
y tú el vigía que nos anunció la llegada del sol. ¿Cómo y dónde esconder
nuestros envites, enmascarar nuestras peripecias y altivos volver a sobrevivir?
Extraño cuerpo mortal que da ser a cuanto vive y germina, mientras duermes
plácidamente. ¡Qué extraño, dios! Quién sabe si alguna vez, por qué extraña
analogía, fuimos mucho más que dioses míticos, o como el ser por la palabra,
un acontecer poético, una huella de pasadas identidades, una liberación del
habitual delirio, una apacible ausencia, único camino oriundo que nos trae y
nos lleva de la entidad a la instancia, de ser un día vacíos a la dimensión que
somos, pensando mientras que se congela la rabia y los crespones perplejos
amenazan vértigo pero adecentan la morada. Alguien aceptó nuestra
disponibilidad y nos pensó como camino hacia la muerte, sin más persistencia
que la suma de retornos, en un continuo éxtasis, encuentro de seres mortales y
eternos gametos, camino en el que algún sortilegio desnudo cruje, conspirando
desde el zaguán de la lluvia. ¿Acaso lo que se pretende divino no muere
cuando se origina en el caos y se reclama una luz imposible? Aun así, muestra
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temporalidad surge hermosa, el tiempo vivido madura la identidad que queda,
deja de ser una sucesión, una probabilidad, queda inmóvil y decidimos serpara-la-muerte. Eso, si: perdidos entre los muslos que cálidos nos
acompañaron en el primer lamento, único camino que nos hace eternos,
inmortal polvo de todo lo posible. ¿A qué viene que desde hace tiempo tú
asumas el riesgo de ser, directa y contumaz, como abandonada, deslumbrada y
seducida, huyendo de mí? Mientras, persuasivos acontecimientos procuran
reconciliar la indefinible existencia de lo que somos y la paradoja que conjunta
mi verdad, la vuestra y la nada. ¿Qué significado pretende el futuro tener sin
pactar conmigo nuestro devenir y todo cuanto hemos adecentado para vivir
hasta la muerte? Deberían saber que nadie puede legitimarte porque tú eres la
tesis, la antítesis y las vicisitudes se adhieren a tu historia, te recrean y nos
amplían y solo cuando consientes en ser más que el estigma de tu origen
histórico, si el enunciado y la estrategia empeñada se mantienen durante
mucho más tiempo que la utopía y sus códigos, solo entonces, eres la puerta
por donde nos llegará el futuro, un country de lujos, harapos y mugre, que
añade morbo a tu lujuria; desolada, sí, pero desprendida de las noches del
recuerdo que te siguen reclamando porque sustituiste gemidos por palabras.
Aún así, huyes. Si no fuese así, tú que pudiste romper el compromiso, dame al
menos el respiro de perderme en las ruinas, sencillo como la mar (ya sabes, la
que nos descubrió desnudos), olorosa como la menta borde maridada con la
sal y el ajo. Si tu mirada es un pretexto y lo demás te lo regalaron siglos de
perfección, hasta llegar a la niña de inéditos senos que abre desórdenes, si tu
sonrisa era tan ancha que cubrió mi infancia y hasta mi menguado futuro
alumbra, ¿cómo saber qué nos deparan las noches, por no decir la vida, o la
muerte o el instante posterior al beso? ¿Cómo nombrarte sin hablar de tu vuelo
y sus ausencias, incluso cuando se sumergen envueltas por las interrogantes
fugas de cuanto quise ser, de todo lo que quedó en retorcidos deseos, de todas
la pasiones ajenas que cubren tus ojos de vuelta del largo tramo de la
concupiscencia? La modestia turbadora de tu encanto, tomada por cuantos
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urgen de un regazo, pudiera ser el origen, la diferencia entre lo visible y lo
oculto Más que vivir entre palabra y palabra, con tu sonrisa reduces la
dispersión, buscas y aún encuentras tu espacio entre el vacío y el poema,
menos, pero también entre el silencio y el adjetivo, y como es habitual, en la
cólera de las noches cerradas y el despertar atemorizado del rocío. ¿Cómo
disociar la historia del emblema que denuncia el accidente de nuestra vida, que
irrumpe y persevera (liviana e inevitable), más allá de las máscaras y su
erupción, como disculpa siempre que se posa en pirámides de pájaros
esparcidas por el coto cerrado de mi vida? Como el amor de uso único que se
repite cada sonrisa que amanece, ¡cuántas carencias nos señala, con los tonos
transparentes de sus deseos que, impúdicos, nos desnudan, nos entrega¡
Aquella fue una noche sin perfiles ni fronteras, de tan revueltos como nos
amamos. No hubo entrega sino conquista. Al final accedí y fui tuyo para no
perderte. ¡Era tan viejo para aprender de nuevo a vivir... ¡ Cuánto aprecio en el
devenir, como la plegaria proscrita que el oficiante nos deja, descalzos, de
frente, sobre la orilla del trazo para cuando nuestro polvo sea el recuerdo, por
si llega la prostatio que sigue a la voluptas¡ Debió ser al regreso del largo
exilio, el que promueve la perversidad y aún la lujuria, el justo alboroto
desmoronado y el exceso de traiciones que negamos. Pero de vuelta de
aquellos días surge siempre la duda y nuestro convenio, tan natural como la
pena resultante de esa urgida mirada anónima, nos hunde en el orden y la
norma, cerrando suavemente aquella tenue alegría abierta y los deseos
escondidos, cuando asoman. Tan amorfo y natural todo como el agua de la
charca. Los tres sabemos, por hablar tan solo de los sujetos, que nacen
burbujas incontrolables, a nuestro pesar, quizás para que sigamos con el
anhelo deseante más allá de la vida, como las estrellas tanto tiempo muertas
que nos siguen alumbrando, Todavía algunos nos susurran calma, igual que si
la vida fuera inagotable y hubiese que ordenarla sin atender a su desborde y
rodear nuestras imágenes, cual Josué, hasta penetrarnos en el continuo asedio
de la verdad, vano pretexto, tan estéril como la alegría que procura o el tierno
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pincho del áloe. Todos moristeis un poco, algunos demasiado, pero la
fascinación de vuestras vidas nos salvó de la locura embarazada de futuro,
pudor y recato, tan sugerente como impersonal. Qué más da el delito
cometido, una muerte parecida nos espera, con perdón o sin él. También aquí,
gestado durante años, se organizó el acontecimiento que nos arrastró al
repliegue que iniciamos durante los siguientes días, síntoma para intentar
sobrevivir al boceto que aspira a destrozar nuestro eterno retorno. ¡Qué dolor,
tanto espacio y tiempo revueltos, tantos imprevistos que nacen dóciles y
atentos! Todo lo que podía funcionar para dispersar el odio generado, la
demanda de seducción, incluyendo la sublimación del deseo animal, tan grato
a nuestros adolescentes cuerpos, inició una espiral casi perfecta, reposando en
los aleros del juego de los signos, mientras algunos extraños glorificaban los
escenarios del reino y las madres lloraban al hijo muerto, desagregándolo del
centro de gravedad. Allí donde ambos sabemos que los vientos se aman y
suman orgiásticas tempestades, regalándonos el poder de tener un secreto,
queda todo lo que, adherido a ti, entregas en cada orgasmo. De hinojos,
proyectando la servidumbre a fuerza de ceremonias, decidimos que uno era el
otro, otro era aquél y aquél éramos todos, no para impedir el paso a la vida,
para ser tú la puerta, como la inadvertida inocencia del vigía que se abre al
verso y la transgresora mirada que nos llevó a la angustia. Bien que, no
obstante, seguimos conquistando cada día el derecho a vivir la noche por el
placer de amanecer de nuevo. Qué más da si con el mismo sol, o no.
¿Testimonio de qué, pedís ahora? Pletóricos y modestos, renegados de Sísifo y
envueltos por el manto que nos ofreció Narciso, hemos atomizado la pasión.
Somos tan frágiles sin apenas certezas íntimas, con tanta indiferencia y
arrogancia nos vemos frente a las fuerzas de aquellos y sus referencias, que
casi no podemos pasar del reconocimiento de nuestro cuerpo al deseo del
semejante. ¡Hasta nuestros instintos cegamos! Los días sucesivos, aquellos
que llegarán sin nuestra anuencia, nos adaptarán con el hábito y os iréis
llevándoos mis deseos que quedan como suspiros teñidos de aliento intenso,
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perdidos en los laberínticos senderos de la vida. ¿Deciros ahora que es un error
querer formar parte de mi mundo, sin poder demostraros que mi mundo sois
vosotros y poco más, que el mal es una sábana de seda que cubre nuestra piel
pero nos delata y que en ocasiones nuestra verdad solo se propone justificar lo
prohibido? ¿Para qué confesaros que os quiero tan solo porque nos
parecemos? No obstante mis alegorías del niño y el escondite, vuestras
fragancias de incipientes hembras me arrastran al túnel de la noche y la
mágica sal de vuestras nalgas y sus salmos son las sombras que sugieren las
leyes, condiciones, deseos, formas y atributos, tan tenues desde la despensa
donde os guardáis revueltos, arcángeles de la folia, testamentarios de los
deseos más fáciles y ancestrales. Lo cierto es que a la progenie de vencidos,
solo nos queda la exégesis del placer y la pena de haber sido los primeros y los
últimos. Las apariencias propusieron que ambos fuéramos, mujer y hombre,
por deseo del otro, aunque nunca renunciamos a ser cada cual como el
espontáneo arroyo que titubea convertirse en río o mar y, como siempre, lo
quisimos sin apenas conciencia. Todo era posible en aquellos tiempos.
Todavía es un misterio quien medió entre los dos. Pasó el tiempo, siguen los
ribazos, pero el sol es difuso, casi azul de enamorado, desierto de odio y llanto
y tu boca que se negó a seducirme, ahora gime y desespera por un sucedáneo
mientras que a distancia y en paralelo, tus pechos sobre los míos lloran.
Mucho antes de ser tú un mito, mi palabra ya era un ritual que, contra todo
pronóstico, buscaba la transparencia, un pilar recio donde tu primavera
morase, sin más temporalidad que los puntos cardinales y el orden jerárquico
de la referencia. De ahí que tus ojos me pierdan cada día y me ganen cada
noche.

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V

Así fue cómo tu exactitud se abrazó a tu descaro, estableció su norma y
emergieron las relaciones, mucho más allá de donde tu luz alcanza y tu templo
adquiere el refugio. Memorable magisterio, tu cuerpo fue más que el placer
que promueve la vida, y ésta sobrepasó la natural belleza de tus formas,
deseadas y conseguidas por tantos. Fue suficiente cambiar el orden de tus
pasiones y manipular su erupción para incorporar lo claro y lo confuso
huyendo de lo incomprensible. Ambos fuimos objeto de deseo y cualquier
posición nos conducía al centro. A veces el recuerdo vuelve pegado a tantas
vicisitudes como vivimos pero se pierde su origen. Siempre hemos sido
deseantes y en alguna ocasión deseados, a la luz de las espadas, del batallar de
las dianas y las argucias de las bestias. Solo es necesario un sutil cambio de
revolución por seducción En todas, desde la discreta sombra de la tradición,
trataron de llevarnos hasta el éxtasis siempre, en varias ocasiones al eclipse,
las menos a la ficción y hasta al umbral de la ciencia. ¿Preguntarse si nuestro
deseo sería una prueba de la vida terrenal, tan real como terrible, o una versión
edulcorada del paraíso? ¿Acaso Babel no fue un delirio que pretendió
descubrir las infinitas significaciones del beso y del orgasmo, de lo probable y
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lo necesario, de la persuasión y la violencia, de la ordinariez y del estilo, de lo
pertinente y lo indeseable? Aunque no todo fue dado por necesario, para sentir
tu imaginado poderío sobre mi espalda, el abrazo de tus piernas, para
recordarme, más allá de lo previsto, quien suspira y añora, no cuando te amo,
no, cuándo te ansío y me nublas buscando perderme, vibrando, quién sabe,
pero tuvimos que estrecharnos la mano y desearnos, cordialmente, un buen
día, elegir entre el relámpago pasado y la futura distancia, subrayando la
sombra que da relieve a tus pechos sin autorización para volver a nacer. Era
como orgasmar sin teleológicos y evidentes horizontes. La vida y la muerte
esperando, sin saber quién de las dos en cada orilla espera. Era, quién lo diría,
el indeseable amor romántico. Nada que ver con nuestro afán secreto por ser
alimento eterno. Como cuando tus pezones, dulces dátiles, me hicieron adicto
a tu casa, disiparon sombras y pestañas y la traslúcida escarcha nos reflejó
como marineros en chozas alumbradas por un candil, tal como levantamos el
puño y con tanto amor sobrante con el que a muchos quisimos. Porque habité
en tus pechos, canté la lejanía de tu infancia volcada en tu presente y, desde el
santuario, fuimos pocos para vencer de los muchos que acudieron al tedeum.
Había muchos féretros esperando a la puerta de la catedral, insomne el retrato
falsario ebrio y multicolor, porque muchos fuimos y resultamos ser algo más
que un desgarro de lienzo, por supuesto mucho más que un brochazo que
marcase fronteras al futuro. Y bien. He aquí que la humedad de mi tronco,
erguido tras las zanjas de tu aroma de albahaca revive y se nos abre una difícil
senda a caminar, un enorme mar de retorcidas veleidades, de imprevistas
emociones, como dianas matinales trémulas, volubles, aladas y fugaces
achispadas de sol de medianoche y de enamorados frutos para la vida. Algo así
como el despertar desertor del pajarillo anónimo desde el magma dormido
sobre el que descansa las noches que suele anunciar, en la alborada de nuestra
tierra, la creación de un nuevo día en cualquier parte. Se diría que siempre fue
de los nuestros, pero que en aras del placer aniquiló al padre. La verdad es que
resulta tan fácil seducirnos como matarse entre amantes, o marchar vírgenes a
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la guerra, o perderse en un traspié de la memoria. Mientras, vosotros sois
como una verdad perdida y estéril, ocultos en la verdad abstracta que os cubre
y ampara. Nadie sabe aún cómo traicionar las causas inadmisibles sin ofrecer
un avance de la derrota que esperan. ¿Cómo huir de los besos tras el cortejo,
de las emputecidas caricias de las viudas de los hombres caídos, de las flores y
escenarios obscenos donde se vende una patria más, tantas como hay? ¿Cómo
conocerla sin construirla al mismo tiempo, tal como os amáis conforme
renacéis y os morís? ¿Acaso existe nada antes de darle nombre? Somos como
tantos dioses que crean el mundo dando el nombre a cada cosa y el tiempo
necesario para que se observen y se reconozcan iniciando el amontonamiento
de los recuerdos. Diríase que a un día exacto no le basta amanecer en las
ciudades, cansado como viene, aunque el corazón diga que se vuelve un rótulo
impreciso diciendo ya no puedo, si alguien no le unge de innumerables dichas
y alguna precipitación de pena que justifiquen el glorioso alzamiento de los
ebrios de sol de vida en busca de un mañana de amaneceres vírgenes. Ya
sabéis: solo los arrebatos perdurarán cuando anochezca. Siempre tuvimos
nostalgia de los ribetes de los cuerpos, del requerimiento de los trasfondos que
nos llevan y nos traen de la fragancia de tu sonrisa a los titubeos de tus
huellas, a los trazos de tus caricias, siempre en busca del pájaro que levantó
vuelo desde tus piernas en espera de una réplica de tus creencias. Cansados de
invocar a quien desde los ribazos de tu estar, incapaz de transitar la tortuosa
senda que nos acerca a tu ser, pretende trascender, nos ofreció el símbolo
represor y distorsionante. Fue en el camino a Damasco. Ungidos de logos
hicimos el último intento de compartir tu visionario sentido del poder, del
sagrado espacio donde el templo se hace limbo y las epifanías se confirman en
un cosmos irreductible, siempre guiado por la inquietud urgente y fugaz que
descubre el sosiego y abraza el silencio, dormidos sobre un mullido
pentecostés. Hasta que pudimos observar los flancos de las, un día
protuberancias recalentadas, colgando hacia la ladera de tu monte tan
benevolente y traslúcido, que fue como si nos extraviásemos en el camino,
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perdido el pasado, y guardáramos la rabia, como si solo tus olores perdurasen
y mañana quisieras reinaugurar tus orgasmos adolescentes, un día
tormentosos, escalofríos desacompasados, resultando muy difícil perdonarnos
para seguir, de nuevo vírgenes, acoplando nuestras almas a tantos cuerpos que
placer nos daban y adaptándonos al color de la tierra, descansando como sobre
tus caricias o cerca de los alrededores del decir inútil. Sabemos que volver,
nunca volveremos, pero descubriremos cada nuevo minuto hechos polvo, y así
sucede que el tiempo trasciende el desgarro de tu falda y el aburrido gesto de
mis manos buscando tu miel y tu risa. Como si hubiese fondeado en tus
paisajes, en tus patios llenos de almendros y naranjos de juguete, dormidos
sobre la orilla mancillada y triste de tu trinidad, perpetuo carnaval sin frontera.
O me lo parece. Tenemos que concluir, hermenéutica en mano (¿tendrá razón
Gadamer?), que somos el granero donde reposa la historia entre espinas de
paja, flores, grano y tanto cuanto dilapidamos para crecer. Supongo que
porque amas como respiras, con codicia y aprecio, medrosa y confundida, por
el castigo de vivir conquistada y entregada por el deseo del gesto. Sin
embargo, todavía hoy no te fías ni del olvido, ni del recuerdo, ni del proyecto,
ni de la luna o el privilegio de dormir sobre el recuento de la cama sobre la
que tantos hemos admirado tu fertilidad. Aviesa y tenaz sin pretenderlo, dices
que, regocijada quizá, conseguiste que la luna solana y el aire gregal con la
distancia borraran la perspectiva, inaugurasen el calvario. En fin, ayer fue
nuestro primer abrazo y te recogí, más bien dura y prieta, como dispuesta a
disgregarte para crecerte, como la fábula de los panes y los peces. A fin de
cuentas la ambivalencia inmemorial de los encantos femeninos siempre ha
estado confundida con los maleficios de Eva y nunca pretendiste ser el poeta
de un mundo precario. Siempre he crecido con un nuevo sol, (cuerpo y
cuerpo), y allí donde tus recuerdos doblan esquina y tu ser, meciéndose entre
la pena y la sonrisa, se rebela por deseado pero no poseído por el anónimo
deseado y encargado de ejecutar los rituales, de presidir y dirigir las
ceremonias de la lluvia fina, las aldabas suaves, las palabras astilladas y los
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bordes de cristal. Tantos orgasmos falsados por tus pechos nos retan el decoro
y la impudicia de los tótems enervados, enhiestos y apareces incitadora pero
no perversa, provocativa mas no devoradora... creo en verdad que no llega la
paulatina ampliación porque la seducción nace de la conducta de espanto
ritualizada con énfasis. Después de la traición, tan necesaria para reconocernos
(inadvertida impotencia de los besos cruzados), y observar cómo tu nombre y
sonrisa germinan luz y sombra, cuántas sólidas cualidades se volatilizaron
hasta llegar a la locura de pensar que fuiste un sueño. Y ahora, contra más
trato de recordarte más te alejas y aún dudo que un día existieses, más allá de
cómo te creé. Tan gratas verdades en una existencia plural, tantas noches nos
perdimos buceando en las intimidades que aún hoy me resisto a apagarte con
las llamas que, sin norte ni origen, pululan por mi piel, adheridas,
insatisfechas, informes y sin rigor, como el principio abandonado de la
sospecha. Ay, amor, ¿cómo decirte que apenas ni te reconozco, a pesar de los
mitos que perseveran y los tributos que me obligan? ¿Acaso dios se entretuvo
dando vida infinita a tanto como creamos mi obediencia y tu locura? Todo
porque la fragilidad radiante de tu imagen ha sustituido al satanismo de Eros y
muere el pecado cuando nace el placer. ¿Cómo haceros saber que formó parte
de nuestro espacio, que vivió de nuestras creencias y nunca pretendimos ser
razón de nuestra existencia, alineados como fuimos contra la sombra de
Heidegger? Insisto: Nos daba igual quién era el sujeto y quién el predicado.
Tal vez nos creó la lucha, pero sin pensarnos, y alguien se comportó como la
luz que sabe de nuestra opacidad pero ignora nuestros fuegos y apenas
descubre nuestras cenizas, también huye del vacío, de la nada,
abandonándonos frente a los que son sus valedores. Qué pena, amor mío, que
tantos crean que solo hablo de ti, atentos al contenido aparente, a la superficie
de las palabras planas, supuestas siempre como la ola que cubre el mar,
confundiendo el grito con la rabia.

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VI

La gente nos sorprendió, como cuando niños, cogidos de la mano y
reclamando las señales de vida que no nos habíamos enviado. ¿Será que,
viejos y desasistidos de nuestras creencias, ahora pretenden sobrevivirnos, ir
más allá de nuestra voluntad de ser hasta la muerte? Cierto que solo los
feudatarios necesitan una causa, un manto que les cubra si el tiempo los
disuelve, pero nosotros colgábamos de una tirada de dados y a pesar de
nuestras infidelidades (o tal vez eran dudas por no despreciar a Brecht), nos
soñábamos a diario y existíamos, como es infinito el polvo y la carne hermosa
que se renueva hasta la eternidad, porque el génesis no fue la fruta sino los
pechos que todavía amamantan. Ni por la luz ni por dios, pero dejamos dicho
que como la mujer presente y excesiva, engalanada con la indiferencia y no
obstante persistente, solo pretendimos la verdad para reivindicar una justicia.
Cuestión de orden. Todos pretendimos ser vírgenes, como el vaso de un solo
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uso con el que beben todos los sedientos. Siempre supimos que sería difícil
conocer más de nuestro mundo sin saber de sus raíces y pertenencias, pero
somos diferentes, incluso cuando apenas hay tiempo entre una diferencia y la
contraria. La sospecha sobre aquel mundo posible trastornaba nuestra quietud
y sugería que generáramos el espectáculo que diese noticia, no de lo que
éramos, que apenas lo sabíamos, de lo que queríamos ser. Y no pudimos.
Nadie nos dio permiso para vivir a oscuras y deslizarnos sobre los recuerdos.
Nunca se lo perdonaremos. Por eso abrimos la puerta a la hipocresía, a la
apariencia. Reforzamos y estilizamos la mentira abrazándonos a la corrupción
y al vicio (para qué negarlo, nos pudo el morbo) y así encontrarnos y siguió
abierto el reto. ¿Por qué no dejarse amar? Había que complicar y entrecruzar
las vías de acceso al pensamiento y a la belleza, combatir el dualismo
ontológico, cambiar el contenido de los poderes inmanentes de tu cuerpo, pero
humanos a fin de cuentas, dimos espacio al remordimiento, a la culpa y a la
penitencia, a las cosas realmente importantes de la vida (dicen) de las que
nunca, pocos saben nada. La síntesis necesariamente era el claroscuro, el
barroco, la simulación, la mirada oblicua, dispuesta y resignada, la bondadosa
indiferencia del universo frente a la perversión del justo. Lo indignante no fue
sobrevivir, fue dudar de nosotros y de los nuestros, temerosos de saltar sobre
el vacío. Vivíamos atenazados por tanta luz, encerrados en el redondo espacio
iluminado por mil doscientos ojos inhóspitos y la sola mirada urgente e
innecesaria de Zarathustra. Cerca, tu leve mano sobre mis cansados miembros
levantando alivios y añadiendo libertad, o puede que pena de ausencia y
tristeza de multitud. Cualquier gesto para huir de la claridad de lo viejo, de la
luz mediterránea agostada por la mugre milenaria de tanta sangre, hubiera
valido. Así debió ser porque si quisiera olvidarme de ti, ¿dónde podría ir que
no hubiera sujetos redivivos de la esperanza? ¿Qué podría hacer que no lo
hiciera a tu manera y reencarnándote? ¿Muerta tú, si así fuera, cómo seguir tan
solo mencionándote? ¿Hacia dónde seguir viviendo si te llevarías el norte, la
luz, la ilustración y el tiento? Aún así, tanto queda por compartir que tan solo
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la inmensidad de vidas ajenas que duermen en cada uno, nos daría nuevas
ilusiones para reconocernos. Si inmanente volvieses, la palabra que teje
nuestros días, que ordeña los sueños, que nos deja en herencia los símbolos
que en otros mundos fueron, que remansa la tribulación de la carne expuesta,
hasta que llega un día en que empiezas a ver claro el futuro y al mismo tiempo
se nos oscurece el pasado, sería nuestro lecho. Se teme lo que se desea y se
cela lo que se teme y yo sabía que nunca harías lo que esperaban de ti cuantos
te amaron y que aún esperan el pálpito de tu mano que acampa sobre las ingles
por donde se escapa. Todo por penetrarnos y perderse, como el deseo puro del
animal que fuimos. Sí, el tiempo maduró la esperanza que se hizo realidad y se
desvaneció perdiéndose en la memoria, transfigurándose con cautela. Quién
sabe si no será que somos creados por el sujeto que nos ama, nos experimenta
y nos representa en el eterno retorno. Allá que razonen y busquen los viejos
cómo encajar la crueldad del inquisidor, en caso contrario que procuren
matarlo, sin olvidar que en el fondo esconde nuestro deseo ancestral de violar
la natural ley, la norma que reprime. En realidad nunca nadie nos ofreció un
pacto, un acuerdo, tan solo nos sustituyeron el pecho de la madre y seguimos
mamando con el beneplácito del futuro. Por eso, desde siempre, cuando
amanece en la tribu me proyecto en el otro, lo castigo y me demuestro lo frío
que soy contra lo que también deseo y reprimo. Y huyo. Huyo de la peligrosa
santidad del súbdito reo del mito, dueño de mi cuando hacen una carga del
placer, de la cruz una tortura y me alimentan con leche, sangre o semen de
cien ubres hasta admirar, escondiéndola, el tabú de la tuya y su benéfico
dominio que, como la oración nocturna, vuelve con el óxido del vertedero, de
mis sueños. ¡Qué inquieta solicitud la necesaria para, después de tantos días,
cada noche adorarte¡ Sentir sobre mi la tutela de tus manos y perderme en la
repugnancia de mi dúctil infidelidad. Sometido a venerarte, ciego, obligado y
deseante, te subiría sobre mis sueños y copularía mil veces hasta llorar sobre la
tumba y atribuirte tanta pena y un futuro plácido y corto. Cualquier exhorto
vale para creer que andamos por el camino con las limitaciones y
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contradicciones de la fragilidad esencialmente agónica del pecado y la
redención posesiva de lo divino. ¿Pero no es obvio que si la verdad radica en
el nada, todos mentimos? Entre la desgracia del derrumbe del paraíso y la
destrucción de lo que somos, sin juicio final ¿qué importa si somos veletas en
manos de un gen loco o el mito de la selección nos hizo eternos, tanto como la
última galaxia que hemos visto nacer esta mañana y hace mil años que murió?
A fin de cuentas teníamos que vivir y he llorado despierto, en trances y con
espasmos, porque fui tu sombra y hasta tu naufragio y derramé en tu cuerpo el
deseo (por si nada vuelve) consagrado y casto. ¿De qué patria me hablas si no
fue capaz de amamantarnos cuando niños? Solo la leche de madre me ayudó a
crecer. De modo que flexible y dispuesto, excesivamente intransigente quizás,
pero podría haber sido tu hembra, embriagada por el animal deseo de lamer tu
ambrosía y reconfortarte de tu próximo dolor. Tú que tanto deseo y
desafección guardas, tomaste de tantas vidas como temiste en tus sueños, y
anunciaste que nos guardásemos del traicionero travestido que mi amor
procura, como del enemigo muerto, de la vajilla envenenada y de la rediviva,
maravillosa y obediente enamorada viuda. Pero todos ellos son quienes nos
confieren una unidad sustancial, una historia sedimentada cuya génesis ha sido
borrada. Tú solo poséeme ¿a mi manera o a la tuya qué más da?, nómbrame
como un día a tu madre y ábreme el futuro hacia el amor de los amores. Tu
boca que tantas lunas se negó a seducir ahora gime y desespera por un
sucedáneo deleznable, recubierto por la encarcelada carne y los rebeldes
deseos, y no te exculpa que mientras llegaba disfrutaste de cuerpos
compensados, desavenidos con dios y colgados de tus miradas. Desnudos
aquella mañana, fuimos capaces de resolver tantos problemas como suscitaban
nuestros cuerpos y la virtud esterilizante fue sustraída con el roce y la
transparente muralla que quebró por el incesante rumor de tu palabra. Todo
empezó cuando te identificaste con tu cuerpo, que tan poco tiene que ver
contigo. El misterio de la complacencia, tan ciega como la más audaz
conquista, para muchos el más fundamental de los retornos, atributo de todos
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los géneros, se resolvió cuando enumeramos la más grande de las verdades:
saber todo de ti por tu presencia y comprender que ambos estábamos entre la
nada y el pecado, sudando en las entretelas de la razón y la fe. Fue como
cuando nos abandonamos y pretendemos trascender, (extenuados), en la
perspectiva del tiempo marginal cuyo uso poético nos arrojó, sujetos y
análogos a la fortuita y zaherida muerte y su omnisciente imagen, virgen y sin
referente, como abandonados en la frontera del impudor pasivo y vergonzoso
de los libertos, en el límite de la obediencia de los esclavos ¿Acaso el poema,
alguna vez, nació como medio para llegar dónde nace autotélico y formal?
Por el contrario, no solo tu desnudez y lozanía justifica, desenvuelta e
irreverente, al obispo sodomita, escondido y seducido por su hábito, temeroso
del vigor ajeno, del lecho irreverente donde raíces duermen, también el juicio
de valor de tantos vates como fueron cargados sin armonía ni medida, filiación
o cadencia, se desvanece: lo dicho, pura deriva descendiente del tótem que es
la loba y nuestro escondido deseo de morir en el lupanar donde las sutiles
malicias de los viejos moralistas deviene causa prima y extraña voluntad de
poder.

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VII

La angustia sucedió al terror y el silencio al silencio para, ni aún
así, encontrar la infinita resurrección de la palabra en el finito hacia dónde
seguimos, preguntándonos cada día, con la luz y el suave rubor de la levadura:
¿A qué viene tanta música para llegar a las brumas rumanas de Ovidio? ¿No
será que el futuro sabrá cuidarse de sí mismo y por eso hemos sido el culo de
la avant-garde? Quisimos exorcizar al enemigo y hacer de ello una obra de
arte. No fue miedo a la sangre, tan solo pretendíamos hacer la revolución por
amor al arte. Así fue como se engendró el odio nacido, al parecer, en los senos
del amor. Pero al final de los tiempos, todo volverá a ser luz, quedarían ciegas
pasiones y seguirá oculto el signo de dios, omnipotente y rehabilitado por el
génesis en la tragedia de la redención, esa maldita gracia arbitraria que se
concedió en la caída del orden de la naturaleza. Alrededor todo se desliza sin
apenas percibir su afán por despeñarse en el vacío. En la lejanía del subsuelo,
aunque por poco tiempo, Sodoma y Gomorra aletean. ¿Para qué el repudio de
la historia pues, la voluntad corrompida, el arbitrio favorablemente acogido
por quienes son su propia causa? ¿A qué acuden tantos saberes sobre el
cuerpo? ¿Acaso fue una razón creada su carnal deseo, finito y pecador, pero
concebido por la omnipotencia de quien se publica sede única del amor y sus
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poderes? Tanta evidencia no tuvo nunca la voluntad humana en su afán por
liberarse de la fuerza oculta que tus entrañas generan porque hace mucho que
llegaste a parecer una extensa muchacha prieta de desafíos y de luces en la
espalda. Besos tras el cortejo, caricias, hombres caídos, flores y escenarios,
confidencias malditas, murmullos, flautas y cantos y amores y violentos
metales. Flotando quedan las causas que, como el polvo sobre los muslos en
abstinencia de la fuerza erogénica, duermen atadas a las verdades eternas que
no a la forma que adquirió el cuerpo para sobrevivir. ¿Qué le vamos a hacer?
Muchos hemos intentado desde tiempo inmemorial, ser el espejo del futuro,
sin conseguirlo, hasta hoy. Ahora puede que nuestro mundo está siendo
sutilmente diluido. ¿No estás tardando demasiado, amor mío? ¿Quién no ha
querido ser un Gadget, seducir y ser usado hasta morir por inútil, sin perdurar
en la memoria? Ningún orden prevalece, ningún dios caprichoso regula los
milagros, solo la simplicidad de lo creado, de la molécula primigenia
trasciende en la teología de la gracia y concilia la sensualidad de tu mirada con
el torbellino que inunda la felicidad del neófito y el reproche secreto nacido de
la catequesis profana. Por eso la exclusividad de la luz se transfiere al medio
de merecer y queda maltrecha nuestra voluntad de ser redimidos (recreados
más bien), esperando que alguien decrete el alcance de nuestro espacio. Para
no perdernos cuando descubrimos que el cuerpo no es un suplemento del
alma. ¿Quién lo entiende? Carnal, reiterado y perverso, como deben ser los
encajes, me supongo, a requerimiento de los recónditos trasfondos donde,
¿quién no?, guardamos la imaginería del patrón, arrodillados frente a la
presencia de los flancos que cuelgan de la ladera de tu monte, tan inhóspito a
veces, carnal siempre. Pero tu magia días hubo que me pareció subliminal y
privilegiada caricia de desenfreno, y si habité en tus pechos, si canté la lejanía
de tu infancia volcada en tu presente mientras borrabas tu pasado, como en las
ambivalentes tardes camino de tus muslos suplicantes, fue por el placer de
descarriarme y notar tu nervio reclamando los contornos del fuego que ofrece
cópulas secretas. ¡Dios mío¡ No todo se sostiene porque nunca fuimos tótem y
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sí frontera de creación del otro. Fuiste inabordable y lejano como el fraude del
regocijo, sin conexión y sentimental, favorecido apenas por el gozo desleal del
beso que deviene, cruel sarcasmo, y dondequiera que estés el fuego de tus
hombros será tu recuerdo de mí y la memoria el exilio que todos guardamos.
Extrañaste el tacto y te escondiste en la palabra, como si la apoteosis del giño
hubiese sido el atributo no causado, la secuencia necesaria. Y así, sin dios ni
esperanza ¿cómo trascender tus atributos, como ser sujeto de los deseos que tu
extensión abarca sin medida, sin contingencia? ¿Acaso hubo tiempo, antes de
acoplar nuestros cuerpos y reconocerse sin apenas haber crujido tus enaguas
esperando el galope de mis ojos sobre tus periferias, las cópulas secretas y la
revuelta de los olvidados, caracolas banales, sí, pero esperanzas amotinadas al
amanecer? Un dios inmediato sin atributos pero necesario, como el orden
común de las cosas con el que contemplamos los finitos amores, el que podría
apaciguar nuestro trastornado albedrío y calmar las virtudes de tantas
atenciones que reposan en los labios múltiples y te consiguen tan
inadecuadamente. Y tú sigues, lejos de discernir entre quien proviene de sí
mismo y el que fue constituido con tan solo nombrarlo, solicitando amparo,
aire. Ensimismados perdimos el común y huérfanos añoramos los lazos que un
día nos ciñeron, porque todo cuanto no gritamos, ahora nace deforme.
Tuvimos tiempo, salvaguardia e interés. Pero, cuántas respuestas se
desvanecieron y tantas preguntas siguen en pie mientras veíamos resbalar
prudentemente mientras la gente se hacía vieja y se disipaban los sueños. Pero
Si los golpes de los días no nos doblaron, si algún niño nos acaricia todavía, si
el tacto sosegado que nos aboca al tatuaje y al torbellino vuelve con los
nombres que tuvimos que denunciar, siguiendo la ruta de la paloma, será
porque frente a cada tentación de la muerte se constituye la vida. Tú que
hiciste llamear estrellas en la revuelta de los olvidados, a golpes de dolor,
como cualquier combatiente, cuando la melancolía, el desconsuelo y el
desencanto, permeable la lírica, estableciste el culto a la cordialidad, déjame
ahora en mi intento de cantar, aunque solo sea un descanso sobre tus muslos
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porque al final de este día está la casa con bandera blanca con hermosos niños
seducidos, tatuados por la sucia calle, por las pequeñas vivencias de tantos
días como quedan. Las noches que ganamos y perdimos, maldecidas por
amigos y enemigos, ya no duelen, pero aún rezuman, apaleando penas en el
calvario casi siempre anónimo y cómplice de la burla que sobre Luzbel
envejecido hicimos, previsiblemente por ser todavía nosotros. Pero nunca fue
la apoteosis del mal. Tal vez porque las máscaras esconden lo que fuimos y
algunos creen que todavía son. Nadie vuelve a ser lo que fue, ni tan solo a
recordarlo, cada día nos inventamos nuestra historia, nuestros recuerdos para
no morir asaeteados por las aristas que produjimos. Nuestras vidas, como la
virginidad, son una metáfora y están en permanente vigilia, ávidas de
identidad y de una razón de peso para morir. Nadie se reconoce padre ni
establece la norma de sí mismo, por eso siempre fue inmanente y sobrevenido,
el sabor de tu orgasmo desde que te dijeron: Electra, mamá ha muerto. Porque
no solo tienes sentido por amarme, también yo, sin ti sería inexplicable. Los
tres nos amamos desde el vacío, aunque pudiera parecer que con los dedos
sangrando. ¿Quién se atreve, todavía, a vivir sobre el suelo natal, siempre en
espera, cabalgando su angustia como el eclipse que ciega y abre un mundo
nuevo al morir, inaudito, apátrida? No fue la revancha de los expulsados, el
concepto no construido, el a priori lo que nos derrotó. ¿Cómo, pues, envolver
el final que prescinde del signo, de la trama de la unidad, pequeña y precoz,
mediante el fecundo espejismo de un bien sin límites? ¿Cómo diluir tus deseos
(¿o no fue así?) tan pagano tu cuerpo, sin dejar dormido el espacio y sus
significaciones? La evidencia del tiempo, su modificado e inestable fin
formulado tantas veces como apropiado fuera, ¿para qué tanta búsqueda del
placer legitimado, tantas disposiciones de sexualidades frente a tuya enhiesta y
la ofrenda de tus besos que la escarcha matutina encoge y forma campana?
Buscando siempre el perfil ontológico de tus valores, condicionando los
recuerdos, haciendo de la historia una narración, aunque ahora nos lleve de la
mano una flexible antinomia que dispone de una muerte a la medida pero
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ajena e inasible. Todos fuimos la causa y ahora temblamos por ser el efecto.
¿De qué dios vergonzante y furioso quieres que te razone? ¿Mutar valores,
para ensanchar el vacío y concluir que solo cabemos tú y yo y que tantos otros
como pretenden, apoteosis incluida, solo son nuestros anexos? Fui tan
miserable que desaté la ponzoña de la venganza y el germen de las tinieblas
mientras tú quemaste los puentes y cegaste los caminos. Desesperados de las
palabras, históricamente insípidos como éramos, decidimos declarar nuestros
deseos con la mirada. Nos salvó saber que un día nos amamos y después de la
tormenta, con los restos de nuestra vida, volveríamos a empezar más allá de
las inconsecuencias temporales de Spinoza. Nunca seremos libres si no
morimos vivos como todos los anónimos. Ese plan suicida de sujetar el
horizonte, de fijarlo con tu mirada, ese dolor exclusivo de rodear tus
recuerdos, tu preferido atardecer indignado, ese tabú que supura en el aire
tanta animación huida que sobrecoge cuando consiente y destroza el mito, que
fluye porque contempla y contagia lo que acontece, que hace de si mismo
sujeto del objeto que desazona y cela del regocijo, del contenido de sus caídas
y de tanto como hemos perdido, ese fue, con todo, un sofisticado intangible de
cuyo cardinal valor aún se duda.

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VIII

¿Quién cree que la volición es suficiente para la acción? Lo cierto es
que nuestro espacio saltó hecho añicos, y mientras tú reconstruyes un nuevo
hábitat, yo sigo envuelto por derribos y recuerdos que, vivos todavía, resisten.
Fue tan intensa y tan fugaz tu presencia como el fuego de poniente, el ardor de
ceniza del cristal que requiere el preso, el reverso del pálpito y de la reforma,
el propuesto germinal que conmueve y suscita, el brote que sutil emerge y
pulsa como el crónico opuesto que suma la regla, el acontecimiento y el más
antiguo vuelo que, dócil y tradicional alivio, interviene en el hombre nuevo,
igual que la mujer anuncio y síntoma, niña buena, niña mala (desnuda el alma,
escondido el cuerpo), la que me enseñó a pensar durante mis largas noches sin
besos, sin nubes, ni luna, ni estrellas, en blanco. En fin, la que muerta ayer,
como cualquier universo, nacerá mañana. La que nos amaba antes de
conocernos, la de alas insomnes, transparentes con las que cubre sus deseos,
su augusto y vegetal imperio primaveral, la que, convencional y sugerente,
terrible siempre, tomó su tiempo y nos enseñó cómo permanecer en la edad de
la inocencia, (inadvertidos y adolescentes), la que ofrecía la negación del
alma, el escalofrío de la carne, rosada o morena, deseada siempre por los
guiños y que nos enseñó a no ser devorados por nuestro reflejo en el cristal y
también a expandirnos hacia los vecinos cuerpos. Así hasta que un día la vida
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te asalta en mitad del camino y los inevitables luceros se derraman por los
arrabales de tus mejillas deslizándonos, como el canto rodado, hasta encontrar
el acople o la muerte. Siempre, ausentes los valores, de acuerdo con el
inconsciente, mis adicciones y ese monumento a la ecuanimidad que son las
virtudes irracionales de mis perros. Digo, desde donde todavía hoy la amo,
tanto cuanto pueden amarse dos desconocidos: Todo empezó por tratar de
separar en la casa de nuestros padres, los justos de los condenados. En esos
mismos años, el sol, reflejo dolorido (como siempre en estas tierras) y la
tímida luna que todavía balbuceaba, escandalizaban la tenue lujuria mágica del
largo invierno que menguaba bajo la mirada atenta del Viejo. Los colores
contenidos reventaban costuras, enfurecida la muerte frívolas parecían las
palabras y la solidaridad entre metáfora y semejanza, las nubes, como el día
que huye a tu encuentro, llegaban desde el subsuelo del universo. Para conocer
nuestras miserias era suficiente con seguir y no cambiar durante unos años.
Moríamos, impertérritos y sanos. Recuerdos ahora lejanos rebrincan, renacen
venidos desde el nunca jamás. Nos acercan horizontes perdidos, las palabras
habituales, tan dóciles siempre, nos ocultan los nombres de los desiertos con
sus pespuntes y filigranas. Y al fondo tu piel. La única posible catarsis cuando
la muerte de dios apenas es una intuición que a nadie importa. Ríos ocultos
sugeridos por bufones hijos del deseo, indiferentes a la indulgencia de tus
pechos. Tú, con bandera blanca, anunciando estrellas y unicornios, identidades
prófugas, manuscritos. Tal que el canto huidizo del perfil de tus ojos,
fronterizos con el gozo y sus apariencias, fueran la analogía fallida, la traición
consumada, medrando desde nuestra historia las sombras que surgen tenues de
la despensa donde te guardas de los embates del pasado. Fluctuante siempre,
jamás idéntica. ¿Acaso una voz alterna, cuya debilidad es su ética, es la que
nos espera? Orillado el peligro de la perversa bondad que anuncia el odio y el
cansancio, vegetando no obstante, en espera seguíamos expectantes con esas
pupilas y ese valle verdes que nos recuerdan la indecencia de morir.
¿Evaporada la metafísica, dónde guardar a quien difiere? ¿Sujetarlo entre mis
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piernas, hasta conseguir la unidad de las conciencias, el control del cambio
secuencial y ordenado? Quién sabe. La generación de los escépticos nunca
sabremos cómo se cría, pero nace con los dioses y con ellos morirá. ¿Para qué
llorar? Jamás la poseeremos. En verdad tan solo la buscamos como la caricia
imperfecta que nos convierte en humanos, hasta vaciar la mar en presencia del
niño que huye, como el humo de branca de dios. Es evidente que compartimos
el amor a la vida, que somos videntes del pasado y nunca supimos de besos
regalados, de noches gratuitas o amores furtivos de los que tal vez nacimos, a
pesar de que en el umbral de sus ojos dormitaba, a la espera, el deseo
conjurado y fortuito, portador de los más relevantes grises verdes y aun
pacientes azules, a tientas como la misma existencia cruel y enamorada, todos
invadidos por la necesidad. ¿Legitimar el amor sin más referente que la ética a
tu semejanza resuelta? ¿Otra función simbólica mítica? La promesa de la
felicidad irrenunciable, espera. El macho respira tranquilo. Así como unos
cuantos besos son mucho más que la suma de todos, igual muchos pequeños
héroes forman los recuerdos de nuestra historia. Por supuesto y por arrogancia
tuvimos que huir. En aquellos días la vida era otra cosa como casi siempre. A
la manera de todos los sueños que cabalgan la anarquía y la magia, abocamos
en el centro del dogma una bandada de preguntas sin respuestas y alguien nos
hizo ver que nunca poseímos la libertad, tan solo luchamos por ella. Quizá por
eso fuimos incapaces de trastornar el ritmo de nuestra miseria. Muchos,
inocentes bienintencionados, buscaron olvidarla sin haberla amado; otros,
expulsados del paraíso prometido, se abrazaron al peluche de los mercenarios,
algunos, los menos, iniciamos la aventura de bucear en lo que decíamos para
entender lo que callábamos. ¿Cómo volver, ahora que unos y otros sabemos,
que abolidas las certezas todo es negociable, que aquella congoja parió estas
tormentas y nos quedan tan solo sólidas y absurdas jerarquías de valores
inapropiados amamantados por una retórica sin rango, apresurada?. Así fue
que, sin más, de pronto nos quedamos solos frente a la náusea, se trataba de la
vieja alianza entre las cosas y sus nombres. Pareció que, marginados del
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tiempo y del espacio, fuimos proclives a la heroicidad y al espectáculo. Pero
las convicciones y las lealtades solo fueron pretensiones para reposar sobre la
eventual solidez de su discurso de nuestra historia (lo contrario siempre nos
pareció una hipótesis) y sus artefactos. Irrelevantes para quienes, con el
hambre y la sed como lecho, habían disuelto tantas constelaciones sucedáneas
del rígido icono inflexible frente a la muerte y sus fluidos erosivos, que no
generadores de la vida, nos negamos a salvar nuestro universo. Para entonces
ya sabíamos que hay muchos y un solo dios. La historia, lo pretendimos al
menos, empezaba de nuevo. Venidos de la ciudad a donde un día llegamos, en
algunas ocasiones, se levantaba la noche y nada era como quisimos. Como
siempre, todo muere y nace y muere y cambia, solo el horizonte, ahora
inmóvil, no huye delante de mis pasos. Todavía lo observo con nitidez, como
si también tú, serena me acompañaras en la despedida. A veces me descubro
viejo rojo, otras gris maduro y en alguna ocasión largamente negro, casi
perdido en la noche. Como el campesino cuando asegura este es mi día, miro
la penúltima nube, el postrer vuelo del zorzal y me pregunto qué constelación
regirá mañana, interesado y atento por si ya es tiempo de recoger los frutos,
guardar los aperos y solazarme con los últimos guiños del dilatado crepúsculo.

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IX

Ya ves, tantas cosas que hicimos y aun quedan espacios en blanco,
amores que completar con un hasta siempre, sonrisas que sugerir tímidamente,
abrir algunas puertas y desentrañar tantos encubiertos mensajes hasta saber
definitivamente para qué fuimos llamados y solicitaron nuestro
consentimiento. ¿Puede que solo sea que estamos habitados por el
significante? ¿Tal vez nuestra historia será tan solo el recuento de nuestros
apareamientos? Lo cierto es que desde entonces nos comportamos como las
mujeres de los hombres que se enamoran de ti. Puede que solo sea una
premonición, un convencionalismo melancólico, pero tengo deseos de lo
absoluto. Sí, quizá volvamos a vernos donde la calle se pierde, y hasta puede
que, si vaciásemos los vasos, temblarían los rivales. O puede que, ¿por qué
no?, después de la tormenta, con los restos de nuestra vida, volvamos a
empezar. Antes de que lleguen las sombras, de que huyan nuestros orígenes,
ven y recógeme. Y si tramas venganzas, martirios o delirios, yo seguiré en el
recodo de la vida esperando, como la muchacha que sale del agua, desnuda y
limpia, agrediendo con su indiferencia, rotos los moldes, perdidos en el
infinito, quedando mi casta de ramera y salvado (qué más da) por tu oración
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nocturna que siempre vuelve, como el óxido del vertedero de mis sueños
encargados de ejecutar los rituales, de presidir y dirigir las ceremonias de las
nueve llaves del gesto de la carne invertida, hoy al aire y desnudo el manto de
tus pecados. También en los tiempos heroicos, cruzado el puente y roto el
equilibrio, vimos sonreír a los ciegos, bailar a los cojos y cantar a los mudos.
Abruptamente adolescentes, sin más matriz que la recurrente de la estética,
nos amamos y nadie vuelve sin perdón, por larga que sea la duda. Los dioses
dormían a la sombra de las abadías y la lujuria concluía dormida en manos de
la adoratriz indecente, voluptuosa a veces. Con el pausado ritmo del orden y la
norma, traspuesto el universo, cubierta la ruptura al pasar bajo su sombra, nos
convirtieron en un reflejo de lo que pudimos ser. Al caer en posesión de la
palabra (devastadora ambigüedad del lenguaje), es su magisterio sobre los
pliegues de la historia, el que nos posee. Hoy, apenas mercenarios de la
libertad, pretendientes de la permanencia en lo fugitivo, centinelas del nexo
entre el ser y la nada, redentores que fuimos de la comunidad, nos llega una
palabra, dos a lo sumo, desmoronándose la perspectiva del esfuerzo regulado y
sonreímos al saber que son los brotes de aquella semilla que todavía resiste en
nuestro valle camino de lo universal, desapareciendo cada otoño de la mano
del ángel sin nombre. Cada noche, en el cénit, nos asaltaba el temor de que no
amaneciese, entorpecida la luz por el llanto que doblegaba sus alas y el crujir
de un dios dolorido, hermafrodita en origen de presencia floreciente, que huye
de las tinieblas que dibujan las luces del club y se abandonan en brazos del
ángel ascético del burdel milenario que renuncia a la suerte del santo que
sobrevive desarraigado, exilado de lo natal, enajenado de la tierra. Todavía
tengo dudas si no fue una trivialidad. Ofrecido, me dejé besar por aquel
muchacho y todavía me pregunto si celebrábamos un entierro o un parto.
Quién sabe si, como Sísifo, debería empezar de nuevo hasta reconquistar
Corinto. En cualquier caso, ¿quién se atreve a decir que la batalla del Ebro
terminó y que alguna de las dos Españas ha muerto de hambre? Del placer de
nuestro encuentro, la víctima fue la realidad y con el primer saludo supimos
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que teníamos un largo pasado y una corta historia. El círculo fue persiguiendo
nuestros pasos, y la dimensión oculta de los sueños serenó la mirada que
construye, atrapó las promesas y durmió la vocación intermitente de huir de lo
que éramos. Tres suspiros dormidos, la muerte alucinada sobre el mar y una
solución mítica para el desamor deslumbrado por el tacto previsible de tus ojos
y el regocijo de las borrascas. De poco nos sirvieron los secretos comunes, un
día fuertes hoy desvanecidos. Tú siempre buscaste cobijo en mi sombra, y en
una de las vueltas de la noche perdimos ambos el perfil y nos sumamos al
circular torbellino del deseo. Eran otros tiempos, quizás, siempre lo son. Lo
cierto es que cuando llegó Amélie, tú y yo volvíamos. Tuvimos que mirar
como sorprendidos. Era, ya lo sabes, la nostalgia evangélica de la región
ignorada, del Sinaí disuelto, o tal vez la nostalgia de saber que ya nunca
encontraríamos el centro ni la periferia, las esperadas gotas sobre el musgo,
imprudentes y regaladas, la sonrisa anclada a la caricia de tu miembro sobre
mi sexo exhausto, fugitivo del vinagre, la hiel, el limón y de la savia letal de la
higuera que resiste los desdenes desde donde el frondoso bosque pierde sus
magias y recupera los verdes. Tantos y dispersos como nuestros amores
únicos. Será por eso que desde mis recuerdos, siempre te amo, aunque a veces
te vas y otras te vienes porque también tú eres la supervivencia y amaneces en
cada parto que anuncias y te sumas al contrafuerte de mi vida. Debería
suponer que el silencio destruiría el presente, que todavía no existía el
artilugio que mide el tiempo que oscila entre dos besos dormidos. Además,
somos hijos del conflicto entre el pasado y el futuro y cuando la duda crece a
borbotones la fe vacila. Ni tan solo nos queda el rombo de la historia para
escondernos y parece que están cegados los caminos de regreso. La madurez
que se viste de serenidad hasta la tristeza, nos reconforta sabiendo que
viviremos hasta el fin de los tiempos de quien nos poseyó un día. Porque, ya
sabes, han tapiado el evangelio de la violencia y algunos, temerosos, navegan
sin bandera, sin embargo, todo cuanto pasó y nadie cuenta, algún día alguien
volverá a vivirlo. Teilhard de Chardin pudo tener razón, por eso, como el
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espanto es el primer presente de la belleza, así tú y yo fuimos en el espacio, no
en el tiempo, tan sujeto siempre a la memoria, y como si fuéramos dueños de
la vida, decidimos cómo morir, cuando y sin apatía post. Fue mucho después
cuando nuestras confidencias evocaron paraísos de insólitos colores y al final
de la senda tuvimos ocasión de descubrir el laberinto de la vida. Tal vez nos
dormimos durante un tiempo, entre vientos y aires, y cuando instauramos
como referente una parte de nuestra vida, dejamos de buscarnos y el vacuo
verbo de reiterado mensaje ensimismó al joven que ahora añoramos. Tuvimos
tantos gestos y tan diversos que apenas sabemos lo que fuimos y somos, salvo
aquel día que preñados como estábamos de pena, el amor anunció parto,
hundidos en la seducción, fascinados por lo indeterminado de las apariencias,
anticipando ausencias, rezando olvidos. De todo aquel revoltijo de aros de luz
verde en tus labios, tan explícitos siempre, la preñez de tus pechos, la
coronación de tus bucles, el terso misterio que como dócil seda multicolor te
desnudaba, la solidez de tus muslos frágiles a mi llamada, las nuevas promesas
que divulgaban los olvidos desnudos que como la nieve azulada sobresale en
el bosque con el alba, apenas queda nada. Tantas cosas han cambiado desde
que nos iniciamos adornados con aquellos escapularios que, como lentejuelas
emergentes del cieno de los rezos, celábamos ayer, que resultaría muy difícil
encontrarnos porque uno es otro, otro es aquel y aquel somos todos, de nuevo
como entonces y como ahora somos. Tu frente, siempre fue camino abierto,
accesible, quebradizo, y sujeta al tiempo incógnito, al recato del deseo.
Acompañaban tus mejillas resueltas, firmes, siempre urgentes, delegadas
quién sabe de quién y la aparente impecable transparencia de tus ojos permitió
que cada cual te amara a su manera. Siempre única tu mirada. Y más allá, fue,
como todo lo real, imposible camino larvado por los umbrales de la retórica.
Inmune de tantas dianas, del country y sus tatuajes (levadura musical,) rito
tribal, fiel óxido de tantos sueños, tú que primero odiaste para sobrevivir,
lloraste a tus muertos durante años y tuviste que fornicar a sus mujeres y
alimentar a sus hijos, ¡oh ángel negro nacido del olivo del Gólgota¡ Siempre
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manipulador de escapularios que, como lentejuelas emergentes del cieno de
los rezos, te disipas como la niebla seca que se duerme en el faro matutino del
Tallat roig. Duerme, sí, y desde tu inefable atalaya, cuéntame tus ansias y tus
anónimos deseos, mientras desesperas del gozoso andar de una muchacha de
asombradas pupilas que nunca pudiste poseer. Ahora ya hemos convenido que
para huir tenemos que recordar que los hechos no existen, son informales, que
los colores son una creación humana y los recuerdos nunca se repiten sino
desde el hoy, que lo eterno termina petrificado, muerto. Y las fogatas
truncadas o la túnica a la deriva del malaït profeta de efervescentes
ingenuidades, cobijo y compostura de la máscara atónita y sin mar dónde
fueron tus manos, tu vendaval rosado, la nómina de tus deseos, la esperanza de
tu desenfadado futuro, de tus negros ojos apagados, de las tertulias y las
caricias, de las baladas y las sobredosis, ahíta de historia sin apenas respuesta
frente al blues solapado, al muyahidin moribundo, frente a tu armazón de
plumas, al vértigo de tu sonrisa que abofetea el milagro de su misógina barba,
del cubil de sus entrañas supervivientes, del odio del ángel caído del cielo
fantasma del escarnio y de la pocilga.

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X

Dónde mirar pues, cómo no desvanecer nuestras dudas, cómo no exigir
que exista la eternidad para encontrarte un día y pedirte perdón si encadenados
a la vida tuvimos ganas de vencer. ¡Qué tiempo tan feliz¡ En un principio,
contenidos y atentos, tuvimos que entornar la luz para que no nos cegaran las
sombras. Puede que durante demasiado tiempo hemos reposado en el lugar del
ocaso del sujeto, de la disolución de la forma, de la unidad y de las jerarquías
naturales. La enfermedad, aunque tenga raíces históricas, sigue siendo
enfermedad y no nos perdonarán haberla alimentado con la indiferencia. Sí,
fue una aventura abandonar la cuna y encontrarnos, en el instante cero de
nuestra historia, envueltos y escondidos en las dimensiones ocultas hasta intuir
que el dilema de saber de ti, más allá de tus labios, encontró la solución
besándote. Qué delirio de verbo i qué largo camino para tan corto proyecto.
Dimos tantos saltos del sentido a la significación que no hay códigos, solo
coincidencias en el amaneramiento de un mismo origen y te buscarás un día en
la roca, el agua o el aire. Hacia dónde sea que quieras caminar, el final será
siempre tan imprevisible y triste como una pasión desvencijada, resuelta a
morir de vieja, reconfortada por el secreto y la traición, cementos tiernos que
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unen. Para entonces !qué magia la del ritual del encuentro! Los colores
apacibles que bailan, y las verdades que nacen de otras que nos maniatan el
canto, la pena y atentan al orden de los recuerdos. Tantas veces te abraza,
tantas huyes confundiendo caricias reflejos, soñando en el exilio de tu mundo.
Cerca tienes miedo, lejos angustia. Como el viejo que renuncia a su manera de
mirar acercando la distancia porque si ésta crece la claridad se apaga y los aros
de luz rosa tiñen el viento, coronan el ansia y se cobijan en el terso misterio de
sus cabellos, tan explícitos siempre como la nieve blanca que sobresale en el
bosque, recatados como su deseo, sujetos al tiempo incógnito, a la frente
abierta de recuerdos quebradizos. Aún así, doblarás las rodillas ante la ley del
universo, impávido e insensible, como un dios que supo de los placeres de la
cuna, del alivio del eucalipto para huir del espacio común hasta refugiarse en
la palabra contra lo desmedido, buscando la verdad que toda mentira encubre,
allá donde el rubor de los límites trasciende las conexiones, un día ágiles hoy
dormidas, tensas, contenidas. Porque todos los que lucharon contra el padre
murieron y sus pavesas rojas asombraron a los ángeles y el polvo se amasó,
una vez más, con las lluvias de abril, renaciendo con el oscuro aliento inocente
y cruel. Solos frente al sudario, carcomidos los amores pasados, tus besos me
vuelven calmo y afable empalando mi virginidad. Por eso, en numerosas
ocasiones me digo si ¿Habrá llegado el día de conocerte? Aquella mañana,
cuando supimos que los entresijos de la eternidad duermen en el orgasmo, con
apenas un roce del extremo de las manos, nos entró la duda de saber quién fue
el botín de quién. Aceptamos la aventura de amanecer juntos (¿qué podíamos
hacer, tan tiernos?), de amarnos desde la cara oculta y milenaria de los deseos,
aligerando las miradas que se suelen instalar sobre un paraguas de magnolias y
estelas azoradas, sincopadas por la decorosa crueldad del silencio. Las
turbulencias de la noche. Nuestro futuro se hizo búsqueda, oteando hacia
dónde huir y encontrar cobijo, mientras el cariño adoptó el color de la tierra y
se trasladó al pálido de nuestros muslos, piadosos y deseados, conduciéndonos
hacia nuevos caminos, como dos meteoritos ardiendo que cada mil años se
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cruzan una mirada. Algunos dijeron que una paloma y un halcón,
extrañamente han sido vistos en una misma jaula. Pero porque no sabían que
el universo se expande para no morir y la tragedia suele desplazarse como una
gran serpiente para beber leche y comer miel en la Ciudad Santa. Oh Sodoma,
cuantas sementeras y veredas, alamedas de suspiros y estrellas se apagaron a
tu muerte, cuántos muslos preventivos y ardores coronados por márgenes
rosados. La sublevación de tu piel y la melancolía germinal tan impasible
como el amor eterno, fueron el roto del eslabón que te separó del parto. Y de
repente los días se vuelven inhóspitos, se retira el pan de la mesa y aparece u
profeta, iniciándose, sin consultarnos, el mal infinito adherido a nuestro largo
y minúsculo deseo. En fin, aunque nunca te lo dije, confieso que fueron mis
primeros zapatos de piel, mi primera luna y apenas sabía mantener una mirada
lasciva. Ahora, con el sol de cara y el horizonte en declive, huyendo, vuelven
aquellos hermosos adolescentes que un día fuimos (tan únicos, como tantos),
se diría que aún hay tiempo para el perdón, que lo intentamos un día pero
amanecimos desnudos. Nadie nos advirtió que ya entonces nuestro universo se
encanallaba de la mano del tiempo, de las palabras que lo nombran, lo ocultan
y lo pervierten y había que dilatar los cuerpos para poseernos como nos
dábamos. Aquella primera vez, en la plaza, nos miramos cara a cara, como
buscándonos, perdida la razón del canto. Cierto que eran tiempos de revueltas,
de amores canallas, viejo amigo. Dios se hizo inmenso para recordarnos
nuestra pequeñez; teníamos tanto que vivir y el tiempo se nos hizo inservible.
El amor inmenso, llegó a borbotones, sin fronteras y sin perspectivas,
anónimo, sin un malecón, ni un recuerdo donde anclar la mirada. Tuvimos que
encontrarnos a tientas, ahogando los perversos aplausos. Noche y día solo eran
escenarios para nuestros ojos, lo demás, galaxias desvaídas, esferas cóncavas,
imágenes equívocas perdidas en la plenitud ancestral de un país, páramo
disperso, difícil de vivir y en desacuerdo con la vida. En estos días, cuando el
horizonte apenas es un deseo, y el pesado fardo de nuestras reflexiones se
extingue en los últimos tramos de lo construido, algo nos deja porque tal vez
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todos fuimos un espejismo y la llama morena que invita a tu cama, el hábitat
panteísta, el espacio de la totalidad que, por fin, reconoce tu inocencia en el
instinto divino, ahogado ahora por el sentido moral de nuestros sentimientos.
Mágica lujuria del otoño que mengua. Antes de marcharnos definitivamente,
protegidos y acomodados en la parquedad del recuerdo, hemos vuelto para
saber si fueron ribazos y su conquista, el acto iniciático que me convirtieron,
quién sabe cómo, a mí en hombre y a ti en mujer, o tal vez fue al revés. Ahora
lo que me ocupa no eres tú, es lo que de ti me queda si te construyes anónima.
Una noche de estas deberíamos hablar de nuestro exilio, de la nostalgia y del
oleaje, de las cadencias del polen sobre mi gente, del barullo de la magia de
aquel tiempo, de la indiferencia con que nacimos. ¿O tal vez prefieres hablar
del final de la aventura, del futuro que construimos huyendo de la orfandad,
del esfuerzo y el asombro, de la libertad concedida o saber del origen del
desgarro de nuestra sonrisa? Las aguas de aquel río, hoy seco, cuantas
desnudeces y amores limpios nos mostraron, acariciados por aquella hermosa
niña impúdica, furcia y virgen. Cogidos de las tardes, danzamos tantos deseos
que, todavía hoy, balbucientes escalofríos reverberan el espacio, corroen las
renuncias y amenazan sus bordes. ¿Abandonar ahora el derecho a postular?
Pese a todo seguimos donde el frondoso bosque pierde sus magias y recupera
el verde, el nítido repliegue de las mejillas que amanecen pegadas a mi
ombligo cual laberinto de recuerdos que preludian tibios temblores en vértices
volcánicos, agónicos, como el germen indeseado que vive en la entrepierna del
amante. Antes de que te pierdas, y aun así dondequiera que estuvieses, el
fuego de tus ojos será mi recuerdo y en mi memoria, encriptados, un
firmamento, dos tormentas, el más exquisito de los placeres, besos sobre tus
bocas, un big bang relente, suspiros y el amor, o la indiferencia. Pero quedan
vientos, montes, sonrisas y huérfanos los silencios. La memoria vencida se
pierde en la meditación de la mirada en precario. Fue el tiempo que
amablemente nos fue venciendo y apenas nos quedó el frágil roce y la
vorágine de los adioses de tus manos, del sol lunar. Tú siempre fuiste la que
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  • 1. LABERINTO (Textos poéticos) José Garés Crespo Edicions La Solana.València,2014
  • 2. 2 Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, SaintPol Roux hacía colocar en la puerta de su mansión en Camaret, un cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA. 2
  • 3. 3 I Durante aquellos años, las pasiones nos llegaron con tanta intensidad y frecuencia que apenas tuvimos tiempo de organizar los sentimientos. Cuando saltaron al aire la luz y la armonía de las galaxias terrenales, del tiempo y de la vida de aquella ciudad que tantos delitos y amores oculta, derrocha, silencia y envidia, con su reflejo en la brisa de tu sombra poseída por tus futuros días e inmersa en el devenir de tus encantos, fue porque estábamos sin más apoyo que el eje del peldaño. Hace siglos que el péndulo se lanzó hacia el norte y no regresa. Nos llevó tiempo conciliar nuestras conciencias. Necesitábamos luces que provocaran sombras y salir de la luminosa oscuridad que nos envolvía, abandonados en aquel inmenso erial cuya única frontera era tu réplica en el vacío. Todo terminó con el orgasmo 3
  • 4. 4 previsto que nos desbordó por el deseo de permanecer escondidos frente al mundo, huyendo quién sabe de quién o de qué, y un inesperado beso asediado por el olvido. Nada es lo que parece y nada tuvo que ver con el a priori de Leibniz. Nos olvidamos de las pocas creencias que todavía sobrevivían y organizamos las ideas que resultaron de tantas vigilias en las que, más allá de la palabra, fueron tus manos y tu mirada las depositarias de la buena nueva. Iconoclastas, vanidosos y temerarios, ganamos la paz y perdimos la guerra, o puede que fuese al contrario, qué más da. Ahora, a caballo de la plasticidad indefinida de las necesidades humanas, también titubean el hambre de pan, la cadencia del golpe y se ha fundido el horizonte. El nuestro quedó delimitado por un mar calmo y verde, un cielo rojo agobiante, unas tierras ocres de ricas montañas grises y desnudas, apenas algunas ráfagas de azul en los amaneceres y de verde agazapado. Sucedía en Agosto. Voces, muchas voces de cariño, esperanzas para no morir y gritos de alarma frente a los graznidos. Y hambre del vigía. El tiempo y el necesario odio nos hicieron vendaval, también lagartos. Temprano aprendimos el guiño de la muerte. Alguna canción, unos versos centenarios fruto de cuando mi pueblo cantaba y con unas niñas sobrantes del deseo de los elegantes, forjaba el contrapunto. Algunos viejos, el hambre de libertad y Marx hicieron el resto. También mis viejos querían un gobierno barato de mantener. Tuve tiempo de observar la mar, por donde muchos salvaron la vida, del cormorán y la gamba, y desde mi sembrado domestiqué al mirlo y al ruiseñor, también di cuenta del halcón y del cuervo. Eran de los míos. Fueron tiempos de pretender la conquista, de aliñar besos y otras urgencias, de abrir las tapias de la historia. Los dioses ausentes, el rey en Babia. Ahora, con la luz que me queda, vivo despierto, en alianza con el viento otoñal y me pierdo en el largo, silencioso y desordenado laberinto de los recuerdos, abatiendo muros y tomando serenas posiciones, levantando acta. Todavía hay temores y alegrías, pero sigue abierto el camino. Hasta la muerte, estoy en alianza con el futuro y juntos no podemos perder. Sobre mi pecho nos hicimos singulares. Hicimos espectáculo de la entrega sin caer en la cuenta de 4
  • 5. 5 la conveniencia de disolvernos, como si nuestro encuentro y sus consecuencias hubieran sido tan solo un vuelo de apareamiento y desconocidos nos estrecháramos a tientas. Aunque, ahora que tengo todavía el tiempo por aliado, confieso que siempre deseé, no tus nalgas, pero sí lo que sugieren. Algún día notarás sobre tu piel, debajo de una de esas robustas e intensas moreras que rodean tus sueños, el reverberar del beso concupiscente, el delirio telúrico que penetra en los más extraños desatinos y nos hace universales, a pesar de la banalidad con que, a veces, nos amamos. ¿O acaso la sucesión de tiempo que organizamos como una vida es algo más que saltar de encuentro en encuentro hasta caer en el vacío? En fin, voy a olvidarte pero para reconstruirte. Qué más da de dónde vienes ni si aún me esperas. O si en las noches más impetuosas crujes como el agua en mitad de la hoguera. Quién sabe mañana qué recuerdo de este momento tendré y el mundo de nosotros. Tampoco me importa mucho, pero sí la luz de tus ojos que son como el rayo quebrado en el dorado bosque en los momentos en que alcanzas la cima y suena tu voz como un quejido rasgado en la noche, agónico y asustadizo ante el alegre saludo del gallo entre albas, éxtasis muertos de frió y despojos de amores traicionados. Sucedió aquella tarde lo de siempre, deseos cautivos del perfil de tus mejillas, surtidor de pasiones, temblorosas campanas o voces, viejos retablos dormidos o rizos y enredados una verbena de besos, rosas y geranios sobre tu cuerpo en fiesta. Porque cuando se pulsa el acelerador, pudiera parecer que una lágrima a destiempo, seguida de una sonrisa que se pierde en la multicolor miel de tus ojos, diese señal de un sentimiento de plenitud, y cuando te pierdes lo haces siempre al bies, igual que se nos pierde el recuerdo en el lejano horizonte temporal i furtivo, como tantos de nosotros, y por supuesto, nada que ver con el perfil terso y distante de tu muslo, canela leve cuando vuelves, envuelta en el indefinido color del silencio y tan cerca de la eternidad. Podríamos decir que, como daga que vomita luces que deliran sobre la piel, se me clava y deviene pasión nómada que persigue el relente de tus lágrimas que un día fueron prisioneras. Como todos nosotros, fugitivos del gulag y residentes en el 5
  • 6. 6 gran panóptico de la patria, pretendiendo tan solo descifrar en el espesor de lo sucedido las condiciones de la historia misma.O puede que solo estés sujeta del mástil que te anuncia vida y te sugiere aire. Mortal, pero aire. Sí, también yo necesito que vivas para conocer del paso del tiempo y por eso, algunas noches te creo y otras te destruyo. Ambos fingimos y actuamos como si fuéramos los últimos amantes, impasibles ante el persistente y sádico devenir del tiempo con el que nunca quisimos pactar. Lo sabíamos. Pero ¿qué podíamos hacer, jóvenes como éramos, el horizonte tan lejos y tantas iglesias cerca, sino tratar de comportarnos como los mejores comediantes, envueltos y definidos por el agua y los susurros de una historia apenas intuida? ¿Conocían los ojos el reposo y el orden de una pequeña vecindad sin ni siquiera bandera? Todo aquello que pasa una vez y para siempre. ¿Acaso podíamos, de la mano flácida del mínimo espacio que desde el silencio soez irrumpe en el caos del corazón que huye del fuego del perverso y cubierto tan solo por la zozobra de las lágrimas que asoman como atavío invernal, saber de la muerte sin conocer a su madre? Sí, en la mañana que empezó la historia, todo fue un romance, leve y dramático, balsámico parecía pero distópico era, y ahora el tiempo detenido que descansa sobre el silencio de tu frente, nos descubre la farsa, puede que necesaria, enamorados del guía que solo es tránsito. Queda otro camino, el que nos lleva al final del puente. Hastiado de redimir tu olvido, indolente y sumido en el dosel de tus encantos, advertí el sudor de mi sangre y también la sangre de tu risa. Fue la primera noche, esa en que suele suceder lo imprevisto y me preocupó nuestro futuro porque ocupé tu presente. De siempre sabes que no digo lo que sé de ti, solo lo que intuyo y me ocupa, por eso, si cada cambio conduce a lo peor, rózame al menos hasta que mire al cielo de frente, desnúdame la vigilia con la imprudencia inédita de las inmensas palomas dormidas en tus manos que nos envuelven como cánticos que invitan al desenfreno de la vida y a la orgía de la muerte perpetuándote en la noche como el sol en tus retinas cuando estallan, dionisíacas, las mariposas en tu vientre, caderas locas, en ese torbellino de lágrimas derramadas sobre mi 6
  • 7. 7 sexo. Asegurados, pues, qué éramos, había que decidir de qué manera íbamos a serlo. Mortales o no, la vida nos fue dada sin consentimiento y cada cual nos convertimos en un quehacer del otro. Apremiada nuestra libertad, desbocada a veces, no pudimos reconstruir un mundo del que, todavía hoy, huimos conforme lo vegetamos y cuya proa apunta hacia el pasado. Por eso cada tumba, aunque mire al horizonte, deviene estéril tierra de labranza. Qué más da si es infinito el universo o termina donde empieza la esperanza. Tú siempre fuiste el camino abierto que conduce a cualquier parte. Seguimos buscando el espacio aún no hallado, necesitados de sus bondades, si las hubiera, no porque en sí signifiquen nada, porque nos vienen recubiertas de inéditos gestos huérfanos y algún que otro ajeno e infiltrado orgasmo. Sabíamos que nuestra relación amorosa siempre estuvo asediada por el olvido, incluso por la renuncia (era nuestra particular forma de obviar a dios y al tiempo). No era malvivir, era el signo de nuestra época. Siempre a caballo (¿qué dirían de todo ello dios y la muerte? nos acostumbramos, pasada la época de destruir, a construirnos día a día. ¿Perseverar es vivir entonces? Más aún: ¿Hablar ahora de la naturaleza de nuestro amor, como si no supiéramos que somos un eslabón, que el génesis no fue la fruta sino tus pechos que amamantan aun hoy, que aunque no exista la felicidad, construimos nuestro pensamiento desde ella? ¿Asentir, ante una proposición sabida sin creer realmente en ella? ¿O tal vez es practicable una legitimación que se expone a desaparecer mientras una discronía general nace? Como muchos amores que perviven todavía hoy y que lo son porque no subvirtieron las circunstancias que nos imponen y apenas fueron mucho en su día, así se prolongan en el tiempo, aletargados, sumisos y adocenados tantos recuerdos perdidos, que no olvidados. Y de nuevo, como casi siempre, de la mano del primer verso, llegó la penúltima primavera (sabedores de que la última nunca llega), como cuando el goce trituró la culpa y acechaba la nada. La verdad es que los días nos cambiaron tanto que solo nos quedan palabras sobre el papel o dormidas en los labios, también algunos gestos propios de la casta de cortesanos, adornados de hechuras ciudadanas, el 7
  • 8. 8 innato arrebato de tocar campanas en las tempestades y esa mirada elegíaca predicada y consentida, refugio de la conciencia y voluntad de raptarte desde el extremo fin de tus recuerdos hasta la cumbre inicio de tus pechos. En cualquier caso nos acompañamos como siempre, perplejos y provocativos, con tu mirada que te desnuda de abajo arriba, administrando con elegancia la excepcional dádiva de tu sonrisa que florece devastada por la insistente lluvia, a veces imprudente, siempre regalada. Tristezas escondidas que asoman de entre tus muslos. Pero sonríes y de nuevo te me presentas como algo incomprensible e inconmensurable, dijéramos como la existencia o la eternidad. Enrojecidos y dormidos los montes, huérfanos, en busca de semillas, del desnudo de las bonitas muchachas desafiadas y de adolescentes vírgenes y voluptuosos, tantas veces ansiados también en sueños, todos prietos por temor y tú deseante y sin norte, como el espíritu del blues que se muestra en un cabaret de arrabal donde el saxo es un haz de luz que deslumbra las piernas y marca, como el trigo blanco del ángel ascético. Por la noche, unas gotas de semen seco en los alrededores de la boca o en las vaguadas de la cintura vienen a salvarnos de aquellos malos recuerdos, ritualizada tu rebeldía, exculpada tu conciencia. 8
  • 9. 9 II A puerta cerrada, creímos ser portadores de banderas de libertad, de los que siempre navegan huyendo de las orillas porque saben que la indecencia huye hacia el futuro buceando en el pasado. ¿Acaso, alguna vez el futuro estuvo en alta mar? Bandadas domésticas de buitres y proyectos convergentes, noches con melancolía y tardíos amaneceres horrorizados por las vandálicas despedidas, pululaban atentos, aunque perdidos. Papeles anónimos, sobre los que descansa lo que hicimos y el futuro de tantos deseos y amores que nunca serán como pretendimos, pero que conforman la definitiva estancia sobre la que nos esparcimos y descansamos. La intrahistoria, Don Miguel, la intrahistoria. Apuntes esculpidos sobre la nausea de quienes, al alimón, nos abrazamos con el diablo y con dios. Nada de lo que arrepentirse. En realidad solo fue que teníamos pocas creencias y muchas ideas. Y el mundo empezó nuestra doma, nacieron las oficinas sistémicas y nos quedamos desprotegidos, 9
  • 10. 10 desarmados y expuestos al calor del partisano convertido en artefacto del poder. ¿Qué habéis hecho de nuestros hijos, malditos? El duelo de tener que elegir como condena, con la garantía de que un poco pierdes y la certeza de no sosegarse nunca más, ni poder volver atrás, y no obstante negar el destino al que nos llevan y que presuntuosos suponemos en nuestras manos, como si de un beso, de los que repartes por placer, o deseo, o despedida, se tratara. Abrimos nuevas esperanzas y ornamentos, galaxias tan viejas como incandescentes, amores que nos abocan al desamor y aún al desbarajuste (como si Kant no hubiese ajustado todo minuciosamente), pero sin rabia, natural como cicatrizan las heridas abiertas en el cuerpo, con ramitas de hierbabuena y salivilla sobrante de una felación virgen (como siempre) que, con las últimas campanas, triste nos anuncia una subterránea lágrima para demostrar que lo inmediato no es lo más cercano y nuestra rebeldía también es contra la condena de ser libres. Doblar las rodillas, excluidos del glamour, murmurando un sí desalentado por obediencia, (cuerpos dóciles y útiles) como para seguir cantando a la vida, la nuestra, quizá la personal y cobarde manera de maldecir frente al vuelo del informe país. Digo país, pero también universo, calle o pueblo, sin sobrepasar la adecuada dosis de desprecio. De la mano del florecimiento, fruto de la fiebre de cada verano que insiste en que todo es normal, como ordenada vida. Sin el calor de la palabra o el grito. ¿Cómo olvidar las sinergias históricas que incitan desarrollos subjetivos, que bloquean el surgimiento de seres alternativos? De donde deberíamos concluir, sin dioses mediadores ni guías que iluminen, que desde los ojos a los pies, somos material de derribo repuesto, según el mundo al que cada cual se ampara y con el que convive, qué más da si voluntariamente o no. Rompimos los moldes, erosionamos las cadenas y nos refugiamos en brazos de la tribu. Deja, pues, amor mío, la dimensión universal de tus relieves, que me coja a tus pechos y beba, o mame (tú sabes más que yo de estas cosas). Lo que sea con tal de recalar en algo tuyo aunque perentorio y dormir, que no abdicar de nuestros sueños, tal vez bagatelas desarboladas, tal vez marítimos anhelos. Haz como si 10
  • 11. 11 tu sonrisa estuviera suspendida en el aire, siempre en perpendicular hacia el centro de mis pechos fascinados y arrullados por los gemidos que tu blusa esconde, extraviados, como anillos de espinas que nadie consigue encontrar. Desorientado camino, desde el fondo del óvalo por donde llegan vestigios de mis noches sin ti, aunque ambos seamos hijos de un idéntico formato y propósito, pero tú, hasta las columnas que perfilan la dársena de tu puerto, asamblea de odios tan cercanos como píos, convocados por el cambio, llegaste. Y empecé a ser yo, lacerado moribundo proveniente de la ausencia del amigo. Es cierto que no sé bien dónde ubicarte por falta de atributos, tan sin mancilla, o porque estoy dormido en el rabal de tus manos. Es una pretensión, ni fútil ni estéril, epistemológicamente buena desde el punto de vista de maximizar la verdad y minimizar la falsedad. Probablemente por eso no renuncio a descansar en el asiento asignado. Desde la mirada que del mar nos llega, tan unilateral y húmeda siempre, recógete tú, súbito y sin hábitos ni cadenas, desnudo y sin raíces, porque a mí se me nubla el cuerpo, se me enciende la razón y deambulo desterrado de tus guiños, agotado por exceso de renuncias y horizontes que se pierden y gastaré las yemas de los placeres prohibidos en venerar tus fuegos. ¿Acaso podría llegar a ti si no fuese a través de tus apariencias? ¿Tal vez fuiste nunca algo más que tu historia? Así nos construimos al rebufo de aquella virtud epistémica. Cuando te amé estabas tan diversa que por fin supe cómo eras, ambos vírgenes y provenientes de la guerra, como los ejércitos de la paz, de pie y en orden, al pie de las hogueras para romper los maleficios de dios y Luzbel, tan viejos ambos. Indúceme, pues, al expolio de cuanto sobra, al delirio cómplice de tu capilla, por el camino romo si quieres o por el añil y naranja, y si me precipito desde mi interior al espacio de tus ojos a través de tus delicadas facciones que esconden envites tercamente hermafroditas, será porque, como la mala hierba, volveré a ti con la primavera, cuando el barullo de tu magia habitualmente se sienta en mis piernas. Aún así, todo forma parte del advenimiento del proyectivo performance de la gran madre. Simetrías de la vida y la muerte. Somnoliento 11
  • 12. 12 aún, algunas madrugadas me despierto confuso, trato de andar hacia atrás ordenando recuerdos y sorprendo a mis sueños preguntándome por el color de tus ojos y a Husserl por el sentido del mundo en tanto que mundo. Nunca olvidaré la delicia y el dolor (perplejo, sin duda) de tu mirada densa que, probablemente para siempre, saturará mis carnes. Hace algún tiempo que el color declina, pero, como en la adolescencia que vuelve, mantiene el tesón aunque sin alma (es un decir), donde por oposición al blanco reside el negro. Como en el geranio amarillo, la rosa que deviene negra o el decadente sombrero de copa, tan evidentes un día, los rituales de anónimos futuros negaban el pasado. Proscritos y dispersos, navegábamos mares turbulentos y perdidos, asidos a esa congoja del deseo corto que apenas nos cubre, igual que cuando caminé huyendo hacia un futuro confuso buscando mi pasado y tropecé contigo, con el corazón tenso y abandonado por la esperanza. Mientras tanto, ¿qué se ha hecho de Benjamin y sus desafíos, de las debilidades de Vattimo, y de tanta observación vicaria? ¿Cómo fue que intentamos dejar de vivir para hablar de la vida? En aquellos días las caricias derrotadas tejieron el desnudo manto de los pecados, el gesto que duerme, el suspiro imperfecto del beso y el desprecio que nos abruma. Suavemente siempre. Todavía hoy, que tanto orden convocan sus valores, obstáculos del self, una canción rosa es obscena, impúdica, florece sin raíces ni pasado como si habitásemos unos valles míticos por donde jugasen las orquídeas y floreciesen los minotauros, o los unicornios, como si Markovic hubiera sido un monje. ¡Qué más da¡ Llegan tiempos donde cada color deberá, de nuevo, ser lo que fue y lucirlo. Insensibles a lo ajeno, como cuando cada cual morimos para que la especie sobreviva. ¡Qué previsible todo¡ En estas condiciones, cómo decirte que no estoy receptivo para el odio y que mi verbo se aclimató entre tus carnes, como un hurón agazapado en el límite de tu entrepierna, esperando el reclamo de tu voz, que me atoró tu manantial hasta que, flácido declinó, sol cansado, delirio de vida. Solo el polen lunar que se esparce por tus muslos y alienta mis deseos, como el tatuaje que me marca transgredido y olvidado nos dio luz en 12
  • 13. 13 el tránsito y menguó la traición, porque aunque fuimos ángeles inmolados por el concilio insomne para quienes, dormidos sobre sus conciencias, descienden de los ancestrales cántaros rellenos de miel, leche, placidez, frescura y pronósticos sin que, por cobardía y linaje, desprecien la mano impúdica que licenciosa recorre el vértice y, avaros como son, mientras llega el amor disfrutan de cuerpos bellos, porque nunca fuimos hijos de la lucha ajena y del sudor propio. Oh, sí, marginales jactancias que duelen, sí. Mientras el ángel negro nacido del verbo, me hizo llamar a la mesa cubierta con flores, y me mostró, como si bendecido fuera, el vino fresco, escanciándolo sobre el verso, propiciando la expulsión del sofista de la promiscua mansión. Lo que nunca hiciste tú, por cierto, y vuelvo a ti porque sigues atada como estas aún a mis categorías, las que te hicieron nacer, hasta alcanzar la función simbólica de tu sonrisa. Y todos vosotros vencidos que cuando os atrevéis a mirar desde la nada, merodeando, sois inaccesibles y nos abocáis al desierto. Poco importa que al roce de un pecho y el vello remanente renazca como el trigo verde tras el deshielo, igual que una dura y flexible caña de bambú, caballo enloquecido o águila hambrienta. Tampoco que intentaseis penetrar el inexplicable significando de los vacíos de la memoria, de las formas, tantos años después, descubierto el interminable monólogo que subyace en vuestra mirada, y que con aquel adiós iniciaseis la fatigosa liberación. Arrullados por los vientos del mar, confiados por vencidos, os asomasteis desde donde ordena la tierra madre, hastiados de redimir el baldío, indolente y agotada vuestra sonrisa, repleta de espejismos. Tú abriste esta guerra a muerte y me procuras con cada recuerdo que me robas tratando de reducirme a la infancia. Escondida la historia en los libros, adecentados con la parquedad juvenil del odio y sus excesos, reclamábamos el relámpago audaz, la futura distancia de la lujuria, oculta a ser posible, rebelde nunca. Pero muchos, como hembras deseantes, os rendisteis a sus pies soltando el pareo, el alma en dormida posición, los horizontes perdidos entre tantos increíbles futuros y os abandonasteis al conjuro de sus caprichos, de ajenas convulsiones, de adocenadas esperanzas y 13
  • 14. 14 sedicentes antojos. Fue un atardecer de matorrales, alfalfa y aguamarina. Una de tantas que tú señalas y yo no recuerdo. Resultaron espacios oscuros, construidos con alambres y frascos de farmacia, estatuas de nieve y sal en el pórtico de cada amor que se anunciaba. Las letanías de los agnósticos fructificaron. Fue cuando nosotros volvimos la cabeza atrás y los curas, amargos como la mujer de Lot, por penitencia habían barrido la misericordia. Tan solo el eclipse que nos ciega abrió un mundo nuevo, inaudito y afortunadamente apátrida. 14
  • 15. 15 III Eran días de encuentros compartidos y sólidas despedidas, de buscar el encuentro con la ruptura y la discontinuidad. Como siempre hubo intentos de asaltar el poder, pero se nos olvidaron sus hondas raíces en la palabra y en la memoria y hubo revueltas que alcanzaron hasta la simple categoría de lo hipotético. El recuerdo impertinente mostró la lágrima, las ausencias saltaron hechas añicos al escondite de nuestras dos estrellas. Y vinieron las dudas, el aroma, el fresco matinal, la vuelta al orden del valle, sus reclamos y nuestros estribos, como si nunca, desde el beso inicial, se pudiera volver. Todo lo que un día, destellos de inocencia, fuimos y que yo incrédulo, ebrio de tanta luz, desde la buhardilla, descubría como un mundo envuelto por 15
  • 16. 16 tu desnudez, volvió sereno y limpio. Y así continua porque con aquel guiño nos confabulamos hasta el infinito y salvaguardamos la memoria de las víctimas. Tantos mitos sobre el polvo, fruto del tiempo, como una ciénaga en la que te hundes y aún hoy, pese a la escasez de horizonte, la luz rodea la hierba y te cubres con los aires que te suman y me duermen. Los incendios pasan, la luna despierta sin grillos y el acorde final se hunde bajo el fuego de tu elegancia. Son los hábitos que se esparcen, los recuerdos que nos ahogan. Nuevos tiempos sin orden (como todo lo nuevo) y tanto como fuimos pero también la cada vez más mermada espera, navegando a la deriva, llevados por vientos (¿perversos...?) mientras un evanescente Narciso nos devuelve a la selva donde un día nacimos. Tranquilos porque apenas queda futuro que administrar y adormecidos por tanto tiempo muerto. Y sigo sin saber, más allá de lo que sugieres, qué mundo pretendes, si acaso lo hay. En consecuencia, para qué mentirnos, siempre hemos sido tan espléndidos y adornados por cilicios, prendidos del vientre dormido, redondo y perfecto como un sueño. Y puros también, igual que la sed enamorada de los múltiples enlaces de la piel. Como cualquier milagro imprevisto, casi imposible banderín de ejércitos de incierto origen , la disputa se origina en la memoria por el recuerdo del milagro.. Unas veces invasores, otras patriotas, siempre engañados. ¿Dónde dormirán nuestros hijos, cuando viejos busquen un lugar al sol, macerados los valores y perdido el mito entre abalorios y liturgias? Asombrados del poder que exhibíamos, no pudimos entendernos hasta que sustituimos el número por el orden. Vino a cuento preguntarse a qué viene tanto sistema de significantes, Sr Lacan, si el inconsciente son las palabras que dije y guardo con celo. Desde entonces nos entusiasmaba y buscábamos lo que sucedía paseándonos embozados con el manto de la ciencia. ¿Hablar, pues, del amor, el nuestro, sin definir de qué y cómo y por qué, y a nuestro pesar alejarnos del mar que creíamos único? Hubiera sido tan banal como hablar de la muerte sin caer en el desorden, sin convertirnos en un símbolo sin apenas referencias, cubierto de alabanzas y negaciones, zarzas adolescentes, sin picaportes, solo vientos. Un 16
  • 17. 17 nuevo icono al que adorar. ¿O acaso sin acordar nosotros que con un guiño me dirás te amo, nada significa algo?, Puede que debamos seguir caminando sabiendo que son infinitos tus adjetivos y que nunca conseguirán descubrirnos la individualidad del sustantivo. ¿Habrá que renunciar al valor para disfrutar de lo que existe? Pero no te alarmes, no es que sufras un desajuste (¿quién no?), es que todo cambia de manera que o saltas sobre ti misma o inicias, si quieres, el tramo final del descanso. Ahora, de nuevo suenan los tambores de guerra. ¿Habrá tropa para avanzar? Tú sabes que hubiera sido suicida quedarme sujeto a tus muslos sin percibir qué vientos levantaban tus deseos y tantos otros pliegues que anunciaban el choque de tus manos con mis más poderosos y ocultos deseos. Creo que fue tu último afán infantil por poseer todo cuanto ajeno, pero a imagen y semejanza tuya, deseas. ¿Quizá no sabías que aquel espacio nunca fue el refugio de los efectos y sí de las causas? ¿Cómo pretendías poseerme sin renunciar al orden que nos hace iguales? ¿Acaso no sabes que solo un amor sin futuro conduce al placer con naturalidad y ambos, desde niños, apostamos por un amor, como todo lo eterno, sin historia? Nuestra máxima crueldad fue, conforme nos amábamos, ir pasando del presente al pasado, tantos momentos felices. En la falda del monte, en la capitalina buhardilla, en alta mar, sin más luz que la sobrante, fui tuyo unos momentos, los justos para admirarme de tu vigor, de tus deseos de sobrevivir y perpetuar tu especie (aún dudo si también la mía), de afrontar pasiones y desmanes, de hundirnos en el placer ciego y buscar las anónimas corrientes, a tus caricias sujetas, que empujaban la nave. Para mí, cuando irrumpiste a borbotones, qué más daba hacia dónde; por eso fuiste el capitán de la nave y yo el grumete, sometido a tus poderes, y supe de mi dolor con el éxtasis de tu derrame, ni héroes ni villanos. Porque yo tenía la juventud y tú el recuerdo, yo la belleza y tú el aprecio y ambos el candil de la vida. Sí, es el secreto que todavía perturba al hombre y a la mujer. Nuestro más íntimo secreto reposa sobre la duda razonable y mantiene ciego el placer, como fue en los orígenes. De manera que conforme cambia el presente, ¡cuántos pasados tenemos¡ 17
  • 18. 18 Tantas luces, tantas sombras y nada de cuánto hemos vivido aparece como la definitiva solución de la vida. Ni siquiera de la tuya o la mía pudimos hacer prevención. Atrancado en tu clave cartesiana, tampoco tú sabes del secreto del relámpago pasado y su futura distancia. Es probable que no sepas del cielo que perdimos de niños, que aún te niegues a descubrir los soportes de la complicidad del corazón (es un decir, claro), por más que con tu voz nos regales aliento, nos enseñes a navegar por el mar desierto, masculino y femenino, siempre adorable, como si tu palabra, cuando se quiebra áspera, deshiciera los espejos y raspara las distancias. Con la aventura, mi camisa, mis zapatos y mis bolsillos, todos buscamos tu miel que con el orgasmo mana, y tu risa. En el tránsito perdimos a Sísifo y nos abrazamos a Narciso. Vigilamos la noche que no apunta hacia el día y a la razón, tan volátil siempre, lo sé, y a las señales del amor, humo y piedra, al pie de la nostalgia donde se ordenaron, ángeles perdidos como éramos, para romper fuego contra el infierno, temerosos del punto del abismo que encuentra la tristeza disuelta por los ribetes de los mundos sin luz. Quieres entender el mundo que tú no hiciste y que sigue dejándote perplejo y unirte a su peregrinaje en el último tramo permanente y transido por la nada, intuirlo y perderte en su seno, dar la mano y jugar a vivir al descubierto, sentado en la tejería de los deseos. Humanos a fin de cuentos, hemos ido construyendo (tal vez solo deseando) tanto cómo y cuánto se nos dará un día, dicen, y aunque somos agresivos nunca fuimos violentos. Puede que a su manera, tampoco civilizados. Quizá si su verdad hubiera sido la nuestra, sin devastar los recuerdos, si todavía hoy descubriésemos la complicidad sin necesidad de entender el gesto y comprendiésemos por qué nos sumergimos en la vida en busca de la orilla, como cuando desnudos, deseosos y revelados, la nostalgia sobrevenida, todo volvía a ser presente; si tú fueras el mensaje y el antojo de una morena ánfora, ay, amante, en manos del contraviento la luna desafiante sería, no la muerte, por vacía, sino la dehesa adocenada por la hierba y la nieve parda en la que un día todos dormiremos abrazados, o puede que el aire nos disuelva. ¿Cómo, 18
  • 19. 19 pues, desear todos sus encantos sin que nos lleve el momento temporal y soportar el meandro de dolores que resulta de su ausencia, y ocultar la vehemencia del sortilegio que de sus ojos colgara si la encarcelada carne y los rebeldes deseos no fueran el pórtico para caer en el abismo? Pero no hay concordancia sin discordancia. Con tal de encontrarnos, con un mínimo impulso y en rango de plenitud, ciegos de origen, nos exigiríamos valores, desecharíamos la duda y secularizaríamos muestro último recurso, temerosos del cuerpo. Asustados de nuestra soledad, cuando la seducción es una categoría y nada del deseo queda oculto y ahogados en la abundancia del desierto, se nos muere un mundo sin nacer, un mundo privado, partisano de la opinión pública. Por eso parecería la muerte, siempre representada, nunca presente, símbolo de lo que generas, creas o crías, metáfora del ser que pudieras haber sido, escenario de la lucha entre la palabra vieja y el significado nuevo. De vuelta, tu entrepierna y las nalgas obvian la fertilidad y devienen amor que pretende ocupar nuestro espacio, metafísica del tiempo ido, del deseo cegado por la ficción de las constelaciones de nombres, un día excelsos, hoy decadentes de imprevisible pero segura muerte que, dicen los chamanes, nos aman. Porque ¿importa mucho si tu mirada la amamos por ser bella o es bella porque la amamos? O ni aún así. A muerte, si necesario fuera, defendemos nuestros valores, incluso cercanos dioses creamos y huimos finalmente del alcance de la existencia, de objetivar las pulsiones de la carne. Diríamos que a muerte lucha la vida por una sustancialidad inmutable inaccesible al devenir. Todo lo explícito explota en indefinidas referencias, eficaces verdades o mentiras siempre, pero son reflejos de la vida y evocan emociones en los cuerpos germinantes, auténticos, nunca para sí, pero no reales. Como las vírgenes desnudas, sacerdotisas del falo, que supieron tanto y significaron tan poco, que mataban el deseo con la pasión, inmenso y hondo caudal de referentes, valores ocultos recubiertos de vacuos y devaluados propósitos de claras implicaciones existenciales. Y nació Constantino como la medida del gusto del mártir en la esfera de lo humano, fluctuante y trémulo de 19
  • 20. 20 tan virtual apoyo. A caballo de los seniles anhelos piadosos de los jóvenes discípulos. En un ritual de lujuria, sosegados y abiertos tus suspiros, resueltos los silencios del río cercano, victoriosa reposaste tus cabellos sobre mis muslos y tus labios surcaron mis atributos erguidos y derivados que penetraron hasta donde nace la sensualidad de tu voz. Es obvio que hablo del amor y de los recuerdos de la tribu. Toda tu piel brillaba de deseo haciéndome olvidar que estaba en custodia, encadenado pero disperso en tus labios, tenues siempre, múltiples y ávidos aquella tarde. Ningún camino cerrabas mientras gemías, amazona esclava de tu corazón. Durante todas las noches que vinieron te advertí que no llegases a ninguna parte sin el amuleto rojo, pero te olvidaste de la tierra prometida. Por entonces ya no nos emocionaba Caravagio y los colores del monte vecino velaban bajo la escarcha, la perra dormía mientras que el polvo invisible de la niebla virgen se deslizaba desde tu cabello hacia tus mejillas. Pero nada era lo que quisimos ver. Nunca lo fue y perdura el peligro, y las brisas de otoño nos borran sin llegar a saber cuál es el origen de los espejos, si alguna vez los hubo, su luz y los memorables enigmas de aquellos suspiros nacidos entre los naranjales. Lo dicho, pronto nuestro espacio será un museo y todo cambio traerá un empeoramiento. ¿O puede que solo será deseable aquello que podemos ver en el espejo, más allá del teólogo que pronostica la resurrección de la carne? Tal vez, tan solo sería una mutación perversa de lo que un día fuimos y el primer mojón que señala donde la palabra muere ahíta de significados. Por eso tanta cautela y miedo a retroceder y proyectarnos, a ver cómo nos ampliamos y uníamos pasado y futuro, cabalgando los impetuosos torbellinos del subconsciente y las nobles pasiones (¿qué hacemos con las obscenas, tan nuestras?), trabajando nuestros cuerpos igual que obreros mudos como peces, con el aroma de café en las dársenas. Como si el recuento macerado de tanto deseo en espera, de tantas noches, que no de lunas, siguiese en vigilia. Algún día notarás cómo cuando jadeas el universo baila fascinado y halagado, anhelante y perdido, anillos de espinas ofrecidos mientras la filosofía no cesa de organizar y desorganizar las 20
  • 21. 21 maneras de pensar hasta concluir que, a falta de naturaleza, todo es arte y artificio, también la fugacidad de lo eterno, la poliédrica vida y hasta el deseo de seguir que se disuelve entre inexplicables barandas transparentes y signos. Sí, la hipótesis es tentadora y también el desamparo, así que procuraré no pensar en tus muslos perdiéndome con el sol de regreso, telón de fondo de la sobrecogedora y misteriosa noche mediterránea, tan clara en su historia como el incierto futuro de un poema cuyo presente adquiere tanta belleza como desprenden tu ojos, oh amada. 21
  • 22. 22 IV Pero hice lo que debía y me invité a dormir contigo, y tú, con ingenuidad, pensaste que estaba cansado, tan niño yo. El espasmo fue la alerta y tú el vigía que nos anunció la llegada del sol. ¿Cómo y dónde esconder nuestros envites, enmascarar nuestras peripecias y altivos volver a sobrevivir? Extraño cuerpo mortal que da ser a cuanto vive y germina, mientras duermes plácidamente. ¡Qué extraño, dios! Quién sabe si alguna vez, por qué extraña analogía, fuimos mucho más que dioses míticos, o como el ser por la palabra, un acontecer poético, una huella de pasadas identidades, una liberación del habitual delirio, una apacible ausencia, único camino oriundo que nos trae y nos lleva de la entidad a la instancia, de ser un día vacíos a la dimensión que somos, pensando mientras que se congela la rabia y los crespones perplejos amenazan vértigo pero adecentan la morada. Alguien aceptó nuestra disponibilidad y nos pensó como camino hacia la muerte, sin más persistencia que la suma de retornos, en un continuo éxtasis, encuentro de seres mortales y eternos gametos, camino en el que algún sortilegio desnudo cruje, conspirando desde el zaguán de la lluvia. ¿Acaso lo que se pretende divino no muere cuando se origina en el caos y se reclama una luz imposible? Aun así, muestra 22
  • 23. 23 temporalidad surge hermosa, el tiempo vivido madura la identidad que queda, deja de ser una sucesión, una probabilidad, queda inmóvil y decidimos serpara-la-muerte. Eso, si: perdidos entre los muslos que cálidos nos acompañaron en el primer lamento, único camino que nos hace eternos, inmortal polvo de todo lo posible. ¿A qué viene que desde hace tiempo tú asumas el riesgo de ser, directa y contumaz, como abandonada, deslumbrada y seducida, huyendo de mí? Mientras, persuasivos acontecimientos procuran reconciliar la indefinible existencia de lo que somos y la paradoja que conjunta mi verdad, la vuestra y la nada. ¿Qué significado pretende el futuro tener sin pactar conmigo nuestro devenir y todo cuanto hemos adecentado para vivir hasta la muerte? Deberían saber que nadie puede legitimarte porque tú eres la tesis, la antítesis y las vicisitudes se adhieren a tu historia, te recrean y nos amplían y solo cuando consientes en ser más que el estigma de tu origen histórico, si el enunciado y la estrategia empeñada se mantienen durante mucho más tiempo que la utopía y sus códigos, solo entonces, eres la puerta por donde nos llegará el futuro, un country de lujos, harapos y mugre, que añade morbo a tu lujuria; desolada, sí, pero desprendida de las noches del recuerdo que te siguen reclamando porque sustituiste gemidos por palabras. Aún así, huyes. Si no fuese así, tú que pudiste romper el compromiso, dame al menos el respiro de perderme en las ruinas, sencillo como la mar (ya sabes, la que nos descubrió desnudos), olorosa como la menta borde maridada con la sal y el ajo. Si tu mirada es un pretexto y lo demás te lo regalaron siglos de perfección, hasta llegar a la niña de inéditos senos que abre desórdenes, si tu sonrisa era tan ancha que cubrió mi infancia y hasta mi menguado futuro alumbra, ¿cómo saber qué nos deparan las noches, por no decir la vida, o la muerte o el instante posterior al beso? ¿Cómo nombrarte sin hablar de tu vuelo y sus ausencias, incluso cuando se sumergen envueltas por las interrogantes fugas de cuanto quise ser, de todo lo que quedó en retorcidos deseos, de todas la pasiones ajenas que cubren tus ojos de vuelta del largo tramo de la concupiscencia? La modestia turbadora de tu encanto, tomada por cuantos 23
  • 24. 24 urgen de un regazo, pudiera ser el origen, la diferencia entre lo visible y lo oculto Más que vivir entre palabra y palabra, con tu sonrisa reduces la dispersión, buscas y aún encuentras tu espacio entre el vacío y el poema, menos, pero también entre el silencio y el adjetivo, y como es habitual, en la cólera de las noches cerradas y el despertar atemorizado del rocío. ¿Cómo disociar la historia del emblema que denuncia el accidente de nuestra vida, que irrumpe y persevera (liviana e inevitable), más allá de las máscaras y su erupción, como disculpa siempre que se posa en pirámides de pájaros esparcidas por el coto cerrado de mi vida? Como el amor de uso único que se repite cada sonrisa que amanece, ¡cuántas carencias nos señala, con los tonos transparentes de sus deseos que, impúdicos, nos desnudan, nos entrega¡ Aquella fue una noche sin perfiles ni fronteras, de tan revueltos como nos amamos. No hubo entrega sino conquista. Al final accedí y fui tuyo para no perderte. ¡Era tan viejo para aprender de nuevo a vivir... ¡ Cuánto aprecio en el devenir, como la plegaria proscrita que el oficiante nos deja, descalzos, de frente, sobre la orilla del trazo para cuando nuestro polvo sea el recuerdo, por si llega la prostatio que sigue a la voluptas¡ Debió ser al regreso del largo exilio, el que promueve la perversidad y aún la lujuria, el justo alboroto desmoronado y el exceso de traiciones que negamos. Pero de vuelta de aquellos días surge siempre la duda y nuestro convenio, tan natural como la pena resultante de esa urgida mirada anónima, nos hunde en el orden y la norma, cerrando suavemente aquella tenue alegría abierta y los deseos escondidos, cuando asoman. Tan amorfo y natural todo como el agua de la charca. Los tres sabemos, por hablar tan solo de los sujetos, que nacen burbujas incontrolables, a nuestro pesar, quizás para que sigamos con el anhelo deseante más allá de la vida, como las estrellas tanto tiempo muertas que nos siguen alumbrando, Todavía algunos nos susurran calma, igual que si la vida fuera inagotable y hubiese que ordenarla sin atender a su desborde y rodear nuestras imágenes, cual Josué, hasta penetrarnos en el continuo asedio de la verdad, vano pretexto, tan estéril como la alegría que procura o el tierno 24
  • 25. 25 pincho del áloe. Todos moristeis un poco, algunos demasiado, pero la fascinación de vuestras vidas nos salvó de la locura embarazada de futuro, pudor y recato, tan sugerente como impersonal. Qué más da el delito cometido, una muerte parecida nos espera, con perdón o sin él. También aquí, gestado durante años, se organizó el acontecimiento que nos arrastró al repliegue que iniciamos durante los siguientes días, síntoma para intentar sobrevivir al boceto que aspira a destrozar nuestro eterno retorno. ¡Qué dolor, tanto espacio y tiempo revueltos, tantos imprevistos que nacen dóciles y atentos! Todo lo que podía funcionar para dispersar el odio generado, la demanda de seducción, incluyendo la sublimación del deseo animal, tan grato a nuestros adolescentes cuerpos, inició una espiral casi perfecta, reposando en los aleros del juego de los signos, mientras algunos extraños glorificaban los escenarios del reino y las madres lloraban al hijo muerto, desagregándolo del centro de gravedad. Allí donde ambos sabemos que los vientos se aman y suman orgiásticas tempestades, regalándonos el poder de tener un secreto, queda todo lo que, adherido a ti, entregas en cada orgasmo. De hinojos, proyectando la servidumbre a fuerza de ceremonias, decidimos que uno era el otro, otro era aquél y aquél éramos todos, no para impedir el paso a la vida, para ser tú la puerta, como la inadvertida inocencia del vigía que se abre al verso y la transgresora mirada que nos llevó a la angustia. Bien que, no obstante, seguimos conquistando cada día el derecho a vivir la noche por el placer de amanecer de nuevo. Qué más da si con el mismo sol, o no. ¿Testimonio de qué, pedís ahora? Pletóricos y modestos, renegados de Sísifo y envueltos por el manto que nos ofreció Narciso, hemos atomizado la pasión. Somos tan frágiles sin apenas certezas íntimas, con tanta indiferencia y arrogancia nos vemos frente a las fuerzas de aquellos y sus referencias, que casi no podemos pasar del reconocimiento de nuestro cuerpo al deseo del semejante. ¡Hasta nuestros instintos cegamos! Los días sucesivos, aquellos que llegarán sin nuestra anuencia, nos adaptarán con el hábito y os iréis llevándoos mis deseos que quedan como suspiros teñidos de aliento intenso, 25
  • 26. 26 perdidos en los laberínticos senderos de la vida. ¿Deciros ahora que es un error querer formar parte de mi mundo, sin poder demostraros que mi mundo sois vosotros y poco más, que el mal es una sábana de seda que cubre nuestra piel pero nos delata y que en ocasiones nuestra verdad solo se propone justificar lo prohibido? ¿Para qué confesaros que os quiero tan solo porque nos parecemos? No obstante mis alegorías del niño y el escondite, vuestras fragancias de incipientes hembras me arrastran al túnel de la noche y la mágica sal de vuestras nalgas y sus salmos son las sombras que sugieren las leyes, condiciones, deseos, formas y atributos, tan tenues desde la despensa donde os guardáis revueltos, arcángeles de la folia, testamentarios de los deseos más fáciles y ancestrales. Lo cierto es que a la progenie de vencidos, solo nos queda la exégesis del placer y la pena de haber sido los primeros y los últimos. Las apariencias propusieron que ambos fuéramos, mujer y hombre, por deseo del otro, aunque nunca renunciamos a ser cada cual como el espontáneo arroyo que titubea convertirse en río o mar y, como siempre, lo quisimos sin apenas conciencia. Todo era posible en aquellos tiempos. Todavía es un misterio quien medió entre los dos. Pasó el tiempo, siguen los ribazos, pero el sol es difuso, casi azul de enamorado, desierto de odio y llanto y tu boca que se negó a seducirme, ahora gime y desespera por un sucedáneo mientras que a distancia y en paralelo, tus pechos sobre los míos lloran. Mucho antes de ser tú un mito, mi palabra ya era un ritual que, contra todo pronóstico, buscaba la transparencia, un pilar recio donde tu primavera morase, sin más temporalidad que los puntos cardinales y el orden jerárquico de la referencia. De ahí que tus ojos me pierdan cada día y me ganen cada noche. 26
  • 27. 27 V Así fue cómo tu exactitud se abrazó a tu descaro, estableció su norma y emergieron las relaciones, mucho más allá de donde tu luz alcanza y tu templo adquiere el refugio. Memorable magisterio, tu cuerpo fue más que el placer que promueve la vida, y ésta sobrepasó la natural belleza de tus formas, deseadas y conseguidas por tantos. Fue suficiente cambiar el orden de tus pasiones y manipular su erupción para incorporar lo claro y lo confuso huyendo de lo incomprensible. Ambos fuimos objeto de deseo y cualquier posición nos conducía al centro. A veces el recuerdo vuelve pegado a tantas vicisitudes como vivimos pero se pierde su origen. Siempre hemos sido deseantes y en alguna ocasión deseados, a la luz de las espadas, del batallar de las dianas y las argucias de las bestias. Solo es necesario un sutil cambio de revolución por seducción En todas, desde la discreta sombra de la tradición, trataron de llevarnos hasta el éxtasis siempre, en varias ocasiones al eclipse, las menos a la ficción y hasta al umbral de la ciencia. ¿Preguntarse si nuestro deseo sería una prueba de la vida terrenal, tan real como terrible, o una versión edulcorada del paraíso? ¿Acaso Babel no fue un delirio que pretendió descubrir las infinitas significaciones del beso y del orgasmo, de lo probable y 27
  • 28. 28 lo necesario, de la persuasión y la violencia, de la ordinariez y del estilo, de lo pertinente y lo indeseable? Aunque no todo fue dado por necesario, para sentir tu imaginado poderío sobre mi espalda, el abrazo de tus piernas, para recordarme, más allá de lo previsto, quien suspira y añora, no cuando te amo, no, cuándo te ansío y me nublas buscando perderme, vibrando, quién sabe, pero tuvimos que estrecharnos la mano y desearnos, cordialmente, un buen día, elegir entre el relámpago pasado y la futura distancia, subrayando la sombra que da relieve a tus pechos sin autorización para volver a nacer. Era como orgasmar sin teleológicos y evidentes horizontes. La vida y la muerte esperando, sin saber quién de las dos en cada orilla espera. Era, quién lo diría, el indeseable amor romántico. Nada que ver con nuestro afán secreto por ser alimento eterno. Como cuando tus pezones, dulces dátiles, me hicieron adicto a tu casa, disiparon sombras y pestañas y la traslúcida escarcha nos reflejó como marineros en chozas alumbradas por un candil, tal como levantamos el puño y con tanto amor sobrante con el que a muchos quisimos. Porque habité en tus pechos, canté la lejanía de tu infancia volcada en tu presente y, desde el santuario, fuimos pocos para vencer de los muchos que acudieron al tedeum. Había muchos féretros esperando a la puerta de la catedral, insomne el retrato falsario ebrio y multicolor, porque muchos fuimos y resultamos ser algo más que un desgarro de lienzo, por supuesto mucho más que un brochazo que marcase fronteras al futuro. Y bien. He aquí que la humedad de mi tronco, erguido tras las zanjas de tu aroma de albahaca revive y se nos abre una difícil senda a caminar, un enorme mar de retorcidas veleidades, de imprevistas emociones, como dianas matinales trémulas, volubles, aladas y fugaces achispadas de sol de medianoche y de enamorados frutos para la vida. Algo así como el despertar desertor del pajarillo anónimo desde el magma dormido sobre el que descansa las noches que suele anunciar, en la alborada de nuestra tierra, la creación de un nuevo día en cualquier parte. Se diría que siempre fue de los nuestros, pero que en aras del placer aniquiló al padre. La verdad es que resulta tan fácil seducirnos como matarse entre amantes, o marchar vírgenes a 28
  • 29. 29 la guerra, o perderse en un traspié de la memoria. Mientras, vosotros sois como una verdad perdida y estéril, ocultos en la verdad abstracta que os cubre y ampara. Nadie sabe aún cómo traicionar las causas inadmisibles sin ofrecer un avance de la derrota que esperan. ¿Cómo huir de los besos tras el cortejo, de las emputecidas caricias de las viudas de los hombres caídos, de las flores y escenarios obscenos donde se vende una patria más, tantas como hay? ¿Cómo conocerla sin construirla al mismo tiempo, tal como os amáis conforme renacéis y os morís? ¿Acaso existe nada antes de darle nombre? Somos como tantos dioses que crean el mundo dando el nombre a cada cosa y el tiempo necesario para que se observen y se reconozcan iniciando el amontonamiento de los recuerdos. Diríase que a un día exacto no le basta amanecer en las ciudades, cansado como viene, aunque el corazón diga que se vuelve un rótulo impreciso diciendo ya no puedo, si alguien no le unge de innumerables dichas y alguna precipitación de pena que justifiquen el glorioso alzamiento de los ebrios de sol de vida en busca de un mañana de amaneceres vírgenes. Ya sabéis: solo los arrebatos perdurarán cuando anochezca. Siempre tuvimos nostalgia de los ribetes de los cuerpos, del requerimiento de los trasfondos que nos llevan y nos traen de la fragancia de tu sonrisa a los titubeos de tus huellas, a los trazos de tus caricias, siempre en busca del pájaro que levantó vuelo desde tus piernas en espera de una réplica de tus creencias. Cansados de invocar a quien desde los ribazos de tu estar, incapaz de transitar la tortuosa senda que nos acerca a tu ser, pretende trascender, nos ofreció el símbolo represor y distorsionante. Fue en el camino a Damasco. Ungidos de logos hicimos el último intento de compartir tu visionario sentido del poder, del sagrado espacio donde el templo se hace limbo y las epifanías se confirman en un cosmos irreductible, siempre guiado por la inquietud urgente y fugaz que descubre el sosiego y abraza el silencio, dormidos sobre un mullido pentecostés. Hasta que pudimos observar los flancos de las, un día protuberancias recalentadas, colgando hacia la ladera de tu monte tan benevolente y traslúcido, que fue como si nos extraviásemos en el camino, 29
  • 30. 30 perdido el pasado, y guardáramos la rabia, como si solo tus olores perdurasen y mañana quisieras reinaugurar tus orgasmos adolescentes, un día tormentosos, escalofríos desacompasados, resultando muy difícil perdonarnos para seguir, de nuevo vírgenes, acoplando nuestras almas a tantos cuerpos que placer nos daban y adaptándonos al color de la tierra, descansando como sobre tus caricias o cerca de los alrededores del decir inútil. Sabemos que volver, nunca volveremos, pero descubriremos cada nuevo minuto hechos polvo, y así sucede que el tiempo trasciende el desgarro de tu falda y el aburrido gesto de mis manos buscando tu miel y tu risa. Como si hubiese fondeado en tus paisajes, en tus patios llenos de almendros y naranjos de juguete, dormidos sobre la orilla mancillada y triste de tu trinidad, perpetuo carnaval sin frontera. O me lo parece. Tenemos que concluir, hermenéutica en mano (¿tendrá razón Gadamer?), que somos el granero donde reposa la historia entre espinas de paja, flores, grano y tanto cuanto dilapidamos para crecer. Supongo que porque amas como respiras, con codicia y aprecio, medrosa y confundida, por el castigo de vivir conquistada y entregada por el deseo del gesto. Sin embargo, todavía hoy no te fías ni del olvido, ni del recuerdo, ni del proyecto, ni de la luna o el privilegio de dormir sobre el recuento de la cama sobre la que tantos hemos admirado tu fertilidad. Aviesa y tenaz sin pretenderlo, dices que, regocijada quizá, conseguiste que la luna solana y el aire gregal con la distancia borraran la perspectiva, inaugurasen el calvario. En fin, ayer fue nuestro primer abrazo y te recogí, más bien dura y prieta, como dispuesta a disgregarte para crecerte, como la fábula de los panes y los peces. A fin de cuentas la ambivalencia inmemorial de los encantos femeninos siempre ha estado confundida con los maleficios de Eva y nunca pretendiste ser el poeta de un mundo precario. Siempre he crecido con un nuevo sol, (cuerpo y cuerpo), y allí donde tus recuerdos doblan esquina y tu ser, meciéndose entre la pena y la sonrisa, se rebela por deseado pero no poseído por el anónimo deseado y encargado de ejecutar los rituales, de presidir y dirigir las ceremonias de la lluvia fina, las aldabas suaves, las palabras astilladas y los 30
  • 31. 31 bordes de cristal. Tantos orgasmos falsados por tus pechos nos retan el decoro y la impudicia de los tótems enervados, enhiestos y apareces incitadora pero no perversa, provocativa mas no devoradora... creo en verdad que no llega la paulatina ampliación porque la seducción nace de la conducta de espanto ritualizada con énfasis. Después de la traición, tan necesaria para reconocernos (inadvertida impotencia de los besos cruzados), y observar cómo tu nombre y sonrisa germinan luz y sombra, cuántas sólidas cualidades se volatilizaron hasta llegar a la locura de pensar que fuiste un sueño. Y ahora, contra más trato de recordarte más te alejas y aún dudo que un día existieses, más allá de cómo te creé. Tan gratas verdades en una existencia plural, tantas noches nos perdimos buceando en las intimidades que aún hoy me resisto a apagarte con las llamas que, sin norte ni origen, pululan por mi piel, adheridas, insatisfechas, informes y sin rigor, como el principio abandonado de la sospecha. Ay, amor, ¿cómo decirte que apenas ni te reconozco, a pesar de los mitos que perseveran y los tributos que me obligan? ¿Acaso dios se entretuvo dando vida infinita a tanto como creamos mi obediencia y tu locura? Todo porque la fragilidad radiante de tu imagen ha sustituido al satanismo de Eros y muere el pecado cuando nace el placer. ¿Cómo haceros saber que formó parte de nuestro espacio, que vivió de nuestras creencias y nunca pretendimos ser razón de nuestra existencia, alineados como fuimos contra la sombra de Heidegger? Insisto: Nos daba igual quién era el sujeto y quién el predicado. Tal vez nos creó la lucha, pero sin pensarnos, y alguien se comportó como la luz que sabe de nuestra opacidad pero ignora nuestros fuegos y apenas descubre nuestras cenizas, también huye del vacío, de la nada, abandonándonos frente a los que son sus valedores. Qué pena, amor mío, que tantos crean que solo hablo de ti, atentos al contenido aparente, a la superficie de las palabras planas, supuestas siempre como la ola que cubre el mar, confundiendo el grito con la rabia. 31
  • 32. 32 VI La gente nos sorprendió, como cuando niños, cogidos de la mano y reclamando las señales de vida que no nos habíamos enviado. ¿Será que, viejos y desasistidos de nuestras creencias, ahora pretenden sobrevivirnos, ir más allá de nuestra voluntad de ser hasta la muerte? Cierto que solo los feudatarios necesitan una causa, un manto que les cubra si el tiempo los disuelve, pero nosotros colgábamos de una tirada de dados y a pesar de nuestras infidelidades (o tal vez eran dudas por no despreciar a Brecht), nos soñábamos a diario y existíamos, como es infinito el polvo y la carne hermosa que se renueva hasta la eternidad, porque el génesis no fue la fruta sino los pechos que todavía amamantan. Ni por la luz ni por dios, pero dejamos dicho que como la mujer presente y excesiva, engalanada con la indiferencia y no obstante persistente, solo pretendimos la verdad para reivindicar una justicia. Cuestión de orden. Todos pretendimos ser vírgenes, como el vaso de un solo 32
  • 33. 33 uso con el que beben todos los sedientos. Siempre supimos que sería difícil conocer más de nuestro mundo sin saber de sus raíces y pertenencias, pero somos diferentes, incluso cuando apenas hay tiempo entre una diferencia y la contraria. La sospecha sobre aquel mundo posible trastornaba nuestra quietud y sugería que generáramos el espectáculo que diese noticia, no de lo que éramos, que apenas lo sabíamos, de lo que queríamos ser. Y no pudimos. Nadie nos dio permiso para vivir a oscuras y deslizarnos sobre los recuerdos. Nunca se lo perdonaremos. Por eso abrimos la puerta a la hipocresía, a la apariencia. Reforzamos y estilizamos la mentira abrazándonos a la corrupción y al vicio (para qué negarlo, nos pudo el morbo) y así encontrarnos y siguió abierto el reto. ¿Por qué no dejarse amar? Había que complicar y entrecruzar las vías de acceso al pensamiento y a la belleza, combatir el dualismo ontológico, cambiar el contenido de los poderes inmanentes de tu cuerpo, pero humanos a fin de cuentas, dimos espacio al remordimiento, a la culpa y a la penitencia, a las cosas realmente importantes de la vida (dicen) de las que nunca, pocos saben nada. La síntesis necesariamente era el claroscuro, el barroco, la simulación, la mirada oblicua, dispuesta y resignada, la bondadosa indiferencia del universo frente a la perversión del justo. Lo indignante no fue sobrevivir, fue dudar de nosotros y de los nuestros, temerosos de saltar sobre el vacío. Vivíamos atenazados por tanta luz, encerrados en el redondo espacio iluminado por mil doscientos ojos inhóspitos y la sola mirada urgente e innecesaria de Zarathustra. Cerca, tu leve mano sobre mis cansados miembros levantando alivios y añadiendo libertad, o puede que pena de ausencia y tristeza de multitud. Cualquier gesto para huir de la claridad de lo viejo, de la luz mediterránea agostada por la mugre milenaria de tanta sangre, hubiera valido. Así debió ser porque si quisiera olvidarme de ti, ¿dónde podría ir que no hubiera sujetos redivivos de la esperanza? ¿Qué podría hacer que no lo hiciera a tu manera y reencarnándote? ¿Muerta tú, si así fuera, cómo seguir tan solo mencionándote? ¿Hacia dónde seguir viviendo si te llevarías el norte, la luz, la ilustración y el tiento? Aún así, tanto queda por compartir que tan solo 33
  • 34. 34 la inmensidad de vidas ajenas que duermen en cada uno, nos daría nuevas ilusiones para reconocernos. Si inmanente volvieses, la palabra que teje nuestros días, que ordeña los sueños, que nos deja en herencia los símbolos que en otros mundos fueron, que remansa la tribulación de la carne expuesta, hasta que llega un día en que empiezas a ver claro el futuro y al mismo tiempo se nos oscurece el pasado, sería nuestro lecho. Se teme lo que se desea y se cela lo que se teme y yo sabía que nunca harías lo que esperaban de ti cuantos te amaron y que aún esperan el pálpito de tu mano que acampa sobre las ingles por donde se escapa. Todo por penetrarnos y perderse, como el deseo puro del animal que fuimos. Sí, el tiempo maduró la esperanza que se hizo realidad y se desvaneció perdiéndose en la memoria, transfigurándose con cautela. Quién sabe si no será que somos creados por el sujeto que nos ama, nos experimenta y nos representa en el eterno retorno. Allá que razonen y busquen los viejos cómo encajar la crueldad del inquisidor, en caso contrario que procuren matarlo, sin olvidar que en el fondo esconde nuestro deseo ancestral de violar la natural ley, la norma que reprime. En realidad nunca nadie nos ofreció un pacto, un acuerdo, tan solo nos sustituyeron el pecho de la madre y seguimos mamando con el beneplácito del futuro. Por eso, desde siempre, cuando amanece en la tribu me proyecto en el otro, lo castigo y me demuestro lo frío que soy contra lo que también deseo y reprimo. Y huyo. Huyo de la peligrosa santidad del súbdito reo del mito, dueño de mi cuando hacen una carga del placer, de la cruz una tortura y me alimentan con leche, sangre o semen de cien ubres hasta admirar, escondiéndola, el tabú de la tuya y su benéfico dominio que, como la oración nocturna, vuelve con el óxido del vertedero, de mis sueños. ¡Qué inquieta solicitud la necesaria para, después de tantos días, cada noche adorarte¡ Sentir sobre mi la tutela de tus manos y perderme en la repugnancia de mi dúctil infidelidad. Sometido a venerarte, ciego, obligado y deseante, te subiría sobre mis sueños y copularía mil veces hasta llorar sobre la tumba y atribuirte tanta pena y un futuro plácido y corto. Cualquier exhorto vale para creer que andamos por el camino con las limitaciones y 34
  • 35. 35 contradicciones de la fragilidad esencialmente agónica del pecado y la redención posesiva de lo divino. ¿Pero no es obvio que si la verdad radica en el nada, todos mentimos? Entre la desgracia del derrumbe del paraíso y la destrucción de lo que somos, sin juicio final ¿qué importa si somos veletas en manos de un gen loco o el mito de la selección nos hizo eternos, tanto como la última galaxia que hemos visto nacer esta mañana y hace mil años que murió? A fin de cuentas teníamos que vivir y he llorado despierto, en trances y con espasmos, porque fui tu sombra y hasta tu naufragio y derramé en tu cuerpo el deseo (por si nada vuelve) consagrado y casto. ¿De qué patria me hablas si no fue capaz de amamantarnos cuando niños? Solo la leche de madre me ayudó a crecer. De modo que flexible y dispuesto, excesivamente intransigente quizás, pero podría haber sido tu hembra, embriagada por el animal deseo de lamer tu ambrosía y reconfortarte de tu próximo dolor. Tú que tanto deseo y desafección guardas, tomaste de tantas vidas como temiste en tus sueños, y anunciaste que nos guardásemos del traicionero travestido que mi amor procura, como del enemigo muerto, de la vajilla envenenada y de la rediviva, maravillosa y obediente enamorada viuda. Pero todos ellos son quienes nos confieren una unidad sustancial, una historia sedimentada cuya génesis ha sido borrada. Tú solo poséeme ¿a mi manera o a la tuya qué más da?, nómbrame como un día a tu madre y ábreme el futuro hacia el amor de los amores. Tu boca que tantas lunas se negó a seducir ahora gime y desespera por un sucedáneo deleznable, recubierto por la encarcelada carne y los rebeldes deseos, y no te exculpa que mientras llegaba disfrutaste de cuerpos compensados, desavenidos con dios y colgados de tus miradas. Desnudos aquella mañana, fuimos capaces de resolver tantos problemas como suscitaban nuestros cuerpos y la virtud esterilizante fue sustraída con el roce y la transparente muralla que quebró por el incesante rumor de tu palabra. Todo empezó cuando te identificaste con tu cuerpo, que tan poco tiene que ver contigo. El misterio de la complacencia, tan ciega como la más audaz conquista, para muchos el más fundamental de los retornos, atributo de todos 35
  • 36. 36 los géneros, se resolvió cuando enumeramos la más grande de las verdades: saber todo de ti por tu presencia y comprender que ambos estábamos entre la nada y el pecado, sudando en las entretelas de la razón y la fe. Fue como cuando nos abandonamos y pretendemos trascender, (extenuados), en la perspectiva del tiempo marginal cuyo uso poético nos arrojó, sujetos y análogos a la fortuita y zaherida muerte y su omnisciente imagen, virgen y sin referente, como abandonados en la frontera del impudor pasivo y vergonzoso de los libertos, en el límite de la obediencia de los esclavos ¿Acaso el poema, alguna vez, nació como medio para llegar dónde nace autotélico y formal? Por el contrario, no solo tu desnudez y lozanía justifica, desenvuelta e irreverente, al obispo sodomita, escondido y seducido por su hábito, temeroso del vigor ajeno, del lecho irreverente donde raíces duermen, también el juicio de valor de tantos vates como fueron cargados sin armonía ni medida, filiación o cadencia, se desvanece: lo dicho, pura deriva descendiente del tótem que es la loba y nuestro escondido deseo de morir en el lupanar donde las sutiles malicias de los viejos moralistas deviene causa prima y extraña voluntad de poder. 36
  • 37. 37 VII La angustia sucedió al terror y el silencio al silencio para, ni aún así, encontrar la infinita resurrección de la palabra en el finito hacia dónde seguimos, preguntándonos cada día, con la luz y el suave rubor de la levadura: ¿A qué viene tanta música para llegar a las brumas rumanas de Ovidio? ¿No será que el futuro sabrá cuidarse de sí mismo y por eso hemos sido el culo de la avant-garde? Quisimos exorcizar al enemigo y hacer de ello una obra de arte. No fue miedo a la sangre, tan solo pretendíamos hacer la revolución por amor al arte. Así fue como se engendró el odio nacido, al parecer, en los senos del amor. Pero al final de los tiempos, todo volverá a ser luz, quedarían ciegas pasiones y seguirá oculto el signo de dios, omnipotente y rehabilitado por el génesis en la tragedia de la redención, esa maldita gracia arbitraria que se concedió en la caída del orden de la naturaleza. Alrededor todo se desliza sin apenas percibir su afán por despeñarse en el vacío. En la lejanía del subsuelo, aunque por poco tiempo, Sodoma y Gomorra aletean. ¿Para qué el repudio de la historia pues, la voluntad corrompida, el arbitrio favorablemente acogido por quienes son su propia causa? ¿A qué acuden tantos saberes sobre el cuerpo? ¿Acaso fue una razón creada su carnal deseo, finito y pecador, pero concebido por la omnipotencia de quien se publica sede única del amor y sus 37
  • 38. 38 poderes? Tanta evidencia no tuvo nunca la voluntad humana en su afán por liberarse de la fuerza oculta que tus entrañas generan porque hace mucho que llegaste a parecer una extensa muchacha prieta de desafíos y de luces en la espalda. Besos tras el cortejo, caricias, hombres caídos, flores y escenarios, confidencias malditas, murmullos, flautas y cantos y amores y violentos metales. Flotando quedan las causas que, como el polvo sobre los muslos en abstinencia de la fuerza erogénica, duermen atadas a las verdades eternas que no a la forma que adquirió el cuerpo para sobrevivir. ¿Qué le vamos a hacer? Muchos hemos intentado desde tiempo inmemorial, ser el espejo del futuro, sin conseguirlo, hasta hoy. Ahora puede que nuestro mundo está siendo sutilmente diluido. ¿No estás tardando demasiado, amor mío? ¿Quién no ha querido ser un Gadget, seducir y ser usado hasta morir por inútil, sin perdurar en la memoria? Ningún orden prevalece, ningún dios caprichoso regula los milagros, solo la simplicidad de lo creado, de la molécula primigenia trasciende en la teología de la gracia y concilia la sensualidad de tu mirada con el torbellino que inunda la felicidad del neófito y el reproche secreto nacido de la catequesis profana. Por eso la exclusividad de la luz se transfiere al medio de merecer y queda maltrecha nuestra voluntad de ser redimidos (recreados más bien), esperando que alguien decrete el alcance de nuestro espacio. Para no perdernos cuando descubrimos que el cuerpo no es un suplemento del alma. ¿Quién lo entiende? Carnal, reiterado y perverso, como deben ser los encajes, me supongo, a requerimiento de los recónditos trasfondos donde, ¿quién no?, guardamos la imaginería del patrón, arrodillados frente a la presencia de los flancos que cuelgan de la ladera de tu monte, tan inhóspito a veces, carnal siempre. Pero tu magia días hubo que me pareció subliminal y privilegiada caricia de desenfreno, y si habité en tus pechos, si canté la lejanía de tu infancia volcada en tu presente mientras borrabas tu pasado, como en las ambivalentes tardes camino de tus muslos suplicantes, fue por el placer de descarriarme y notar tu nervio reclamando los contornos del fuego que ofrece cópulas secretas. ¡Dios mío¡ No todo se sostiene porque nunca fuimos tótem y 38
  • 39. 39 sí frontera de creación del otro. Fuiste inabordable y lejano como el fraude del regocijo, sin conexión y sentimental, favorecido apenas por el gozo desleal del beso que deviene, cruel sarcasmo, y dondequiera que estés el fuego de tus hombros será tu recuerdo de mí y la memoria el exilio que todos guardamos. Extrañaste el tacto y te escondiste en la palabra, como si la apoteosis del giño hubiese sido el atributo no causado, la secuencia necesaria. Y así, sin dios ni esperanza ¿cómo trascender tus atributos, como ser sujeto de los deseos que tu extensión abarca sin medida, sin contingencia? ¿Acaso hubo tiempo, antes de acoplar nuestros cuerpos y reconocerse sin apenas haber crujido tus enaguas esperando el galope de mis ojos sobre tus periferias, las cópulas secretas y la revuelta de los olvidados, caracolas banales, sí, pero esperanzas amotinadas al amanecer? Un dios inmediato sin atributos pero necesario, como el orden común de las cosas con el que contemplamos los finitos amores, el que podría apaciguar nuestro trastornado albedrío y calmar las virtudes de tantas atenciones que reposan en los labios múltiples y te consiguen tan inadecuadamente. Y tú sigues, lejos de discernir entre quien proviene de sí mismo y el que fue constituido con tan solo nombrarlo, solicitando amparo, aire. Ensimismados perdimos el común y huérfanos añoramos los lazos que un día nos ciñeron, porque todo cuanto no gritamos, ahora nace deforme. Tuvimos tiempo, salvaguardia e interés. Pero, cuántas respuestas se desvanecieron y tantas preguntas siguen en pie mientras veíamos resbalar prudentemente mientras la gente se hacía vieja y se disipaban los sueños. Pero Si los golpes de los días no nos doblaron, si algún niño nos acaricia todavía, si el tacto sosegado que nos aboca al tatuaje y al torbellino vuelve con los nombres que tuvimos que denunciar, siguiendo la ruta de la paloma, será porque frente a cada tentación de la muerte se constituye la vida. Tú que hiciste llamear estrellas en la revuelta de los olvidados, a golpes de dolor, como cualquier combatiente, cuando la melancolía, el desconsuelo y el desencanto, permeable la lírica, estableciste el culto a la cordialidad, déjame ahora en mi intento de cantar, aunque solo sea un descanso sobre tus muslos 39
  • 40. 40 porque al final de este día está la casa con bandera blanca con hermosos niños seducidos, tatuados por la sucia calle, por las pequeñas vivencias de tantos días como quedan. Las noches que ganamos y perdimos, maldecidas por amigos y enemigos, ya no duelen, pero aún rezuman, apaleando penas en el calvario casi siempre anónimo y cómplice de la burla que sobre Luzbel envejecido hicimos, previsiblemente por ser todavía nosotros. Pero nunca fue la apoteosis del mal. Tal vez porque las máscaras esconden lo que fuimos y algunos creen que todavía son. Nadie vuelve a ser lo que fue, ni tan solo a recordarlo, cada día nos inventamos nuestra historia, nuestros recuerdos para no morir asaeteados por las aristas que produjimos. Nuestras vidas, como la virginidad, son una metáfora y están en permanente vigilia, ávidas de identidad y de una razón de peso para morir. Nadie se reconoce padre ni establece la norma de sí mismo, por eso siempre fue inmanente y sobrevenido, el sabor de tu orgasmo desde que te dijeron: Electra, mamá ha muerto. Porque no solo tienes sentido por amarme, también yo, sin ti sería inexplicable. Los tres nos amamos desde el vacío, aunque pudiera parecer que con los dedos sangrando. ¿Quién se atreve, todavía, a vivir sobre el suelo natal, siempre en espera, cabalgando su angustia como el eclipse que ciega y abre un mundo nuevo al morir, inaudito, apátrida? No fue la revancha de los expulsados, el concepto no construido, el a priori lo que nos derrotó. ¿Cómo, pues, envolver el final que prescinde del signo, de la trama de la unidad, pequeña y precoz, mediante el fecundo espejismo de un bien sin límites? ¿Cómo diluir tus deseos (¿o no fue así?) tan pagano tu cuerpo, sin dejar dormido el espacio y sus significaciones? La evidencia del tiempo, su modificado e inestable fin formulado tantas veces como apropiado fuera, ¿para qué tanta búsqueda del placer legitimado, tantas disposiciones de sexualidades frente a tuya enhiesta y la ofrenda de tus besos que la escarcha matutina encoge y forma campana? Buscando siempre el perfil ontológico de tus valores, condicionando los recuerdos, haciendo de la historia una narración, aunque ahora nos lleve de la mano una flexible antinomia que dispone de una muerte a la medida pero 40
  • 41. 41 ajena e inasible. Todos fuimos la causa y ahora temblamos por ser el efecto. ¿De qué dios vergonzante y furioso quieres que te razone? ¿Mutar valores, para ensanchar el vacío y concluir que solo cabemos tú y yo y que tantos otros como pretenden, apoteosis incluida, solo son nuestros anexos? Fui tan miserable que desaté la ponzoña de la venganza y el germen de las tinieblas mientras tú quemaste los puentes y cegaste los caminos. Desesperados de las palabras, históricamente insípidos como éramos, decidimos declarar nuestros deseos con la mirada. Nos salvó saber que un día nos amamos y después de la tormenta, con los restos de nuestra vida, volveríamos a empezar más allá de las inconsecuencias temporales de Spinoza. Nunca seremos libres si no morimos vivos como todos los anónimos. Ese plan suicida de sujetar el horizonte, de fijarlo con tu mirada, ese dolor exclusivo de rodear tus recuerdos, tu preferido atardecer indignado, ese tabú que supura en el aire tanta animación huida que sobrecoge cuando consiente y destroza el mito, que fluye porque contempla y contagia lo que acontece, que hace de si mismo sujeto del objeto que desazona y cela del regocijo, del contenido de sus caídas y de tanto como hemos perdido, ese fue, con todo, un sofisticado intangible de cuyo cardinal valor aún se duda. 41
  • 42. 42 VIII ¿Quién cree que la volición es suficiente para la acción? Lo cierto es que nuestro espacio saltó hecho añicos, y mientras tú reconstruyes un nuevo hábitat, yo sigo envuelto por derribos y recuerdos que, vivos todavía, resisten. Fue tan intensa y tan fugaz tu presencia como el fuego de poniente, el ardor de ceniza del cristal que requiere el preso, el reverso del pálpito y de la reforma, el propuesto germinal que conmueve y suscita, el brote que sutil emerge y pulsa como el crónico opuesto que suma la regla, el acontecimiento y el más antiguo vuelo que, dócil y tradicional alivio, interviene en el hombre nuevo, igual que la mujer anuncio y síntoma, niña buena, niña mala (desnuda el alma, escondido el cuerpo), la que me enseñó a pensar durante mis largas noches sin besos, sin nubes, ni luna, ni estrellas, en blanco. En fin, la que muerta ayer, como cualquier universo, nacerá mañana. La que nos amaba antes de conocernos, la de alas insomnes, transparentes con las que cubre sus deseos, su augusto y vegetal imperio primaveral, la que, convencional y sugerente, terrible siempre, tomó su tiempo y nos enseñó cómo permanecer en la edad de la inocencia, (inadvertidos y adolescentes), la que ofrecía la negación del alma, el escalofrío de la carne, rosada o morena, deseada siempre por los guiños y que nos enseñó a no ser devorados por nuestro reflejo en el cristal y también a expandirnos hacia los vecinos cuerpos. Así hasta que un día la vida 42
  • 43. 43 te asalta en mitad del camino y los inevitables luceros se derraman por los arrabales de tus mejillas deslizándonos, como el canto rodado, hasta encontrar el acople o la muerte. Siempre, ausentes los valores, de acuerdo con el inconsciente, mis adicciones y ese monumento a la ecuanimidad que son las virtudes irracionales de mis perros. Digo, desde donde todavía hoy la amo, tanto cuanto pueden amarse dos desconocidos: Todo empezó por tratar de separar en la casa de nuestros padres, los justos de los condenados. En esos mismos años, el sol, reflejo dolorido (como siempre en estas tierras) y la tímida luna que todavía balbuceaba, escandalizaban la tenue lujuria mágica del largo invierno que menguaba bajo la mirada atenta del Viejo. Los colores contenidos reventaban costuras, enfurecida la muerte frívolas parecían las palabras y la solidaridad entre metáfora y semejanza, las nubes, como el día que huye a tu encuentro, llegaban desde el subsuelo del universo. Para conocer nuestras miserias era suficiente con seguir y no cambiar durante unos años. Moríamos, impertérritos y sanos. Recuerdos ahora lejanos rebrincan, renacen venidos desde el nunca jamás. Nos acercan horizontes perdidos, las palabras habituales, tan dóciles siempre, nos ocultan los nombres de los desiertos con sus pespuntes y filigranas. Y al fondo tu piel. La única posible catarsis cuando la muerte de dios apenas es una intuición que a nadie importa. Ríos ocultos sugeridos por bufones hijos del deseo, indiferentes a la indulgencia de tus pechos. Tú, con bandera blanca, anunciando estrellas y unicornios, identidades prófugas, manuscritos. Tal que el canto huidizo del perfil de tus ojos, fronterizos con el gozo y sus apariencias, fueran la analogía fallida, la traición consumada, medrando desde nuestra historia las sombras que surgen tenues de la despensa donde te guardas de los embates del pasado. Fluctuante siempre, jamás idéntica. ¿Acaso una voz alterna, cuya debilidad es su ética, es la que nos espera? Orillado el peligro de la perversa bondad que anuncia el odio y el cansancio, vegetando no obstante, en espera seguíamos expectantes con esas pupilas y ese valle verdes que nos recuerdan la indecencia de morir. ¿Evaporada la metafísica, dónde guardar a quien difiere? ¿Sujetarlo entre mis 43
  • 44. 44 piernas, hasta conseguir la unidad de las conciencias, el control del cambio secuencial y ordenado? Quién sabe. La generación de los escépticos nunca sabremos cómo se cría, pero nace con los dioses y con ellos morirá. ¿Para qué llorar? Jamás la poseeremos. En verdad tan solo la buscamos como la caricia imperfecta que nos convierte en humanos, hasta vaciar la mar en presencia del niño que huye, como el humo de branca de dios. Es evidente que compartimos el amor a la vida, que somos videntes del pasado y nunca supimos de besos regalados, de noches gratuitas o amores furtivos de los que tal vez nacimos, a pesar de que en el umbral de sus ojos dormitaba, a la espera, el deseo conjurado y fortuito, portador de los más relevantes grises verdes y aun pacientes azules, a tientas como la misma existencia cruel y enamorada, todos invadidos por la necesidad. ¿Legitimar el amor sin más referente que la ética a tu semejanza resuelta? ¿Otra función simbólica mítica? La promesa de la felicidad irrenunciable, espera. El macho respira tranquilo. Así como unos cuantos besos son mucho más que la suma de todos, igual muchos pequeños héroes forman los recuerdos de nuestra historia. Por supuesto y por arrogancia tuvimos que huir. En aquellos días la vida era otra cosa como casi siempre. A la manera de todos los sueños que cabalgan la anarquía y la magia, abocamos en el centro del dogma una bandada de preguntas sin respuestas y alguien nos hizo ver que nunca poseímos la libertad, tan solo luchamos por ella. Quizá por eso fuimos incapaces de trastornar el ritmo de nuestra miseria. Muchos, inocentes bienintencionados, buscaron olvidarla sin haberla amado; otros, expulsados del paraíso prometido, se abrazaron al peluche de los mercenarios, algunos, los menos, iniciamos la aventura de bucear en lo que decíamos para entender lo que callábamos. ¿Cómo volver, ahora que unos y otros sabemos, que abolidas las certezas todo es negociable, que aquella congoja parió estas tormentas y nos quedan tan solo sólidas y absurdas jerarquías de valores inapropiados amamantados por una retórica sin rango, apresurada?. Así fue que, sin más, de pronto nos quedamos solos frente a la náusea, se trataba de la vieja alianza entre las cosas y sus nombres. Pareció que, marginados del 44
  • 45. 45 tiempo y del espacio, fuimos proclives a la heroicidad y al espectáculo. Pero las convicciones y las lealtades solo fueron pretensiones para reposar sobre la eventual solidez de su discurso de nuestra historia (lo contrario siempre nos pareció una hipótesis) y sus artefactos. Irrelevantes para quienes, con el hambre y la sed como lecho, habían disuelto tantas constelaciones sucedáneas del rígido icono inflexible frente a la muerte y sus fluidos erosivos, que no generadores de la vida, nos negamos a salvar nuestro universo. Para entonces ya sabíamos que hay muchos y un solo dios. La historia, lo pretendimos al menos, empezaba de nuevo. Venidos de la ciudad a donde un día llegamos, en algunas ocasiones, se levantaba la noche y nada era como quisimos. Como siempre, todo muere y nace y muere y cambia, solo el horizonte, ahora inmóvil, no huye delante de mis pasos. Todavía lo observo con nitidez, como si también tú, serena me acompañaras en la despedida. A veces me descubro viejo rojo, otras gris maduro y en alguna ocasión largamente negro, casi perdido en la noche. Como el campesino cuando asegura este es mi día, miro la penúltima nube, el postrer vuelo del zorzal y me pregunto qué constelación regirá mañana, interesado y atento por si ya es tiempo de recoger los frutos, guardar los aperos y solazarme con los últimos guiños del dilatado crepúsculo. 45
  • 46. 46 IX Ya ves, tantas cosas que hicimos y aun quedan espacios en blanco, amores que completar con un hasta siempre, sonrisas que sugerir tímidamente, abrir algunas puertas y desentrañar tantos encubiertos mensajes hasta saber definitivamente para qué fuimos llamados y solicitaron nuestro consentimiento. ¿Puede que solo sea que estamos habitados por el significante? ¿Tal vez nuestra historia será tan solo el recuento de nuestros apareamientos? Lo cierto es que desde entonces nos comportamos como las mujeres de los hombres que se enamoran de ti. Puede que solo sea una premonición, un convencionalismo melancólico, pero tengo deseos de lo absoluto. Sí, quizá volvamos a vernos donde la calle se pierde, y hasta puede que, si vaciásemos los vasos, temblarían los rivales. O puede que, ¿por qué no?, después de la tormenta, con los restos de nuestra vida, volvamos a empezar. Antes de que lleguen las sombras, de que huyan nuestros orígenes, ven y recógeme. Y si tramas venganzas, martirios o delirios, yo seguiré en el recodo de la vida esperando, como la muchacha que sale del agua, desnuda y limpia, agrediendo con su indiferencia, rotos los moldes, perdidos en el infinito, quedando mi casta de ramera y salvado (qué más da) por tu oración 46
  • 47. 47 nocturna que siempre vuelve, como el óxido del vertedero de mis sueños encargados de ejecutar los rituales, de presidir y dirigir las ceremonias de las nueve llaves del gesto de la carne invertida, hoy al aire y desnudo el manto de tus pecados. También en los tiempos heroicos, cruzado el puente y roto el equilibrio, vimos sonreír a los ciegos, bailar a los cojos y cantar a los mudos. Abruptamente adolescentes, sin más matriz que la recurrente de la estética, nos amamos y nadie vuelve sin perdón, por larga que sea la duda. Los dioses dormían a la sombra de las abadías y la lujuria concluía dormida en manos de la adoratriz indecente, voluptuosa a veces. Con el pausado ritmo del orden y la norma, traspuesto el universo, cubierta la ruptura al pasar bajo su sombra, nos convirtieron en un reflejo de lo que pudimos ser. Al caer en posesión de la palabra (devastadora ambigüedad del lenguaje), es su magisterio sobre los pliegues de la historia, el que nos posee. Hoy, apenas mercenarios de la libertad, pretendientes de la permanencia en lo fugitivo, centinelas del nexo entre el ser y la nada, redentores que fuimos de la comunidad, nos llega una palabra, dos a lo sumo, desmoronándose la perspectiva del esfuerzo regulado y sonreímos al saber que son los brotes de aquella semilla que todavía resiste en nuestro valle camino de lo universal, desapareciendo cada otoño de la mano del ángel sin nombre. Cada noche, en el cénit, nos asaltaba el temor de que no amaneciese, entorpecida la luz por el llanto que doblegaba sus alas y el crujir de un dios dolorido, hermafrodita en origen de presencia floreciente, que huye de las tinieblas que dibujan las luces del club y se abandonan en brazos del ángel ascético del burdel milenario que renuncia a la suerte del santo que sobrevive desarraigado, exilado de lo natal, enajenado de la tierra. Todavía tengo dudas si no fue una trivialidad. Ofrecido, me dejé besar por aquel muchacho y todavía me pregunto si celebrábamos un entierro o un parto. Quién sabe si, como Sísifo, debería empezar de nuevo hasta reconquistar Corinto. En cualquier caso, ¿quién se atreve a decir que la batalla del Ebro terminó y que alguna de las dos Españas ha muerto de hambre? Del placer de nuestro encuentro, la víctima fue la realidad y con el primer saludo supimos 47
  • 48. 48 que teníamos un largo pasado y una corta historia. El círculo fue persiguiendo nuestros pasos, y la dimensión oculta de los sueños serenó la mirada que construye, atrapó las promesas y durmió la vocación intermitente de huir de lo que éramos. Tres suspiros dormidos, la muerte alucinada sobre el mar y una solución mítica para el desamor deslumbrado por el tacto previsible de tus ojos y el regocijo de las borrascas. De poco nos sirvieron los secretos comunes, un día fuertes hoy desvanecidos. Tú siempre buscaste cobijo en mi sombra, y en una de las vueltas de la noche perdimos ambos el perfil y nos sumamos al circular torbellino del deseo. Eran otros tiempos, quizás, siempre lo son. Lo cierto es que cuando llegó Amélie, tú y yo volvíamos. Tuvimos que mirar como sorprendidos. Era, ya lo sabes, la nostalgia evangélica de la región ignorada, del Sinaí disuelto, o tal vez la nostalgia de saber que ya nunca encontraríamos el centro ni la periferia, las esperadas gotas sobre el musgo, imprudentes y regaladas, la sonrisa anclada a la caricia de tu miembro sobre mi sexo exhausto, fugitivo del vinagre, la hiel, el limón y de la savia letal de la higuera que resiste los desdenes desde donde el frondoso bosque pierde sus magias y recupera los verdes. Tantos y dispersos como nuestros amores únicos. Será por eso que desde mis recuerdos, siempre te amo, aunque a veces te vas y otras te vienes porque también tú eres la supervivencia y amaneces en cada parto que anuncias y te sumas al contrafuerte de mi vida. Debería suponer que el silencio destruiría el presente, que todavía no existía el artilugio que mide el tiempo que oscila entre dos besos dormidos. Además, somos hijos del conflicto entre el pasado y el futuro y cuando la duda crece a borbotones la fe vacila. Ni tan solo nos queda el rombo de la historia para escondernos y parece que están cegados los caminos de regreso. La madurez que se viste de serenidad hasta la tristeza, nos reconforta sabiendo que viviremos hasta el fin de los tiempos de quien nos poseyó un día. Porque, ya sabes, han tapiado el evangelio de la violencia y algunos, temerosos, navegan sin bandera, sin embargo, todo cuanto pasó y nadie cuenta, algún día alguien volverá a vivirlo. Teilhard de Chardin pudo tener razón, por eso, como el 48
  • 49. 49 espanto es el primer presente de la belleza, así tú y yo fuimos en el espacio, no en el tiempo, tan sujeto siempre a la memoria, y como si fuéramos dueños de la vida, decidimos cómo morir, cuando y sin apatía post. Fue mucho después cuando nuestras confidencias evocaron paraísos de insólitos colores y al final de la senda tuvimos ocasión de descubrir el laberinto de la vida. Tal vez nos dormimos durante un tiempo, entre vientos y aires, y cuando instauramos como referente una parte de nuestra vida, dejamos de buscarnos y el vacuo verbo de reiterado mensaje ensimismó al joven que ahora añoramos. Tuvimos tantos gestos y tan diversos que apenas sabemos lo que fuimos y somos, salvo aquel día que preñados como estábamos de pena, el amor anunció parto, hundidos en la seducción, fascinados por lo indeterminado de las apariencias, anticipando ausencias, rezando olvidos. De todo aquel revoltijo de aros de luz verde en tus labios, tan explícitos siempre, la preñez de tus pechos, la coronación de tus bucles, el terso misterio que como dócil seda multicolor te desnudaba, la solidez de tus muslos frágiles a mi llamada, las nuevas promesas que divulgaban los olvidos desnudos que como la nieve azulada sobresale en el bosque con el alba, apenas queda nada. Tantas cosas han cambiado desde que nos iniciamos adornados con aquellos escapularios que, como lentejuelas emergentes del cieno de los rezos, celábamos ayer, que resultaría muy difícil encontrarnos porque uno es otro, otro es aquel y aquel somos todos, de nuevo como entonces y como ahora somos. Tu frente, siempre fue camino abierto, accesible, quebradizo, y sujeta al tiempo incógnito, al recato del deseo. Acompañaban tus mejillas resueltas, firmes, siempre urgentes, delegadas quién sabe de quién y la aparente impecable transparencia de tus ojos permitió que cada cual te amara a su manera. Siempre única tu mirada. Y más allá, fue, como todo lo real, imposible camino larvado por los umbrales de la retórica. Inmune de tantas dianas, del country y sus tatuajes (levadura musical,) rito tribal, fiel óxido de tantos sueños, tú que primero odiaste para sobrevivir, lloraste a tus muertos durante años y tuviste que fornicar a sus mujeres y alimentar a sus hijos, ¡oh ángel negro nacido del olivo del Gólgota¡ Siempre 49
  • 50. 50 manipulador de escapularios que, como lentejuelas emergentes del cieno de los rezos, te disipas como la niebla seca que se duerme en el faro matutino del Tallat roig. Duerme, sí, y desde tu inefable atalaya, cuéntame tus ansias y tus anónimos deseos, mientras desesperas del gozoso andar de una muchacha de asombradas pupilas que nunca pudiste poseer. Ahora ya hemos convenido que para huir tenemos que recordar que los hechos no existen, son informales, que los colores son una creación humana y los recuerdos nunca se repiten sino desde el hoy, que lo eterno termina petrificado, muerto. Y las fogatas truncadas o la túnica a la deriva del malaït profeta de efervescentes ingenuidades, cobijo y compostura de la máscara atónita y sin mar dónde fueron tus manos, tu vendaval rosado, la nómina de tus deseos, la esperanza de tu desenfadado futuro, de tus negros ojos apagados, de las tertulias y las caricias, de las baladas y las sobredosis, ahíta de historia sin apenas respuesta frente al blues solapado, al muyahidin moribundo, frente a tu armazón de plumas, al vértigo de tu sonrisa que abofetea el milagro de su misógina barba, del cubil de sus entrañas supervivientes, del odio del ángel caído del cielo fantasma del escarnio y de la pocilga. 50
  • 51. 51 X Dónde mirar pues, cómo no desvanecer nuestras dudas, cómo no exigir que exista la eternidad para encontrarte un día y pedirte perdón si encadenados a la vida tuvimos ganas de vencer. ¡Qué tiempo tan feliz¡ En un principio, contenidos y atentos, tuvimos que entornar la luz para que no nos cegaran las sombras. Puede que durante demasiado tiempo hemos reposado en el lugar del ocaso del sujeto, de la disolución de la forma, de la unidad y de las jerarquías naturales. La enfermedad, aunque tenga raíces históricas, sigue siendo enfermedad y no nos perdonarán haberla alimentado con la indiferencia. Sí, fue una aventura abandonar la cuna y encontrarnos, en el instante cero de nuestra historia, envueltos y escondidos en las dimensiones ocultas hasta intuir que el dilema de saber de ti, más allá de tus labios, encontró la solución besándote. Qué delirio de verbo i qué largo camino para tan corto proyecto. Dimos tantos saltos del sentido a la significación que no hay códigos, solo coincidencias en el amaneramiento de un mismo origen y te buscarás un día en la roca, el agua o el aire. Hacia dónde sea que quieras caminar, el final será siempre tan imprevisible y triste como una pasión desvencijada, resuelta a morir de vieja, reconfortada por el secreto y la traición, cementos tiernos que 51
  • 52. 52 unen. Para entonces !qué magia la del ritual del encuentro! Los colores apacibles que bailan, y las verdades que nacen de otras que nos maniatan el canto, la pena y atentan al orden de los recuerdos. Tantas veces te abraza, tantas huyes confundiendo caricias reflejos, soñando en el exilio de tu mundo. Cerca tienes miedo, lejos angustia. Como el viejo que renuncia a su manera de mirar acercando la distancia porque si ésta crece la claridad se apaga y los aros de luz rosa tiñen el viento, coronan el ansia y se cobijan en el terso misterio de sus cabellos, tan explícitos siempre como la nieve blanca que sobresale en el bosque, recatados como su deseo, sujetos al tiempo incógnito, a la frente abierta de recuerdos quebradizos. Aún así, doblarás las rodillas ante la ley del universo, impávido e insensible, como un dios que supo de los placeres de la cuna, del alivio del eucalipto para huir del espacio común hasta refugiarse en la palabra contra lo desmedido, buscando la verdad que toda mentira encubre, allá donde el rubor de los límites trasciende las conexiones, un día ágiles hoy dormidas, tensas, contenidas. Porque todos los que lucharon contra el padre murieron y sus pavesas rojas asombraron a los ángeles y el polvo se amasó, una vez más, con las lluvias de abril, renaciendo con el oscuro aliento inocente y cruel. Solos frente al sudario, carcomidos los amores pasados, tus besos me vuelven calmo y afable empalando mi virginidad. Por eso, en numerosas ocasiones me digo si ¿Habrá llegado el día de conocerte? Aquella mañana, cuando supimos que los entresijos de la eternidad duermen en el orgasmo, con apenas un roce del extremo de las manos, nos entró la duda de saber quién fue el botín de quién. Aceptamos la aventura de amanecer juntos (¿qué podíamos hacer, tan tiernos?), de amarnos desde la cara oculta y milenaria de los deseos, aligerando las miradas que se suelen instalar sobre un paraguas de magnolias y estelas azoradas, sincopadas por la decorosa crueldad del silencio. Las turbulencias de la noche. Nuestro futuro se hizo búsqueda, oteando hacia dónde huir y encontrar cobijo, mientras el cariño adoptó el color de la tierra y se trasladó al pálido de nuestros muslos, piadosos y deseados, conduciéndonos hacia nuevos caminos, como dos meteoritos ardiendo que cada mil años se 52
  • 53. 53 cruzan una mirada. Algunos dijeron que una paloma y un halcón, extrañamente han sido vistos en una misma jaula. Pero porque no sabían que el universo se expande para no morir y la tragedia suele desplazarse como una gran serpiente para beber leche y comer miel en la Ciudad Santa. Oh Sodoma, cuantas sementeras y veredas, alamedas de suspiros y estrellas se apagaron a tu muerte, cuántos muslos preventivos y ardores coronados por márgenes rosados. La sublevación de tu piel y la melancolía germinal tan impasible como el amor eterno, fueron el roto del eslabón que te separó del parto. Y de repente los días se vuelven inhóspitos, se retira el pan de la mesa y aparece u profeta, iniciándose, sin consultarnos, el mal infinito adherido a nuestro largo y minúsculo deseo. En fin, aunque nunca te lo dije, confieso que fueron mis primeros zapatos de piel, mi primera luna y apenas sabía mantener una mirada lasciva. Ahora, con el sol de cara y el horizonte en declive, huyendo, vuelven aquellos hermosos adolescentes que un día fuimos (tan únicos, como tantos), se diría que aún hay tiempo para el perdón, que lo intentamos un día pero amanecimos desnudos. Nadie nos advirtió que ya entonces nuestro universo se encanallaba de la mano del tiempo, de las palabras que lo nombran, lo ocultan y lo pervierten y había que dilatar los cuerpos para poseernos como nos dábamos. Aquella primera vez, en la plaza, nos miramos cara a cara, como buscándonos, perdida la razón del canto. Cierto que eran tiempos de revueltas, de amores canallas, viejo amigo. Dios se hizo inmenso para recordarnos nuestra pequeñez; teníamos tanto que vivir y el tiempo se nos hizo inservible. El amor inmenso, llegó a borbotones, sin fronteras y sin perspectivas, anónimo, sin un malecón, ni un recuerdo donde anclar la mirada. Tuvimos que encontrarnos a tientas, ahogando los perversos aplausos. Noche y día solo eran escenarios para nuestros ojos, lo demás, galaxias desvaídas, esferas cóncavas, imágenes equívocas perdidas en la plenitud ancestral de un país, páramo disperso, difícil de vivir y en desacuerdo con la vida. En estos días, cuando el horizonte apenas es un deseo, y el pesado fardo de nuestras reflexiones se extingue en los últimos tramos de lo construido, algo nos deja porque tal vez 53
  • 54. 54 todos fuimos un espejismo y la llama morena que invita a tu cama, el hábitat panteísta, el espacio de la totalidad que, por fin, reconoce tu inocencia en el instinto divino, ahogado ahora por el sentido moral de nuestros sentimientos. Mágica lujuria del otoño que mengua. Antes de marcharnos definitivamente, protegidos y acomodados en la parquedad del recuerdo, hemos vuelto para saber si fueron ribazos y su conquista, el acto iniciático que me convirtieron, quién sabe cómo, a mí en hombre y a ti en mujer, o tal vez fue al revés. Ahora lo que me ocupa no eres tú, es lo que de ti me queda si te construyes anónima. Una noche de estas deberíamos hablar de nuestro exilio, de la nostalgia y del oleaje, de las cadencias del polen sobre mi gente, del barullo de la magia de aquel tiempo, de la indiferencia con que nacimos. ¿O tal vez prefieres hablar del final de la aventura, del futuro que construimos huyendo de la orfandad, del esfuerzo y el asombro, de la libertad concedida o saber del origen del desgarro de nuestra sonrisa? Las aguas de aquel río, hoy seco, cuantas desnudeces y amores limpios nos mostraron, acariciados por aquella hermosa niña impúdica, furcia y virgen. Cogidos de las tardes, danzamos tantos deseos que, todavía hoy, balbucientes escalofríos reverberan el espacio, corroen las renuncias y amenazan sus bordes. ¿Abandonar ahora el derecho a postular? Pese a todo seguimos donde el frondoso bosque pierde sus magias y recupera el verde, el nítido repliegue de las mejillas que amanecen pegadas a mi ombligo cual laberinto de recuerdos que preludian tibios temblores en vértices volcánicos, agónicos, como el germen indeseado que vive en la entrepierna del amante. Antes de que te pierdas, y aun así dondequiera que estuvieses, el fuego de tus ojos será mi recuerdo y en mi memoria, encriptados, un firmamento, dos tormentas, el más exquisito de los placeres, besos sobre tus bocas, un big bang relente, suspiros y el amor, o la indiferencia. Pero quedan vientos, montes, sonrisas y huérfanos los silencios. La memoria vencida se pierde en la meditación de la mirada en precario. Fue el tiempo que amablemente nos fue venciendo y apenas nos quedó el frágil roce y la vorágine de los adioses de tus manos, del sol lunar. Tú siempre fuiste la que 54