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Advertencia: Los personajes y situaciones retratados en esta novela son por completo ficticios.
Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.

© Paula Sáez Mora, 2012
© Editorial Viceversa, S.L.U., 2012
  Àngel Guimerà, 19, 3.º 2.ª 08017 Barcelona (España)

Primera edición: febrero 2012

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin
autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros, así como la distribución de ejempla-
res mediante alquiler o préstamo públicos.

Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 978-84-92819-69-0
Depósito legal: B-42.505-2011
Impreso y encuadernado por Rotocayfo (Impresia Ibérica).
A mi madre.
 Mi pilar, mi refugio.
Mi escudo, mi espada.
 Mi amiga, mi hada.
 Mi faro en el mundo.
       Y sin ti, nada.
         31-3-2011
El futuro pertenece a quienes creen
       en la belleza de sus sueños.

            Eleanor Roosevelt
ProLogo

                                               What is past is prologue.
                                         W. Shakespeare, La tempestad

    Dakota del Norte, EE.UU., 1965


—   N       o me lo imaginaba tan grande, Frank. –Por mucho que el
            doctor White levantaba la vista no alcanzaba a ver el final
    del cerco que se abría delante de él.
        —Sí, son antiguas instalaciones militares. Todo en desuso,
    pero después de lo que me has contado, sé que tú sabrás sacarle
    un gran partido a este lugar.
        Aquél era un buen sitio. Sí, sin duda, un buen sitio. Estaba
    apartado de las grandes ciudades, de miradas indiscretas, de ca-
    rreteras transitadas. Estaba aislado por las montañas que lo ro-
    deaban, y el bosque de abetos que lo envolvía le daba un aire
    apacible, tranquilo, justo lo que él estaba buscando.
        Pasearon por los pabellones abandonados. Necesitarían una
    mano de pintura y algunas reparaciones, pero eran más que su-
    ficientes para las necesidades del científico: aquí una clínica mé-
    dica, aquí unos laboratorios para sus investigaciones, aquí insta-
    laciones deportivas donde pudiesen jugar y entrenarse, aquí una
    gran biblioteca para que pudiesen estudiar lo que más les gusta-
    se… Aquello iba a ser caro, muy caro.
        —Necesitaremos muchos fondos —confesó el doctor. Le
    preocupaba no poder conseguirlos para llevar a cabo su sueño.
        —Olvídate de eso. Déjame a mí lo del dinero, Zacharias —lo
    tranquilizó el otro hombre.

                                    9
El joven Frank Dittman encabezaba la expedición. Su traje a
medida y sus zapatos brillantes no eran los más apropiados para
pasear por aquel paraje. Se protegía del frío con un caro abrigo
por el que asomaba un reloj de oro que miraba con frecuencia.
Le parecía estúpido que alguien como él tuviese que hacer de
agente inmobiliario. No importaba, aquello valía la pena. Estaba
plantando una semilla muy prometedora.
    Un contacto de la familia Dittman les había advertido. Un doc-
tor chiflado en busca de un mecenas a lo largo y ancho del mundo.
Cuando Dittman se puso en contacto con él y se ganó su confian-
za como para que le mostrase el grueso de sus investigaciones, no
pudo más que darle la razón. El doctor White creía tener algo gor-
do entre manos. Pero se equivocaba. No era algo, sino a alguien.
    A Dittman no le habría costado mucho esfuerzo deshacerse
del científico y quedarse con aquella joven promesa para él solo.
Sin embargo, cuando el doctor le aseguró que creía poder repli-
car aquellos extraños efectos sólo con una muestra biológica del
original, pensó que valía la pena salvar su vida. Aunque necesi-
tase más investigación y más fondos, y desgraciadamente mucho
más tiempo, sabía que a cambio recibiría innumerables jóvenes
promesas en un futuro no muy lejano.
    Borró de su rostro cualquier gesto sombrío y fingió su sonrisa
más amable y servicial cuando tuvo que volver a mirar al doctor
White.
    —Tampoco tienes que preocuparte del equipo. Te buscaré
los mejores profesionales: los mejores médicos, los mejores psi-
cólogos, expertos pedagogos, profesores… Todo lo que os haga
falta… además de un buen equipo de seguridad.
    — ¿Seguridad? —preguntó extrañado el doctor.
    —Es necesario. No pueden protegeros únicamente las mon-
tañas. Cualquiera que supiese lo que se cuece aquí dentro podría
convertirse en una amenaza…
    —Entiendo. —Zacharias se dejó convencer.
    Algo se movió entre los árboles más cercanos a Dittman y al
doctor White. El joven trajeado retrocedió unos pasos, cautelo-

                                10
so, esperando la aparición de un animal del bosque que hubie-
se conseguido traspasar la valla metálica. El doctor White no
respondió con la misma inquietud, y habló en dirección a los
arbustos.
    —¿Te gusta el lugar?
    —Me gusta el frío. —Una voz se escondía detrás de aquellas
hojas.
    —¿Y te gustaría vivir aquí?
    —Prefiero más allá.
    Un brazo se abrió paso entre los arbustos y les indicó con
la mano que se adentrasen en el bosque con él. Los dos hom-
bres penetraron entre los densos matorrales. Un adolescente se
movía con paso rápido entre los árboles. Se afanaban por seguir
su ritmo, pero apenas distinguían su espalda entre la vegetación.
En varias ocasiones pareció que habían perdido su rastro pero
siempre un oportuno y lejano «Por aquí» llegaba hasta ellos. Casi
parecía que perseguían una sombra.
     La expedición acabó en un claro rodeado de árboles, un
círculo perfecto dentro de aquella espesa vegetación. Un reman-
so de paz, casi mágico, en el que no se oía nada más que el canto
de algunos pájaros. No había ni rastro del chico, pero Zacharias
White supo que ése era el lugar al que el adolescente les había
estado guiando.
    —Este sitio es maravilloso. Yo también pensaba que aquellos
pabellones eran demasiado tristes para vivir —le dijo al aire.
    —Ya la he diseñado —su voz cristalina sonó detrás de ellos.
    Dittman se sobresaltó cuando escuchó aquella voz en su nuca.
Se giró y se topó de bruces con un chico de apenas quince años
que le examinaba con atención con sus grandes ojos transparen-
tes. Aquella mirada que le escudriñaba a apenas dos palmos de
distancia le ponía nervioso, y recordó que tenía que mostrarse
gentil y atento ante el doctor y su diamante en bruto.
    —¿Una casa? ¿Aquí? ¡Qué idea tan magnífica! —Su voz sonó
artificial mientras separaba exageradamente su cabeza de la del
chico que invadía su espacio—. Tu padre me ha dicho que dibu-

                               11
jas muy bien. Estoy seguro de que habrás dibujado una hermosa
habitación para tu hermano Philippe y para ti…
    —Vamos, no incomodes al señor —dijo el doctor White pau-
sadamente, y el chico se separó un poco pero sin dejar de apar-
tar la vista de su blanco—. Ya sabes, los jóvenes de hoy en día
—se disculpó ante Dittman mientras se encogía de hombros. Éste
aprovechó para dar un paso hacia atrás, intimidado.
    —Uno: no es mi padre —replicó el chico con frialdad. El doc-
tor White no se dio por aludido, omitiendo aquella rudeza—.
Dos: yo no dibujo. Proyecto —le corrigió el adolescente. No ha-
blaba con naturalidad, sino que parecía analizar las frases de su
interlocutor y diseccionaba la información para rebatir la inco-
rrecta—. Tres: Philippe y yo no somos hermanos. Cuatro: él no
va a venir aquí.
    Aquella última afirmación golpeó duramente al doctor. No
había sido un buen padre para Philippe después de la muerte
de su mujer y del bebé que esperaban. Aunque se había querido
convencer de que encontrar a aquel sujeto poco después de la
tragedia había sido una señal del cielo, lo cierto es que su increí-
ble hijo adoptivo no hacía milagros. Ni siquiera él había podido
sanar su corazón.
    La culpabilidad era un peso insoportable. Si su vida, para
siempre maldita, le había arrebatado a la mitad de su familia, él
se había encargado de destruir la otra mitad. Se alejó de lo úni-
co que tenía, el pequeño Philippe, en parte por sus investigacio-
nes, en parte porque le recordaba demasiado todo lo que había
perdido. Dejó de ser padre y persona, y se convirtió en científi-
co, cuidando de un chico que no tenía sentimientos. ¡Cómo lo
envidiaba! Ojalá aquella sustancia en desarrollo pudiese hacerle
el mismo efecto a él algún día
    —¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó en un susurro
al chico.
    —Sí. Ya lo ha decidido. No pisará nunca la Agencia, no vo-
luntariamente. A menos que quieras que yo… —el chico lo decía
con una voz neutra, casi robótica.

                                12
—¡No! ¡Jamás te pediré eso! —le interrumpió el doctor. Por
mucho dolor que albergase en su corazón, aún amaba a su hijo, y
si él no quería volver a verle, lo respetaría.
    —Ya lo sé —contestó el adolescente con serenidad, como si su
respuesta fuese algo indiscutible.
    Hubo unos eternos instantes de silencio. Dittman se movía
incómodo con las manos a la espalda, mirando hacia ninguna
parte en aquel prado desolado. Sin duda, la crisis personal de
Zacharias con su hijo no era un buen tema de conversación. Aún
coleaba la última gran crisis de la separación familiar, el reciente
cambio de apellido del doctor. Tras su traslado definitivo a aque-
lla tierra inhóspita, su hijo de dieciséis años parecía haber deci-
dido permanecer definitivamente en Europa, lejos del trabajo de
su padre que tanto odiaba y que le había impuesto un hermano
adoptivo muy especial. Demasiado especial.
    El doctor Leblanc pasaría a llamarse doctor White. Una nue-
va identidad en el nuevo país que lo acogía, y en el cual debía
esforzarse para que sus investigaciones y descubrimientos en el
campo de la neurociencia pasasen desapercibidos. El cambio de
apellido sólo era una herramienta más para conseguirlo, pero
el joven Philippe Leblanc lo había entendido como un desafío,
una evidente escisión familiar, un abandono, como el que lleva-
ba años sintiendo, a favor del «otro», al que se negaba a llamar
hermano.
    Dittman tosió para llamar la atención de Zacharias, pero el
doctor siguió inmerso en sus pensamientos. Tenía un aire visi-
blemente afectado. La mirada del extraño adolescente volvió a
recaer sobre Dittman, y éste tosió con más fuerza.
    —Ejem, entonces, ¿te lo quedas? —dijo nervioso evitando la
mirada curiosa del chico.
    —Eh… Sí, sí, claro, es perfecto —Zacharías volvía a reaccionar.
    —¡Enhorabuena! —añadió con exagerada alegría, como si
fuese un agente que acaba de realizar su primera venta. Le es-
trechó la mano con efusividad al doctor y después hizo el amago
de repetir el gesto con el chico. El joven se quedó mirando su

                                13
mano abierta en el aire y miró a su doctor con gesto de extra-
ñeza.
    —No, Olen —intervino rápidamente el doctor White con una
voz grave, y después se dirigió a su acompañante, que aún per-
manecía con la mano extendida—. Frank, el chico no estrecha la
mano a nadie. Créeme que no te gustaría hacerlo.
    —Claro, claro. Entiendo. —Dittman retiró su mano, incó-
modo. ¡Cómo había podido ser tan estúpido! Por despistes como
aquél, su plan podría quedar al descubierto en segundos. Tendría
que ser mucho más precavido de ahora en adelante.
    —Acércate —le dijo el doctor a su muchacho, de nuevo con
calidez. —Vamos a hacernos una foto aquí, en el claro. Aquí irá la
Residencia. Se la enviaré a Philippe por si cambia de opinión…
    —No va a cambiar —musitó el adolescente que le acompaña-
ba, truncando sus falsas esperanzas.
    —Olen, ¿qué dijimos? —El doctor no le regañaba, sino que
le hablaba pausadamente, de nuevo, con cercanía y paciencia—.
¿Qué es más importante que la razón o el conocimiento?
    —La fe en las personas.
    —¡Eso es! —le felicitó el doctor. Aquel chico le importaba de
verdad, y haría lo que fuese por tratar de despertar en él algo
de humanidad—. Y ahora ven aquí, y sonríe un poco. Hoy es el
primer día de nuestro nuevo hogar.
    El doctor White sacó la pesada máquina fotográfica de una
bolsa negra que llevaba consigo y se la pasó a Dittman. Éste la
manejó con desgana y enfocó al doctor y a su chico, que posaban
sonrientes en el claro donde iban a construir su hogar.
    —Preparados… Listos…
    Miró una vez más por encima del objetivo, y vio a la escueta
familia. Se fijó en el chico, al que por fin podía observar de frente
y a una distancia prudencial. Sus ojos transparentes le miraban
con extrañeza, le atravesaban y por un instante, se sintió desnudo
ante aquel chaval que parecía mirar a través de él. Click.

                                ***

                                 14
—¿Cuándo me vas a dejar volver a mis instalaciones? —le pre-
guntó su interlocutor al otro lado del teléfono.
    —Pronto, muy pronto. Ya le he dicho que va a necesitar una
unidad de seguridad que les mantenga a salvo. Y ahí entráis tú y
tus hombres. Desde aquí dentro podrás tenerlo todo bajo control
—le informaba Dittman.
    —¿Y tú qué harás?
    —¿Yo? —reaccionó Dittman—. Éste no es mi territorio. Mi
campo de batalla son los despachos y las corbatas, ya lo sabes.
Cuanto menos me acerque a vosotros, mejor.
    —¿Has conocido al chico? —le preguntó con interés aquella
voz.
    —Sí, y es más inquietante de lo que me había imaginado. Re-
cuerda: no debéis tocarle bajo ningún concepto —le advirtió.
    —¿Y cómo quieres que le controlemos? —le desafió la voz.
    —Si no puedes sujetarle, tendrás que encerrarle. Y tranqui-
lo, parece que el prisionero piensa dibujar su propia jaula. Sólo
tienes que dejar que el doctor juegue a la familia feliz con éste, y
tú tendrás los tuyos propios cuando encontremos más y los trai-
gamos aquí.
    —¿Y cómo le piensa llamar?
    —No quiere llamar la atención, no le interesa la fama ni los
grandes nombres. Se llamará… La Agencia.




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  • 3. www.editorialviceversa.com Advertencia: Los personajes y situaciones retratados en esta novela son por completo ficticios. Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia. © Paula Sáez Mora, 2012 © Editorial Viceversa, S.L.U., 2012 Àngel Guimerà, 19, 3.º 2.ª 08017 Barcelona (España) Primera edición: febrero 2012 Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros, así como la distribución de ejempla- res mediante alquiler o préstamo públicos. Printed in Spain - Impreso en España ISBN: 978-84-92819-69-0 Depósito legal: B-42.505-2011 Impreso y encuadernado por Rotocayfo (Impresia Ibérica).
  • 4. A mi madre. Mi pilar, mi refugio. Mi escudo, mi espada. Mi amiga, mi hada. Mi faro en el mundo. Y sin ti, nada. 31-3-2011
  • 5. El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños. Eleanor Roosevelt
  • 6. ProLogo What is past is prologue. W. Shakespeare, La tempestad Dakota del Norte, EE.UU., 1965 — N o me lo imaginaba tan grande, Frank. –Por mucho que el doctor White levantaba la vista no alcanzaba a ver el final del cerco que se abría delante de él. —Sí, son antiguas instalaciones militares. Todo en desuso, pero después de lo que me has contado, sé que tú sabrás sacarle un gran partido a este lugar. Aquél era un buen sitio. Sí, sin duda, un buen sitio. Estaba apartado de las grandes ciudades, de miradas indiscretas, de ca- rreteras transitadas. Estaba aislado por las montañas que lo ro- deaban, y el bosque de abetos que lo envolvía le daba un aire apacible, tranquilo, justo lo que él estaba buscando. Pasearon por los pabellones abandonados. Necesitarían una mano de pintura y algunas reparaciones, pero eran más que su- ficientes para las necesidades del científico: aquí una clínica mé- dica, aquí unos laboratorios para sus investigaciones, aquí insta- laciones deportivas donde pudiesen jugar y entrenarse, aquí una gran biblioteca para que pudiesen estudiar lo que más les gusta- se… Aquello iba a ser caro, muy caro. —Necesitaremos muchos fondos —confesó el doctor. Le preocupaba no poder conseguirlos para llevar a cabo su sueño. —Olvídate de eso. Déjame a mí lo del dinero, Zacharias —lo tranquilizó el otro hombre. 9
  • 7. El joven Frank Dittman encabezaba la expedición. Su traje a medida y sus zapatos brillantes no eran los más apropiados para pasear por aquel paraje. Se protegía del frío con un caro abrigo por el que asomaba un reloj de oro que miraba con frecuencia. Le parecía estúpido que alguien como él tuviese que hacer de agente inmobiliario. No importaba, aquello valía la pena. Estaba plantando una semilla muy prometedora. Un contacto de la familia Dittman les había advertido. Un doc- tor chiflado en busca de un mecenas a lo largo y ancho del mundo. Cuando Dittman se puso en contacto con él y se ganó su confian- za como para que le mostrase el grueso de sus investigaciones, no pudo más que darle la razón. El doctor White creía tener algo gor- do entre manos. Pero se equivocaba. No era algo, sino a alguien. A Dittman no le habría costado mucho esfuerzo deshacerse del científico y quedarse con aquella joven promesa para él solo. Sin embargo, cuando el doctor le aseguró que creía poder repli- car aquellos extraños efectos sólo con una muestra biológica del original, pensó que valía la pena salvar su vida. Aunque necesi- tase más investigación y más fondos, y desgraciadamente mucho más tiempo, sabía que a cambio recibiría innumerables jóvenes promesas en un futuro no muy lejano. Borró de su rostro cualquier gesto sombrío y fingió su sonrisa más amable y servicial cuando tuvo que volver a mirar al doctor White. —Tampoco tienes que preocuparte del equipo. Te buscaré los mejores profesionales: los mejores médicos, los mejores psi- cólogos, expertos pedagogos, profesores… Todo lo que os haga falta… además de un buen equipo de seguridad. — ¿Seguridad? —preguntó extrañado el doctor. —Es necesario. No pueden protegeros únicamente las mon- tañas. Cualquiera que supiese lo que se cuece aquí dentro podría convertirse en una amenaza… —Entiendo. —Zacharias se dejó convencer. Algo se movió entre los árboles más cercanos a Dittman y al doctor White. El joven trajeado retrocedió unos pasos, cautelo- 10
  • 8. so, esperando la aparición de un animal del bosque que hubie- se conseguido traspasar la valla metálica. El doctor White no respondió con la misma inquietud, y habló en dirección a los arbustos. —¿Te gusta el lugar? —Me gusta el frío. —Una voz se escondía detrás de aquellas hojas. —¿Y te gustaría vivir aquí? —Prefiero más allá. Un brazo se abrió paso entre los arbustos y les indicó con la mano que se adentrasen en el bosque con él. Los dos hom- bres penetraron entre los densos matorrales. Un adolescente se movía con paso rápido entre los árboles. Se afanaban por seguir su ritmo, pero apenas distinguían su espalda entre la vegetación. En varias ocasiones pareció que habían perdido su rastro pero siempre un oportuno y lejano «Por aquí» llegaba hasta ellos. Casi parecía que perseguían una sombra. La expedición acabó en un claro rodeado de árboles, un círculo perfecto dentro de aquella espesa vegetación. Un reman- so de paz, casi mágico, en el que no se oía nada más que el canto de algunos pájaros. No había ni rastro del chico, pero Zacharias White supo que ése era el lugar al que el adolescente les había estado guiando. —Este sitio es maravilloso. Yo también pensaba que aquellos pabellones eran demasiado tristes para vivir —le dijo al aire. —Ya la he diseñado —su voz cristalina sonó detrás de ellos. Dittman se sobresaltó cuando escuchó aquella voz en su nuca. Se giró y se topó de bruces con un chico de apenas quince años que le examinaba con atención con sus grandes ojos transparen- tes. Aquella mirada que le escudriñaba a apenas dos palmos de distancia le ponía nervioso, y recordó que tenía que mostrarse gentil y atento ante el doctor y su diamante en bruto. —¿Una casa? ¿Aquí? ¡Qué idea tan magnífica! —Su voz sonó artificial mientras separaba exageradamente su cabeza de la del chico que invadía su espacio—. Tu padre me ha dicho que dibu- 11
  • 9. jas muy bien. Estoy seguro de que habrás dibujado una hermosa habitación para tu hermano Philippe y para ti… —Vamos, no incomodes al señor —dijo el doctor White pau- sadamente, y el chico se separó un poco pero sin dejar de apar- tar la vista de su blanco—. Ya sabes, los jóvenes de hoy en día —se disculpó ante Dittman mientras se encogía de hombros. Éste aprovechó para dar un paso hacia atrás, intimidado. —Uno: no es mi padre —replicó el chico con frialdad. El doc- tor White no se dio por aludido, omitiendo aquella rudeza—. Dos: yo no dibujo. Proyecto —le corrigió el adolescente. No ha- blaba con naturalidad, sino que parecía analizar las frases de su interlocutor y diseccionaba la información para rebatir la inco- rrecta—. Tres: Philippe y yo no somos hermanos. Cuatro: él no va a venir aquí. Aquella última afirmación golpeó duramente al doctor. No había sido un buen padre para Philippe después de la muerte de su mujer y del bebé que esperaban. Aunque se había querido convencer de que encontrar a aquel sujeto poco después de la tragedia había sido una señal del cielo, lo cierto es que su increí- ble hijo adoptivo no hacía milagros. Ni siquiera él había podido sanar su corazón. La culpabilidad era un peso insoportable. Si su vida, para siempre maldita, le había arrebatado a la mitad de su familia, él se había encargado de destruir la otra mitad. Se alejó de lo úni- co que tenía, el pequeño Philippe, en parte por sus investigacio- nes, en parte porque le recordaba demasiado todo lo que había perdido. Dejó de ser padre y persona, y se convirtió en científi- co, cuidando de un chico que no tenía sentimientos. ¡Cómo lo envidiaba! Ojalá aquella sustancia en desarrollo pudiese hacerle el mismo efecto a él algún día —¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó en un susurro al chico. —Sí. Ya lo ha decidido. No pisará nunca la Agencia, no vo- luntariamente. A menos que quieras que yo… —el chico lo decía con una voz neutra, casi robótica. 12
  • 10. —¡No! ¡Jamás te pediré eso! —le interrumpió el doctor. Por mucho dolor que albergase en su corazón, aún amaba a su hijo, y si él no quería volver a verle, lo respetaría. —Ya lo sé —contestó el adolescente con serenidad, como si su respuesta fuese algo indiscutible. Hubo unos eternos instantes de silencio. Dittman se movía incómodo con las manos a la espalda, mirando hacia ninguna parte en aquel prado desolado. Sin duda, la crisis personal de Zacharias con su hijo no era un buen tema de conversación. Aún coleaba la última gran crisis de la separación familiar, el reciente cambio de apellido del doctor. Tras su traslado definitivo a aque- lla tierra inhóspita, su hijo de dieciséis años parecía haber deci- dido permanecer definitivamente en Europa, lejos del trabajo de su padre que tanto odiaba y que le había impuesto un hermano adoptivo muy especial. Demasiado especial. El doctor Leblanc pasaría a llamarse doctor White. Una nue- va identidad en el nuevo país que lo acogía, y en el cual debía esforzarse para que sus investigaciones y descubrimientos en el campo de la neurociencia pasasen desapercibidos. El cambio de apellido sólo era una herramienta más para conseguirlo, pero el joven Philippe Leblanc lo había entendido como un desafío, una evidente escisión familiar, un abandono, como el que lleva- ba años sintiendo, a favor del «otro», al que se negaba a llamar hermano. Dittman tosió para llamar la atención de Zacharias, pero el doctor siguió inmerso en sus pensamientos. Tenía un aire visi- blemente afectado. La mirada del extraño adolescente volvió a recaer sobre Dittman, y éste tosió con más fuerza. —Ejem, entonces, ¿te lo quedas? —dijo nervioso evitando la mirada curiosa del chico. —Eh… Sí, sí, claro, es perfecto —Zacharías volvía a reaccionar. —¡Enhorabuena! —añadió con exagerada alegría, como si fuese un agente que acaba de realizar su primera venta. Le es- trechó la mano con efusividad al doctor y después hizo el amago de repetir el gesto con el chico. El joven se quedó mirando su 13
  • 11. mano abierta en el aire y miró a su doctor con gesto de extra- ñeza. —No, Olen —intervino rápidamente el doctor White con una voz grave, y después se dirigió a su acompañante, que aún per- manecía con la mano extendida—. Frank, el chico no estrecha la mano a nadie. Créeme que no te gustaría hacerlo. —Claro, claro. Entiendo. —Dittman retiró su mano, incó- modo. ¡Cómo había podido ser tan estúpido! Por despistes como aquél, su plan podría quedar al descubierto en segundos. Tendría que ser mucho más precavido de ahora en adelante. —Acércate —le dijo el doctor a su muchacho, de nuevo con calidez. —Vamos a hacernos una foto aquí, en el claro. Aquí irá la Residencia. Se la enviaré a Philippe por si cambia de opinión… —No va a cambiar —musitó el adolescente que le acompaña- ba, truncando sus falsas esperanzas. —Olen, ¿qué dijimos? —El doctor no le regañaba, sino que le hablaba pausadamente, de nuevo, con cercanía y paciencia—. ¿Qué es más importante que la razón o el conocimiento? —La fe en las personas. —¡Eso es! —le felicitó el doctor. Aquel chico le importaba de verdad, y haría lo que fuese por tratar de despertar en él algo de humanidad—. Y ahora ven aquí, y sonríe un poco. Hoy es el primer día de nuestro nuevo hogar. El doctor White sacó la pesada máquina fotográfica de una bolsa negra que llevaba consigo y se la pasó a Dittman. Éste la manejó con desgana y enfocó al doctor y a su chico, que posaban sonrientes en el claro donde iban a construir su hogar. —Preparados… Listos… Miró una vez más por encima del objetivo, y vio a la escueta familia. Se fijó en el chico, al que por fin podía observar de frente y a una distancia prudencial. Sus ojos transparentes le miraban con extrañeza, le atravesaban y por un instante, se sintió desnudo ante aquel chaval que parecía mirar a través de él. Click. *** 14
  • 12. —¿Cuándo me vas a dejar volver a mis instalaciones? —le pre- guntó su interlocutor al otro lado del teléfono. —Pronto, muy pronto. Ya le he dicho que va a necesitar una unidad de seguridad que les mantenga a salvo. Y ahí entráis tú y tus hombres. Desde aquí dentro podrás tenerlo todo bajo control —le informaba Dittman. —¿Y tú qué harás? —¿Yo? —reaccionó Dittman—. Éste no es mi territorio. Mi campo de batalla son los despachos y las corbatas, ya lo sabes. Cuanto menos me acerque a vosotros, mejor. —¿Has conocido al chico? —le preguntó con interés aquella voz. —Sí, y es más inquietante de lo que me había imaginado. Re- cuerda: no debéis tocarle bajo ningún concepto —le advirtió. —¿Y cómo quieres que le controlemos? —le desafió la voz. —Si no puedes sujetarle, tendrás que encerrarle. Y tranqui- lo, parece que el prisionero piensa dibujar su propia jaula. Sólo tienes que dejar que el doctor juegue a la familia feliz con éste, y tú tendrás los tuyos propios cuando encontremos más y los trai- gamos aquí. —¿Y cómo le piensa llamar? —No quiere llamar la atención, no le interesa la fama ni los grandes nombres. Se llamará… La Agencia. 15