1. Qué más da si no me llamo Fernando
Voy a ver a mi abuelo a la residencia, como cada domingo. Como cada
domingo, el abuelo me confunde con un viejo amigo de la infancia. “¡Fernando!
¿Vienes a buscarme para echar un partido de pelota, eh?”. Su alegría es genuina, quién
sabe si tanto o más de la que hubiese mostrado en el caso de reconocerme como su
nieto. Con estas enfermedades, surgen miles de preguntas que casi siempre se quedan
sin respuesta; uno no sabe si en algún rincón de esa memoria que se desmorona hay un
leve apercibimiento de la persona que en realidad tiene delante. Todos los domingos,
cuando me llama Fernando, aunque mi nombre es Antonio, quiero pensar que escoge a
aquel personaje de antaño porque es el de mayor proximidad emocional a lo que yo
representaría para él. Es posible que esa alegría que me muestra sea la que me
pertenecería, aunque la encarne en Fernando.
Al principio me sentía impelido a hacerle salir de su error, a traerle al presente
junto a su nieto Antonio, para obligarle a entablar una conversación de tú a tú, donde
cada “tú” se correspondiera con el “yo” que cada uno tenemos de sí mismo. Pero el
resultado era casi siempre descorazonador; conseguía a lo sumo expresiones de
perplejidad, un escudriñamiento de mi persona, una mirada fija a mi rostro denotando
que también para él algo no encajaba, pero que eso le llevaba a un callejón sin salida, en
la oscuridad, desde el que ya no sabía por dónde salir. Balbuceos, titubeos y
replegamiento sobre sí mismo, como un ordenador empleando toda su capacidad de
procesamiento en llevar a cabo una tarea que le consume por completo.
Hablarle en cambio desde mi alter ego, Fernando, le llena los ojos de luz. Me
cuenta historias del pasado, que para él son sus planes para el futuro. Muchos de ellos
los vio cumplidos, la mayoría de ellos no; como nos pasa a todos, por otra parte. Si yo,
de viejo, no me demencio también, terminaré hablando de lo mismo pero con la
diferencia de acompañarlo de un lamento por el tiempo perdido y por todos los sueños
no ya rotos, sino oxidados por el desuso, porque los sueños al fin y al cabo requieren
mantenerlos lustrosos y activos como requisito para hacerlos posibles.
Alguna vez me incomodo cuando me confiesa parte de sus intenciones
deshonestas para con mi abuela. Suerte que conozco a priori el desenlace y sé cuánto
amó a aquella mujer, que en paz descanse. En cierta manera debería agradecerle que
alimentara aquellos deseos pecaminosos – para su época – porque el resultado de tal
apetito carnal condujo hasta el día de hoy, en el que yo mismo me hallo escuchando al
2. abuelo y meditando sobre el azar de mi propia existencia genética. Pude no haber sido
Antonio, sino Juan en otra familia diferente. Pero creo que con dos identidades, las de
Fernando y Antonio, tengo suficiente por ahora. Aunque a veces también pienso en
hacerme pasar por Napoleón Bonaparte, plantarme un gorro de papel en la cabeza, y
comprobar si así en el trabajo y en casa (tengo tres hijos y una mujer, que es una gran
mujer y la quiero con locura, pero que desde que me echó el lazo al cuello aún no ha
contemplado aflojarlo) me dejan un poco tranquilo. En realidad es que cuando camino
con mi abuelo pienso en muchas cosas; confieso que no siempre le escucho, pero
cuando lo hago, le respondo adecuadamente, como haría su amigo Fernando.
Mi madre, la pobre, lleva peor lo de las confusiones del abuelo. Es su padre, y la
visión de su degradación progresiva le duele como si cada día le estuvieran dando otra
vez el diagnóstico de demencia, haciéndole romperse en lágrimas, aunque ahora las
derrame en intimidad lejos de la mirada de los demás, como descarga de ese duelo que
se alarga, porque aún va para largo. Y además, es que a ella la confunde con la
charcutera del pueblo, que una vez no le quiso dar cambio de diez pesetas porque juraba
y perjuraba que mi abuelo le había dado sólo cinco, y desde entonces la tenía cruzada.
Cada vez que va, mi madre consigue hacer las paces con él; desgraciadamente no sirve
de mucho para la siguiente ocasión. Una vez probó a devolverle el dinero que le debía,
pero al darle euros el abuelo se los rechazó alegando que él no quería moneda extrajera
para nada, que a ver allí en el pueblo dónde se las iban a cambiar.
En las reuniones familiares a menudo relatamos las confusiones del abuelo, y
casi siempre nos arrancan a todos una sonrisa. Estas banalizaciones pasajeras, esta
conversión a chiste del drama, nos procuran un fugaz alivio ante el desazón (y la rabia)
que, en el fondo, nos provoca el perder al abuelo con esa lentitud tan cruel.
Así que cada domingo voy a buscar a mi abuelo para ir a jugar a pelota, aunque
al final sólo jugamos a ser otros, yo un joven de los años cuarenta llamado Fernando,
que he determinado que es apuesto, simpático y emprendedor y que por si acaso me
equivoco, no le pregunto nada a mi abuelo al respecto del talante de mi otro yo, y mi
abuelo juega a ser él mismo con unos setenta años menos; sólo que para mi abuelo el
juego adquiere tonos de mayor realidad.