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Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




                                                       Dijera mi compadre

                                                   Fernando Rodríguez Lapuente
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         Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Rodríguez Lapuente, Fernando
 Dijera mi compadre / Fernando Rodríguez Lapuente
 México: Jus, 2010
 320 p. ; 23 cms
 Serie: Horizontes

ISBN 978-607-412-058-5




Nota del transcriptor

El presente trabajo ha sido realizado sin ningún ánimo de lucro de por medio. Cuando cayó en mis
manos una edición más ligera (y eso de chiripa) de este mismo libro de la desparecida “Ediciones el
Gallito”, a la cual, por descuido o por abaratar costos, le faltaban cinco capítulos (a diferencia de la
edición de Jus), su lectura me transportó al Zacatecas antiguo, del cual todavía se podían apreciar estos
detalles en la década de los 70's.

Buscando en muchos lugares, en Internet, en las librerías, es difícil encontrar esta maravillosa obra. Por
esta razón adquirí un tomo de Editorial Jus, pagué el precio convenido y tomé la decisión de
transcribirlo para que el mundo pueda conocer esta maravillosa obra, el maravilloso trabajo de un
hombre enamorado, enamorado de Zacatecas.

Aclaro que esta transcripción se hace respetando únicamente los modismos de los personajes,
corrigiendo algunos errores de imprenta en los lugares donde éstos se han encontrado. Mi intención no
es evidenciar el trabajo del editor, sino complementarlo y dejarlo listo para su correcta lectura. Por lo
demás se ha respetado el orden, la tipografía y el detalle gramatical del libro.

El buen Fernando Rodríguez Lapuente falleció en Celaya en el 2005. Sé bien que desde donde esté, se
sentirá feliz de que su obra sea leída y compartida por tantas y tantas personas.

Atentamente,


Fénix.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




A Rebeca Talancón Ruiz de Esparza, mi amada esposa y madre de mis nueve hijos. De antiquísimas
familias zacatecanas -sus ancestros ya estaban ahí cuando la Bufa llegó corre y corre para tomarse la
foto-, que sin poseer haciendas, minas o bancos, sino sólo el límpido caudal de la honestidad y el
trabajo, han conservado siempre su categoría social e intelectual.

A Jaime Hugo Talancón Escobedo, mi querido sobrino, poseedor de esas raras y reconfortantes
virtudes que tan frecuente y obstinadamente se dan entre la gente de Zacatecas: el apego a su terruño,
a su familia, a sus tradiciones, ¡a sus cobijas! -hace un frío de la fregada-, y a su grande y adorada
patria: México.

A mis viejos amigos, los rancheros de Zacatecas. Los más mexicanos de México. Siempre los tuve por
lo que son: los hombres más cabales y fregados del altiplano. Con las virtudes de la gente del norte y
sin los defectos de la del sur. Lo que se dice: un pueblo a toda madre.
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Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




                                                             En este pueblo, compadre,
                                                   ahí donde lo ve de fregao, pos el más
                                                        pendejo vuela de cerro a cerro...
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Advertencia preliminar




El presente libraco -memorias de un hombre común- no pretende en modo alguno ser grosero, y pues
nadie puede dar lo que no tiene, no siéndolo yo -aunque de pobre pero esmerada y fina crianza- no
pueden serlo mis obras y acciones. Ahora bien, el emplear palabras castizas, por fuertes que suenen o lo
parezcan, es un imperativo insoslayable si se quiere ser congruente con el ambiente en el que se
desarrollan las diversas acciones de la obra. El acudir a eufemismos ridículos, a palabras estúpidas
-llamar pompis a las nalgas- o a misteriosas iniciales, siempre ha sido idiota.
        A mí lo que verdaderamente me choca de un libro es lo pornográfico y el lenguaje como medio
de comunicación humana nunca puede serlo; lo harán las situaciones que se describen por medio de la
palabra, pero no ésta en sí. No hay palabras sucias. En todo caso lo serán aquellos que las usan. Por eso
los lectores a quienes asuste un chingao dicho en su tiempo y razón, deben leer mejor Alicia en el país
de las maravillas o El oficio parvo, porque aquí llamaremos siempre al pan pan y al vino porque se lo
acaban... dijera mi compadre.
        Abundando en el mismo tema, me atrevo a asegurar que las palabras fuertes, las llamadas
altisonantes, forman, quiérase o no, parte del acervo cultural de los pueblos. ¿No sería interesante
conocer las que usaban nuestros remotos aborígenes?
        En México, todas deberían estar inscritas con letras de oro en los principales santuarios
religiosos. No, y no es una irreverencia lo que estoy proponiendo. Las llamadas palabrotas, picardías,
maldiciones o como quieran nombrarlas, erradicaron o más bien suplieron en forma total y absoluta la
terrible blasfemia, que tan extendida está en Europa y que tanto ofende a la gente creyente y piadosa.
Creo que siquiera eso se le debe acreditar a don Hernando Cortés, que en eso como en otras muchas
cosas -llegarle a la Malinche, por ejemplo-, siempre estuvo al frente. Aquí esa forma de hablar se
empleará de manera corriente. Es simplemente la llana manera de expresarse de la gente del campo,
que desde luego lo hace mucho mejor -en todos sentidos- que la de las grandes ciudades.
        Los personajes que irán apareciendo al transcurrir estas páginas no son imaginarios, sino
tomados de la vida real y en escenarios auténticos. Y el viaje a Europa de unas gentes rústicas e
ignorantes, pero buenas y de buena fe, verídico. Ahora con los viajes en abonos y demás facilidades,
infinidad de personas que hasta hace pocos años ni siquiera soñaban con salir de su pueblo rabón o
barrio petatero, hoy se lanzan sin la menor preparación cultural ni estética, que por otra parte
consideran secundaria o inútil, hacia los cuatro puntos cardinales, enseñando su ramplonería y mal
gusto, y gastando alocadamente en las cosas más absurdas o cuando menos superfluas. Porque, después
de todo, a ellos les vale...
        Tiene mucha razón el emérito maestro don Hermenegildo Torres, fundador y presidente vitalicio
del PUP -institución a la cual, por méritos suficientes, me honro en pertenecer- al afirmar que en la
actualidad cualquier pendejo va a Europa; tómase aquí el adjetivo calificativo en el sentido más de
ignorancia que de tontería, que es su más usual acepción. Y ese es el caso de nuestro personaje central,
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




que de tonto no tenía un pelo, pero con tal falta de conocimientos que confunde hasta la aberración
situaciones, personas, hechos históricos, lugares y épocas, saliendo siempre adelante, incólume, como
Dios le da a entender; y juzga, admira y condena con la mayor sangre fría del mundo, sin perder el
aplomo, como solo pueden hacerlo los ignorantes de solemnidad, los niños y los pobres de espíritu.
        Ya lo dicen las sagradas escrituras: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque ellos serán
hartos”. Y como dijera mi también sagrado compadre:
        - Sí cierto, los pobres son retehartos: son más munchos que los ricos.
        Sobre éstos últimos -los ricos-, y especialmente los nuestros, los mexicanos, encontrará el lector
frecuentes, claras, directas y no muy católicas alusiones. Y eso que los conozco; vaya, los conozco tan
bien como si los hubiera acabado de desensillar, pues por algo son puras mulas.
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        Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Introducción al estudio de mi compadre




Donde se previene al lector lo que le espera, para que después no se tire a robado. Se insiste en este punto ante tres clases de
personas:

a) Castas de oídos, de lo demás no importa.
b) Ricos o en vías de serlo.
c) “Entriegaos al Vaticano”, dijera un rejego tío de mi compadre.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Mi compadre don Juande

       Donde aparece formalmente el personaje principal de la obra. Antes de hacerlo debo, con todo respeto y a guisa de
       presentación, repetir lo que su también compadre el coronel don Adauto Torres dijo de él, en un rapto de
       sinceridad: -¡De esos hombres debían agarrar cría las mujeres, no de cualesquier hijo de la chingada!




El río Aguanaval -hermoso y náutico nombre para tan triste río- es una tímida corriente de agua que
arrastrándose penosamente por las fragosas, reververantes y áridas llanuras del norte de Zacatecas, va
formando un serpenteante oasis, asiento generoso de muchos pueblos y villorrios perdidos entre
nopaleras y huizachales, tan tércamente enraizados en su reseco suelo como sus habitantes: gente
buena, mestizos de abolengo, cristianos viejos -dijeran las crónicas antiguas-, curtido el cuero por el
sempiterno viento chivero y el alma por la ancestral lucha por la supervivencia, que en esos parajes,
con sus terribles sequías, alcanza dramáticos niveles.
        En una de estas comunidades, San José del Álamo, pueblo feo y revolcado, abandonado a su
suerte .como tantos otros de nuestro México- por las potestades humanas y divinas, pasé unos años en
los lejanos cuarentas de mi perdida juventud, cuyos recuerdos son el fresco y purísimo chorro de agua
al que me acerco buscando el alivio en las crudas que dejan las borracheras espirituales, tan frecuentes
en los hombres que afrontan la vida con valor.
        San José del Álamo conoció mejores épocas en el siglo pasado. Fue centro de haciendas
ganaderas, y muchas de sus construcciones, ajadas, tuertas y remendadas, son nostálgicos testimonios
de la pasada prosperidad a que he aludido. Vino a menos cuando la fragmentación de la tierra hizo
incosteable la cría de ganado ovino, que requiere de grandes extensiones de pastos para que sea
rentable. Como por otra parte, los hacendados, además de trasquilar a las borregas trasquilaban también
a los pastores, la pérdida no fue tan grande como pudiera pensarse; lo que se perdió de borregos se
ganó en seres humanos. Y aunque siguieran igual de miserables que antes, tenían ya algo que no se
compra con todo el oro del mundo; la dignidad del hombre libre. Esto, por supuesto, muchos jamás lo
entenderán.
        Dando frente a la plaza principal -y única- del pueblo, hay una casona de altos, con balcones de
hierro forjado y un portalón chaparro y de gruesos pilares: es la cas de mi compadre don Juan de Dios
Muro Cavazos, mejor y muy conocido en todos los alrededores como don Juande -”Asina, juntao”,
como él mismo decía-. Alto y fuerte, además medio agüerao, imponía respeto su presencia. Cuando yo
lo conocí andaba en los cuarenta y tantos años, llevaos bastante bien, no obstante lo machucao, como
afirmaba muy serio. Un eterno y lampareado sombrero tejano -”No se lo apea ni pa cagar”, comentaba
Fausta, su mujer- coronaba su entrecana y enmarañada cabeza; siempre echado hacia atrás, dejaba salir
un mechón desordenado que le caía sobre la frente. Toda su figura me hacía recordar a esos generales
revolucionarios de los primeros tiempos. Si me apuran mucho, diría que al villista Rodolfo Fierro;
claro, sin esa torva mirada y rictus burlón con que éste adornaba su rostro. Al contrario, don Juande
reflejaba en el suyo todos los componentes que formaban la esencia de su carácter: jovialidad,
optimismo, socarronería, sobresaliendo de entre ellos franqueza y bondad. Su espíritu no conocía
dobleces o recovecos. Era exáctamente de una sola pieza. Compacto.
        He hablado antes de Fausta, su mujer. La Fausta, solía llamarle él. Hembra tal para cual: aunque
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




ella de menor edad hacían, sin embargo, una buena pareja. No en lo físico, pues ella -al contrario de su
marido- era morena, “prieta, güena y de alzada, como las mulas de la hacienda de Gruñidora”, decía
riéndose mi compadre don Juande. Sin ser lo que se llama una mujerona, mi comadre Fausta era alta,
maciza y todavía de buen ver. Acostumbraba una risa franca y contagiosa, aunque un tanto estrepitosa,
por no decir vulgar, cual correspondía a su rústica condición. Yo me hago cruces para saber de donde
sacó el mestizo mexicano ese desorbitado modo de expresar todos sus sentimientos, si tanto el indio de
la altiplanicie como el campesino castellano son verdaderamente parcos y ecuánimes para expresarlos.
         Tenía tres hijos, “y varios que se sebaron”, decía el hombre con un dejo de tristeza. Dos
muchachas en edad de merecer y un chamaco consentido y latoso. “Es ques el más menor”, explicaban
los padres, tratando de disculpar las necedades del muchacho. Lupe y Aurelia se llamaban los bucólicos
pimpollos -que de veras lo eran- y Chuy, “mi Chuchito”, como lo nombraba con arrobo el papá:
         -Le puse Jesús por mi señor padre, que asina se llamaba. Y es que hay que ser respetuosos con
los papase de uno -afirmaba-. Yo siempre los respeté muncho -proseguía-, y eso que mi señor padre era
muy duro conmigo y por cualquier desobediencia y aunque ya taba yo labregón, por me ponía mis
güenos planazos con la guaparra de su silla de montar.
         -Y usted compadre, ¿nunca le retobó por eso? -No, que va, miba pior... güeno, una vez sí me le
le desabordiné, ya me bía dao unos planazos de guaparra en la mañana, que porqué dejé que se
mamaran los becerros y no hubo leche pa ordeñar. Luego, en la tarde, sabe que otra tarugada hice. Pos
que me jala pal sillero y que saca su guaparra. Yo entons que voy ontaba la mía y que le chispo
también. Se quedó sosprendido.
         “-Ah ¿conque haciendo armas contra su padre de usté? - me gritó rencoroso.- No señor, líbreme
Dios de hacer esa jerejía; es nomás pa quitarme uno que otro guaparraso que me mande, porque ya
traigo el lomo muy adolorido – asina le contesté muy decedido y ya nomás se jue mermurando, pero ya
no me hizo nada.”
         Mi compadre no era nativo de San José del Álamo: - Soy de más pa rriba, de cercas de Saltillo,
pero todavía de Zacatecas, Mesmamente del munecipio de Mazapil, que ese sí es un pueblo competente
y aderezao. Hasta fierrocarril tiene, y no creyan que del gobierno, pos asina que chiste; no, es de la
mesma compañía de las minas, de la Mazapil Manin Compani, que asina se mienta en gabacho. Se
trepaba uno en Mazapil y trucututruque, trucututruque, hasta al Saltillo no paraba uno.
         “De muchacho trabajé en la mina. Jui barretero y a muncha honra. Este sí es trabajo de
hombres. Pero yo, criao en el campo, pos extreñía el aigre libre. Ahí en la mina me enseñé a renegao,
maldiciento y relajao. Es ques muy duro eso de estar soterrao todo el tiempo. Y luego que a los que ya
tienen años en eso, pos les pega una enjermedá del pulmón que nomás están a gargajeye y gargajeye
todo el día de Dios. A más de eso, los capataces eran gringos y a mí ningún gabacho me malmodea.
         “De ahí me metí de acarriador de gano, pal abasto del Saltillo. Güenas matadas que se ponía
uno en esas fainas, durmiendo a la temperie las más de las veces... y con esos friyazos que hacen en
aquellas llanadas. Comiendo gordas recalentadas de quice días, tragando agua con lodo y miaos de res -
¿onde no que de cristiano?, vaya usté a saber-, de los aljibes y bordos. Cuando se nos acababan los
cigarros – canijo vicio ese de echar jumadera-, pos hasta pasojo de bestia nos requemábamos.
Tráibamos ganao del mesmo Mazapil y de Conceición del Oro, y alguna vez llegamos a entrarle hasta
San Juan de Guadalupe. Güenos pesos que nos quedaban. Mis compañeros, luego que nos repartíamos,
se iban pal Zumbido y ahí, entre vino y viejas, se tronaban lo que con tantísimo trabajo se ganaba.
¡Pendejos! Yo liaba mi jorongo y pélale pal rancho. Ahí mi señor padre -que de Dios goce, amén-, me
guardaba los centavos hasta el siguiente viaje.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




        “En una de esas corretiadas llegamos hasta estos lugares, por aquí cercas, en la hacienda de San
Antonio - de las Torres de Durango- conocí a la Fausta. Su papá era el caporal de ahí. No y pa luego
que me gustó la susodicha, asina que no vaya usté a crer que esperé muncho; pa pronto que me la llevé
juida. Como entons ella era menor de edá, pos me pusieron una demanda y tuvimos que pelarnos bien
lejos. Agarramos el tren de Juárez en Estación Camacho y no nos apiamos hasta Torreón. Ahí trabajé en
lo que pude, hasta de mecapalero en el mercado, mientras la Fausta mandaba razón a su casa pa pedir
perdón y que ya no lo volvía a hacer. No, pos sí nos perdonaron y ya pudimos regresar, y hubo boda y
hasta tornaboda. Desde entons me quedé aquí. Con los ahorrillos que tenía compré un ranchito: Los
Cuervos, ques el mesmo que tengo ora, sólo que lo he ido engrandado a puro golpe de pulmón. ¡Cómo
le he trabajao a esa tierra! Y es que yo siempre le hacía la lucha por todos laos. Mientras llegaban las
aguas y pa no estar de güevón, pos de las haciendas de Tetillas y Guadalupe de las Corrientes
llevábamos mulada en consiniación pal bajío de Guanajuato y una vez le entramos hasta el mero
Apanzingán, en la tierra caliente de Machuacán. Güenas ganancias, compadre, pero qué sobas, qué
sobas.”
        Conocí aquellos parajes cuando efectuaba unos trabajos de exploración minera y enamorado de
ellos permanecí ahí por varios años. Estimé y respeté a sus gentes y fuí estimado y respetado por ellos.
De su particular filosofía de la vida aprendí más que lo que había logrado en mi paso por las aulas.
Descubrí en esa aislada microsociedad toda una serie de personajes de fuerte colorido, que quizá,
aunque existan en mayor número, son muy difíciles de enfocar individualmente en las grandes urbes.
        Debo confesar que en los primeros tiempos y acostumbrado al bullicio citadino, mi
aburrimiento campirano era olímpico, mortal. Entonces conocí a quien después llegaría a ser mi
sagrado compadre – de confirmación de Chuyito-, don Juan de Dios Muro Cavazos y cambió por
completo el panorama. Tenía don Juande en el pueblo, dentro del portal, en los bajos de su vieja
casona, una pequeña pero bien surtida tienda, uno de esos comercios pueblerinos donde encuentra uno
de todo y para todo: desde una bacinica -”Marca tres aunque nomás quepan dos”, decía el tendero muy
serio-, hasta una preciosa silla de montar piteada y con cantinas en la teja. Ahí se reunían en cotidiana
tertulia varios amigos que mataban el tiempo chismorreando y jugando conquián. “Baratero, señor,
baratero”, decía a guisa de disculpa. Desde luego, decidí unirme al grupo, donde fui cordialmente
recibido. Así que en aquellas límpidas y frescas tardes, dejaba mi lugar y enfilaba mi maltrecho yip
-desecho de la segunda guerra- hacia el cercano villorrio, donde entraba dando tumbos y seguido de
frenéticos perros y regocijados chiquillos, que por lo visto veían pocos vehículos automotores en la
aldea.
        Además de los clientes habituales, esporádicamente asistía a la diaria reunión de amigos un
personaje muy pintoresco, hombre ya entrado en años y en barricas – era un buen bebedor -, bajito,
enjuto y cetrino, con grandes bigotes. Se decía coronel y veterano de la revolución. Mi coronel don
Adauto Torres – así se llamaba, yo no tengo la culpa- parece que si anduvo en los plomazos, pero si
llegó a coronel a nadie le constaba, porque nunca le reconocieron el grado; pero él se lo tomaba muy en
serio. Tenía un rancho por ahí cerca y naturalmente en la tertulia su charla siempre se reclinaba en el
relato de los grandes e innumerables hechos de armas en los que, según él, había participado. Era
también compadre de mi compadre. - Ya parecemos huicholes – comentaba festivo-, todos semos
compadres.
        Don Juande le tenía tomada la medida y se lo choteaba de un hilo, aunque sutilmente. El otro,
con todo y la seriedad con que a sí mismo se tomaba, aguantaba vara, o bien fingía no darse por
enterado de las puyas.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




        El sedicente coronel alardeaba de haber pertenecido a los famosos colorados de Benjamín
Argumedo:
        -Sí, señor -decía muy solemne y enriscándose los bigotes-. Soy sobreviviente de la toma de
Zacatecas.
        -Y de cuatro mil borracheras más, compadre -le completaba, burlón, el socarrón de don Juande.
        -Hablo en serio, señores -protestaba él-. Ahí, a puros cojones y uñas de caballo nos le
escapamos a Pánfilo Natera, que jue a quen Villa puso a la salida pa Guadalupe, y quera la única salida
pa juera de Zacatecas, y que tanta mortandá les hizo a los pelones de Barrón cuando juyían con toda la
pedimenta y hasta con las soldaderas. ¡Probe gente! Allí quedaron amontonaos todos: pelones, viejas,
niños, bestias,.. güeno, hasta ceviles, pos los agarraron a dos juegos desde las laderas de la Bufa y la
Sierpe. Era el regadero de muertos desde la calle de Juan Alonso, a lo largo de toda la cañada, hasta el
pueblo de Guadalupe.
        “Pero nosotros, luego que mi general Argumedo vido eso, agarramos ladereando la Bufa por el
lao de Vetagrande y con él a la cabeza de la colurna, echando plomazos a lo cabrón, pudimos
escaparnos. Ya de ahi cáimos a la hacienda de Tacualeche y pudimos remudar pa seguir pa lante. Y es
que mi general era un gallo muy jugao pa cáir en la trampa de Natera. A un hermano mío, Cleofas, sí lo
mataron ahí, en las faldas del cerro del Grillo. Probecillo, Dios lo haiga perdonao... pero como era tan
mujeriego, siquiera se le concedió morir sobre unas faldas, manque jueran las de un cerro.
        “Luego de la redota de Zacatecas, me mandaron a levantar gente por la sierra de Tepehuanes.
¡Ah qué pelaos tan cerreros! Pero bien bravos que eran, por eso valía la pena batallarle para
encevilizarlos un poco. De plano ni a marchar podían aprender, por más luchas que hacíamos no podían
dar güelta pa ningún lao; todos se enrevesaban y se hacían bolas. Entons que se me ocurre ponerles un
grano de maíz en la mano derecha y uno de frijol en la izquierda, y entons sí ya nomás les gritaba:
¡Güelta pal máiz!, y ya iban pa la derecha. ¡Güelta pal frijol!, y ya daban el flanco izquierdo. ¡Qué tal
estaría mi tropa de güena que hasta desfilamos en Tepehuanes el 16 de septiembre!
        “Anduvimos alzaos por la sierra mucho tiempo, viviendo de lo que podíamos. Güeno que en ese
tiempo todavía las haciendas taban bien paradas y ajuariadas, y por ellas nos gustaba cair de vez en
cuando pa remudar y comer carne. Ahí se vía como vivían los haciendaos de aquel tiempo: como los de
la política de ora ¡a todo mecate! Me acuerdo de una muy mentada Santa Catarina. Nomás vieran visto
aquellos: todo relujao, todas las salas y cuartos enfombraos y con unas cortinas de ciertopelo tan
grandotas que con ellas y las enfombras sacamos suaderos y caronas pa todas nuestras monturas.
¡Curros carajos, que güena vida se daban y cómo eran despilfarraos! Encontramos una bodega
soterrania retacada de puras botellas de tanguarnís, todas ajiladas contra la pader ¿y que creen?, todas
tan viejas que no se vían de tanto polvo y telarañas. ¡Hasta se me rodaron las lágrimas de ver ese
desperdicio! Ahí nomás sirvieron pa tirar al blanco, pos quién se iba a tomar esos coñaques rancios; a la
mejor acabábamos chorriyentos, si no es que enyerbaos.
        “No, y a mi general Argumedo hasta un corrido le componieron. Yo no sé cantar, pero se los
voy a recetar porque me lo aprendí muy bien:

Para empezar a cantar
pido licencia primero;
señores son las mañanas
de Benjamín Argumedo.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Ni me quisiera acordar
jue un veinticinco de enero
aprehendieron a Alanís
y a su compadre Argumedo.

Lo bajaron de la sierra
todo liado como un cuete
pasaron por San Miguel,
llegaron a Sombrerete.

Y así seguía por ese tenor, relatando las hazañas de su inolvidable general. Hasta se le humedecían los
ojos al viejo refolufio – como le decía mi compadre-, cuando terminaba de recetar los versos.
         -¡Convénzansen – exclamaba-, ya nuay hombres asina de esos! Yo vide una vez a mi general
Argumedo cómo se les peló a los carranclanes que le bían puesto un cuatro ¡y ya sopiaban!, pos creiban
que ya lo tenían; pero tons mi general en su caballo prieto cuatralbo, nomás le metió las espuelas y con
el cuete en la mano salió zumbando reuto como flecha pa donde le tiraban, y ahí rifándosela se brincó a
los carrancas que taban afornicados tras una cerca.
         “Y es que ora los del gobierno ya no peleyan, nomás es a pura viriguata la que se tráin. Yo jui
una vez a México, a la cámara de deputaos, cuando andaba arreglando lo de mi grao melitar, y ahí
taban unos señores alegue y alegue. Yo pensé y hasta me previne: orita se arma la balacera, pos uno que
taba trepao en un tapanco le gritaba a otro: “¡Ransonario, retrógrada!”, y sabe que tantas insolencias.
Pero no, no pasó nada. Y es que ¡convénzansen: pleito de curros no prospera!”
         Cuando las hazañas bélicas de don Adauto se pasaban de la raya, don Juande lo centraba un
poco:
         -¡Que se me hace, compadre, que usté la única pólvora que ha oído jue cuando cargaba el toro
de cuetes en las fiestas de Chalchihuites!
         -Mire, compadre -le respondía, amoscado, el coronel-, usté aquí empantaya a todo el mundo con
sus centavos, pero la gloria melitar que tengo vale más que todos los pesos que usté pueda juntar en su
vida. Y luego que sus centavos nomás en este pueblo rifan. ¿Que tal aquella vez que juimos a Torreón?
Ni tan siquiera lo volteaban a ver, y eso que usté, en el mero comedor del Hotel Galicia se puso a
gritarle al mesero pa que todo el mundo oyera: “¡A mi tráigame cien pesos de caldo y cien pesos de
tortillas, porque a mi ningún curro fundillo de éstos me hace menos!” Nombre, si hasta a mí me dio
harta vergüenza. Y a más de eso que llamaba a los meseros a puro chiflido de arriero.
         Mi compadre don Juande no aguantaba vara y contraatacaba:
         -El pata rajada y cerrero es usté, con todo y que anduvo en las melicias. Si no, acuérdese cuando
jue la primera vez a la capital y se tuvo que poner zapatos, ¿pos no se metió un hueso de chabacano
entre los dedos del pie pa no echar de menos la correa del huarache?
         Desde luego que nunca pasaban de los mutuos y verbales piquetes y las cosas jamás derivaban
al insulto. Su amistad de imponía.
         Por cierto que el poeta de San José le compuso estas coplillas a don Adauto:

Mi coronel don Adauto
anduvo en grandes peleyas
se las vido en las más feyas
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




pero siempre salió intauto.

Echó rayos y centellas
combatiendo por la sierra,
era entrón para la guerra
y también pa las doncellas.

Y aunque con Marte y Cupido
nunca logró tener suerte
no lo jue por estupido
ni por temor a la muerte.

Más bien jue por atenido
u por sus juertes olores,
pos guerra y amor no han sido
¡sino puros trasudores!
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




El vicario de Baco

       El Güero Sabás, tabernero del pueblo, alquimista de la alegría, terapeuta sui generis y sus dos íntimas, inseparables
       amigas.




Justo al lado de la tienda de mi compadre y en el mismo chaparro portal estaba la taberna del lugar. La
atendía su propietario, el Güero Sabás, un hombre ya vejancón con cara de sufrimiento. Y es que no era
para menos el que así la tuviera: el pobre padecía de terribles almorranas -”almosapos” las llamaba él,
de tan grandes y feas-. Nomás de ellas hablaba. Ya les tenía hasta nombres: Pasesita, por estar a la pura
pasada, y Wenceslada, por estar ladeada; así cuando alguien le preguntaba por su salud contestaba:
        -Parece que Pasesita amaneció hoy más calmadita.
        O bien:
        -¡Esta Wenceslada, jija de un chingao, cómo anda ora de alborotada!
        Yo creo que a pesar de todo había llegado a encariñarse con ellas. Cuanto remedio le daban se lo
hacía: que dedos de fraile cargados en la bolsa trasera del pantalón, que lavados con histafiate, lo que es
mejor, con romerillo, aunque se le arrugue todo el silabario; que compresas de cebolla con jitomate
tatemado; bueno, ¡hasta raspados de nieve de limón se ponía el pobre hombre en el sufiate! Pero nada,
ahí seguían tan rozagantes y sanotas las endinas. Y si alguien le sugería -como yo lo hice- que fuera a
Durango o Torreón a operárselas, con gesto cortante y de disgusto replicaba: “¡A mí el fundillo no me
lo a toca naiden, mejor me muero con ellas!”
        Lo único que le daba algún alivio eran unos supositorios que alguna vez le recetaran. Usaba un
cinturón con carrillera para balas, sólo que en lugar de éstas lo traía lleno de supositorios:
        -Es que si los cargo en la bolsa se me aguadan, aparte de que cada rato tengo que cortar
cartucho -explicaba, muy serio.
        Una vez el señor cura, condolido de su triste situación, quiso consolarlo:
        -Mira Sabás, ¿porqué no llevas tu enfermedad con resignación? Todos tenemos una cruz que
cargar en la vida.
        -Sí, señor cura -respondía vivamente el Güero-, ¡pero yo la cargo en el fundillo, nuay derecho!
        Para bregar con borrachos -lo cual es un verdadero arte-, el Güero era todo un as. Y cómo él
mismo decía: “Después de lidiar con mis canijas almorranas, a estos briagos cabrones como quera los
lideo”.
        Si alguien le mentaba la madre -cómo por cualquier motivo suelen hacerlo los borrachos y los
automovilistas mexicanos-, él, encogiéndose de hombros exclamaba: “Eso a mi me importa madre,
¡que al cabo que a mi me parió mi tía!”
        En invierno, cuando el frío de esas latitudes cala hasta los tuétanos, la mejor calefacción que se
podía obtener por aquellos lares era tomarse uno de los famosos y universalmente reconocidos ponches
del Güero Sabás. Su efecto era instantáneo y duradero. Además de tener acción termodinámica, poseían
propiedades altamente curativas, según aseveraba, convencido el Güero:
        “Estos canijos ponches, aunque ustedes no lo creyan, son capaces hasta de levantar un muerto
ya cadáver, cuantimás curar un pinchi resfriao. Son regüenos pa ajogazones, aigres vientosos,
estrieñimiento aguao, cólico miserere u del otro, mal de orín, roncor del entestino, vascas
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




escrementosas, bubas malpasadas... Güeno, pa que no se enreden, casi pa todo, menos pa las
desgraciadas, enfelices almorranas. Pero eso si, estos ponches hay que saber tomarlos, de plano que no
son pa cualquier jijo.”
        -¿Y cómo deben tomarse, Güero? -yo lo interpelaba.
        -Güeno, pos pa empezar la naranja, a medio carril las pasas, y no me lo cucharién, eso sí, ¡no lo
cucharién!
        Todos los días a la una de la tarde, un borrachito muy circunspecto y un tanto tambaleante, el
famoso Joy joy joy -así era mundialmente conocido-, salía de la cantina con un enorme cohete de
arranque en las manos. Se detenía, solemne, en la mitad de la calle, lo encendía con su cigarro y cuando
el estruendo de la explosión retumbaba por todos los ámbitos lugareños, el Joy joy joy, con voz potente
y mezcalera gritaba: “¡Ya quebró el día, pelaos!” Era la señal tan esperada de suspensión de labores y
de que el día quedaba abierto de par en par para los adoradores de Baco. Para muchos, esta apertura
sólo se cerraba con una guarapeta de órdago. “Cual debe de ser”, sentenciaba muy serio el Joy joy joy.
        Uno de los primeros en acudir al imperativo llamado del dios Baco y de su acólito el Joy joy joy
era Pancho Coria, el briago del pueblo, el borracho por autonomasia. Cuando estaba a medios chiles era
ingenioso y simpático, pero esos medios le duraban ya bien poco, pues pronto caía en el aturdimiento:
“Es que ya está muy prenetao por el vino”, sentenciaba doctamente el Güero Sabás. Era Coria
carpintero de oficio y el único sostén de su madre, y una hermana tísica en las últimas. “Mi hermana se
secó porque no la regaron a tiempo”, explicaba Pancho. Sufrían mucho las pobres mujeres, pero éste ya
no tenía remedio.
        Su especialidad eran las cajas de muerto.
        -Porque yo sagaz y poco pendejo, cuando voy a entriegar el cajón, pos me quedo al velorio -me
explicaba guiñando el ojo-. Muncho me gustan los velorios -proseguía-, siempre en ellos hay ambiente,
amigos y sobre todo, café con piquete. Luego, en la madrugada, no falta con quen echar un conquián u
hacer alguna apuesta; por evento, que quén se duerme primero, que quén apaga dos velas con mesmo
soplido y otras asina de ese mesmo jais. Yo el otro día les apuesté a que me brincaba de aigre al muerto
y ¡voytelas!, que me duraba, y hasta les dije: “Si me dan otro pajuelazo, se los brinco a lo largo”. No,
pos no libré y di el azotón contra el dijuntito, y allá va a dar el probe. Ya se imaginará usté el
descuajaringue que se armó. La viuda toda se despedorró y ahí quedó bien desmayatada. Al último,
como ya taban todos bien ebreos -pa tratarlos poléticamente, como ustedes los curros-, pos deatiro se
nortiaron y a quen metieron a la caja jue a la viuda. Al dijuntito, como ya taba bien tieso, pos ahi nomás
lo dejaron recargao contra la pader.
        Pancho Coria tuvo, como casi todo ser humano a lo largo de su existencia, un momento estelar,
un fogonazo de gloria. Digo que casi todos los hombres, porque hay algunos que pasan la vida sumidos
en un pantano de mediocridad que, como los sapos, creen muy seguro y no se atreven jamás a asomarse
al radiante mundo del sol, donde está el peligro, pero también la belleza.
        La apoteosis de Coria fue allá por sus lejanos veinte años y nada más y nada menos que en la
capital del mundo mariachero y borracheril: San Marcos de Aguascalientes. Ahí en apretadísima justa,
destacó por sus grandes méritos y elevó su fama y sus lauros de bebedor excelso a alturas que parecían
inmarcesibles.
        Sucedió, en efecto, que como todos los años durante la famosa feria de abril, se celebró el
antiguo y ya institucional concurso de tomadores -así les dicen a los borrachos cuando quieren tratarlos
con cariño-. Consistía esta sensacional prueba, como tantas otras que se celebran en el mundo y que
tanto han hecho en beneficio de la cirrosis hepática, en recorrer quince diferentes cantinas tomando en
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




cada una dos copas de tequila y dos cervezas. Quien completara el circuito -más bien viacrucis- en el
menor tiempo, ganaba. Naturalmente, había jueces vigilando, principalmente en los urinarios, pues no
se valía vomitar; quien lo hiciera, quedaba automáticamente descalificado. El premio consistía en mil
pesos -una fortuna en aquel tiempo-, una caja de tequila y lo más significativo: un trofeo con diploma,
el cual acreditaría ante las futuras generaciones la hazaña realizada.
        Ese año, mi compadre, el Güero Sabás, mi coronel don Adauto y otras distinguidas
personalidades que conocían la capacidad inflativa de Coria, patrocinaron a éste para su viaje a la
capital ebriocálida. Naturalmente, estuvo entrenando arduamente con varios meses de anticipación, así
que llegó a la competencia luciendo su mejor forma. Se celebró aquella con el esplendor y entusiasmo
acostumbrados. Coria, aunque no logró el primer lugar -ni Julio César a su retorno de la Guerra de las
Galias-, se sentía tan satisfecho. La caja de tequila, que de todas maneras ganó con su honroso segundo
lugar, no llegó: se acabó en Zacatecas festejando la victoria. Pero si llevó su diploma, eso sí, aunque
sólo fuera como él decía: “Nomás de mentada honorífica”. El habérsele escapado el primer premio no
lo apesumbraba mucho, que la suerte así es; además, quien resultó campeón era un veterano de muchas
batallas, todo lleno de mañas.
        Pancho no se cansaba de relatar su hazaña ante sus admirados coterráneos:
        -Cuando empezó la carrera, éramos treinta valedores ajilaos en la barra de la cantina del Hotel
Imperial; ahí mesmo tenía que terminar. Al salir, luego luego tuvimos las primeras bajas: a dos pelaos
me los pepenaron sus viejas, que nomás taban a la espera pa jalárselos. Después que siguemos ya todos
como hasta la mitá, ahi empezaron ya las desierciones. Unos por no tragarse completas las copas u las
cervezas. Otros, que jueron las más, por gomitativos, pos con las priesas nomás le rejurgitaba a uno el
gaznate. Ya pa la décima sólo quedábanos ocho u nueve, y eso ya casi todos dando bandazos y
haciendo grandes estremos de vascas y trasudores. Cuatro iban de plano a gatas, y por más que la gente
les gritaba y enseñaba la direución, ya no jallaban ni pa ónde ganar. Uno de ellos se nortió tan de a feo,
que se metió a una iglesia gatiando por mero en medio de las bancas y ahi nomás gritando: ¡No me
retiren tanto la barra, cabrones! Apenas libró a llegar hasta el comulgatorio y ahí quedó empinao y
mermurando: Pinchi cantinero, que alto pusites el estribo.
        “Ya faltando tres cantinas sólo quedábanos cuatro vivos y todos parejiando; naiden aflojaba ni
un sesenta y cuatro. A poco vide que cayó uno, dio de ancho contra un poste y ¡cuás!, ni pío dijo, pos se
partió toda la jeta el probe. Al tercero lo atropellaron unos burros mieleros, pos con la briaga y las
ansias de ganar, agarró un paso derroblado... y ahí nomás se jue ladiando, hasta cair a media calle, por
donde iba pasando la recua. Ya pa las últimas dos paradas el otro se me adelantó, yo no jallaba por que
juera, pos nos atragantábamos el tanguarnís con la mesma velocidá. Cuando llegamos a la meta, él me
sacó una de ventaja. Y hasta entonces me di cuenta porqué jue: el desgraciao -chucha cuerera- no iba a
miar en los mengitorios, se hacía en los mesmos pantalones al tiempo que bebía, pa no entretenerse en
eso. Acabó todo chorriao y jediondo, pero ni juerza que le hizo a lora que le entriegaron el premio.
        “Pal año que viene, si Dios es servido y astedes me empatrocinan de nuevo, ese güey me hace
los puros mandados. Total, me pongo de a tres calzones empalmaos pa que agsuerban todo el aguanal”.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




La importancia de llamarse Mateo y ser ateo

       Donde se aclara que un antropófago tiene que ser también un filántropo, pues uno no se come lo que no le gusta. Si
       bien un filántropo no tiene que ser un antropófago, ya que uno puede gustar de alguien sin tener por ello que
       comérselo.




El doctor don Mateo Martos era un ateo santo o un santo ateo, como ustedes digieran mejor ese
aparente contrasentido. Además, el único santo que he conocido que hiciera milagros, español hasta la
médula, natural de la Villa de Cabra, allá en la andalucísima provincia de Córdoba, anarquista desde su
juventud, conservaba con gran celo los ideales libertarios de Bakunin, aunque atemperados en sus
extremas manifestaciones por la edad y la reflexión. Así, al estallar la Guerra Civil española, él militaba
activamente dentro de la Federación Anarquista Ibérica, la temible FAI, encuadrándose desde luego en
la famosa columna Darruti, formada por éste para combatir en el frente de Aragón. Durante tres largos
y heróicos años luchó en primera fila con el bisturí y el fusil, curando e hiriendo, salvando vidas y
segándolas: terrible paradoja de un médico combatiente. Defendió sus ideales como tantos otros
millones de españoles lo hicieron en ambos bandos: hasta lo último, hasta recalar exhaustos y vencidos
en los campos de concentración franceses; hasta las mieles de la inútil y dolorosa victoria, los que
triunfaron sin triunfo.
        Lucharon como leones y perdieron; pero pelearon, no huyeron como conejos asustados, como
otros que ya conocemos. Dieron la cara y se batieron a pie firme y cuando derrotados se acogieron al
amparo de nuestra bandera, dieron a México -el nobilísimo país que así los recibía: como hermanos y
abierto de brazos-, lo mejor de sí mismos y, como en el caso de nuestro recién conocido doctor, su
salud y hasta su vida.
        El doctor don Mateo Martos no vivía en San José, pues por aquella época no había médicos ahí,
sino en Nieves, e iba todas las semanas a dar consulta en nuestra localidad, a curar y aún a efectuar
arriesgadas y emergentes operaciones quirúrgicas.
        Hombre ya sesentón, de aspecto cansado, blancos cabellos y ojos de un azul intenso, tenía la
figura ascética y deshumanizada de un personaje del Greco. Parecía arrancado de El entierro del conde
de Orgaz. Cuando la resaca de la tormenta lo dejó en playas mexicanas y habiendo quedado la política
entre tantas cosas de un pasado muerto, sólo pensó en dedicar el resto de sus días a servir al pueblo
humilde, del que provenía y a quien verdaderamente veneraba. Hombre de vastísima cultura, era un
conversador inigualable. Muy joven aún, casi un niño, emigró como tantos otros de sus coterráneos a la
industriosa Barcelona. Ahí fermentaban, entre la masa paupérrima de obreros mal pagados y peor
tratados, las ideas revolucionarias de todo signo, que para espíritus idealistas como el de don Mateo
eran un imán imposible de resistir:
        -El anarquismo libertario -me decía emocionado, aunque con cierto aire de tristeza- es la
doctrina redentora más hermosa después del cristianismo, cronológicamente hablando, y también como
éste, es irrealizable, utópica, impracticable, ya que ambos están sentados sobre una falsa premisa: la
hermandad de todos los hombres de la Tierra. El hombre es por naturaleza egoísta, y está física y
mentalmente condicionado por la evolución para la lucha por la supervivencia. Pedirle lo contrario es ir
contra las leyes naturales que, desde los más remotos tiempos, lo motivan.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




        “Si el hombre prehistórico hubiera empleado la caridad o la compasión, hace millones de años
habría desaparecido sin dejar rastro Abel nunca hubiera poblado la tierra, sólo Caín podía hacerlo. En el
cristianismo, aparte de un puñado de seres privilegiados o anormales -en su sentido etimológico y no
peyorativo, como se de la casi siempre a esa palabra-, nadie ha practicado esa doctrina sublime. Para
mí, Francisco de Asís es el máximo exponente de los pocos que la comprendieron; en México, quizá
solo aquellos frailes heróicos que vivieron tras las huellas de los rudos conquistadores.
        “En la anarquía, de los que yo conocí, que fueron muchos, solo Buenaventura Durruti -extraña
mezcla de caballero andante, guerrillero y asesino- pensaba en los demás antes de pensar en sí. No es
que tuviera caridad o compasión por ellos -eso es un atributo del cristianismo-, sino que sacrificaba sus
personales intereses y supeditaba todas sus acciones al triunfo de la causa, que para él sería el bien de la
colectividad. Así como el cristianismo fracasó en la creación del hombre justo del Evangelio, así
también la anarquía falló en la confección de la sociedad libre y justa que soñaron los nihilistas rusos
encabezados por Bakunin.
        “No fallaron las doctrinas, sino el elemento humano en el que deberían proliferar y
desarrollarse. Además, muchos anarquistas -Durruti y los Ascaso, entre otros-, llevados por su ardor o
desesperación, cayeron en crímenes execrables, imposibles de justificar. Condenar globalmente al
anarquismo por ellos, sería tanto como condenar igualmente al cristianismo por las terribles iniquidades
cometidas por el tribunal de la Inquisición, o por la cruzada contra los indefensos cátaros o albigenses.”
        En San José, el doctor Martos había instalado un pequeño y muy modesto dispensario en la
trastienda de la botica de Don Elías, donde atendía, infatigable, a infinidad de pacientes, la inmensa
mayoría gente muy humilde, a los que trataba con una bondad y paciencia admirables. Solo cobraba a
quienes sabía podían pagarle. El dinero realmente no significaba nada para ese espíritu selecto. Lo
necesario para subsistir y ya. Su manera de vivir era realmente estoica.
        Por cierto, el Güero Sabás siempre se negó a ir a consultarlo: “No, ¿a que voy?”, protestaba
lastimero. “Esos doitores luego luego queren tasajearle a uno el fundillo, no saben otra cosa”.
        A veces tenía que efectuar verdaderas operaciones de cirugía mayor que no admitían dilación.
En esas ocasiones le ayudaba una mujer partera más que empírica -tal vez lírica- y cuyos
conocimientos de la medicina provenían de haber trabajado algunos años en el hospital civil de
Durango... como fregona y barrendera. Don Mateo la disculpaba: “lo hace con muy buena voluntad la
pobrecilla”, decía generosamente. Otra cosa que también hacía de muy buena voluntad, eran niños, que
paría invariablemente cada año de diferente padre. Cuando el doctor, paternal, la reconvenía por ello,
ella simplemente se encogía de hombros y le contestaba:
        -Ay doitor, pos qué quere que haga, yo soy retequerendona.
        Y esta prolífica y desaprensiva dama se llamaba, precisamente, Virginia. En el pueblo, con gran
tino y para abreviar le decían Virgen. Don Mateo, moviendo la cabeza de un lado a otro, al observar la
prominente y sempiterna panza de Virgen, le espetaba: “Tú, mujer, debías llamarte Concepción Segura,
¡con lo atinada que eres! ¡Mira que tu padre como profeta fue un verdadero fracaso; vaya nombrecito
que te puso, te sienta como a San Pedro un par de pistolas!”
        En cierta ocasión trajeron al doctor un herido de bala en muy grave estado. No había alternativa,
debía operarse de inmediato. Don Mateo se entregó a su tarea con ardor, auxiliado por Virgen -que
siquiera servía para restañar la sangre-, cuando a la mitad de la intervención, el paciente no pudo
soportarla y murió.
        -¡Se nos fue, Virginia, se nos fue! - dijo con profundo desaliento el doctor. Entonces aquella,
con el mismo gesto y ademán de éste, comentó:
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




        -¡Achis doctor, y tan bien que íbanos!
        Al presentarlo, he dicho que el doctor Don Mateo Martos, aparte de santo era ateo:
        -Aunque me vaya mal con el nombre -comentaba resignado-, claro que me iría mejor Mateo el
Evangelista que Mateo el Ateo, pero así como Virginia no escogió el nombre que le ha sentado tan mal,
así yo: no escogí ni mi nombre ni mi ateísmo. Éste vino solo, poco a poco, podríamos decir que a la
chita callando. Un buen día, sencillamente llegué al convencimiento pleno de que estaba solo,
prácticamente solo. Mi consciente era lo único que existía.
        -Debe ser terrible ese momento -le interrumpí.
        -No, en lo absoluto -contestaba vivamente-. Lo terrible es la duda, la incertidumbre. Pero una
vez llegado a la certeza, no hay nada que pueda hacerse al respecto y alcanza uno la ansiada paz
interior. Los creyentes más convencidos y ortodoxos y los ateos sinceros se asemejan mucho, ambos
tienen que aceptar su verdad con humildad, solo así pueden ser tolerantes, y la tolerancia, señor mío, es
tan difícil de alcanzar.
        Comentando con mi compadre el ateísmo del doctor Martos, me preguntó intrigado:
        -¿Ateyo? ¿Y eso qués, compadre?
        -Pues es aquel que no cree en la existencia de Dios -le respondía.
        -Pos, ah caray, ¿entons en qué cree?
        -Pues en las realidades tangibles, es decir, lo que usted puede ver o tocar, en la justicia, en sus
ideales, no sé... quizá en la bondad del hombre.
        -Pos entons, al revés voltiao que yo, porque yo en Dios como no voy a crer si de a tiro lo estoy
viendo. Yo en lo que de plano no creyo es en la buendá de los hombres, tovía de las mujeres, pos pase,
si todos, no agraviando a don presente, son un hatajo de cabrones que nomás tan pa fregar al que
puedan u se deja. U si no, dígame: ¿quén hace algo por los demás sin estirar luego la mano? Asina que
me dispense muncho el doitor don Mateyo, pero en eso sí que anda errao.
        En forma comedida y amable reconvenía yo al doctor el desperdiciar su talento profesional y su
preparación intelectual trabajando como médico de pueblo, en vez de enseñar en algún centro de
estudios superiores -como yo lo había hecho alguna vez-, que estaba seguro le abriría las puertas
generosamente. Él me miraba con la tristeza del que no es comprendido y moviendo negativamente la
cabeza, siempre repetía lo mismo:
        -No se le olvide, señor mío -me hablaba de usted, no obstante la diferencia de edades-, que un
intelectual revolucionario se debe primero al pueblo y tendrá que servirlo en donde más pueda
ayudarlo, no donde él pueda brillar más.
        La charla del doctor, con ese dejo andaluz al hablar, era para mí un refrescante baño de
sabiduría. Don Mateo llegaba todos los jueves en el destartalado camión que cubría la ruta de Nieves a
Estación Camacho. Una brecha infeliz, polvorienta y extenuante. El regreso casi siempre lo efectuaba
conmigo, en mi yip -”El mulo de acero”, lo llamaba el doctor-. Dos horas dado tumbos y tragando
polvo con tal de escuchar la cátedra de un maestro. Ojalá y los santos que veneran los creyentes hayan
sido la mitad de santos que este humilde e involuntario ateo.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Un caballero balín

       Donde el lector tendrá la oportunidad de conocer a un ejemplar de la fauna mexicana, que aunque incluido en la
       Rusticatio mexicana del padre Landívar, actualmente está en vías de extinción. No obstante que esto no alterará en
       nada la ecología nacional, sí lo hará con la heráldica y la güevonética (ciencia, ésta última dedicada al estudio de la
       técnica y propedéutica de vivir del tuvo y del cuento).




Don Ramón de la Pedroja y Tratevilla, Caballero de Colón... y de industria, sablista profesional y
enemigo público número uno del trabajo, pero enamorado del producto que rinde el de los demás, era
el hombre más indefinido que haya parido mujer alguna; desde el nombre, ya que en el pueblo era
Ramoncito, para sus amigos -si es que le quedaba alguno- Ramonete, en su familia Ramonín, con su
vieja criada Monchito, y para algún despistado que se dejara impresionar, Don Ramón; hasta el color
de sus ojos que no eran azules, ni verdes, ni grises, ni... “Son de color de atole”, zanjaba mi compadre,
y añadía: “Este Ramoncito no es nada, Ni viejo ni joven, ni probe ni rico, ni macho ni marica, ni alto ni
chaparro, ni bueno ni malo; es lo que se dice como la caca de perico: ni huele ni jiede.”
        Desde que nació no hizo otra cosa que ir perdiendo los bienes que heredó, materia en la que con
el tiempo llegó a ser un verdadero experto. Todo lo sacrificó en aras de conservar una posición que,
cuando yo lo conocí, ha tiempo había dejado de ser ya no digamos sólida, ni siquiera líquida;
podríamos decir que; más bien, gaseosa.
        Su familia había sido propietaria de dos grandes haciendas de por el rumbo, de no muy limpia
prosapia, de la cual podían haber dado testimonio los obispos de Durango y Zacatecas que en tiempos
de Juárez habían puesto a nombre de aquella, para escapar a la ley desamortizadora que promulgara
con tanta visión ese gran gobernante: acción que después los descendientes no reconocieron. Y como
dijo mi compadre: “Salieron con que ¿cómo dicen que dijo que dijieron que bian dicho quesque eran de
la iglesia?” Total, gracias a su reconocida piedad, la familia de la Pedroja fue desde entonces muy rica.
Lo fue hasta la revolución ya que desde ese tiempo y por largos años, quedaron las extensas
propiedades prácticamente abandonadas, en manos de administradores no siempre honrados -aunque
ladrón que roba a ladrón...-, mientras la familia, “huyendo de los pelados”, se daba la gran vida en París
y Madrid. Cuando por fin se asentaron un poco las agitadas aguas de la contienda civil y pudieron
regresar a sus lares encontraron la tierra, claro, esa nadie se la puede llevar, pero eso fue todo; ni una
triste borrega o cosa alguna que andara en cuatro patas, como no fueran venados o burros salvajes. Ahí
empezó la decadencia Pedrojuna, que en la época de que hablo había alcanzado su cima definitiva.
        Ramoncito radicaba de ordinario en Durango, pero cuando sus amigos y parientes se hartaban
de sus imparables sablazos o por lo menos de sus oportunas visitas, siempre a la hora de comer,
emigraba a San José, donde conservaba su única y restante propiedad: una casona noble y antigua,
aunque muy descuidada, la Casa del Diezmo, como era conocida en el pueblo y que por su
denominación, a las claras denotaba ser otra adquisición hecha gracias al acendrado catolicismo de sus
ancestros. Decíamos que la casa estaba muy descuidad y en eso nos quedamos cortos, porque en verdad
era una ruina. Las paredes de sus numerosas estancias y habitaciones tenían enormes boquetes por
todas partes; en los pisos, grande hoyancos mal resanados hablaban de cuál era el pasatiempo favorito,
o más bien, única actividad de su dueño: buscador de inexistentes tesoros. Era una obsesión para él.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Tenía un pequeño artefacto eléctrico -el detector de tesoros, como pomposamente lo llamaba- que
llevaba siempre consigo y que no obstante jamás haber acertado, aseguraba que era infalible. Tan
infalible que en cierta y memorable ocasión, en el corral de don Alejo hizo brotar un pozo artesiano,
pues al excavar ahí donde marcaba el aparato de marras, toparon y rompieron la tubería que lleva el
agua desde la bomba del río al pueblo, que gracias a Ramoncito quedó una semana en forzosa y
mugrosa sequía.
        Otro dolorosa fracaso tuvo cuando buscando en la casa de Artemio, el del molino, el detector
marcó claramente un punto en la pared de la habitación. Convenció al dueño y con grandes barras
empezaron a romper el muro. Habrían profundizado uno o dos palmos, cuando la barra topó en madera.
“¡El cofre! -exclamó excitado Ramoncito- ¡El cofre del dinero! ¡Somos ricos, Don Artemio! ¡Por fin!
¡Somos ricos!”, gritaba eufórico, mientras golpeaba frenético para ensanchar el hueco abierto. Una
vieja tabla quedó al descubierto. Sin esperar mas, Ramoncito asestó tremendo barretazo a la madera, al
mismo tiempo que un gran estrépito de platos y cristalería rotos se escuchaba al otro lado. Cuando se
hubo despejado el ambiente, aparecieron a través del enorme agujero los rostros admirados y
boquiabiertos de los dueños de la casa vecina, que habían visto como inexorablemente la alacena de su
comedor se venía abajo con un ruido pavoroso y acababa con toda la vajilla familiar, apareciendo en su
lugar, jadeantes y estupefactos, los ínclitos buscadores de tesoros.
        Ahí acabó Ramoncito con sus últimas reservas monetarias. Pagar los platos rotos y arreglar los
desperfectos le costó sangre. Pero ni por esas se dio por vencido, ya que explicaba:
        -El detector funcionó a las mil maravillas, pues había un tazón de plata en la alacena. Lo que
pasa es que esta actividad tiene sus riesgos y sus pérdidas. No siempre se puede ganar.
        Ramoncito, naturalmente, presumía de sangre azul; se decía descendiente de unos marqueses
españoles, pero lo cierto es que su bisabuelo llegó de la península a trabajar en una hacienda de la
región y ahí casó con la hija del dueño, que es la forma más rápida, efectiva y placentera de “hacer la
América”.
        Por supuesto que Ramoncito, siguiendo la acendrada devoción de sus antepasados -que tanto les
había redituado- era muy católico, rezandero muy reconocido. Siempre se encargaba de guiar el rosario
en cuanta ocasión se hacía menester esa monótona y pía cantaleta, y podía recitar la letanía y contestar
la misa ¡en latín! ¡Así como lo oyen! Esto, desde luego, impresionaba a los rancheros, para quienes esa
lengua muerta es una especia de cábala mágica, que solo los iniciados poseen. Yo pienso que gran parte
de la medrosa reverencia que sienten hacia el sacerdote es por eso.
        Y en materia de latines Ramoncito no perdonaba. Recuerdo que en el funeral del suegro de mi
compadre, se indignó mucho porque dos viejillas beatas rezaban el réquiem de difuntos como Dios les
daba a entender:

       Requien tena doña domine
       Más perfeuto es Lucifer
       Que crezcan en paz. Amén.

Ramoncito, en plena función religiosa, las apostrofaba: “¡Viejas tarugas, no saben ni lo que dicen,
mejor cállense!” Las pobres quedaban en babia.
       Cuando un forastero inquiría por la distancia que hubiera de San José a tal o cual lugar, él
contestaba místicamente:
       -Bueno, kilómetros en realidad no sé, pero de cierto que rosarios son siete.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




        Al ilustre doctor Martos, por supuesto que lo aborrecía. Con gran caridad cristiana, así se
expresaba de él:
        -A este gachupín renegado y comunista, debía correrlo de este pueblo.
        Ante tales piadosas invectivas, don Mateo contestaba:
        -Después de todo, nosotros los españoles tenemos la culpa de esas actitudes. Sembramos
intransigencia y ahora la estamos cosechando.
        Estos ejemplos de la acendrada religiosidad de nuestro distinguido y balín caballero, podrían
contarse por docenas, o más bien por cuentas de rosario, pues aún en ocasiones un tanto profanas por
no decir francamente pecaminosas, éste procuraba no apartarse de su ortodoxa y canónica prosopopeya.
De modo que sus raras visitas al Güero Sabás -no por virtud abstinente, sino por descapitalización
crónica y extrema-, en lugar de brindar con un sonoro ¡Salud!, como todo borracho que se respete hace,
siendo por lo tanto junto con la madre las dos palabras más socorridas por el mexicano, él con pía
unción exclamaba, entornando los ojos: Vinus laerificat cor hominis, después de lo cual, tranquila y
beatíficamente se ponía “hasta las chanclas”.
        Una de las pocas ventajas que puede tener un borracho católico, es poderse curar la cruda hasta
en misa. Ese era el caso del caballero de la Pedroja, a quien cupo el honor de haber desarrollado un
método sui generis para que sin interrumpir el proceso terapéutico de los efectos de la guarapeta del
sábado, se pueda cumplir con el precepto dominical, asistiendo, devoto, a la misa de once. Para ello se
colocaba una pequeña ánfora de aguardiente en la bolsa superior del saco, y pasando una paja o popote
por el ojal de la solapa, discretamente se sorbía el espirituoso líquido, sin dar mal ejemplo, ni mucho
menos quebrar el santo recogimiento que debe observarse en el sagrado recinto del templo. Era muy
útil también este sistema para aguantar sermones de semana santa, “ejercicios espirituales” y otras
ceremonias litúrgicas igualmente aburridas y por lo tanto inaguantables por otros métodos que no
fueran en dulce sopor que produce media castellana de sorronchi en la panza de un cumplido feligrés.
        Los padres de Ramoncito hicieron famosa en sus tiempos la sábana santa, piadoso y casto
-dentro de la santa castidad matrimonial- artilugio o ingenio con el que siempre cumplieron sus
sagrados deberes conyugales. En efecto, cuando el cristiano caballero de la Pedroja sentía revolotear en
su interior el demonio de la concupiscencia -”remedio para el cual está hecho el matrimonio”-,
preparaba la hermosa sábana de lino irlandés, “con todas las bendiciones e indulgencias eclesiásticas,
concedidas para cada ocasión en que se hiciera apropiado uso de ella”.
        Para la esposa, los preliminares aquellos eran el delicado aviso de lo que se avecinaba, por lo
que discretamente se retiraba a un rincón del aposento, donde había un par de reclinatorios, que era
donde momentos después se le reunía el señor, para ambos ofrecer el acto rezando con más hervor que
fervor, una breve estación.
        Enseguida ella se dirigía apresurada y ruborosa a la cama, donde desde luego, se ponía en
circunstancias. Eran éstas que se cubría de pies a cabeza con el dichoso lienzo, no permitiendo éste más
acceso a su cuerpo que por un agujero ni muy grande ni muy chico, justo a la altura necesaria, abierto
en forma de corazón y con unas letras en la parte superior primorosamente bordadas, con esta bellísima
jaculatoria: Jesús me empuje. Y bien que lo empujaban pues tantos expedientes para cosa tan expedita
no impidieron, por supuesto, que nuestro Ramoncito y otra cohorte de bodoques tarados asomaran a la
vida por el mismo cardioforme orificio de su manufactura -otro de los usos de la sábana-, solo que en
esta ocasión vuelta al otro lado y con diferente leyenda, aunque en las mismas elaboradas letras góticas:
Deo gratias.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




El inventor

       En este lugar y antes que otra cosa suceda, nos atrevemos a denunciar Urbi et orbi -dijera Ramoncito- que todo eso
       del premio Nobel y demás patrañas sólo es para apantallar pendejos, ya que de otra manera nuestra querida patria
       habría ganado varios, y Zacatecas cuando menos uno.




Crispín Bazán. Más conocido en el pueblo como Crispán Bacín, era en verdad un hombre notable.
Vaya, era tan notable que hasta se le notaba. Y lo fue en grado tal, que pasó a la posteridad como el
descubridor de la energía de inducción geodinámica. Así como lo oyen, nada más y nada menos. Algo
tan sorprendente que ni al mismísimo Edison se le había ocurrido, aunque Crispán notablemente daba
su lugar:
        -Este Tomasito de Alba -que así era su apelativo, pues lo demás ya se lo pusieron después en el
otro lado- sí era gallo, ni quien diga nada; y si se hubiera quedado en Sombrerete, donde nació, aunque
después haya renegado de su tierra, hubiéramos inventado muchos inventos juntos, pues casi nos
creamos en el mismo barrio, aunque él ya estaba labregón cuando yo apenas era un chavalillo. ¿Y
quieren saber ustedes una cosa que les voy a contar, para que ustedes la cuenten más adelante? Pues
que muchos de sus más ufanos y afamados inventos... ¡se los fusiló! Así como lo oyen. Aunque no lo
crean, así fue. Esto lo sé de cierto porque precisamente el interfecto fusilado fue mi tío carnal Pascual
Bailón Bazán, inventor de altos vuelos -ya verán porqué-, que entre muchas cosas creó el nopal
lampiño cruzando un chaveño, todo espiniento y feroz, con una verdolaga dulce, dura y lisa como nalga
de india, descubrimiento que dio paso a la tuna sin semilla, que tantos y tantos beneficios ha venido a
reportar en los drenajes públicos, caseros e intestinales, que en temporada de cosecha de aquella fruta
tan prejuiciosos taponamientos causaba, principalmente en las grandes urbes nopaleras, como son
Zacatecas, San Luis y Chalchihuites. El rejilete sin enredar -nunca explicó a nadie en qué consistía este
importantísimo invento, y esto fue verdaderamente lamentable, pues vayan ustedes a saber para cuántas
cosas no hubiera servido-, el hilo bola -esto por sí mismo se explica, ya que dio origen a la bola de hilo,
que tan útil ha sido para enredar la hebra, que antes de eso toda se nos hacía ñudos-. El tamal sin hojas,
otro destacadísimo avance, que sin embargo y por el mal uso que se le dio desde el principio, se frustró
y vino a degenerar en el pambazo revolcado, en el cual torpemente se quiso suplir la protección de la
hoja de maíz, por una triste espolvoreada de harina rancia. El tripié de cuatro patas, que dio mucha más
base y consistencia al banco de zapatero remendón, antes tan sujeto a vaivenes y columpeos, con el
consiguiente peligro del usuario. La melchocha de tajo, que hizo posible que ésta, antes tan difícil de
manejar, pudiera cortarse sin excrecencias pegamentosas que tanto embarazan el cuchillo y los dientes.
El reloj de una manecilla, que permitía agarrar horario cerrado sin las molestias que representan los
minutos, que tan culpables son de la impuntualidad de mucha gente. En fin, un titipuchal más de cosas
muy útiles que desarrolló y compuso para beneficio y progreso de la humanidad.
        “Ahora que al respetive de lo que decíamos de los avances que le hizo don Tomasito de Alba,
pues fueron nada menos que el foco y la vitrola. ¡Poca cosa, eh! Casi nada... pero ésas fueron. Claro
que no eran idénticas, ya que tenían algunas variantes, aunque no creo que éstas vinieran a ser básicas.
Por ejemplo, veamos el foco, del que tanto presumió don Tomasito: mi tío carnal Pascual Bailón Bazán,
ya mucho antes había lanzado el suyo. Claro, no era eléctrico, ¿cómo podía serlo si la electricidad
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




todavía no se inventaba? Pero salvo este pequeño detalle, que en realidad no tiene mayor importancia,
el principio -que es lo que cuenta- era el mismo y eso fue precisamente lo que copeó Tomasito para
hacer el suyo. El foco de mi tío era de petroleo. Sí, así mero era. Consistía en un quinqué o aparato -mi
tío carnal Pascual Bailón Bazán fue el que le puso este nombre y desde entonces así se llama: aparato-,
solo que en vez de ser largo era redondo, y en lugar de estar abierto por arriba para que salga el humo,
lo estaba para abajo y entonces como éste se quedaba adentro, pues había que darle vuelta, con el fin de
que saliera aquel, porque si no pa pronto se jumiaba -como dicen las gentes ignorantes- y se apagaba la
flama; de modo y manera que venía a ser igualito que un foco, nomás al revés volteado y en vez de
rosca, un agujero. Íntico al de ahora. Así que don Tomasito lo único que tuvo que hacer fue meterle
electricidad a la mecha, tapar el hoyo y... ¡listo!, todo el mundo se hace lenguas de este pelao, y a mi tío
carnal Pascual Bailón Bazán... que lo míen los perros. Así es la vida.
        “Por lo que hace a la vitrola, la cosa estuvo más o menos del mismo jais, puesto que ya mi tío
Pascual Bailón mucho antes había fabricado su toca cuerdas automático o tocacordio, como vino a
llamársele a su ingenioso invento. Consistía éste en un carrete en el que se enredaban a modo de cuerda
cuatro gruesos mecates de lechugilla bien remojados, sujetando en la punta un arco que descansaba
sobre de un violín chillao -el violín chillao es el que usan los huicholes y coras para acompañar a sus
briagos y danzantes; le dicen chillao porque aparte de que chilla de a madres, aguanta aguaceros,
borrachazos, vomitadas y demás contingencias que suelen suceder, y nomás no se hace nada- bien
amarrado a un tronco. Entonces lo mecates, al irse secando jalaban el arco y empezaba a sonar la
güijama -otro de los nombres del violín chillao- y aunque la melodía no era muy dulce que dijéramos,
ahí se descubrió el principio de tocar la música sin la intervención del hombre -o de la mujer, para el
caso es lo mismo-. De ahí a sacar la famosa vitrola, no hubo más que un paso, pues como dije en el
caso del foco, los principios -que es lo que cuenta- ya estaban dados, y ya todo se hizo abasándose en el
tocacordio de mi ilustre tío carnal don Pascual Bailón Bazán, hijo epóntimo de esta tierra.
Desgraciadamente, su falta de preparación -no tuvo como yo la ventaja del estudio por
correspondencia-, le impidió progresar en otros campos que después han sido invadidos por los
gabachos, pero en los que mi tío carnal Pascual Bailón ya estaba trabajando arduamente, o como se
dice vulgarmente, “muy entrao”.
        “Un ejemplo de esto que les platico, es la aviación -o aeronáutica, como oyí que la llamaban en
Fresnillo-. Hay muchos díceres, acerca de quien fue el primero que se aventó a volar como los pájaros.
El doctor don Mateo Martos dice que fue un tal Ícaro, el cual no pasó de la pura encarrerada y dio el
azotón, pues se le chisparon las alas que tenía pegadas con cera de Campeche. ¡También que trazas de
don Ícaro! Otro, como el mesié Mayaudon, el viajero de Las fábricas de Francia dice que fueron unos
franchutes que subieron en globo de aire caliente, como esos que sueltan en las ferias; y la Popular
Mecanis o Mecánica Popular, para los que no entienden el gabacho, dice que fueron ellos los que de
primeras se subieron a un aeroplano.
        “Pues ya vieron ustedes a toda esa gente que parece tan seria... ¡pos mienten!, o cuando menos
son supinos ignorantes, porque el primer hombre en volar por los aires fue, pa que se lo oigan y se lo
sepan, el énclito y glorioso don Pascual Bailón Bazán, mi tío carnal y noble hijo de estas tierras.
        “Bueno, creo que llevado por mi pasión familiar, exagero un poco, porque, en realidad, el
primer ser humano -que yo sepa- en surcar los aires sutiles cual golondrina fugaz y delentérea, fue
Tacho el loco, que un memorable 19 de marzo, en las meras fiestas del señor San José, efectuó su
brevísimo, flamígero y espectacular vuelo. Pues verán ustedes, sucede que Tacho, que a todo se
acomedía, estaba muy entusiasmado dándole malacachonchi a la esquila -campana, pues- mayor, en la
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




torre de la parroquia, cuando debido a un fuerte catarro “caído al pecho” que traía, se volteó para
sonarse de a dedo y soplido cuando ahí nomás que lo alcanza el esquilón mayor, dándole tal antellevón
que alcanzó a rebasar la linternilla de la torre, con todo y la cruz, antes de agarrar su vuelo en picada.
Pobre Tacho el loco, después de tan noble y tan bueno que era. Van ustedes a creer que todavía alcanzó
a gritarle al gentío que llenaba el atrio: ¡Ábranse que traigo gripaaa...!
        “Pero bueno, este vuelo quizá por involuntario no debe figurar en los anales de la aeronáutica,
-como ya les dije que últimamente le dicen en Fresnillo-. Así que en realidad el que cuenta y seguirá
contando, aunque esto les arda a los güeros, es el de mi tío carnal Pascual Bailón. Nimodo de negarlo.
Y es que su hazaña fue de verdad hazañosa.
        “Para mi tío Pascual Bailón, volar era una obsesión. Soñaba con eso. Y no como todos, que en
sueños entimos que brincamos y nos deslizamos un bute de terreno sin dar pisada. No, mi tío Pascual
Bailón soñaba con las alturas, con ser pájaro, águila, o de perdida un zopilote, el caso era andar por los
aires. Así que por años, mientras hacía otras muchas cosas, iba madurando su invento cumbre, aquel
que en verdad debía inmortalizar su nombre de Pascual Bailón Bazán. No le bastaba con haber
prohijado al antecesor directo del foco, o de la vitrola, que por sí solos merecían los lauros eternos de la
fama. Ni tantos otros que habían revolucionado no sólo la ciencia económica, sino hasta la fisiológica e
higiene, como el tripié de cuatro patas. No le bastaba todo aquello: necesitaba algo espectacular,
trascendente, e iba a lograrlo; estaba decidido, y volar era el único medio de alcanzar todo esto. No le
arrendraban ni las dificultades ni los peligros anejos a la empresa.
        “Así que una límpida y ventosa mañana de marzo, mi tío Pascual Bailón anunció a sos amigos y
coterráneos en general, que ese día era el indicado y señalado para probar su invento máximo, aquel
para el que había calentado al rojo vivo su magín -cerebro, pues- y que redundaría no solo en su
personal gloria, sino en la de su pueblo amado. Con esta retórica, aquí entre nos, quiso echarle sus
cacallacas o pedillos a don Tomasito de Alba, que desairó a Sombrerete por Nueva Yor y Detroy.
        “No, pos no lo hubiera dicho dos veces: medio San José -de por sí argüenderos y que sólo
quieren un pretexto para no trabajar- siguió a mi tío carnal Pascual Bailón hasta las afueras del pueblo,
por toda la orilla del río, hasta el Álamo de doña Juana, que así le dicen al árbol más alto de todo el
encanijao curso del Aguanaval, desde que nace en los puertos de Llanetes y Trujillo, hasta que muere
de sed en las lagunas de Mayrán. Llevaba mi tío Pascual Bailón en unos carros de mulas todos los
enseres de su invento. Hasta parecía convite de circo, pues la tambora de Román Samaniego se les
juntó muy gustosa, y a los acordes de Amor de madre y Los górgoros acompañaban la comparsa. Mi tío
Pascual Bailón, montado en un caballo grullo gatiado -me acuerdo bien-, saludaba con ambas diestras,
gozando su triunfo por adelantado.
        “Por fin llegaron al Álamo de doña Juana. Mi tío Pascual Bailón procedió a organizar todo el
experimento. El gentío de gente hizo rueda silencioso y admirado, ya que estaban a punto de ser
testigos de la historia. Varios pelaos fuerzudos subieron ágilmente por las ramas y se encaramaron en lo
más alto del árbol. De ahí con garruchas y poleas subieron todo el complicado ingenio. Lo que más
trabajo les dio fue la lancha. Sí, una lancha. ¿De qué se admiran? Esa era la base del invento. Una
lancha con dos grandes alas de petate con armazón de varengas, pegadas a sus remos, por lo que al
bogar con éstos, aquellas se mecían amplia y cadenciosamente. Allá arriba, con grandes dificultades le
pusieron su mástil con la vela enredada. Como ven ustedes, todos los principios básicos de la
navegación se había respetado escrupulosamente. Pronto estuvo todo a punto para el despegue. Mi tío
carnal Pascual Bailón subió ágilmente por una escalerilla de cuerdas puesta a propósito. Con tubos y
saracof -casco, pues- del ejército porfirista, francamente parecía la mera verdad. Ya en lo alto, se dirigió
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




a la muchedumbre reunida al pié del Álamo de doña Juana, con estas sencillas sentidas palabras:

“Paisanos míos muy queridos y pasmaos: están a punto de presencear el primer volido de mi
grandioso invento: el aigrobarco. Veo y alcanzo a destinguir las caras almirativas de los más y de
incredolicidá de los menos. Ambas las dos me valen... porque si este artefaito no vuela me quito de
inventor pa sécula y mejor me dedico a hacer coyundas para los güeyes de sus mercedes. Y es que
ustedes desconocen lo que yo conozco, u sean los prencipios de las físicas naturales. Si una lancha
anda por las aguas y no se hunde, ¿por qué no lo va a hacer por los aigres, sin cairse pa bajo?
        La juerza del viento u de las aguas es la mesma, con tal de que no sea de jierro lo que queren
que navegue, porqu eeso sí, por la ley de... güeno, pos porque está muy pesao, da de ancho. Yo sé que
hay munchos envidiosos que se están risando de mis aiciones. Yo les pregunto a esos endevidos: ¿han
visto alguna vez que una lancha pueda volar? Entons, ¿que alegan? Y ultimadamadresmentes, yo sé
que la cencia nunca es comprendida, asina que a la salú de astedes, ¡me aviento a la conquista del
enfenito!”

        “Y diciendo y haciendo, con gran decisión y coraje, mi tío Pascual Bailón soltó la vela, que se
hinchó al instante; con tremendo tirón libró las amarras y el poderoso aerobarco salió disparado, recto
como una flecha... hacia el sólido suelo, donde con horrísono estruendo de tablas rotas y la estufacción
del público asistente, se estrelló con gran limpieza.
        “Mucho muy condolido y moribundo quedó mi pobre tío carnal Pascual Bailón. Todo estrujado
y roto. Lo único que no se le rompió fue el saracof -qué bueno, pues lo estaba estrenando-, de ahí pal
real, todo. Antes de rendir el ánima, alcanzó a darme -yo era un chavalillo entonces- este sapientísimo
consejo: “Querido sobrino, como ya vites u observates... me llevó la fregada; pero muero con la
satisfaición de que por fin volé... pa bajo... pero volé, pos no siempre se puede volar pa rriba. Asina que
no te desavalorines, lo único que nesitas es treparte más alto. Te apuesto que desde el crestón del cerro
de la Bufa libras hasta Quebradilla... si no te quebras antes toda la ma...”
        “Ahí palmó mi tío Pascual Bailón. Podrán negarle la gloria de ser el inventor del aeroplano,
pero nunca jamás le quitarán la de ser como el Bautista: el gran precursor.”

Pero volviendo al personaje que con tanto calor y pasión hablaba de su tío Pascual Bailón, diremos que
heredó de éste, si no su fortuna, pues el malhadado aerobarco se llevó todo su exiguo patrimonio, sí sus
genes de inventor insigne, creador también de fabulosos aunque más pragmáticos y como veremos,
redituables progresos científicos.
        A diferencia de su tío, Crispán Bacín era hasta cierto punto un hombre ilustrado; en su lejana
juventud -ya era un hombre más que maduro- fue seminarista en Zacatecas, aparte de graduado por
correspondencia como electricista y radiotécnico. Solía ser caravanero y rebuscado en el hablar. Pero lo
que más lo distinguía del resto de los mortales, era que su taller y hogar tenían corriente eléctrica las 24
horas del día, siendo que para el resto de la población se cortaba a las 10 de la noche, quedando el
pueblo sumido en las tinieblas. Naturalmente que este hecho extraño dio pábulo a extremas conjeturas
y variadísimos comentarios. Un temeroso vacío comenzó a hacerse en rededor de Crispán: brujo,
enechizao, empautao con el diablo, era lo menos que de él se decía. Entonces Crispán, sonriendo
comprensivamente, explicó su secreto, para cortar de raíz -dijo- tan negativas especulaciones. La cosa
era bien sencilla -aclaraba muy serio-, ya que todo se reducía a la aplicación de uno de sus maravillosos
descubrimientos: la energía de inducción geodinámica, obtenida directamente del centro de la tierra, a
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




través de un invento ultrasecreto que no podía revelar, ya que estaba destinado a revolucionar todo lo
conocido hasta entonces en materia de electricidad, y él cuidaría que la gloria y los beneficios fueran
nada más para nuestro querido México. Bastantes y tristes experiencias había ya -como en los casos del
foco, la vitrola y el aeroplano- para no tener mucho cuidado, pues hay que ver que los gabachos no
duermen.
        Naturamente que ese invento tan maravilloso trascendió los estrechos límites del pueblo y llegó
a Sombrerete, donde desde luego la Compañía de Luz, no muy convencida del genio de nuestro Edison
nopalero, envió unos inspectores que pronto develaron el tan celosamente guardado secreto. Crispán
simplemente había sacado un fino alambre de cobre desde una cercana torre de conducción, y con
escondido y pequeño transformador se robaba la corriente olímpicamente. El pobre Crispán fue a dar al
bote, terminando en una fuerte multa sus inquietudes inventariles o edisonianas.
        Mi compadre, gran admirador de Crispán, no podía admitir su fraude:
        -No es cierto, compadre, no es cierto. Lo que pasa es que todas son cábulas de la Compañía de
la Luz, que sabe que se le acaba su negocio cuando cada quen agarre su eleutricidá de la mesma tierra.
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Filosofía amorosa del compadre Juande

       Separata en donde se hace un recuento de la técnica que hace porfiadas a las mujeres, hasta lograr no verse los pies.




No bien había detenido mi yip frente a su casa, aquella luminosa y calurosa mañana de mayo, cuando
mi compadre me abordó con cierto aire preocupado que no iba mucho con él. Sabía que estábamos en
el peor mes de la sequía, pero en eso todos sufríamos igual, y así se lo manifesté apenas se apagó el
ruido del motor y pude hacerme oír:
        -Está dura la seca, compadre. Ahí atrás traigo tres cueros que pelamos ayer, y quien sabe
cuántos más habrán amanecido hoy.
        -No es eso, compadre. Es otra cosa y quero que me aconseje. No sé si ya le he platicao que se va
a casar -pendejo, pero güeno, allá el- mi sobrino -güeno, sobrino de mi mujer- Baudilio, Baudilio
Rentería. Y se le ha ocurrido a este diantre de muchacho envitarnos de padrinos, pos como es huérfano
de sus papases, a mí siempre me ha mirao con mucho repeuto. Y no modo de niegarme. La cosa es que
no jallo qué hay que hacer u pagar, ¿u qué?
        -Bueno, pues eso depende -le contesté haciendo mi mejor cara de hombre de mundo-. Si la
novia es de posibles, ya sus padres se encargarán de los gastos, porque es la ironía en las bodas de las
hijas: el tener que emborrachar precisamente a quienes se las quitan. Ahora, que si no es...
        -No, pos no, compadre. Sus papases de la muchacha tan más fregaos que la riata del pozo; asina
que aquí el único pagano soy yo. Y tampoco es nomás de a la salida de la iglesia: Güeno, pos ahi nos
vimos. No, señor. Habrá que hacerles un mediano guateque, trair la tambora, matarles un puerco y unos
cóconos y por descontao que sus güenas garrafas de sorronchi pa que no hablen u digan de uno... Y
luego a más que va a ser boda derecha, porque el muchacho ha respetao a la novia. Dice que ni un pelo
le ha tocao...
        -Pues que puntería de pelao -le reviraba yo.
        -¡Ah, que compadre! Con usté de plano que no se puede hablar seriamente con seriedá.
        -No, se lo digo formalmente; yo como que en estos tiempos ya no creo en esos amores
platónicos, ¡si el niño más tardado es de seis meses! Pero hasta eso, que solo el primero sale así, ya que
todos los demás que siguen se toman su debido tiempo.
        -Pos mire, compadre: eso de que estos muchachos, mis sobrinos, haigan tenido u tengan esos
amores que dice usté, pos tampoco, nuay que ser esagerao, ya con los platos u platones se avientarán
después. Orita ¿con qué?, si los probecitos ni a menaje de casa llegan... Además que ya al Baudilio, pos
como no tiene papá, yo le he dao sus consejos, no creya. Primeramente que dende el prencipio se sepa
quén lleva los pantalones en la casa. Que no sea suato. Después, que a su esposa le dé suficiente de
todo, porque una mujer ansina bien satisfacida no anda buscando peleya por otros laos. Bien vestida,
comida y sobada, y van a ver que hasta eruta de satisfaición la endina. ¿Cómo hay hombres que esigen
fidelidá, si las train muertas de hambre por todas partes?
        “En esto del matrimoño hay unos pelaos muy afeutos a los guantones; yo creyo que eso nostá
bien, porque si la vieja también es de ley y sale retobada, pos ahi cáin ya en los amores esos platónicos
que usté dijo más antes; hay gente que luego que acaban con todo el trasterío de la cocina, se avientan
hasta la mano del metate; eso si está muy malo, porque un golpe de esos puede dejar aigreao del
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




sentido a un cristiano pa toda la vida...
        “También es muy conveniente retirar a la suegra, porque estas endevidas con sus cábulas y
chismes estropeyan más matrimoños que la borrachera. Y si dende el comienzo no se la quitan, pos ya
estuvo que no se la apiaron nunca. Y luego a estas suegras nunca hay que darles razón reuta del pienso
u de los hechos de uno. Que pregunta: ¿A donde vas, yerno? Entons sí va uno pal llano le contesta: voy
pal cerro, y si va uno pal cerro, pos voy pal llano, suegra, ¿que se le ofrece? Y asina en todo. Porque
asina las mujeres creen que lo tráin a uno todo controliao, y es meramente a la visconversa: uno es el
que las trai a ellas todas deconstroliadas.
        “Y luego, en lo atocante al dinero, núncamente hay que decirle a la vieja de uno cuánto gana ni
cuánto trai en la bolsa. El que lo hace, ya estuvo que regó todo el tepache. Una mujer nunca perdona
que gane u traiga menos de lo que uno ya le dijo. Creen u se hacen pendejas de que cren cuanta mentira
les echa uno, menos una. Manque sea verdá ya te amolates. Pos eso con ellas hay que hacer como con
los caballos cuando salen pa una larga jornada: ¿que arrancan corcoveando y retozando?, pos quietos,
porque pronto se cansan. Y en eso no nomás con el dinero, en todo hay que almenistrarlas. Sí señor:
hay que cuidar el cirio, porque la procesión es larga. No vaya a ser que en el último trecho todavía los
cantos estén muy juertes y uno ya se quedó a oscuras. Por eso digo: a las mujeres ni todo el amor ni
todo el dinero, porque se malimponen.
        “Asina como ya dije de las suegras, digo de los padrecitos. No hay que dejar que se metan en
los negocios de la casa de no, porque al rato ellos son los que mandan. Y luego que hay curitas que no
sólo dan consejos, sino otras cosas que no se han menester. De modo que la vieja que sale rezanderita,
ya sabe, mira viejita: yo te compro tus santitos y si queres hasta tus sahumerios, pero aquí en la casa,
que al cabo mi Padre Dios dende todos laos oye lo mesmo. Pa qué tantos brincos tando el suelo tan
parejo, ¿verdá?
        “Otra cosa que asina mesmo le recomendé a mi sobrino es que tenga su casa. Manque sea un
jacal, pero que allí nomás sus chicharrones truenen. No es cuestión que un hombre casao, con la
responsabelidá de una familia, ande pendiendo de otro u tomando pareceres ajenos. No le hace que
sean de la mesma familia, se sufre muncho. Se lo digo porque yo, cuando me casé pos asina le hicimos
y la verdá que ya nos jumiaba. Nos juimos a vivir con los papases de la Fausta, que nomás por un
tiempecito y nos echamos dos años con ellos. Y luego que mi señor suegro -que en gloria esté- que
como ya le he platicao, era el caporal de la hacienda de San Antonio y también un hombre muy maduro
y vociferamentoso. Yo trabajé unos meses con él y la verdá que no lo aguanté. No que me pudieran las
friegas del trabajo, pos estoy impuesto dende chico a ellas, sino que piensaba tábamos todavía como en
tiempos de los hacendados y ¡no señor! Fíjese compadre, nos decía en la noche: Güeno muchachos,
mañana nos vamos a campiar al potrero de la Tijera, ta lejos y hay que salir temprano; se me presientan
aquí antes de que salga el sol, almorzaos, miaos y cagaos... pos no quero entretenciones en el camino.
Oiga usté, la probe de mi vieja se tenía que parar a las tres de la madrugada pa fin de alcanzar a
echarme unas gordas pal camino.
        “En lo único que no me animo a darle consejos es en lo tocante a los hijos. ¡Jijos de la
Tetrazzini, pero cómo dan trabajo! Y es que todo el mundo que se casa luego luego quere. Las viejas, si
no logran un pronto, ya nomás están a chille y chille, echándole mocos a los frijoles... y a uno pos
también se le hace a ráiz, si aparte de todo la gente empieza a mermurar: que si a la potranca le
cambearan de garañón y sabe qué tantas hablanderías.
        “Luego, mientras son chiquillos no gana uno pa enjermedades y sustos: ¡que ya cagó verde!,
¡que ya negro!, ¡que ya azul! ¡jijo del máiz, cambean de color la caca pior que los camaliones! A mí,
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      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




diario cuando regresaba a la casa del trabajo en el campo, me recebían con la novedá de los colores. Al
prencipio muy gustoso porque creiba que hasta con los pañuelos me bienvenían. Pero nada, queran los
pañales del dichoso escuincle que mero me los restriegaban en las jetas. Que a ver si asina le traiba
algún remedio.
        “Después, ya añejillos, hay que echarlos a la escuela. Pos que vámonos pal pueblo. Y luego allí,
que no aprenden porque la maistra les agarró muncha enquina. Y más su son mujeres... ¡que ya las vido
feo! ¡Que ya las vido pior! ¡Que ya no las vido! Y más grandes: ¡Ave María Purísima! Allí empieza lo
güeno, porque si son viejas, porque si son viejas; y si son machos, porque son machos, y de todos
modos es puro clamor el que se oye.
        “A las mujeres, pos ni hablar, hay que cuidarles sus nalguitas, si no pa qué quere que después
salgan con que a Chuchita la bolsiaron... ¿Y de quen es la culpa? Pos de uno, manque uno esté en la vil
babia de todo el condenado asunto. Y entons, que queren ir a un baile. Y aystá la falsedá: si las lleva
uno, malo, pos nomás se la pasa haciendo cara de idioto, mientras algún mugriento pelao las bornea y
les da malacachonchi... Y ahí vienen los novios. ¡Ah carajo, pero que trajín! ¡La alborotada que se dan
las pollitas! Mire compadre: de plano que las mujeres nomás no se están silencias hasta que ya no se
pueden ver los pieses. Y de los hombres, ¿que me dice usté? Todavía Chuyito está muy tierno, ¿pero
que dilata? Yo veo a los demás, que ya los corrieron de la escuela porque le mentó la madre al maistro.
Que ya no quere estudiar, ni trabajar, ni nada, solo güevoniar. Y ahí nomás que un día. ¡pos que llegó
bien borracho el baquetón! Porque para eso sí son muy hombrecitos. Los corren de la casa, los
desgraciaos se güelven a meter por el corral, porque las mamases -viejas tarugas- les solapean todas sus
tiznaderas, y luego son las primeras en hacer sus extremos y lamientos... y ¡ánimas benditas!, pos que
ya no llegó en toda la noche, y cuando güelve tray una cruda el enfeliz que casi casi -asegún ellos- tan
por morir. ¡Ojalá y de verás se petatiaran! Pero no, que va, y aystá la vieja bruta acuestándolo y hasta
llevándole su histafiate. ¡Con razón, compadre, el mundo está lleno de cabrones! ¡Si asina los enseñan
y los hacen!
        -Todo lo que usted me ha dicho me parece muy bueno y sabio, compadre -le respondía yo
cuando ¡al fin! Podría echar mi cuarto a espadas-. Pero hay que tomar en cuenta que también usted fue
joven y que quizá hizo las mismas o peores barrabasadas que ahora que ya por la edad no puede
hacerlas, censura. Yo, aunque no soy un pollo todavía nuevo y puedo ponerme el saco en más de alguna
cosa de las que acaba de mencionar, sobre todo que como sabe, tengo mi novia en Zacatecas y espero
matrimoniarme pronto.
        -Muncho le he recomendado por eso, compadre, que se consiga una potranca que sea cerrera, de
por aquí, pa que le eche sus gordas y lo saque de apuros, u que baje más seguido a la suidá, y asina no
tenga que dar en esos extremos del matrimoño, pero veo que no ha hecho caso y nimodo, va a cair
como todo el mundo en la enjermedá, ta uno viendo como se mueren de ella pero ahi vamos muy
gustosos a que nos las peguen.
        “Y en lo atoncante a lo que dice respetive a que hice las mesmas tarugadas de chamaco ¡lo
ñego! Yo juí hombrecito desde que me parieron. Si alguna vez me emborraché -y eso porque me
agarraron desprevenido-, naiden de mi casa me vido y muncho menos mi señor padre, que me biera
desuellao a guarrapazos... Y güeno que me los biera dao, porque pa un muchacho es mejor u padre duro
que uno pasalón y aguao. A los hijos hay que enseñarles que lo güeno no es no hacer las cosas, pos no
semos santos; la cuestión está en que si uno sacó la víbora pa juera de su ahujero, uno mesmo tiene que
afrientar de frente los tarrascazos y matarla, pos el juidor que juye, lo único que gana es que le muerdan
el trasero, que es lo que se enseña; y el trasero, compadre, no se le olvide, si siquiera la mujer nesta y
31
      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




cristiana debe mostrarlo, sino tan solo a aquel que vaya a hacer un uso católico y apropiado de ese
artefaito.
        “No, y la verdá, que en esta vida hay cosas que nomás uno no compriende. Aystá por evento eso
de la esperencia. La esperencia uno la tiene cuando ya no sirve pa una chingada. ¡Cuántos trancazos se
biera uno quitao si la biera uno tenido a su tiempo! Por eso a cada rato se oye eso de “si biera yo
sabido...” Y por más que se predique, naiden la agarra en cabeza ajena. Manque les haga uno lo que mi
tío Carpóforo Menchaca a su caballo. Iba una vez mi tío don Carpo por un camino, a la mera juerza del
solazo y de la canécula, todo fatigao, casi casi exasto, y como iba pa su rancho, pos su caballo agarró
un trotecito medio reviatao. Mi tío lo sorenaba pa que volviera a su tranco, pos ora sí como dicen: “No
andaba pa esos trotes”. Y nada, al rato otra vez caiba el fregao trotecito y mi tío a irle a la rienda. Y
asina hartas veces. Hasta que a mi tío se le encabronó lo Menchaca. No me crea pero dicen que uno de
sus antiepasaos era tan fieramentoso, que cuando la inversión de los gabachos se jue pal cerro, y
cuando les caiba en un albazo, al güero que cogía vivo lo colgaba de los güevos y hasta se le
columpiaba encima. Pos sí, le decía que mi tío se enojó bien muino y dándole al cuaco un parón en
seco chispó la pistola y ¡riata!, que le sorraja un plomazo en la pura cabezota. Cayó el caballo como
ajulminao por un rayo y con mi tío encima. Se alevantó el pelao muy despacioso, le dio un juerte
resoplido al cañón de la fusca, y dijo entonces muy rencoroso y estertóreo: ¡Esperiencia, caballos
trotones!”
32
      Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre




Mi compadre, los toros y los gallos

       De la acalorada y original disputa acerca del toro, el torero y el aficionado, y cuál de los tres es el más pendejo.
       Entrando también un gallo, nomás como parapeto y sin tener en realidad nada que hacer ahí.




Mi compadre naturalmente no conocía de toros, ni maldita la cosa lo que le importaban. No se podía
esperar más de quien no tiene oportunidad de asistir a corridas con alguna frecuencia, ya que las
aventuras taurinas de don Juande se reducían a las capeas que se organizaban cada año con motivo de
las fiestas del pueblo, allá por el mes de marzo. Y digo capeas, porque los novillos que se corrían, ni se
banderillaban ni se mataban, pues bondadosamente don Julián Llaguno, el de la hacienda del Sauz, sólo
prestaba su bravura. Claro que también se los prestaba a Nieves, Sain Alto, Chalchihuites y demás
poblados circunvecinos, que de tan amolados que estaban les era imposible comprar el ganado. Así que
aquellos toretes, con tanta experiencia, sabían hasta latín. Era más difícil lidiar un animal de esos que
un Miura de cinco años. Mi compadre recordaba muy bien una de esas pachangas suicidas:
         -Si, me acuerdo, era precisamente presidente munecipal don Refugio Rentería, tío de mi mujer,
por cierto. Don Julián quera un viejo a toda madre, como todos los años emprestó los toros. Pero
también, como todos los años, los canijos taban mas toreados que una puta de cuarenta años, asina que
se iban reuto pal bulto y ¡bolas!, nomás volaban por el aigre los probes torerillos que habían traído de
Fresnillo. De modo que éstos se metieron a los burladores y ya no querían salir. Aluego que vido eso
don Refugio y como ya les había pagao, pos que les grita muy juerte: ¡Con que no queren entrarle,
cabrones, pos óra van a torear a güevo! Y que manda un polecía con su rifle a cada burlador, y a
culatazos que los saca a toriar. Nomás biera visto, compadre, los enfelices a corre y corre; se paraban
tantito a resollar y se les dejaba ir el toro, se querían salir pa juera y ahi taban los gendarmes. Ya no
jallaban que juera pior: los cuernazos o los culatazos. Mejor se cansó el novillo de corretiarlos y eso los
salvó, porque ya fallecían de ajogados.
         -Así que a usted de plano como que no le convence mucho la fiesta, compadre -le comentaba
yo.
         -Si, cierto. A mí solo me gustan los toros montándoles a las vacas o en güenos bisteces. Porque
eso de la toriada nomás como que no me entra. U compadre, ¿me va usté a decir que no? De todo el
animalero que hizo Dios para que pueblaran la tierra, no hay uno más pendejo quel toro. Hasta una vil
cucaracha u babosa, si le pone uno un dedo enfrente, u le da un atentoncito, le saca la güelta y gana pa
otro lao. Pos el toro no iñor, sigue porfía y porfía, no le aunque le hagan garras el espinazo, ¡y hasta que
se lo echan! Y luego con el trapo, ¿quere usté más pendejismo? Póngale a una triste rata un tepalcate
que parezca queso y nomás una vez lo ruñe y no güelve a morderlo. ¿Y el toro?, pos a pasa y pasa y
pasa, y antes se ahoga de cansao y hasta echa espuma por el hocico, que darse cuenta que nomás ta
cuerniando el puro aigre. Por eso a mí todos esos mentaos toreros francamente no me cain. Se
aprovechan de ese probe animal tan tarugo pa hacerle cuanta vejación se les ocurre, ¡y quesque los que
nos trujeron esas jerejías nos encevilizaron! Pos la mera verdá, taban como pa que los encevilizaran a
ellos... Usté como que me late que no es del mesmo pienso que yo, ¿verdá? -me espetaba receloso, no
conociendo mi manera de opinar al respecto.
         -Mire, compadre -le respondía medio amoscado, sobre todo por la última pedrada-, usted llama
Fernando rodríguez lapuente   dijera mi compadre (letra grande)
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Tribulaciones de un orate (autoguardado)
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CLASIFICACIÓN TEXTOS RECREATIVOS
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La décima 20150220
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El placer de la lectura
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Fernando rodríguez lapuente dijera mi compadre (letra grande)

  • 1. 1 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Dijera mi compadre Fernando Rodríguez Lapuente
  • 2. 2 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Rodríguez Lapuente, Fernando Dijera mi compadre / Fernando Rodríguez Lapuente México: Jus, 2010 320 p. ; 23 cms Serie: Horizontes ISBN 978-607-412-058-5 Nota del transcriptor El presente trabajo ha sido realizado sin ningún ánimo de lucro de por medio. Cuando cayó en mis manos una edición más ligera (y eso de chiripa) de este mismo libro de la desparecida “Ediciones el Gallito”, a la cual, por descuido o por abaratar costos, le faltaban cinco capítulos (a diferencia de la edición de Jus), su lectura me transportó al Zacatecas antiguo, del cual todavía se podían apreciar estos detalles en la década de los 70's. Buscando en muchos lugares, en Internet, en las librerías, es difícil encontrar esta maravillosa obra. Por esta razón adquirí un tomo de Editorial Jus, pagué el precio convenido y tomé la decisión de transcribirlo para que el mundo pueda conocer esta maravillosa obra, el maravilloso trabajo de un hombre enamorado, enamorado de Zacatecas. Aclaro que esta transcripción se hace respetando únicamente los modismos de los personajes, corrigiendo algunos errores de imprenta en los lugares donde éstos se han encontrado. Mi intención no es evidenciar el trabajo del editor, sino complementarlo y dejarlo listo para su correcta lectura. Por lo demás se ha respetado el orden, la tipografía y el detalle gramatical del libro. El buen Fernando Rodríguez Lapuente falleció en Celaya en el 2005. Sé bien que desde donde esté, se sentirá feliz de que su obra sea leída y compartida por tantas y tantas personas. Atentamente, Fénix.
  • 3. 3 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre A Rebeca Talancón Ruiz de Esparza, mi amada esposa y madre de mis nueve hijos. De antiquísimas familias zacatecanas -sus ancestros ya estaban ahí cuando la Bufa llegó corre y corre para tomarse la foto-, que sin poseer haciendas, minas o bancos, sino sólo el límpido caudal de la honestidad y el trabajo, han conservado siempre su categoría social e intelectual. A Jaime Hugo Talancón Escobedo, mi querido sobrino, poseedor de esas raras y reconfortantes virtudes que tan frecuente y obstinadamente se dan entre la gente de Zacatecas: el apego a su terruño, a su familia, a sus tradiciones, ¡a sus cobijas! -hace un frío de la fregada-, y a su grande y adorada patria: México. A mis viejos amigos, los rancheros de Zacatecas. Los más mexicanos de México. Siempre los tuve por lo que son: los hombres más cabales y fregados del altiplano. Con las virtudes de la gente del norte y sin los defectos de la del sur. Lo que se dice: un pueblo a toda madre.
  • 4. 4 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre En este pueblo, compadre, ahí donde lo ve de fregao, pos el más pendejo vuela de cerro a cerro...
  • 5. 5 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Advertencia preliminar El presente libraco -memorias de un hombre común- no pretende en modo alguno ser grosero, y pues nadie puede dar lo que no tiene, no siéndolo yo -aunque de pobre pero esmerada y fina crianza- no pueden serlo mis obras y acciones. Ahora bien, el emplear palabras castizas, por fuertes que suenen o lo parezcan, es un imperativo insoslayable si se quiere ser congruente con el ambiente en el que se desarrollan las diversas acciones de la obra. El acudir a eufemismos ridículos, a palabras estúpidas -llamar pompis a las nalgas- o a misteriosas iniciales, siempre ha sido idiota. A mí lo que verdaderamente me choca de un libro es lo pornográfico y el lenguaje como medio de comunicación humana nunca puede serlo; lo harán las situaciones que se describen por medio de la palabra, pero no ésta en sí. No hay palabras sucias. En todo caso lo serán aquellos que las usan. Por eso los lectores a quienes asuste un chingao dicho en su tiempo y razón, deben leer mejor Alicia en el país de las maravillas o El oficio parvo, porque aquí llamaremos siempre al pan pan y al vino porque se lo acaban... dijera mi compadre. Abundando en el mismo tema, me atrevo a asegurar que las palabras fuertes, las llamadas altisonantes, forman, quiérase o no, parte del acervo cultural de los pueblos. ¿No sería interesante conocer las que usaban nuestros remotos aborígenes? En México, todas deberían estar inscritas con letras de oro en los principales santuarios religiosos. No, y no es una irreverencia lo que estoy proponiendo. Las llamadas palabrotas, picardías, maldiciones o como quieran nombrarlas, erradicaron o más bien suplieron en forma total y absoluta la terrible blasfemia, que tan extendida está en Europa y que tanto ofende a la gente creyente y piadosa. Creo que siquiera eso se le debe acreditar a don Hernando Cortés, que en eso como en otras muchas cosas -llegarle a la Malinche, por ejemplo-, siempre estuvo al frente. Aquí esa forma de hablar se empleará de manera corriente. Es simplemente la llana manera de expresarse de la gente del campo, que desde luego lo hace mucho mejor -en todos sentidos- que la de las grandes ciudades. Los personajes que irán apareciendo al transcurrir estas páginas no son imaginarios, sino tomados de la vida real y en escenarios auténticos. Y el viaje a Europa de unas gentes rústicas e ignorantes, pero buenas y de buena fe, verídico. Ahora con los viajes en abonos y demás facilidades, infinidad de personas que hasta hace pocos años ni siquiera soñaban con salir de su pueblo rabón o barrio petatero, hoy se lanzan sin la menor preparación cultural ni estética, que por otra parte consideran secundaria o inútil, hacia los cuatro puntos cardinales, enseñando su ramplonería y mal gusto, y gastando alocadamente en las cosas más absurdas o cuando menos superfluas. Porque, después de todo, a ellos les vale... Tiene mucha razón el emérito maestro don Hermenegildo Torres, fundador y presidente vitalicio del PUP -institución a la cual, por méritos suficientes, me honro en pertenecer- al afirmar que en la actualidad cualquier pendejo va a Europa; tómase aquí el adjetivo calificativo en el sentido más de ignorancia que de tontería, que es su más usual acepción. Y ese es el caso de nuestro personaje central,
  • 6. 6 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre que de tonto no tenía un pelo, pero con tal falta de conocimientos que confunde hasta la aberración situaciones, personas, hechos históricos, lugares y épocas, saliendo siempre adelante, incólume, como Dios le da a entender; y juzga, admira y condena con la mayor sangre fría del mundo, sin perder el aplomo, como solo pueden hacerlo los ignorantes de solemnidad, los niños y los pobres de espíritu. Ya lo dicen las sagradas escrituras: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque ellos serán hartos”. Y como dijera mi también sagrado compadre: - Sí cierto, los pobres son retehartos: son más munchos que los ricos. Sobre éstos últimos -los ricos-, y especialmente los nuestros, los mexicanos, encontrará el lector frecuentes, claras, directas y no muy católicas alusiones. Y eso que los conozco; vaya, los conozco tan bien como si los hubiera acabado de desensillar, pues por algo son puras mulas.
  • 7. 7 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Introducción al estudio de mi compadre Donde se previene al lector lo que le espera, para que después no se tire a robado. Se insiste en este punto ante tres clases de personas: a) Castas de oídos, de lo demás no importa. b) Ricos o en vías de serlo. c) “Entriegaos al Vaticano”, dijera un rejego tío de mi compadre.
  • 8. 8 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Mi compadre don Juande Donde aparece formalmente el personaje principal de la obra. Antes de hacerlo debo, con todo respeto y a guisa de presentación, repetir lo que su también compadre el coronel don Adauto Torres dijo de él, en un rapto de sinceridad: -¡De esos hombres debían agarrar cría las mujeres, no de cualesquier hijo de la chingada! El río Aguanaval -hermoso y náutico nombre para tan triste río- es una tímida corriente de agua que arrastrándose penosamente por las fragosas, reververantes y áridas llanuras del norte de Zacatecas, va formando un serpenteante oasis, asiento generoso de muchos pueblos y villorrios perdidos entre nopaleras y huizachales, tan tércamente enraizados en su reseco suelo como sus habitantes: gente buena, mestizos de abolengo, cristianos viejos -dijeran las crónicas antiguas-, curtido el cuero por el sempiterno viento chivero y el alma por la ancestral lucha por la supervivencia, que en esos parajes, con sus terribles sequías, alcanza dramáticos niveles. En una de estas comunidades, San José del Álamo, pueblo feo y revolcado, abandonado a su suerte .como tantos otros de nuestro México- por las potestades humanas y divinas, pasé unos años en los lejanos cuarentas de mi perdida juventud, cuyos recuerdos son el fresco y purísimo chorro de agua al que me acerco buscando el alivio en las crudas que dejan las borracheras espirituales, tan frecuentes en los hombres que afrontan la vida con valor. San José del Álamo conoció mejores épocas en el siglo pasado. Fue centro de haciendas ganaderas, y muchas de sus construcciones, ajadas, tuertas y remendadas, son nostálgicos testimonios de la pasada prosperidad a que he aludido. Vino a menos cuando la fragmentación de la tierra hizo incosteable la cría de ganado ovino, que requiere de grandes extensiones de pastos para que sea rentable. Como por otra parte, los hacendados, además de trasquilar a las borregas trasquilaban también a los pastores, la pérdida no fue tan grande como pudiera pensarse; lo que se perdió de borregos se ganó en seres humanos. Y aunque siguieran igual de miserables que antes, tenían ya algo que no se compra con todo el oro del mundo; la dignidad del hombre libre. Esto, por supuesto, muchos jamás lo entenderán. Dando frente a la plaza principal -y única- del pueblo, hay una casona de altos, con balcones de hierro forjado y un portalón chaparro y de gruesos pilares: es la cas de mi compadre don Juan de Dios Muro Cavazos, mejor y muy conocido en todos los alrededores como don Juande -”Asina, juntao”, como él mismo decía-. Alto y fuerte, además medio agüerao, imponía respeto su presencia. Cuando yo lo conocí andaba en los cuarenta y tantos años, llevaos bastante bien, no obstante lo machucao, como afirmaba muy serio. Un eterno y lampareado sombrero tejano -”No se lo apea ni pa cagar”, comentaba Fausta, su mujer- coronaba su entrecana y enmarañada cabeza; siempre echado hacia atrás, dejaba salir un mechón desordenado que le caía sobre la frente. Toda su figura me hacía recordar a esos generales revolucionarios de los primeros tiempos. Si me apuran mucho, diría que al villista Rodolfo Fierro; claro, sin esa torva mirada y rictus burlón con que éste adornaba su rostro. Al contrario, don Juande reflejaba en el suyo todos los componentes que formaban la esencia de su carácter: jovialidad, optimismo, socarronería, sobresaliendo de entre ellos franqueza y bondad. Su espíritu no conocía dobleces o recovecos. Era exáctamente de una sola pieza. Compacto. He hablado antes de Fausta, su mujer. La Fausta, solía llamarle él. Hembra tal para cual: aunque
  • 9. 9 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre ella de menor edad hacían, sin embargo, una buena pareja. No en lo físico, pues ella -al contrario de su marido- era morena, “prieta, güena y de alzada, como las mulas de la hacienda de Gruñidora”, decía riéndose mi compadre don Juande. Sin ser lo que se llama una mujerona, mi comadre Fausta era alta, maciza y todavía de buen ver. Acostumbraba una risa franca y contagiosa, aunque un tanto estrepitosa, por no decir vulgar, cual correspondía a su rústica condición. Yo me hago cruces para saber de donde sacó el mestizo mexicano ese desorbitado modo de expresar todos sus sentimientos, si tanto el indio de la altiplanicie como el campesino castellano son verdaderamente parcos y ecuánimes para expresarlos. Tenía tres hijos, “y varios que se sebaron”, decía el hombre con un dejo de tristeza. Dos muchachas en edad de merecer y un chamaco consentido y latoso. “Es ques el más menor”, explicaban los padres, tratando de disculpar las necedades del muchacho. Lupe y Aurelia se llamaban los bucólicos pimpollos -que de veras lo eran- y Chuy, “mi Chuchito”, como lo nombraba con arrobo el papá: -Le puse Jesús por mi señor padre, que asina se llamaba. Y es que hay que ser respetuosos con los papase de uno -afirmaba-. Yo siempre los respeté muncho -proseguía-, y eso que mi señor padre era muy duro conmigo y por cualquier desobediencia y aunque ya taba yo labregón, por me ponía mis güenos planazos con la guaparra de su silla de montar. -Y usted compadre, ¿nunca le retobó por eso? -No, que va, miba pior... güeno, una vez sí me le le desabordiné, ya me bía dao unos planazos de guaparra en la mañana, que porqué dejé que se mamaran los becerros y no hubo leche pa ordeñar. Luego, en la tarde, sabe que otra tarugada hice. Pos que me jala pal sillero y que saca su guaparra. Yo entons que voy ontaba la mía y que le chispo también. Se quedó sosprendido. “-Ah ¿conque haciendo armas contra su padre de usté? - me gritó rencoroso.- No señor, líbreme Dios de hacer esa jerejía; es nomás pa quitarme uno que otro guaparraso que me mande, porque ya traigo el lomo muy adolorido – asina le contesté muy decedido y ya nomás se jue mermurando, pero ya no me hizo nada.” Mi compadre no era nativo de San José del Álamo: - Soy de más pa rriba, de cercas de Saltillo, pero todavía de Zacatecas, Mesmamente del munecipio de Mazapil, que ese sí es un pueblo competente y aderezao. Hasta fierrocarril tiene, y no creyan que del gobierno, pos asina que chiste; no, es de la mesma compañía de las minas, de la Mazapil Manin Compani, que asina se mienta en gabacho. Se trepaba uno en Mazapil y trucututruque, trucututruque, hasta al Saltillo no paraba uno. “De muchacho trabajé en la mina. Jui barretero y a muncha honra. Este sí es trabajo de hombres. Pero yo, criao en el campo, pos extreñía el aigre libre. Ahí en la mina me enseñé a renegao, maldiciento y relajao. Es ques muy duro eso de estar soterrao todo el tiempo. Y luego que a los que ya tienen años en eso, pos les pega una enjermedá del pulmón que nomás están a gargajeye y gargajeye todo el día de Dios. A más de eso, los capataces eran gringos y a mí ningún gabacho me malmodea. “De ahí me metí de acarriador de gano, pal abasto del Saltillo. Güenas matadas que se ponía uno en esas fainas, durmiendo a la temperie las más de las veces... y con esos friyazos que hacen en aquellas llanadas. Comiendo gordas recalentadas de quice días, tragando agua con lodo y miaos de res - ¿onde no que de cristiano?, vaya usté a saber-, de los aljibes y bordos. Cuando se nos acababan los cigarros – canijo vicio ese de echar jumadera-, pos hasta pasojo de bestia nos requemábamos. Tráibamos ganao del mesmo Mazapil y de Conceición del Oro, y alguna vez llegamos a entrarle hasta San Juan de Guadalupe. Güenos pesos que nos quedaban. Mis compañeros, luego que nos repartíamos, se iban pal Zumbido y ahí, entre vino y viejas, se tronaban lo que con tantísimo trabajo se ganaba. ¡Pendejos! Yo liaba mi jorongo y pélale pal rancho. Ahí mi señor padre -que de Dios goce, amén-, me guardaba los centavos hasta el siguiente viaje.
  • 10. 10 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre “En una de esas corretiadas llegamos hasta estos lugares, por aquí cercas, en la hacienda de San Antonio - de las Torres de Durango- conocí a la Fausta. Su papá era el caporal de ahí. No y pa luego que me gustó la susodicha, asina que no vaya usté a crer que esperé muncho; pa pronto que me la llevé juida. Como entons ella era menor de edá, pos me pusieron una demanda y tuvimos que pelarnos bien lejos. Agarramos el tren de Juárez en Estación Camacho y no nos apiamos hasta Torreón. Ahí trabajé en lo que pude, hasta de mecapalero en el mercado, mientras la Fausta mandaba razón a su casa pa pedir perdón y que ya no lo volvía a hacer. No, pos sí nos perdonaron y ya pudimos regresar, y hubo boda y hasta tornaboda. Desde entons me quedé aquí. Con los ahorrillos que tenía compré un ranchito: Los Cuervos, ques el mesmo que tengo ora, sólo que lo he ido engrandado a puro golpe de pulmón. ¡Cómo le he trabajao a esa tierra! Y es que yo siempre le hacía la lucha por todos laos. Mientras llegaban las aguas y pa no estar de güevón, pos de las haciendas de Tetillas y Guadalupe de las Corrientes llevábamos mulada en consiniación pal bajío de Guanajuato y una vez le entramos hasta el mero Apanzingán, en la tierra caliente de Machuacán. Güenas ganancias, compadre, pero qué sobas, qué sobas.” Conocí aquellos parajes cuando efectuaba unos trabajos de exploración minera y enamorado de ellos permanecí ahí por varios años. Estimé y respeté a sus gentes y fuí estimado y respetado por ellos. De su particular filosofía de la vida aprendí más que lo que había logrado en mi paso por las aulas. Descubrí en esa aislada microsociedad toda una serie de personajes de fuerte colorido, que quizá, aunque existan en mayor número, son muy difíciles de enfocar individualmente en las grandes urbes. Debo confesar que en los primeros tiempos y acostumbrado al bullicio citadino, mi aburrimiento campirano era olímpico, mortal. Entonces conocí a quien después llegaría a ser mi sagrado compadre – de confirmación de Chuyito-, don Juan de Dios Muro Cavazos y cambió por completo el panorama. Tenía don Juande en el pueblo, dentro del portal, en los bajos de su vieja casona, una pequeña pero bien surtida tienda, uno de esos comercios pueblerinos donde encuentra uno de todo y para todo: desde una bacinica -”Marca tres aunque nomás quepan dos”, decía el tendero muy serio-, hasta una preciosa silla de montar piteada y con cantinas en la teja. Ahí se reunían en cotidiana tertulia varios amigos que mataban el tiempo chismorreando y jugando conquián. “Baratero, señor, baratero”, decía a guisa de disculpa. Desde luego, decidí unirme al grupo, donde fui cordialmente recibido. Así que en aquellas límpidas y frescas tardes, dejaba mi lugar y enfilaba mi maltrecho yip -desecho de la segunda guerra- hacia el cercano villorrio, donde entraba dando tumbos y seguido de frenéticos perros y regocijados chiquillos, que por lo visto veían pocos vehículos automotores en la aldea. Además de los clientes habituales, esporádicamente asistía a la diaria reunión de amigos un personaje muy pintoresco, hombre ya entrado en años y en barricas – era un buen bebedor -, bajito, enjuto y cetrino, con grandes bigotes. Se decía coronel y veterano de la revolución. Mi coronel don Adauto Torres – así se llamaba, yo no tengo la culpa- parece que si anduvo en los plomazos, pero si llegó a coronel a nadie le constaba, porque nunca le reconocieron el grado; pero él se lo tomaba muy en serio. Tenía un rancho por ahí cerca y naturalmente en la tertulia su charla siempre se reclinaba en el relato de los grandes e innumerables hechos de armas en los que, según él, había participado. Era también compadre de mi compadre. - Ya parecemos huicholes – comentaba festivo-, todos semos compadres. Don Juande le tenía tomada la medida y se lo choteaba de un hilo, aunque sutilmente. El otro, con todo y la seriedad con que a sí mismo se tomaba, aguantaba vara, o bien fingía no darse por enterado de las puyas.
  • 11. 11 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre El sedicente coronel alardeaba de haber pertenecido a los famosos colorados de Benjamín Argumedo: -Sí, señor -decía muy solemne y enriscándose los bigotes-. Soy sobreviviente de la toma de Zacatecas. -Y de cuatro mil borracheras más, compadre -le completaba, burlón, el socarrón de don Juande. -Hablo en serio, señores -protestaba él-. Ahí, a puros cojones y uñas de caballo nos le escapamos a Pánfilo Natera, que jue a quen Villa puso a la salida pa Guadalupe, y quera la única salida pa juera de Zacatecas, y que tanta mortandá les hizo a los pelones de Barrón cuando juyían con toda la pedimenta y hasta con las soldaderas. ¡Probe gente! Allí quedaron amontonaos todos: pelones, viejas, niños, bestias,.. güeno, hasta ceviles, pos los agarraron a dos juegos desde las laderas de la Bufa y la Sierpe. Era el regadero de muertos desde la calle de Juan Alonso, a lo largo de toda la cañada, hasta el pueblo de Guadalupe. “Pero nosotros, luego que mi general Argumedo vido eso, agarramos ladereando la Bufa por el lao de Vetagrande y con él a la cabeza de la colurna, echando plomazos a lo cabrón, pudimos escaparnos. Ya de ahi cáimos a la hacienda de Tacualeche y pudimos remudar pa seguir pa lante. Y es que mi general era un gallo muy jugao pa cáir en la trampa de Natera. A un hermano mío, Cleofas, sí lo mataron ahí, en las faldas del cerro del Grillo. Probecillo, Dios lo haiga perdonao... pero como era tan mujeriego, siquiera se le concedió morir sobre unas faldas, manque jueran las de un cerro. “Luego de la redota de Zacatecas, me mandaron a levantar gente por la sierra de Tepehuanes. ¡Ah qué pelaos tan cerreros! Pero bien bravos que eran, por eso valía la pena batallarle para encevilizarlos un poco. De plano ni a marchar podían aprender, por más luchas que hacíamos no podían dar güelta pa ningún lao; todos se enrevesaban y se hacían bolas. Entons que se me ocurre ponerles un grano de maíz en la mano derecha y uno de frijol en la izquierda, y entons sí ya nomás les gritaba: ¡Güelta pal máiz!, y ya iban pa la derecha. ¡Güelta pal frijol!, y ya daban el flanco izquierdo. ¡Qué tal estaría mi tropa de güena que hasta desfilamos en Tepehuanes el 16 de septiembre! “Anduvimos alzaos por la sierra mucho tiempo, viviendo de lo que podíamos. Güeno que en ese tiempo todavía las haciendas taban bien paradas y ajuariadas, y por ellas nos gustaba cair de vez en cuando pa remudar y comer carne. Ahí se vía como vivían los haciendaos de aquel tiempo: como los de la política de ora ¡a todo mecate! Me acuerdo de una muy mentada Santa Catarina. Nomás vieran visto aquellos: todo relujao, todas las salas y cuartos enfombraos y con unas cortinas de ciertopelo tan grandotas que con ellas y las enfombras sacamos suaderos y caronas pa todas nuestras monturas. ¡Curros carajos, que güena vida se daban y cómo eran despilfarraos! Encontramos una bodega soterrania retacada de puras botellas de tanguarnís, todas ajiladas contra la pader ¿y que creen?, todas tan viejas que no se vían de tanto polvo y telarañas. ¡Hasta se me rodaron las lágrimas de ver ese desperdicio! Ahí nomás sirvieron pa tirar al blanco, pos quién se iba a tomar esos coñaques rancios; a la mejor acabábamos chorriyentos, si no es que enyerbaos. “No, y a mi general Argumedo hasta un corrido le componieron. Yo no sé cantar, pero se los voy a recetar porque me lo aprendí muy bien: Para empezar a cantar pido licencia primero; señores son las mañanas de Benjamín Argumedo.
  • 12. 12 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Ni me quisiera acordar jue un veinticinco de enero aprehendieron a Alanís y a su compadre Argumedo. Lo bajaron de la sierra todo liado como un cuete pasaron por San Miguel, llegaron a Sombrerete. Y así seguía por ese tenor, relatando las hazañas de su inolvidable general. Hasta se le humedecían los ojos al viejo refolufio – como le decía mi compadre-, cuando terminaba de recetar los versos. -¡Convénzansen – exclamaba-, ya nuay hombres asina de esos! Yo vide una vez a mi general Argumedo cómo se les peló a los carranclanes que le bían puesto un cuatro ¡y ya sopiaban!, pos creiban que ya lo tenían; pero tons mi general en su caballo prieto cuatralbo, nomás le metió las espuelas y con el cuete en la mano salió zumbando reuto como flecha pa donde le tiraban, y ahí rifándosela se brincó a los carrancas que taban afornicados tras una cerca. “Y es que ora los del gobierno ya no peleyan, nomás es a pura viriguata la que se tráin. Yo jui una vez a México, a la cámara de deputaos, cuando andaba arreglando lo de mi grao melitar, y ahí taban unos señores alegue y alegue. Yo pensé y hasta me previne: orita se arma la balacera, pos uno que taba trepao en un tapanco le gritaba a otro: “¡Ransonario, retrógrada!”, y sabe que tantas insolencias. Pero no, no pasó nada. Y es que ¡convénzansen: pleito de curros no prospera!” Cuando las hazañas bélicas de don Adauto se pasaban de la raya, don Juande lo centraba un poco: -¡Que se me hace, compadre, que usté la única pólvora que ha oído jue cuando cargaba el toro de cuetes en las fiestas de Chalchihuites! -Mire, compadre -le respondía, amoscado, el coronel-, usté aquí empantaya a todo el mundo con sus centavos, pero la gloria melitar que tengo vale más que todos los pesos que usté pueda juntar en su vida. Y luego que sus centavos nomás en este pueblo rifan. ¿Que tal aquella vez que juimos a Torreón? Ni tan siquiera lo volteaban a ver, y eso que usté, en el mero comedor del Hotel Galicia se puso a gritarle al mesero pa que todo el mundo oyera: “¡A mi tráigame cien pesos de caldo y cien pesos de tortillas, porque a mi ningún curro fundillo de éstos me hace menos!” Nombre, si hasta a mí me dio harta vergüenza. Y a más de eso que llamaba a los meseros a puro chiflido de arriero. Mi compadre don Juande no aguantaba vara y contraatacaba: -El pata rajada y cerrero es usté, con todo y que anduvo en las melicias. Si no, acuérdese cuando jue la primera vez a la capital y se tuvo que poner zapatos, ¿pos no se metió un hueso de chabacano entre los dedos del pie pa no echar de menos la correa del huarache? Desde luego que nunca pasaban de los mutuos y verbales piquetes y las cosas jamás derivaban al insulto. Su amistad de imponía. Por cierto que el poeta de San José le compuso estas coplillas a don Adauto: Mi coronel don Adauto anduvo en grandes peleyas se las vido en las más feyas
  • 13. 13 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre pero siempre salió intauto. Echó rayos y centellas combatiendo por la sierra, era entrón para la guerra y también pa las doncellas. Y aunque con Marte y Cupido nunca logró tener suerte no lo jue por estupido ni por temor a la muerte. Más bien jue por atenido u por sus juertes olores, pos guerra y amor no han sido ¡sino puros trasudores!
  • 14. 14 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre El vicario de Baco El Güero Sabás, tabernero del pueblo, alquimista de la alegría, terapeuta sui generis y sus dos íntimas, inseparables amigas. Justo al lado de la tienda de mi compadre y en el mismo chaparro portal estaba la taberna del lugar. La atendía su propietario, el Güero Sabás, un hombre ya vejancón con cara de sufrimiento. Y es que no era para menos el que así la tuviera: el pobre padecía de terribles almorranas -”almosapos” las llamaba él, de tan grandes y feas-. Nomás de ellas hablaba. Ya les tenía hasta nombres: Pasesita, por estar a la pura pasada, y Wenceslada, por estar ladeada; así cuando alguien le preguntaba por su salud contestaba: -Parece que Pasesita amaneció hoy más calmadita. O bien: -¡Esta Wenceslada, jija de un chingao, cómo anda ora de alborotada! Yo creo que a pesar de todo había llegado a encariñarse con ellas. Cuanto remedio le daban se lo hacía: que dedos de fraile cargados en la bolsa trasera del pantalón, que lavados con histafiate, lo que es mejor, con romerillo, aunque se le arrugue todo el silabario; que compresas de cebolla con jitomate tatemado; bueno, ¡hasta raspados de nieve de limón se ponía el pobre hombre en el sufiate! Pero nada, ahí seguían tan rozagantes y sanotas las endinas. Y si alguien le sugería -como yo lo hice- que fuera a Durango o Torreón a operárselas, con gesto cortante y de disgusto replicaba: “¡A mí el fundillo no me lo a toca naiden, mejor me muero con ellas!” Lo único que le daba algún alivio eran unos supositorios que alguna vez le recetaran. Usaba un cinturón con carrillera para balas, sólo que en lugar de éstas lo traía lleno de supositorios: -Es que si los cargo en la bolsa se me aguadan, aparte de que cada rato tengo que cortar cartucho -explicaba, muy serio. Una vez el señor cura, condolido de su triste situación, quiso consolarlo: -Mira Sabás, ¿porqué no llevas tu enfermedad con resignación? Todos tenemos una cruz que cargar en la vida. -Sí, señor cura -respondía vivamente el Güero-, ¡pero yo la cargo en el fundillo, nuay derecho! Para bregar con borrachos -lo cual es un verdadero arte-, el Güero era todo un as. Y cómo él mismo decía: “Después de lidiar con mis canijas almorranas, a estos briagos cabrones como quera los lideo”. Si alguien le mentaba la madre -cómo por cualquier motivo suelen hacerlo los borrachos y los automovilistas mexicanos-, él, encogiéndose de hombros exclamaba: “Eso a mi me importa madre, ¡que al cabo que a mi me parió mi tía!” En invierno, cuando el frío de esas latitudes cala hasta los tuétanos, la mejor calefacción que se podía obtener por aquellos lares era tomarse uno de los famosos y universalmente reconocidos ponches del Güero Sabás. Su efecto era instantáneo y duradero. Además de tener acción termodinámica, poseían propiedades altamente curativas, según aseveraba, convencido el Güero: “Estos canijos ponches, aunque ustedes no lo creyan, son capaces hasta de levantar un muerto ya cadáver, cuantimás curar un pinchi resfriao. Son regüenos pa ajogazones, aigres vientosos, estrieñimiento aguao, cólico miserere u del otro, mal de orín, roncor del entestino, vascas
  • 15. 15 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre escrementosas, bubas malpasadas... Güeno, pa que no se enreden, casi pa todo, menos pa las desgraciadas, enfelices almorranas. Pero eso si, estos ponches hay que saber tomarlos, de plano que no son pa cualquier jijo.” -¿Y cómo deben tomarse, Güero? -yo lo interpelaba. -Güeno, pos pa empezar la naranja, a medio carril las pasas, y no me lo cucharién, eso sí, ¡no lo cucharién! Todos los días a la una de la tarde, un borrachito muy circunspecto y un tanto tambaleante, el famoso Joy joy joy -así era mundialmente conocido-, salía de la cantina con un enorme cohete de arranque en las manos. Se detenía, solemne, en la mitad de la calle, lo encendía con su cigarro y cuando el estruendo de la explosión retumbaba por todos los ámbitos lugareños, el Joy joy joy, con voz potente y mezcalera gritaba: “¡Ya quebró el día, pelaos!” Era la señal tan esperada de suspensión de labores y de que el día quedaba abierto de par en par para los adoradores de Baco. Para muchos, esta apertura sólo se cerraba con una guarapeta de órdago. “Cual debe de ser”, sentenciaba muy serio el Joy joy joy. Uno de los primeros en acudir al imperativo llamado del dios Baco y de su acólito el Joy joy joy era Pancho Coria, el briago del pueblo, el borracho por autonomasia. Cuando estaba a medios chiles era ingenioso y simpático, pero esos medios le duraban ya bien poco, pues pronto caía en el aturdimiento: “Es que ya está muy prenetao por el vino”, sentenciaba doctamente el Güero Sabás. Era Coria carpintero de oficio y el único sostén de su madre, y una hermana tísica en las últimas. “Mi hermana se secó porque no la regaron a tiempo”, explicaba Pancho. Sufrían mucho las pobres mujeres, pero éste ya no tenía remedio. Su especialidad eran las cajas de muerto. -Porque yo sagaz y poco pendejo, cuando voy a entriegar el cajón, pos me quedo al velorio -me explicaba guiñando el ojo-. Muncho me gustan los velorios -proseguía-, siempre en ellos hay ambiente, amigos y sobre todo, café con piquete. Luego, en la madrugada, no falta con quen echar un conquián u hacer alguna apuesta; por evento, que quén se duerme primero, que quén apaga dos velas con mesmo soplido y otras asina de ese mesmo jais. Yo el otro día les apuesté a que me brincaba de aigre al muerto y ¡voytelas!, que me duraba, y hasta les dije: “Si me dan otro pajuelazo, se los brinco a lo largo”. No, pos no libré y di el azotón contra el dijuntito, y allá va a dar el probe. Ya se imaginará usté el descuajaringue que se armó. La viuda toda se despedorró y ahí quedó bien desmayatada. Al último, como ya taban todos bien ebreos -pa tratarlos poléticamente, como ustedes los curros-, pos deatiro se nortiaron y a quen metieron a la caja jue a la viuda. Al dijuntito, como ya taba bien tieso, pos ahi nomás lo dejaron recargao contra la pader. Pancho Coria tuvo, como casi todo ser humano a lo largo de su existencia, un momento estelar, un fogonazo de gloria. Digo que casi todos los hombres, porque hay algunos que pasan la vida sumidos en un pantano de mediocridad que, como los sapos, creen muy seguro y no se atreven jamás a asomarse al radiante mundo del sol, donde está el peligro, pero también la belleza. La apoteosis de Coria fue allá por sus lejanos veinte años y nada más y nada menos que en la capital del mundo mariachero y borracheril: San Marcos de Aguascalientes. Ahí en apretadísima justa, destacó por sus grandes méritos y elevó su fama y sus lauros de bebedor excelso a alturas que parecían inmarcesibles. Sucedió, en efecto, que como todos los años durante la famosa feria de abril, se celebró el antiguo y ya institucional concurso de tomadores -así les dicen a los borrachos cuando quieren tratarlos con cariño-. Consistía esta sensacional prueba, como tantas otras que se celebran en el mundo y que tanto han hecho en beneficio de la cirrosis hepática, en recorrer quince diferentes cantinas tomando en
  • 16. 16 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre cada una dos copas de tequila y dos cervezas. Quien completara el circuito -más bien viacrucis- en el menor tiempo, ganaba. Naturalmente, había jueces vigilando, principalmente en los urinarios, pues no se valía vomitar; quien lo hiciera, quedaba automáticamente descalificado. El premio consistía en mil pesos -una fortuna en aquel tiempo-, una caja de tequila y lo más significativo: un trofeo con diploma, el cual acreditaría ante las futuras generaciones la hazaña realizada. Ese año, mi compadre, el Güero Sabás, mi coronel don Adauto y otras distinguidas personalidades que conocían la capacidad inflativa de Coria, patrocinaron a éste para su viaje a la capital ebriocálida. Naturalmente, estuvo entrenando arduamente con varios meses de anticipación, así que llegó a la competencia luciendo su mejor forma. Se celebró aquella con el esplendor y entusiasmo acostumbrados. Coria, aunque no logró el primer lugar -ni Julio César a su retorno de la Guerra de las Galias-, se sentía tan satisfecho. La caja de tequila, que de todas maneras ganó con su honroso segundo lugar, no llegó: se acabó en Zacatecas festejando la victoria. Pero si llevó su diploma, eso sí, aunque sólo fuera como él decía: “Nomás de mentada honorífica”. El habérsele escapado el primer premio no lo apesumbraba mucho, que la suerte así es; además, quien resultó campeón era un veterano de muchas batallas, todo lleno de mañas. Pancho no se cansaba de relatar su hazaña ante sus admirados coterráneos: -Cuando empezó la carrera, éramos treinta valedores ajilaos en la barra de la cantina del Hotel Imperial; ahí mesmo tenía que terminar. Al salir, luego luego tuvimos las primeras bajas: a dos pelaos me los pepenaron sus viejas, que nomás taban a la espera pa jalárselos. Después que siguemos ya todos como hasta la mitá, ahi empezaron ya las desierciones. Unos por no tragarse completas las copas u las cervezas. Otros, que jueron las más, por gomitativos, pos con las priesas nomás le rejurgitaba a uno el gaznate. Ya pa la décima sólo quedábanos ocho u nueve, y eso ya casi todos dando bandazos y haciendo grandes estremos de vascas y trasudores. Cuatro iban de plano a gatas, y por más que la gente les gritaba y enseñaba la direución, ya no jallaban ni pa ónde ganar. Uno de ellos se nortió tan de a feo, que se metió a una iglesia gatiando por mero en medio de las bancas y ahi nomás gritando: ¡No me retiren tanto la barra, cabrones! Apenas libró a llegar hasta el comulgatorio y ahí quedó empinao y mermurando: Pinchi cantinero, que alto pusites el estribo. “Ya faltando tres cantinas sólo quedábanos cuatro vivos y todos parejiando; naiden aflojaba ni un sesenta y cuatro. A poco vide que cayó uno, dio de ancho contra un poste y ¡cuás!, ni pío dijo, pos se partió toda la jeta el probe. Al tercero lo atropellaron unos burros mieleros, pos con la briaga y las ansias de ganar, agarró un paso derroblado... y ahí nomás se jue ladiando, hasta cair a media calle, por donde iba pasando la recua. Ya pa las últimas dos paradas el otro se me adelantó, yo no jallaba por que juera, pos nos atragantábamos el tanguarnís con la mesma velocidá. Cuando llegamos a la meta, él me sacó una de ventaja. Y hasta entonces me di cuenta porqué jue: el desgraciao -chucha cuerera- no iba a miar en los mengitorios, se hacía en los mesmos pantalones al tiempo que bebía, pa no entretenerse en eso. Acabó todo chorriao y jediondo, pero ni juerza que le hizo a lora que le entriegaron el premio. “Pal año que viene, si Dios es servido y astedes me empatrocinan de nuevo, ese güey me hace los puros mandados. Total, me pongo de a tres calzones empalmaos pa que agsuerban todo el aguanal”.
  • 17. 17 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre La importancia de llamarse Mateo y ser ateo Donde se aclara que un antropófago tiene que ser también un filántropo, pues uno no se come lo que no le gusta. Si bien un filántropo no tiene que ser un antropófago, ya que uno puede gustar de alguien sin tener por ello que comérselo. El doctor don Mateo Martos era un ateo santo o un santo ateo, como ustedes digieran mejor ese aparente contrasentido. Además, el único santo que he conocido que hiciera milagros, español hasta la médula, natural de la Villa de Cabra, allá en la andalucísima provincia de Córdoba, anarquista desde su juventud, conservaba con gran celo los ideales libertarios de Bakunin, aunque atemperados en sus extremas manifestaciones por la edad y la reflexión. Así, al estallar la Guerra Civil española, él militaba activamente dentro de la Federación Anarquista Ibérica, la temible FAI, encuadrándose desde luego en la famosa columna Darruti, formada por éste para combatir en el frente de Aragón. Durante tres largos y heróicos años luchó en primera fila con el bisturí y el fusil, curando e hiriendo, salvando vidas y segándolas: terrible paradoja de un médico combatiente. Defendió sus ideales como tantos otros millones de españoles lo hicieron en ambos bandos: hasta lo último, hasta recalar exhaustos y vencidos en los campos de concentración franceses; hasta las mieles de la inútil y dolorosa victoria, los que triunfaron sin triunfo. Lucharon como leones y perdieron; pero pelearon, no huyeron como conejos asustados, como otros que ya conocemos. Dieron la cara y se batieron a pie firme y cuando derrotados se acogieron al amparo de nuestra bandera, dieron a México -el nobilísimo país que así los recibía: como hermanos y abierto de brazos-, lo mejor de sí mismos y, como en el caso de nuestro recién conocido doctor, su salud y hasta su vida. El doctor don Mateo Martos no vivía en San José, pues por aquella época no había médicos ahí, sino en Nieves, e iba todas las semanas a dar consulta en nuestra localidad, a curar y aún a efectuar arriesgadas y emergentes operaciones quirúrgicas. Hombre ya sesentón, de aspecto cansado, blancos cabellos y ojos de un azul intenso, tenía la figura ascética y deshumanizada de un personaje del Greco. Parecía arrancado de El entierro del conde de Orgaz. Cuando la resaca de la tormenta lo dejó en playas mexicanas y habiendo quedado la política entre tantas cosas de un pasado muerto, sólo pensó en dedicar el resto de sus días a servir al pueblo humilde, del que provenía y a quien verdaderamente veneraba. Hombre de vastísima cultura, era un conversador inigualable. Muy joven aún, casi un niño, emigró como tantos otros de sus coterráneos a la industriosa Barcelona. Ahí fermentaban, entre la masa paupérrima de obreros mal pagados y peor tratados, las ideas revolucionarias de todo signo, que para espíritus idealistas como el de don Mateo eran un imán imposible de resistir: -El anarquismo libertario -me decía emocionado, aunque con cierto aire de tristeza- es la doctrina redentora más hermosa después del cristianismo, cronológicamente hablando, y también como éste, es irrealizable, utópica, impracticable, ya que ambos están sentados sobre una falsa premisa: la hermandad de todos los hombres de la Tierra. El hombre es por naturaleza egoísta, y está física y mentalmente condicionado por la evolución para la lucha por la supervivencia. Pedirle lo contrario es ir contra las leyes naturales que, desde los más remotos tiempos, lo motivan.
  • 18. 18 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre “Si el hombre prehistórico hubiera empleado la caridad o la compasión, hace millones de años habría desaparecido sin dejar rastro Abel nunca hubiera poblado la tierra, sólo Caín podía hacerlo. En el cristianismo, aparte de un puñado de seres privilegiados o anormales -en su sentido etimológico y no peyorativo, como se de la casi siempre a esa palabra-, nadie ha practicado esa doctrina sublime. Para mí, Francisco de Asís es el máximo exponente de los pocos que la comprendieron; en México, quizá solo aquellos frailes heróicos que vivieron tras las huellas de los rudos conquistadores. “En la anarquía, de los que yo conocí, que fueron muchos, solo Buenaventura Durruti -extraña mezcla de caballero andante, guerrillero y asesino- pensaba en los demás antes de pensar en sí. No es que tuviera caridad o compasión por ellos -eso es un atributo del cristianismo-, sino que sacrificaba sus personales intereses y supeditaba todas sus acciones al triunfo de la causa, que para él sería el bien de la colectividad. Así como el cristianismo fracasó en la creación del hombre justo del Evangelio, así también la anarquía falló en la confección de la sociedad libre y justa que soñaron los nihilistas rusos encabezados por Bakunin. “No fallaron las doctrinas, sino el elemento humano en el que deberían proliferar y desarrollarse. Además, muchos anarquistas -Durruti y los Ascaso, entre otros-, llevados por su ardor o desesperación, cayeron en crímenes execrables, imposibles de justificar. Condenar globalmente al anarquismo por ellos, sería tanto como condenar igualmente al cristianismo por las terribles iniquidades cometidas por el tribunal de la Inquisición, o por la cruzada contra los indefensos cátaros o albigenses.” En San José, el doctor Martos había instalado un pequeño y muy modesto dispensario en la trastienda de la botica de Don Elías, donde atendía, infatigable, a infinidad de pacientes, la inmensa mayoría gente muy humilde, a los que trataba con una bondad y paciencia admirables. Solo cobraba a quienes sabía podían pagarle. El dinero realmente no significaba nada para ese espíritu selecto. Lo necesario para subsistir y ya. Su manera de vivir era realmente estoica. Por cierto, el Güero Sabás siempre se negó a ir a consultarlo: “No, ¿a que voy?”, protestaba lastimero. “Esos doitores luego luego queren tasajearle a uno el fundillo, no saben otra cosa”. A veces tenía que efectuar verdaderas operaciones de cirugía mayor que no admitían dilación. En esas ocasiones le ayudaba una mujer partera más que empírica -tal vez lírica- y cuyos conocimientos de la medicina provenían de haber trabajado algunos años en el hospital civil de Durango... como fregona y barrendera. Don Mateo la disculpaba: “lo hace con muy buena voluntad la pobrecilla”, decía generosamente. Otra cosa que también hacía de muy buena voluntad, eran niños, que paría invariablemente cada año de diferente padre. Cuando el doctor, paternal, la reconvenía por ello, ella simplemente se encogía de hombros y le contestaba: -Ay doitor, pos qué quere que haga, yo soy retequerendona. Y esta prolífica y desaprensiva dama se llamaba, precisamente, Virginia. En el pueblo, con gran tino y para abreviar le decían Virgen. Don Mateo, moviendo la cabeza de un lado a otro, al observar la prominente y sempiterna panza de Virgen, le espetaba: “Tú, mujer, debías llamarte Concepción Segura, ¡con lo atinada que eres! ¡Mira que tu padre como profeta fue un verdadero fracaso; vaya nombrecito que te puso, te sienta como a San Pedro un par de pistolas!” En cierta ocasión trajeron al doctor un herido de bala en muy grave estado. No había alternativa, debía operarse de inmediato. Don Mateo se entregó a su tarea con ardor, auxiliado por Virgen -que siquiera servía para restañar la sangre-, cuando a la mitad de la intervención, el paciente no pudo soportarla y murió. -¡Se nos fue, Virginia, se nos fue! - dijo con profundo desaliento el doctor. Entonces aquella, con el mismo gesto y ademán de éste, comentó:
  • 19. 19 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre -¡Achis doctor, y tan bien que íbanos! Al presentarlo, he dicho que el doctor Don Mateo Martos, aparte de santo era ateo: -Aunque me vaya mal con el nombre -comentaba resignado-, claro que me iría mejor Mateo el Evangelista que Mateo el Ateo, pero así como Virginia no escogió el nombre que le ha sentado tan mal, así yo: no escogí ni mi nombre ni mi ateísmo. Éste vino solo, poco a poco, podríamos decir que a la chita callando. Un buen día, sencillamente llegué al convencimiento pleno de que estaba solo, prácticamente solo. Mi consciente era lo único que existía. -Debe ser terrible ese momento -le interrumpí. -No, en lo absoluto -contestaba vivamente-. Lo terrible es la duda, la incertidumbre. Pero una vez llegado a la certeza, no hay nada que pueda hacerse al respecto y alcanza uno la ansiada paz interior. Los creyentes más convencidos y ortodoxos y los ateos sinceros se asemejan mucho, ambos tienen que aceptar su verdad con humildad, solo así pueden ser tolerantes, y la tolerancia, señor mío, es tan difícil de alcanzar. Comentando con mi compadre el ateísmo del doctor Martos, me preguntó intrigado: -¿Ateyo? ¿Y eso qués, compadre? -Pues es aquel que no cree en la existencia de Dios -le respondía. -Pos, ah caray, ¿entons en qué cree? -Pues en las realidades tangibles, es decir, lo que usted puede ver o tocar, en la justicia, en sus ideales, no sé... quizá en la bondad del hombre. -Pos entons, al revés voltiao que yo, porque yo en Dios como no voy a crer si de a tiro lo estoy viendo. Yo en lo que de plano no creyo es en la buendá de los hombres, tovía de las mujeres, pos pase, si todos, no agraviando a don presente, son un hatajo de cabrones que nomás tan pa fregar al que puedan u se deja. U si no, dígame: ¿quén hace algo por los demás sin estirar luego la mano? Asina que me dispense muncho el doitor don Mateyo, pero en eso sí que anda errao. En forma comedida y amable reconvenía yo al doctor el desperdiciar su talento profesional y su preparación intelectual trabajando como médico de pueblo, en vez de enseñar en algún centro de estudios superiores -como yo lo había hecho alguna vez-, que estaba seguro le abriría las puertas generosamente. Él me miraba con la tristeza del que no es comprendido y moviendo negativamente la cabeza, siempre repetía lo mismo: -No se le olvide, señor mío -me hablaba de usted, no obstante la diferencia de edades-, que un intelectual revolucionario se debe primero al pueblo y tendrá que servirlo en donde más pueda ayudarlo, no donde él pueda brillar más. La charla del doctor, con ese dejo andaluz al hablar, era para mí un refrescante baño de sabiduría. Don Mateo llegaba todos los jueves en el destartalado camión que cubría la ruta de Nieves a Estación Camacho. Una brecha infeliz, polvorienta y extenuante. El regreso casi siempre lo efectuaba conmigo, en mi yip -”El mulo de acero”, lo llamaba el doctor-. Dos horas dado tumbos y tragando polvo con tal de escuchar la cátedra de un maestro. Ojalá y los santos que veneran los creyentes hayan sido la mitad de santos que este humilde e involuntario ateo.
  • 20. 20 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Un caballero balín Donde el lector tendrá la oportunidad de conocer a un ejemplar de la fauna mexicana, que aunque incluido en la Rusticatio mexicana del padre Landívar, actualmente está en vías de extinción. No obstante que esto no alterará en nada la ecología nacional, sí lo hará con la heráldica y la güevonética (ciencia, ésta última dedicada al estudio de la técnica y propedéutica de vivir del tuvo y del cuento). Don Ramón de la Pedroja y Tratevilla, Caballero de Colón... y de industria, sablista profesional y enemigo público número uno del trabajo, pero enamorado del producto que rinde el de los demás, era el hombre más indefinido que haya parido mujer alguna; desde el nombre, ya que en el pueblo era Ramoncito, para sus amigos -si es que le quedaba alguno- Ramonete, en su familia Ramonín, con su vieja criada Monchito, y para algún despistado que se dejara impresionar, Don Ramón; hasta el color de sus ojos que no eran azules, ni verdes, ni grises, ni... “Son de color de atole”, zanjaba mi compadre, y añadía: “Este Ramoncito no es nada, Ni viejo ni joven, ni probe ni rico, ni macho ni marica, ni alto ni chaparro, ni bueno ni malo; es lo que se dice como la caca de perico: ni huele ni jiede.” Desde que nació no hizo otra cosa que ir perdiendo los bienes que heredó, materia en la que con el tiempo llegó a ser un verdadero experto. Todo lo sacrificó en aras de conservar una posición que, cuando yo lo conocí, ha tiempo había dejado de ser ya no digamos sólida, ni siquiera líquida; podríamos decir que; más bien, gaseosa. Su familia había sido propietaria de dos grandes haciendas de por el rumbo, de no muy limpia prosapia, de la cual podían haber dado testimonio los obispos de Durango y Zacatecas que en tiempos de Juárez habían puesto a nombre de aquella, para escapar a la ley desamortizadora que promulgara con tanta visión ese gran gobernante: acción que después los descendientes no reconocieron. Y como dijo mi compadre: “Salieron con que ¿cómo dicen que dijo que dijieron que bian dicho quesque eran de la iglesia?” Total, gracias a su reconocida piedad, la familia de la Pedroja fue desde entonces muy rica. Lo fue hasta la revolución ya que desde ese tiempo y por largos años, quedaron las extensas propiedades prácticamente abandonadas, en manos de administradores no siempre honrados -aunque ladrón que roba a ladrón...-, mientras la familia, “huyendo de los pelados”, se daba la gran vida en París y Madrid. Cuando por fin se asentaron un poco las agitadas aguas de la contienda civil y pudieron regresar a sus lares encontraron la tierra, claro, esa nadie se la puede llevar, pero eso fue todo; ni una triste borrega o cosa alguna que andara en cuatro patas, como no fueran venados o burros salvajes. Ahí empezó la decadencia Pedrojuna, que en la época de que hablo había alcanzado su cima definitiva. Ramoncito radicaba de ordinario en Durango, pero cuando sus amigos y parientes se hartaban de sus imparables sablazos o por lo menos de sus oportunas visitas, siempre a la hora de comer, emigraba a San José, donde conservaba su única y restante propiedad: una casona noble y antigua, aunque muy descuidada, la Casa del Diezmo, como era conocida en el pueblo y que por su denominación, a las claras denotaba ser otra adquisición hecha gracias al acendrado catolicismo de sus ancestros. Decíamos que la casa estaba muy descuidad y en eso nos quedamos cortos, porque en verdad era una ruina. Las paredes de sus numerosas estancias y habitaciones tenían enormes boquetes por todas partes; en los pisos, grande hoyancos mal resanados hablaban de cuál era el pasatiempo favorito, o más bien, única actividad de su dueño: buscador de inexistentes tesoros. Era una obsesión para él.
  • 21. 21 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Tenía un pequeño artefacto eléctrico -el detector de tesoros, como pomposamente lo llamaba- que llevaba siempre consigo y que no obstante jamás haber acertado, aseguraba que era infalible. Tan infalible que en cierta y memorable ocasión, en el corral de don Alejo hizo brotar un pozo artesiano, pues al excavar ahí donde marcaba el aparato de marras, toparon y rompieron la tubería que lleva el agua desde la bomba del río al pueblo, que gracias a Ramoncito quedó una semana en forzosa y mugrosa sequía. Otro dolorosa fracaso tuvo cuando buscando en la casa de Artemio, el del molino, el detector marcó claramente un punto en la pared de la habitación. Convenció al dueño y con grandes barras empezaron a romper el muro. Habrían profundizado uno o dos palmos, cuando la barra topó en madera. “¡El cofre! -exclamó excitado Ramoncito- ¡El cofre del dinero! ¡Somos ricos, Don Artemio! ¡Por fin! ¡Somos ricos!”, gritaba eufórico, mientras golpeaba frenético para ensanchar el hueco abierto. Una vieja tabla quedó al descubierto. Sin esperar mas, Ramoncito asestó tremendo barretazo a la madera, al mismo tiempo que un gran estrépito de platos y cristalería rotos se escuchaba al otro lado. Cuando se hubo despejado el ambiente, aparecieron a través del enorme agujero los rostros admirados y boquiabiertos de los dueños de la casa vecina, que habían visto como inexorablemente la alacena de su comedor se venía abajo con un ruido pavoroso y acababa con toda la vajilla familiar, apareciendo en su lugar, jadeantes y estupefactos, los ínclitos buscadores de tesoros. Ahí acabó Ramoncito con sus últimas reservas monetarias. Pagar los platos rotos y arreglar los desperfectos le costó sangre. Pero ni por esas se dio por vencido, ya que explicaba: -El detector funcionó a las mil maravillas, pues había un tazón de plata en la alacena. Lo que pasa es que esta actividad tiene sus riesgos y sus pérdidas. No siempre se puede ganar. Ramoncito, naturalmente, presumía de sangre azul; se decía descendiente de unos marqueses españoles, pero lo cierto es que su bisabuelo llegó de la península a trabajar en una hacienda de la región y ahí casó con la hija del dueño, que es la forma más rápida, efectiva y placentera de “hacer la América”. Por supuesto que Ramoncito, siguiendo la acendrada devoción de sus antepasados -que tanto les había redituado- era muy católico, rezandero muy reconocido. Siempre se encargaba de guiar el rosario en cuanta ocasión se hacía menester esa monótona y pía cantaleta, y podía recitar la letanía y contestar la misa ¡en latín! ¡Así como lo oyen! Esto, desde luego, impresionaba a los rancheros, para quienes esa lengua muerta es una especia de cábala mágica, que solo los iniciados poseen. Yo pienso que gran parte de la medrosa reverencia que sienten hacia el sacerdote es por eso. Y en materia de latines Ramoncito no perdonaba. Recuerdo que en el funeral del suegro de mi compadre, se indignó mucho porque dos viejillas beatas rezaban el réquiem de difuntos como Dios les daba a entender: Requien tena doña domine Más perfeuto es Lucifer Que crezcan en paz. Amén. Ramoncito, en plena función religiosa, las apostrofaba: “¡Viejas tarugas, no saben ni lo que dicen, mejor cállense!” Las pobres quedaban en babia. Cuando un forastero inquiría por la distancia que hubiera de San José a tal o cual lugar, él contestaba místicamente: -Bueno, kilómetros en realidad no sé, pero de cierto que rosarios son siete.
  • 22. 22 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Al ilustre doctor Martos, por supuesto que lo aborrecía. Con gran caridad cristiana, así se expresaba de él: -A este gachupín renegado y comunista, debía correrlo de este pueblo. Ante tales piadosas invectivas, don Mateo contestaba: -Después de todo, nosotros los españoles tenemos la culpa de esas actitudes. Sembramos intransigencia y ahora la estamos cosechando. Estos ejemplos de la acendrada religiosidad de nuestro distinguido y balín caballero, podrían contarse por docenas, o más bien por cuentas de rosario, pues aún en ocasiones un tanto profanas por no decir francamente pecaminosas, éste procuraba no apartarse de su ortodoxa y canónica prosopopeya. De modo que sus raras visitas al Güero Sabás -no por virtud abstinente, sino por descapitalización crónica y extrema-, en lugar de brindar con un sonoro ¡Salud!, como todo borracho que se respete hace, siendo por lo tanto junto con la madre las dos palabras más socorridas por el mexicano, él con pía unción exclamaba, entornando los ojos: Vinus laerificat cor hominis, después de lo cual, tranquila y beatíficamente se ponía “hasta las chanclas”. Una de las pocas ventajas que puede tener un borracho católico, es poderse curar la cruda hasta en misa. Ese era el caso del caballero de la Pedroja, a quien cupo el honor de haber desarrollado un método sui generis para que sin interrumpir el proceso terapéutico de los efectos de la guarapeta del sábado, se pueda cumplir con el precepto dominical, asistiendo, devoto, a la misa de once. Para ello se colocaba una pequeña ánfora de aguardiente en la bolsa superior del saco, y pasando una paja o popote por el ojal de la solapa, discretamente se sorbía el espirituoso líquido, sin dar mal ejemplo, ni mucho menos quebrar el santo recogimiento que debe observarse en el sagrado recinto del templo. Era muy útil también este sistema para aguantar sermones de semana santa, “ejercicios espirituales” y otras ceremonias litúrgicas igualmente aburridas y por lo tanto inaguantables por otros métodos que no fueran en dulce sopor que produce media castellana de sorronchi en la panza de un cumplido feligrés. Los padres de Ramoncito hicieron famosa en sus tiempos la sábana santa, piadoso y casto -dentro de la santa castidad matrimonial- artilugio o ingenio con el que siempre cumplieron sus sagrados deberes conyugales. En efecto, cuando el cristiano caballero de la Pedroja sentía revolotear en su interior el demonio de la concupiscencia -”remedio para el cual está hecho el matrimonio”-, preparaba la hermosa sábana de lino irlandés, “con todas las bendiciones e indulgencias eclesiásticas, concedidas para cada ocasión en que se hiciera apropiado uso de ella”. Para la esposa, los preliminares aquellos eran el delicado aviso de lo que se avecinaba, por lo que discretamente se retiraba a un rincón del aposento, donde había un par de reclinatorios, que era donde momentos después se le reunía el señor, para ambos ofrecer el acto rezando con más hervor que fervor, una breve estación. Enseguida ella se dirigía apresurada y ruborosa a la cama, donde desde luego, se ponía en circunstancias. Eran éstas que se cubría de pies a cabeza con el dichoso lienzo, no permitiendo éste más acceso a su cuerpo que por un agujero ni muy grande ni muy chico, justo a la altura necesaria, abierto en forma de corazón y con unas letras en la parte superior primorosamente bordadas, con esta bellísima jaculatoria: Jesús me empuje. Y bien que lo empujaban pues tantos expedientes para cosa tan expedita no impidieron, por supuesto, que nuestro Ramoncito y otra cohorte de bodoques tarados asomaran a la vida por el mismo cardioforme orificio de su manufactura -otro de los usos de la sábana-, solo que en esta ocasión vuelta al otro lado y con diferente leyenda, aunque en las mismas elaboradas letras góticas: Deo gratias.
  • 23. 23 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre El inventor En este lugar y antes que otra cosa suceda, nos atrevemos a denunciar Urbi et orbi -dijera Ramoncito- que todo eso del premio Nobel y demás patrañas sólo es para apantallar pendejos, ya que de otra manera nuestra querida patria habría ganado varios, y Zacatecas cuando menos uno. Crispín Bazán. Más conocido en el pueblo como Crispán Bacín, era en verdad un hombre notable. Vaya, era tan notable que hasta se le notaba. Y lo fue en grado tal, que pasó a la posteridad como el descubridor de la energía de inducción geodinámica. Así como lo oyen, nada más y nada menos. Algo tan sorprendente que ni al mismísimo Edison se le había ocurrido, aunque Crispán notablemente daba su lugar: -Este Tomasito de Alba -que así era su apelativo, pues lo demás ya se lo pusieron después en el otro lado- sí era gallo, ni quien diga nada; y si se hubiera quedado en Sombrerete, donde nació, aunque después haya renegado de su tierra, hubiéramos inventado muchos inventos juntos, pues casi nos creamos en el mismo barrio, aunque él ya estaba labregón cuando yo apenas era un chavalillo. ¿Y quieren saber ustedes una cosa que les voy a contar, para que ustedes la cuenten más adelante? Pues que muchos de sus más ufanos y afamados inventos... ¡se los fusiló! Así como lo oyen. Aunque no lo crean, así fue. Esto lo sé de cierto porque precisamente el interfecto fusilado fue mi tío carnal Pascual Bailón Bazán, inventor de altos vuelos -ya verán porqué-, que entre muchas cosas creó el nopal lampiño cruzando un chaveño, todo espiniento y feroz, con una verdolaga dulce, dura y lisa como nalga de india, descubrimiento que dio paso a la tuna sin semilla, que tantos y tantos beneficios ha venido a reportar en los drenajes públicos, caseros e intestinales, que en temporada de cosecha de aquella fruta tan prejuiciosos taponamientos causaba, principalmente en las grandes urbes nopaleras, como son Zacatecas, San Luis y Chalchihuites. El rejilete sin enredar -nunca explicó a nadie en qué consistía este importantísimo invento, y esto fue verdaderamente lamentable, pues vayan ustedes a saber para cuántas cosas no hubiera servido-, el hilo bola -esto por sí mismo se explica, ya que dio origen a la bola de hilo, que tan útil ha sido para enredar la hebra, que antes de eso toda se nos hacía ñudos-. El tamal sin hojas, otro destacadísimo avance, que sin embargo y por el mal uso que se le dio desde el principio, se frustró y vino a degenerar en el pambazo revolcado, en el cual torpemente se quiso suplir la protección de la hoja de maíz, por una triste espolvoreada de harina rancia. El tripié de cuatro patas, que dio mucha más base y consistencia al banco de zapatero remendón, antes tan sujeto a vaivenes y columpeos, con el consiguiente peligro del usuario. La melchocha de tajo, que hizo posible que ésta, antes tan difícil de manejar, pudiera cortarse sin excrecencias pegamentosas que tanto embarazan el cuchillo y los dientes. El reloj de una manecilla, que permitía agarrar horario cerrado sin las molestias que representan los minutos, que tan culpables son de la impuntualidad de mucha gente. En fin, un titipuchal más de cosas muy útiles que desarrolló y compuso para beneficio y progreso de la humanidad. “Ahora que al respetive de lo que decíamos de los avances que le hizo don Tomasito de Alba, pues fueron nada menos que el foco y la vitrola. ¡Poca cosa, eh! Casi nada... pero ésas fueron. Claro que no eran idénticas, ya que tenían algunas variantes, aunque no creo que éstas vinieran a ser básicas. Por ejemplo, veamos el foco, del que tanto presumió don Tomasito: mi tío carnal Pascual Bailón Bazán, ya mucho antes había lanzado el suyo. Claro, no era eléctrico, ¿cómo podía serlo si la electricidad
  • 24. 24 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre todavía no se inventaba? Pero salvo este pequeño detalle, que en realidad no tiene mayor importancia, el principio -que es lo que cuenta- era el mismo y eso fue precisamente lo que copeó Tomasito para hacer el suyo. El foco de mi tío era de petroleo. Sí, así mero era. Consistía en un quinqué o aparato -mi tío carnal Pascual Bailón Bazán fue el que le puso este nombre y desde entonces así se llama: aparato-, solo que en vez de ser largo era redondo, y en lugar de estar abierto por arriba para que salga el humo, lo estaba para abajo y entonces como éste se quedaba adentro, pues había que darle vuelta, con el fin de que saliera aquel, porque si no pa pronto se jumiaba -como dicen las gentes ignorantes- y se apagaba la flama; de modo y manera que venía a ser igualito que un foco, nomás al revés volteado y en vez de rosca, un agujero. Íntico al de ahora. Así que don Tomasito lo único que tuvo que hacer fue meterle electricidad a la mecha, tapar el hoyo y... ¡listo!, todo el mundo se hace lenguas de este pelao, y a mi tío carnal Pascual Bailón Bazán... que lo míen los perros. Así es la vida. “Por lo que hace a la vitrola, la cosa estuvo más o menos del mismo jais, puesto que ya mi tío Pascual Bailón mucho antes había fabricado su toca cuerdas automático o tocacordio, como vino a llamársele a su ingenioso invento. Consistía éste en un carrete en el que se enredaban a modo de cuerda cuatro gruesos mecates de lechugilla bien remojados, sujetando en la punta un arco que descansaba sobre de un violín chillao -el violín chillao es el que usan los huicholes y coras para acompañar a sus briagos y danzantes; le dicen chillao porque aparte de que chilla de a madres, aguanta aguaceros, borrachazos, vomitadas y demás contingencias que suelen suceder, y nomás no se hace nada- bien amarrado a un tronco. Entonces lo mecates, al irse secando jalaban el arco y empezaba a sonar la güijama -otro de los nombres del violín chillao- y aunque la melodía no era muy dulce que dijéramos, ahí se descubrió el principio de tocar la música sin la intervención del hombre -o de la mujer, para el caso es lo mismo-. De ahí a sacar la famosa vitrola, no hubo más que un paso, pues como dije en el caso del foco, los principios -que es lo que cuenta- ya estaban dados, y ya todo se hizo abasándose en el tocacordio de mi ilustre tío carnal don Pascual Bailón Bazán, hijo epóntimo de esta tierra. Desgraciadamente, su falta de preparación -no tuvo como yo la ventaja del estudio por correspondencia-, le impidió progresar en otros campos que después han sido invadidos por los gabachos, pero en los que mi tío carnal Pascual Bailón ya estaba trabajando arduamente, o como se dice vulgarmente, “muy entrao”. “Un ejemplo de esto que les platico, es la aviación -o aeronáutica, como oyí que la llamaban en Fresnillo-. Hay muchos díceres, acerca de quien fue el primero que se aventó a volar como los pájaros. El doctor don Mateo Martos dice que fue un tal Ícaro, el cual no pasó de la pura encarrerada y dio el azotón, pues se le chisparon las alas que tenía pegadas con cera de Campeche. ¡También que trazas de don Ícaro! Otro, como el mesié Mayaudon, el viajero de Las fábricas de Francia dice que fueron unos franchutes que subieron en globo de aire caliente, como esos que sueltan en las ferias; y la Popular Mecanis o Mecánica Popular, para los que no entienden el gabacho, dice que fueron ellos los que de primeras se subieron a un aeroplano. “Pues ya vieron ustedes a toda esa gente que parece tan seria... ¡pos mienten!, o cuando menos son supinos ignorantes, porque el primer hombre en volar por los aires fue, pa que se lo oigan y se lo sepan, el énclito y glorioso don Pascual Bailón Bazán, mi tío carnal y noble hijo de estas tierras. “Bueno, creo que llevado por mi pasión familiar, exagero un poco, porque, en realidad, el primer ser humano -que yo sepa- en surcar los aires sutiles cual golondrina fugaz y delentérea, fue Tacho el loco, que un memorable 19 de marzo, en las meras fiestas del señor San José, efectuó su brevísimo, flamígero y espectacular vuelo. Pues verán ustedes, sucede que Tacho, que a todo se acomedía, estaba muy entusiasmado dándole malacachonchi a la esquila -campana, pues- mayor, en la
  • 25. 25 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre torre de la parroquia, cuando debido a un fuerte catarro “caído al pecho” que traía, se volteó para sonarse de a dedo y soplido cuando ahí nomás que lo alcanza el esquilón mayor, dándole tal antellevón que alcanzó a rebasar la linternilla de la torre, con todo y la cruz, antes de agarrar su vuelo en picada. Pobre Tacho el loco, después de tan noble y tan bueno que era. Van ustedes a creer que todavía alcanzó a gritarle al gentío que llenaba el atrio: ¡Ábranse que traigo gripaaa...! “Pero bueno, este vuelo quizá por involuntario no debe figurar en los anales de la aeronáutica, -como ya les dije que últimamente le dicen en Fresnillo-. Así que en realidad el que cuenta y seguirá contando, aunque esto les arda a los güeros, es el de mi tío carnal Pascual Bailón. Nimodo de negarlo. Y es que su hazaña fue de verdad hazañosa. “Para mi tío Pascual Bailón, volar era una obsesión. Soñaba con eso. Y no como todos, que en sueños entimos que brincamos y nos deslizamos un bute de terreno sin dar pisada. No, mi tío Pascual Bailón soñaba con las alturas, con ser pájaro, águila, o de perdida un zopilote, el caso era andar por los aires. Así que por años, mientras hacía otras muchas cosas, iba madurando su invento cumbre, aquel que en verdad debía inmortalizar su nombre de Pascual Bailón Bazán. No le bastaba con haber prohijado al antecesor directo del foco, o de la vitrola, que por sí solos merecían los lauros eternos de la fama. Ni tantos otros que habían revolucionado no sólo la ciencia económica, sino hasta la fisiológica e higiene, como el tripié de cuatro patas. No le bastaba todo aquello: necesitaba algo espectacular, trascendente, e iba a lograrlo; estaba decidido, y volar era el único medio de alcanzar todo esto. No le arrendraban ni las dificultades ni los peligros anejos a la empresa. “Así que una límpida y ventosa mañana de marzo, mi tío Pascual Bailón anunció a sos amigos y coterráneos en general, que ese día era el indicado y señalado para probar su invento máximo, aquel para el que había calentado al rojo vivo su magín -cerebro, pues- y que redundaría no solo en su personal gloria, sino en la de su pueblo amado. Con esta retórica, aquí entre nos, quiso echarle sus cacallacas o pedillos a don Tomasito de Alba, que desairó a Sombrerete por Nueva Yor y Detroy. “No, pos no lo hubiera dicho dos veces: medio San José -de por sí argüenderos y que sólo quieren un pretexto para no trabajar- siguió a mi tío carnal Pascual Bailón hasta las afueras del pueblo, por toda la orilla del río, hasta el Álamo de doña Juana, que así le dicen al árbol más alto de todo el encanijao curso del Aguanaval, desde que nace en los puertos de Llanetes y Trujillo, hasta que muere de sed en las lagunas de Mayrán. Llevaba mi tío Pascual Bailón en unos carros de mulas todos los enseres de su invento. Hasta parecía convite de circo, pues la tambora de Román Samaniego se les juntó muy gustosa, y a los acordes de Amor de madre y Los górgoros acompañaban la comparsa. Mi tío Pascual Bailón, montado en un caballo grullo gatiado -me acuerdo bien-, saludaba con ambas diestras, gozando su triunfo por adelantado. “Por fin llegaron al Álamo de doña Juana. Mi tío Pascual Bailón procedió a organizar todo el experimento. El gentío de gente hizo rueda silencioso y admirado, ya que estaban a punto de ser testigos de la historia. Varios pelaos fuerzudos subieron ágilmente por las ramas y se encaramaron en lo más alto del árbol. De ahí con garruchas y poleas subieron todo el complicado ingenio. Lo que más trabajo les dio fue la lancha. Sí, una lancha. ¿De qué se admiran? Esa era la base del invento. Una lancha con dos grandes alas de petate con armazón de varengas, pegadas a sus remos, por lo que al bogar con éstos, aquellas se mecían amplia y cadenciosamente. Allá arriba, con grandes dificultades le pusieron su mástil con la vela enredada. Como ven ustedes, todos los principios básicos de la navegación se había respetado escrupulosamente. Pronto estuvo todo a punto para el despegue. Mi tío carnal Pascual Bailón subió ágilmente por una escalerilla de cuerdas puesta a propósito. Con tubos y saracof -casco, pues- del ejército porfirista, francamente parecía la mera verdad. Ya en lo alto, se dirigió
  • 26. 26 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre a la muchedumbre reunida al pié del Álamo de doña Juana, con estas sencillas sentidas palabras: “Paisanos míos muy queridos y pasmaos: están a punto de presencear el primer volido de mi grandioso invento: el aigrobarco. Veo y alcanzo a destinguir las caras almirativas de los más y de incredolicidá de los menos. Ambas las dos me valen... porque si este artefaito no vuela me quito de inventor pa sécula y mejor me dedico a hacer coyundas para los güeyes de sus mercedes. Y es que ustedes desconocen lo que yo conozco, u sean los prencipios de las físicas naturales. Si una lancha anda por las aguas y no se hunde, ¿por qué no lo va a hacer por los aigres, sin cairse pa bajo? La juerza del viento u de las aguas es la mesma, con tal de que no sea de jierro lo que queren que navegue, porqu eeso sí, por la ley de... güeno, pos porque está muy pesao, da de ancho. Yo sé que hay munchos envidiosos que se están risando de mis aiciones. Yo les pregunto a esos endevidos: ¿han visto alguna vez que una lancha pueda volar? Entons, ¿que alegan? Y ultimadamadresmentes, yo sé que la cencia nunca es comprendida, asina que a la salú de astedes, ¡me aviento a la conquista del enfenito!” “Y diciendo y haciendo, con gran decisión y coraje, mi tío Pascual Bailón soltó la vela, que se hinchó al instante; con tremendo tirón libró las amarras y el poderoso aerobarco salió disparado, recto como una flecha... hacia el sólido suelo, donde con horrísono estruendo de tablas rotas y la estufacción del público asistente, se estrelló con gran limpieza. “Mucho muy condolido y moribundo quedó mi pobre tío carnal Pascual Bailón. Todo estrujado y roto. Lo único que no se le rompió fue el saracof -qué bueno, pues lo estaba estrenando-, de ahí pal real, todo. Antes de rendir el ánima, alcanzó a darme -yo era un chavalillo entonces- este sapientísimo consejo: “Querido sobrino, como ya vites u observates... me llevó la fregada; pero muero con la satisfaición de que por fin volé... pa bajo... pero volé, pos no siempre se puede volar pa rriba. Asina que no te desavalorines, lo único que nesitas es treparte más alto. Te apuesto que desde el crestón del cerro de la Bufa libras hasta Quebradilla... si no te quebras antes toda la ma...” “Ahí palmó mi tío Pascual Bailón. Podrán negarle la gloria de ser el inventor del aeroplano, pero nunca jamás le quitarán la de ser como el Bautista: el gran precursor.” Pero volviendo al personaje que con tanto calor y pasión hablaba de su tío Pascual Bailón, diremos que heredó de éste, si no su fortuna, pues el malhadado aerobarco se llevó todo su exiguo patrimonio, sí sus genes de inventor insigne, creador también de fabulosos aunque más pragmáticos y como veremos, redituables progresos científicos. A diferencia de su tío, Crispán Bacín era hasta cierto punto un hombre ilustrado; en su lejana juventud -ya era un hombre más que maduro- fue seminarista en Zacatecas, aparte de graduado por correspondencia como electricista y radiotécnico. Solía ser caravanero y rebuscado en el hablar. Pero lo que más lo distinguía del resto de los mortales, era que su taller y hogar tenían corriente eléctrica las 24 horas del día, siendo que para el resto de la población se cortaba a las 10 de la noche, quedando el pueblo sumido en las tinieblas. Naturalmente que este hecho extraño dio pábulo a extremas conjeturas y variadísimos comentarios. Un temeroso vacío comenzó a hacerse en rededor de Crispán: brujo, enechizao, empautao con el diablo, era lo menos que de él se decía. Entonces Crispán, sonriendo comprensivamente, explicó su secreto, para cortar de raíz -dijo- tan negativas especulaciones. La cosa era bien sencilla -aclaraba muy serio-, ya que todo se reducía a la aplicación de uno de sus maravillosos descubrimientos: la energía de inducción geodinámica, obtenida directamente del centro de la tierra, a
  • 27. 27 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre través de un invento ultrasecreto que no podía revelar, ya que estaba destinado a revolucionar todo lo conocido hasta entonces en materia de electricidad, y él cuidaría que la gloria y los beneficios fueran nada más para nuestro querido México. Bastantes y tristes experiencias había ya -como en los casos del foco, la vitrola y el aeroplano- para no tener mucho cuidado, pues hay que ver que los gabachos no duermen. Naturamente que ese invento tan maravilloso trascendió los estrechos límites del pueblo y llegó a Sombrerete, donde desde luego la Compañía de Luz, no muy convencida del genio de nuestro Edison nopalero, envió unos inspectores que pronto develaron el tan celosamente guardado secreto. Crispán simplemente había sacado un fino alambre de cobre desde una cercana torre de conducción, y con escondido y pequeño transformador se robaba la corriente olímpicamente. El pobre Crispán fue a dar al bote, terminando en una fuerte multa sus inquietudes inventariles o edisonianas. Mi compadre, gran admirador de Crispán, no podía admitir su fraude: -No es cierto, compadre, no es cierto. Lo que pasa es que todas son cábulas de la Compañía de la Luz, que sabe que se le acaba su negocio cuando cada quen agarre su eleutricidá de la mesma tierra.
  • 28. 28 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Filosofía amorosa del compadre Juande Separata en donde se hace un recuento de la técnica que hace porfiadas a las mujeres, hasta lograr no verse los pies. No bien había detenido mi yip frente a su casa, aquella luminosa y calurosa mañana de mayo, cuando mi compadre me abordó con cierto aire preocupado que no iba mucho con él. Sabía que estábamos en el peor mes de la sequía, pero en eso todos sufríamos igual, y así se lo manifesté apenas se apagó el ruido del motor y pude hacerme oír: -Está dura la seca, compadre. Ahí atrás traigo tres cueros que pelamos ayer, y quien sabe cuántos más habrán amanecido hoy. -No es eso, compadre. Es otra cosa y quero que me aconseje. No sé si ya le he platicao que se va a casar -pendejo, pero güeno, allá el- mi sobrino -güeno, sobrino de mi mujer- Baudilio, Baudilio Rentería. Y se le ha ocurrido a este diantre de muchacho envitarnos de padrinos, pos como es huérfano de sus papases, a mí siempre me ha mirao con mucho repeuto. Y no modo de niegarme. La cosa es que no jallo qué hay que hacer u pagar, ¿u qué? -Bueno, pues eso depende -le contesté haciendo mi mejor cara de hombre de mundo-. Si la novia es de posibles, ya sus padres se encargarán de los gastos, porque es la ironía en las bodas de las hijas: el tener que emborrachar precisamente a quienes se las quitan. Ahora, que si no es... -No, pos no, compadre. Sus papases de la muchacha tan más fregaos que la riata del pozo; asina que aquí el único pagano soy yo. Y tampoco es nomás de a la salida de la iglesia: Güeno, pos ahi nos vimos. No, señor. Habrá que hacerles un mediano guateque, trair la tambora, matarles un puerco y unos cóconos y por descontao que sus güenas garrafas de sorronchi pa que no hablen u digan de uno... Y luego a más que va a ser boda derecha, porque el muchacho ha respetao a la novia. Dice que ni un pelo le ha tocao... -Pues que puntería de pelao -le reviraba yo. -¡Ah, que compadre! Con usté de plano que no se puede hablar seriamente con seriedá. -No, se lo digo formalmente; yo como que en estos tiempos ya no creo en esos amores platónicos, ¡si el niño más tardado es de seis meses! Pero hasta eso, que solo el primero sale así, ya que todos los demás que siguen se toman su debido tiempo. -Pos mire, compadre: eso de que estos muchachos, mis sobrinos, haigan tenido u tengan esos amores que dice usté, pos tampoco, nuay que ser esagerao, ya con los platos u platones se avientarán después. Orita ¿con qué?, si los probecitos ni a menaje de casa llegan... Además que ya al Baudilio, pos como no tiene papá, yo le he dao sus consejos, no creya. Primeramente que dende el prencipio se sepa quén lleva los pantalones en la casa. Que no sea suato. Después, que a su esposa le dé suficiente de todo, porque una mujer ansina bien satisfacida no anda buscando peleya por otros laos. Bien vestida, comida y sobada, y van a ver que hasta eruta de satisfaición la endina. ¿Cómo hay hombres que esigen fidelidá, si las train muertas de hambre por todas partes? “En esto del matrimoño hay unos pelaos muy afeutos a los guantones; yo creyo que eso nostá bien, porque si la vieja también es de ley y sale retobada, pos ahi cáin ya en los amores esos platónicos que usté dijo más antes; hay gente que luego que acaban con todo el trasterío de la cocina, se avientan hasta la mano del metate; eso si está muy malo, porque un golpe de esos puede dejar aigreao del
  • 29. 29 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre sentido a un cristiano pa toda la vida... “También es muy conveniente retirar a la suegra, porque estas endevidas con sus cábulas y chismes estropeyan más matrimoños que la borrachera. Y si dende el comienzo no se la quitan, pos ya estuvo que no se la apiaron nunca. Y luego a estas suegras nunca hay que darles razón reuta del pienso u de los hechos de uno. Que pregunta: ¿A donde vas, yerno? Entons sí va uno pal llano le contesta: voy pal cerro, y si va uno pal cerro, pos voy pal llano, suegra, ¿que se le ofrece? Y asina en todo. Porque asina las mujeres creen que lo tráin a uno todo controliao, y es meramente a la visconversa: uno es el que las trai a ellas todas deconstroliadas. “Y luego, en lo atocante al dinero, núncamente hay que decirle a la vieja de uno cuánto gana ni cuánto trai en la bolsa. El que lo hace, ya estuvo que regó todo el tepache. Una mujer nunca perdona que gane u traiga menos de lo que uno ya le dijo. Creen u se hacen pendejas de que cren cuanta mentira les echa uno, menos una. Manque sea verdá ya te amolates. Pos eso con ellas hay que hacer como con los caballos cuando salen pa una larga jornada: ¿que arrancan corcoveando y retozando?, pos quietos, porque pronto se cansan. Y en eso no nomás con el dinero, en todo hay que almenistrarlas. Sí señor: hay que cuidar el cirio, porque la procesión es larga. No vaya a ser que en el último trecho todavía los cantos estén muy juertes y uno ya se quedó a oscuras. Por eso digo: a las mujeres ni todo el amor ni todo el dinero, porque se malimponen. “Asina como ya dije de las suegras, digo de los padrecitos. No hay que dejar que se metan en los negocios de la casa de no, porque al rato ellos son los que mandan. Y luego que hay curitas que no sólo dan consejos, sino otras cosas que no se han menester. De modo que la vieja que sale rezanderita, ya sabe, mira viejita: yo te compro tus santitos y si queres hasta tus sahumerios, pero aquí en la casa, que al cabo mi Padre Dios dende todos laos oye lo mesmo. Pa qué tantos brincos tando el suelo tan parejo, ¿verdá? “Otra cosa que asina mesmo le recomendé a mi sobrino es que tenga su casa. Manque sea un jacal, pero que allí nomás sus chicharrones truenen. No es cuestión que un hombre casao, con la responsabelidá de una familia, ande pendiendo de otro u tomando pareceres ajenos. No le hace que sean de la mesma familia, se sufre muncho. Se lo digo porque yo, cuando me casé pos asina le hicimos y la verdá que ya nos jumiaba. Nos juimos a vivir con los papases de la Fausta, que nomás por un tiempecito y nos echamos dos años con ellos. Y luego que mi señor suegro -que en gloria esté- que como ya le he platicao, era el caporal de la hacienda de San Antonio y también un hombre muy maduro y vociferamentoso. Yo trabajé unos meses con él y la verdá que no lo aguanté. No que me pudieran las friegas del trabajo, pos estoy impuesto dende chico a ellas, sino que piensaba tábamos todavía como en tiempos de los hacendados y ¡no señor! Fíjese compadre, nos decía en la noche: Güeno muchachos, mañana nos vamos a campiar al potrero de la Tijera, ta lejos y hay que salir temprano; se me presientan aquí antes de que salga el sol, almorzaos, miaos y cagaos... pos no quero entretenciones en el camino. Oiga usté, la probe de mi vieja se tenía que parar a las tres de la madrugada pa fin de alcanzar a echarme unas gordas pal camino. “En lo único que no me animo a darle consejos es en lo tocante a los hijos. ¡Jijos de la Tetrazzini, pero cómo dan trabajo! Y es que todo el mundo que se casa luego luego quere. Las viejas, si no logran un pronto, ya nomás están a chille y chille, echándole mocos a los frijoles... y a uno pos también se le hace a ráiz, si aparte de todo la gente empieza a mermurar: que si a la potranca le cambearan de garañón y sabe qué tantas hablanderías. “Luego, mientras son chiquillos no gana uno pa enjermedades y sustos: ¡que ya cagó verde!, ¡que ya negro!, ¡que ya azul! ¡jijo del máiz, cambean de color la caca pior que los camaliones! A mí,
  • 30. 30 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre diario cuando regresaba a la casa del trabajo en el campo, me recebían con la novedá de los colores. Al prencipio muy gustoso porque creiba que hasta con los pañuelos me bienvenían. Pero nada, queran los pañales del dichoso escuincle que mero me los restriegaban en las jetas. Que a ver si asina le traiba algún remedio. “Después, ya añejillos, hay que echarlos a la escuela. Pos que vámonos pal pueblo. Y luego allí, que no aprenden porque la maistra les agarró muncha enquina. Y más su son mujeres... ¡que ya las vido feo! ¡Que ya las vido pior! ¡Que ya no las vido! Y más grandes: ¡Ave María Purísima! Allí empieza lo güeno, porque si son viejas, porque si son viejas; y si son machos, porque son machos, y de todos modos es puro clamor el que se oye. “A las mujeres, pos ni hablar, hay que cuidarles sus nalguitas, si no pa qué quere que después salgan con que a Chuchita la bolsiaron... ¿Y de quen es la culpa? Pos de uno, manque uno esté en la vil babia de todo el condenado asunto. Y entons, que queren ir a un baile. Y aystá la falsedá: si las lleva uno, malo, pos nomás se la pasa haciendo cara de idioto, mientras algún mugriento pelao las bornea y les da malacachonchi... Y ahí vienen los novios. ¡Ah carajo, pero que trajín! ¡La alborotada que se dan las pollitas! Mire compadre: de plano que las mujeres nomás no se están silencias hasta que ya no se pueden ver los pieses. Y de los hombres, ¿que me dice usté? Todavía Chuyito está muy tierno, ¿pero que dilata? Yo veo a los demás, que ya los corrieron de la escuela porque le mentó la madre al maistro. Que ya no quere estudiar, ni trabajar, ni nada, solo güevoniar. Y ahí nomás que un día. ¡pos que llegó bien borracho el baquetón! Porque para eso sí son muy hombrecitos. Los corren de la casa, los desgraciaos se güelven a meter por el corral, porque las mamases -viejas tarugas- les solapean todas sus tiznaderas, y luego son las primeras en hacer sus extremos y lamientos... y ¡ánimas benditas!, pos que ya no llegó en toda la noche, y cuando güelve tray una cruda el enfeliz que casi casi -asegún ellos- tan por morir. ¡Ojalá y de verás se petatiaran! Pero no, que va, y aystá la vieja bruta acuestándolo y hasta llevándole su histafiate. ¡Con razón, compadre, el mundo está lleno de cabrones! ¡Si asina los enseñan y los hacen! -Todo lo que usted me ha dicho me parece muy bueno y sabio, compadre -le respondía yo cuando ¡al fin! Podría echar mi cuarto a espadas-. Pero hay que tomar en cuenta que también usted fue joven y que quizá hizo las mismas o peores barrabasadas que ahora que ya por la edad no puede hacerlas, censura. Yo, aunque no soy un pollo todavía nuevo y puedo ponerme el saco en más de alguna cosa de las que acaba de mencionar, sobre todo que como sabe, tengo mi novia en Zacatecas y espero matrimoniarme pronto. -Muncho le he recomendado por eso, compadre, que se consiga una potranca que sea cerrera, de por aquí, pa que le eche sus gordas y lo saque de apuros, u que baje más seguido a la suidá, y asina no tenga que dar en esos extremos del matrimoño, pero veo que no ha hecho caso y nimodo, va a cair como todo el mundo en la enjermedá, ta uno viendo como se mueren de ella pero ahi vamos muy gustosos a que nos las peguen. “Y en lo atoncante a lo que dice respetive a que hice las mesmas tarugadas de chamaco ¡lo ñego! Yo juí hombrecito desde que me parieron. Si alguna vez me emborraché -y eso porque me agarraron desprevenido-, naiden de mi casa me vido y muncho menos mi señor padre, que me biera desuellao a guarrapazos... Y güeno que me los biera dao, porque pa un muchacho es mejor u padre duro que uno pasalón y aguao. A los hijos hay que enseñarles que lo güeno no es no hacer las cosas, pos no semos santos; la cuestión está en que si uno sacó la víbora pa juera de su ahujero, uno mesmo tiene que afrientar de frente los tarrascazos y matarla, pos el juidor que juye, lo único que gana es que le muerdan el trasero, que es lo que se enseña; y el trasero, compadre, no se le olvide, si siquiera la mujer nesta y
  • 31. 31 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre cristiana debe mostrarlo, sino tan solo a aquel que vaya a hacer un uso católico y apropiado de ese artefaito. “No, y la verdá, que en esta vida hay cosas que nomás uno no compriende. Aystá por evento eso de la esperencia. La esperencia uno la tiene cuando ya no sirve pa una chingada. ¡Cuántos trancazos se biera uno quitao si la biera uno tenido a su tiempo! Por eso a cada rato se oye eso de “si biera yo sabido...” Y por más que se predique, naiden la agarra en cabeza ajena. Manque les haga uno lo que mi tío Carpóforo Menchaca a su caballo. Iba una vez mi tío don Carpo por un camino, a la mera juerza del solazo y de la canécula, todo fatigao, casi casi exasto, y como iba pa su rancho, pos su caballo agarró un trotecito medio reviatao. Mi tío lo sorenaba pa que volviera a su tranco, pos ora sí como dicen: “No andaba pa esos trotes”. Y nada, al rato otra vez caiba el fregao trotecito y mi tío a irle a la rienda. Y asina hartas veces. Hasta que a mi tío se le encabronó lo Menchaca. No me crea pero dicen que uno de sus antiepasaos era tan fieramentoso, que cuando la inversión de los gabachos se jue pal cerro, y cuando les caiba en un albazo, al güero que cogía vivo lo colgaba de los güevos y hasta se le columpiaba encima. Pos sí, le decía que mi tío se enojó bien muino y dándole al cuaco un parón en seco chispó la pistola y ¡riata!, que le sorraja un plomazo en la pura cabezota. Cayó el caballo como ajulminao por un rayo y con mi tío encima. Se alevantó el pelao muy despacioso, le dio un juerte resoplido al cañón de la fusca, y dijo entonces muy rencoroso y estertóreo: ¡Esperiencia, caballos trotones!”
  • 32. 32 Fernando Rodríguez Lapuente – Dijera mi compadre Mi compadre, los toros y los gallos De la acalorada y original disputa acerca del toro, el torero y el aficionado, y cuál de los tres es el más pendejo. Entrando también un gallo, nomás como parapeto y sin tener en realidad nada que hacer ahí. Mi compadre naturalmente no conocía de toros, ni maldita la cosa lo que le importaban. No se podía esperar más de quien no tiene oportunidad de asistir a corridas con alguna frecuencia, ya que las aventuras taurinas de don Juande se reducían a las capeas que se organizaban cada año con motivo de las fiestas del pueblo, allá por el mes de marzo. Y digo capeas, porque los novillos que se corrían, ni se banderillaban ni se mataban, pues bondadosamente don Julián Llaguno, el de la hacienda del Sauz, sólo prestaba su bravura. Claro que también se los prestaba a Nieves, Sain Alto, Chalchihuites y demás poblados circunvecinos, que de tan amolados que estaban les era imposible comprar el ganado. Así que aquellos toretes, con tanta experiencia, sabían hasta latín. Era más difícil lidiar un animal de esos que un Miura de cinco años. Mi compadre recordaba muy bien una de esas pachangas suicidas: -Si, me acuerdo, era precisamente presidente munecipal don Refugio Rentería, tío de mi mujer, por cierto. Don Julián quera un viejo a toda madre, como todos los años emprestó los toros. Pero también, como todos los años, los canijos taban mas toreados que una puta de cuarenta años, asina que se iban reuto pal bulto y ¡bolas!, nomás volaban por el aigre los probes torerillos que habían traído de Fresnillo. De modo que éstos se metieron a los burladores y ya no querían salir. Aluego que vido eso don Refugio y como ya les había pagao, pos que les grita muy juerte: ¡Con que no queren entrarle, cabrones, pos óra van a torear a güevo! Y que manda un polecía con su rifle a cada burlador, y a culatazos que los saca a toriar. Nomás biera visto, compadre, los enfelices a corre y corre; se paraban tantito a resollar y se les dejaba ir el toro, se querían salir pa juera y ahi taban los gendarmes. Ya no jallaban que juera pior: los cuernazos o los culatazos. Mejor se cansó el novillo de corretiarlos y eso los salvó, porque ya fallecían de ajogados. -Así que a usted de plano como que no le convence mucho la fiesta, compadre -le comentaba yo. -Si, cierto. A mí solo me gustan los toros montándoles a las vacas o en güenos bisteces. Porque eso de la toriada nomás como que no me entra. U compadre, ¿me va usté a decir que no? De todo el animalero que hizo Dios para que pueblaran la tierra, no hay uno más pendejo quel toro. Hasta una vil cucaracha u babosa, si le pone uno un dedo enfrente, u le da un atentoncito, le saca la güelta y gana pa otro lao. Pos el toro no iñor, sigue porfía y porfía, no le aunque le hagan garras el espinazo, ¡y hasta que se lo echan! Y luego con el trapo, ¿quere usté más pendejismo? Póngale a una triste rata un tepalcate que parezca queso y nomás una vez lo ruñe y no güelve a morderlo. ¿Y el toro?, pos a pasa y pasa y pasa, y antes se ahoga de cansao y hasta echa espuma por el hocico, que darse cuenta que nomás ta cuerniando el puro aigre. Por eso a mí todos esos mentaos toreros francamente no me cain. Se aprovechan de ese probe animal tan tarugo pa hacerle cuanta vejación se les ocurre, ¡y quesque los que nos trujeron esas jerejías nos encevilizaron! Pos la mera verdá, taban como pa que los encevilizaran a ellos... Usté como que me late que no es del mesmo pienso que yo, ¿verdá? -me espetaba receloso, no conociendo mi manera de opinar al respecto. -Mire, compadre -le respondía medio amoscado, sobre todo por la última pedrada-, usted llama