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INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
ARZOBISPADO DE CORRIENTES
SARMIENTO Nº 1.953
CORRIENTES
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 1
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
CARRERA: PROFESORADO PARA EL TERCER
CICLO DE LA EDUCACIÓN GENERAL BÁSICA Y
DE LA EDUCACIÓN POLIMODAL EN LENGUA
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 2
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
SEGUNDO AÑO
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 3
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
MATERIA: TEOLOGÍA II
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 4
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
DOCENTE: ROSA YOLANDA SOTELO
AÑO LECTIVO: 2.011
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 5
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
FUNDAMENTACION:
La TEOLOGÍA II trata la cuestión fundamental de la vida de todo ser humano y de
la humanidad en su conjunto, esto es:¿cuál es el sentido de la existencia humana y de su historia?
Dios ha dado respuesta a ese interrogante, y esa respuesta es propuesta continuamente
a la libertad humana. Toca a la teología el intento de manifestar la significatividad siempre
actual de aquella respuesta-propuesta contenida en la palabra de Dios. Por ello, en la formación
general del alumno, la materia cumple una función que podemos llamar “vital”, en cuanto trata
el fundamento y la orientación de la vida misma, vistos a la luz de la fe.
Respecto a lo más formal, la teología es “esencial” en el ámbito educativo católico
debido a la razón de ser del mismo: evangelizar. Vista desde esta perspectiva, la teología como
asignatura incluida dentro del plan de estudio queda justificada desde la misma identidad de
una Institución Educativa Católica.
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 6
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
Nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido. Ante ello es
fundamental que espacio curricular procure presentar de la manera más comprensible y
significativa posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano para que cada persona
llegue a la plena comprensión de sí mismo y descubra, así, su verdadera identidad.
OBJETIVOS GENERALES:
Considerar las características fundamentales de la persona aportadas por la Revelación.
Reflexionar sobre el significado de Cristo en orden a la realización del ser humano.
OBJETIVOS ESPECIFICOS POR UNIDAD:
UNIDAD 1:
• Reflexionar acerca del significado profundo de la liberación que Cristo trae
al ser humano.
• Comprender que la conversión a Dios significa un cambio intrínseco para el
ser humano.
• Reflexionar sobre la realidad de Cristo como el ser humano realizado,
llegado a plenitud de acuerdo con el proyecto de Dios.
UNIDAD 2:
• Reflexionar acerca de las principales dimensiones de la persona.
• Comprender el significado de la libertad a la luz de la fe y la esencial relación de la
libertad y el bien.
• Comprender que la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a
la llamada de Dios o de la respuesta a la llamada de los valores.
UNIDAD 3:
• Comprender la problemática del mal y sus raíces partiendo de la comprensión
del mensaje genuino contenido en la Sagrada Escritura.
• Reflexionar acerca de la concreta situación existencial en la que nace todo ser
humano y la propuesta de liberación
UNIDAD 4:
• Revisar ciertas ideas erróneas en relación con el sufrimiento y comprender que
Dios quiere la vida y la felicidad de los seres humanos.
• Comprender adecuadamente el significado de “salvación” y lo que ello implica
para la existencia humana.
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PROGRAMA ANALÍTICO
UNIDAD 1 - EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS
− El proyecto original de Dios
− El “no” del ser humano al proyecto de Dios
− Precisiones terminológicas
− El pecado original de los orígenes
− El pecado original en nosotros
− El ser humano, experiencia del mal y anhelo de plenitud
BIBLIOGRAFÍA: complementaria:
− M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San
Esteban – Edibesa..
− M. FLICK - Z.ALSZEGHY, Antropología Teológica, Ed. Sígueme.
− C. BAUMGARTNER, El pecado original, Herder
UNIDAD 2: : EL MISTERIO DEL HOMBRE
− Noción de persona
− Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación
− Apertura a los demás y al Absoluto
− Apertura al mundo
− Ser con los demás y para los demás. El amor-don
− La libertad
− La libertad, dimensión interpersonal
− La libertad y el bien
− Realización de la persona
− La persona, valor absoluto
BIBLIOGRAFÍA: complementaria:
− RUIZ de la PEÑA, J. L., Imagen de Dios, Ed. Sal Tarrae
− GASTALDI, I., El hombre, un misterio, Ed. Don Bosco
− LOPEZ AZPITARTE, E., Cómo orientar la vida, Ed. Paulinas
UNIDAD 3:- EL HOMBRE NUEVO
− Cristo, nuestra liberación
− Reflexiones sobre el “reconocimiento” y la “relación” con Dios
− La conversión
− Actitudes contrarias a la conversión
− El hombre nuevo, imagen de Cristo
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− El encuentro con Cristo hoy
− Jesucristo: verdad, libertad y vida
BIBLIOGRAFÍA: complementaria:
− GELABERT BALLESTER, M., Jesús, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-
Edibesa
− DUQUOC, C., Jesús, hombre libre, Ed. Sígueme
UNIDAD 4:- EL MAL, BUSQUEDA DE FELICIDAD Y SALVACION
− Ideas erróneas sobre el sufrimiento
− Significado de la “cruz”
− Jesús y el sufrimiento
− La cruz en el camino de la felicidad
− El sufrimiento inútil
− Actitudes ante el mal inevitable
− Salvación en la historia
− El “más allá” y el “más acá”
− La salvación integra todas las dimensiones humanas
BIBLIOGRAFÍA: Obligatoria:
− PAGOLA, J. A., Es bueno creer, Ed. San Pablo, Capítulo 2
− M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San
Esteban – Edibesa. Capítulo VII
INTRODUCCIÓN
Nuestro cometido es adentrarnos en la concepción de persona desde la fe en
Cristo.
Si nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido es
fundamental que la teología procure presentar de la manera más comprensible
posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano, para que cada persona,
cada uno de nosotros, llegue a la plena comprensión de sí mismo, recobre su
verdadera identidad y, a la vez, conozca el proyecto de Dios y descubra en
consecuencia el sentido de su vida.
Por eso, nuestra intención es presentar la concepción del hombre a la luz de lo que
Dios nos ha revelado. En función de ello tenemos por delante dos de los temas más
relevantes para la genuina comprensión del ser humano: el “no” del hombre a la
propuesta de Dios y, como respuesta a ese “no”, la Buena Noticia de Jesucristo en el
centro de la historia de la humanidad manifestando un Dios que es Amor.
Al tratar la negativa del hombre a adherir al proyecto de Dios estaremos abordando
una de las cuestiones cruciales de la realidad humana: el problema del mal, con todas
las consecuencias trágicas que tiene para nuestra concreta existencia. Pero, la última
palabra tanto para la humanidad en su conjunto como para cada persona la tiene, no
el mal, sino el amor de Dios manifestado en Cristo. Estos temas, por lo tanto, están
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 9
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íntimamente relacionados. En la Unidad 3 el objetivo es ofrecer, de acuerdo con lo
propuesto por Dios, una conceptualización de la persona y sus dimensiones
constitutivas. Finalmente, en la Unidad 4, el esfuerzo está puesto en aportar algunas
reflexiones teológicas que nos orienten hacia el verdadero significado tanto del
sufrimiento como de la salvación.
Toda la temática tiene una densidad particular puesto que, como dijimos, son
puntos fundamentales dentro de la concepción cristiana del hombre. Habrá, como
base de la reflexión teológica, algunas citas bíblicas; será de mucho provecho
consultarlas para enriquecer el desarrollo de los temas y ayudar de este modo a que,
poco a poco, el estudio pueda tornarse meditación.
UNIDAD 1: EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS
Consideraciones previas (I)
Es necesario, al inicio de nuestra exposición, hacer una aclaración de mucha
importancia que está directamente vinculada al diálogo abierto y sincero que
mantenemos permanentemente con aquellas personas que manifiestan no tener fe y
con quienes tienen fe en algo distinto a lo que aquí afirmamos. La aclaración que
consideramos entonces pertinente está referida a ciertas afirmaciones que aparecerán
a lo largo del desarrollo que haremos.
Podríamos decir en síntesis que hay dos afirmaciones que inevitablemente suscitan
cuestionamientos; por una parte la que está relacionada con el mal moral y la situación
existencial en la que se encuentra el ser humano como consecuencia de aquel mal, y,
por otra parte, la que se relaciona con la liberación de ese mal moral y la consiguiente
posibilidad de realización plena que tiene el ser humano.
Respecto del mal moral afirmaremos: “la raíz del mal está en la inversión del orden:
dejar de lado a Dios y ocupar el hombre su lugar”. Y la pregunta que surge es esta,
¿cuál es la raíz del mal para quien no tiene fe en Dios? En diálogo con quienes no
tienen fe en Dios o profesan otra fe estamos de acuerdo, por lo menos, en que la raíz
del mal está en optar por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia, al
amor…, en desoír absolutamente el llamado de los demás; la raíz del mal está, en
definitiva, en no responder al llamado de los valores supremos de la existencia.
Cualquier persona de buena voluntad se da cuenta, y experimenta, que está allí la raíz
de los males que padecemos.
Respecto de la liberación del mal moral y la posibilidad de realización plena
afirmaremos: “la liberación del mal y la posibilidad de realizarse plenamente la
encuentra el ser humano en la relación con Dios”. Y aquí surge un interrogante
fundamental: ¿sólo en la relación con Dios tiene el ser humano la posibilidad de
realizarse? Quien no tiene fe en Dios, ¿no puede, no llega a realizarse? Cuando en la
Unidad 8 veamos el tema de la realización de la persona diremos: “para quien no tiene
fe, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la “llamada”
de los valores fundamentales de la existencia, que permanentemente llaman a la
conciencia de todo ser humano”.
Pero debemos reconocer que hay una cuestión que sigue latente, la que emerge de
la frase “realizarse plenamente”. Ya expusimos que para quien no tiene fe está abierta
la posibilidad cierta de realización por el camino de los valores supremos de la vida.
Ahora bien, “realizarse plenamente” tiene, desde la perspectiva de fe, una connotación
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 10
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específica. Hay un dato fundamental conocido con certeza por medio de la revelación:
la realización plena, la plenitud definitiva le es dada al ser humano después de la
muerte, en un estado de vida definitivo, como don de Dios. Esta es una verdad de
fe, conocida desde la fe, cuyo fundamento es el testimonio de Cristo resucitado. Y en
nuestro diálogo con toda persona de buena voluntad, no creyente o que profesa otra
fe, esta es una verdad siempre puesta a consideración.
Resumiendo, queremos dejar claro en estas consideraciones que las reflexiones
que siguen, hechas desde una perspectiva específica de fe, no implican negar ni
desconocer otras posturas. Nuestro diálogo se realiza permanentemente con personas
de fe diversa a la nuestra y con no creyentes, y lo que intentamos es, por un lado,
escuchar las diversas perspectivas y, por otro lado, exponer respetuosamente aquello
que hace a lo propio de nuestra fe, de nuestra identidad.
Consideraciones previas (II)
Hay ciertas expresiones, términos o afirmaciones escuchadas probablemente
hace tiempo que luego nunca más -quizás- fueron objeto de profundización para
comprender el verdadero significado que aquellas tienen. Y es sabido, además de ser
un dato de experiencia para la mayoría, que aquello que se comprende poco o casi
nada es dejado paulatinamente de lado porque, precisamente, llega un momento en
que eso ya no significa nada. En el caso de la fe, es casi imposible que la misma se
consolide o tan siquiera se conserve si nos hemos quedado sólo con lo que en
relación con ella escuchamos en nuestra infancia.
Es por eso que expresiones tales como “paraíso”, “pecado original”, por citar
algunas, se han instalado en la conciencia personal y colectiva con significaciones
que, para muchos, no se ajustan del todo a lo que es el verdadero mensaje de Dios.
Algunos incluso tienen de las mismas una concepción equivocada; y otros las
consideran sin sentido porque piensan que se trata de cuestiones totalmente
inverosímiles.
Respecto de la temática que a continuación trataremos somos conscientes de
que para alguien puede resultar un desarrollo árido y por el cual no tiene demasiado o
ningún interés. Pero, por las razones antes expuestas, consideramos indispensable
poner estas reflexiones a disposición de aquellos que sí desean, y buscan,
sinceramente crecer en la comprensión de su fe. De todos modos, para unos y otros,
los diversos temas brindarán elementos cuya consideración posibilitará ahondar en la
comprensión de la realidad humana.
1. El proyecto original de Dios
Desde el comienzo es importante tener claro cuál es, en lo que hace a sus
interpretaciones, la característica de los relatos bíblicos sobre los cuales
reflexionaremos. Por una parte hay que recordar que la Biblia “enseña sólidamente
y sin error la verdad que Dios hizo consignar en ella para nuestra salvación”1
.
Esto significa que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre todo
teológicos; con lo cual decimos que no debemos tomarlos, en algunos casos, “al pie
de la letra”. Para una correcta interpretación hay que prestar atención, entre otras
1 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 11
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Teología II Página 11
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cosas, al género literario del pasaje que tenemos en mano para que, como en el caso
de los relatos sobre el paraíso y el pecado original, no los tomemos literalmente. Al no
tomar literalmente esos pasajes no se está diciendo que los mismos no sean
verdaderos; no lo son quizás en cuanto a una verdad biográfica, histórica o científica;
pero sí son verdaderos en cuanto “contienen sin error la verdad” que Dios quiere
transmitirnos para nuestra salvación.
Es importante entonces, en relación con los relatos que vamos a considerar, pasar
del simbolismo bíblico a la conceptualización teológica para que podamos comprender
cabalmente cuál es el mensaje de Dios. Por último, lo que también debe quedar muy
claro es que lo que acabamos de decir no debe llevar a considerar toda la Biblia como
un gran relato simbólico, aunque haya algunos pasajes que lo sean.
Hecha estas aclaraciones prestemos atención ahora al relato del paraíso (Gn 2,4b-
25) para procurar comprender su sentido. Leemos allí que “Dios plantó un jardín,
donde colocó al hombre que había formado”. “Jardín” es una palabra traducida de
parádeisos, y ésta a su vez está tomada del iranio medio pardez; los israelitas la
interpretaron “delicias” según el hebreo. Es muy útil la cuestión etimológica porque nos
acerca al significado: se trataba de un jardín de delicias. Esta imagen pretende evocar
la situación privilegiada en la que Dios creó al hombre.
Si Dios colocó al hombre en su propio jardín es por el inmenso amor que le
profesaba, para hacerlo participar de todo lo que es de Dios. Eso es lo que nos dice el
pasaje bíblico con distintas imágenes: Dios creó al hombre para el amor, por esta
razón comparte con él su propia morada, su jardín; lo creó para la vida, por lo tanto en
el jardín de Dios hay agua y frutos abundantes; y lo creó para la felicidad, por eso en el
jardín de Dios no hay cansancio ni fatiga, y las relaciones de los hombres entre sí y de
éstos con Dios y con la naturaleza son armoniosas. Tal como es el anhelo de todo ser
humano.
El sentido del relato sobre el paraíso es mostrar simbólicamente el proyecto original
de Dios sobre la humanidad: todo hombre ha sido llamado a una vida plenamente feliz;
pero esta felicidad plena sólo puede encontrarse dentro de una relación de amistad
con Dios. Esto nos muestra que, fundamentalmente, el proyecto de Dios para el
hombre es un proyecto de amor, el hombre ha sido creado para el amor, que es fuente
de vida y de felicidad.
Todo ser humano, cada uno de nosotros, es el “tú” de Dios; y como a tal, como a un
alguien único e irrepetible Dios le habla y lo llama al amor. Todo hombre, cada uno de
nosotros, desde el momento mismo de nuestra creación, es llamado por Dios al amor.
Y cuando el hombre libremente responde “sí” al llamado de Dios vive en amistad con
Él y todas las dimensiones de su vida están fortalecidas y se perfecciona el núcleo
más íntimo de su ser, de modo que el amor de Dios proporciona estabilidad a la
persona y es fuente de vida y de felicidad.
El encuentro con el amor proporciona paz a toda persona, pues el amor unifica, da
sentido a la vida, confiere equilibrio y estabilidad, y es fuente de todo dinamismo.
Todas nuestras búsquedas y nuestros amores tienden al infinito, al Amor. Sólo el amor
de Dios puede satisfacernos plenamente: allí encuentra cada uno de nosotros su
reposo, allí quedan integradas todas las dimensiones de nuestro ser, saciadas todas
nuestras expectativas. En la medida en que participamos del Amor de Dios, vivido
sobre todo en el encuentro generoso con los demás, en esta medida encontramos el
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 12
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
gozo, la felicidad y el equilibrio personal. El amor de Dios es la maduración de toda
persona, su equilibrio personal, el sentido de su vida.
Ese es el núcleo del simbolismo del paraíso: somos llamados por Dios al amor.
En la respuesta afirmativa a Dios, en la realización de ese proyecto original está no
sólo la grandeza de todo ser humano, sino la verdad de su vida y, por tanto, su más
plena realización. 2
2. El “no” del ser humano al proyecto de Dios
Es de vital importancia para nuestra existencia que cada uno de nosotros se
detenga a reflexionar una y otra vez en el proyecto original de Dios. Y ello en un doble
sentido: por una parte, por las implicancias concretas que para nuestra vida tiene la
libre adhesión al mismo; y, por otra parte, porque la respuesta negativa del hombre a
Dios se manifiesta en toda su magnitud cuando es contrastada con la llamada al amor,
a la amistad, a la vida, que Dios le dirige al hombre. A la luz de la grandeza inefable
del don de Dios resalta en todo su dramatismo el absurdo “no” del hombre.
Hemos afirmado que todos -en todo tiempo, en todo lugar, de toda raza y cultura-
somos llamados por Dios. Pero el hombre no es manipulado por Dios; cada uno es
capacitado e invitado como persona libre y responsable a participar de la vida íntima
de Dios. Y el hombre puede, también, responder con el “no” a la invitación que Dios le
hace.
Lamentablemente el hombre, desde los orígenes, rasgó el proyecto de Dios,
rechazó la intimidad que Él le ofrecía, rompió el diálogo con Dios y con sus hermanos,
para encerrarse en un monólogo con su autosuficiencia, con su egoísmo. Quiso el
hombre realizarse al margen de Dios y, al rechazarlo, ha oscurecido los valores más
fundamentales, especialmente el amor; ha bloqueado el proceso ascendente de la
humanidad hacia su verdadero bien. El pecado irrumpió en el mundo desde los
orígenes y ha repercutido desde entonces en la humanidad.
Pero ese “no” del hombre a Dios es sólo el fondo oscuro sobre el cual resplandece
mejor la luz de Cristo. Ante la negativa del hombre llamado a la amistad con Dios la
última palabra la tiene la misericordia de Dios: Cristo dijo “sí” al proyecto de Dios; y
con Él todos recuperan la amistad con Dios. Ésa es una cuestión fundamental a
tener presente permanentemente, no sólo en el recorrido de nuestra temática, sino en
el recorrido de nuestra vida.
3. Precisiones terminológicas
La cuestión del pecado original preocupa -y cuestiona- siempre a muchos que
buscan honestamente crecer en su fe. Y es un tema que no deja de estar exento de
dificultades de comprensión; aún quienes lo aceptan por fe muestran algunos reparos
a la hora de escuchar ciertas explicaciones.
Es vivencia cotidiana que nuestra búsqueda de felicidad choca permanentemente
con la experiencia del mal. Por una parte nos encontramos con el mal físico, aquel
que experimenta la creación entera por ser limitada; lo limitado no es perfecto,
2 Como base de nuestra reflexión hemos tomado M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del
misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, Capítulo IV
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 13
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
lógicamente tiene imperfecciones; por eso ocurren catástrofes naturales de todo tipo,
como también enfermedades. Por otra parte, y es lo que más hondamente nos afecta,
experimentamos el mal moral; éste es el mal que ocasionamos y nos ocasionan, y en
el que se pone en juego el uso de nuestra libertad. El mal moral tiene lugar no porque
somos imperfectos sino por nuestra libertad. Esto hay que aclararlo bien porque
muchas veces se entiende que debido a nuestra imperfección, limitación, cometemos
el mal. Ocurre que quedó muy asociado en el lenguaje religioso imperfección con
“imperfección moral”. La imperfección moral es distinta a la imperfección, limitación,
del ser humano por ser creado. Que el ser humano, como la creación entera, sea
imperfecto no quiere decir que por eso cometa el mal moral. El mal moral procede
exclusivamente de nuestra libertad.
Para avanzar en nuestro tema debemos hacer algunas precisiones en torno al
vocabulario. El término “pecado original” designa en realidad dos cosas muy
diferentes, y es necesario distinguir estos dos sentidos de la expresión porque nos
ayudarán a comprender mejor toda la problemática del mal Hay una relación esencial
entre uno y otro, pero son distintos; como, por otra parte, son distintas las cuestiones
que suscitan.
El hombre entra, por el nacimiento, en una humanidad que ha dicho “no” a Dios, y,
a causa de esa pertenencia, comienza a existir con una impotencia para hacer el bien
con sus propias fuerzas. Para designar ese estado, la situación o la condición
pecadora presente en la que todo hombre viene al mundo, se emplea la expresión
“pecado original originado” o “pecado original en nosotros”: es el que traemos al
nacer.
Ahora bien, para designar el pecado que, según la explicación común, es la causa
remota, situada en el comienzo de la historia, de la condición pecadora de la
humanidad se utiliza la expresión pecado original originante; o “pecado de los
orígenes”.
Generalmente se hace alusión a las dos situaciones descriptas utilizando solamente
la expresión “pecado original”. Pero, como dijimos, para poder adentrarnos en la
problemática del mal y comprenderla necesitamos hacer esa distinción terminológica.
Nos toca considerar ahora el término “pecado”. El pecado por sobre todo
consiste en una actitud activa profunda de la libertad opuesta al bien y a Dios,
que yo me he dado voluntariamente y en la que permanezco durante tanto
tiempo como me niego a convertirme. El pecado se levanta contra el amor que
Dios nos tiene y nos aparta de Él. El pecado es amor de uno mismo hasta el
desprecio de Dios; desprecio de la propuesta realizadora que Dios, por amor, me
ofrece.
Entonces, antes que la ruptura de un orden legal e incluso moral, y más que la
realización de ciertos actos particulares, el pecado es la ruptura de una relación
personal entre el hombre y Dios. De ahí que el pecado sea ante todo una
categoría religiosa: sin Dios hay errores y equivocaciones. Sólo delante de Dios
puede uno sentirse pecador, puesto que la gravedad del pecado está en el alejamiento
de Dios. En este sentido hay que entender en toda su profundidad lo que es el pecado
para, en lo posible, dejar de lado ciertas interpretaciones equivocadas que sólo
prestan atención a determinados “actos malos” llamados “pecados” pero que no
consiguen llegar a lo que en realidad es el pecado.
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 14
INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011
La verdadera tragedia del pecado se muestra en toda su hondura cuando lo
concebimos como ruptura con Dios; en esta medida el pecado tiene repercusiones
antropológicas, pues si en la relación de amistad con Dios se encuentra la realización
del hombre, al romper con Dios el hombre se sitúa ante una contradicción
suprema, equivoca su verdad.
Recordemos que bíblicamente sólo hay verdadera “vida” en la amistad con
Dios, de lo contrario el hombre tiene una pura existencia biológica; por ello, el
alejamiento de Dios -fuente y sentido de la vida-, en el cual consiste
fundamentalmente el pecado, deshumaniza, degrada; así, “el pecado nos rebaja
como personas, impidiéndonos lograr nuestra propia plenitud”. 3
Ahora bien, para que haya pecado, se requiere plena conciencia y entero
consentimiento; esto hay que tener en cuenta siempre. Decimos que debe haber
“pleno conocimiento”, esto es, tener conciencia de lo que estamos por hacer; y,
además debe haber “deliberado consentimiento”, esto es, decidimos hacerlo. Por lo
tanto el pecado está referido a quien es capaz de opciones conscientes, libres,
responsables: sin la intervención de la libertad no hay culpa real.
4. El pecado original de los orígenes
Si hay un dato fundamental, es justamente el de la existencia del pecado original en
nosotros, el pecado con el que nacemos. Y ante este dato nos preguntamos: ¿cuál es
la causa del pecado original en nosotros? Ante tal interrogante debemos recurrir a la
Sagrada Escritura. Los textos fundamentales son, entre otros, los capítulos 2 y 3 del
libro del Génesis, que nos ponen en contacto, simbólicamente, con una situación
original de la humanidad dentro de la cual se produce el drama del pecado llamado,
precisamente, de los orígenes.
En la cuestión del pecado de los orígenes laten varios interrogantes; de entre ellos
tomamos estos dos: ¿cómo entró el pecado en el mundo?, ¿y cuándo? Para referirnos
a ellos recordemos que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre
todo teológicos. Veamos “qué nos dice” respecto de la primera pregunta el relato del
Génesis. Ya desde el capítulo 1 nos narra que el mundo ha “salido” bueno de las
manos de Dios; la creación ha sido buena e incluso muy buena (cf. Gn 1,31). El
hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha sido la más “perfecta” de las
criaturas. Entonces,
El redactor bíblico se pregunta: ¿cómo puede haber tanto mal en un mundo creado
bueno por Dios? Y el autor sagrado, inspirado, desplegará en un relato su respuesta
que, en lo medular, consistirá en una proclamación de la inocencia de Dios y de la
culpabilidad del hombre. Es el mal uso de la libertad creada lo que introdujo en la
historia el mal moral: el bien procede de Dios; el mal moral, del hombre. Por la
iniciativa de la libertad del hombre entró el pecado en el mundo.
Los capítulos 2 y 3 del Génesis son una reflexión sapiencial sobre el problema del
mal; no se trata de una mirada retrospectiva sobre los orígenes del mundo y del
hombre. Por lo tanto, el pasaje sobre el pecado de los orígenes no es histórico sino
“etiológico”, es decir, trata de explicar el origen del mal moral; lo que hemos de
retener, entonces, no es la literalidad del texto, sino el mensaje.
3 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 13
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 15
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El autor sagrado, para expresar su intuición inspirada, no describe un pecado
cualquiera, sino la acción pecaminosa por excelencia, la pretensión humana de
suplantar a Dios. De manera plástica, con muchas imágenes, pone al pecado en
acción, tal como lo podía hacer un oriental: lo historifica, lo traduce en personajes,
elabora una parábola, introduciendo elementos míticos, folklóricos... Pinta de ese
modo el pecado “arquetípico”, algo así como el esquema y la dinámica de cualquier
pecado.
En nuestra reflexión sobre el origen del mal, es decir sobre el pecado de los
orígenes, vamos a detenernos un momento en aquellos elementos esenciales,
podemos decir, que aparecen en el texto del Génesis 3, 1-6; y que aparecen cada vez
que nos elegimos a nosotros mismos de manera absoluta, rechazando a Dios.
Consideramos importante intentar explicitar lo que se pone en juego toda vez que
suplantamos a Dios: cómo se origina el mal en cada uno de nosotros, o cómo cada
uno de nosotros origina el mal e introduce el pecado en el mundo.
Ubiquémonos en el mandamiento dado por Dios al hombre de no comer del árbol
de la ciencia del bien y del mal (cf Gn 2, 16-17). Este árbol significa, ni más ni menos,
que es Dios quien ha establecido lo que es el bien; pero no de manera arbitraria o
antojadiza, sino como fruto de su sabiduría y, sobre todo, de su amor. Esto nos
manifiesta que hay una verdad primera, hay una escala de valores objetiva, dada por
Dios como camino de realización del hombre.
Ahora bien, uno podría plantearse lo siguiente: si me realizo únicamente de acuerdo
con una determinada escala de valores, objetiva, dada por Dios, entonces no soy libre.
Y la afirmación fundamental es que fuimos creados libres; pero soy libre para el bien,
en orden al bien. Cuando en lugar de elegir el bien elijo el mal podemos hablar de un
defecto de la libertad. Alguno puede decir que para él no está mal lo que en realidad,
objetivamente, está mal. Y siguiendo ese razonamiento puede decir que la persona se
realiza según lo que para ella está bien, aunque sean antivalores. Eso, de hecho, se
da. Pero debemos saber, y reconocer, que la del ser humano, la mía, es una libertad
creada, es decir también, una libertad limitada; no es una libertad absoluta. No se es
más libre cuando se hace lo que a cada cual le apetezca; se es más libre cuando se
opta en la dirección del ser-más-persona. Por lo mismo, uno debe buscar con mucha
humildad y honestidad la verdad, para no guiarse, a veces erróneamente, con lo que
uno cree es la verdad y el bien.
Sigamos el relato. El mandamiento dado por Dios de no comer de aquel árbol ha
sido transgredido (Gn 3, 1-6). Y allí, en ese acontecimiento, se destacan los elementos
presentes permanentemente -de una u otra manera- cuando rechazamos a Dios. Ante
una situación que se nos presenta como “deseable”, “tentadora”, pero percibida, a la
vez, como algo que no está bien llevarlo a cabo, el mal comienza a tomar cuerpo
desde el momento mismo en que entramos en “diálogo” con él. Detrás del mal se halla
una realidad opuesta totalmente a Dios, el espíritu del mal, cuya “voz seductora” nunca
habla verazmente sino engañosamente. El mal nunca viene de frente -simbolizado en
la serpiente-, nos plantea las cosas de modo confuso, y uno, en diálogo con el
“tentador”, fascinado por las apariencias, termina enredándose (leer detenidamente
Gen. 3, 1-5). Y nos hacemos la pregunta: “¿por qué está mal tal cosa?” Allí comienza
a dejarse de lado toda referencia objetiva, todo fundamento del bien y lo único que
cuenta es el “yo no veo..., yo no siento que está mal”, “para mí no está mal”. Así
caemos en el subjetivismo de considerarlo todo desde el yo, desde el para mí es así.
En ese momento se produce la inversión total de aquello propuesto por Dios, ahora yo
soy quien establece lo bueno y lo malo según yo lo considere como bueno o como
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 16
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malo para mí. Precisamente el mandamiento de Dios al hombre, de no comer del
árbol de la ciencia del bien y del mal, significa que no se arrogue el ser humano
la facultad de decidir por sí mismo lo bueno y lo malo sin ningún tipo de
parámetro.
¿Qué es lo que está a la raíz de un razonamiento como el anterior? La tentación
que siempre nos acecha es contra la confianza y contra el amor de Dios por cada uno.
En definitiva lo que uno está diciendo con su accionar equivocado es: “no creo que por
el camino propuesto por Dios me realice”. El planteo de fondo es: “no confío en Dios,
en lo que Él me dice”; “me parece que las intenciones de Dios no son del todo buenas”
(leer Gn 3, 4 y 5). Se trata, por una parte, de no haber descubierto -cada uno sabrá por
qué motivos- el amor de Dios para conmigo, por eso no confío en lo que me dice o
propone. Por otra parte, y esto es lo fundamental, la raíz del mal está en el orgullo
humano de no reconocer con humildad que mi existencia es creada, por lo tanto
limitada. Reconocerse creado es reconocer que hay un proyecto de plenitud: fuimos
creado para una vida plena y se nos propone el camino para alcanzarla. La raíz del
mal está en la inversión del orden: dejar de lado a Dios, ocupar el hombre su
lugar, y establecer otro proyecto en sentido contrario al propuesto por Dios y
que, ilusoriamente, le promete al hombre la felicidad que busca. Es, en cambio,
en la aceptación libre y confiada de Dios y de su proyecto donde descubrimos, y
realizamos, el sentido de nuestras vidas.
El pecado, de este modo, aparece como la falsa autoafirmación del hombre: al no
confiar en Dios, el ser humano intenta edificarse sobre su autosuficiencia. Pero cuanto
más uno se apoya en uno mismo más uno se apoya sobre la nada; porque uno es
frágil. De manera que cuando uno se aleja de Dios dándole la espalda, en realidad
uno se dirige a la nada. Cuando no aceptamos vivir la plenitud en Dios mismo como
Don y preferimos conquistarla sólo con el esfuerzo propio, nos quedamos con lo único
que nos es propio: la soledad total y la nada.
El pecado original “de los orígenes” en su raíz más profunda es la pretensión
del hombre de ser origen absoluto de sí mismo, sin deberse a ningún otro, la
voluntad de tener consistencia absoluta en sí mismo y no necesitar a nadie para
existir. Es el proyecto de vivir sin relación, el olvido de Dios y el olvido del
prójimo. Este llamado que cada uno siente a una realización plena queda, por
tanto, frustrado. El pecado aparece así como la pretensión de lo imposible: ser
sin Dios. De ahí la tensión, el desgarro, la contradicción que implica el pecado:
un querer ser sin poder ser. 4
Volviendo al relato del libro del Génesis, eso es lo que el autor bíblico, con un
lenguaje simbólico nos dice:
el mal -el pecado original “de los orígenes”- hace su irrupción en el mundo
por el mal uso de la libertad del hombre debido a la pretensión de querer ser sin
Dios.
Así es como sucedió “en los orígenes”, pero sigue también sucediendo hoy:
introducimos el mal moral en el mundo por el mal uso de nuestra libertad.
Ahora bien, ¿cuándo tiene lugar aquel acontecimiento? La respuesta es: desde los
orígenes de la humanidad.
4 Cf. M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa,
Salamanca 1997, 163-166
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Si el relato del Génesis es simbólico, como de hecho lo es, ¿cómo podemos
explicar ese acontecimiento real, es decir, que en los orígenes de la humanidad hubo
efectivamente un primer pecado? El pasaje de Génesis 3 utiliza un lenguaje hecho de
imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al
comienzo de la historia del hombre. Algunos teólogos aportan reflexiones ampliamente
compartidas, como ésta: el autor bíblico quiere afirmar que la experiencia del mal en la
humanidad tuvo un comienzo absoluto. Y sitúa este comienzo en el momento mismo
en que se inicia la historia humana: la prueba de la libertad, y el pecado que de ella se
siguió, fueron el primer acontecimiento, determinante para todos los demás.
Naturalmente, es imposible describir ese acontecimiento desde fuera, en sus
circunstancias visibles, sobre la base de un testimonio cualquiera. Pero sí es posible
hacer comprender la naturaleza del mismo desde dentro, partiendo de nuestra
experiencia misma del pecado, tal como la revelación nos enseña a verla. Eso es
exactamente lo que hace el autor bíblico. A falta de conocer los aspectos fenoménicos
del drama original, descubre al menos el núcleo existencial del mismo, enteramente
relativo al problema capital de la relación entre el hombre y Dios. Con ello, alcanza
realmente a la historia humana en lo que ésta tiene de más profundo:
con la emergencia del hombre a la vida empezó la historia de la libertad; con
el primer ejercicio de la libertad empezó el drama de la elección, que en algún
momento resultó una catástrofe, cuya consecuencia es el pecado original “de
los orígenes”.
La pregunta por el sujeto del pecado de los orígenes -quién lo cometió- no tiene
interés. Que se trate de una persona concreta o de una colectividad, una pareja o una
pluralidad de parejas, es dogmáticamente indiferente. Incluso se puede pensar en una
irrupción progresiva del pecado en el mundo. Lo que es irrenunciable es la existencia
histórica de un pecado de los orígenes, o pecado original originante. Hubo en la noche
de los tiempos, un pecado -individual, grupal, progresivo..., no se sabe-, una causa
histórica de este estado universal de separación de Dios.
Los hombres han pecado, han rehusado el amor al prójimo y a Dios, desde el
comienzo, desde su aparición sobre la tierra, desde después de la creación. Si
respondían positivamente, hubieran sido “mediadores de gracia” para con los demás
hombres. Es decir, hubieran sido vehículos para que reine la presencia amorosa de
Dios. Lamentablemente, desde el despertar de su conciencia los hombres,
comenzaron a pecar, a optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación
ambiental negativa” que bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese
modo los valores fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia...
Ahora bien, aquellas culpas iniciales, ¿tienen una importancia particular? Sin duda
alguna. Pero tuvieron de particular y de único que fueron las primeras de una larga
serie de pecados. Inauguraron el reino del pecado en el mundo. Pero no hicieron más
que inaugurarlo. La ininterrumpida cadena de los pecados que han seguido, a través
de las generaciones sucesivas en el tiempo y coexistentes en el espacio, ha
consolidado ese reinado. Ese reino del pecado crece en cada generación, y crece hoy,
pero si nosotros lo hacemos crecer. Porque nacer “bajo el signo del pecado” es sólo el
aspecto negativo de nuestra existencia. Lo fundamental es el aspecto positivo:
nacemos también “bajo el signo de la gracia” que está obrando en todo el
mundo.
Por lo mismo, todos, y cada uno, somos responsable del crecimiento, o no, del
amor en el mundo. No se trata de lavarnos las manos ante el traspié de los primeros
seres humanos, de cargar las culpas de todos nuestros males al pecado de los
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orígenes. Se debe superar la postura del “yo..., qué tengo que ver en todo esto?”; o la
de quien se pregunta: “cómo puedo tener participación real en una culpa en la que no
participé?” Llegados al estado adulto somos más protagonistas que víctimas: también
nosotros cooperamos en la gestación del pecado al seguir introduciendo el mal en el
mundo: en nuestra sociedad, en mi familia... Pero, además, frente a tal razonamiento
tenemos que plantear lo positivo: participamos también realmente -si así lo decidimos-
de la nueva vida que Cristo nos obtuvo, sin que tampoco nosotros tuviéramos arte ni
parte. Es imposible para nosotros alcanzar con nuestras propias fuerzas lo que tan
hondamente anhelamos, y sin embargo, gracias a Cristo, ahora podemos
efectivamente realizarnos plenamente.
Por todo ello, seguimos siendo libres, lo cual significa que somos nosotros los
que debemos dar respuestas; somos responsables del crecimiento del “reino del
pecado”, crecimiento de la injusticia, de la corrupción, de la explotación del hombre, de
la disolución familiar; o responsables del crecimiento del “reino de Dios”, crecimiento
de la justicia, de la verdad, de la lucha por el bien de todos, de la solidaridad...
5. El pecado original en nosotros
Relacionando con el punto anterior afirmamos: a causa del pecado original “de los
orígenes” todo ser humano nace con el pecado original “en nosotros”. El pecado
original en nosotros, que es con el que nacemos, no es el resultado de un pecado que
hubiéramos cometido; ni tampoco es consecuencia de una actitud activa,
fundamentalmente mala, que fuera una característica originaria de la existencia
humana; pues si así fuera hay que pensar en un “defecto de fábrica”, y la culpa la
tendría el “fabricante”, es decir, Dios; lo cual no es verdad porque el mal moral hizo su
irrupción en el mundo por el mal uso de la libertad del hombre, como lo vimos antes.
Entonces, nacer en este estado, ni es consecuencia de un acto culpable personal, ni
es un defecto de la naturaleza humana. Por lo tanto, no somos responsables de nacer
con el pecado original en nosotros, y a diferencia de la culpa personal, no es
activamente querido, sino pasivamente sufrido.
El ser humano, individualmente, y la humanidad, colectivamente, tomó “desde su
origen” un camino contrario al proyecto de Dios. A causa de ello se introdujo en el
mundo “el pecado”, y ha quedado incrustado en la sociedad y en cada ser humano, de
modo que cada persona que viene al mundo nace con -lo que terminológicamente
llamamos- el pecado original en nosotros.
Recordemos que desde el despertar de su conciencia los hombres, comenzaron a
optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación ambiental negativa” que
bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese modo los valores
fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia...
Esa “situación ambiental negativa” es lo que llamamos el pecado del mundo, esa
atmósfera moralmente contaminada en que nacemos los hombres de hoy y que nos
afecta intrínsecamente, ya que nos toca en nuestra dimensión social, que es
constitutiva del hombre. La socialidad es uno de los rasgos constitutivos del hombre: el
hombre es un ser-en-el-mundo-con-otros; y eso no es algo adjetivo, accidental, sino
algo estructural, intrínseco al hombre. El “tú” es el que me despierta a la
autoconciencia y a la autoposesión, en un clima de amor o de odio. El tú es la
condición previa y constitutiva de toda opción libre, de todo acto personal. De este
modo la historia de los demás va configurando el propio yo; no es una historia ajena a
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mi persona. Cada hombre está real e interiormente situado en el medio histórico en
que nace. Aun antes de llegar al ejercicio de su ser personal, es ser social, es decir,
posee su ser condicionado por la sociedad a que pertenece.
Por éso, y esto es clave, la solidaridad con el pecado afecta intrínsecamente al
hombre por ser miembro de una humanidad pecadora, por haber nacido en un mundo
donde se han oscurecido los valores del amor, de la libertad, del conocimiento de
Dios. Por eso afirmamos que todo ser humano nace con el pecado original que
terminológicamente llamamos “en nosotros” causado por aquel pecado original de los
orígenes”.
Siendo esto así, ¿qué significa nacer con el pecado original en nosotros? Y más
aún, ¿qué significa que el pecado original en nosotros es verdadero pecado, siendo
que no hubo un pecado propio, personal? Respecto de esto último, a que el pecado
original en nosotros es verdadero pecado, significa ni más ni menos que el pecado
original en nosotros engendra inevitablemente el pecado personal. ¿Cómo entender
ésto?
Ahora bien, el pecado que irrumpió en el mundo a causa del mal uso de la libertad
humana y que está incrustado en cada ser humano es entendido teológicamente como
una “potencia”, es decir, como una “fuerza” que ejerce su dominación al interior de
todo ser humano, lo empuja a hacer el mal y lo lleva a la frustración eterna, a la eterna
separación de Dios, vida del hombre.
Hay un texto de San Pablo que asombra por la manera en que describe
dramáticamente nuestra condición humana interiormente dividida: “Realmente, mi
proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que
aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero el hacerlo no, puesto que no
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Cf. Rm 7, 15.18.19).
En ese pasaje San Pablo constata, y experimenta, -como nosotros cotidianamente-
una impotencia para realizar el bien, de modo permanente, con sus solas
fuerzas. Cuántas veces nosotros hemos constatado, dolorosamente, lo mismo!
¿Cuántas veces nos hemos propuesto hacer sólo el bien, especialmente a las
personas que más queremos?, y ¿cuántas veces, en cambio, sólo heridas les
causamos? Cuántas veces nos preguntamos ¿por qué nos lastimamos, si nos
habíamos propuesto tratarnos con amor, cariño..., con respeto? ¿Por qué nos sucede
así...?! Por eso es que, como San Pablo, podemos afirmar: “realmente, mi proceder no
lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco...”
Esa potencia obra en todos los hombres al nacer en un mundo pecador, es anterior
a toda decisión libre; reduce de tal manera a “esclavitud” que aun después, siendo
libres y responsables, los hombres son impotentes para escapar por sus propias
fuerzas a esta situación trágica y desesperada. San Pablo se representa esta fuerza
no solamente como una realidad exterior al hombre pecador, sino como inmanente a
él, que lo afecta intrínsecamente, como habitando en el hombre y utilizando de algún
modo, para el mal, las tendencias espontáneas, los deseos naturales del hombre.
De tal magnitud es esta potencia que arrastra al hombre que, abandonado a sí
mismo, un día u otro pecará; indefectible aunque libremente. Si el pecado puede reinar
de tan tremendo modo en el hombre e imponerle, por así decirlo, todas sus
voluntades, es porque no encuentra en el hombre ninguna resistencia eficaz; y por lo
tanto, no podremos evitar cometer libremente los pecados personales cuyo resultado
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es la imposibilidad absoluta de ser feliz. Esta es la trágica situación del hombre
abandonado a sí mismo, abandonado a sus propias fuerzas: resultará pecador
fatalmente, aunque libremente. Pero -y aquí ya se esboza lo que será la afirmación
capital de San Pablo- esto sucede en el hombre sin Cristo, es decir, que vive en
sentido contrario a la propuesta de Dios.
Por lo tanto, nacer en esta situación, con el pecado original en nosotros, llevará
inevitablemente a cualquier hombre al rechazo de Dios y del prójimo, si Cristo no le
tendiera la mano; precisamente por nacer en ese estado no podrá evitar, a la larga, el
pecado.
Lo que fundamentalmente debemos retener respecto del pecado original en
nosotros es esto: el ser humano por sí mismo, con sus propias fuerzas, es
incapaz de orientar su existencia a Dios, incapaz de amarle, incapaz de decidirse
por Dios y por los hermanos, incapaz de vivir los valores fundamentales de la
existencia, incapaz de superar los propios conflictos interiores, incapaz de salir
del egoísmo y entrar en el amor.
En esa incapacidad consiste el pecado original en nosotros:
nacemos con una impotencia para hacer, con nuestras propias fuerzas de modo
permanente, el bien que nos realiza.
La consecuencia más importante, y dramática, de lo antes afirmado es esta: nacer
con esa impotencia para hacer siempre el bien con nuestras propias fuerzas significa
para el ser humano que cuando su conciencia moral se despierta, cuando el hombre
es ya capaz de elegir entre el bien y el mal, y esta conciencia se impone a su libertad
intimándola a tomar una decisión en la que ella misma se comprometa plenamente,
esa decisión habrá de ser por fuerza -si no interviene la gracia- un pecado actual,
personal, por tanto libre: en ese momento, la impotencia para hacer el bien se
transforma en una actitud activa mala. Si no interviene la gracia, el pecado original
en nosotros -ese estado en el que nacemos- engendra inevitablemente el pecado
personal, que es como la ratificación voluntaria del pecado original en nosotros; y a
través de los pecados personales la separación eterna del amor de Dios.
Ahora bien, esa opción que habrá de ser, de no intervenir la gracia, un pecado
personal, ¿tiene que ser una negación explícita de Dios? No necesariamente. Hay
personas que optan por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia,
rechazando los valores supremos de la existencia humana; que desoyen
absolutamente el llamado de los demás porque han optado por sí mismos. En todo ello
está implícita la negación a Dios (recomendamos leer Mt 25, 31-40).
Para que se comprenda bien esta situación tenemos que explicar lo que
entendemos por “gracia”, porque en varias oportunidades dijimos “si no interviene la
gracia”. La gracia es la presencia viva, amorosa de Dios, una presencia que alcanza lo
más íntimo de nuestro ser y nos posibilita ser y vivir de una manera nueva: es una
presencia que nos transforma. Este don que Dios nos ofrece -la gracia, o Espíritu de
Cristo, o gracia de Cristo- nos confiere una fuerza tal que supera infinitamente
nuestras fuerzas y nos posibilita optar por el proyecto que Dios nos propone y, a la
vez, mantenernos fiel a ese proyecto realizador. Si queremos. Porque de nosotros
depende aceptar o no el don de Dios. Por eso cuando decimos “si no interviene la
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gracia” no estamos diciendo que no interviene la gracia porque Dios no la ofrezca, si
no porque nosotros no la aceptamos.
De allí que es una tragedia la vida del hombre que dice “no” a Dios: buscará
realizarse pero sin embargo jamás alcanzará sólo con sus propias fuerzas la plenitud
que busca. En ese estado en el que nacemos, con el pecado original en nosotros,
se nos hace imposible realizar, si nos valemos sólo de nuestras fuerzas, el acto
de amor por el cual el hombre tendría que realizar su opción fundamental por la
propuesta de Dios, porque nos encontramos en una situación de impotencia tal
que abarca todos los niveles de nuestra personalidad.
Esto quiere decir que sin la presencia creadora y transformadora de Dios en el ser
humano -presencia que es un principio de unidad de la persona, e incluso el principio
de unidad por excelencia- le es imposible al hombre reducir la multiplicidad y la
diversidad de las tendencias espontáneas al orden y a la armonía, tener control sobre
ellas y gobernarlas habitualmente, someterlas eficazmente al fin propio de la persona
libre, que no es sólo el desarrollo pleno de las virtualidades humanas, sino su
encaminamiento hacia el destino natural en el amor a Dios y al prójimo. Sin la
presencia de Dios -presencia que es vida que transforma-, de espaldas entonces al
proyecto de Dios, los impulsos espontáneos del hombre arrastran a éste a bienes
diversos, sin freno, sin regla o principio superior capaz de integrarlos plenamente en
su vocación humana y sobrenatural. De este modo, si cada uno de nosotros, por
nacer en el estado en que nacemos con el pecado original en nosotros, no
fuéramos auxiliado por la gracia de Cristo -que jamás a nadie falta-, nos
hallaríamos en una situación desesperada.
El hombre, para salir de ese estado y llegar a ser libre, necesita de una liberación
que no está en sus manos. La única fuerza capaz de cerrar el paso al pecado, de
reducirlo a la impotencia, y así liberar al hombre, es el Espíritu de Cristo. Todos
necesitamos -y a todos se nos da- el Espíritu de Cristo para poder superar la
incapacidad y la impotencia para hacer el bien con que nacemos y alcanzar, así,
la verdadera vida.
El pecado original en nosotros, por lo tanto, no es más que el trasfondo oscuro
sobre el que resalta el rostro de Cristo. El interés está puesto no tanto en la situación
del hombre bajo el dominio del mal, sino en la liberación del mal. El dogma del
pecado original en nosotros es sólo la contracara de la obra salvífica de Cristo.
El aspecto positivo es lo nuclear: todo hombre es hermano de Cristo y llamado a su
amistad. El pecado no suprime esa vocación divina y sobrenatural. No solamente
nacemos bajo el signo del pecado, sino bajo el signo de la gracia que está obrando en
todo el mundo.
Por el bautismo, o por la conversión, pasamos del “reino del pecado” al “reino de la
gracia”. Una aclaración muy importante: cuando decimos que “por el bautismo” el
ser humano es liberado de tal “impotencia para el bien” tenemos que señalar con
mucho énfasis que hablamos de aquellos que son concientes de lo que el bautismo
significa y viven en coherencia con tal significado. El bautismo de por sí no es algo
mágico que una vez recibido le cambia la realidad a la persona al margen de su
libertad. Se puede, como efectivamente sucede muchas veces, estar bautizado y vivir
en un sentido totalmente contrario al proyecto de Dios. El bautismo, como cualquier
otro sacramento, no significa absolutamente nada si sólo se lo toma como un rito que
forma parte de nuestra cultura. Es preciso ser conscientes del significado
profundo del bautismo y de las implicancias concretas que el mismo tiene en la
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vida de un ser humano que busca vivir en coherencia con aquello que lo
plenifica, esto es, el proyecto de Dios.
El bautizado, o quien se ha convertido, no tiene ya el pecado original; éste es
completamente borrado; el bautizado “renace” en Cristo -teniendo presente la
aclaración hecha en el párrafo anterior-. Por lo mismo, el bautizado, o quien se ha
convertido, es ahora alguien liberado de la multiplicidad de impulsos desordenados del
hombre, no en el sentido que ya no los sienta, sino en el sentido de que el Espíritu le
da fuerza para triunfar sobre ellos. Más explícitamente, el bautizado, o el que se ha
convertido, no tiene ya el pecado original, puesto que ahora está en una relación
de amistad con Dios en la cual recibe una fuerza nueva: la gracia. Sin embargo, la
inclinación al mal no ha desaparecido por eso. El bautismo, o la conversión, quita,
entonces, el pecado original; pero es pecado en “germen”.
En este sentido, el pecado original en nosotros “sobrevive” a sí mismo, por así
decirlo, en sus consecuencias, sobre todo en lo que llamamos la concupiscencia. Ésta
es esa orientación exclusiva hacia el egoísmo, hacia la ambición..., que dificultan
nuestra entrega a Dios y nuestro amor al prójimo. La concupiscencia -o inclinación al
mal- es una dificultad permanente para realizar de manera constante los valores
propuestos por Dios. Pero ahora bien, la inclinación al mal, que en concreto es
inclinación hacia aquello que no nos posibilita ser en plenitud, y que no ha
desaparecido, no es ya invencible, porque el ser humano que ha “renacido” en Cristo
no es dejado ya a sus propias fuerzas. En lo sucesivo, podemos triunfar de la
inclinación al mal por esa “fuerza nueva” que recibimos al estar en relación con Dios.
La condición presente de cada uno de nosotros es la condición de un ser pecador y
redimido. La historia de la humanidad, que ahora es nuestra historia, y que se
reproduce en cada uno de nosotros, es una historia de pecado y de gracia. Los
originalmente pecadores somos, a la vez, los originalmente amados por Dios en
Cristo. Cristo nos ha liberado del dominio irresistible de esa fuerza que San Pablo
llama “pecado”, y nos devolvió la posibilidad de luchar contra ella y vencerla. A pesar
de la fuerza del “pecado” que subsiste, Cristo nos ha hecho pasar de la
imposibilidad a la posibilidad de amar. Ése es, en esencia, el objeto de nuestra fe.
Esto que hemos desarrollado es uno de los aspectos centrales de
la verdad sobre el hombre que Dios nos ha dado a conocer mediante
la revelación. A pesar de que el recorrido sobre este tema por
momentos se haga árido y dificultoso, es muy importante detenernos
a reflexionar sobre esta realidad de nuestra existencia -de hecho
experimentada por cada uno de nosotros-. Sin lugar a dudas ayudará
para que podamos desentrañar el enigma en el que muchas veces
nos vemos sumergidos a causa de no comprender plenamente esta
realidad que cada uno es; lo cual a su vez nos posibilitará avanzar en
la mejor comprensión de uno mismo, recobrar nuestra verdadera
identidad y orientar nuestra existencia en un sentido plenamente
realizador.
6. El hombre, experiencia del mal y anhelo de plenitud
De esta situación del hombre, de la experiencia del mal, surge a veces la pregunta:
¿por qué Dios permitió el pecado?. Y este interrogante se hace más dramático porque
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el hombre se siente ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior; anhela
hondamente vivir en plenitud.
El hombre no fue creado pecador. El hombre fue creado imperfecto, en el sentido
de inconcluso, aun por respeto a su libertad y a su responsabilidad. Esto es, al crear al
hombre libre le da el dominio de sí mismo, el poder auténtico de disponer de sí mismo,
de “hacerse” a sí mismo, de decidir de una manera autónoma lo que él quiere ser ante
Dios y ante sus semejantes. Así el Creador, libremente y por amor, corrió el riesgo de
ver que el hombre optase contra Él, abusando del don de la libertad.
De hecho, la libertad humana, puesta a prueba en una elección entre el bien y el
mal, optó por el mal, desde los orígenes; prefirió el egoísmo al amor. Es evidente que
Dios había previsto el pecado de los hombres y que lo permitió. Pero entendámoslo
bien: puesto que el hombre es libre, lo que Dios permite es que el hombre decida;
sólo en ese sentido podríamos decir “permite” el mal, lo cual para nada quiere decir
que Dios quiera el mal, sino que así lo decide el hombre con su libertad. De parte de
Dios encontramos el respeto más absoluto por la libertad del hombre. Dios ha
querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque
espontáneamente, sin coacciones, a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue
libremente a la plena y feliz perfección. 5
Y nosotros, personas de una época celosa
como ninguna del valor de la libertad, al plantearnos hoy la pregunta ¿por qué Dios no
impidió que el hombre pecara?, nos colocamos en una postura que se corresponde
con la contradictoria actitud de quien reclama libertad para sí, el poder de elegir por sí
mismo, y que ante las consecuencias negativas por haber elegido el mal reclama a
otros por el hecho de que no impidieran que él cometiera ese mal producto de su libre
elección.
Para concluir, todo lo expuesto forma parte de la visión del hombre a la luz de la fe.
No puede dejarse de lado, ni olvidarse, ninguno de los aspectos de la persona -aún el
aspecto doloroso y desconcertante del mal- porque estaríamos falsificando la realidad
del ser humano. Y aunque por cierto pareciera que ha fracasado el proyecto de Dios
para el hombre, debemos recordar, como lo hicimos permanentemente, que el
absurdo “no” del hombre a Dios es sólo el aspecto negativo de la realidad humana. Lo
fundamental es el aspecto positivo: el proyecto de Dios se realiza maravillosamente en
Cristo. Cristo es el hombre plenamente realizado de acuerdo con el proyecto de Dios;
y unidos a Él, por la fe en Él, alcanzamos también nosotros la plenitud anhelada, la
felicidad para la que fuimos creados. La última palabra la tiene, no el pecado, sino
el amor de Dios...
“... porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en Él no perezca,
sino que tenga vida eterna.”(Jn 3, 16)
GUIA DE RELECTURA:
Correspondiente a la UNIDAD 1:
1. Exponga el sentido central del relato simbólico acerca de “el paraíso”.
2. Desarrolle: a) cuál es el contenido de la terminología “pecado original de los
orígenes”; b) debido a qué irrumpe el mal moral en el mundo y de qué manera.
5 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 17; Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 1730
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3. Desarrolle el significado de los elementos fundamentales del relato simbólico
de Génesis 3, 1-6
4. Explique: a) en qué consiste el “pecado original en nosotros”; b) cuáles son sus
consecuencias para la existencia humana concreta.
5. Explique: a) el significado de gracia; b) en qué sentido hay que entender el
bautismo; c) cuál es la relación entre pecado original en nosotros, gracia y
bautismo.
UNIDAD 2: EL MISTERIO DEL HOMBRE
Introducción
"Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto..." 6
Comenzar con una frase como la anterior parece poco alentador; de todos modos a
nadie escapa ver que está sintetizada en ella una verdad. Lo mismo podemos
encontrar en expresiones del filósofo alemán Martin Heidegger: "Ninguna época ha
sabido conquistar tantos y tan variados conocimientos sobre el hombre como la
nuestra... Sin embargo, ninguna época ha conocido al hombre tan poco como la
nuestra. En ninguna época el hombre se ha hecho tan problemático como en la
nuestra." 7
Es una idea también presente en Gabriel Marcel, cuando reflexiona acerca del
hombre de las villas miserias, desheredado y marginado de la cultura moderna, como
modelo del hombre contemporáneo que no sabe ya quién es y para qué existe.8
En
realidad, en numerosos pensadores encontramos la misma afirmación: estamos
asistiendo actualmente a la más amplia crisis de identidad que nunca antes había
atravesado el hombre, en cuyo centro está el problema del significado de la existencia.
¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Son preguntas fundamentales
presentes en los seres humanos de todas las épocas, pero que adquieren hoy
características muy particulares en un contexto de acentuada pérdida de identidad,
de incertidumbre y desconcierto respecto a quién es el hombre y cuál es la
finalidad de su vida. Muchas son las respuestas que se han dado, y se dan, a
aquellas cuestiones profundas de la existencia humana.
Para la fe cristiana la pregunta sobre el hombre es crucial. Porque, ante todo,
creemos en Dios como salvador del hombre. Pero, además, porque Dios mismo se
hizo hombre para que conozcamos quién es el hombre. Por lo tanto la cuestión de
Dios trae consigo la cuestión del hombre; o también, al preguntarnos por el hombre
nos preguntamos por Dios. De este modo la fe en Dios permite tener respuestas
definitivas a los más hondos interrogantes. Respuestas que son propuestas a los
hombres de todos los tiempos. Desde la fe se afirma, y se propone, que
6 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 21
7 Citado por J. Gevaert, El Problema del hombre, Ed. Sígueme, Salamanca 1984, 13
8 Cf. J. Gevaert, o. c., 13
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"el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe, con
su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad..., acercarse a Cristo.
Debe ´entrar´ en Cristo con todo su ser..., para encontrarse a sí mismo." 9
1. Noción de persona
Con la reflexión sobre la persona se quiere dar respuesta a la cuestión sobre
quién es el ser humano; distinta de la cuestión acerca del qué. La pregunta “qué es el
hombre” está suponiendo que éste es un “qué”, es decir, algo ahí, una cosa. Con ella
no se supera todavía el punto de vista objetivo y, así, no se puede descubrir la
peculiaridad del hombre como sujeto que está aquí como alguien y no como una cosa
cualquiera de este mundo. Y no es que el hombre no sea también una cosa, una
criatura más de este mundo, un animal, una especie..., pero no es sólo eso, ni es su
diferencia frente a todo, ni la base de su dignidad. El ser humano, en efecto, no se
limita a ser algo; es alguien; no sólo tiene una naturaleza psicoorgánica, unidad
sustancial de espíritu y materia, sino que es persona, sujeto que dispone de su
naturaleza.
Sin pretender dar una “definición” cerrada podemos decir que persona es un ser
que es consciente de sí mismo, dispone de sí, y se va construyendo
progresivamente en un horizonte de libertad, comprometiéndose frente a valores
y entrando en diálogo con otras personas, especialmente con Dios.
Esa noción la retomaremos hacia el final. Lo que presentaremos ante todo es una
descripción de la persona en función de sus notas distintivas. No hay, no podría haber,
una definición acabada de la persona; su misma realidad dinámica impide ser
atrapada en un concepto definitivo, incuestionable. Por tanto, es necesario recurrir a
algunas características que pongan de relieve algunos rasgos constitutivos de la
persona.
1 a. Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación
La idea de persona va ligada en primer lugar a la unicidad de todo ser humano.
Cada hombre es único.
Los seres de la naturaleza, individuos que pertenecen a una misma especie, se
definen por las características generales de la especie. Se distinguen entre sí por los
caracteres individuantes; este perro, por ejemplo, tiene tal forma, tal color, tal peso...
También el hombre es un individuo, porque también él pertenece a una especie
determinada, y por consiguiente se distingue de los demás por ciertas características
individuales: el peso, el color, la forma...
Sin embargo, al afirmar que todo hombre es persona, se afirma algo absolutamente
diverso del individuo: se afirma que cada uno, como sujeto, no es un ejemplar
multicopiado de una especie determinada; sino que, por ser persona, cada hombre es
un ser singular, inconfundible e insustituible, único; cada uno tiene una manera
rigurosamente sin igual de ser persona. Parafraseando a Mounier decimos: “Mi vecino
9 Cf. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1979
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es un paraguayo, un comerciante o un maniático, un protestante, un católico, o lo que
sea. Pero no es “un” Ricardo González: es Ricardo González.”
En la esfera humana cada uno es único, inédito, diferente, inconfundible, no
sumable dentro de una especie, no sustituible por ninguna otra persona. Cada uno es
igual a sí mismo y nada más. Yo soy yo y no puedo ser habitado por ningún otro, ni
representado, ni sustituido por nadie: soy el único en ser yo. Es esa unicidad la que se
manifiesta de un modo trágico en la muerte de la persona querida.
Aquello que fundamenta la unicidad de cada hombre es la interioridad; es decir, el
hecho de ser el hombre un “yo”, sujeto y fuente de sus actividades, responsable de
sus opciones libres; un “yo” que es centro de la propia individualidad, del que parten
todas la iniciativas y al que se refieren todas las experiencias. Por eso cada uno de
nosotros es absolutamente original, porque que cada uno es un “yo” totalmente distinto
a los demás.
Es importante sacar las consecuencias de las afirmaciones anteriores. Si cada ser
humano es único, inédito, diferente, ¿tratamos a cada uno como único, original,
distinto, en nuestras relaciones cotidianas con los demás?; ¿dejamos o ayudamos a
que emerja la originalidad propia de cada uno, o lo consideramos como “uno más”, sin
ver aquello que lo hace único? Es más, yo mismo, ¿me veo y me valoro como alguien
único o como uno más del “montón”?, ¿busco desarrollar la novedad de mi “yo”?, o por
temor a ser excluido por distinto a como “dicen” que hay que ser me hundo en una
masificación que anula mi originalidad? Hay que prestar atención a ciertas
“imposiciones de época” según las cuales se consideran “originales” sólo a algunos
seres humanos que reúnen los requisitos que “la sociedad” considera como distintivo
de la originalidad. Y la publicidad “orienta” en cuanto aquello que debería “tener” o
“usar” todo ser humano que se precie de ser original: desde tal objeto hasta tal manera
de pensar y tal estilo de vida. De ese modo quiere sostenerse la originalidad de cada
ser humano en la exterioridad, cuando en realidad yo soy original porque soy el único
en ser el yo que me constituye como único. Mi originalidad está en que no hay otro yo
como yo: en la historia de la humanidad no hubo ni habrá otro como yo.
Considerando otra de las características del ser humano vemos que en relación al
yo hay una larga tradición que indica a la persona como el hombre que es capaz de
pensar y de obrar conscientemente -autoconciencia-, y de decidir de forma autónoma
-autodeterminación-. La autoconciencia, o autopresencia, es un rasgo propio del
hombre que no solamente sabe (conoce), sino que “sabe que sabe” (advierte que
conoce), se da cuenta de que obra. Más aún, se da cuenta de sí mismo y atribuye a su
yo todas sus actividades. El animal carece de autopresencia: el perro no sabe que es
perro; y cuando conoce a su dueño no sabe que lo conoce, no se lo puede expresar a
sí mismo.
En cuanto a la autodeterminación, es la capacidad que tiene el hombre de
realizarse, de buscar la felicidad, saliendo por sí mismo de la indeterminación en que
normalmente lo dejan los motivos que tiene para obrar. Ante una multitud de opciones
el hombre tiene que optar, y esto puede hacerlo porque es capaz de autodeterminarse:
determinar por sí, desde sí, el camino a seguir. En este sentido podemos considerar
como equivalentes autodeterminación y libertad. La libertad, la posibilidad de ser
dueño de la propia individualidad y de poder moldearla es lo que permite ir
configurando y diferenciando a cada uno de los demás.
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Tanto la autoconciencia como la autodeterminación, debemos subrayar, son
“capacidades”: el ser humano tiene la capacidad de tomar conciencia de sí y de
determinar su existencia. Pero estas capacidades (como toda capacidad) exigen ser
cultivadas, educadas, desarrolladas, porque de lo contrario no podremos realizar
aquello para lo cual tenemos capacidad. Por ejemplo, el ser humano tiene la
capacidad de leer, pero si no cultiva, educa, esa capacidad nunca podrá leer; el ser
humano tiene la capacidad de amar, pero si no aprende a amar, si no cultiva esta
capacidad, no sabrá amar. Por lo tanto, para que paulatinamente el ser humano vaya
tomando “conciencia” cada vez más clara de sí, de su accionar, de sus motivaciones
más hondas y, por lo tanto, de manera cada vez más libre, autónoma, oriente su vida
por el camino de la realización tiene que educar, desarrollar, las capacidades de
autoconciencia y autodeterminación.
Se puede decir, por último, que persona es el ser que dispone de sí. Pero esto
hay que entenderlo junto al otro aspecto inseparable de esa realidad; el hombre
dispone de sí para hacerse disponible, para relacionarse. La finalidad, por lo tanto,
no es el disponer de uno, sino que dispongo de mí para ponerme a disposición de los
demás. Esto nos lleva al tratamiento de otras características cosnstitutivas de la
persona.
1 b. Apertura a los demás
Cada uno de nosotros es único, y ello es así porque cada uno de nosotros es un yo.
Pero cada hombre no es un yo encerrado en sí mismo, no es una interioridad
replegada sobre sí, no somos un conjunto de hombres islas. Es verdad que somos
interioridades, pero interioridades abiertas a los demás, destinadas a la comunión
interpersonal. Y esto es preciso entenderlo con toda nitidez: la persona no es un ser
cerrado que, por otra parte, también es capaz de ponerse en contacto con otros; todo
lo contrario, es una realidad constitutiva de la persona su apertura a los demás.
No se trata, para nada, de que “existo yo” y, si quiero, si me conviene, me relaciono
con los demás hombres, porque de todos modos igual puedo realizarme desde mí
solamente. No, no es así. El hombre no tiene primero relación a sí mismo y luego, en
un segundo estadio, relación al tú del otro. La relación interpersonal no es algo
accidental, no es algo añadido, pertenece a la estructura misma del hombre. Por tanto,
el hombre no vive simplemente, sino que convive; la existencia es co-existencia.
De lo dicho se destaca que el ser humano es un ser para el encuentro. Esta
afirmación manifiesta toda su significatividad cuando ponemos de relieve que el
hombre se autoconoce al mismo tiempo que entra en relación con los demás. El
hombre no puede conocerse a sí mismo mirándose al espejo; o en expresiones de
Buber, “el hombre se torna un yo a través de un tú”. El que nunca tuvo relación
humana, posee una personalidad en estado embrionario, no se ha desarrollado: no
puede reconocerse como persona por faltarle la luz iluminante de la comunicación
humana. El hombre solamente se constituye en persona en relación con otra persona.
Y, por otra parte, esa apertura a los demás significa que por el hecho de que el otro
existe, de que está ahí delante de mí, su misma presencia es una llamada, exigencia
de reconocimiento y de amor. La misma realidad de la persona es la realidad del ser
que interpela, me requiere, reclama una respuesta; ser un sujeto no significa
solamente tener una existencia propia, un ser que se mantiene por sí mismo, sino
sobre todo salir de sí hacia el otro, para promover al otro, hacerle ser. Todo esto nos
revela que la persona es una “estructura relacional”; con lo cual decimos que la
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relación con el tú es constitutiva del ser humano como tal. El ser humano -sin que por
ello se diluya como persona- está llamado a formar con los demás seres humanos un
“nosotros”.
Lo reflexionado hasta aquí necesita todavía una explicación última en la cual se
apoyen las afirmaciones anteriores.
1. c Apertura al Absoluto
Afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra persona nos
lleva a precisar que sólo el ser personal por excelencia, el Tú absoluto, puede conferir
la plena personalización al hombre. El hombre es capaz de responder al tú humano
porque está abierto a él; éso, tal como quedó expresado, es constitutivo de la persona.
Pero ello es posible porque previamente el hombre está abierto a Dios, es capaz de
Dios. En la apertura originaria a Dios reside el fundamento de la persona. Y, al ser
Dios el fundamento del ser personal del hombre, es a la vez el fundamento de las
relaciones yo-tú como relaciones interpersonales.
Este tema -el hombre “abierto” a lo Absoluto- a la vez que complejo, es clave para
la comprensión cabal de la persona. Es uno de los temas centrales de la teología.
Es muy importante que nos remitamos a Teología I, Unidad 3, para considerar este
tema con esas reflexiones a la vista. La idea central a retomar aquí es la del ser
humano como un ser que vive su existencia en una “búsqueda” permanente de algo
que le posibilite rebasar sus límites, y le permita alcanzar un estado de plenitud, de
“paz” existencial, estable, pleno, definitivo. Y esa es la situación de todo ser humano
porque en la estructura humana está ese impulso (innato entonces), esa “tendencia”
para ir más allá de uno mismo. Es un impulso permanente hacia la superación de los
propios límites, por el anhelo -innato también- de una plenitud siempre buscada y que
nunca conseguimos alcanzar desde nuestra limitación. Paradoja existencial: llamados,
impulsados, de modo innato, a lo pleno, a lo “ilimitado”…, siendo nosotros limitados.
Así, nuestra existencia se agota a veces tratando de “alcanzar” algo, fuera de
nosotros, que nos permita “salir” de nuestros límites y nos confiera ese “más” que
buscamos. Por ello es que nos proponemos determinados objetivos, confiando que
alcanzada esa meta alcanzaremos aquello que nos permita ir superando (ir saliendo
de) nuestros límites, dentro de los cuales nos sentimos no pocas veces
existencialmente insatisfechos, vacíos. Pero cada meta alcanzada puede ser el
comienzo de una nueva búsqueda, al no encontrar en eso que logramos todo lo “más”
que buscábamos.
Esto hace que muchos experimenten que eso "más" no puede venir dado por el ser
humano, desde lo que somos, por ser limitados, incapaces de conferirnos por nosotros
mismos la satisfacción plena que anhelamos. Toda persona que comprende, porque
así lo experimenta en su vida, que no puede darse a sí mismo -ni ninguna “meta”
alcanzada puede darle- la plenitud que busca, y acepta humildemente esa situación,
se encuentra en un “estado” existencial ideal para abrirse al Absoluto, al Ser en
plenitud. Pero lo cierto es que podemos constituir diversos “absolutos”, absolutizando
cosas o personas, con la vana esperanza de que nos plenifiquen. En una época como
la nuestra no son pocas las personas que buscan “llenar” su “vacío existencial” con
realidades absolutamente limitadas por las cuales desgastan la vida inútilmente ya que
nada limitado colma en el ser humano tan tremendo anhelo de plenitud, de realización
total.
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Muy probablemente no nos manejemos en la vida con la clara conciencia de “esto
es para mí lo absoluto”, pero sí nos movemos en la vida con prioridades; hay cosas
que para cada uno están “primero”, en primer lugar. Primero está mi familia…, primero
está recibirme…, primero está tal deporte…, primero está mi pareja…, primero está lo
que fuere. Y de eso que para cada uno es lo “primero” depende todo lo demás;
nuestra vida la ordenamos, la vivimos, en función de lo que está en primer lugar
porque es lo que entendemos nos hace sentir mejor, o nos hará sentir mejor, ya que lo
que ponemos en primer lugar puede ser algo que ya poseemos (aunque siempre
buscamos que sea mejor), por ejemplo, la familia; o puede ser algo que quisiéramos
alcanzar, por ejemplo, recibirme, o una mejor posición en mi trabajo.
Prestemos atención a esto, y que cualquier ser humano con un mínimo de
observación sobre sí puede confirmar: nuestra relación con los demás y con el
mundo dependerá de qué es aquello que para nosotros es “lo absoluto”. Vivimos
en función de nuestras prioridades, basta ver qué cosas dejamos de lado, y qué cosas
nos ocupan y preocupan más que otras para darnos cuenta de qué es lo primero para
cada uno. Entonces, si lo primero para mí es mi éxito empresarial (a veces incluso por
cualquier medio) mis relaciones con los demás y con el mundo serán de una
determinada manera en función de mi objetivo; si mi “prioridad” (lo absoluto para mí)
es el poder político (cueste lo que cueste), sabemos claramente cómo serán las
relaciones con los demás y con el mundo. Si lo primero es la lucha por la justicia de
otro modo serán las maneras de vincularse con los demás y con el mundo. El caso es
que toda relación con “algo” que para uno es lo primero, y que a veces uno incluso
absolutiza, condiciona la relación con los demás y con el mundo.
En síntesis: la “apertura” innata del ser humano al Absoluto, experimentada
vivencialmente como “anhelo” y “búsqueda” de algo “más” hace que siempre,
consciente o inconscientemente, vayamos estableciendo prioridades en la vida hasta
llegar incluso a algo que “para mí es lo primero”, porque confío que eso me traerá lo
“más”, y colmará mis ansias de plenitud que están en mí por aquella apertura hacia lo
absoluto. De eso que para mi es primero, “absoluto”, dependen mis relaciones con los
demás y con el mundo. Relación con lo absoluto, relación con los demás y con el
mundo están, entonces, intrínsecamente vinculados.
Ahora bien, afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra
persona nos lleva a precisar que no cualquier relación interpersonal humaniza,
personaliza. El proceso de humanización transita por el camino de los valores
fundamentales de la existencia vividos en relación con los demás. Pero se hace
necesario que esos valores sean asumidos como “lo primero”. Cualquiera sea la
prioridad que uno se fije en la vida, si se la vive desde los valores fundamentales de la
vida mi relación con los demás y con el mundo contribuye a la realización de todos y
vislumbro cada vez más nítidamente qué es, en definitiva, eso “más” que me plenifica.
Sólo el verdadero Absoluto, lo verdaderamente Primero, puede conferir la plena
personalización al hombre. Por ello afirmamos que cuando para un ser humano es
Dios lo Absoluto, Dios es, entonces, el fundamento del ser personal del hombre
y es, a la vez, el fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones
interpersonales plenamente personalizantes.
1 d. Apertura al mundo
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La conexión del hombre con su mundo constituye otro de los rasgos de la persona.
El hombre, más que estar en el mundo, es un ser-en-el-mundo: el mundo no es para
el hombre un complemento circunstancial de lugar, no es algo periférico, sino que el
mundo es un elemento constitutivo del hombre. Sólo somos si somos en el mundo,
nuestro ser es siempre ser-en-el-mundo.
La “apertura al mundo” es posible para el hombre porque es un sujeto. Al
relacionarse consigo mismo, puede distanciarse de las cosas y éstas aparecen ante él
como objetos de su inteligencia y de su libertad. Si el hombre estuviera
necesariamente vinculado, como los animales, a determinados estímulos, no podría
distanciarse de ellos y percibir el resto de la realidad. El hombre tiene -está abierto a-
todo el mundo, mientras que el animal tiene medio especializado, circunmundo, mas
no mundo. Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol; para el
hombre no sólo existen ambas, sino también los ríos lejanos y las estrellas... El
hombre es-en-el-mundo trascendiendo el mundo; se percibe a la vez como mundano y
frente al mundo, de modo que él y el mundo nunca forman un “nosotros”.
Al decir “mundo” no nos referimos al mundo objetivista, regido por las leyes que las
ciencias van descubriendo, que es independiente de su relación con nosotros; ese
mundo está constituido por el conjunto de todos los objetos y de todos los seres; entre
esos seres están también los hombres. Por el contrario, el hombre no pertenece
únicamente a una totalidad material y orgánica, sino a una totalidad cultural y social.
Además, no somos espectadores pasivos en el mundo, estamos en diálogo con él; y
mediante la ciencia, la técnica y el arte ponemos un sello espiritual en la materia y la
“hominizamos”, llenándola de significados: elevamos la naturaleza al rango de cultura.
Así entendido, el “mundo” es ante todo el mundo del hombre: es el conjunto de las
relaciones humanas, de estructuras sociales, de principios que gobiernan las
relaciones sociales, de aspiraciones que dominan en la actividad humana...; es ese
mundo transformado por nosotros y que va influyendo en nuestro modo de ser; mundo
que hemos construido, teñido de subjetividad, y cuya visión vamos modificando a
través de los años. Ser-en-el-mundo significa, entonces, participar de la convivencia
con las estructuras y los principios que dominan en la vida social.
El verdadero concepto de mundo comprende inseparablemente estos dos aspectos:
la comunión con los demás hombres que quieren ser reconocidos y la integración en
una totalidad natural y material que funciona según sus propias leyes. Por
consiguiente, el-ser-en-el-mundo es la inserción en una comunidad humana en un
determinado nivel de su desarrollo histórico-cultural. Así, el mundo del hombre es el
espacio histórico-cultural en donde el hombre junto con los demás intenta realizar su
propia existencia creando un mundo más humano.
Sintetizando lo expuesto acerca de las tres relaciones constitutivas de la
persona decimos: el hombre es un ser personal en cuanto que es un ser
relacional. La relación a Dios es primera y fundamenta la relación al mundo (de
superioridad) y la relación al tú (de igualdad).
2. Ser con los demás y para los demás. El amor-don
Después de haber visto la apertura a los demás como uno de los rasgos
característicos -y constitutivos- de la persona, nos detendremos, por la importancia
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que revisten, en la consideración de algunos de los elementos más relevantes de la
relación yo-tú.
La estructura interpersonal, es decir, la dimensión social como esencial del hombre,
resalta con mayor claridad cuando se considera la función del amor en la existencia
humana. Tanto el amor que un ser humano recibe de los demás, como el amor que les
da a los otros ilustran la misma dimensión interpersonal de la existencia. El amor
recibido de los demás y el amor que entregamos a los demás es uno de los
factores más determinantes para el desarrollo y el equilibrio de la persona.
Es necesario aclarar que en todo lo que sigue hablaremos, no del amor deseo -el
aspecto posesivo-, sino del “amor-don”, el aspecto oblativo del amor. El amor-don
consiste en querer y buscar el bien para el otro; es descubrir los valores encerrados en
la otra persona y procurar que pueda realizarlos; es ver que el otro es valioso en sí, no
solamente para mí. Por ello el amor-don es incondicionado, no se dirige al tener del
otro, ni a sus cualidades corporales, psíquicas o intelectuales, se dirige a la otra
persona tal como es; y por lo tanto es también desinteresado.
El hecho de tomar conciencia de sí como persona, esto es, como centro de
dignidad, de bondad, de valor insustituible y único, de dignidad y de creatividad, no es
un dato espontáneo que se verifica en un determinado punto del desarrollo, en medida
más o menos igual para todos los individuos de la especie, algo así como el
crecimiento del cabello en la cabeza. El ser humano se percibe a sí mismo como
persona al salir fuera de sí, en el contacto con el otro. A través de la palabra de amor y
del lenguaje de amor de otra persona para con él, el hombre toma conciencia de sí y
de su propia dignidad. Se percibe a sí mismo como persona, es decir, como ser de
bondad y libertad, cuando el otro lo trata como tal.
Yo necesito de los demás para ser yo mismo. No puedo realizarme como la
persona que tengo que llegar a ser si no recibo de los demás su respeto, su estima, su
admiración, su reconocimiento, su compañía..., su amor. Es una extraña necesidad
del hombre: para hacer su propia valoración necesita que otros lo valoricen.
Necesita, para descubrirse, mirarse en el espejo de los demás; necesita que
otros lo miren. Esto se debe a que es parte esencial del hombre ser con los
demás.
Este aspecto tan profundo de la realidad humana va marcando al hombre, y de
manera muy especial, desde sus primeros años de vida. Cuando un niño es tratado
como “alguien”, especialmente por sus propios padres y por las personas de su
ambiente, podrá percibirse a sí mismo en esa dimensión. No cabe duda de que todos
-o casi todos- los niños son tratados en cierto modo como seres humanos; pero es
evidente que hay inmensas diferencias en la manera de tratarlos. Precisamente la falta
de un amor intenso y profundo hace ver lo que significa el amor para la afirmación de
la persona.
Se sabe, sobre la base de una larga experiencia, que la ausencia de verdadero
amor en los primeros años de la infancia, e incluso más adelante, conduce no pocas
veces a graves desequilibrios y profundas perturbaciones en la personalidad. Aquellos
considerados como inadaptados proceden muchas veces de familias desunidas,
donde se vieron perturbadas las relaciones de amor o fueron quizás inexistentes. Es
más, se ha observado que incluso el aspecto fisiológico y biológico del niño queda
turbado cuando no es amado por los demás sensible y afectivamente. En función de
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eso se puede decir que más aún que de leche el niño tiene necesidad de ser amado
por los demás.
Por otra parte, hay quienes han subrayado que la neurosis de frustración, bastante
difundida en nuestro tiempo, tiene sus raíces en las distorsiones de la relación
amorosa. Efectivamente, señalan que muchas neurosis provienen de situaciones en
que el niño no ha recibido la debida dosis de amor afectivo. Se afirma también que el
niño que no ha experimentado un amor afectivo no sólo no llega a madurar en sus
sentimientos, sino que cae en la neurosis; caracterizada por una profunda
incertidumbre de sentimiento, por un profundo complejo de inferioridad y por la
imposibilidad de ordenarse a los demás y vivir en contacto con ellos. 10
Podemos ilustrar también desde otro ángulo la importancia del amor afectivo: el día
en que un hombre o una mujer tienen la impresión de que no hay nadie en el mundo
que los aprecie, caen en la sensación de que el vació absoluto invade su existencia.
Ser amados por otra persona debe ser considerado como una condición de
base para la convivencia humana y social; porque, además, la capacidad de amar
y de vivir el amor en la libertad del don depende del hecho de haber recibido un amor
auténtico y verdadero. Y, así, estamos señalado otro de los aspectos del hombre: el
ser personal es el ser para los demás.
El amor activo a los demás, no menos que el amor que se recibe de los demás,
resulta indispensable para la realización del hombre. Es un hecho que
precisamente en la respuesta al amor y a las llamadas que el ser necesitado dirige a
los demás, es donde el hombre se desarrolla de verdad a sí mismo y llega a la
madurez de su existencia humana. Escuchando y acogiendo la llamada del otro -del
pobre, del necesitado, de la persona amada...-, el hombre se libera de sí mismo,
desata las fuerzas creadoras que lleva dentro suyo y las pone al servicio del
reconocimiento de los demás.
La persona madura y lograda es aquella que consigue vivir un amor real y auténtico
a los demás. En la medida en que el ser humano sigue siendo víctima de sus propias
pasiones, egoísmos..., no estará en disposición de vivir un verdadero amor. El hecho
fundamental de la existencia es que todo hombre es interpelado como persona por
otro ser humano, en la palabra, en el amor, en la obra. Uno se hace persona por
gracia de otro, hablando, promoviendo al otro. “El hombre encuentra su plenitud
solamente en la entrega sincera de sí mismo a los demás.” 11
El amor entre personas humanas concretas no es finalmente posible sin la
promoción del otro en el mundo material y social. La voluntad de reconocer al otro
como otro debería llevar en todas las culturas a la creación de un sistema de justicia y
de derechos fundamentales. No se trata indudablemente del concepto pobre de
justicia que se refiere a la corrección en los intercambios comerciales, sino del
concepto amplio y dinámico que incluye todas las formas concretas, materiales y
sociales, de promoción y de reconocimiento de los demás.
En concreto, lo que se está afirmando es lo siguiente: amar a un ser humano
significa permitirle que coma, que beba, que se vista, que tenga una casa, que
adquiera instrucción y cultura, que tenga seguridad social, que desarrolle
libremente las dimensiones fundamentales de su existencia.
10 Gevaert, J., o. c., 55
11 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24
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Recapitulando finalmente las reflexiones hechas, creemos que, si bien breves,
parecen suficientes para poner de relieve lo nuclear de algunas de las características
distintivas de la persona. Hasta aquí, la afirmación fundamental es que el hombre es
un ser relacional. La “apertura” del hombre al mundo, a los demás y a Dios, son
dimensiones esenciales de la persona. El hombre llega a su pleno desarrollo como
persona únicamente si vive auténticamente estas dimensiones constitutivas de su
existencia.
3. La libertad
Desde la consideración del ser humano a la luz de la fe comprendemos la
libertad desde un concepto que va más allá de entenderla solamente como la
capacidad de optar por esto o aquello. En su significado más profundo la libertad es
la aptitud o capacidad que posee la persona para disponer de sí en orden a su
realización.
Afirmar que el hombre es libre significa en primer lugar que hay en él un principio o
capacidad fundamental de tomar en sus manos su propio obrar, de forma que éste
pueda llamarse verdaderamente “mío”, “tuyo”, “suyo”. El principio del obrar libre
pertenece estructuralmente a la existencia humana, y de ninguna manera es posible
eliminarlo sin negar la misma existencia.
Más específicamente esta libertad se opone a la inconsciencia -por ejemplo, del
animal-, a la locura, a la irresponsabilidad física o moral. Indica que la persona,
aunque sigue ampliamente ligada y sometida al mundo y a los demás, no está
totalmente condicionada por las fuerzas de la naturaleza, no está totalmente sometida
a la sociedad o a los demás en general, sino que es la persona misma la que
determina esencial y concretamente su propio obrar.
Esta libertad indica la capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se
hace. Desde esta perspectiva, libertad significa obrar con responsabilidad. Por eso se
entiende que la libertad como poder de dominación sobre el propio obrar es el
motor fundamental de la liberación; le permite al hombre concreto e histórico
trabajar en la realización de la existencia personal y social, liberándolo de las
múltiples esclavitudes y alienaciones en que está metido.
Es importante, entonces, comprender que la clave de la libertad está en que
posibilita al ser humano disponer de sí mismo para obrar desde sí mismo como
condición para poder realizarse. No es libre el ser humano que no dispone de sí
sino que se encuentra en una situación tal en la cual disponen de él “el qué dirán”, o la
moda; o actúa en función de las expectativas de los demás, o vive de un modo tal
porque “así es ahora”, “así viven los demás”…
La libertad implica, por lo tanto, la liberación de los principales estados de
alienación -superstición, miedo, sujeción social, política, económica, jurídica,
predominio de las pasiones y del egoísmo-. Por ello, se considera libre el hombre
que se posee a sí mismo y determina las líneas de su propia existencia, no ya
bajo la presión externa, sino sobre la base de opciones personales y meditadas.
Busca el bien porque vislumbra las razones de bondad y de valor.
Esta libertad no es un fin en sí misma, sino que tiende hacia la libertad madura y
adulta, que consiste en la comunión con los demás en el mundo. De ese modo, el
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término libertad es equivalente a madurez, estado adulto, mayoría de edad, y nos
muestra al hombre que es auténticamente él mismo, un hombre que no está bajo
ninguna tutela. Desde nuestra visión decimos que la libertad madura se explicita como
la libertad de los hijos de Dios. El hombre se hace libre delante de Dios cuando vive la
religión, no ya por temor al castigo, o con la esperanza de obtener ventajas materiales,
sino por convicción, en el amor y el trato confiado con Dios.
Por otro lado, es difícil afirmar que la libertad madura está alguna vez plenamente
realizada. La libertad, para conservarse y para crecer, necesita verse alimentada
ininterrumpidamente por el esfuerzo de cada uno y del grupo humano. No hay ninguna
estructura que la garantice establemente, aunque la sostenga en su ejercicio. Es
menester conquistarla en la aventura humana juntamente con los demás en el mundo.
De este modo se entiende también la libertad como conjunto de las condiciones
de liberación. Este significado recoge las diversas libertades concretas, llamadas
también libertades sociológicas, o sencillamente “las libertades”. Estas libertades son
el conjunto de condiciones concretas que en una determinada sociedad o cultura
permiten ejercitar y realizar la propia libertad. La libertad humana debe estar
creando permanentemente el conjunto de condiciones de libertad; liberarse
significa, entre otras cosas, crear los medios materiales, la ciencia, la
instrucción, el trabajo, el respeto, las leyes de justicia..., que permitan vivir la
libertad.
A esta altura del recorrido debemos hacer notar que, la libertad es siempre
libertad en situación, o libertad situada, como se prefiera. Esto se desprende del
hecho de que el hombre no existe sino como ser en situación; es decir, el hombre llega
a la existencia, y se sitúa, en un preciso contexto geográfico, histórico, cultural,
genético, socioeconómico... que él no ha escogido ni creado, que le es previamente
dado. Por lo tanto, la del ser humano no es una libertad incondicionada y
absoluta; es, más bien, una libertad determinada por condicionamientos previos a su
ejercicio.
Por consiguiente, imaginar o desear una libertad autárquica es algo insensato;
siendo el hombre un ser limitado, no puede poseer una libertad ilimitada ni ser
ilimitadamente dueño y señor de la situación. La del hombre es una libertad real, pero
delimitada, acotada por el marco de referencias en que se mueve. Es una libertad que
tiene que realizarse junto con los demás en el mundo, partiendo de una cultura ya
existente, que se empieza a asimilar desde los primeros años de la infancia, que hace
que la libertad se encuentre necesariamente en situación.
De entre otros condicionantes, imposibles de soslayar, están los que se refieren a la
condición corpórea, el patrimonio genético, el temperamento, los defectos innatos, la
familia en la que se ha nacido, la influencia de los padres sobre todo en la primera
infancia...; y podemos mencionar tantos otros que nos muestran que, siendo el hombre
un ser situado en un marco bien preciso, su libertad, por ende, es una libertad en
situación. Todo lo cual, si bien restringe las posibilidades de obrar de manera
plenamente libre, no impide la acción libre, aunque ésta sea condicionada.
3 a. La libertad, dimensión interpersonal
No hay libertad individual sin libertad social; en un mundo en el que, cada vez
más, todos dependemos de todos, nadie es verdaderamente libre mientras todos no
sean libres. La opción por mi libertad sólo será auténtica y coherente si entraña una
Docente: Rosa Yolanda Sotelo
Teología II Página 35
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  • 1. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 ARZOBISPADO DE CORRIENTES SARMIENTO Nº 1.953 CORRIENTES Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 1
  • 2. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 CARRERA: PROFESORADO PARA EL TERCER CICLO DE LA EDUCACIÓN GENERAL BÁSICA Y DE LA EDUCACIÓN POLIMODAL EN LENGUA Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 2
  • 3. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 SEGUNDO AÑO Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 3
  • 4. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 MATERIA: TEOLOGÍA II Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 4
  • 5. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 DOCENTE: ROSA YOLANDA SOTELO AÑO LECTIVO: 2.011 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 5
  • 6. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 FUNDAMENTACION: La TEOLOGÍA II trata la cuestión fundamental de la vida de todo ser humano y de la humanidad en su conjunto, esto es:¿cuál es el sentido de la existencia humana y de su historia? Dios ha dado respuesta a ese interrogante, y esa respuesta es propuesta continuamente a la libertad humana. Toca a la teología el intento de manifestar la significatividad siempre actual de aquella respuesta-propuesta contenida en la palabra de Dios. Por ello, en la formación general del alumno, la materia cumple una función que podemos llamar “vital”, en cuanto trata el fundamento y la orientación de la vida misma, vistos a la luz de la fe. Respecto a lo más formal, la teología es “esencial” en el ámbito educativo católico debido a la razón de ser del mismo: evangelizar. Vista desde esta perspectiva, la teología como asignatura incluida dentro del plan de estudio queda justificada desde la misma identidad de una Institución Educativa Católica. Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 6
  • 7. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 Nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido. Ante ello es fundamental que espacio curricular procure presentar de la manera más comprensible y significativa posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano para que cada persona llegue a la plena comprensión de sí mismo y descubra, así, su verdadera identidad. OBJETIVOS GENERALES: Considerar las características fundamentales de la persona aportadas por la Revelación. Reflexionar sobre el significado de Cristo en orden a la realización del ser humano. OBJETIVOS ESPECIFICOS POR UNIDAD: UNIDAD 1: • Reflexionar acerca del significado profundo de la liberación que Cristo trae al ser humano. • Comprender que la conversión a Dios significa un cambio intrínseco para el ser humano. • Reflexionar sobre la realidad de Cristo como el ser humano realizado, llegado a plenitud de acuerdo con el proyecto de Dios. UNIDAD 2: • Reflexionar acerca de las principales dimensiones de la persona. • Comprender el significado de la libertad a la luz de la fe y la esencial relación de la libertad y el bien. • Comprender que la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la llamada de Dios o de la respuesta a la llamada de los valores. UNIDAD 3: • Comprender la problemática del mal y sus raíces partiendo de la comprensión del mensaje genuino contenido en la Sagrada Escritura. • Reflexionar acerca de la concreta situación existencial en la que nace todo ser humano y la propuesta de liberación UNIDAD 4: • Revisar ciertas ideas erróneas en relación con el sufrimiento y comprender que Dios quiere la vida y la felicidad de los seres humanos. • Comprender adecuadamente el significado de “salvación” y lo que ello implica para la existencia humana. Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 7
  • 8. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 PROGRAMA ANALÍTICO UNIDAD 1 - EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS − El proyecto original de Dios − El “no” del ser humano al proyecto de Dios − Precisiones terminológicas − El pecado original de los orígenes − El pecado original en nosotros − El ser humano, experiencia del mal y anhelo de plenitud BIBLIOGRAFÍA: complementaria: − M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban – Edibesa.. − M. FLICK - Z.ALSZEGHY, Antropología Teológica, Ed. Sígueme. − C. BAUMGARTNER, El pecado original, Herder UNIDAD 2: : EL MISTERIO DEL HOMBRE − Noción de persona − Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación − Apertura a los demás y al Absoluto − Apertura al mundo − Ser con los demás y para los demás. El amor-don − La libertad − La libertad, dimensión interpersonal − La libertad y el bien − Realización de la persona − La persona, valor absoluto BIBLIOGRAFÍA: complementaria: − RUIZ de la PEÑA, J. L., Imagen de Dios, Ed. Sal Tarrae − GASTALDI, I., El hombre, un misterio, Ed. Don Bosco − LOPEZ AZPITARTE, E., Cómo orientar la vida, Ed. Paulinas UNIDAD 3:- EL HOMBRE NUEVO − Cristo, nuestra liberación − Reflexiones sobre el “reconocimiento” y la “relación” con Dios − La conversión − Actitudes contrarias a la conversión − El hombre nuevo, imagen de Cristo Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 8
  • 9. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 − El encuentro con Cristo hoy − Jesucristo: verdad, libertad y vida BIBLIOGRAFÍA: complementaria: − GELABERT BALLESTER, M., Jesús, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban- Edibesa − DUQUOC, C., Jesús, hombre libre, Ed. Sígueme UNIDAD 4:- EL MAL, BUSQUEDA DE FELICIDAD Y SALVACION − Ideas erróneas sobre el sufrimiento − Significado de la “cruz” − Jesús y el sufrimiento − La cruz en el camino de la felicidad − El sufrimiento inútil − Actitudes ante el mal inevitable − Salvación en la historia − El “más allá” y el “más acá” − La salvación integra todas las dimensiones humanas BIBLIOGRAFÍA: Obligatoria: − PAGOLA, J. A., Es bueno creer, Ed. San Pablo, Capítulo 2 − M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban – Edibesa. Capítulo VII INTRODUCCIÓN Nuestro cometido es adentrarnos en la concepción de persona desde la fe en Cristo. Si nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido es fundamental que la teología procure presentar de la manera más comprensible posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano, para que cada persona, cada uno de nosotros, llegue a la plena comprensión de sí mismo, recobre su verdadera identidad y, a la vez, conozca el proyecto de Dios y descubra en consecuencia el sentido de su vida. Por eso, nuestra intención es presentar la concepción del hombre a la luz de lo que Dios nos ha revelado. En función de ello tenemos por delante dos de los temas más relevantes para la genuina comprensión del ser humano: el “no” del hombre a la propuesta de Dios y, como respuesta a ese “no”, la Buena Noticia de Jesucristo en el centro de la historia de la humanidad manifestando un Dios que es Amor. Al tratar la negativa del hombre a adherir al proyecto de Dios estaremos abordando una de las cuestiones cruciales de la realidad humana: el problema del mal, con todas las consecuencias trágicas que tiene para nuestra concreta existencia. Pero, la última palabra tanto para la humanidad en su conjunto como para cada persona la tiene, no el mal, sino el amor de Dios manifestado en Cristo. Estos temas, por lo tanto, están Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 9
  • 10. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 íntimamente relacionados. En la Unidad 3 el objetivo es ofrecer, de acuerdo con lo propuesto por Dios, una conceptualización de la persona y sus dimensiones constitutivas. Finalmente, en la Unidad 4, el esfuerzo está puesto en aportar algunas reflexiones teológicas que nos orienten hacia el verdadero significado tanto del sufrimiento como de la salvación. Toda la temática tiene una densidad particular puesto que, como dijimos, son puntos fundamentales dentro de la concepción cristiana del hombre. Habrá, como base de la reflexión teológica, algunas citas bíblicas; será de mucho provecho consultarlas para enriquecer el desarrollo de los temas y ayudar de este modo a que, poco a poco, el estudio pueda tornarse meditación. UNIDAD 1: EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS Consideraciones previas (I) Es necesario, al inicio de nuestra exposición, hacer una aclaración de mucha importancia que está directamente vinculada al diálogo abierto y sincero que mantenemos permanentemente con aquellas personas que manifiestan no tener fe y con quienes tienen fe en algo distinto a lo que aquí afirmamos. La aclaración que consideramos entonces pertinente está referida a ciertas afirmaciones que aparecerán a lo largo del desarrollo que haremos. Podríamos decir en síntesis que hay dos afirmaciones que inevitablemente suscitan cuestionamientos; por una parte la que está relacionada con el mal moral y la situación existencial en la que se encuentra el ser humano como consecuencia de aquel mal, y, por otra parte, la que se relaciona con la liberación de ese mal moral y la consiguiente posibilidad de realización plena que tiene el ser humano. Respecto del mal moral afirmaremos: “la raíz del mal está en la inversión del orden: dejar de lado a Dios y ocupar el hombre su lugar”. Y la pregunta que surge es esta, ¿cuál es la raíz del mal para quien no tiene fe en Dios? En diálogo con quienes no tienen fe en Dios o profesan otra fe estamos de acuerdo, por lo menos, en que la raíz del mal está en optar por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia, al amor…, en desoír absolutamente el llamado de los demás; la raíz del mal está, en definitiva, en no responder al llamado de los valores supremos de la existencia. Cualquier persona de buena voluntad se da cuenta, y experimenta, que está allí la raíz de los males que padecemos. Respecto de la liberación del mal moral y la posibilidad de realización plena afirmaremos: “la liberación del mal y la posibilidad de realizarse plenamente la encuentra el ser humano en la relación con Dios”. Y aquí surge un interrogante fundamental: ¿sólo en la relación con Dios tiene el ser humano la posibilidad de realizarse? Quien no tiene fe en Dios, ¿no puede, no llega a realizarse? Cuando en la Unidad 8 veamos el tema de la realización de la persona diremos: “para quien no tiene fe, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la “llamada” de los valores fundamentales de la existencia, que permanentemente llaman a la conciencia de todo ser humano”. Pero debemos reconocer que hay una cuestión que sigue latente, la que emerge de la frase “realizarse plenamente”. Ya expusimos que para quien no tiene fe está abierta la posibilidad cierta de realización por el camino de los valores supremos de la vida. Ahora bien, “realizarse plenamente” tiene, desde la perspectiva de fe, una connotación Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 10
  • 11. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 específica. Hay un dato fundamental conocido con certeza por medio de la revelación: la realización plena, la plenitud definitiva le es dada al ser humano después de la muerte, en un estado de vida definitivo, como don de Dios. Esta es una verdad de fe, conocida desde la fe, cuyo fundamento es el testimonio de Cristo resucitado. Y en nuestro diálogo con toda persona de buena voluntad, no creyente o que profesa otra fe, esta es una verdad siempre puesta a consideración. Resumiendo, queremos dejar claro en estas consideraciones que las reflexiones que siguen, hechas desde una perspectiva específica de fe, no implican negar ni desconocer otras posturas. Nuestro diálogo se realiza permanentemente con personas de fe diversa a la nuestra y con no creyentes, y lo que intentamos es, por un lado, escuchar las diversas perspectivas y, por otro lado, exponer respetuosamente aquello que hace a lo propio de nuestra fe, de nuestra identidad. Consideraciones previas (II) Hay ciertas expresiones, términos o afirmaciones escuchadas probablemente hace tiempo que luego nunca más -quizás- fueron objeto de profundización para comprender el verdadero significado que aquellas tienen. Y es sabido, además de ser un dato de experiencia para la mayoría, que aquello que se comprende poco o casi nada es dejado paulatinamente de lado porque, precisamente, llega un momento en que eso ya no significa nada. En el caso de la fe, es casi imposible que la misma se consolide o tan siquiera se conserve si nos hemos quedado sólo con lo que en relación con ella escuchamos en nuestra infancia. Es por eso que expresiones tales como “paraíso”, “pecado original”, por citar algunas, se han instalado en la conciencia personal y colectiva con significaciones que, para muchos, no se ajustan del todo a lo que es el verdadero mensaje de Dios. Algunos incluso tienen de las mismas una concepción equivocada; y otros las consideran sin sentido porque piensan que se trata de cuestiones totalmente inverosímiles. Respecto de la temática que a continuación trataremos somos conscientes de que para alguien puede resultar un desarrollo árido y por el cual no tiene demasiado o ningún interés. Pero, por las razones antes expuestas, consideramos indispensable poner estas reflexiones a disposición de aquellos que sí desean, y buscan, sinceramente crecer en la comprensión de su fe. De todos modos, para unos y otros, los diversos temas brindarán elementos cuya consideración posibilitará ahondar en la comprensión de la realidad humana. 1. El proyecto original de Dios Desde el comienzo es importante tener claro cuál es, en lo que hace a sus interpretaciones, la característica de los relatos bíblicos sobre los cuales reflexionaremos. Por una parte hay que recordar que la Biblia “enseña sólidamente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en ella para nuestra salvación”1 . Esto significa que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre todo teológicos; con lo cual decimos que no debemos tomarlos, en algunos casos, “al pie de la letra”. Para una correcta interpretación hay que prestar atención, entre otras 1 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 11 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 11
  • 12. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 cosas, al género literario del pasaje que tenemos en mano para que, como en el caso de los relatos sobre el paraíso y el pecado original, no los tomemos literalmente. Al no tomar literalmente esos pasajes no se está diciendo que los mismos no sean verdaderos; no lo son quizás en cuanto a una verdad biográfica, histórica o científica; pero sí son verdaderos en cuanto “contienen sin error la verdad” que Dios quiere transmitirnos para nuestra salvación. Es importante entonces, en relación con los relatos que vamos a considerar, pasar del simbolismo bíblico a la conceptualización teológica para que podamos comprender cabalmente cuál es el mensaje de Dios. Por último, lo que también debe quedar muy claro es que lo que acabamos de decir no debe llevar a considerar toda la Biblia como un gran relato simbólico, aunque haya algunos pasajes que lo sean. Hecha estas aclaraciones prestemos atención ahora al relato del paraíso (Gn 2,4b- 25) para procurar comprender su sentido. Leemos allí que “Dios plantó un jardín, donde colocó al hombre que había formado”. “Jardín” es una palabra traducida de parádeisos, y ésta a su vez está tomada del iranio medio pardez; los israelitas la interpretaron “delicias” según el hebreo. Es muy útil la cuestión etimológica porque nos acerca al significado: se trataba de un jardín de delicias. Esta imagen pretende evocar la situación privilegiada en la que Dios creó al hombre. Si Dios colocó al hombre en su propio jardín es por el inmenso amor que le profesaba, para hacerlo participar de todo lo que es de Dios. Eso es lo que nos dice el pasaje bíblico con distintas imágenes: Dios creó al hombre para el amor, por esta razón comparte con él su propia morada, su jardín; lo creó para la vida, por lo tanto en el jardín de Dios hay agua y frutos abundantes; y lo creó para la felicidad, por eso en el jardín de Dios no hay cansancio ni fatiga, y las relaciones de los hombres entre sí y de éstos con Dios y con la naturaleza son armoniosas. Tal como es el anhelo de todo ser humano. El sentido del relato sobre el paraíso es mostrar simbólicamente el proyecto original de Dios sobre la humanidad: todo hombre ha sido llamado a una vida plenamente feliz; pero esta felicidad plena sólo puede encontrarse dentro de una relación de amistad con Dios. Esto nos muestra que, fundamentalmente, el proyecto de Dios para el hombre es un proyecto de amor, el hombre ha sido creado para el amor, que es fuente de vida y de felicidad. Todo ser humano, cada uno de nosotros, es el “tú” de Dios; y como a tal, como a un alguien único e irrepetible Dios le habla y lo llama al amor. Todo hombre, cada uno de nosotros, desde el momento mismo de nuestra creación, es llamado por Dios al amor. Y cuando el hombre libremente responde “sí” al llamado de Dios vive en amistad con Él y todas las dimensiones de su vida están fortalecidas y se perfecciona el núcleo más íntimo de su ser, de modo que el amor de Dios proporciona estabilidad a la persona y es fuente de vida y de felicidad. El encuentro con el amor proporciona paz a toda persona, pues el amor unifica, da sentido a la vida, confiere equilibrio y estabilidad, y es fuente de todo dinamismo. Todas nuestras búsquedas y nuestros amores tienden al infinito, al Amor. Sólo el amor de Dios puede satisfacernos plenamente: allí encuentra cada uno de nosotros su reposo, allí quedan integradas todas las dimensiones de nuestro ser, saciadas todas nuestras expectativas. En la medida en que participamos del Amor de Dios, vivido sobre todo en el encuentro generoso con los demás, en esta medida encontramos el Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 12
  • 13. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 gozo, la felicidad y el equilibrio personal. El amor de Dios es la maduración de toda persona, su equilibrio personal, el sentido de su vida. Ese es el núcleo del simbolismo del paraíso: somos llamados por Dios al amor. En la respuesta afirmativa a Dios, en la realización de ese proyecto original está no sólo la grandeza de todo ser humano, sino la verdad de su vida y, por tanto, su más plena realización. 2 2. El “no” del ser humano al proyecto de Dios Es de vital importancia para nuestra existencia que cada uno de nosotros se detenga a reflexionar una y otra vez en el proyecto original de Dios. Y ello en un doble sentido: por una parte, por las implicancias concretas que para nuestra vida tiene la libre adhesión al mismo; y, por otra parte, porque la respuesta negativa del hombre a Dios se manifiesta en toda su magnitud cuando es contrastada con la llamada al amor, a la amistad, a la vida, que Dios le dirige al hombre. A la luz de la grandeza inefable del don de Dios resalta en todo su dramatismo el absurdo “no” del hombre. Hemos afirmado que todos -en todo tiempo, en todo lugar, de toda raza y cultura- somos llamados por Dios. Pero el hombre no es manipulado por Dios; cada uno es capacitado e invitado como persona libre y responsable a participar de la vida íntima de Dios. Y el hombre puede, también, responder con el “no” a la invitación que Dios le hace. Lamentablemente el hombre, desde los orígenes, rasgó el proyecto de Dios, rechazó la intimidad que Él le ofrecía, rompió el diálogo con Dios y con sus hermanos, para encerrarse en un monólogo con su autosuficiencia, con su egoísmo. Quiso el hombre realizarse al margen de Dios y, al rechazarlo, ha oscurecido los valores más fundamentales, especialmente el amor; ha bloqueado el proceso ascendente de la humanidad hacia su verdadero bien. El pecado irrumpió en el mundo desde los orígenes y ha repercutido desde entonces en la humanidad. Pero ese “no” del hombre a Dios es sólo el fondo oscuro sobre el cual resplandece mejor la luz de Cristo. Ante la negativa del hombre llamado a la amistad con Dios la última palabra la tiene la misericordia de Dios: Cristo dijo “sí” al proyecto de Dios; y con Él todos recuperan la amistad con Dios. Ésa es una cuestión fundamental a tener presente permanentemente, no sólo en el recorrido de nuestra temática, sino en el recorrido de nuestra vida. 3. Precisiones terminológicas La cuestión del pecado original preocupa -y cuestiona- siempre a muchos que buscan honestamente crecer en su fe. Y es un tema que no deja de estar exento de dificultades de comprensión; aún quienes lo aceptan por fe muestran algunos reparos a la hora de escuchar ciertas explicaciones. Es vivencia cotidiana que nuestra búsqueda de felicidad choca permanentemente con la experiencia del mal. Por una parte nos encontramos con el mal físico, aquel que experimenta la creación entera por ser limitada; lo limitado no es perfecto, 2 Como base de nuestra reflexión hemos tomado M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, Capítulo IV Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 13
  • 14. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 lógicamente tiene imperfecciones; por eso ocurren catástrofes naturales de todo tipo, como también enfermedades. Por otra parte, y es lo que más hondamente nos afecta, experimentamos el mal moral; éste es el mal que ocasionamos y nos ocasionan, y en el que se pone en juego el uso de nuestra libertad. El mal moral tiene lugar no porque somos imperfectos sino por nuestra libertad. Esto hay que aclararlo bien porque muchas veces se entiende que debido a nuestra imperfección, limitación, cometemos el mal. Ocurre que quedó muy asociado en el lenguaje religioso imperfección con “imperfección moral”. La imperfección moral es distinta a la imperfección, limitación, del ser humano por ser creado. Que el ser humano, como la creación entera, sea imperfecto no quiere decir que por eso cometa el mal moral. El mal moral procede exclusivamente de nuestra libertad. Para avanzar en nuestro tema debemos hacer algunas precisiones en torno al vocabulario. El término “pecado original” designa en realidad dos cosas muy diferentes, y es necesario distinguir estos dos sentidos de la expresión porque nos ayudarán a comprender mejor toda la problemática del mal Hay una relación esencial entre uno y otro, pero son distintos; como, por otra parte, son distintas las cuestiones que suscitan. El hombre entra, por el nacimiento, en una humanidad que ha dicho “no” a Dios, y, a causa de esa pertenencia, comienza a existir con una impotencia para hacer el bien con sus propias fuerzas. Para designar ese estado, la situación o la condición pecadora presente en la que todo hombre viene al mundo, se emplea la expresión “pecado original originado” o “pecado original en nosotros”: es el que traemos al nacer. Ahora bien, para designar el pecado que, según la explicación común, es la causa remota, situada en el comienzo de la historia, de la condición pecadora de la humanidad se utiliza la expresión pecado original originante; o “pecado de los orígenes”. Generalmente se hace alusión a las dos situaciones descriptas utilizando solamente la expresión “pecado original”. Pero, como dijimos, para poder adentrarnos en la problemática del mal y comprenderla necesitamos hacer esa distinción terminológica. Nos toca considerar ahora el término “pecado”. El pecado por sobre todo consiste en una actitud activa profunda de la libertad opuesta al bien y a Dios, que yo me he dado voluntariamente y en la que permanezco durante tanto tiempo como me niego a convertirme. El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y nos aparta de Él. El pecado es amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios; desprecio de la propuesta realizadora que Dios, por amor, me ofrece. Entonces, antes que la ruptura de un orden legal e incluso moral, y más que la realización de ciertos actos particulares, el pecado es la ruptura de una relación personal entre el hombre y Dios. De ahí que el pecado sea ante todo una categoría religiosa: sin Dios hay errores y equivocaciones. Sólo delante de Dios puede uno sentirse pecador, puesto que la gravedad del pecado está en el alejamiento de Dios. En este sentido hay que entender en toda su profundidad lo que es el pecado para, en lo posible, dejar de lado ciertas interpretaciones equivocadas que sólo prestan atención a determinados “actos malos” llamados “pecados” pero que no consiguen llegar a lo que en realidad es el pecado. Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 14
  • 15. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 La verdadera tragedia del pecado se muestra en toda su hondura cuando lo concebimos como ruptura con Dios; en esta medida el pecado tiene repercusiones antropológicas, pues si en la relación de amistad con Dios se encuentra la realización del hombre, al romper con Dios el hombre se sitúa ante una contradicción suprema, equivoca su verdad. Recordemos que bíblicamente sólo hay verdadera “vida” en la amistad con Dios, de lo contrario el hombre tiene una pura existencia biológica; por ello, el alejamiento de Dios -fuente y sentido de la vida-, en el cual consiste fundamentalmente el pecado, deshumaniza, degrada; así, “el pecado nos rebaja como personas, impidiéndonos lograr nuestra propia plenitud”. 3 Ahora bien, para que haya pecado, se requiere plena conciencia y entero consentimiento; esto hay que tener en cuenta siempre. Decimos que debe haber “pleno conocimiento”, esto es, tener conciencia de lo que estamos por hacer; y, además debe haber “deliberado consentimiento”, esto es, decidimos hacerlo. Por lo tanto el pecado está referido a quien es capaz de opciones conscientes, libres, responsables: sin la intervención de la libertad no hay culpa real. 4. El pecado original de los orígenes Si hay un dato fundamental, es justamente el de la existencia del pecado original en nosotros, el pecado con el que nacemos. Y ante este dato nos preguntamos: ¿cuál es la causa del pecado original en nosotros? Ante tal interrogante debemos recurrir a la Sagrada Escritura. Los textos fundamentales son, entre otros, los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, que nos ponen en contacto, simbólicamente, con una situación original de la humanidad dentro de la cual se produce el drama del pecado llamado, precisamente, de los orígenes. En la cuestión del pecado de los orígenes laten varios interrogantes; de entre ellos tomamos estos dos: ¿cómo entró el pecado en el mundo?, ¿y cuándo? Para referirnos a ellos recordemos que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre todo teológicos. Veamos “qué nos dice” respecto de la primera pregunta el relato del Génesis. Ya desde el capítulo 1 nos narra que el mundo ha “salido” bueno de las manos de Dios; la creación ha sido buena e incluso muy buena (cf. Gn 1,31). El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha sido la más “perfecta” de las criaturas. Entonces, El redactor bíblico se pregunta: ¿cómo puede haber tanto mal en un mundo creado bueno por Dios? Y el autor sagrado, inspirado, desplegará en un relato su respuesta que, en lo medular, consistirá en una proclamación de la inocencia de Dios y de la culpabilidad del hombre. Es el mal uso de la libertad creada lo que introdujo en la historia el mal moral: el bien procede de Dios; el mal moral, del hombre. Por la iniciativa de la libertad del hombre entró el pecado en el mundo. Los capítulos 2 y 3 del Génesis son una reflexión sapiencial sobre el problema del mal; no se trata de una mirada retrospectiva sobre los orígenes del mundo y del hombre. Por lo tanto, el pasaje sobre el pecado de los orígenes no es histórico sino “etiológico”, es decir, trata de explicar el origen del mal moral; lo que hemos de retener, entonces, no es la literalidad del texto, sino el mensaje. 3 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 13 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 15
  • 16. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 El autor sagrado, para expresar su intuición inspirada, no describe un pecado cualquiera, sino la acción pecaminosa por excelencia, la pretensión humana de suplantar a Dios. De manera plástica, con muchas imágenes, pone al pecado en acción, tal como lo podía hacer un oriental: lo historifica, lo traduce en personajes, elabora una parábola, introduciendo elementos míticos, folklóricos... Pinta de ese modo el pecado “arquetípico”, algo así como el esquema y la dinámica de cualquier pecado. En nuestra reflexión sobre el origen del mal, es decir sobre el pecado de los orígenes, vamos a detenernos un momento en aquellos elementos esenciales, podemos decir, que aparecen en el texto del Génesis 3, 1-6; y que aparecen cada vez que nos elegimos a nosotros mismos de manera absoluta, rechazando a Dios. Consideramos importante intentar explicitar lo que se pone en juego toda vez que suplantamos a Dios: cómo se origina el mal en cada uno de nosotros, o cómo cada uno de nosotros origina el mal e introduce el pecado en el mundo. Ubiquémonos en el mandamiento dado por Dios al hombre de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf Gn 2, 16-17). Este árbol significa, ni más ni menos, que es Dios quien ha establecido lo que es el bien; pero no de manera arbitraria o antojadiza, sino como fruto de su sabiduría y, sobre todo, de su amor. Esto nos manifiesta que hay una verdad primera, hay una escala de valores objetiva, dada por Dios como camino de realización del hombre. Ahora bien, uno podría plantearse lo siguiente: si me realizo únicamente de acuerdo con una determinada escala de valores, objetiva, dada por Dios, entonces no soy libre. Y la afirmación fundamental es que fuimos creados libres; pero soy libre para el bien, en orden al bien. Cuando en lugar de elegir el bien elijo el mal podemos hablar de un defecto de la libertad. Alguno puede decir que para él no está mal lo que en realidad, objetivamente, está mal. Y siguiendo ese razonamiento puede decir que la persona se realiza según lo que para ella está bien, aunque sean antivalores. Eso, de hecho, se da. Pero debemos saber, y reconocer, que la del ser humano, la mía, es una libertad creada, es decir también, una libertad limitada; no es una libertad absoluta. No se es más libre cuando se hace lo que a cada cual le apetezca; se es más libre cuando se opta en la dirección del ser-más-persona. Por lo mismo, uno debe buscar con mucha humildad y honestidad la verdad, para no guiarse, a veces erróneamente, con lo que uno cree es la verdad y el bien. Sigamos el relato. El mandamiento dado por Dios de no comer de aquel árbol ha sido transgredido (Gn 3, 1-6). Y allí, en ese acontecimiento, se destacan los elementos presentes permanentemente -de una u otra manera- cuando rechazamos a Dios. Ante una situación que se nos presenta como “deseable”, “tentadora”, pero percibida, a la vez, como algo que no está bien llevarlo a cabo, el mal comienza a tomar cuerpo desde el momento mismo en que entramos en “diálogo” con él. Detrás del mal se halla una realidad opuesta totalmente a Dios, el espíritu del mal, cuya “voz seductora” nunca habla verazmente sino engañosamente. El mal nunca viene de frente -simbolizado en la serpiente-, nos plantea las cosas de modo confuso, y uno, en diálogo con el “tentador”, fascinado por las apariencias, termina enredándose (leer detenidamente Gen. 3, 1-5). Y nos hacemos la pregunta: “¿por qué está mal tal cosa?” Allí comienza a dejarse de lado toda referencia objetiva, todo fundamento del bien y lo único que cuenta es el “yo no veo..., yo no siento que está mal”, “para mí no está mal”. Así caemos en el subjetivismo de considerarlo todo desde el yo, desde el para mí es así. En ese momento se produce la inversión total de aquello propuesto por Dios, ahora yo soy quien establece lo bueno y lo malo según yo lo considere como bueno o como Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 16
  • 17. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 malo para mí. Precisamente el mandamiento de Dios al hombre, de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, significa que no se arrogue el ser humano la facultad de decidir por sí mismo lo bueno y lo malo sin ningún tipo de parámetro. ¿Qué es lo que está a la raíz de un razonamiento como el anterior? La tentación que siempre nos acecha es contra la confianza y contra el amor de Dios por cada uno. En definitiva lo que uno está diciendo con su accionar equivocado es: “no creo que por el camino propuesto por Dios me realice”. El planteo de fondo es: “no confío en Dios, en lo que Él me dice”; “me parece que las intenciones de Dios no son del todo buenas” (leer Gn 3, 4 y 5). Se trata, por una parte, de no haber descubierto -cada uno sabrá por qué motivos- el amor de Dios para conmigo, por eso no confío en lo que me dice o propone. Por otra parte, y esto es lo fundamental, la raíz del mal está en el orgullo humano de no reconocer con humildad que mi existencia es creada, por lo tanto limitada. Reconocerse creado es reconocer que hay un proyecto de plenitud: fuimos creado para una vida plena y se nos propone el camino para alcanzarla. La raíz del mal está en la inversión del orden: dejar de lado a Dios, ocupar el hombre su lugar, y establecer otro proyecto en sentido contrario al propuesto por Dios y que, ilusoriamente, le promete al hombre la felicidad que busca. Es, en cambio, en la aceptación libre y confiada de Dios y de su proyecto donde descubrimos, y realizamos, el sentido de nuestras vidas. El pecado, de este modo, aparece como la falsa autoafirmación del hombre: al no confiar en Dios, el ser humano intenta edificarse sobre su autosuficiencia. Pero cuanto más uno se apoya en uno mismo más uno se apoya sobre la nada; porque uno es frágil. De manera que cuando uno se aleja de Dios dándole la espalda, en realidad uno se dirige a la nada. Cuando no aceptamos vivir la plenitud en Dios mismo como Don y preferimos conquistarla sólo con el esfuerzo propio, nos quedamos con lo único que nos es propio: la soledad total y la nada. El pecado original “de los orígenes” en su raíz más profunda es la pretensión del hombre de ser origen absoluto de sí mismo, sin deberse a ningún otro, la voluntad de tener consistencia absoluta en sí mismo y no necesitar a nadie para existir. Es el proyecto de vivir sin relación, el olvido de Dios y el olvido del prójimo. Este llamado que cada uno siente a una realización plena queda, por tanto, frustrado. El pecado aparece así como la pretensión de lo imposible: ser sin Dios. De ahí la tensión, el desgarro, la contradicción que implica el pecado: un querer ser sin poder ser. 4 Volviendo al relato del libro del Génesis, eso es lo que el autor bíblico, con un lenguaje simbólico nos dice: el mal -el pecado original “de los orígenes”- hace su irrupción en el mundo por el mal uso de la libertad del hombre debido a la pretensión de querer ser sin Dios. Así es como sucedió “en los orígenes”, pero sigue también sucediendo hoy: introducimos el mal moral en el mundo por el mal uso de nuestra libertad. Ahora bien, ¿cuándo tiene lugar aquel acontecimiento? La respuesta es: desde los orígenes de la humanidad. 4 Cf. M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, 163-166 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 17
  • 18. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 Si el relato del Génesis es simbólico, como de hecho lo es, ¿cómo podemos explicar ese acontecimiento real, es decir, que en los orígenes de la humanidad hubo efectivamente un primer pecado? El pasaje de Génesis 3 utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. Algunos teólogos aportan reflexiones ampliamente compartidas, como ésta: el autor bíblico quiere afirmar que la experiencia del mal en la humanidad tuvo un comienzo absoluto. Y sitúa este comienzo en el momento mismo en que se inicia la historia humana: la prueba de la libertad, y el pecado que de ella se siguió, fueron el primer acontecimiento, determinante para todos los demás. Naturalmente, es imposible describir ese acontecimiento desde fuera, en sus circunstancias visibles, sobre la base de un testimonio cualquiera. Pero sí es posible hacer comprender la naturaleza del mismo desde dentro, partiendo de nuestra experiencia misma del pecado, tal como la revelación nos enseña a verla. Eso es exactamente lo que hace el autor bíblico. A falta de conocer los aspectos fenoménicos del drama original, descubre al menos el núcleo existencial del mismo, enteramente relativo al problema capital de la relación entre el hombre y Dios. Con ello, alcanza realmente a la historia humana en lo que ésta tiene de más profundo: con la emergencia del hombre a la vida empezó la historia de la libertad; con el primer ejercicio de la libertad empezó el drama de la elección, que en algún momento resultó una catástrofe, cuya consecuencia es el pecado original “de los orígenes”. La pregunta por el sujeto del pecado de los orígenes -quién lo cometió- no tiene interés. Que se trate de una persona concreta o de una colectividad, una pareja o una pluralidad de parejas, es dogmáticamente indiferente. Incluso se puede pensar en una irrupción progresiva del pecado en el mundo. Lo que es irrenunciable es la existencia histórica de un pecado de los orígenes, o pecado original originante. Hubo en la noche de los tiempos, un pecado -individual, grupal, progresivo..., no se sabe-, una causa histórica de este estado universal de separación de Dios. Los hombres han pecado, han rehusado el amor al prójimo y a Dios, desde el comienzo, desde su aparición sobre la tierra, desde después de la creación. Si respondían positivamente, hubieran sido “mediadores de gracia” para con los demás hombres. Es decir, hubieran sido vehículos para que reine la presencia amorosa de Dios. Lamentablemente, desde el despertar de su conciencia los hombres, comenzaron a pecar, a optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación ambiental negativa” que bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese modo los valores fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia... Ahora bien, aquellas culpas iniciales, ¿tienen una importancia particular? Sin duda alguna. Pero tuvieron de particular y de único que fueron las primeras de una larga serie de pecados. Inauguraron el reino del pecado en el mundo. Pero no hicieron más que inaugurarlo. La ininterrumpida cadena de los pecados que han seguido, a través de las generaciones sucesivas en el tiempo y coexistentes en el espacio, ha consolidado ese reinado. Ese reino del pecado crece en cada generación, y crece hoy, pero si nosotros lo hacemos crecer. Porque nacer “bajo el signo del pecado” es sólo el aspecto negativo de nuestra existencia. Lo fundamental es el aspecto positivo: nacemos también “bajo el signo de la gracia” que está obrando en todo el mundo. Por lo mismo, todos, y cada uno, somos responsable del crecimiento, o no, del amor en el mundo. No se trata de lavarnos las manos ante el traspié de los primeros seres humanos, de cargar las culpas de todos nuestros males al pecado de los Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 18
  • 19. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 orígenes. Se debe superar la postura del “yo..., qué tengo que ver en todo esto?”; o la de quien se pregunta: “cómo puedo tener participación real en una culpa en la que no participé?” Llegados al estado adulto somos más protagonistas que víctimas: también nosotros cooperamos en la gestación del pecado al seguir introduciendo el mal en el mundo: en nuestra sociedad, en mi familia... Pero, además, frente a tal razonamiento tenemos que plantear lo positivo: participamos también realmente -si así lo decidimos- de la nueva vida que Cristo nos obtuvo, sin que tampoco nosotros tuviéramos arte ni parte. Es imposible para nosotros alcanzar con nuestras propias fuerzas lo que tan hondamente anhelamos, y sin embargo, gracias a Cristo, ahora podemos efectivamente realizarnos plenamente. Por todo ello, seguimos siendo libres, lo cual significa que somos nosotros los que debemos dar respuestas; somos responsables del crecimiento del “reino del pecado”, crecimiento de la injusticia, de la corrupción, de la explotación del hombre, de la disolución familiar; o responsables del crecimiento del “reino de Dios”, crecimiento de la justicia, de la verdad, de la lucha por el bien de todos, de la solidaridad... 5. El pecado original en nosotros Relacionando con el punto anterior afirmamos: a causa del pecado original “de los orígenes” todo ser humano nace con el pecado original “en nosotros”. El pecado original en nosotros, que es con el que nacemos, no es el resultado de un pecado que hubiéramos cometido; ni tampoco es consecuencia de una actitud activa, fundamentalmente mala, que fuera una característica originaria de la existencia humana; pues si así fuera hay que pensar en un “defecto de fábrica”, y la culpa la tendría el “fabricante”, es decir, Dios; lo cual no es verdad porque el mal moral hizo su irrupción en el mundo por el mal uso de la libertad del hombre, como lo vimos antes. Entonces, nacer en este estado, ni es consecuencia de un acto culpable personal, ni es un defecto de la naturaleza humana. Por lo tanto, no somos responsables de nacer con el pecado original en nosotros, y a diferencia de la culpa personal, no es activamente querido, sino pasivamente sufrido. El ser humano, individualmente, y la humanidad, colectivamente, tomó “desde su origen” un camino contrario al proyecto de Dios. A causa de ello se introdujo en el mundo “el pecado”, y ha quedado incrustado en la sociedad y en cada ser humano, de modo que cada persona que viene al mundo nace con -lo que terminológicamente llamamos- el pecado original en nosotros. Recordemos que desde el despertar de su conciencia los hombres, comenzaron a optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación ambiental negativa” que bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese modo los valores fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia... Esa “situación ambiental negativa” es lo que llamamos el pecado del mundo, esa atmósfera moralmente contaminada en que nacemos los hombres de hoy y que nos afecta intrínsecamente, ya que nos toca en nuestra dimensión social, que es constitutiva del hombre. La socialidad es uno de los rasgos constitutivos del hombre: el hombre es un ser-en-el-mundo-con-otros; y eso no es algo adjetivo, accidental, sino algo estructural, intrínseco al hombre. El “tú” es el que me despierta a la autoconciencia y a la autoposesión, en un clima de amor o de odio. El tú es la condición previa y constitutiva de toda opción libre, de todo acto personal. De este modo la historia de los demás va configurando el propio yo; no es una historia ajena a Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 19
  • 20. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 mi persona. Cada hombre está real e interiormente situado en el medio histórico en que nace. Aun antes de llegar al ejercicio de su ser personal, es ser social, es decir, posee su ser condicionado por la sociedad a que pertenece. Por éso, y esto es clave, la solidaridad con el pecado afecta intrínsecamente al hombre por ser miembro de una humanidad pecadora, por haber nacido en un mundo donde se han oscurecido los valores del amor, de la libertad, del conocimiento de Dios. Por eso afirmamos que todo ser humano nace con el pecado original que terminológicamente llamamos “en nosotros” causado por aquel pecado original de los orígenes”. Siendo esto así, ¿qué significa nacer con el pecado original en nosotros? Y más aún, ¿qué significa que el pecado original en nosotros es verdadero pecado, siendo que no hubo un pecado propio, personal? Respecto de esto último, a que el pecado original en nosotros es verdadero pecado, significa ni más ni menos que el pecado original en nosotros engendra inevitablemente el pecado personal. ¿Cómo entender ésto? Ahora bien, el pecado que irrumpió en el mundo a causa del mal uso de la libertad humana y que está incrustado en cada ser humano es entendido teológicamente como una “potencia”, es decir, como una “fuerza” que ejerce su dominación al interior de todo ser humano, lo empuja a hacer el mal y lo lleva a la frustración eterna, a la eterna separación de Dios, vida del hombre. Hay un texto de San Pablo que asombra por la manera en que describe dramáticamente nuestra condición humana interiormente dividida: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero el hacerlo no, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Cf. Rm 7, 15.18.19). En ese pasaje San Pablo constata, y experimenta, -como nosotros cotidianamente- una impotencia para realizar el bien, de modo permanente, con sus solas fuerzas. Cuántas veces nosotros hemos constatado, dolorosamente, lo mismo! ¿Cuántas veces nos hemos propuesto hacer sólo el bien, especialmente a las personas que más queremos?, y ¿cuántas veces, en cambio, sólo heridas les causamos? Cuántas veces nos preguntamos ¿por qué nos lastimamos, si nos habíamos propuesto tratarnos con amor, cariño..., con respeto? ¿Por qué nos sucede así...?! Por eso es que, como San Pablo, podemos afirmar: “realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco...” Esa potencia obra en todos los hombres al nacer en un mundo pecador, es anterior a toda decisión libre; reduce de tal manera a “esclavitud” que aun después, siendo libres y responsables, los hombres son impotentes para escapar por sus propias fuerzas a esta situación trágica y desesperada. San Pablo se representa esta fuerza no solamente como una realidad exterior al hombre pecador, sino como inmanente a él, que lo afecta intrínsecamente, como habitando en el hombre y utilizando de algún modo, para el mal, las tendencias espontáneas, los deseos naturales del hombre. De tal magnitud es esta potencia que arrastra al hombre que, abandonado a sí mismo, un día u otro pecará; indefectible aunque libremente. Si el pecado puede reinar de tan tremendo modo en el hombre e imponerle, por así decirlo, todas sus voluntades, es porque no encuentra en el hombre ninguna resistencia eficaz; y por lo tanto, no podremos evitar cometer libremente los pecados personales cuyo resultado Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 20
  • 21. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 es la imposibilidad absoluta de ser feliz. Esta es la trágica situación del hombre abandonado a sí mismo, abandonado a sus propias fuerzas: resultará pecador fatalmente, aunque libremente. Pero -y aquí ya se esboza lo que será la afirmación capital de San Pablo- esto sucede en el hombre sin Cristo, es decir, que vive en sentido contrario a la propuesta de Dios. Por lo tanto, nacer en esta situación, con el pecado original en nosotros, llevará inevitablemente a cualquier hombre al rechazo de Dios y del prójimo, si Cristo no le tendiera la mano; precisamente por nacer en ese estado no podrá evitar, a la larga, el pecado. Lo que fundamentalmente debemos retener respecto del pecado original en nosotros es esto: el ser humano por sí mismo, con sus propias fuerzas, es incapaz de orientar su existencia a Dios, incapaz de amarle, incapaz de decidirse por Dios y por los hermanos, incapaz de vivir los valores fundamentales de la existencia, incapaz de superar los propios conflictos interiores, incapaz de salir del egoísmo y entrar en el amor. En esa incapacidad consiste el pecado original en nosotros: nacemos con una impotencia para hacer, con nuestras propias fuerzas de modo permanente, el bien que nos realiza. La consecuencia más importante, y dramática, de lo antes afirmado es esta: nacer con esa impotencia para hacer siempre el bien con nuestras propias fuerzas significa para el ser humano que cuando su conciencia moral se despierta, cuando el hombre es ya capaz de elegir entre el bien y el mal, y esta conciencia se impone a su libertad intimándola a tomar una decisión en la que ella misma se comprometa plenamente, esa decisión habrá de ser por fuerza -si no interviene la gracia- un pecado actual, personal, por tanto libre: en ese momento, la impotencia para hacer el bien se transforma en una actitud activa mala. Si no interviene la gracia, el pecado original en nosotros -ese estado en el que nacemos- engendra inevitablemente el pecado personal, que es como la ratificación voluntaria del pecado original en nosotros; y a través de los pecados personales la separación eterna del amor de Dios. Ahora bien, esa opción que habrá de ser, de no intervenir la gracia, un pecado personal, ¿tiene que ser una negación explícita de Dios? No necesariamente. Hay personas que optan por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia, rechazando los valores supremos de la existencia humana; que desoyen absolutamente el llamado de los demás porque han optado por sí mismos. En todo ello está implícita la negación a Dios (recomendamos leer Mt 25, 31-40). Para que se comprenda bien esta situación tenemos que explicar lo que entendemos por “gracia”, porque en varias oportunidades dijimos “si no interviene la gracia”. La gracia es la presencia viva, amorosa de Dios, una presencia que alcanza lo más íntimo de nuestro ser y nos posibilita ser y vivir de una manera nueva: es una presencia que nos transforma. Este don que Dios nos ofrece -la gracia, o Espíritu de Cristo, o gracia de Cristo- nos confiere una fuerza tal que supera infinitamente nuestras fuerzas y nos posibilita optar por el proyecto que Dios nos propone y, a la vez, mantenernos fiel a ese proyecto realizador. Si queremos. Porque de nosotros depende aceptar o no el don de Dios. Por eso cuando decimos “si no interviene la Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 21
  • 22. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 gracia” no estamos diciendo que no interviene la gracia porque Dios no la ofrezca, si no porque nosotros no la aceptamos. De allí que es una tragedia la vida del hombre que dice “no” a Dios: buscará realizarse pero sin embargo jamás alcanzará sólo con sus propias fuerzas la plenitud que busca. En ese estado en el que nacemos, con el pecado original en nosotros, se nos hace imposible realizar, si nos valemos sólo de nuestras fuerzas, el acto de amor por el cual el hombre tendría que realizar su opción fundamental por la propuesta de Dios, porque nos encontramos en una situación de impotencia tal que abarca todos los niveles de nuestra personalidad. Esto quiere decir que sin la presencia creadora y transformadora de Dios en el ser humano -presencia que es un principio de unidad de la persona, e incluso el principio de unidad por excelencia- le es imposible al hombre reducir la multiplicidad y la diversidad de las tendencias espontáneas al orden y a la armonía, tener control sobre ellas y gobernarlas habitualmente, someterlas eficazmente al fin propio de la persona libre, que no es sólo el desarrollo pleno de las virtualidades humanas, sino su encaminamiento hacia el destino natural en el amor a Dios y al prójimo. Sin la presencia de Dios -presencia que es vida que transforma-, de espaldas entonces al proyecto de Dios, los impulsos espontáneos del hombre arrastran a éste a bienes diversos, sin freno, sin regla o principio superior capaz de integrarlos plenamente en su vocación humana y sobrenatural. De este modo, si cada uno de nosotros, por nacer en el estado en que nacemos con el pecado original en nosotros, no fuéramos auxiliado por la gracia de Cristo -que jamás a nadie falta-, nos hallaríamos en una situación desesperada. El hombre, para salir de ese estado y llegar a ser libre, necesita de una liberación que no está en sus manos. La única fuerza capaz de cerrar el paso al pecado, de reducirlo a la impotencia, y así liberar al hombre, es el Espíritu de Cristo. Todos necesitamos -y a todos se nos da- el Espíritu de Cristo para poder superar la incapacidad y la impotencia para hacer el bien con que nacemos y alcanzar, así, la verdadera vida. El pecado original en nosotros, por lo tanto, no es más que el trasfondo oscuro sobre el que resalta el rostro de Cristo. El interés está puesto no tanto en la situación del hombre bajo el dominio del mal, sino en la liberación del mal. El dogma del pecado original en nosotros es sólo la contracara de la obra salvífica de Cristo. El aspecto positivo es lo nuclear: todo hombre es hermano de Cristo y llamado a su amistad. El pecado no suprime esa vocación divina y sobrenatural. No solamente nacemos bajo el signo del pecado, sino bajo el signo de la gracia que está obrando en todo el mundo. Por el bautismo, o por la conversión, pasamos del “reino del pecado” al “reino de la gracia”. Una aclaración muy importante: cuando decimos que “por el bautismo” el ser humano es liberado de tal “impotencia para el bien” tenemos que señalar con mucho énfasis que hablamos de aquellos que son concientes de lo que el bautismo significa y viven en coherencia con tal significado. El bautismo de por sí no es algo mágico que una vez recibido le cambia la realidad a la persona al margen de su libertad. Se puede, como efectivamente sucede muchas veces, estar bautizado y vivir en un sentido totalmente contrario al proyecto de Dios. El bautismo, como cualquier otro sacramento, no significa absolutamente nada si sólo se lo toma como un rito que forma parte de nuestra cultura. Es preciso ser conscientes del significado profundo del bautismo y de las implicancias concretas que el mismo tiene en la Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 22
  • 23. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 vida de un ser humano que busca vivir en coherencia con aquello que lo plenifica, esto es, el proyecto de Dios. El bautizado, o quien se ha convertido, no tiene ya el pecado original; éste es completamente borrado; el bautizado “renace” en Cristo -teniendo presente la aclaración hecha en el párrafo anterior-. Por lo mismo, el bautizado, o quien se ha convertido, es ahora alguien liberado de la multiplicidad de impulsos desordenados del hombre, no en el sentido que ya no los sienta, sino en el sentido de que el Espíritu le da fuerza para triunfar sobre ellos. Más explícitamente, el bautizado, o el que se ha convertido, no tiene ya el pecado original, puesto que ahora está en una relación de amistad con Dios en la cual recibe una fuerza nueva: la gracia. Sin embargo, la inclinación al mal no ha desaparecido por eso. El bautismo, o la conversión, quita, entonces, el pecado original; pero es pecado en “germen”. En este sentido, el pecado original en nosotros “sobrevive” a sí mismo, por así decirlo, en sus consecuencias, sobre todo en lo que llamamos la concupiscencia. Ésta es esa orientación exclusiva hacia el egoísmo, hacia la ambición..., que dificultan nuestra entrega a Dios y nuestro amor al prójimo. La concupiscencia -o inclinación al mal- es una dificultad permanente para realizar de manera constante los valores propuestos por Dios. Pero ahora bien, la inclinación al mal, que en concreto es inclinación hacia aquello que no nos posibilita ser en plenitud, y que no ha desaparecido, no es ya invencible, porque el ser humano que ha “renacido” en Cristo no es dejado ya a sus propias fuerzas. En lo sucesivo, podemos triunfar de la inclinación al mal por esa “fuerza nueva” que recibimos al estar en relación con Dios. La condición presente de cada uno de nosotros es la condición de un ser pecador y redimido. La historia de la humanidad, que ahora es nuestra historia, y que se reproduce en cada uno de nosotros, es una historia de pecado y de gracia. Los originalmente pecadores somos, a la vez, los originalmente amados por Dios en Cristo. Cristo nos ha liberado del dominio irresistible de esa fuerza que San Pablo llama “pecado”, y nos devolvió la posibilidad de luchar contra ella y vencerla. A pesar de la fuerza del “pecado” que subsiste, Cristo nos ha hecho pasar de la imposibilidad a la posibilidad de amar. Ése es, en esencia, el objeto de nuestra fe. Esto que hemos desarrollado es uno de los aspectos centrales de la verdad sobre el hombre que Dios nos ha dado a conocer mediante la revelación. A pesar de que el recorrido sobre este tema por momentos se haga árido y dificultoso, es muy importante detenernos a reflexionar sobre esta realidad de nuestra existencia -de hecho experimentada por cada uno de nosotros-. Sin lugar a dudas ayudará para que podamos desentrañar el enigma en el que muchas veces nos vemos sumergidos a causa de no comprender plenamente esta realidad que cada uno es; lo cual a su vez nos posibilitará avanzar en la mejor comprensión de uno mismo, recobrar nuestra verdadera identidad y orientar nuestra existencia en un sentido plenamente realizador. 6. El hombre, experiencia del mal y anhelo de plenitud De esta situación del hombre, de la experiencia del mal, surge a veces la pregunta: ¿por qué Dios permitió el pecado?. Y este interrogante se hace más dramático porque Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 23
  • 24. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 el hombre se siente ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior; anhela hondamente vivir en plenitud. El hombre no fue creado pecador. El hombre fue creado imperfecto, en el sentido de inconcluso, aun por respeto a su libertad y a su responsabilidad. Esto es, al crear al hombre libre le da el dominio de sí mismo, el poder auténtico de disponer de sí mismo, de “hacerse” a sí mismo, de decidir de una manera autónoma lo que él quiere ser ante Dios y ante sus semejantes. Así el Creador, libremente y por amor, corrió el riesgo de ver que el hombre optase contra Él, abusando del don de la libertad. De hecho, la libertad humana, puesta a prueba en una elección entre el bien y el mal, optó por el mal, desde los orígenes; prefirió el egoísmo al amor. Es evidente que Dios había previsto el pecado de los hombres y que lo permitió. Pero entendámoslo bien: puesto que el hombre es libre, lo que Dios permite es que el hombre decida; sólo en ese sentido podríamos decir “permite” el mal, lo cual para nada quiere decir que Dios quiera el mal, sino que así lo decide el hombre con su libertad. De parte de Dios encontramos el respeto más absoluto por la libertad del hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente, sin coacciones, a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección. 5 Y nosotros, personas de una época celosa como ninguna del valor de la libertad, al plantearnos hoy la pregunta ¿por qué Dios no impidió que el hombre pecara?, nos colocamos en una postura que se corresponde con la contradictoria actitud de quien reclama libertad para sí, el poder de elegir por sí mismo, y que ante las consecuencias negativas por haber elegido el mal reclama a otros por el hecho de que no impidieran que él cometiera ese mal producto de su libre elección. Para concluir, todo lo expuesto forma parte de la visión del hombre a la luz de la fe. No puede dejarse de lado, ni olvidarse, ninguno de los aspectos de la persona -aún el aspecto doloroso y desconcertante del mal- porque estaríamos falsificando la realidad del ser humano. Y aunque por cierto pareciera que ha fracasado el proyecto de Dios para el hombre, debemos recordar, como lo hicimos permanentemente, que el absurdo “no” del hombre a Dios es sólo el aspecto negativo de la realidad humana. Lo fundamental es el aspecto positivo: el proyecto de Dios se realiza maravillosamente en Cristo. Cristo es el hombre plenamente realizado de acuerdo con el proyecto de Dios; y unidos a Él, por la fe en Él, alcanzamos también nosotros la plenitud anhelada, la felicidad para la que fuimos creados. La última palabra la tiene, no el pecado, sino el amor de Dios... “... porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.”(Jn 3, 16) GUIA DE RELECTURA: Correspondiente a la UNIDAD 1: 1. Exponga el sentido central del relato simbólico acerca de “el paraíso”. 2. Desarrolle: a) cuál es el contenido de la terminología “pecado original de los orígenes”; b) debido a qué irrumpe el mal moral en el mundo y de qué manera. 5 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 17; Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 1730 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 24
  • 25. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 3. Desarrolle el significado de los elementos fundamentales del relato simbólico de Génesis 3, 1-6 4. Explique: a) en qué consiste el “pecado original en nosotros”; b) cuáles son sus consecuencias para la existencia humana concreta. 5. Explique: a) el significado de gracia; b) en qué sentido hay que entender el bautismo; c) cuál es la relación entre pecado original en nosotros, gracia y bautismo. UNIDAD 2: EL MISTERIO DEL HOMBRE Introducción "Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto..." 6 Comenzar con una frase como la anterior parece poco alentador; de todos modos a nadie escapa ver que está sintetizada en ella una verdad. Lo mismo podemos encontrar en expresiones del filósofo alemán Martin Heidegger: "Ninguna época ha sabido conquistar tantos y tan variados conocimientos sobre el hombre como la nuestra... Sin embargo, ninguna época ha conocido al hombre tan poco como la nuestra. En ninguna época el hombre se ha hecho tan problemático como en la nuestra." 7 Es una idea también presente en Gabriel Marcel, cuando reflexiona acerca del hombre de las villas miserias, desheredado y marginado de la cultura moderna, como modelo del hombre contemporáneo que no sabe ya quién es y para qué existe.8 En realidad, en numerosos pensadores encontramos la misma afirmación: estamos asistiendo actualmente a la más amplia crisis de identidad que nunca antes había atravesado el hombre, en cuyo centro está el problema del significado de la existencia. ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Son preguntas fundamentales presentes en los seres humanos de todas las épocas, pero que adquieren hoy características muy particulares en un contexto de acentuada pérdida de identidad, de incertidumbre y desconcierto respecto a quién es el hombre y cuál es la finalidad de su vida. Muchas son las respuestas que se han dado, y se dan, a aquellas cuestiones profundas de la existencia humana. Para la fe cristiana la pregunta sobre el hombre es crucial. Porque, ante todo, creemos en Dios como salvador del hombre. Pero, además, porque Dios mismo se hizo hombre para que conozcamos quién es el hombre. Por lo tanto la cuestión de Dios trae consigo la cuestión del hombre; o también, al preguntarnos por el hombre nos preguntamos por Dios. De este modo la fe en Dios permite tener respuestas definitivas a los más hondos interrogantes. Respuestas que son propuestas a los hombres de todos los tiempos. Desde la fe se afirma, y se propone, que 6 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 21 7 Citado por J. Gevaert, El Problema del hombre, Ed. Sígueme, Salamanca 1984, 13 8 Cf. J. Gevaert, o. c., 13 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 25
  • 26. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 "el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad..., acercarse a Cristo. Debe ´entrar´ en Cristo con todo su ser..., para encontrarse a sí mismo." 9 1. Noción de persona Con la reflexión sobre la persona se quiere dar respuesta a la cuestión sobre quién es el ser humano; distinta de la cuestión acerca del qué. La pregunta “qué es el hombre” está suponiendo que éste es un “qué”, es decir, algo ahí, una cosa. Con ella no se supera todavía el punto de vista objetivo y, así, no se puede descubrir la peculiaridad del hombre como sujeto que está aquí como alguien y no como una cosa cualquiera de este mundo. Y no es que el hombre no sea también una cosa, una criatura más de este mundo, un animal, una especie..., pero no es sólo eso, ni es su diferencia frente a todo, ni la base de su dignidad. El ser humano, en efecto, no se limita a ser algo; es alguien; no sólo tiene una naturaleza psicoorgánica, unidad sustancial de espíritu y materia, sino que es persona, sujeto que dispone de su naturaleza. Sin pretender dar una “definición” cerrada podemos decir que persona es un ser que es consciente de sí mismo, dispone de sí, y se va construyendo progresivamente en un horizonte de libertad, comprometiéndose frente a valores y entrando en diálogo con otras personas, especialmente con Dios. Esa noción la retomaremos hacia el final. Lo que presentaremos ante todo es una descripción de la persona en función de sus notas distintivas. No hay, no podría haber, una definición acabada de la persona; su misma realidad dinámica impide ser atrapada en un concepto definitivo, incuestionable. Por tanto, es necesario recurrir a algunas características que pongan de relieve algunos rasgos constitutivos de la persona. 1 a. Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación La idea de persona va ligada en primer lugar a la unicidad de todo ser humano. Cada hombre es único. Los seres de la naturaleza, individuos que pertenecen a una misma especie, se definen por las características generales de la especie. Se distinguen entre sí por los caracteres individuantes; este perro, por ejemplo, tiene tal forma, tal color, tal peso... También el hombre es un individuo, porque también él pertenece a una especie determinada, y por consiguiente se distingue de los demás por ciertas características individuales: el peso, el color, la forma... Sin embargo, al afirmar que todo hombre es persona, se afirma algo absolutamente diverso del individuo: se afirma que cada uno, como sujeto, no es un ejemplar multicopiado de una especie determinada; sino que, por ser persona, cada hombre es un ser singular, inconfundible e insustituible, único; cada uno tiene una manera rigurosamente sin igual de ser persona. Parafraseando a Mounier decimos: “Mi vecino 9 Cf. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1979 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 26
  • 27. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 es un paraguayo, un comerciante o un maniático, un protestante, un católico, o lo que sea. Pero no es “un” Ricardo González: es Ricardo González.” En la esfera humana cada uno es único, inédito, diferente, inconfundible, no sumable dentro de una especie, no sustituible por ninguna otra persona. Cada uno es igual a sí mismo y nada más. Yo soy yo y no puedo ser habitado por ningún otro, ni representado, ni sustituido por nadie: soy el único en ser yo. Es esa unicidad la que se manifiesta de un modo trágico en la muerte de la persona querida. Aquello que fundamenta la unicidad de cada hombre es la interioridad; es decir, el hecho de ser el hombre un “yo”, sujeto y fuente de sus actividades, responsable de sus opciones libres; un “yo” que es centro de la propia individualidad, del que parten todas la iniciativas y al que se refieren todas las experiencias. Por eso cada uno de nosotros es absolutamente original, porque que cada uno es un “yo” totalmente distinto a los demás. Es importante sacar las consecuencias de las afirmaciones anteriores. Si cada ser humano es único, inédito, diferente, ¿tratamos a cada uno como único, original, distinto, en nuestras relaciones cotidianas con los demás?; ¿dejamos o ayudamos a que emerja la originalidad propia de cada uno, o lo consideramos como “uno más”, sin ver aquello que lo hace único? Es más, yo mismo, ¿me veo y me valoro como alguien único o como uno más del “montón”?, ¿busco desarrollar la novedad de mi “yo”?, o por temor a ser excluido por distinto a como “dicen” que hay que ser me hundo en una masificación que anula mi originalidad? Hay que prestar atención a ciertas “imposiciones de época” según las cuales se consideran “originales” sólo a algunos seres humanos que reúnen los requisitos que “la sociedad” considera como distintivo de la originalidad. Y la publicidad “orienta” en cuanto aquello que debería “tener” o “usar” todo ser humano que se precie de ser original: desde tal objeto hasta tal manera de pensar y tal estilo de vida. De ese modo quiere sostenerse la originalidad de cada ser humano en la exterioridad, cuando en realidad yo soy original porque soy el único en ser el yo que me constituye como único. Mi originalidad está en que no hay otro yo como yo: en la historia de la humanidad no hubo ni habrá otro como yo. Considerando otra de las características del ser humano vemos que en relación al yo hay una larga tradición que indica a la persona como el hombre que es capaz de pensar y de obrar conscientemente -autoconciencia-, y de decidir de forma autónoma -autodeterminación-. La autoconciencia, o autopresencia, es un rasgo propio del hombre que no solamente sabe (conoce), sino que “sabe que sabe” (advierte que conoce), se da cuenta de que obra. Más aún, se da cuenta de sí mismo y atribuye a su yo todas sus actividades. El animal carece de autopresencia: el perro no sabe que es perro; y cuando conoce a su dueño no sabe que lo conoce, no se lo puede expresar a sí mismo. En cuanto a la autodeterminación, es la capacidad que tiene el hombre de realizarse, de buscar la felicidad, saliendo por sí mismo de la indeterminación en que normalmente lo dejan los motivos que tiene para obrar. Ante una multitud de opciones el hombre tiene que optar, y esto puede hacerlo porque es capaz de autodeterminarse: determinar por sí, desde sí, el camino a seguir. En este sentido podemos considerar como equivalentes autodeterminación y libertad. La libertad, la posibilidad de ser dueño de la propia individualidad y de poder moldearla es lo que permite ir configurando y diferenciando a cada uno de los demás. Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 27
  • 28. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 Tanto la autoconciencia como la autodeterminación, debemos subrayar, son “capacidades”: el ser humano tiene la capacidad de tomar conciencia de sí y de determinar su existencia. Pero estas capacidades (como toda capacidad) exigen ser cultivadas, educadas, desarrolladas, porque de lo contrario no podremos realizar aquello para lo cual tenemos capacidad. Por ejemplo, el ser humano tiene la capacidad de leer, pero si no cultiva, educa, esa capacidad nunca podrá leer; el ser humano tiene la capacidad de amar, pero si no aprende a amar, si no cultiva esta capacidad, no sabrá amar. Por lo tanto, para que paulatinamente el ser humano vaya tomando “conciencia” cada vez más clara de sí, de su accionar, de sus motivaciones más hondas y, por lo tanto, de manera cada vez más libre, autónoma, oriente su vida por el camino de la realización tiene que educar, desarrollar, las capacidades de autoconciencia y autodeterminación. Se puede decir, por último, que persona es el ser que dispone de sí. Pero esto hay que entenderlo junto al otro aspecto inseparable de esa realidad; el hombre dispone de sí para hacerse disponible, para relacionarse. La finalidad, por lo tanto, no es el disponer de uno, sino que dispongo de mí para ponerme a disposición de los demás. Esto nos lleva al tratamiento de otras características cosnstitutivas de la persona. 1 b. Apertura a los demás Cada uno de nosotros es único, y ello es así porque cada uno de nosotros es un yo. Pero cada hombre no es un yo encerrado en sí mismo, no es una interioridad replegada sobre sí, no somos un conjunto de hombres islas. Es verdad que somos interioridades, pero interioridades abiertas a los demás, destinadas a la comunión interpersonal. Y esto es preciso entenderlo con toda nitidez: la persona no es un ser cerrado que, por otra parte, también es capaz de ponerse en contacto con otros; todo lo contrario, es una realidad constitutiva de la persona su apertura a los demás. No se trata, para nada, de que “existo yo” y, si quiero, si me conviene, me relaciono con los demás hombres, porque de todos modos igual puedo realizarme desde mí solamente. No, no es así. El hombre no tiene primero relación a sí mismo y luego, en un segundo estadio, relación al tú del otro. La relación interpersonal no es algo accidental, no es algo añadido, pertenece a la estructura misma del hombre. Por tanto, el hombre no vive simplemente, sino que convive; la existencia es co-existencia. De lo dicho se destaca que el ser humano es un ser para el encuentro. Esta afirmación manifiesta toda su significatividad cuando ponemos de relieve que el hombre se autoconoce al mismo tiempo que entra en relación con los demás. El hombre no puede conocerse a sí mismo mirándose al espejo; o en expresiones de Buber, “el hombre se torna un yo a través de un tú”. El que nunca tuvo relación humana, posee una personalidad en estado embrionario, no se ha desarrollado: no puede reconocerse como persona por faltarle la luz iluminante de la comunicación humana. El hombre solamente se constituye en persona en relación con otra persona. Y, por otra parte, esa apertura a los demás significa que por el hecho de que el otro existe, de que está ahí delante de mí, su misma presencia es una llamada, exigencia de reconocimiento y de amor. La misma realidad de la persona es la realidad del ser que interpela, me requiere, reclama una respuesta; ser un sujeto no significa solamente tener una existencia propia, un ser que se mantiene por sí mismo, sino sobre todo salir de sí hacia el otro, para promover al otro, hacerle ser. Todo esto nos revela que la persona es una “estructura relacional”; con lo cual decimos que la Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 28
  • 29. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 relación con el tú es constitutiva del ser humano como tal. El ser humano -sin que por ello se diluya como persona- está llamado a formar con los demás seres humanos un “nosotros”. Lo reflexionado hasta aquí necesita todavía una explicación última en la cual se apoyen las afirmaciones anteriores. 1. c Apertura al Absoluto Afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra persona nos lleva a precisar que sólo el ser personal por excelencia, el Tú absoluto, puede conferir la plena personalización al hombre. El hombre es capaz de responder al tú humano porque está abierto a él; éso, tal como quedó expresado, es constitutivo de la persona. Pero ello es posible porque previamente el hombre está abierto a Dios, es capaz de Dios. En la apertura originaria a Dios reside el fundamento de la persona. Y, al ser Dios el fundamento del ser personal del hombre, es a la vez el fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones interpersonales. Este tema -el hombre “abierto” a lo Absoluto- a la vez que complejo, es clave para la comprensión cabal de la persona. Es uno de los temas centrales de la teología. Es muy importante que nos remitamos a Teología I, Unidad 3, para considerar este tema con esas reflexiones a la vista. La idea central a retomar aquí es la del ser humano como un ser que vive su existencia en una “búsqueda” permanente de algo que le posibilite rebasar sus límites, y le permita alcanzar un estado de plenitud, de “paz” existencial, estable, pleno, definitivo. Y esa es la situación de todo ser humano porque en la estructura humana está ese impulso (innato entonces), esa “tendencia” para ir más allá de uno mismo. Es un impulso permanente hacia la superación de los propios límites, por el anhelo -innato también- de una plenitud siempre buscada y que nunca conseguimos alcanzar desde nuestra limitación. Paradoja existencial: llamados, impulsados, de modo innato, a lo pleno, a lo “ilimitado”…, siendo nosotros limitados. Así, nuestra existencia se agota a veces tratando de “alcanzar” algo, fuera de nosotros, que nos permita “salir” de nuestros límites y nos confiera ese “más” que buscamos. Por ello es que nos proponemos determinados objetivos, confiando que alcanzada esa meta alcanzaremos aquello que nos permita ir superando (ir saliendo de) nuestros límites, dentro de los cuales nos sentimos no pocas veces existencialmente insatisfechos, vacíos. Pero cada meta alcanzada puede ser el comienzo de una nueva búsqueda, al no encontrar en eso que logramos todo lo “más” que buscábamos. Esto hace que muchos experimenten que eso "más" no puede venir dado por el ser humano, desde lo que somos, por ser limitados, incapaces de conferirnos por nosotros mismos la satisfacción plena que anhelamos. Toda persona que comprende, porque así lo experimenta en su vida, que no puede darse a sí mismo -ni ninguna “meta” alcanzada puede darle- la plenitud que busca, y acepta humildemente esa situación, se encuentra en un “estado” existencial ideal para abrirse al Absoluto, al Ser en plenitud. Pero lo cierto es que podemos constituir diversos “absolutos”, absolutizando cosas o personas, con la vana esperanza de que nos plenifiquen. En una época como la nuestra no son pocas las personas que buscan “llenar” su “vacío existencial” con realidades absolutamente limitadas por las cuales desgastan la vida inútilmente ya que nada limitado colma en el ser humano tan tremendo anhelo de plenitud, de realización total. Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 29
  • 30. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 Muy probablemente no nos manejemos en la vida con la clara conciencia de “esto es para mí lo absoluto”, pero sí nos movemos en la vida con prioridades; hay cosas que para cada uno están “primero”, en primer lugar. Primero está mi familia…, primero está recibirme…, primero está tal deporte…, primero está mi pareja…, primero está lo que fuere. Y de eso que para cada uno es lo “primero” depende todo lo demás; nuestra vida la ordenamos, la vivimos, en función de lo que está en primer lugar porque es lo que entendemos nos hace sentir mejor, o nos hará sentir mejor, ya que lo que ponemos en primer lugar puede ser algo que ya poseemos (aunque siempre buscamos que sea mejor), por ejemplo, la familia; o puede ser algo que quisiéramos alcanzar, por ejemplo, recibirme, o una mejor posición en mi trabajo. Prestemos atención a esto, y que cualquier ser humano con un mínimo de observación sobre sí puede confirmar: nuestra relación con los demás y con el mundo dependerá de qué es aquello que para nosotros es “lo absoluto”. Vivimos en función de nuestras prioridades, basta ver qué cosas dejamos de lado, y qué cosas nos ocupan y preocupan más que otras para darnos cuenta de qué es lo primero para cada uno. Entonces, si lo primero para mí es mi éxito empresarial (a veces incluso por cualquier medio) mis relaciones con los demás y con el mundo serán de una determinada manera en función de mi objetivo; si mi “prioridad” (lo absoluto para mí) es el poder político (cueste lo que cueste), sabemos claramente cómo serán las relaciones con los demás y con el mundo. Si lo primero es la lucha por la justicia de otro modo serán las maneras de vincularse con los demás y con el mundo. El caso es que toda relación con “algo” que para uno es lo primero, y que a veces uno incluso absolutiza, condiciona la relación con los demás y con el mundo. En síntesis: la “apertura” innata del ser humano al Absoluto, experimentada vivencialmente como “anhelo” y “búsqueda” de algo “más” hace que siempre, consciente o inconscientemente, vayamos estableciendo prioridades en la vida hasta llegar incluso a algo que “para mí es lo primero”, porque confío que eso me traerá lo “más”, y colmará mis ansias de plenitud que están en mí por aquella apertura hacia lo absoluto. De eso que para mi es primero, “absoluto”, dependen mis relaciones con los demás y con el mundo. Relación con lo absoluto, relación con los demás y con el mundo están, entonces, intrínsecamente vinculados. Ahora bien, afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra persona nos lleva a precisar que no cualquier relación interpersonal humaniza, personaliza. El proceso de humanización transita por el camino de los valores fundamentales de la existencia vividos en relación con los demás. Pero se hace necesario que esos valores sean asumidos como “lo primero”. Cualquiera sea la prioridad que uno se fije en la vida, si se la vive desde los valores fundamentales de la vida mi relación con los demás y con el mundo contribuye a la realización de todos y vislumbro cada vez más nítidamente qué es, en definitiva, eso “más” que me plenifica. Sólo el verdadero Absoluto, lo verdaderamente Primero, puede conferir la plena personalización al hombre. Por ello afirmamos que cuando para un ser humano es Dios lo Absoluto, Dios es, entonces, el fundamento del ser personal del hombre y es, a la vez, el fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones interpersonales plenamente personalizantes. 1 d. Apertura al mundo Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 30
  • 31. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 La conexión del hombre con su mundo constituye otro de los rasgos de la persona. El hombre, más que estar en el mundo, es un ser-en-el-mundo: el mundo no es para el hombre un complemento circunstancial de lugar, no es algo periférico, sino que el mundo es un elemento constitutivo del hombre. Sólo somos si somos en el mundo, nuestro ser es siempre ser-en-el-mundo. La “apertura al mundo” es posible para el hombre porque es un sujeto. Al relacionarse consigo mismo, puede distanciarse de las cosas y éstas aparecen ante él como objetos de su inteligencia y de su libertad. Si el hombre estuviera necesariamente vinculado, como los animales, a determinados estímulos, no podría distanciarse de ellos y percibir el resto de la realidad. El hombre tiene -está abierto a- todo el mundo, mientras que el animal tiene medio especializado, circunmundo, mas no mundo. Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol; para el hombre no sólo existen ambas, sino también los ríos lejanos y las estrellas... El hombre es-en-el-mundo trascendiendo el mundo; se percibe a la vez como mundano y frente al mundo, de modo que él y el mundo nunca forman un “nosotros”. Al decir “mundo” no nos referimos al mundo objetivista, regido por las leyes que las ciencias van descubriendo, que es independiente de su relación con nosotros; ese mundo está constituido por el conjunto de todos los objetos y de todos los seres; entre esos seres están también los hombres. Por el contrario, el hombre no pertenece únicamente a una totalidad material y orgánica, sino a una totalidad cultural y social. Además, no somos espectadores pasivos en el mundo, estamos en diálogo con él; y mediante la ciencia, la técnica y el arte ponemos un sello espiritual en la materia y la “hominizamos”, llenándola de significados: elevamos la naturaleza al rango de cultura. Así entendido, el “mundo” es ante todo el mundo del hombre: es el conjunto de las relaciones humanas, de estructuras sociales, de principios que gobiernan las relaciones sociales, de aspiraciones que dominan en la actividad humana...; es ese mundo transformado por nosotros y que va influyendo en nuestro modo de ser; mundo que hemos construido, teñido de subjetividad, y cuya visión vamos modificando a través de los años. Ser-en-el-mundo significa, entonces, participar de la convivencia con las estructuras y los principios que dominan en la vida social. El verdadero concepto de mundo comprende inseparablemente estos dos aspectos: la comunión con los demás hombres que quieren ser reconocidos y la integración en una totalidad natural y material que funciona según sus propias leyes. Por consiguiente, el-ser-en-el-mundo es la inserción en una comunidad humana en un determinado nivel de su desarrollo histórico-cultural. Así, el mundo del hombre es el espacio histórico-cultural en donde el hombre junto con los demás intenta realizar su propia existencia creando un mundo más humano. Sintetizando lo expuesto acerca de las tres relaciones constitutivas de la persona decimos: el hombre es un ser personal en cuanto que es un ser relacional. La relación a Dios es primera y fundamenta la relación al mundo (de superioridad) y la relación al tú (de igualdad). 2. Ser con los demás y para los demás. El amor-don Después de haber visto la apertura a los demás como uno de los rasgos característicos -y constitutivos- de la persona, nos detendremos, por la importancia Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 31
  • 32. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 que revisten, en la consideración de algunos de los elementos más relevantes de la relación yo-tú. La estructura interpersonal, es decir, la dimensión social como esencial del hombre, resalta con mayor claridad cuando se considera la función del amor en la existencia humana. Tanto el amor que un ser humano recibe de los demás, como el amor que les da a los otros ilustran la misma dimensión interpersonal de la existencia. El amor recibido de los demás y el amor que entregamos a los demás es uno de los factores más determinantes para el desarrollo y el equilibrio de la persona. Es necesario aclarar que en todo lo que sigue hablaremos, no del amor deseo -el aspecto posesivo-, sino del “amor-don”, el aspecto oblativo del amor. El amor-don consiste en querer y buscar el bien para el otro; es descubrir los valores encerrados en la otra persona y procurar que pueda realizarlos; es ver que el otro es valioso en sí, no solamente para mí. Por ello el amor-don es incondicionado, no se dirige al tener del otro, ni a sus cualidades corporales, psíquicas o intelectuales, se dirige a la otra persona tal como es; y por lo tanto es también desinteresado. El hecho de tomar conciencia de sí como persona, esto es, como centro de dignidad, de bondad, de valor insustituible y único, de dignidad y de creatividad, no es un dato espontáneo que se verifica en un determinado punto del desarrollo, en medida más o menos igual para todos los individuos de la especie, algo así como el crecimiento del cabello en la cabeza. El ser humano se percibe a sí mismo como persona al salir fuera de sí, en el contacto con el otro. A través de la palabra de amor y del lenguaje de amor de otra persona para con él, el hombre toma conciencia de sí y de su propia dignidad. Se percibe a sí mismo como persona, es decir, como ser de bondad y libertad, cuando el otro lo trata como tal. Yo necesito de los demás para ser yo mismo. No puedo realizarme como la persona que tengo que llegar a ser si no recibo de los demás su respeto, su estima, su admiración, su reconocimiento, su compañía..., su amor. Es una extraña necesidad del hombre: para hacer su propia valoración necesita que otros lo valoricen. Necesita, para descubrirse, mirarse en el espejo de los demás; necesita que otros lo miren. Esto se debe a que es parte esencial del hombre ser con los demás. Este aspecto tan profundo de la realidad humana va marcando al hombre, y de manera muy especial, desde sus primeros años de vida. Cuando un niño es tratado como “alguien”, especialmente por sus propios padres y por las personas de su ambiente, podrá percibirse a sí mismo en esa dimensión. No cabe duda de que todos -o casi todos- los niños son tratados en cierto modo como seres humanos; pero es evidente que hay inmensas diferencias en la manera de tratarlos. Precisamente la falta de un amor intenso y profundo hace ver lo que significa el amor para la afirmación de la persona. Se sabe, sobre la base de una larga experiencia, que la ausencia de verdadero amor en los primeros años de la infancia, e incluso más adelante, conduce no pocas veces a graves desequilibrios y profundas perturbaciones en la personalidad. Aquellos considerados como inadaptados proceden muchas veces de familias desunidas, donde se vieron perturbadas las relaciones de amor o fueron quizás inexistentes. Es más, se ha observado que incluso el aspecto fisiológico y biológico del niño queda turbado cuando no es amado por los demás sensible y afectivamente. En función de Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 32
  • 33. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 eso se puede decir que más aún que de leche el niño tiene necesidad de ser amado por los demás. Por otra parte, hay quienes han subrayado que la neurosis de frustración, bastante difundida en nuestro tiempo, tiene sus raíces en las distorsiones de la relación amorosa. Efectivamente, señalan que muchas neurosis provienen de situaciones en que el niño no ha recibido la debida dosis de amor afectivo. Se afirma también que el niño que no ha experimentado un amor afectivo no sólo no llega a madurar en sus sentimientos, sino que cae en la neurosis; caracterizada por una profunda incertidumbre de sentimiento, por un profundo complejo de inferioridad y por la imposibilidad de ordenarse a los demás y vivir en contacto con ellos. 10 Podemos ilustrar también desde otro ángulo la importancia del amor afectivo: el día en que un hombre o una mujer tienen la impresión de que no hay nadie en el mundo que los aprecie, caen en la sensación de que el vació absoluto invade su existencia. Ser amados por otra persona debe ser considerado como una condición de base para la convivencia humana y social; porque, además, la capacidad de amar y de vivir el amor en la libertad del don depende del hecho de haber recibido un amor auténtico y verdadero. Y, así, estamos señalado otro de los aspectos del hombre: el ser personal es el ser para los demás. El amor activo a los demás, no menos que el amor que se recibe de los demás, resulta indispensable para la realización del hombre. Es un hecho que precisamente en la respuesta al amor y a las llamadas que el ser necesitado dirige a los demás, es donde el hombre se desarrolla de verdad a sí mismo y llega a la madurez de su existencia humana. Escuchando y acogiendo la llamada del otro -del pobre, del necesitado, de la persona amada...-, el hombre se libera de sí mismo, desata las fuerzas creadoras que lleva dentro suyo y las pone al servicio del reconocimiento de los demás. La persona madura y lograda es aquella que consigue vivir un amor real y auténtico a los demás. En la medida en que el ser humano sigue siendo víctima de sus propias pasiones, egoísmos..., no estará en disposición de vivir un verdadero amor. El hecho fundamental de la existencia es que todo hombre es interpelado como persona por otro ser humano, en la palabra, en el amor, en la obra. Uno se hace persona por gracia de otro, hablando, promoviendo al otro. “El hombre encuentra su plenitud solamente en la entrega sincera de sí mismo a los demás.” 11 El amor entre personas humanas concretas no es finalmente posible sin la promoción del otro en el mundo material y social. La voluntad de reconocer al otro como otro debería llevar en todas las culturas a la creación de un sistema de justicia y de derechos fundamentales. No se trata indudablemente del concepto pobre de justicia que se refiere a la corrección en los intercambios comerciales, sino del concepto amplio y dinámico que incluye todas las formas concretas, materiales y sociales, de promoción y de reconocimiento de los demás. En concreto, lo que se está afirmando es lo siguiente: amar a un ser humano significa permitirle que coma, que beba, que se vista, que tenga una casa, que adquiera instrucción y cultura, que tenga seguridad social, que desarrolle libremente las dimensiones fundamentales de su existencia. 10 Gevaert, J., o. c., 55 11 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24 Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 33
  • 34. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 Recapitulando finalmente las reflexiones hechas, creemos que, si bien breves, parecen suficientes para poner de relieve lo nuclear de algunas de las características distintivas de la persona. Hasta aquí, la afirmación fundamental es que el hombre es un ser relacional. La “apertura” del hombre al mundo, a los demás y a Dios, son dimensiones esenciales de la persona. El hombre llega a su pleno desarrollo como persona únicamente si vive auténticamente estas dimensiones constitutivas de su existencia. 3. La libertad Desde la consideración del ser humano a la luz de la fe comprendemos la libertad desde un concepto que va más allá de entenderla solamente como la capacidad de optar por esto o aquello. En su significado más profundo la libertad es la aptitud o capacidad que posee la persona para disponer de sí en orden a su realización. Afirmar que el hombre es libre significa en primer lugar que hay en él un principio o capacidad fundamental de tomar en sus manos su propio obrar, de forma que éste pueda llamarse verdaderamente “mío”, “tuyo”, “suyo”. El principio del obrar libre pertenece estructuralmente a la existencia humana, y de ninguna manera es posible eliminarlo sin negar la misma existencia. Más específicamente esta libertad se opone a la inconsciencia -por ejemplo, del animal-, a la locura, a la irresponsabilidad física o moral. Indica que la persona, aunque sigue ampliamente ligada y sometida al mundo y a los demás, no está totalmente condicionada por las fuerzas de la naturaleza, no está totalmente sometida a la sociedad o a los demás en general, sino que es la persona misma la que determina esencial y concretamente su propio obrar. Esta libertad indica la capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace. Desde esta perspectiva, libertad significa obrar con responsabilidad. Por eso se entiende que la libertad como poder de dominación sobre el propio obrar es el motor fundamental de la liberación; le permite al hombre concreto e histórico trabajar en la realización de la existencia personal y social, liberándolo de las múltiples esclavitudes y alienaciones en que está metido. Es importante, entonces, comprender que la clave de la libertad está en que posibilita al ser humano disponer de sí mismo para obrar desde sí mismo como condición para poder realizarse. No es libre el ser humano que no dispone de sí sino que se encuentra en una situación tal en la cual disponen de él “el qué dirán”, o la moda; o actúa en función de las expectativas de los demás, o vive de un modo tal porque “así es ahora”, “así viven los demás”… La libertad implica, por lo tanto, la liberación de los principales estados de alienación -superstición, miedo, sujeción social, política, económica, jurídica, predominio de las pasiones y del egoísmo-. Por ello, se considera libre el hombre que se posee a sí mismo y determina las líneas de su propia existencia, no ya bajo la presión externa, sino sobre la base de opciones personales y meditadas. Busca el bien porque vislumbra las razones de bondad y de valor. Esta libertad no es un fin en sí misma, sino que tiende hacia la libertad madura y adulta, que consiste en la comunión con los demás en el mundo. De ese modo, el Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 34
  • 35. INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011 término libertad es equivalente a madurez, estado adulto, mayoría de edad, y nos muestra al hombre que es auténticamente él mismo, un hombre que no está bajo ninguna tutela. Desde nuestra visión decimos que la libertad madura se explicita como la libertad de los hijos de Dios. El hombre se hace libre delante de Dios cuando vive la religión, no ya por temor al castigo, o con la esperanza de obtener ventajas materiales, sino por convicción, en el amor y el trato confiado con Dios. Por otro lado, es difícil afirmar que la libertad madura está alguna vez plenamente realizada. La libertad, para conservarse y para crecer, necesita verse alimentada ininterrumpidamente por el esfuerzo de cada uno y del grupo humano. No hay ninguna estructura que la garantice establemente, aunque la sostenga en su ejercicio. Es menester conquistarla en la aventura humana juntamente con los demás en el mundo. De este modo se entiende también la libertad como conjunto de las condiciones de liberación. Este significado recoge las diversas libertades concretas, llamadas también libertades sociológicas, o sencillamente “las libertades”. Estas libertades son el conjunto de condiciones concretas que en una determinada sociedad o cultura permiten ejercitar y realizar la propia libertad. La libertad humana debe estar creando permanentemente el conjunto de condiciones de libertad; liberarse significa, entre otras cosas, crear los medios materiales, la ciencia, la instrucción, el trabajo, el respeto, las leyes de justicia..., que permitan vivir la libertad. A esta altura del recorrido debemos hacer notar que, la libertad es siempre libertad en situación, o libertad situada, como se prefiera. Esto se desprende del hecho de que el hombre no existe sino como ser en situación; es decir, el hombre llega a la existencia, y se sitúa, en un preciso contexto geográfico, histórico, cultural, genético, socioeconómico... que él no ha escogido ni creado, que le es previamente dado. Por lo tanto, la del ser humano no es una libertad incondicionada y absoluta; es, más bien, una libertad determinada por condicionamientos previos a su ejercicio. Por consiguiente, imaginar o desear una libertad autárquica es algo insensato; siendo el hombre un ser limitado, no puede poseer una libertad ilimitada ni ser ilimitadamente dueño y señor de la situación. La del hombre es una libertad real, pero delimitada, acotada por el marco de referencias en que se mueve. Es una libertad que tiene que realizarse junto con los demás en el mundo, partiendo de una cultura ya existente, que se empieza a asimilar desde los primeros años de la infancia, que hace que la libertad se encuentre necesariamente en situación. De entre otros condicionantes, imposibles de soslayar, están los que se refieren a la condición corpórea, el patrimonio genético, el temperamento, los defectos innatos, la familia en la que se ha nacido, la influencia de los padres sobre todo en la primera infancia...; y podemos mencionar tantos otros que nos muestran que, siendo el hombre un ser situado en un marco bien preciso, su libertad, por ende, es una libertad en situación. Todo lo cual, si bien restringe las posibilidades de obrar de manera plenamente libre, no impide la acción libre, aunque ésta sea condicionada. 3 a. La libertad, dimensión interpersonal No hay libertad individual sin libertad social; en un mundo en el que, cada vez más, todos dependemos de todos, nadie es verdaderamente libre mientras todos no sean libres. La opción por mi libertad sólo será auténtica y coherente si entraña una Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 35